Entre el valor y el peligro - María Eugenia Gabanes Gili - E-Book

Entre el valor y el peligro E-Book

María Eugenia Gabanes Gili

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Beschreibung

Entre el valor y el peligro narra la valiente odisea de Antonella Arroyo, una joven argentina que, tras una desilusionante experiencia en México, retorna a su pueblo natal, Villa Yacanto. Decidida a rediseñar su destino, Antonella se integra a la policía y se convierte en bombera, desafiando normas y abrazando su valentía. La narrativa se bifurca en dos partes: primero, su inmersión en el heroico papel de defensora comunitaria, donde enfrenta peligros y forja vínculos sólidos; y luego, un viaje a Guadalajara que desata un vertiginoso huracán de eventos. Allí, Antonella emerge como testigo involuntario de crímenes y corrupción, y, con una determinación indómita, emprende una investigación personal arriesgada que la confronta con lo desconocido y enemigos insospechados. El relato se sumerge en el suspenso mientras Antonella desenmascara oscuros secretos, acercándose al peligro, pero impulsada por una búsqueda implacable de justicia que la lleva desde las pintorescas calles de Villa Yacanto hasta los lúgubres callejones de Guadalajara. La conclusión la encuentra de regreso en Argentina, con un espíritu inquebrantable, listo para enfrentar los desafíos finales y descubrir que la delgada línea Entre el valor y el peligro revela verdades inesperadas.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Gabanes Gili, María Eugenia

Entre el valor y el peligro / María Eugenia Gabanes Gili. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

380 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-644-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Policiales. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Gabanes Gili, María Eugenia

© 2023. Tinta Libre Ediciones

Dedicatoria

A quien le gusta leer novelas policiales.

Agradecimientos

Agradezco a la vida la oportunidad de escribir y a mis lectores, por leer la novela.

Primera parte

La Policía del pueblo mágico

Capítulo 1

La oficial de policía

A veces, recuerdo lo torpe que era en mis inicios como oficial de policía recién ingresada en la comisaría de Villa Yacanto. Resulta que no tenía experiencia y un universo nuevo se abría ante mis ingenuos ojos.

—Pasen, pasen —gritaba parada en la entrada del banco de Villa Yacanto, alentando a una cola de personas impacientes por cobrar su sueldo a que ingresaran al banco en el primer día del mes. Era como dirigir el tránsito: aleteaba mis manos acompañando a mis palabras y señalando la puerta de ingreso—. ¡Entren, entren! ¡A la derecha, las minas! ¡A la izquierda, los guasos!

Así hacía pasar al interior del banco a la multitud que estaba esperando para entrar a cobrar los sueldos, las jubilaciones, las pensiones y los planes del gobierno. No sé por qué, pero no se me ocurrió otra forma de ordenar a la muchedumbre. Me paraba orgullosa con mi uniforme de policía y mi pistola. Me sentía Pepita la Pistolera.

Ese banco fue mi primera asignación como oficial de policía. Pero, por supuesto, no me pusieron sola; debía trabajar con mi compañero, el cabo Santana. Se entendía que él contaba con más experiencia y que yo tenía la obligación de cuidar el banco y sus inmediaciones de asaltos, delincuentes y malhechores que podrían realizar atracos o perpetuar arrebatos a los clientes ni bien salieran del recinto con sus valiosos pesos argentinos escondidos entre los bolsillos, las carteras, las mochilas y, ¿por qué no?, entre el corpiño y las tetas.

Tuve suerte porque Santana era muy proactivo y simpático. Aunque todavía tenía que ver de qué madera estaba hecho. No sabía aún cómo sería llevar a cabo un operativo policial con él, o una defensa del banco, o una captura de delincuentes. Pero hasta entonces él había demostrado paciencia, para enseñarme el día a día en el trabajo, y protección, porque estaba siempre muy pendiente de dónde estaba yo y cómo estaba. De mi parte, yo también estaba atenta a mi compañero; éramos los dos solitos contra cualquiera que se atreviese a sacar el pie del plato en ese orden existente adentro y alrededor del monumental banco que nos habían asignado a cuidar.

Me llamo Antonella Arroyo y nací en Villa Yacanto. Creo que estoy unida a mi profesión desde antes de nacer, pues, al momento de abrir mis ojos al mundo, aparecí en un móvil policial, en lugar de una casa o un hospital. Resulta que mi madre, con la panza que le explotaba, se desvaneció en la vía pública y rompió bolsa, y la policía acudió en el acto y la subió al patrullero para llevarla al hospital del pueblo con urgencia, pero ella no tuvo mejor idea que darme a luz en el interior del móvil. Mi pobre madre parturienta no pudo aguantar a llegar al hospital.

Y así nací yo, entre las luces y sirenas de un móvil policial. En ese entonces, una pareja de policías lo conducía y ayudó a mi madre a parir. Apenas la atendieron, en cuestión de minutos, nací como una rama que lleva la corriente de un río, y nos trasladaron a ambas al hospital. Esto fue hace veintisiete años atrás.

Mi padre, que era escribano, acudió de inmediato al hospital y se encontró con la gran sorpresa de que yo ya había nacido y era mujer. Mis padres siempre pensaron que yo sería un varón, pues en la ecografía no se alcanzaba a distinguir bien si era una nena o un nene. El caso es que mi madre ya tenía todo el ajuar en tonos celestes, azules, verdes y amarillos. ¡Qué confusión, a veces, tienen los médicos! Entonces mi padre no entendía mucho qué había sucedido, nos acompañó y, cuando se cercioró de que estábamos bien de salud, pidió a uno de sus ayudantes en la escribanía que fuera a comprarme ropa de nena en algunos otros tonos más rosados.

El shock de haber nacido en un móvil policial repercutió luego en mi vida para que quisiese ser una mujer policía, como aquella que ese día iba en el patrullero y asistió a mi madre en la calle y en el auto para poder parir.

De mi apellido Arroyo, diré que la familia lo heredó de mi bisabuelo, quien había adquirido un amplio terreno a las orillas de uno de los arroyos de Villa Yacanto. La gente del pueblo comenzó a llamar a mi bisabuelo don Arroyo. Y así Guido Martínez pasó a ser Guido Arroyo o, mejor dicho, don Arroyo, como todo el pueblo lo conocía. Guido era un inmigrante español y, también, un pirata de Tabarca, la isla del mar Mediterráneo al frente del pueblo de Santa Pola, en Alicante. Así que, como ven, yo era el yin (bisnieta policía) y él, el yang (bisabuelo pirata). Ambas fuerzas son la base del universo. Dos fuerzas opuestas pero complementarias y necesarias para mantener el equilibrio universal. Todo lo que existe tiene una contraparte imprescindible para la existencia. De más está decir que mi bisabuelo todavía sigue vivo, así que puedo continuar escuchando sus hazañas, sus anécdotas de juventud y sus achaques de vejez.

Yo siempre pensé que los piratas eran de las películas cuando era niña, hasta que un día mi bisabuelo me dijo: «Eres la bisnieta de un pirata de Tabarca», y ahí mis creencias se derrumbaron como las hojas de los árboles caducos en otoño. Desde ese día no perdí la oportunidad de disfrazarme de pirata mujer en cada cumpleaños y fiesta de disfraces que presenciaba. También pedí que me regalaran un loro. Así que en casa teníamos un loro, pero no era del pirata viejo, era mío. El loro se llamaba Paco y el bisabuelo adoraba llevarlo en el hombro, por lo que me enseñó a hacer lo mismo.

