Entre el amor y la lealtad - Candace Camp - E-Book
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Entre el amor y la lealtad E-Book

Candace Camp

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Beschreibung

Top Novel 265 Thisbe Moreland estaba acostumbrada a que los hombres no la tomaran en serio. Como científica, solía ser la única mujer participante en conferencias y reuniones, siendo su presencia recibida con desprecio y mofa. De modo que fue una agradable sorpresa poder sentarse al lado de un atractivo joven que, además, estaba interesado en mantener una conversación sobre ciencia. Desmond Harrison no podía creer su buena suerte cuando le tocó sentarse junto a Thisbe, inteligente e impresionantemente hermosa. Desde el principio anheló volver a verla. Sin embargo, se avergonzaba de su baja cuna, por no mencionar su trabajo a las órdenes del infame profesor Gordon, antiguamente reputado científico que había abrazado el espiritismo y había pasado a ser profundamente despreciado. Cuando el profesor Gordon le pidió a Desmond que recuperase algo para él, un antiguo objeto conocido por poseer un terrible poder, llamado El ojo de Annie Blue, Desmond comprendió que solo Thisbe poseía la clave. Desmond iba a tener que elegir entre su amor por Thisbe y la lealtad hacia su mentor. De su elección podría depender el futuro de la humanidad. «Candace Camp es una reconocida escritora capaz de llegar al corazón de sus lectores una y otra vez». RT Book Reviews «Camp nos traslada a la época perfectamente y nos involucra en la historia haciendo que nos encariñemos con unos personajes muy bien construidos». RT Book Reviews «Nadie como Candace Camp sabe describir escenas de tensión sexual». Romance Reader website «Camp está en la cima de su carrera». Publishers Weekly

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Candace Camp

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Entre el amor y la lealtad, n.º 265 - mayo 2020

Título original: Her Scandalous Pursuit

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Amparo Sánchez Hoyos

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-334-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

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Prólogo

 

 

 

 

 

Londres

Diciembre de 1556

 

Una mujer corría por la estrecha calle, pegada a la pared bajo el voladizo de los edificios. No había tiempo que perder. Iba por delante de ellos, gracias a Dios uno de los golfillos de Jamie le había dado el aviso, pero sabía que no andaban lejos. Y dado que él ya tenía el mandato judicial que permitía su arresto, no iba a perder el tiempo.

El odio ardía en su corazón, odio hacia el hombre que buscaba destruirla. Hal le había dicho que el hombre solo quería su invento, pero Hal era un buen hombre, demasiado dispuesto a pensar lo mejor de los demás. Él no conocía el corazón de la oscuridad, pero ella sí.

Entró en el patio y abrió la puerta de golpe dejando que se cerrara de un portazo a su espalda.

—¡Hal! Ya vienen.

Cruzó el taller a la carrera y se dirigió a la zona de estar de la familia. Un cazo colgaba del soporte metálico que había en la chimenea, donde el fuego ardía suavemente. Su idea había sido comer antes de marcharse, pero ya era demasiado tarde. Subió corriendo las estrechas escaleras hasta la planta superior, donde estaban los dormitorios. Daba a la calle y era más espaciosa que la de abajo. En ella estaban los dormitorios. Era una casa espaciosa, y motivo de orgullo para ella. Se le había dado bien, había prosperado. Pero de repente se veían obligados a huir de la ciudad, como vulgares delincuentes.

Hal estaba en la habitación de los niños, llenando un zurrón, y se puso de pie de un salto, dejando el resto de sus pertenencias tiradas en el suelo. Guy, el mayor, también se volvió, su rostro pálido bajo el tenue resplandor de la vela.

—¿Ya están aquí? —preguntó Hal con voz angustiada.

—Todavía no. Pero no tardarán. Debemos darnos prisa.

Él asintió y agarró el abrigo de Guy para echárselo al niño por los hombros. Mientras, ella se acercó a la cuna y tomó al bebé. El bebé no se despertó, limitándose a volver la cabecita y acurrucarse al calor de su madre.

—Alice —susurró ella, rozando los oscuros rizos con sus labios—. Mi amada niña.

Conteniendo las lágrimas, envolvió al bebé en su mantita, tapándole la cabeza para protegerla del frío.

A continuación se volvió hacia Hal y vio que ya se había puesto el abrigo. Le entregó al bebé y él la agarró del brazo.

—Venid con nosotros, amor.

—No puedo. Sabéis que no puedo —contestó ella con voz temblorosa—. Debo destruirlo.

—Esa malvada cosa —la habitualmente agradable expresión se oscureció—. Ojalá…

—Lo sé. Yo también desearía lo mismo. Pero debéis poner a los niños a buen recaudo. Y yo debo deshacer el mal que he creado —le entregó a Alice y se agachó para besarle las mejillas y a él en la boca.

Con el brazo que tenía libre, Hal la rodeó y se fundieron en un abrazo.

—Sígueme. Prométeme que me seguirás.

—Lo haré.

Hal la besó apresuradamente, apasionadamente, y bajó las escaleras.

Ella se arrodilló ante Guy, enderezándole el lazo del abrigo y grabándose en la memoria el rostro de su hijo.

—Sé fuerte. Ayuda a tu padre.

—Lo haré —el niño asintió bruscamente—. Los mantendré a salvo.

—Lo sé —el niño se parecía mucho a ella, quizás demasiado. No era de los que miraban atrás o cedía. Siempre embestía. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero las contuvo y lo besó siguiendo el mismo ritual, un beso en cada mejilla, antes de abrazarlo por última vez—. Cuídate.

Ella se levantó y el niño la miró con solemnidad.

—No volveré a veros jamás, ¿verdad?

—Siempre estaréis conmigo.

El niño corrió escaleras abajo y ella lo siguió. El bebé estaba en la silla, todavía dormida, el hatillo de Hal en el suelo. Hal había empujado a un lado el pequeño arcón y levantaba la trampilla del suelo. Un aire frío y oscuro surgió del interior.

Hal tomó el zurrón y pasó la cinta sobre su cabeza, ajustando el bulto sobre su espalda. Ella se dirigió a la alacena y tomó su diario, junto con el athame guardado en su funda. Acercándose a él, metió ambas cosas en el zurrón.

—¡Eso no! —él se apartó—. No. Sácalo. No quiero nada de eso.

—Tenéis que llevarlo. De lo contrario lo tendrá él. Guardadlo. Protegedlo. Prometédmelo.

Los ojos de él emitieron un ardiente destello y, por un instante, ella pensó que iba a negarse, pero entonces agitó una mano en el aire, como si apartara sus pensamientos a un lado.

—Lo prometo —él se inclinó para recoger al bebé. Ella encendió la mecha de la gruesa vela de sebo en el interior de la lámpara de hojalata y se la entregó. Él sostuvo la lámpara sobre el oscuro agujero—. Ven, hijo.

Guy miró a su madre y, por un segundo, asomó a su rostro el aterrorizado niño, pero rápidamente bajó la escalera. Hal se agachó para entregarle la lámpara al niño. Se irguió y la miró a ella. No habló, su mirada lo decía todo.

Ella tuvo la sensación de ahogarse en la tristeza que empezaba a llenar su pecho. Sin embargo, asintió y consiguió sonreír.

—Buena suerte, mi amor.

Su familia desapareció, dejando únicamente un negro agujero. Durante un instante ella no pudo moverse, todo su cuerpo gritándole que los siguiera. Sin embargo, reprimió el cobarde impulso y se apresuró a bajar la trampilla antes de arrastrar el pequeño arcón de nuevo a su sitio.

A pesar de su promesa, era consciente de que no los seguiría. No iba a conducir a sus enemigos hasta su familia. Nadie iba a molestarse en buscarlos, era a ella a quien querían. A ella y su creación.

