Entre gula y templanza - Sonia Corcuera de la Mancera - E-Book

Entre gula y templanza E-Book

Sonia Corcuera de la Mancera

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Beschreibung

Pocas veces se reflexiona sobre una actividad tan cotidiana como la de comer. El libro de Sonia Corcuera es pionero en este campo, y constituye uno de los atisbos más interesantes de una historia culinaria mexicana donde lo más significativo no sólo es el detalle anecdótico sino la lectura inteligente de la cultura gastronómica mexicana, una de las más ricas del mundo.

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ENTRE GULA Y TEMPLANZA

SONIA CORCUERA DE MANCERA

ENTRE GULAY TEMPLANZA

Un aspecto de la historia mexicana

Primera edición (no venal), 1979 Primera edición (UNAM), 1981 Segunda edición (FCE), 1990    Cuarta reimpresión, 2012 Primera edición electrónica, 2015

Fotografía y diseño de portada: Laura Esponda

D. R. © 1990, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen, tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3053-7 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ADVERTENCIA A LA TERCERA EDICIÓN

En 1979, cuando se publicó por primera vez Entre gula y templanza en una pequeña y modesta edición privada, mis amigos golosos y curiosos preguntaban dónde podrían conseguir “mi libro de recetas” y me felicitaban por ocuparme de lo que llamaban con entusiasmo “el rescate de la tradicional cocina mexicana”.

En más de una ocasión no pudieron ocultar su desencanto cuando intenté explicarles que no se trataba de un libro de cocina, sino de un libro de historia. Parecían preguntarse cómo puede la historia ocuparse de un tema tan cotidiano y poco sobresaliente como el diario comer y beber. Perplejos, no atinaban a comprender cómo podía la gula desligarse de una buena receta, o por qué nuestros alimentos podían ser considerados “un aspecto de la historia mexicana”. Me resultaba difícil explicarles que el sujeto de este relato es el hombre que tiene hambre y no meramente los ingredientes alimenticios o la forma de combinarlos. En muchos casos, con palabras amables y expresión incierta procuraban llevar la conversación hacia rumbos más convencionales.

En 1981, y como resultado de la generosa recomendación de mi amigo y maestro, el doctor Juan A. Ortega y Medina, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, sacó a la luz una primera edición comercial de este trabajo, que pretendía ayudar a valorar al hombre como sujeto de una historia que sólo puede darse entre los límites del exceso y la carencia alimenticios. El libro tuvo una generosa acogida, tal vez por tratarse de un tema hasta ese momento poco atendido por los historiadores; tal vez también por estar redactado en un lenguaje sencillo y accesible. Como la vida del hombre transcurre entre la gula y la templanza y más allá de ambas fronteras se encuentra la muerte, todos los seres humanos nos sentimos, en última instancia, los protagonistas de esta historia.

Al revisar con cuidado este libro para su actual reimpresión procuré pulir la redacción y modificar algunas frases que ahora, al paso del tiempo, me han hecho sonreír. Como estos temas no han dejado de interesarme, estuve tentada no sólo en complementar o añadir información o en profundizar sobre algunos problemas sino, incluso, en estructurar el material de manera diferente. En resumen, estuve a punto de escribir otro libro. Sin embargo, no lo hice porque a pesar de todas sus limitaciones o carencias, este trabajo tiene un balance y una unidad que difícilmente podría yo restituirle al interferir seriamente en alguna de sus partes.

Reunir el material, intentar organizarlo, distribuirlo y ordenarlo me permitió en su momento pasar muy buenos ratos. Si mis lectores hacen un agradable viaje al pasado sin perder de vista el presente y son indulgentes en sus juicios, espero que disfruten con lo que intenta ser un lado amable y accesible; pero también serio y relevante de la historia de México.

INTRODUCCIÓN

LA COMIDA COMO OBJETO POSIBLE Y DIGNODE LA HISTORIA

Humano soy, nada de lo humano me es ajeno.

TERENCIO

La historia se ha ocupado por lo general de los grandes hechos o de los hombres famosos; menos atención ha dado, en cambio, a los intereses cotidianos de los individuos que integran la sociedad, a sus ocupaciones comunes o su comportamiento frente a un bien por lo general escaso y siempre necesario: la comida. Conociendo los problemas alimenticios que las generaciones pasadas han debido enfrentar y los placeres culinarios que han podido disfrutar, podremos aspirar a comprender un poco mejor su visión de la vida, sus inquietudes y su identidad.

Sobre el más fundamental de los intereses diarios, la naturaleza y adecuación de los alimentos, poco dicen los libros de historia. La información existe y es abundante; pero casi siempre está dispersa o “arrimada” a la relación de los hechos considerados más dignos, serios e importantes.