Bisabuelas ya no tengo, pero sí las dos abuelas y un abuelo, hijo del bisabuelo Guido. Mi abuelo, nacido en la Argentina, se dedicó a administrar las propiedades y campos que mi bisabuelo, «el pirata», había comprado en la Argentina cuando emigró de España, después de haber pasado un par de años en la cárcel de Tabarca debido a su riesgosa profesión en el Mediterráneo. Luego de eso, se vino con mi bisabuela Felixmina a estas tierras de Villa Yacanto, con la esperanza de construir una nueva vida.

Ahí nació mi abuelo, Fortunato Arroyo y, posteriormente, mi padre, León Arroyo. Fortunato se ocupó de administrar todas las tierras de la familia y León, que era más estudioso, quiso dedicarse a ser escribano. Mi padre instaló la primera escribanía en el pueblo y, dicho sea de paso, esperaba que yo siguiera sus pasos: que fuera escribana y atendiera la escribanía. Él me dejaría toda la cartera de clientes y el boliche armado, pero yo prefería alguna actividad de más acción, donde pudiera buscar la justicia y la equidad.

Digamos que dinero no me faltaba, entonces podía hacer lo que quisiera, porque las necesidades básicas ya estaban cubiertas por mi familia. De todos modos, siempre aspiré a valerme por mí misma, así que quería desarrollarme en alguna profesión de acción. Por eso, finalmente, cuando estaba en el último año de la secundaria, opté por anotarme para ingresar en las filas de la Policía cordobesa al año siguiente. Casi le doy un ataque al corazón a mi bisabuelo con esa noticia. En esos días estaba espantado el viejo, no entendía cómo pude haber tomado «semejante» decisión.

—Tu padre quiere que seas escribana, ¿por qué no seguís esa carrera? ¿Para qué ser policía, que es una profesión muy riesgosa y más para una mujer? Antonella, te pido que reflexiones sobre el futuro que querés tener. Vas a estar persiguiendo delincuentes, piratas del asfalto, atracadores de barcos… No, no, no, te invito a que lo pienses una vez más —me decía el bisabuelo pirata, ya más tranquilo y lento en su andar y accionar.

—Bisabuelo Guido, realmente lo pensé, y hay algo que me atrae mucho de la profesión de policía y es la búsqueda de la justicia y equidad entre los seres humanos. Es mi vocación, creo —argumentaba yo, que me encantaba hablar con Guido.

—Sí, pero ¿y cuando tengas hijos? ¿Y si te pasa algo?

—Bisabuelo, nada malo me va a pasar. Estoy bien segura de lo que hago. Mis futuros hijos siempre van a tener a su madre para cuidarlos y, en el peor de los casos, que ojalá nunca ocurra, ellos pueden quedar con mi madre o mi hermano.

—No sé, Antonella, esa profesión no me cierra para vos. Yo, que siempre fui un pirata en el Mediterráneo, huyendo de la policía, enfrentándome a ellos, cumpliendo una condena injusta… No quiero que estés de ese bando, tampoco que seas pirata… Ja, ja, ja, pero bien podrías ser escribana, como tu padre León. ¿Quién va a seguir con la escribanía si no? Tu hermano Santino dice que quiere ser futbolista, de hecho, es bastante bueno. Por lo tanto, ¿qué hará tu padre con la escribanía que tanto sacrificio le costó armar? —decía el bisabuelo Guido mientras tomaba mate en un sillón de la galería.

—Bueno, quizás alguno de mis futuros hijos quiera ser escribano y seguir los pasos de su abuelo León —respondí yo, que me gustaba hablar con mi bisabuelo.

En esa época, aún vivía con mis padres y mi hermano, mientras que mi abuelo Fortunato y mi bisabuelo Guido vivían juntos en una casa al lado nuestro.

Cuando terminé el secundario, en lugar de entrar a la Policía en Villa Yacanto, al final me fui a México con mi novio (surgió una muy buena propuesta laboral para Fabián, y yo lo seguí). Ahí nació Arantxa, cinco años atrás, en la ciudad de Guadalajara. Allá su padre, Fabián, trabajaba en una multinacional de venta de productos de consumo masivo. Pero, después de algunos años juntos, cuando Arantxa tenía cuatro años, nos separamos y yo volví a la Argentina con mi hija, de regreso a mi hogar paterno.

Al llegar a mi tierra, tuve que reinventarme: le busqué un lugar en el colegio a Arantxa y me anoté para entrar a trabajar en la Policía de Villa Yacanto, que era lo que iba a hacer si no hubiera conocido a Fabián. ¡Qué loco fue haber dejado todos mis planes y seguir a un amor hasta México! Pero entonces debía volver a comenzar y con una hija a la que educar y mantener.

Apenas regresé viví unos meses en la casa de mis padres, hasta que pude entrar a la Policía y ganar un sueldo que me permitió alquilar una cabaña con mi hija. Tenía el secundario completo y veinticinco años, así que apliqué e ingresé. Por suerte, mi estatura de 1.57 m sin calzado y una relación normal de talla y peso me posibilitaron estar dentro de los parámetros que esperaban para una policía.

Tuve suerte de encontrar una linda casa en un barrio de Villa Yacanto, entre montañas y mucha vegetación. Un lugar de cabañas para turistas. La cabaña era relativamente grande; contaba con tres dormitorios, dos baños y una cocina-comedor-living, todo integrado. Tenía una galería amplia con asador y mesa para comer. También, había una pequeña piscina. La estufa a leña no podía faltar, dado que la región es muy fresca en verano y helada en invierno. Ya desde el verano tenía que poner troncos en la salamandra para mantener el calor de hogar. Tenía dos uniformes policiales, que lavaba durante la semana. También, una pistola de verdad. Esperaba no tener que usarla nunca, pero el cabo Santana, mi compañero, fue quien me la otorgó cuando comencé a trabajar.

—Antonella, ¡sin miedo! —me dijo con voz firme, al tiempo que me daba el arma en la mano.

Todavía recuerdo esas palabras. Santana era flaco y alto, con ojos celestes y grises. Tenía una mujer y dos hijos pequeños, Uma y Enrique, de cuatro y dos años respectivamente. Su pareja era una de las bomberas de Villa Yacanto.

Capítulo 2

Bebé que llora

Y estando feliz en Villa Yacanto, habiendo anotado a mi hija en la escuela del pueblo y habiendo ingresado a la Policía, comencé a trabajar a dos manos.

A veces, tenía casos raros; otras veces, tontos, y otras, misteriosos. Con Santana nunca sabíamos qué nos podría deparar el día o la noche cuando nos tocaba el turno de trabajo. A Santana le gustaba trabajar de noche porque decía que era más tranquilo. Se sentaba en una silla y se dormía generalmente. A mí, en cambio, la noche no me gustaba porque no pegaba ni un ojo en la silla y me pasaba toda la noche parada en las calles o patrullando.

Siempre recuerdo una de las llamadas al 101. Una turista de Villa Yacanto reportó que había un bebé abandonado entre unos escombros de una construcción en la zona de cabañas, hacia El Durazno. Esa noche estábamos patrullando el pueblo con mi compañero, así que hacia allá nos dirigimos.

Santana manejaba el móvil en aquella jornada nocturna, y yo iba de acompañante. Otras noches conducía yo el vehículo; íbamos alternando, no teníamos preferencia por quién manejaba. Era una noche de mayo, oscura y cerrada, con amenazantes nubes de lluvia. El cielo, sin estrellas que alumbraran, y tampoco se veía la luna. La oscuridad reinaba en el camino hacia El Durazno. Yo no me imaginaba cómo podría ser que un bebé estuviera abandonado, solo, en las tinieblas de esa noche fantasmal.