Apartó el cazo del fuego y corrió a su taller. Eligió tarros con hierbas y un pequeño salero con sal. Sería mucho mejor si pudiera encender el brasero y trabajar en la mesa, pero no había tiempo. Debía confiar en que bastaría con el fuego de la chimenea. Tras acercar un taburete, se subió e insertó una llave en el armario más alto para abrirlo.

Introdujo un brazo en el interior y sacó un pequeño objeto envuelto en terciopelo. Incluso a través de la tela sentía el calor en su mano. El latido del poder. Aquello le pertenecía. Era la culminación del trabajo de toda su vida, el fruto de su conocimiento y habilidad. Y debía destruirlo.

Regresando al fuego, se arrodilló y desenvolvió el objeto, que brilló a la luz de las llamas. Sin embargo ella no se permitió mirarlo. Arrojó un puñado de hierbas al fuego, uno tras otro. No estaba segura de que fuera a funcionar, pero tenía que intentarlo.

Había buscado el conocimiento, pero, de algún modo, el camino que había seguido para que la condujera hacia la sabiduría había cambiado, conduciéndola hacia el poder. Era embriagador, seductor, pero en el corazón de ese poder residía el mal. Debía ser destruido. Tan solo esperaba que no fuese demasiado tarde. Con una mano agarró el colgante que colgaba de su cuello. Con la otra… tomó el objeto infernal.

Se volvió hacia el fuego y estiró el brazo. Intentó invocar las palabras en latín, pero se negaban a surgir. La mano le temblaba. Fuera, se oía el retumbar del trueno. Comprendió que su creación estaba luchando contra ella. Fuera se oían unas pisadas de botas y una orden emitida como un ladrido. Su voz.

Un golpe de nudillos retumbó contra la puerta. Ella agarró el objeto con más fuerza. Le cortaba la piel, pero apenas lo notaba. El familiar cosquilleo empezó a trepar por su brazo. Un canto de sirena le susurró al oído: ella podría detenerlos. Si volvía el objeto contra sus enemigos, estaría a salvo. Podría estar con su familia.

Pero no. No debía ceder a la tentación. Utilizarlo solo lo haría más fuerte, haría que renunciar a él fuera más difícil. Había jurado dejar de utilizarlo. Había jurado evitar que nadie, sobre todo él, lo utilizara jamás.

Algo mucho más fuerte que un golpe de nudillos sacudió la puerta. Otra vez. Y otra vez más. La puerta se abrió de golpe. Ella se levantó de un salto y se volvió hacia los intrusos. Los hombres del obispo irrumpieron, con sus espadas. Detrás de ellos lo vio a él. El hombre que había sido su mentor. El hombre en quien había confiado. El hombre que la había delatado ante las autoridades.

El odio latió en su interior y, sin pensárselo dos veces, extendió el brazo hacia ellos, sujetando en la mano el instrumento que había creado.

—¡Deteneos!

Un vendaval entró por la puerta abierta, llenando toda la habitación, haciendo volar todos los papeles del taller. Un rayo iluminó la escena, y ella sintió erizarse el vello de la nuca. El aire crujió entre ella y sus enemigos, cargado de energía, las luces centelleaban y estallaban.

Los soldados se detuvieron en seco, como si se hubieran estampado contra un muro, las manos paralizadas sobre las empuñaduras de las espadas. El miedo inundó sus rostros al comprender que no podían moverse, inmovilizados y debilitados por la crepitante, punzante, energía.

Ella sabía que su miedo se convertiría en terror si supieran hasta dónde llegaba el poder que era capaz de ejercer con su creación. La gente susurraba que era capaz de hablar con los muertos. Decían que era capaz de devolverlos a la vida. Que era capaz de arrancar de la muerte a un hombre moribundo. Pero lo que no sabían era que del mismo modo podía enviar la muerte a un hombre vivo.

Su sonrisa era letal mientras empezaba a cantar, casi en un susurro. No debería haberlo hecho, no debería haber seguido utilizándolo, pero no podía detenerse. No quería detenerse. Una sensación de placer la invadió mientras sentía el poder salir de ella, hacia ellos. Vio el horror en sus rostros cuando empezaron a sentir las sacudidas en sus corazones y los espasmos que recorrían sus extremidades. Ella aumentó la energía, viéndolos palidecer a medida que la vida se les escapaba.

Miró al hombre que había sido su mentor y que se había convertido en su jurado enemigo. Pero no fue miedo lo que vio en su rostro, sino avaricia y envidia. Él codiciaba su poder, ansiaba poseer el objeto. Haría cualquier cosa para conseguirlo, incluyendo acusarla de herejía y enviarla a la muerte. Su alma se había ennegrecido por su ansia de poder.

Y el suyo también lo estaría si continuaba. Debía detenerse. Debía librar al mundo de su mal. Pero la oscuridad que habitaba su interior la llamaba seductoramente: si lo utilizaba, sería libre. Si lo utilizaba, podría hacer siempre su voluntad.

Soltando un grito, se desembarazó de su esclavitud y se volvió. Lo oyó gritar «¡No!» y lo vio lanzarse hacia delante, pero demasiado tarde. Ella arrojó la creación al fuego.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Londres

Diciembre de 1868

 

Thisbe confiaba en que la clase magistral del Instituto Covington resultaría instructiva. Lo que no había esperado era que fuera a cambiar su vida.

Minutos después de que hubiese comenzado la charla, sintió un extraño cosquilleo en la nuca y se volvió hacia atrás. Un joven estaba de pie en la entrada de la abarrotada sala de conferencias, la mirada fija en ella. Rápidamente apartó los ojos y Thisbe se volvió de nuevo hacia el conferenciante. Llevaba toda la semana esperando a que llegara esa conferencia, pero de repente le costaba centrar su atención en el orador. Su mente estaba ocupada en el hombre que estaba junto a la puerta.

Siendo una mujer que trabajaba en un mundo de hombres, estaba acostumbrada a ser el objeto de las miradas de los demás, miradas que iban desde las más lascivas hasta las más sorprendidas, pasando por algunas bastante siniestras ante su atrevimiento. Normalmente las ignoraba, pero ese hombre… no sabía por qué le resultaba tan diferente de todos los demás, pero la intrigaba.

En su pecho estalló una extraña consciencia que nunca había sentido allí hasta entonces. No fue reconocimiento, pues estaba segura de no haber visto a ese hombre jamás en su vida. Tampoco se parecía a la vaga y omnipresente sensación que sentía hacia su mellizo, Theo. Era más parecida a una oleada de excitación y descubrimiento, parecida al estremecimiento de anticipación cuando estaba desarrollando un experimento. Pero, en esa ocasión, la sensación de certeza se mezclaba con la anticipación, aunque no tenía ni idea de qué podría ser aquello sobre lo que tenía tanta certeza.

Empezó a girar de nuevo la cabeza hacia atrás, pero, justo en ese momento, el hombre se sentó en el asiento junto al suyo. Tenía la cabeza agachada y no la miró, limitándose a sentarse. Sacó un pequeño cuaderno de notas y un pequeño lápiz y empezó a garabatear. Increíblemente, la peculiar sensación que anidaba en el interior de Thisbe aumentó y se caldeó mientras lo contemplaba. ¿Qué tenía ese hombre para hacerla sentirse así?

Solo alcanzaba a ver su perfil, y ni siquiera bien del todo, ya que estaba inclinado sobre sus notas, pero lo que veía la atraía. Era joven, quizás solo un poco mayor que ella. Sus cabellos eran gruesos y de un color marrón oscuro, un poco demasiado largos y revueltos. Daba la sensación de que se los había cortado él mismo. ¿De qué color eran sus ojos? Ojalá pudiera verlos mejor. Era alto y delgado, sus largas piernas ocupando todo el espacio entre el asiento y la fila de delante. Sus dedos también eran largos y flexibles, y se movían ágilmente sobre el cuaderno de notas. La imagen le produjo una punzada en el estómago.