Cierto, el hecho de comer no es por sí mismo tema para una investigación histórica; pero no es menos verdadero que se vuelve tal en la medida en que el historiador otorga sentido e intencionalidad al acto humano de comer.

En efecto, si se piensa sólo en ingredientes alimenticios o se toman las recetas escritas por quienes hace mucho tiempo dejaron de necesitarlas porque ya se murieron, no se tiene historia; sólo conceptos aislados sin sabor, sustancia ni sentido para esta disciplina. Pero interrogando al hombre que tuvo hambre, al que sufrió la escasez en carne propia y buscó entre lo disponible para tomar lo necesario, se inicia una investigación rica en posibilidades.

Al seleccionar, valorar y sistematizar los datos que considera relevantes relacionados con la alimentación, el investigador hace posible que encajen en un marco de explicación racional. ¿Racional por qué? Porque permite alcanzar una meta, un fin; en este caso comprender cómo evolucionó la alimentación en México, cómo se fue fluctuando entre la templanza y la gula y entre la necesidad y el arte. Entre unas y otros, está el largo camino recorrido por el habitante de México a través de su historia.

Está el testimonio del indígena que alimenta a los dioses y el del español que se alimenta de Dios, el de la monja indecisa entre el ayuno y la comida, el del lépero ahogado en pulque y el del viajero curioso. Si sumamos el genio de una cocinera con arte, el calor humano del mercado y el bullicio de las ferias, surge un diálogo cotidiano, pintoresco y sencillo con el pasado.

Resulta que el progreso en el comer no fue igual ni simultáneo para todos los grupos ni en todos los periodos. Cada generación ha tenido su propia realidad caracterizada por exigencias y condiciones específicas. El contenido de esta realidad, a su vez, ha sido captado por esos hombres sólo en la medida en que experimentan, en que van conociendo la naturaleza y la adecuación de los alimentos disponibles. También es importante tener en cuenta que esta adecuación depende de la relación entre la producción posible y el consumo necesario.

En este sentido, dos momentos destacan por su trascendencia en la evolución histórica de México: el encuentro entre el modo de vida americano y el español, que trae aparejado el mayor intercambio de alimentos jamás experimentado por dos culturas en un momento determinado, y la Independencia, que ofrece al mexicano la posibilidad de apropiarse usos, costumbres e ingredientes culinarios usuales en países con otra trayectoria cultural, tal vez más ricos y adelantados, pero que hasta entonces le habían estado vedados o sólo habían sido recibidos a través del cedazo metropolitano.

En el primer caso se multiplicaron las opciones, que fueron desde lo fundamental, tomar maíz o trigo, hasta lo relativamente superfluo para la vida, pero no por ello menos importante para el gusto, como fue la aceptación entusiasta del azúcar. En el segundo, no fue tanto la novedad de ingredientes lo que determinó el cambio, sino el valor y el uso que se dio a los ya conocidos en el contexto de una sociedad abierta a nuevas influencias.

Este trabajo es un intento de interpretación de las causas que favorecieron la peculiar evolución cultural alimenticia de este país, y que coadyuvaron en forma simultánea a numerosos éxitos y, a la vez, a ciertas frustraciones. Lo que el hombre requiere para mantener la vida no es necesariamente lo que aprecia o disfruta; lo que es necesario para uno no es siempre indispensable para otro; lo que se come con agrado no siempre está disponible ni favorece el equilibrio dietético. Por eso continuamente se encuentra en conflicto lo deseable con lo posible y es difícil definir lo necesario en relación con lo superfluo. También por eso, entre la templanza y la gula, entre la moderación y el desorden, está el individuo polifacético y la sociedad que le da coherencia.

El hombre, en cuanto tal, se ha alimentado1sólo por necesidad únicamente en estadios muy primitivos de su desarrollo. La lucha por la comida2 es la lucha fundamental por la vida, pues aunque el hombre es más de lo que come, no sería nada sin tener qué comer. Pero al civilizarse y aprender a comer con una creciente proporción de arte, rebasa la acción que sólo satisface una necesidad fisiológica y surge el interés por la forma como se realiza ese acto. Durante este proceso se vuelve más libre al multiplicar las opciones dentro de un contexto cultural cada vez más amplio y más rico. Por eso la evolución culinaria es expresión de cultura.