Santana iba a toda prisa porque, si el bebé estaba a la intemperie, abandonado a su suerte, debíamos actuar con urgencia para salvarlo. Santana conducía con mucha celeridad y en las curvas coleaba el móvil, por lo que derrapaba y levantaba una polvareda que nos inundaba el vehículo, a pesar de estar cerrados los vidrios. Era un rally para Santana, la vida del pequeño o pequeña estaba en juego.

En una parte del camino, yendo a mucha velocidad, Santana no vio un badén bastante profundo, y el móvil dio tal salto que mi cabeza tocó el techo del auto. Menos mal que el cinturón de seguridad me había sujetado al asiento, porque todo mi cuerpo se inclinó hacia adelante y a la izquierda, donde estaba mi compañero. El auto pegó semejante golpe cuando cayó cruzando el badén que Santana atinó a frenarlo. Fue tal la frenada que se escuchó el ruido de las ruedas.

Pensé que habíamos roto el auto o, al menos, reventado una cubierta o el tren delantero del móvil; pero Santana, después de preguntarme si estaba bien y ver que no nos habíamos hecho nada, se bajó del auto y, en la oscuridad de la noche, alumbró el capot delantero y rápidamente inspeccionó cómo estaba. En menos de un minuto, volvió a subir al auto y me dijo:

—No le pasó nada al auto, sigamos. ¿Estás bien?

Santana me lo preguntó agitado y acelerado por el golpe del vehículo, pero impaciente por llegar al lugar donde habían reportado el incidente con el bebé.

—Sí, sí, estoy bien. Menos mal que no fue nada. Dale, vayamos a atender el caso —respondí rápido, con un dolor en el cuello y la espalda por el salto del badén y por el golpe al caer.

El camino de montaña con calle de tierra y árboles seguía zigzagueante. Subidas y bajadas hasta que llegamos a donde nos habían indicado en el llamado. Santana estacionó al frente de un complejo de cabañas, en la calle pública s/n, y bajamos.

No alcanzamos a pasar la tranquera para entrar al complejo, que una señora agitada, con cara de preocupación, salió corriendo desde una de las cabañas hacia nuestro encuentro y nos abrió la puerta de la tranquera ni bien vio al móvil policial.

—¡Gracias que llegaron! —nos manifestó muy alterada, con la voz entrecortada.

—Buenas noches, señora —dijimos los dos.

—¿En qué podemos ayudarla? —se adelantó Santana y continuó—: Hemos recibido un llamado que nos alertó de que había un bebé perdido, llorando en las montañas.

—Sí, sí, he sido yo quien lo ha escuchado. Vengan, los llevo ya a donde siento el llanto. Está muy oscuro y, entre las ruinas, no puedo llegar hasta donde está el bebé.

«Qué raro. ¿Cómo puede ser que alguien haya abandonado a una criatura en semejante lugar y en una noche tan fría?, ¿cómo puede ser esto? No entiendo», pensaba yo mientras nos dirigíamos al monte, siguiendo a la mujer. Ahí nos dijo que ella era una turista que vivía en la ciudad de Buenos Aires, en el barrio de Chacarita, y que había venido a El Durazno de vacaciones para descansar.

Estaba sentada en el sillón de la cabaña, meditando con una meditación guiada de YouTube, mientras su esposo se estaba duchando, cuando, en el silencio de la práctica comenzó a escuchar el llanto de un bebé cada vez más fuerte. Salió de la cabaña, pero no había nadie en las otras para ayudarla en ese momento. Estaba sola y se dirigió, entre las sombras, hacia el lugar de donde provenía el llanto. De repente, escuchó un ruido entre los árboles del alambrado del complejo y pegó un grito de susto; pero, de entre las hojas y las ramas, apareció el pico de una lechuza que se posaba sobre el alambrado, en la negrura de la frondosidad del monte.

Siguió avanzando, y el llanto se percibía más y más cercano. Atravesó el alambrado pasando por abajo, con mucho cuidado de no engancharse o lastimarse con las púas, y continuó metiéndose en la montaña por un senderito que salía del complejo. Caminó como cien metros y se topó con una obra de piedras a medio terminar. Era una casa en construcción, posiblemente, o una casa abandonada y derrumbada.

El llanto se hacía más y más sonoro y, mientras estaba ahí, se arrimó entre unas piedras, donde se escuchaba más fuerte el grito. Estaba tan oscuro y reboleó la mano como para ver si tocaba algo; pero se asustó porque eso parecía un pozo y, como no distinguía nada de nada, corrió de nuevo al complejo, a pedir ayuda.

Ahí su esposo, que estaba duchándose, salió del baño y a toda marcha se puso algo de ropa y fue corriendo a ayudar. Ella lo acompañó de nuevo, pero, cuando llegaron al mismo lugar, donde el llanto se escuchaba con más fuerza, se dieron cuenta de que era un pozo entre piedras. Intentaron observar mejor y ver si podían hacer algo, sin embargo, ese sitio estaba negro; no traspasaba ni la luz de las estrellas ni la de la luna.

Fue entonces cuando decidieron llamar a la policía porque no tenían los teléfonos de los bomberos. A todo esto, yo también alerté a los bomberos apenas recibimos este llamado en la Policía. Así que estarían en camino.

—Bien, muéstrenos a dónde está el bebé que hay que rescatar —enunció Santana dirigiéndose muy de prisa hacia la turista.

—Sí, manos a la obra —acoté de los nervios.

—Claro, vamos hacia afuera, hacia la montaña, por este sendero —afirmó la turista—. Ah, ahí está mi esposo, él nos puede acompañar también.

—Buenas noches, soy Santiago —se presentó el esposo de la turista.

—Buenas noches —saludamos de prisa con Santana.

—Vamos a donde está la urgencia —sentenció Santana al prender su potente linterna.

Yo también encendí mi linterna y, entre las plantas, nos dirigimos hacia el alambrado del complejo; con precaución de no engancharnos la ropa con las púas, lo cruzamos agachados.

Santana iba adelante de todos, con marcha, sabía que no podíamos perder tiempo. La espesura se puso más honda y salvaje —muchas plantas, yuyos y ramas— hasta que, conducidos con la linterna por el angosto sendero, llegamos a la construcción de piedra. Santana la alumbró toda, y nos fuimos metiendo. Era la estructura de una cabaña, pero no estaba terminada aún. Había muchos materiales de construcción y piedras, arena, tachos de cal.

«Con cuidado, Antonella, puede haber trampas acá», pensé en el silencio aterrador de esa oscura noche. En la medida que nos aproximábamos a las piedras, el llanto se escuchaba más intenso. Eso nos comenzó a desesperar. Debíamos rescatar rápido a esa criatura.

Llegamos hasta las piedras que mencionó la turista, y Santana alumbró el lugar. Era un pozo entre piedras y desde allí salía el sonido.

—Tengo soga, Antonella. Hay que bajar al pozo y rescatar al bebé —me dijo Santana mientras desenrollaba la soga.

No me imaginaba a Santana bajando por la cuerda ni a mí sosteniéndola. No tengo tanta fuerza, Santana es muy alto, así que se me ocurrió ofrecerme de voluntaria para bajar con la soga y efectuar el rescate.

—Voy yo al pozo, vos me sostenés la soga —le dije decidida.

—Sí, hagamos eso. Yo te sostengo. Bajá con la linterna. Ponete este arnés.

Santana sacó del bolso un arnés tipo de escalada. A esa altura ya me empezaron a temblar las piernas, pero no podía aflojar; una vida estaba en riesgo y había que salvarla.

—¡Qué valiente eres! —me dijo la turista.

—Sí, nosotros podemos ayudar a sujetar la soga —acotó Santiago, quien quería colaborar de algún modo.