De nuevo se volvió hacia el conferenciante, no queriendo que su vecino la descubriera observándolo. Al parecer se había perdido bastante, pues el hombre hablaba sobre números atómicos. Volvió a tomar notas, aunque no en la cantidad y a la velocidad que el hombre sentado junto a ella. Sin duda la agilidad era en parte la causa de que su escritura fuera apenas legible. ¿Cómo conseguiría leer lo que había escrito él mismo?

El hombre ni se volvió hacia ella ni habló, pero por el rabillo del ojo ella lo descubrió mirándola una y otra vez, sus miradas breves y casi furtivas. ¿Era tímido? Podría ser, aunque la timidez era una cualidad con la que ella no estaba muy familiarizada, dada la naturaleza de su familia. O, quizás, simplemente le sorprendiera la presencia de una mujer en una reunión de la sociedad científica.

Thisbe se volvió de nuevo hacia él y mantuvo la mirada fija, de modo que la siguiente vez que él la miró, se encontró con sus ojos. El hombre abrió los suyos y sus mejillas se tiñeron de rosa, antes de devolver la mirada a su cuaderno de notas. Había acertado, era tímido. Y sus ojos eran de un hermoso y cálido color chocolate. Un color encantador.

Ella se sintió agudamente consciente de ese hombre. Sentía el calor de su cuerpo y olía su olor, una suave mezcla de hombre y colonia. Eso, también, le provocó una punzada en el interior.

A su alrededor sonaron aplausos y Thisbe comprendió que la conferencia había terminado. Aunque con retraso, ella también aplaudió y se levantó, al igual que todos a su alrededor. Su vecino también se levantó de un salto, dejando caer el cuadernillo y el lápiz, y agachándose para recuperarlos. El lápiz rodó hacia ella y se detuvo junto a su falda. Él recogió el cuaderno y se irguió, contemplando el lápiz. Se movió ligeramente y se guardó el cuadernillo en el bolsillo antes de dedicarle otra mirada, cargada de añoranza, a su lápiz.

Sin duda iba a tener que hablarle. Thisbe aguardó, guardándose su propio cuadernillo y lápiz en el bolsito. Los aplausos habían concluido y a su alrededor todo el mundo empezaba a marcharse. El hombre arrastró los pies y empezó a alejarse. Era evidente que, si quería hablar con él, tendría que comenzar ella.

—¡Señor! —Thisbe recogió el lápiz. El hombre se alejaba—. Señor —ella lo siguió, y alargó una mano, tocándole el brazo.

Él se volvió tan deprisa que ella casi chocó contra él.

—¡Oh! Señora. Señorita. Yo, eh…

—Me parece que esto es suyo —Thisbe le mostró el lápiz mientras lo observaba de cerca.

Tenía un rostro agradable y los cálidos ojos marrones estaban bordeados de unas espesas pestañas negras.

—¡Oh! —las mejillas del hombre volvieron a teñirse de rojo—. Yo, eh, gracias —tomó el lápiz y sus dedos se rozaron, provocándole a ella un cosquilleo por todo el cuerpo. Él dejó caer el lápiz en el interior de su bolsillo, pero no se movió del lugar, ni dejó de mirarla—. Yo, eh, ha sido una conferencia estupenda, ¿verdad?

Thisbe sintió una oleada de triunfo. Ese hombre también quería hablar con ella. Aunque era evidente que la misión de encontrar un tema de conversación debía recaer en ella.

—Sí, el instituto Covington a menudo ofrece conferencias interesantes. La señora Isabelle Durant ofreció una interesante charla sobre botánica el mes pasado. Por supuesto, no todas las discusiones son científicas.

—¿La señora Durant? —preguntó él sorprendido.

—Sí. Lleva años siendo una ávida recolectora e ilustradora de flora salvaje. Ha publicado varios libros.

—Entiendo. Lo siento… la botánica no es un campo con el que esté especialmente familiarizado. Me temo que yo, eh, que no he oído hablar de ella.

—Por desgracia, muy pocas personas la conocen. Su trabajo es ampliamente ignorado por sus compañeros científicos, porque es mujer. El instituto Covington es bastante avanzado —ella sonrió—. Permite que las mujeres pertenezcan a él, que den conferencias y que asistan a ellas. Por eso vengo aquí tan a menudo.

Thisbe no añadió que Covington era el apellido de soltera de su madre, y que su madre había financiado considerablemente la institución para que abogasen por la educación femenina. Con el tiempo había comprobado que era mejor no sacar a la luz el apellido familiar. La gente no volvía a comportarse del mismo modo cuando averiguaban que Thisbe era hija de un duque. De un duque con fama de raro.

—Me alegra que lo haga —él sonrió y el corazón de Thisbe dio un vuelco en su pecho.

—Me he dado cuenta de que llegó tarde.

—Por decirlo suavemente —él volvió a sonreír—. No pude abandonar antes el trabajo. Lo siento… espero no haberla molestado —parecía más relajado y tan poco interesado en marcharse como lo estaba la propia Thisbe, aunque la sala de conferencias estaba prácticamente vacía.

—No, no me ha molestado en absoluto —eso, por supuesto, era mentira, aunque la molestia que ese hombre había causado era de una índole totalmente distinta de la que él pensaba—. Pensé que quizás le gustaría tomar prestadas las notas que tomé antes de su llegada —ella sacó el cuaderno de notas del bolsito y se lo ofreció.

—¿Está segura? —preguntó él mientras lo tomaba—. ¿No las quiere conservar?

—Ya me las devolverá cuando haya acabado —Thisbe se encogió de hombros—. ¿Tiene intención de asistir a la siguiente conferencia?

—Sí —contestó él de inmediato, la mano cerrándose sobre el cuaderno. En esa ocasión, Thisbe estuvo segura de que, cuando sus dedos se rozaron, no fue por accidente.

—No sé muy bien de qué trata.

—Eso no importa. Quiero decir que seguro que será interesante.

—Pues entonces podrá devolverme las notas —sin embargo, un mes se le antojaba mucho tiempo. Y por eso se sintió feliz cuando una nueva idea surgió en su mente—. O también… ¿tiene intención de asistir a las conferencias de Navidad en el Royal Institute? Yo estaré allí. El señor Odling va a dar una conferencia sobre la química del carbono.

—Sí. Las conferencias comienzan el día después de Navidad, ¿verdad?

—Creo que habrá unas cuantas —ella asintió.

—Excelente. Aunque no puedo evitar preguntarme cómo pueden las propiedades del carbono dar para varios días.

—¡Vaya! Veo que la química no es lo suyo.

—No especialmente. Pero veo que usted sí está interesada en la química.

—Es el trabajo de mi vida —contestó Thisbe—. Llevo estudiándola desde los diecisiete años. Bueno, desde antes en realidad, pero a los diecisiete la convertí en mi objetivo.

—¿En serio? ¿Y dónde ha…? —el hombre rápidamente disimuló su sorpresa—. Quiero decir que, pues, que, ¿la ha estudiado?

Thisbe soltó una pequeña carcajada. Por lo menos había intentado disimular su sorpresa.

—Mi familia le da mucha importancia a la educación… de todos, tanto de los chicos como de las chicas. Aprendí junto a mis hermanos. Y, después, estudié en Bedford College. Hasta este año me temo que a las mujeres no se nos permitía graduarnos en la universidad de Londres.