Consultar las fuentes disponibles para este tipo de investigación implica, en muchos casos, dirigirse a quienes por saber leer y escribir, fueron capaces de dejar testimonio escrito de su parecer sobre el tema. Esto significa recurrir a los núcleos minoritarios más curiosos, inquietos y exigentes, para conocer el sentir de las mayorías tradicionales sobre algo tan personal como es el gusto por la comida. Sólo que estas mayorías no solían comer, por razones muy diversas que iremos descubriendo, lo que grupos más favorecidos apreciaban. Como éstos consideraban su modo de vida superior al de gente más humilde, ha resultado que lo que se ha presentado como bueno, adecuado o agradable para unos, ha sido lo que generalmente dictaminaban los otros. Por eso oímos y repetimos con tanta frecuencia, y con tan poca reflexión, aquello de que el mexicano siempre ha comido mal. Este trabajo pone en tela de juicio la tradicional validez de lo bueno y lo malo en relación con la comida de los mexicanos.

Entre gula y templanza es un intento por dar voz y voto a grupos diversos, porque todos y cada uno de los habitantes de México han contribuido con su modo de comer, en su momento y en su medio, a crear el alma mestiza del país.

Al preguntar qué, cómo, dónde, cuánto y con quién comían las generaciones pasadas, está implícito el deseo de saber, para respetar, apreciar y comprender el presente.

Si pretendemos amar lo nuestro, conozcámoslo primero.

1Alimento, cualquier sustancia que, introducida en el tubo digestivo, es capaz de ser asimilada por el organismo.

2Comida, alimento que se toma habitualmente.

I. EN BUSCA DE COMIDA

LOS NÓMADAS. TRAS EL ALIMENTO

El hombre es la medida de todas las cosas.

PROTÁGORAS

ES MUY difícil, si no imposible, aspirar a comprender las costumbres alimenticias de grupos humanos distantes de nosotros en el tiempo y en el espacio sin tratar de penetrar primero en su época, en su medio y, por supuesto, en sus limitaciones propias. No hay que olvidar que no ha habido, ni habrá nunca, una sola medida para valorar al hombre. Cada cultura y cada modo de comer deben ser apreciados por lo que fueron, no por lo que quisiéramos que hubiesen sido. El concepto occidental de vida, presente desde el siglo XVI en México y que se manifiesta en la manera de pensar y de actuar del mexicano contemporáneo, no es la medida exclusiva ni puede imponerse como patrón para evaluar la calidad de otros modos de sentir o de comer. Como dice Ángel María Garibay, “no comprender al hombre y no esforzarse por comprender a todos los hombres es lo más opuesto que hay al verdadero humanismo”.1

La comida es tal vez el más fundamental de los temas históricos, pues la lucha por la comida es la lucha por la vida. Con ánimo de comprender y no de condenar, echemos una mirada a los dos grandes grupos humanos que coexistieron en el México prehispánico: los cazadores nómadas recolectores que habitaron en la zona norte o árida de América y los pueblos sedentarios agrícolas de Mesoamérica, localizados hacia el centro y sur de México.2 La distinción entre las costumbres de ambos grupos está muy ligada, desde el punto de vista de la alimentación, a lo crudo y lo cocido.

El antropólogo Lévi-Strauss diferencia entre lo crudo, natural y primitivo aunque no necesariamente sin cocinar, y lo cocido, transformación cultural de lo crudo.3 Dentro de la primera división podría considerarse la herencia biológica del ser humano, aquello fundamental de lo que no puede prescindir: alimentarse para mantener las funciones vitales. Los pueblos nómadas, comúnmente llamados chichimecas por los españoles, pertenecían a este grupo. Habitaban en partes predominantemente áridas, correspondientes a llanos poblados sólo de cactus y mezquites espinosos o al verdadero desierto.4 Vivían en estrecho contacto con la naturaleza, comulgaban con ella, aceptaban lo que les brindaba en forma un tanto egoísta, caprichosa e irregular y lo consumían de la manera más natural y simple posible.

La caza, la pesca y la recolección eran para estos pueblos no sólo fuente de proteínas, sino un importante factor de cohesión social y de colaboración. Puede decirse que las comunidades indígenas fundamentaban su cultura en muchos cientos de años de experiencia humana por lograr armonía y equilibrio. Alimentarse era más que satisfacer el hambre, era sumergirse en un profundo simbolismo cósmico y contribuir a fundamentar las relaciones de indígena entre el ser y el devenir. La comida era el lazo entre el principio y el fin, entre la vida y la muerte; lazo material, tangible y, por lo tanto, fácil de comprender. La vida era dada al hombre por un Ser superior y sólo podía mantenerse mediante el diario alimento. Buscando ese alimento, consumiéndolo, el indígena se asociaba a la divinidad manteniendo viva la creación. Todo alimento que contribuyese a mantener la vida dentro del contexto cultural de estos pueblos era bienvenido.