Santana me ayudó a colocarme el arnés y, agarrando la cuerda, me indicó que ya podía bajar.

Me deslicé sobre la soga, poco a poco me introduje en ese túnel oscuro; el olor a humedad comenzó a desprenderse en el aire, que cada vez era menos. Una sensación de claustrofobia me inundó de repente, pero debía seguir costara lo que costara. Continué bajando muy lento, ya casi no podía ver a Santana, que estaba desde lo alto sujetando la cuerda.

El llanto se hacía más agudo y profundo, y los tímpanos me estaban por explotar. «¿Cómo puede ser que llore de esa forma? Debe estar golpeado, quizás quebrado, pobre angelito. Debo apresurarme, este pozo es muy profundo. ¿Habrá agua en el fondo? No, no creo… El bebé no habría sobrevivido… Debe haber ramas, hojas, algo que lo ha amortiguado cuando cayó», reflexioné. De repente, otro pensamiento me inundó: «¿Y si el agresor o agresores estuvieran cerca?».

Santana estaba solo afuera y yo, adentro del pozo. Pero, de inmediato, el llanto del bebé me sacó de ese pensamiento y seguí bajando con cautela. Ya debía estar cerca, escuchaba cada vez más fuerte el sonido. Continué descendiendo y, de repente, mi cuerpo se aprisionó con algo muy mullido. Pegué un alarido de la desesperación, no esperaba encontrar algo que me tocara y no poder ver bien qué era. La luz escaseaba, pero alcanzaba a distinguir algo, como un colchón blanco… de lana.

En ese momento un «¡Meeee, meeeeh!» me descolocó. Yacía una oveja en el fondo de ese pozo. Toqué rápido con mi mano libre, mientras me sujetaba con la otra de la cuerda, y en efecto comprendí que era una oveja. Alumbré con mi linterna todo lo que pude, en aquel lugar con poco aire, y pude ver al animal, que gritaba, pero no podía moverse. Probablemente, estaría golpeada o quebrada.

Desde el pozo, en el acto, grité hacia arriba:

—¡No es un bebé, es una oveja!

Me aseguré de que no hubiera más nadie allí y pedí a Santana que me elevara para salir. No veía la hora de estar de nuevo en la superficie. Mientras Santana me jalaba hacia arriba, comencé a escuchar otras voces. Seguramente, eran los bomberos, que habían llegado. Cuando mi cabeza fue asomándose, una luz brillante me encandiló. Era la linterna de un bombero que ayudaba a Santana. También había otros tres colaborando con la soga.

—¡Es una oveja, es una oveja! —grité con fuerza.

Santana me tendió una mano para ayudarme a salir del pozo y se aseguró de que estuviera bien. Los bomberos que habían arribado también me asistieron. Ya en tierra firme, apenas pude pararme, confirmé:

—Estoy bien. No hay ningún bebé, es una oveja y hay que sacarla. Debe estar lastimada, porque no se movía.

—No te preocupes, nosotros la sacamos —dijo el bombero que había estado ayudando a Santana a tirar de la soga para subirme a la superficie.

—Oh, ¡menos mal que no es un bebé! De todos modos, es una ovejita, pobrecita.

—La vamos a sacar, señora, no se preocupe —afirmó el cabo Santana.

Los bomberos se organizaron con rapidez, y el más fuerte de ellos decidió bajar al pozo, así podía subir a la oveja a una plataforma de madera que sería elevada a la superficie. El pozo era angosto pero lo suficientemente grande como para bajar esa tabla.

Un bombero descendería y alzaría a la oveja sobre la plataforma de madera, mientras el resto de los bomberos tirarían de las sogas. Dos agarrarían las riendas al inicio del pozo al tiempo que otro estaría con Santana en una segunda línea para tirar de la soga y yo, junto con Santiago y la turista que había reportado el incidente, estaríamos en una tercera línea de tiraje.

Y así lo hicimos: al cabo de quince minutos, el bombero fortachón ya estaba en el fondo del hueco, alzando a la oveja herida sobre la plataforma de rescate. Se veía golpeada, con un poco de sangre en las patas. Con mucho esfuerzo la subió a la madera tambaleante y, poco a poco, la soga la fue elevando hacia afuera.

A los veinticinco minutos, la oveja ya estaba a la luz de la superficie. Yo había llamado a una ambulancia cuando alerté a los bomberos, pensando que se trataba de una criatura humana, pero luego, apenas detectamos que era un animal, me contacté con la guardia veterinaria y ya teníamos a dos veterinarios en el sitio. Apenas sacamos a la oveja, la revisaron exhaustivamente. La oveja yacía acostada, no se podía levantar; cabizbaja, le rechinaban los dientes y presentaba las orejas caídas. Tenía reticencia a moverse. Los veterinarios le hicieron palpación de las heridas, y la oveja respondía con una rápida retirada y un giro de cabeza.

—Ha sufrido un traumatismo grave con la caída —sentenció Diego, uno de los jóvenes veterinarios que revisaba a la oveja.

—Las patas traseras parecen rotas. Tienen alguna fractura. Mira la hinchazón que tienen y el dolor cuando se las tocamos. Bueno, vamos a sacarle un par de placas para ver qué lesión tiene en las extremidades traseras y, también, para descartar algún traumatismo abdominal que le pueda producir sangrado o traumatismo torácico con una contusión pulmonar que le cause hematoma o hemorragia en los pulmones —enunció el otro médico veterinario con anteojos.

Y la oveja fue cargada en la ambulancia veterinaria para ser trasladada al hospital veterinario y realizarle los estudios.

—Va a andar bien, le salvaremos la vida. Tendrá un tiempito de recuperación, pero saldrá adelante —dijo Diego.

Y ahí salté yo.

—¡Qué buena noticia que se podrá recuperar! Y, dicho sea de paso, ¿de quién es la oveja?

Un cric cric inundó el aire.

Nadie sabía de dónde había salido la oveja ni quién era su dueño. Al otro día tendrían que indagar en la zona para encontrarlo. La noche ya estaba muy entrada y oscura.

Subida la oveja al móvil veterinario, todos se despidieron y se fueron a sus hogares a dormir, mientras los veterinarios se encargarían de hacerle los estudios pertinentes y tratarle las heridas y traumatismos producidos por la abrupta caída.

Eso sí, Santana tapó el hueco con unas maderas y preguntó por el dueño de la construcción, así lo visitaban y le pedían que cerrara o tapara el agujero de manera apropiada para evitar otro accidente.

Esa noche terminamos nuestro trabajo y nos pudimos ir a descansar después de tantas horas de tensión.

Al otro día, lluvioso en la zona, llamamos a la veterinaria desde la comisaría y nos informaron que la oveja estaba con analgésicos para calmar el dolor, que había podido dormir algo después de todas las placas radiográficas que le habían hecho y que finalmente tenía fracturas en sus patas traseras, así que estaría un tiempo en el hospital veterinario hasta su recuperación y su vuelta al rebaño.

También, junto con Santana, volvimos a la zona del accidente y buscamos al dueño de la oveja y al de la construcción del pozo. Pudimos encontrarlos y hablar sobre lo sucedido con ambos. El pastor de la oveja ni se había dado por enterado de la noche del accidente. Como vivía atrás del cerro, no había visto el móvil policial, ni la ambulancia veterinaria, ni al camión de los bomberos. Todo el despliegue para rescatar a la oveja había pasado inadvertido por este hombre. Tampoco se había dado cuenta de que le faltaba la ovejita.