—Una escuela para mujeres. Entiendo. Qué interesante —observó él con aspecto de hablar en serio, lo cual no solía ser frecuente—. Siempre pensé que no era justo que Oxford y Cambridge no admitiesen mujeres —hizo una mueca—. Aunque a mí tampoco me habrían admitido. No a un insignificante hijo de obrero.

Desde luego había sido buena idea ocultar sus conexiones con la aristocracia.

—Son la cuna del esnobismo.

—Yo estudié en la universidad de Londres. Bueno, durante dos años. Hay muy pocas clases de temas científicos.

—Efectivamente —era uno de los principales reproches de Thisbe contra la educación inglesa, el segundo después de sus prejuicios contra las mujeres—. Inglaterra va muy por detrás de otros países en reconocer la importancia de la investigación científica.

—Sigue considerándose un hobby propio de un caballero —él asintió—. Se pone demasiado énfasis en la filosofía y las lenguas muertas.

—Sí —su padre y ella habían mantenido acaloradas discusiones sobre ese tema—. Por eso me fui a Alemania a estudiar con herr Erlenmeyer.

—¡Emil Erlenmeyer! ¿Lo dice en serio?

—Sí. ¿Lo conoce?

—Por supuesto. ¡Su teoría sobre el naftaleno es brillante!

A continuación se lanzaron a una animada discusión sobre el naftaleno, los anillos de benceno y la experimentación, que duró varios minutos. Hasta que no apareció el señor Andrews en la puerta y carraspeó Thisbe no se dio cuenta de que no quedaba nadie más allí. Ni siquiera se oía ruido en el vestíbulo.

—¡Oh! Me temo que el señor Andrews querrá cerrar la sala de conferencias —por supuesto, el señor Andrews les permitiría quedarse si ella se lo pidiera, pero no había ningún motivo para que el pobre hombre permaneciera allí por un capricho suyo.

—¡Oh! —el joven miró a su alrededor—. No me había dado cuenta de que…

—Yo tampoco.

Se dirigieron hacia la salida.

—Que tenga un buen día, señorita —saludó Andrews con una reverencia.

Afortunadamente no se había dirigido a ella como «milady», como solía hacer en el pasado. Thisbe había logrado quitarle esa costumbre, aunque de vez en cuando aún se le escapaba. Era evidente que le perturbaba. No se sentía cómodo dirigiéndose a ella como «señorita Moreland» y, al parecer, era incapaz de llamar a su madre otra cosa que no fuera «Ilustrísima».

Permanecieron en el vestíbulo. A Andrews aún le llevaría un rato recoger la sala de conferencias, de modo que disponían de unos minutos.

—Lo siento —continuó ella, deseosa de proseguir con la conversación—, no hemos hecho otra cosa que hablar de mis intereses. Ni siquiera le he preguntado cuál es su campo.

—Ya, bueno —él la miró con cierto recelo—. Estoy trabajando en un proyecto con el profesor Gordon.

—¿Archibald Gordon? —Thisbe lo miró fijamente—. ¿El que cree en fantasmas?

—Eso es lo único que se dice de él —el joven suspiró—. Pero se trata de un respetado científico.

—Era un respetado científico hasta que empezó a coquetear con fraudes como la fotografía de espíritus —espetó Thisbe antes de sonrojarse—. Lo siento, eso ha sido una grosería. Todo el mundo me acusa de ser demasiado franca. No pretendía… menospreciar sus convicciones. Si usted es un espiritista… —sería muy decepcionante, pero, por supuesto, eso no era algo que pudiera decirle.

Para su inmenso alivio, él sonrió.

—No se preocupe. No me ofende, ni tampoco soy espiritista. No creo en supersticiones o leyendas. En Dorset, donde yo me crie, son muy abundantes y mi tía solía contarme historias de fantasmas y magia y cosas como corazones de buey atravesados con espinas en la chimenea para evitar que la bruja bajara por ella, esa clase de cosas. Yo sabía que eran tonterías. Pero uno no puede ignorar que la gente haya visto imágenes espectrales, y no me refiero a esos que aseguran haber visto a lady Howard en su carruaje fantasma recorriendo las marismas. Me refiero a esas personas que se despiertan y descubren a un ser querido de pie junto a su cama.

—Eso son sueños. Todo el mundo tiene sueños raros de vez en cuando.

—Pero rechazarlo sin más es ignorar la evidencia. Personalmente, dudo que la fotografía de los espíritus logre capturar la imagen de los fantasmas, pero hay que tener en cuenta las pruebas que existen. El señor Gordon vio las fotografías, vio cómo se tomaban, y no vio ninguna señal de fraude, y por eso cree en ello. Debe admitir que nadie ha logrado explicar cómo los fotógrafos de espíritus logran que aparezca la imagen fantasmal sobre la placa fotográfica.

—Puede que no, pero ¿no hubo una mujer en Boston que afirmó que el fantasma de una de las fotos era en realidad una foto suya que le habían hecho en el mismo estudio? Yo diría que esa es una prueba concluyente.

—Y por eso me cuesta creerlo —él asintió—. Pero, si aceptamos la palabra de esa mujer como prueba, ¿cómo podemos rechazar la de todas esas personas que aseguran que esas imágenes pertenecen a sus seres queridos? Sin duda una madre sabrá reconocer a su propio hijo.

—En mi opinión, un familiar doliente tienen tantos deseos de creer que se trata de la persona que ha perdido, que imagina sus rasgos en esa foto y los identifica con ese ser querido. Las imágenes son pálidas y difusas, ¿no es así? Un bebé vestido con traje de cristianar y gorrito no es fácil de distinguir de cualquier otro vestido igual y, si el rostro está algo borroso, no resultará difícil ver lo que quieras ver.

—¿Y si usted también lo viera? ¿Y si tuviera la evidencia ante sus ojos?

—Seguiría mostrándome escéptica.

—Eso no me cabe duda —él soltó una carcajada.

—Sin embargo —continuó Thisbe—, si pudiera demostrarlo con absoluta certeza, sin asomo de duda, tendría que creérmelo.

—Y eso precisamente es lo que intentamos hacer —el rostro del joven se iluminó de entusiasmo—. Estamos haciendo experimentos. Mi objetivo es demostrar, o refutar, la presencia de un espíritu que permanezca después de la muerte. Me da igual cuál sea la hipótesis correcta. Lo que me importa es la investigación. En este mundo hay muchísimas cosas que desconocemos, que no vemos. Muchas de las cosas que ahora sabemos habrían sido tildadas de imposibles hace cincuenta, incluso veinte, años. El telégrafo, por ejemplo. ¿Quién habría creído que se podría enviar un mensaje a alguien a kilómetros y kilómetros de distancia, y en un instante? O la fotografía. La electricidad. Y sin embargo siempre estuvo allí… pero no lo veíamos.

En opinión de Thisbe, investigar fantasmas no podía considerarse ciencia, pero le gustó la alegría en la mirada del joven, la pasión que traslucía por aprender e investigar. Así se había sentido ella toda su vida, con esa ansia por saber, la excitación del descubrimiento. Le había gustado ese hombre nada más verlo, pero en ese mismo instante tuvo la convicción de que era importante.

—¿Y cómo pretenden demostrar la teoría? —preguntó.

—Necesitamos encontrar la herramienta adecuada. Piense en todas esas estrellas que no éramos capaces de ver antes de que se inventara el telescopio. Todos esos detalles minúsculos que nos resultaban invisibles hasta la invención del microscopio. ¿Y si los espíritus de las personas hubiesen estado allí todo el tiempo, y simplemente no teníamos la capacidad para verlos?

—¿Quiere inventar una herramienta para que podamos verlos?