La mujer solía ocuparse en buscar y preparar la comida. Ella alimentaba a su familia, ya que sólo la caza, practicada en general con arco y flecha, correspondía al hombre. Bayas silvestres y raíces, tunas, agaves y palmas, algunas frutas, vainas de mezquite y excepcionalmente semillas, constituían su dieta común.5 En California, “todas las semillas que comen, sean de árboles o de yerbas, las tuestan primero y luego las comen aún calientes […] o las muelen entre dos piedras y reducidas a harina gruesa, las comen a secas”.6

Como puede verse, era común poner los alimentos en contacto directo con el fuego, tostándolos para comerlos después calientes. Ésta es ya una transformación cultural fácil de comprender si aceptamos que todo lo que no se come absolutamente crudo necesita alguna preparación, y que aun los pueblos poco evolucionados limpiaban, pelaban, cortaban, sazonaban o mezclaban en alguna forma sus alimentos antes de consumirlos.

La caza era, junto con la recolección ya mencionada, la base de subsistencia de los grupos chichimecas. ¿Qué animales cazaban? Sahagún cita conejos, venados, liebres, culebras y diversas aves,7 terminando su explicación con una frase que confirma su calidad de hombre universal, observador y comprensivo: “[…] y por comer de estas comidas, que no iban guisadas con otras cosas, vivían mucho y andaban sanos y recios”. Ni la escasa variedad del menú ni la pobreza de sabores preocupaban a estos antepasados.

Para los grupos cazadores, el modo más sencillo y natural de comer dichos animales “que no iban guisados con otras cosas” era asándolos, es decir, “sometiéndolos directamente a la acción del fuego”.

En la siguiente descripción está el posible origen de la carne asada del norte:

En su gentilidad [los indios] nunca comían cosa cocida; porque no tenían utensilios en qué cocerlos. La carne siempre la asaban, como aún suelen hacerlo y para esto, por lo regular, no gastan asador ni de palo, sino que sobre las brasas echan la carne y aunque toque algo de ceniza, nada se les da de eso. De allí a un poco la voltean del otro lado y presto la apartan; sacuden los carbones o brasas que se pegaron a la carne, y así, medio quemada, medio cruda, la comen con gusto y ganas.8

Esto hacían, a diferencia de los pueblos sedentarios a los que nos referiremos más adelante, quienes familiarizados con la cerámica hervían sus alimentos mediante un doble proceso de mediación: por el agua en que eran sumergidos y por el recipiente que los contenía.

El medio físico de una zona no determina fatalmente el régimen alimenticio de sus habitantes; pero su influencia es clara y notable al hacer posible el uso de ingredientes que, aunque tal vez presentes en otras culturas, serían rechazadas con horror por esas comunidades.

Como ejemplo está la llamada “segunda cosecha de pitahaya”, de uso común en “todas las naciones de la península de California” y que ilustra, por una parte, el ingenio por conservar los alimentos y por otra, la patética situación de necesidad y escasez de algunos grupos humanos.

En tiempo de pitahayas, en que [los californios] regularmente no comían otra cosa, cada familia prevenía un sitio cerca de su habitación en que iban a deponer la pitahaya después de digerida según orden natural; y para mayor limpieza ponían en aquel sitio piedras llanas o yerbas largas y secas o cosa semejante, en que hacer la deposición sin que se mezclase con tierra o con arena. Después de bien seca la echaban en las bateas las mujeres, desmenuzándola allí con las manos hasta reducir a polvo todo lo superfluo y que no era semilla de pitahayas: sin que esta operación les causase más fastidio que si anduvieran sus manos entre flores.9

Después tostaban, molían y comían la semilla hecha polvo “como cosa regalada”.

A propósito de esta lectura, recordemos que el material disponible para el estudio de dichos pueblos es casi en su totalidad de origen misionero. Relatos, informes, crónicas, epístolas diversas en que hombres de formación cristiano-occidental describen su contacto con otras culturas a sus ojos a todas luces inferiores a la que ellos traían. De la impresión que les causó este modo de vida surgió un deseo vehemente de “civilizarlos”, arrancarlos de su barbarie, modificar sus hábitos alimenticios e incorporarlos a la cultura cristiano-católica.

Lo que Miguel del Barco consideraba inaceptable en el siglo XVIII y que veía con la “medida española” de que hablábamos al principio de este capítulo, había sido admitido en otro contexto cultural durante cientos de años como una necesaria costumbre más. Esta segunda cosecha de desechos de pitahayas pudo ser, inclusive, en ciertos momentos, la diferencia entre perecer por hambre o seguir viviendo hasta la siguiente estación. Descripciones como ésta valen no por lo que tienen de único o individual, sino porque permiten intuir una situación general de adaptación a un medio inhóspito y aun agresivo.