Yo no sé si las cuentan o no cuando las llevan de noche al corral. Pero este pastor había perdido una y no se había enterado hasta el otro día, cuando nosotros, los policías, le tocamos su puerta para notificarlo de lo sucedido y de que tenía a su oveja internada en el hospital veterinario.

El pastor, ese día, fue a verla y acordó con los veterinarios cuidarla y retirarla apenas le dieran el alta de salud. Y así fue: después de tres días, la oveja pudo volver con su rebaño y seguir recuperándose de las fracturas en sus patas.

Llamé todos los días a los veterinarios pidiendo el parte de salud de la oveja hasta que le dieron el alta. Esa oveja nos había mantenido en vilo todos esos días. Pero, por suerte, pudo recuperarse y volver a pastar con el resto del rebaño en los campos montañosos y en el río serpenteante camino a El Durazno.

Capítulo 3

La riña

Esa semana después de que la oveja fue dada de alta, me tocó trabajar el sábado en el turno de la noche. También le había tocado a Santana, mi compañero policía. Por suerte, la sargento Vaca estaba de licencia en esos días y zafé de tener que hacer las rondas nocturnas con ella. Si las tenía que hacer, ya estaba, pero prefería patrullar con Santana. Aún no me quedaba claro por qué, sin embargo, me sentía más segura y cuidada con él que con la sargento Vaca, quien hacía la suya y no era tan compañera como yo esperaba.

El nombre de Vaca ni me lo acuerdo porque, cuando estábamos con ella, todos le decíamos así: «sargento Vaca». La sargento tenía unos años más que yo; para ser precisa tenía veintiocho años. Estaba separada, como yo, pero no tenía hijos. La separación había sido complicada, por eso había comenzado terapia con la psicóloga de la Villa, llamada Juana. Parece que su exmarido le daba al chupi, y ella se había cansado de aguantarlo. Y como los meses pasan de un día para el otro, así cambió de hombre la sargento. No podía estar sola esa mujer. Ni siquiera tuvo un tiempo de recuperación y disfrutar la vida. No, ahí nomás se enganchó con Dionisio, un comerciante de la zona que vendía maderas para la construcción. Ella decía que Dionisio era buena onda y le cocinaba todos los jueves, cuando él salía del partido de fútbol e iba para su casa.

En esas rondas nocturnas con la Vaca, tenía que escuchar todas sus historias y pormenores. Vaca tenía siempre mucha necesidad de hablar hasta por los codos, con lo cual, si bien me entretenía con ella en la patrulla, también me lavaba el cerebro de tantas anécdotas que contaba. Yo ya sabía hasta el color de los calzoncillos de Dionisio y un sinfín de intimidades que Vaca repartía al aire puro de las sierras. ¡Cómo le gustaba hablar a la sargento! Y encima ¡era chusma!

Así que, por suerte, ese sábado a la noche, zafé de Vaca. Mi compañero Santana era más agradable para pasar tantas horas trabajando: hablaba lo justo, lo normal, no me cansaba. Ese sábado colgué, por primera vez, en el móvil policial un colgante llamador de ángeles; era una bolita de metal con pelotitas adentro que hacían ruido como de cascabel. Ese llamador me lo había regalado la tía Mariela, hermana de mamá. Me había dicho que lo colgara en el patrullero, como elemento de protección.

Así que ese día iba con el cascabel en el bolso, dispuesta a sacarlo y dejarlo puesto en el patrullero. A las seis de la tarde, cuando comenzó nuestra jornada laboral, nos subimos al móvil; Santana conducía y yo iba de acompañante. Y ahí, tímidamente, extraje del bolso el amuleto y lo colgué del espejo frontal del auto.

—¿Qué cuernos es eso? —preguntó Santana con curiosidad, desviando la mirada hacia el objeto.

—Es un llamador de ángeles —respondí muy contenta de colocar el colgante en el auto.

—¿Qué es eso? ¿Llama a los ángeles de verdad?

Santana no entendía nada de magia y nada de ángeles. Pero, así y todo, le expliqué que era un regalo de mi tía para que lo usara como elemento de protección. Ella decía que llamaba a los ángeles guardianes para que me protegieran y no me pasara nada malo en mi arriesgado trabajo, donde exponía mi vida, según mi tía.

Yo acepté el regalo cuando no creía en todo eso de los ángeles, pero si me lo daba mi tía era palabra santa. Ella era muy culta y sabelotodo, así que por algo me lo habría regalado. Ese objeto tendría la magia necesaria para protegerme a mí y a mis compañeros de cualquier asalto, atraco o balacera en la que nos viéramos envueltos.

—Agita el llamador cuando estés en peligro. Los ángeles guardianes acudirán a protegerte. Nada malo te sucederá —me aseguró mi tía el día que me lo regaló.

—Lo colgaré del espejo delantero —le confirmé encantada con el colgante.

Mi idea era que, si el auto se movía, el colgante también lo haría y estaría siempre sacudiendo el cascabel y las bolitas internas, por lo cual los ángeles estarían en todo momento.

—Es medio cansador el ruido de ese campanario —me dijo Santana después de una hora de transitar por las calles, patrullando por el pueblo.

—Bueno, ya nos vamos a acostumbrar.

—¡Vamos a quedar sordos con eso! Pero, bueno, si vos lo querés, lo dejamos.

Santana siempre era muy respetuoso de mis cosas y mis gustos.

Todo continuó normal hasta las 23 h, cuando recibimos el llamado de la central de Policía, que nos pidió que nos dirigiéramos a una cantina a las afueras del pueblo, camino a Santa Rosa de Calamuchita. Nos comunicaron que habían reportado una pelea en una fiesta entre varios hombres.

Santana dirigió el móvil hacia la fiesta de cuarteto. Yo me alisté y me aseguré de tener todos los elementos, desde mi radio hasta la pistola.

—Todo en orden —le comuniqué a Santana mirándolo, mientras él aceleraba el móvil para llegar cuanto antes.

Santana aumentaba la velocidad cuando se veía en aprietos, con urgencia, ante un incidente o accidente al que había que acudir. Pero, obviamente, nunca pasaba los límites de velocidad establecidos. Santana era muy cuidadoso de cumplir con las normas y las leyes.

Después de diez minutos, llegamos al lugar de la fiesta. Santana estacionó y yo agité el llamador de ángeles por las dudas. No sabíamos con qué nos encontraríamos. Nos bajamos rápido del auto y entramos por la puerta principal, que estaba abierta; pasando por un amplio salón de estilo colonial, divisamos una multitud a los gritos por detrás de las ventanas que daban hacia el patio.

—¡Es una trifulca! —aulló Santana, que corrió a abrir los vidrios y pasar hacia el patio, donde cuatro hombres estaban a los puñetazos limpios entre sillas tiradas, manteles con platos y vajilla rota en el suelo.

—¡Qué despelote! ¡Una riña de borrachos! —exclamé en ese momento, mientras corríamos para entrar en el lugar, para lograr separar a los hombres.

Mientras avanzábamos impetuosamente, se escuchaban los murmullos de la gente.

—¡Es la yuta! ¡Ahí viene la cana! ¡La poli, la poli!

Nos aproximamos y gritamos mientras mostrábamos la identificación policial.

—¡Alto ahí! ¡Policía! ¡Dejen de pelear!

Y una trompada voladora se abalanzó sobre la cara de Santana, que logró atajarla con su mano derecha. Esa habilidad de mi compañero no la conocía. Ahí me di cuenta de que él debía haber hecho taekwondo o karate, o algún tipo de arte marcial, para despejar su rostro de un pesado puñete que era lanzado como un misil desde uno de los borrachos. Yo metí mano tratando de separar a los mamados, y ahí Santana logró distanciar a los dos más belicosos agarrándolos de las manos, y esposó a uno mientras los otros se miraban sin entender lo que estaba pasando.