—Esa es mi esperanza. La fotografía de espíritus se basa en la idea de que la cámara puede captar lo que el ojo no ve, lo que sucede demasiado rápido, o sin la suficiente nitidez. Mi campo de trabajo es el de las propiedades de la luz. La luz no es visible a nuestros ojos como colores hasta que empleamos un prisma. Pero William Herschel descubrió que había otra clase de luz, la infrarroja, que ni siquiera podemos ver con un prisma.

—Sí, he oído hablar de eso —Thisbe asintió—. Utilizó un prisma para separar los colores y luego aplicó un termómetro a cada color para comprobar cuál se calentaba más deprisa. Pero lo que descubrió fue que el termómetro subía más rápidamente fuera del espectro. De modo que tenía que haber otra parte del espectro que existe, pero que no podemos ver.

—Exactamente. Y entonces Ritter encontró otra banda… la luz ultravioleta.

—¿Entonces cree que un espíritu es algo que existe en otra banda de luz?

—Creo que puede ser visto en otra banda de luz. ¿Seremos capaces de crear un instrumento que nos permita ver las bandas invisibles del mismo modo que el prisma nos permite ver los colores por separado? —él se encogió de hombros—. Esa es una de las cosas en las que estamos trabajando. Pero hay más.

—¿Estamos? ¿El señor Gordon y usted?

—Y algunos otros colegas. El profesor Gordon tiene un patrocinador muy interesado en su investigación, y eso le permite proporcionarnos un laboratorio y el material necesario. Es muy agradable. Quizás le gustaría verlo alguna vez. Quiero decir, bueno, suponiendo que le interese, por supuesto.

—Eso sería… —Thisbe se interrumpió al ver acercarse a Andrews, con su capa.

—Me he tomado la libertad de traerle su capa, mila… señorita Moreland. Espero que no le importe.

—No, claro que no. Gracias —ya no quedaba nada más que hacer salvo marcharse. Thisbe se tomó su tiempo para ajustarse la capa y ponerse los guantes, pero aquello no duró eternamente—. Bueno, pues… —se volvió hacia el hombre.

—Supongo que deberíamos marcharnos —él volvió a arrastrar los pies—. Yo, eh… Me ha encantado hablar con usted. Ha sido muy generoso por su parte prestarme sus notas —le dio una palmadita al bolsillo, donde había guardado la libreta de Thisbe—. Le prometo cuidarla bien y devolvérsela. ¿En la conferencia de Navidad, quizás?

—Sí. Eso me parece perfecto —ella le ofreció su mano—. Discúlpeme, debería haberme presentado. Me llamo Thisbe Moreland.

Él le agarró la mano y Thisbe deseó no haberse puesto ya los guantes.

—Señorita Moreland, ha sido un placer conocerla. Yo soy Desmond Harrison.

—Señor Harrison —con una última sonrisa ella se volvió hacia la puerta mientras Desmond se apresuraba a abrirla.

Y a continuación la siguió escaleras abajo.

—Por favor, permítame acompañarla hasta su casa.

Thisbe miró hacia la calle, donde la esperaba el coche de los Moreland. John, el cochero, que permanecía de pie junto a los caballos, la vio y se subió al carruaje. Pero ella le dio la espalda.

—Eso sería muy amable por su parte, señor Harrison. Gracias.

Oyó el traqueteo del coche que se aproximaba a ellos, pero echó a andar en dirección contraria, acompañada por Desmond. Puso una mano a la espalda y, discretamente, le hizo una señal al cochero para que se marchara. John lo entendería. Bueno, no lo entendería del todo, pero los sirvientes estaban acostumbrados a las excentricidades de los Moreland.

Al parecer John captó la señal, pues el golpeteo de los cascos de los caballos se detuvo durante un instante, antes de proseguir, pero a un ritmo mucho más lento. Con suerte, Desmond no miraría hacia atrás y no vería el carruaje siguiéndolos de cerca.

Thisbe miró a Desmond, que caminaba a su lado con las manos hundidas en los bolsillos.

—¡Señor Harrison! ¿Dónde está su abrigo? ¿Y los guantes? ¿Y el sombrero? —ella se dio media vuelta— ¿Se los ha dejado en el instituto?

—No. Me temo que se me olvidaron —contestó él con aspecto avergonzado—. Llegaba tarde y salí corriendo sin abrigo ni sombrero. Los guantes los perdí la semana pasada —su expresión era ligeramente aturdida—. En alguna parte.

—Me recuerda a Theo. Es incapaz de conservar un par de guantes.

—¿Theo? —él la miró fijamente.

—Sí, mi hermano. En realidad mi mellizo.

—Entiendo —la expresión de Desmond se relajó—. Tiene un hermano mellizo. Los mellizos son fascinantes, aunque es aún mejor cuando son gemelos idénticos, por supuesto —de nuevo la miró—. Lo siento… por supuesto no he querido decir «mejor». Me refería solo, bueno, en términos científicos. Por así decirlo… interrumpió la frase y de nuevo se ruborizó.

—No pasa nada —Thisbe soltó una carcajada—. Sé a qué se refiere. Tengo dos hermanos más pequeños que sí son gemelos idénticos, casi imposibles de distinguir. Y desde luego son… interesantes.

—¿Tiene muchos hermanos? —la voz de Desmond sonaba ligeramente melancólica.

—Tengo cuatro hermanos y dos hermanas. ¿Tiene usted hermanos? —Thisbe se preguntó por el extraño tono en la voz de su acompañante.

—Tuve una hermana —él sacudió la cabeza—. Murió hace años.

—Lo siento.

—Gracias. Era bastante mayor que yo, pero estábamos muy unidos. Ella ayudó a mi tía a criarme. Verá, mi madre murió nada más nacer yo.

—Qué horrible —Thisbe posó una mano sobre su brazo—. Lo siento muchísimo. ¿Y su padre aún…?

—No —contestó él tras titubear—. Él también se fue.

—¿Y qué hará en Navidad? ¿Tiene más parientes aquí? Podría venir a nuestra casa —eso la obligaría a desvelar la situación familiar, claro, cosa que no era lo ideal, pero le partía el alma pensar en ese joven solo durante las fiestas.

—Es muy amable, pero no hay necesidad de preocuparse —Desmond sonrió—. Pasaré la Navidad con el señor Gordon.

—Me alegro —Thisbe se dio cuenta de que aún tenía su mano apoyada en el brazo de Desmond y, a regañadientes, la retiró—. Está temblando. Debe de estar muerto de frío. Realmente no hay ninguna necesidad de que me acompañe a casa. He ido sola muchas veces, y estoy perfectamente a salvo.

—Estoy bien. A menudo me olvido del abrigo o la capa, o… bueno, de un montón de cosas —él sonrió compungido—, de manera que frecuentemente me encuentro en situaciones como esta.

De ninguna manera podía Thisbe permitirle acompañarla a su casa. Con el tiempo iba a tener que hablarle de su familia, por supuesto, pero todavía no. Un vistazo a Broughton House bastaría para ahuyentar a cualquiera.

—Está lejos —insistió ella mientras, al frente veía la solución a su problema—. Verá, tengo que tomar el ómnibus —señaló a un montón de personas que esperaban el transporte público—. Será suficiente con que me acompañe hasta la parada.

Desmond se mostró de acuerdo, aunque insistió en esperar hasta que llegara el vehículo, y ella hubiera subido, antes de marcharse. Thisbe lo vio alejarse a través de la ventanilla del ómnibus. Por desgracia, estaba atrapada allí dentro hasta llegar a la siguiente parada. No tenía ni idea de hacia dónde se dirigía. Tendría que bajarse en cuanto pudiera y regresar hasta su carruaje, que, comprobó, aún la seguía. Empezó a reírse por lo bajo. Sin duda acababa de alimentar otra estupenda historia sobre la locura de los Moreland, historia con la que el cochero deleitaría al resto del servicio durante la cena de aquella noche.