Ciertos prejuicios comunes entre nosotros, resultantes de la abundancia o de la posibilidad de escoger entre varios alimentos y descartar ingredientes mal vistos socialmente, no pasaban por la cabeza de estos indígenas, aunque seguramente tendrían sus propias animadversiones. En cierta forma, cada quien era libre de escoger dónde, cómo y con qué satisfacer su apetito… partiendo del supuesto de que el antojo estuviese disponible. Eran aficionados a unas arañas de cuerpo pequeño y zancas muy largas que solían amontonarse en partes húmedas: “las cogen a puñados, las machacan un poco y así las comen”.10 Su falta de prejuicios llegaba al punto de que “cuando unos a otros se espulgan la cabeza, el premio del cazador es ir comiendo una a una la caza que van encontrando”.11

Tenemos en los piojos (pediculus humanus y capitis) el ejemplo de un alimento realmente crudo que, para ser consumido, no requería de ninguna preparación; esto, a diferencia de las arañas zanconas que se machacaban para evitar que el bocado huyera en todas direcciones. En uno u otro caso, los insectos comestibles eran diminutos; considerando la diferencia de tamaño entre el “premio” y el cazador, y el reducido número de piojos que podían encontrarse por cabeza, había que buscar la comida en otras partes. Comían cualquier tipo de animal que encontrasen: mamífero, ave o reptil… a excepción del tejón “que no comen porque dicen que es como gente”,12 lo que permite pensar que los californios tenían horror, a pesar del hambre, a comer carne humana.

Más vale maña que fuerza. Los habitantes del Nuevo Santander (actualmente Tamaulipas), teniendo poco desarrollo tecnológico y escasas armas, se valían de su ingenio para cazar: para atrapar aves acuáticas se ponían en la cabeza un guaje grande con dos agujeros para poder ver y respirar. Así se acercaban a las aves, las jalaban de los pies y las ahogaban.13

Para hacer más duradero el bocado, las personas ataban un pedazo duro de carne o de pulpo de un cordel delgado y luego:

[…] meten el bocado en la boca y dándole tres o cuatro dentelladas, lo tragan, de suerte que llega al estómago […] el indio toma con la mano el pedazo de cordel que ha quedado fuera, y tirando de él no muy de prisa, hace subir el bocado hasta las fauces y, tirando más, al pasar por estas estrechuras causa un chasquido tal, que le oyen bien claro los presentes aunque disten muchos pasos […] le da otras cuantas dentelladas y la vuelve a tragar.14

Esta operación se repetía varias veces hasta deshacerse la carne o hasta cortar el hilo con los dientes, dejando el bocado, ya suave, en el estómago.

En estas condiciones, el esfuerzo necesario para mantener la vida era grande y los resultados escasos. Más aún, aunque estos pueblos estaban muy lejos de una economía monetaria, el costo de la alimentación era enorme: dedicaban un gran esfuerzo a una actividad de la que obtenían sólo un pequeño resultado. El ingenio y la adaptación armoniosa con el medio contribuían a conservar el escaso alimento; pero la carestía de este modo de vida se reflejaba en la falta de posibilidades para diversificar las labores. Dicho en otra forma, había poca oportunidad para dedicarse a la consecución de nuevos satisfactores.

Faltaba seguridad y el hambre, como ya hemos visto, era continua amenaza. Por eso los grupos humanos que llegaron a cultivar la tierra lograron un gran adelanto.

SEDENTARIOS. EL MUNDO DE LA CALIDAD Y EL DELA CANTIDAD

Mirad hijos que tengáis cuidado de sembrar los maizales y de plantar magueyes y tunas.

SAHAGÚN

Historia, libro sexto, cap. XVII.

Los pueblos sedentarios localizados en el centro y sur de México disfrutaron de una dieta más variada que sus compañeros septentrionales. Las tierras eran, al menos en las zonas habitadas, más fértiles que en el norte. El solo hecho de cultivarlas fue permitiendo a los indígenas seleccionar en alguna medida sus ingredientes alimenticios y al mezclarlos fue surgiendo, sobre todo entre los señores, un incipiente arte culinario.