—¡Todos contra la pared! —grité desaforada.

Y metí cuerpo a la multitud, señalando la pared de la galería, donde los estaba invitando a pararse.

—¡Todos contra la pared! —rugí de nuevo al ver que aún había tres borrachos en el medio de la pista, en el patio, mientras el resto de la gente se quedaba en el molde haciendo caso.

No quería sacar la pistola, pero, si no entendían, no me restaría otra opción que gritarles.

—¡Arriba las manos, no se mueva nadie! ¡Policía! ¡Están todos arrestados!

Mas me contuve, quería ver si la gente hacía caso. Y como sabían que tenía el arma a mano, me obedecieron.

Mientras yo los vigilaba en la pared, Santana buscó a los otros tres borrachos que habían estado peleando y les preguntó qué había pasado cuando vio que los hombres estaban más apaciguados. Uno de los borrachos argumentó que Eduardo le debía plata a Oscar. Y entonces Oscar le había reclamado la plata a Eduardo en la fiesta y, como Eduardo se había hecho el gil, Oscar lo había comenzado a agredir físicamente, a empujones; para defenderse, Eduardo le había tirado una trompada y Oscar le había encajado un bollo que lo había tumbado al suelo. Ahí, en el suelo, habían continuado peleando a los patadones.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Santana al borracho que explicaba.

—Soy Juancho, oficial. Le digo la pura verdad. El Eduardo no hizo nada. Fue el Oscar el culpable.

—Callate, imbécil —le gritó Oscar, que estaba esposado.

Santana los esposó a los tres restantes, y ahí decidimos llevarlos a la comisaría a los cuatro borrachos. Y así lo hicimos.

—Suban al móvil, señores. Hay que ir a la comisaría y declarar lo que ha sucedido.

Santana los invitó a subir abriendo la puerta trasera e hizo meter a los cuatro bastante amontonados. Menos mal que el destacamento policial estaba cerca.

Me subí al auto, en el lugar del conductor, y le indiqué a Santana que yo conduciría. Necesitaba que él estuviera vigilante y mantuviera a raya a los borrachos.

—Todos en capacha —balbuceé a Santana, arranqué el móvil y subí a la calle; mi compañero me miró.

—Conducí tranquila, ya solucionamos el problema —pidió él respirando hondo y mirando hacia los cuatro curdas, que seguían hablando y peleando entre ellos.

—¡Cierren el pico! —les indiqué en un momento que ya me tenían la cabeza taladrada.

Santana se dio vuelta y la mirada les dijo todo. El silencio volvió a inundar el móvil.

Ya estaba casi llegando a la comisaría y pensé: «Menos mal que no son menores de edad». Estacioné al frente de la entrada, y bajamos del auto con los alcoholizados. Fuimos derecho a la sala donde estaban el cabo Gorosito y la oficial Victoria. Ellos se encargaron de pintarles los dedos, tomarles declaraciones y que hicieran los llamados a los familiares. De ahí, al calabozo de la comisaría, hasta que se les pasara la borrachera.

—¡Se quedarán aquí hasta que se les pase la mona! —articulé bebiendo una taza de café que Santana me ofrecía.

Entraron los cuatro al calabozo, que solo tenía dos banquitos largos.

—Por lo menos, estarán un par de horas: podrán volver bien a sus casas y no harán macanas en este estado —opinó Santana terminando la taza de café.

A las dos de la mañana, culminó nuestra jornada laboral con Santana. Así que, a esa hora, nos retiramos de la comisaría rumbo a nuestros hogares, a descansar de esa ajetreada noche de borrachos en el pueblo. En ese entonces, tenía una moto para trasladarme, que me había regalado mi bisabuelo, el pirata, quien era amante de las motos. Santana se volvió en su auto para un merecido descanso.

De más está decirles que la fiesta se terminó cuando nos fuimos con los borrachos. Ahí apagaron la música de cuarteto que, cuando llegamos, estaba a tope, y la gente se retiró en calma hacia sus hogares. Yo, en la moto, de regreso a mi casa, pensé: «¿Por qué la gente toma bebidas alcohólicas de más? ¿No se dan cuenta de que el alcohol les hace mal? Una cosa es una copa, un trago, pero otra es beber en demasía. Los problemas no se tapan con el alcohol. Se enfrentan hablando, negociando, llegando a acuerdos, poniendo manos a la obra y decidiendo hacer algo por uno mismo, ya sea un deporte, un pasatiempo…».

Al otro día los borrachos se pudieron retirar una vez que se les pasó la curda y estaban en sus cabales.

Capítulo 4

El radar y otros dispositivos electrónicos

Los días pasaban y yo aprendía cosas todo el tiempo. Santana era mi guía. ¡Qué paciencia me tenía! En esos días me asignaron al radar. A trabajar en el operativo de medición de la velocidad de los autos en la ruta. No me gustaba tanto esa asignación, pero sabía que debía aprender algo de ello. Era parte de mi instrucción y experiencia que tenía que ir adquiriendo para aspirar a jefa de la Policía de Villa Yacanto. Mi bisabuelo don Arroyo me decía siempre que yo debía llegar a lo más alto de la cúpula policial, que había nacido para el «mando». Él empezaba a estar orgulloso de tener a su bisnieta alistada en la Policía, a pesar de que siempre había estado en los bandos contrarios durante su actividad de piratería en el Mediterráneo.

El trabajo con el radar era simple. Santana me llevaba hasta la ruta nacional con el radar para controlar el exceso de velocidad de los automovilistas que viajaban desde Villa Yacanto hacia Santa Rosa de Calamuchita, y él se posicionaba unos kilómetros más abajo para notificar a los infractores. Después de ocho horas de trabajo bajo el rayo del sol, el viento, la llovizna y las inclemencias del tiempo, a las seis de la tarde, Santana me pasaba a retirar con el móvil y levantábamos el radar para terminar el control.

El equipo de radar era bastante nuevo, había sido entregado hacía un mes atrás por la Agencia Nacional de Seguridad Vial y, como a mí me gustaban los aparatos electrónicos, comencé a meter mano en los botones y controles y a aprender cómo funcionaba. De ahí que el jefe de la comisaría, el señor Edgar Otero, tuvo la brillante idea de asignarme al control de velocidad en las rutas cordobesas, con el flamante radar que el director general de la Policía caminera nos había entregado en persona, en Villa Yacanto, en un viaje que había realizado por toda la provincia para organizar estos controles con los nuevos radares de última tecnología.

—Debemos fiscalizar la velocidad en las rutas provinciales de Córdoba —sentenció el director de la Policía caminera. Y prosiguió—: La velocidad es uno de los mayores factores de riesgo vial, y es nuestra intención minimizar ese riesgo a través de controlar la velocidad en las rutas.

El jefe Edgar Otero habló con Santana para que él y yo comenzáramos a entrenarnos en el sistema de radar. Edgar había cazado al vuelo que yo era buena para los dispositivos electrónicos y el software, así que intuía que sería la mejor persona para manejar ese aparato.

Edgar era un hombre fuerte, de cuarenta años, y tenía mucha experiencia. Ese día que recibimos el radar, Santana y yo estábamos vestidos de fajina. Lucíamos un uniforme de pantalón largo de Grafa color azul, unos borceguíes de cuero negros, una camisa manga larga de Grafa azul y una gorra con visera, también de color azul. Teníamos, además, un cinto de cuero negro.