Pero le daba igual. La tarde había merecido la pena, a pesar de la vergonzosa anécdota que correría de boca en boca entre los sirvientes. Sentía algo nuevo en su interior. Por primera vez en su vida había conocido a un hombre capaz de hacerle olvidar la ciencia.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Desmond corrió la mayor parte del camino a su casa. Tenía frío, pero también bullía de energía. Thisbe, un nombre encantador. Único y encantador, igual que ella. Se había fijado en ella en cuanto había entrado en la sala, simplemente porque era la única mujer allí. Había despertado su curiosidad. Y por eso había elegido la silla a su lado en lugar de cualquiera de las otras que estaban vacías.

Y, cuando la había mirado de cerca, su pecho había dado un vuelco. Era hermosa, aunque no hermosa como las muñecas de porcelana, de cabellos rubios, ojos azules y sonrisa bobalicona. Los cabellos que asomaban por debajo de su bonete eran de un color negro azabache, aún más oscuro que los suyos, y sus ojos eran de un impresionante color verde brillante. Era tan alta como él, que no había tenido necesidad de inclinarse para hablar con ella. También era delgada como un junco. Su cuerpo esbelto no poseía la típica forma de reloj de arena, conseguida gracias a encorsetar la cintura hasta cortar la respiración, sino algo que resultaba mucho más atractivo. Se movía con elegancia, a diferencia de la rígida postura de las mujeres encorsetadas. Y su rostro… bueno, no había palabras para describir su rostro, femenino y a la vez con fuerza, de forma cuadrada y barbilla pronunciada, suavizada por la curvatura de su boca y ese carnoso labio inferior. Cielos, qué labio. Casi daba miedo lo mucho que ansiaba sentirlo junto a su boca.

Pero no era solo su aspecto lo que le había convertido en un torpe desecho sin habla. Esa mujer era totalmente diferente a cualquier otra. Por ejemplo, la ropa: un pequeño sombrero con un sencillo lazo para decorarlo, una falda con miriñaque, pero sin ningún adorno, ni siquiera un volante, y unos botines más robustos que modernos. Y luego estaba su manera de hablar, directa, incluso descarada. Su manera de caminar, con pasos largos, rápidos y decididos. Su manera de mirar a los demás, directamente a los ojos, con confianza. Con ella no había miradas de soslayo, disimuladas, no había risitas tontas o aleteo de las pestañas, ni miradas coquetas. Thisbe era sencillamente… ella misma.

En cuanto a él, por supuesto se había comportado como un imbécil, mirándola de reojo mientras tomaba notas. No quería ni pensar en las notas que había tomado, y luego había dejado caer el lápiz al levantarse. Y no podía recuperarlo sin tocar su falda, lo que le había parecido demasiado descarado sin pedir permiso. Y, además, le había dado demasiada vergüenza preguntarle. Normalmente era algo tímido, pero sin llegar a ese punto de parálisis. El miedo de fracasar lo había agarrotado, impidiéndole hablar.

Otro hombre, como su amigo Carson Dunbridge, por ejemplo, habría hablado con ella y habría hecho alguna broma sobre el lápiz caído al suelo. Desmond había visto a Carson hablar con las mujeres, relajado y seguro, engatusándolas con una sonrisa. Pero, claro, Carson era hijo de un caballero, educado desde niño en el correcto comportamiento en sociedad. Estaba acostumbrado a tratar con damas.

Y era evidente que Thisbe era una dama, a pesar de que su sencillo bonete y las sencillas ropas sugerían que no era adinerada. El inglés culto podía aprenderse, ¿acaso el propio Desmond no había aprendido por sí mismo el correcto uso de la gramática y la oratoria, sin rastro del acento de Dorset? No obstante, Thisbe poseía ese aire indefinible, el que no se enseñaba, de la nobleza. A juzgar por el respeto con el que se había dirigido a ella, el gerente del instituto Covington la había reconocido.

Desmond, sin embargo, estaba muy lejos de la clase refinada. No había mentido del todo sobre su padre, el hombre se había marchado, aunque la respuesta había sido, en el mejor de los casos, falsa. Su padre había sido un obrero, y ladrón ocasional cuando no conseguía encontrar un trabajo honrado. Había terminado por ser enviado en un barco a la colonia penal de Australia.

La educación de Desmond había sido, en su mayor parte, autodidacta, con la generosa ayuda del vicario del pueblo, que había sabido reconocer la inteligencia y sed de conocimiento que habitaba en él. Lo que había cortado en seco su carrera en la universidad de Londres, aparte de la escasez de materias científicas, había sido la escasez de fondos. A diferencia de Carson y los demás del laboratorio de Gordon, él no recibía ninguna asignación de los padres y, por tanto, se veía obligado a trabajar en una tienda para mantenerse.

Ni en sus mejores sueños habría pensado que una mujer como Thisbe fuera a iniciar una conversación con él. Pero lo había hecho. Y entonces había descubierto lo fascinante que era ella realmente. En cuanto habían empezado a conversar, todo había sido más fácil. Desmond siempre había tenido problemas para hablar con las mujeres, ya que solían encontrar mortalmente aburridas las cosas que a él le interesaban. Para ser justos, a la mayoría de los hombres también les resultaban mortalmente aburridas.

Pero con Thisbe había sido completamente diferente. Incluso cuando se mostraba en desacuerdo con él, lo hacía de un modo amistoso y ameno, incluso vigorizante. Ni siquiera parecía haberle resultado extraño que Desmond pudiese ser tan olvidadizo como para dejarse su abrigo o perder los guantes, algo que, incomprensiblemente, le sucedía a menudo.

Le había preocupado la mención de Theo. Era poco probable que una mujer tan especial como ella no tuviera un pretendiente, aunque ya había echado un vistazo a su mano y comprobado que no llevaba anillo de casada. Para su alivio, el hombre había resultado ser su hermano. Porque, por improbable e imposible que fuera para él conquistarla, Desmond deseaba a esa mujer.

Sus probabilidades de éxito eran escasas, era muy consciente de ello. Pero, de momento, iba a ignorar ese hecho. Iba a permitirse soñar. Iba a centrarse en la idea de que en unos pocos días iba a volver a verla.

No podía recuperar el abrigo, que se había dejado en el taller, que ya estaba cerrado, de modo que fue directamente al laboratorio, situado en el sótano de un edificio y al que se llegaba bajando unas escaleras que partían de la calle.

El laboratorio estaba pobremente iluminado al disponer únicamente de dos ventanas altas que quedaban por encima del nivel del suelo. Las toscas paredes de piedra eran viejas y a menudo estaban húmedas. Pero estaba bien equipado y era espacioso, largo y estrecho, y ninguno de los hombres que trabajaban allí notaba ya el olor mohoso o la ausencia de vistas.

Desmond abrió la puerta y encontró al profesor Gordon y a los demás agrupados en el amplio espacio entre las mesas de trabajo y el escritorio del profesor, todos hablando en un tono excitado. Su mentor fue el primero en verlo llegar.

—Desmond, por fin has llegado. Llegas tarde.

—Sí, asistí a una conferencia cuando cerramos la tienda —se sentía reacio a mencionar a la señorita Moreland. No había motivo para mantenerlo en secreto, pero aun así prefería mantenerlo para sí mismo, saborearlo, de momento—. ¿Qué ha pasado? Parecéis…

—¿Entusiasmados? Pues será porque lo estamos, muchacho —Gordon lo miró resplandeciente, su rostro redondo sonrojado mientras lo señalaba—. Acércate y míralo tú mismo. He recibido una carta del señor Wallace. Las noticias son espléndidas.

—¿Más dinero? —supuso Desmond mientras se acercaba. La habitación estaba caldeada gracias a la estufa Franklin, y ya empezaba a sentir de nuevo los dedos.