¿Qué factores propiciaron ese desarrollo? Sin duda, una relativa riqueza en plantas autóctonas domesticadas (cultivadas o semicultivadas), cuyo uso y aceptación varió según las zonas geográficas. Se conocían, entre otros, el maíz, metl o maguey, chía, chile, tomate, frijol, calabaza, nopal, chilacayote, chayote, chinchayote, camote, vainilla, cacahuate, huatli o alegría y el noble y humilde quelite. Entre los árboles que daban frutos comestibles estaban el aguacate, variados zapotes, tejocote, capulín y cacao, de cuyas semillas se originaba el chocolate.15

También cierta variedad de alimentos de origen animal, tanto acuáticos como terrestres. Los animales domésticos eran sólo unos cuantos: guajolotes,16 perros diversos y algunos patos. La caza, en cambio, era abundante y variada17 y, al igual que la miel de las abejas y que los diversos peces, renacuajos, ajolotes y larvas de mosquitos que los indios del altiplano sacaban de los lagos y lagunas, fuente de proteínas. En épocas de escasez y dificultad, los indios siempre voltearon hacia el agua para encontrar alimento.

El cultivo de la tierra, aunque realizado en forma primitiva y poco sistemática, permitió cierta selección de productos en función de su sabor, aspecto, tiempo de maduración, rendimiento alimenticio, etc. Aumentó la existencia de alimentos y hubo en ocasiones algunos excedentes. Este planear a futuro, ¿acaso al sembrar no se piensa en la cosecha por venir?, fue a partir de entonces elemento indispensable para lograr una dieta variada.

Los pueblos que alcanzaron alguna hegemonía, en especial los aztecas, fueron exigiendo a los vencidos el pago de un tributo periódico, parte importante del cual se entregaba en forma de alimentos.18 Como estos productos venían de regiones con diferentes características geográficas y costumbres variadas, los centros importantes de población donde se consumían, sobre todo Tenochtitlan, fueron tomando un carácter “cosmopolita”.

El grupo de nobles, o señores como les llama Sahagún, tenía suficiente tiempo libre para disfrutar de largas y refinadas comidas.19 Un hombre medio muerto de hambre difícilmente es productivo o puede meditar en las artes; pero bajo condiciones favorables, esa misma persona es capaz de ocupar su mente en el estudio de diversas posibilidades. Cierto grado de ocio (reposo) siempre ha contribuido a la búsqueda de lo que es agradable y bello. Las personas de inferior condición, pero allegadas a este grupo social, serían sin duda las primeras en apreciar y divulgar las finas comidas de sus amos.

El uso extendido de la cerámica, beneficio desconocido para muchos pueblos del norte, no sólo propició el cocimiento de los alimentos, sino que permitió agregar ingredientes a voluntad y combinarlos para elaborar un mismo platillo. Se pasó de lo crudo a lo cocido, de la tradicional identificación alimenticia con la naturaleza a una etapa de elaboración más planeada y metódica. El lugar destinado a guardar los implementos usuales en la preparación de la comida y a reunir los ingredientes para alimentarse en común, originó la cocina. Su centro era el hogar o tlecuil donde ardía alegremente la leña contenida por tres piedras iguales que formaban el fogón o tenamaste. Allí se colocaban la olla y el comal20 para hervir los guisos y cocinar las tortillas. Inseparables del hogar eran las cazuelas; recipientes utilitarios de barro que eran, además, un objeto decorativo. Cortés vio en el tianguis “mucha loza en gran manera muy buena, venden muchas vasijas grandes y pequeñas, jarros, ollas, ladrillos y otras infinitas maneras de vasijas, todas de singular barro, todas o las más vidriadas o pintadas”.21

El indígena, cuya vida diaria podría calificarse de espartana, gustaba de romper la rutina por medio de celebraciones; pero ¿qué festejo merece ese nombre sin una comida especial que señale su importancia? No sólo eran entonces los platillos más cuidados y variados; la actitud de los presentes sería inminentemente social, y al calor de la comida y bebida sería posible establecer una corriente de comunicación, de entendimiento y fraternidad entre los asistentes.

Durante estas celebraciones, e incluso en las comidas diarias, se planteaba para los antiguos mexicanos la posibilidad de hacer más duradero el efímero y transitorio placer de comer. Empero, ¿cómo lograrlo? Recordando que la anticipación y el deseo suelen preceder al acto fisiológico, propiamente comer, y que la satisfacción debe ser el premio duradero. Dicho en otra forma —y me voy a tomar con toda intención la libertad de citar, por lo que tiene de universal, a un francés ilustrado que nunca soñó en mencionar a los indígenas americanos en relación con las finezas de la civilización— el hombre equilibrado tiene aptitud para los goces del gusto, no para los excesos; es el convidado más amable, acepta cuanto se le ofrece, come lentamente, saborea con reflexión y conoce todos los detalles que son accesorio ordinario de una reunión gastronómica.22

Para los aztecas, cuyo ideal era el equilibrio en todos los aspectos de la vida, aun la comida escasa y sencilla de cada día tenía un valor formativo. “Lo que llamaríamos hoy buenas maneras tenía ante los ojos de los antiguos mexicanos una importancia capital como signo de calidad de cada uno y como factor necesario de la jerarquía social.”23 La templanza y las buenas maneras eran importantes en todas las circunstancias de la vida pues reflejaban los sentimientos internos. Como bien dice Ángel María Garibay: “la conducta de afuera es el espejo de lo que yace en el fondo del alma”.24