El jefe nos explicó que ese radar usaba el efecto doppler para medir la velocidad de los autos en relación con las frecuencias de sus ondas electromagnéticas. Yo trataba de recordar si ese efecto nos lo habían enseñado en el colegio secundario, en Física, pero la verdad es que no me acordaba.

En una charla de café en la oficina, aquel día que nos entregaron el instrumento, el jefe nos comentó que el radar enviaba las ondas electromagnéticas a los vehículos y recibía la señal de rebote y que, de esa forma, se calculaba la velocidad. A mí siempre me gustaron los dispositivos electrónicos y saber usarlos. Ese radar me interesaba; quería aprender a emplearlo, a detectar la velocidad de los móviles que pasaban por las rutas. Quizás prevenía muchos accidentes viales, y eso me inspiraba a desentrañar los secretos del aparato recién llegado.

En los días siguientes, Santana, la sargento Vaca, el cabo Gorosito, la oficial Victoria y yo tomamos algunas lecciones de cómo usar el radar dictadas por un policía de la caminera de Buenos Aires que había venido a Villa Yacanto, expresamente, a enseñarnos cómo operar esa maravilla de la ingeniería moderna. El jefe quería que hiciéramos la capacitación y nos matriculáramos para usar el instrumento.

Y así fue. Al cabo de un mes, ya estábamos operando el dispositivo de última generación tecnológica. La sargento Vaca y yo nos alternábamos para utilizarlo y hacer la radarización. En la próxima posta y puesto de control y fiscalización, para notificar en ese momento a los infractores con exceso de velocidad, yacía Santana con el cabo Gorosito y la oficial Victoria, quienes detenían los vehículos y labraban las respectivas actas cuando superaban la velocidad permitida de 110 km por hora (en rutas). Ahí imprimían el documento y le daban el papel de la multa a los que no cumplían las normas.

La idea del jefe era que nosotros cinco, durante un par de meses, nos dedicáramos con exclusividad a medir la velocidad en la ruta provincial 228 de Córdoba, que inicia en Santa Rosa de Calamuchita y finaliza en Villa Yacanto. Son 25 km con orientación sudoeste y un desnivel de altitud entre ambos puntos de 533 m. Nosotros nos poníamos del lado de Villa Yacanto, en un área que era un tramo largo y derecho, donde los autos tomaban velocidad y pasaban a otros vehículos.

Desde Villa Yacanto, primero se ubicaba la sargento Vaca o yo con el radar y, luego, a uno o dos kilómetros, se encontraba Santana, Gorosito o Victoria para labrar las infracciones. Teníamos que estar cuatro horas con el radar, de 9 a 13 h; ahí Santana nos buscaba para almorzar en Villa Yacanto y, a las 14 h, volvíamos recargados para radarizar de 14 a 18 h.

A las 17:50 h, Santana ya cerraba el boliche y nos pasaba a buscar para llevarnos de regreso a la comisaría. Santana era el líder del operativo y yo, la mamita del radar. No sé por qué, pero ese instrumento me gustaba. Poder medir parámetros tan importantes, como la velocidad en las rutas, me satisfacía; sentía que estaba haciendo algo para el bien de la comunidad, para mejorar la seguridad vial de nuestras rutas. Me esmeraba por realizar un control eficaz junto con mis compañeros, a fin de reducir la siniestralidad vial. Aunque los problemas no tardaron en llegar, como era de esperar.

En un día con nubes y bastante frío, yo estaba con mi trípode, parada al borde de la calzada del pavimento, con mis ojos puestos en el radar, apuntando a los automóviles que pasaban, identificando blancos para mi pistola de radar, cuando —por el entrenamiento que había recibido, ya era capaz de estimar visualmente la velocidad y distancia para luego corroborar la estimación con la pistola de radar— un vehículo se precipitó a toda velocidad por la ruta. Yo consideré que rondaría los 250 km/h. Lo apunté con la pistola de radar y disparé.

«¡Qué hijo de puta!», grité para mis adentros. La pantalla del radar marcaba 267 km/h en una ruta cuyo límite se suponía que era de 110 km/h.

Desesperada notifiqué, de inmediato, a Santana. Él ya estaba alertado, pero el delincuente —porque otra cosa no se le podía decir— atravesó el próximo control del cabo Gorosito, Santana y la oficial Victoria como una estrella fugaz.

—Lo perdimos, lo perdimos —gritó Santana atormentado por el caso de altísima velocidad.

—¡Nos tiró los conos a la mierda! ¡Nos tiró los conos del control policial! —gritaba Gorosito agarrándose la cabeza.

Pasó tan rápido que era imposible sacar un móvil policial y perseguirlo; entonces se decidió avisar a la Policía de Santa Rosa. Esa ciudad era el fin de la ruta, así que al conductor desequilibrado no le quedaría otra alternativa que frenar cuando estuviera en las cercanías de la ciudad.

En el acto se montó un operativo en Santa Rosa con ayuda de Villa Yacanto y de helicópteros que interceptaron y encerraron al infractor, por lo que pudo ser detenido. El conductor fue arrestado y llevado a la comisaría de Santa Rosa para declarar y quedar en prisión. Resultó ser un malandra de Buenos Aires que tenía orden de captura internacional y que había intentado esconderse en las montañas cordobesas. Su desobediencia en acatar las leyes lo había arrastrado a su propia destrucción. Quedó encerrado hasta que el juez determinó su condena.

—Zafamos de que no mató a nadie en su camino. ¡Qué delincuente!, ¿cómo puede ir a semejante velocidad en una ruta que no está preparada para circular a más de 110 km/h? —enunciaba Santana agarrándose la cabeza.

—De no haber sido por los controles de velocidad que estamos llevando en Villa Yacanto, este criminal no hubiese sido atrapado tan rápido —dije entendiendo que habíamos hecho nuestra labor y aporte para atrapar al infractor.

—Tuvimos suerte de que no nos atropelló en el control —comentó y respiró hondo el cabo Gorosito.

—Un criminal al volante. Podríamos haber volado por el aire como los conos naranjas, que se esparcieron por las nubes cuando el infeliz pasó a todo trapo —sentenció la oficial Victoria, que aún no podía creer lo sucedido.

Hasta entonces nunca habíamos tenido semejante caso con un infractor.

Hicimos bastantes multas con el radar. A mí me gustaba manejar ese aparato y nos pusimos muy cancheros. Muchos casos de exceso de velocidad hasta que la gente comenzó a respetar más los límites. «Qué bárbaro que haya que controlar a los autos de esa manera para que la gente circule con precaución, cumpliendo las normas de tránsito y los límites de velocidad establecidos», pensaba.

En uno de esos días, un grupo de estudiantes de un colegio técnico de Villa Yacanto se acercó a la comisaría y tuvo una reunión con el jefe Edgar. Querían implementar una tableta de electrónica en el laboratorio que poseía la escuela. Era un equipo grande que se instalaba en la vía pública, podía ser en la ruta o en alguna avenida o calle importante. Esta tableta tenía, a la izquierda, la velocidad límite permitida en esa vía y, a la derecha, la misma señal de tránsito indicando la velocidad real del auto que circulaba y se acercaba a la tableta. La distancia era regulable hasta doscientos metros. Este indicador de velocidad medía la velocidad del auto que se aproximaba y la mostraba en la pantalla led con números bien grandes y visibles.