—Mejor que eso —los ojos de Gordon brillaban.

Fuera lo que fuera, Desmond se alegró de ver a su mentor de tan buen humor. Cada vez era más habitual encontrarlo cabizbajo y melancólico. El daño a su reputación empezaba a pesarle. Años atrás, cuando Desmond llegó a Londres, Gordon era uno de los principales científicos de la ciudad, su opinión buscada y respetada. El propio Desmond se había considerado afortunado de que Gordon fuera amigo del vicario y de que, tras la petición de este, lo hubiera aceptado bajo su protección. Pero en esos momentos, tras haberse consagrado a la búsqueda de pruebas de la existencia del espíritu después de la muerte, Gordon era ridiculizado por sus colegas. A Desmond le dolía verlo cada vez más abatido.

—¿Cuáles son las noticias? —preguntó sonriente, mirando a los demás—. Contádmelo.

—El señor Wallace ha localizado el Ojo de Annie Blue —anunció Gordon triunfante.

—¿Qué? —Desmond enarcó las cejas—. ¿En serio?

—¡Sí!

—¿Lo ves? Te dije que Anne Ballew era real —intervino Carson a su manera descuidada, echándose hacia atrás y apoyando los codos sobre su mesa de laboratorio, la boca curvada en una perezosa sonrisa. Carson nunca empleaba el apodo usado para esa mujer.

—Sabía que era real, y también que fue quemada en la hoguera por bruja —Desmond había buscado toda la información posible sobre ella, aunque en su momento lo que había pretendido era desmentir las locas historias que contaba su tía sobre ella—. Incluso acepto que fabricó un instrumento llamado «el Ojo». Pero nunca he visto ninguna evidencia de que haya funcionado realmente. O de que sobreviviera a su desaparición. No existe ninguna señal del Ojo desde Anne Ballew. Según los rumores, fue quemado.

—Y también hay rumores que dicen que fue salvado de la hoguera —apuntó Carson.

—Pero ahora tenemos pruebas —Gordon agitó la hoja de papel que tenía en la mano—. El señor Wallace está seguro de haberlo encontrado.

Desmond no hizo ningún comentario, jamás desautorizaría a su mentor, pero Gordon tenía más fe en los conocimientos de su patrocinador que él. El señor Wallace no era científico ni estudioso, sino un hombre adinerado inmensamente ansioso por demostrar la existencia de los fantasmas. Y, como bien había señalado Thisbe unos minutos antes, era muy fácil creer en algo cuando uno quería hacerlo desesperadamente.

—Ahí mismo, míralo —Gordon golpeó el papel con un dedo y comenzó a leer—: «He visto con mis propios ojos una carta de un hombre llamado Henry Caulfield, escrita en 1692. En la carta, el señor Caulfield narra una visita al hogar de un tal Arbuthnot Gray, en la que afirma que Gray le mostró el «diabólico instrumento» de Annie Blue».

—¿Y con estas evidencias el señor Wallace pretende rastrear lo sucedido al Ojo después de aquello?

—No —Gordon casi se estremecía de la excitación—. El señor Wallace ya sabe dónde está. Está convencido de que permaneció en posesión de la familia Gray, pasando de generación en generación. Existe un testamento, escrito por la nieta de ese tal Arbuthnot, en el que lega a su hija «la colección de antigüedades, rarezas y curiosidades místicas, legadas a mí por mi madre». Es evidente que se trata de reliquias familiares y, sin duda, las conservarán aunque sea encerradas en un arcón. Así funciona la aristocracia. El señor Wallace está seguro de que está actualmente en manos de su descendiente, la duquesa viuda de Broughton.

A pesar de sus dudas, Desmond no pudo evitar sentir cierta emoción.

—¿El señor Wallace tiene intención de adquirirlo?

—Ya lo ha intentado —el rostro de Gordon se ensombreció—. Dice que le ha escrito tres cartas y no ha recibido respuesta alguna. Esperaba tenerlo en su poder antes de hablarme de él, pero se encuentra en un punto muerto y sintió que debía hacérmelo saber. Quizás esperaba que se nos ocurriera alguna idea sobre cómo conseguir el Ojo. Aunque no sé muy bien cómo iba yo a poder convencer a una duquesa si él no ha sido capaz de ello.

—Róbelo —sugirió Carson con desenfado.

—No seas tonto —Desmond puso los ojos en blanco.

—Lo digo en serio —protestó Carson—. El señor Wallace parece creer que no hay esperanza alguna de obtener ese objeto de la mujer.

—Sí, según él, la duquesa es rara y de trato difícil. Al parecer es una ávida coleccionista. Nunca se deshace de nada.

—Entonces ni siquiera se dará cuenta de que le falta —insistió Carson—. Es muy sencillo.

—Es ilegal —respondió Desmond.

—Bueno, si lo piensas bien, en realidad ya no pertenece a la duquesa, ¿verdad? —sugirió Benjamin Cooper desde el taburete en el que estaba encaramado, detrás de Gordon—. Quiero decir que Anne Ballew era la auténtica propietaria, ella lo creó. Sin duda le fue robado cuando la encarcelaron.

—Eso es verdad —asintió Gordon pensativamente.

—Anne Ballew era alquimista, los científicos de aquella época. Se dedicaba al conocimiento y al descubrimiento, igual que nosotros —señaló Albert Morrow, el otro científico de la habitación—. ¿No preferiría que tuviésemos nosotros el Ojo para poderlo estudiar, aprender de él, en lugar de que esté acumulando polvo en el ático de una vieja duquesa?

—Sí, sin duda lo preferiría —los ojos del profesor Gordon brillaron—. Con los años, Anne Ballew se había convertido en una obsesión para él—. Lo cierto es que sería como reclamar algo que la ciencia ha perdido.

—Aunque así fuera —señaló Desmond con ironía—, para la mayor parte del mundo sería un robo.

—Venga ya, Dez —los ojos de Carson miraban traviesos—. No seas un aguafiestas. ¿No sería estupendo tomar por una vez algo de la clase dirigente en lugar de al revés?

—Odio tener que recordártelo, pero tú formas parte de esa clase dirigente —espetó Desmond.

—En realidad no soy uno de ellos —contestó Carson sin darle importancia—. Mi familia no posee el apellido ni la fortuna necesaria para ser importante. No soy más que un adorno, un soltero al que se puede invitar para que equilibre los números o haga bulto en una fiesta.

—Supongo que no lo dirás en serio —con Carson siempre era difícil de saber. Desmond miró a los demás.

—No, por supuesto tienes razón —el profesor suspiró—. No podemos llevárnoslo, aunque ella no se lo merezca. Es que… no soporto pensar que está ahí mismo y que no podemos tenerlo.

—¿Por qué no le escribe a esa duquesa? —sugirió Desmond—. Seguramente solo contempla al señor Wallace como a otro adinerado caballero. Pero usted es un hombre de ciencia. Quiere estudiar el Ojo. Para usted lo importante es descubrir sus misterios, no poseerlo. Ella estará más dispuesta a prestar el Ojo a un hombre de ciencia para un noble propósito que a vendérselo a otro coleccionista. O puede que le permita estudiarlo en su casa, si no quiere alejarlo de ella.

—Pues… puede que tengas razón. Sobre todo si piensa que puede recibir alguna alabanza por ello.

—Ese es el principal motivo por el que la mayoría de los caballeros acceden a financiar un proyecto —afirmó Carson.

—Sí. Y yo sé cómo adularlos. El Señor sabe cuántas veces he tenido que hacerlo —Gordon se acercó a su escritorio en una esquina de la sala. Todos se situaron en sus respectivos puestos, aunque el continuo murmullo entre los compañeros de mesa sugería que no estaban muy concentrados en su tarea.