Al comer, único acto fisiológico que el hombre realiza en sociedad, ¿cuál era en aquellos lejanos tiempos la actitud correcta? El hombre educado, y con mayor énfasis el que pertenecía a la clase dirigente, actuaba con discreción y dignidad sin hacer ostentación de sus sentimientos, salvo en circunstancias especiales. Se esperaba que estuviera de buen humor, aceptara con gusto la comida, la compartiera con el recién llegado, se sirviera con mesura y masticara con calma. La educación cultural alimenticia comenzaba temprano en la vida: las jóvenes aprendían a hacer buena comida y buena bebida, especialmente para los señores; y los niños y niñas tenían a honor tratar con deferencia a sus mayores. Si eran llamados a comer con un señor principal, debían, ¡por supuesto! inclinarse a saludarlo, masticar bien y despacio, no llenarse la boca de comida, no hacer ruido al comer mole o beber agua —“¿acaso sois perritos?”—, usar la mano derecha, no comer con todos los dedos (sólo con tres) y no toser ni escupir pues sería falta de respeto.25

La mujer estaba excluida de muchas actividades sociales-gastronómicas. Preparaba el alimento y servía a los hombres. En Yucatán, éstas “acostumbraban volver la espalda a los hombres cuando los topaban en alguna parte, y hacerles lugar para que pasasen, y lo mismo cuando les daban de beber, hasta que acaban de beber”. Se embriagaban en los convites “aunque por sí, ya que comían solas y no se emborrachaban tanto como los hombres”.26 Poco convite había sido para ellas ya que, además de no participar propiamente en él, trabajaban tiempo extra para prepararlo… pero esta apreciación, al igual que tantas apreciaciones humanas, es subjetiva, pues lo que para unos es fastidio y monotonía, para otros puede ser fiesta y regocijo.

Los variados ejemplos de la vida social mesoamericana difieren de la imagen usual del indígena austero que, para vivir, necesitaba escasos bienes materiales y se alimentaba con parquedad. Ambas actividades formaban parte de una misma realidad, pues en México se dio y a la vez no se dio un gran surtido en materia de alimentos. Esta paradoja se explica considerando que los placeres y las penurias estaban distribuidos, aunque en forma desigual, entre los miembros de la sociedad. Uno era el mundo de la numerosa corte que rodeaba al tlatoani, el de los viajeros pochtecas, los sacerdotes, los nobles y la minoría culta. Se concentraba en Tenochtitlan, centro y confluencia del poder azteca, y ofrecía sin duda las más variadas posibilidades culinarias del ámbito indígena.

Éste era el mundo de la calidad, el que deslumbró a los españoles que describieron con asombro la mesa de Moctezuma27 y que motivó a Sahagún para reseñar al detalle los convites de los señores.28El festín comenzaba con los ojos, entraba por la vista cuando los cocineros presentaban los diversos platillos y recomendaban los mejores guisos. Esto se hacía “como por pasatiempo”29 pero implicaba largas horas de preparación, una cuidadosa selección y capacidad para estimular los sentidos por medio de elementos externos de tipo decorativo. En estas ocasiones los comensales se sentaban sobre una delicada esterilla, frente a una mesa baja puesta con manteles de manta blanca y se les llevaba, entre otros, empanadillas de carne de gallo con chile amarillo, codornices asadas, peces en cazuela, ranas en chile verde, hormigas aludas con chiltécpitl, langostas de tierra (insecto ortóptero llamado comúnmente saltamontes), gusanos de maguey, camarones y renacuajos, todo esto con generosas raciones de chile. Terminaban bebiendo cacao en jícaras pintadas de diversas maneras, cada cual con su cuchara de tortuga para agitar el líquido. Al final, después de fumar un cañuto con tabaco, venía la hora del reposo.

El mérito culinario es tal vez mayor si se considera que la variedad no era tan grande como a primera vista parece. Los mexicas tomaban todos los productos de la tierra y esto equivalía a descontar lo que Europa, Asia y África ofrecerían en poco tiempo. Los nombres cambiaban según el color o la variedad del ingrediente descrito por Sahagún. El chile era verde, rojo, amarillo, negro, dulce, picante, redondo o alargado; la tortilla gruesa, delgada o doblada, grande o pequeña, blanca, parda o amarilla, hojaldrada o rolliza; los tamales podían ser blancos, colorados, medio redondos o casi cuadrados, cocinados durante dos días o simples sin ser mezclados con cosa alguna. Pero al fin y al cabo sólo se trataba de chiles, tortillas y tamales.