Al jefe le gustó la idea, y pidió hacer una prueba piloto de la tableta en la entrada de Villa Yacanto, sobre la ruta 228. Así que el grupo de alumnos instaló el dispositivo, e hicimos la prueba que quería el jefe. No tuve mejor idea que ponerme con el trípode en el mismo lugar y apuntar con la pistola de radar a los automovilistas para medir la velocidad y compararla con la que indicaba la tableta. Digamos que esa prueba salió más o menos, ya que era difícil coincidir ambas mediciones, pero, bueno, sirvió para que el jefe se quedara contento con la tableta instalada. La idea era que los automovilistas, al ver en la pantalla la velocidad límite permitida y —al lado de esta— la velocidad con la que conducían, tomaran conciencia y la bajaran si era que la estaban excediendo. Así que se pusieron varias de esas tabletas por todo el pueblo.

—Es un diseño made in Villa Yacanto —afirmaba el jefe Edgar, orgulloso de la escuela que había en el lugar—. Mirá, Antonella —me hablaba desde su escritorio—, la velocidad te puede estrolar como cuando una paloma viene volando y atraviesa una galería e impacta contra un ventanal de vidrio. En casa, muchas veces, he visto accidentes de palomas por esto. El caso es que vienen volando a toda velocidad e ingresan a la galería sin advertir el vidrio transparente que tienen en frente. Entonces he visto morir palomas porque ingresaron a la galería con una velocidad altísima y se estamparon contra el vidrio, y ahí cayeron soltando plumas al viento. Y he presenciado el vuelo de otras que venían más despacio, con velocidad moderada y controlada en el vuelo, que también ingresaron a la galería, chocaron el vidrio, pero pudieron maniobrar, pegar la vuelta y seguir volando como si nada. Es la velocidad, Antonella, lo que mató a algunas y salvó a otras.

Al jefe le gustaba darme lecciones; como yo lo escuchaba, él se ponía contento de explicarme su experiencia, sus pensamientos y sus anécdotas. Aparte, yo era quien mejor manejaba el radar, así que, por eso, siempre debía oír todos los consejos sobre respetar la velocidad en las rutas, las avenidas y las calles.

Después de varios meses de radarizar y controlar la velocidad de los automovilistas, el jefe necesitaba algo nuevo. ¿Y qué mejor que volver a reunirse con el grupo de la escuela técnica? Esta vez, surgió la propuesta de controlar las infracciones de semáforo.

Básicamente, el jefe quería detectar los vehículos que cruzaban los semáforos en rojo. Entonces el grupo de la escuela volvió a armar un prototipo de detector y, al cabo de unos meses, vinieron de nuevo al destacamento policial para coordinar la prueba piloto con el dispositivo. Esta se realizó durante todo un mes instalando el detector en las calles de la plaza central de Villa Yacanto.

Después de hacer la prueba y obtener los resultados, Edgar dio el visto bueno para implementar los detectores de manera permanente. Los chicos y profesores de la escuela estaban felices con este logro, y nuestro equipo policial de trabajo también, porque el poder detectar estas infracciones hacía que los conductores tuvieran más precaución la próxima vez.

—Hay que cobrarles multas para que les duela. Si no, la gente no da bolilla a las normas —sentenciaba el jefe mientras Santana le acercaba una taza de café humeante que acababa de preparar.

Tuvimos algún hecho de vandalismo en los primeros tres meses de la implementación. Seguramente, algún infractor fue el responsable de tironear el detector y arrancarlo del lugar. Así fue como el jefe tomó otra decisión importante:

—Hay que instalar cámaras de seguridad en todo el pueblo mágico. De esa forma, vamos a poder monitorear y controlar mejor las calles y los actos de vandalismo o agresiones callejeras.

El jefe pudo adquirir cámaras de seguridad para instalar en varios puntos críticos del pueblo. Y así se procedió a implementarlas. Todos debíamos estar atentos a las cámaras, que disparaban una alerta ante determinados movimientos observados. Resulta que estas venían con un software hecho con inteligencia artificial que podía detectar robos, accidentes, saqueos en la vía pública. El programa de computación había sido desarrollado por una de las prestigiosas universidades de Córdoba, al igual que las cámaras.

—No todo viene de China —decía el jefe.

Junto con Santana, la sargento Vaca, la oficial Victoria y el cabo Gorosito fuimos instruidos con una capacitación de un mes para lograr manejar el software de las cámaras. Un ingeniero de la universidad había llegado a Villa Yacanto con un maletín y una notebook para darnos las clases. En el destacamento teníamos dos aulas para eventos de este tipo, así que la capacitación fue allí.

—Con las cámaras de seguridad se acaban los robos —decía Santana contento por la determinación del jefe de instalar esa tecnología en las calles.

—Villa Yacanto, pueblo mágico y seguro —afirmaba la sargento Vaca mientras recibían la capacitación de las cámaras.

—¡Santo remedio con las cámaras! —se me ocurrió decir mientras tomaba un café en el aula junto con el ingeniero instructor y mis compañeros.

Tomamos todas las clases, y a mí el software me resultó de lo más simple y fácil. No así a la oficial Victoria, quien no entendía mucho. Vaca y Santana cazaban la mitad de las cosas, pero algo comprendían. La oficial Victoria era la más dura para asimilar los conocimientos y el cabo Gorosito, a diferencia de ella, era bastante bueno para la informática.

Las clases terminaron y comenzamos a monitorear el pueblo con cámaras.

Yo sentía que, cada día que pasaba, aprendía más y más, y tomaba más y más experiencia. Todavía me quedaba un largo trecho, pero al menos notaba que iba por el camino correcto, a paso firme.

Capítulo 5

La ceremonia de bomberos

Los días pasaron y mi adorable compañero Santana me ofreció si quería hacer el curso de bombera.

—¿De bombonera? —le pregunté, pues no había escuchado bien cuando me lo dijo, ya que estaba monitoreando las cámaras y Santana estaba preparando el café con la cafetera que el jefe nos había puesto en el destacamento.

—No, ja, ja, ja, ¡de bombera! —dijo Santana.

—Guau, no lo había pensado nunca. ¿Yo, bombera?

—Sí, ¿por qué no? —inquirió Santana poniendo más café al filtro—. Está por comenzar el curso de bomberos en el pueblo. Nosotros ya somos policías, así que nos vendría muy bien. Ya conocemos bastantes cosas y podríamos ayudar muchísimo a nuestra comunidad con eso.

—Bueno, nunca se me había ocurrido que podría ser policía y bombera a la vez. Tengo vocación de servicio hacia la gente y hacia el pueblo, así que supongo que podría hacerlo. ¿No será muy riesgoso? ¡Tengo una hijita chiquita, Santana!

—A decir verdad, la profesión de bombero es arriesgada. Pero la satisfacción al ayudar a apagar un incendio o salvar a alguna persona que lo necesita es tremenda, me imagino. Acompañame, Antonella, a hacer ese curso. Yo quiero ser bombero y creo que vos también podrías serlo. ¡Sos buena en tu profesión y tenés vocación de servicio! —trataba de convencerme el cabo Santana—. El curso comienza en pocas semanas. Podemos ir a averiguar hoy mismo en la hora del almuerzo.

—Está bien, vamos a consultar cómo es ese curso y si podríamos hacerlo —determiné tomando el último sorbo del delicioso café preparado por mi compañero.

—Dale, genial —dijo Santana sonriendo y contento como gato con ovillo de lana.

Así que al mediodía, antes de almorzar, nos dirigimos con Santana a la Asociación de Bomberos Voluntarios de Villa Yacanto. Allí averiguamos todo.

El bombero que nos atendió era Samuel, un vecino del pueblo que hacía como cinco años que era bombero voluntario. Él nos informó sobre las vacantes disponibles y los requisitos de inscripción. Nos comentó, también, que la formación de aspirante a bombero voluntario tenía una duración de un año y que había que hacer esa capacitación y aprobarla. De esa manera obteníamos la certificación de bomberos voluntarios y debíamos prestar juramento.