Desmond se sentó en su habitual puesto de trabajo junto a Carson y sacó del bolsillo el cuaderno de Thisbe, colocándolo junto al suyo. La escritura, al igual que ella, era pulcra y fresca. Pasó las páginas hasta llegar a la conferencia de ese día, resistiéndose a la tentación de echar un vistazo a lo demás que había escrito. Por supuesto no se lo habría prestado si contuviese algo que no quisiera que él viera.

—¿Has perdido también el abrigo? —preguntó Carson volviéndose hacia él. Siempre encontraba divertidos los olvidos de Desmond.

—No. Salí a toda prisa y me lo dejé. Llegaba tarde a una conferencia.

—No puedo por menos que admirar tus despistes —Carson rio por lo bajo y sacudió la cabeza—. Siento decir que yo no suelo olvidarme de mi propia comodidad —hizo una pausa—. ¿Mereció la pena?

—¿Qué? —Desmond levantó la vista de golpe antes de darse cuenta de que su amigo se refería a la conferencia, no a Thisbe. No existía ninguna posibilidad de que supiera lo de Thisbe. Y, comprendió, no sentía ningún deseo de hablarle de ella. Carson sería su amigo, pero Thisbe era algo que iba a guardarse para sí mismo, demasiado preciada para compartirlo con nadie—. Desde luego que sí. Fue muy interesante —a pesar de que no recordaba ni la mitad—. Seguramente asistiré a la siguiente.

Carson devolvió la atención a su experimento, y Desmond empezó a copiar las notas. Sin embargo, después de un rato, se detuvo y se volvió hacia su compañero.

—No lo decías en serio, ¿verdad? Lo de robar el Ojo…

—Solo a medias —Carson rio—. No creo que sea capaz de llegar tan lejos, pero el Ojo no debería estar en posesión de una vieja dama que no sabe nada de Anne Ballew —miró fijamente a Desmond—. Sigues siendo escéptico sobre todo este asunto, ¿verdad?

—Todo se basa en la certeza de las suposiciones del señor Wallace de que el «instrumento diabólico» era realmente el Ojo y que su actual heredera aún lo tiene en su poder. Nadie lo ha visto nunca, mucho menos usado nunca. Ni siquiera sabemos qué aspecto tiene. De qué se trata.

—Eso es lo mejor. Tenemos mucho que explorar. ¿No te parece interesante?

—Por supuesto que sí. Me encantaría saber si esa mujer había descubierto el secreto para ver a los espíritus. Me encantaría ver cómo funciona, cómo hacer una copia. Pero… —Desmond se encogió de hombros—. No existe ningún dibujo, ninguna descripción, ninguna explicación. Solo historias. Leyendas. «La gran bruja Annie Blue». Mi tía me contaba todas las historias de Anne Ballew y sus poderes mágicos. Que era una bruja, que veía a los muertos y hablaba con ellos.

Desmond rememoró los viejos cuentos de su tía.

—También me contó que, si ves a una liebre correr por una calle, una casa de esa calle se quemará. Estoy dispuesto a creer que a nuestro alrededor existe un mundo espiritual que no podemos ver. Pero no creo en la magia. No hay ninguna prueba sobre el Ojo. Relatos populares fantásticos no constituyen la base de la ciencia.

—Ya, pero sí recibirían la aclamación popular si resultaran ser ciertos.

En ocasiones, el cinismo de Carson irritaba a Desmond.

—En tu opinión —alzó la voz con cierto tono de indignación, pero, tras mirar a su mentor, la bajó ligeramente—. ¿Crees que el profesor Gordon lo hace por la aclamación popular?

—Únicamente por eso no. Él quiere saber realmente, quiere ver a los espíritus. Pero seguro que no le importaría arrojárselo a la cara a todos los que le han denostado.

—Han sido muy injustos con él —concedió Desmond—. Posee la misma inteligencia, la misma mente científica, la misma dedicación de siempre.

—No debería haberlo anunciado a los cuatro vientos —Carson se encogió de hombros—. Afirmó que podía demostrar la existencia de los espíritus entre nosotros, cuando lo único que tenía eran algunas fotografías dudosas. Tú te sientes demasiado unido a él, tu adoración por él anula tu visión.

—Le debo mucho. Aceptó la palabra de un vicario de pueblo de que yo era capaz de realizar este trabajo, que me merecía una oportunidad. Pero ha ido mucho más lejos de lo que se esperaría de su amistad con el vicario. Me ayudó a ingresar en la universidad. Me tuteló a pesar de mi falta de financiación. Incluso me recomendó para trabajar en la óptica.

—Lo sé. Y le has recompensado al aplicar tu interés por la espectrometría al campo en el que el profesor Gordon necesita ayuda. Opino que la astronomía sería una elección más pragmática que la exploración del mundo de los espíritus.

—La espectrometría es de utilidad en múltiples campos. Lo que yo descubra aquí puede ser aplicado a la astronomía o a la química, o la física.

—Sí, pero no eres un auténtico creyente —señaló Carson—. Desdeñas los relatos sobrenaturales.

—¿Y tú no? —preguntó Desmond.

—Yo creo que existen importantes semillas de verdad que pueden encontrarse en relatos transmitidos de generación en generación.

—¿Monstruos y duendes?

—No, eso no —Carson hizo una mueca—. Pero sí espíritus que vagan después de que su tiempo ya haya pasado. ¿Son todos los relatos inventados? ¿No están basados en algo? Ese escalofrío que sientes sin más, esa zona helada en el pasillo, esa cortina que se mueve sin intervención de ninguna brisa…

Desmond recordó ese momento en el que despertó sobresaltado y se encontró a su hermana muerta, Sally, de pie junto a su cama, sonriéndole de esa manera tan suya. El involuntario escalofrío que recorrió su espalda cuando la tía Tildy le habló de la maldición de Desmond.

—Sé que es posible ver cosas, sentir cosas, que parecen imposibles. De eso me puedes convencer. Pero los relatos no bastan —hizo una pausa—. ¿Y tú qué? Casi siempre te muestras muy cínico. ¿Crees en esas cosas?

—Creo en Anne Ballew. Sé que existió. Sé que la gente le tenía miedo, que la reverenciaba. Sé que estaba muy adelantada a su tiempo. Creo que creó el Ojo.

—¿Y crees que lo utilizaba para ver a los muertos?

—Bueno, eso… —Carson hizo una mueca y sus ojos brillaron—. Eso es lo que tendremos que averiguar, ¿no?

Las palabras de Carson eran inocentes, pero permanecieron suspendidas en el aire, y Desmond no pudo negar el frío que rozó su espalda, como un gélido aliento.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Thisbe entró flotando en su casa, rebosante de necesidad de hablar con alguien. Como siempre, se oían ruidos provenientes de todos los rincones, magnificados por el enorme vestíbulo de suelos de mármol. El sonido de las voces de su madre y sus invitadas que hablaban sobre su última causa provenía de saloncito rojo. El golpeteo de unos piececitos en la planta superior, acompañado de unos grititos de los gemelos, Con y Alex. Un pesado golpe proveniente de la parte trasera de la casa, seguido de la voz de su mellizo que soltaba una sarta de juramentos.

Normalmente era a Theo a quien acudía, pero en esa ocasión no era a él al que necesitaba, sobre todo dado su aparente estado de mal humor. Tampoco a su padre, que supervisaba a dos sirvientes que abrían una enorme caja de madera en un extremo de la larga galería. La habitual respuesta de papá, fuera cual fuera la pregunta, solía ser un tranquilizador «sí querida, eso está muy bien», tras lo cual la invitaría a que admirara su nuevo jarrón minoico, o estatua, o lo que fuera que acabara de recibir.