Por el número y calidad de los asistentes cobraban especial importancia los festejos celebrados al elegirse nuevo señor de México. Entonces se congregaban en Tenochtitlan numerosos invitados: llegaban “desde Quauhtimalan [Guatemala] hasta Michoacan y desde mar a mar”.30 En estas ocasiones los asistentes comían, bebían y bailaban durante dos o tres días con sus noches y seguramente hacían gala, con más o menos discreción, de su rango e importancia política, religiosa y social. Pero tras esta aparente holganza se discutirían problemas, propondrían alianzas y aliviarían tensiones, pues el buen humor y la satisfacción que siguen a un regio convite son mejores consejeros que el frío formalismo de las reuniones de trabajo.

En todos estos casos es indiscutible que hubo arte culinario, creatividad, imaginación y búsqueda de un placer sensible o, si se quiere, gastronómico.

Otro, en cambio, era el mundo de la cantidad, que comprendía a la mayoría de los habitantes de Mesoamérica. Éstos no vivían necesariamente en Tenochtitlan, ni en los centros urbanos del sureste de México, sino en una serie de poblados secundarios y en una infinidad de aldeas perdidas en un territorio extenso y casi virgen. Su ritmo de vida era lento, tranquilo y monótono; concebían la comida como medio de subsistencia, aunque no necesariamente desprovisto de placer, y tenían escaso contacto con grupos ajenos que les permitieran apreciar y asimilar algo nuevo y diferente.

El eje doméstico de este modo de vida era la mujer indígena que trabajaba de sol a sol: remojaba el maíz en cal y agua desde la noche anterior y a la mañana siguiente, al salir los primeros rayos de luz, molía el nixtamal entre dos piedras (metate), prendía el comal con leña traída con anterioridad de algún lugar cercano y, por fin, “echaba las tortillas” de una en una para presentárselas suaves, frescas y calientes a los miembros de la familia, que las comían en cuclillas o usando una esterilla por mesa. Esto se repetía una segunda vez, pues como el pan de maíz “es malo de comer cuando está frío; y así pasan las indias trabajo en hacerlo dos veces al día”.31

La suegra sabía por experiencia propia lo que decía al aconsejar a los recién casados el día de la boda: “No penséis, hijo, que de aquí en adelante habéis de vivir en regalos y en delicadezas, porque habéis con vuestro sudor de ganar la comida; a nadie se le viene a casa lo que ha de comer y beber, a nadie se le cae delante lo que ha de menester […]”.32

La dieta de estas mayorías se adaptaba a las posibilidades locales, y siglos de experiencia les daban un criterio confiable para escoger cómo, cuándo y qué comer. Este apego a la tradición permite suponer que los cambios y adaptaciones culinarias fueron lentos y fruto de un consenso, más que de la voluntad individual de algún miembro de la comunidad. Cambiar de hábitos era en cierta forma una rebelión, incluso una falta de respeto a los mayores que los habían establecido; era poner en duda la bondad de las costumbres que habían probado su eficacia desde tiempo inmemorial. Esta herencia persiste todavía entre indígenas de zonas apartadas que rechazan con firmeza ciertos alimentos de uso común en otras regiones: “En mi pueblo no lo comemos”, “nosotros no lo acostumbramos”, “esto no se toma crudo”, “lo tiramos cuando cambia de color”, o, simplemente, “no nos gusta”… cuando nunca han probado el alimento en cuestión. Estas respuestas, todas ellas enemigas del cambio culinario, llevaban implícitas una voluntad de integrarse con el grupo social, familiar y cultural al que se pertenecía. Con tal de identificarse y hacerse solidario con la comunidad, el individuo renunciaba a una búsqueda personal de lo placentero y lo agradable.

Salvo algún contacto marítimo con las islas caribeñas o Sudamérica, el mundo indígena estuvo cerrado a sistemas de vida distintos, y la falta de estímulos externos produjo en todos los aspectos de la vida un letargo que dificultó la creatividad y propició la monotonía. La comida no escapó a esta regla; la base de la alimentación consistía en maíz, frijoles y guisados hechos con chile, tomate y sal a los que se añadían a veces pepitas de calabaza (pipián).33 Sahagún dedica páginas enteras al tema, pero aun después de lograr todas las posibles combinaciones con estos escasos ingredientes, seguían siendo una base pobre para lograr una cocina variada.

Más aún, cualquier variedad implicaba la existencia de ingredientes disponibles diversos, suposición casi absurda en un mundo de escasos excedentes. En efecto, las lluvias eran pocas en invierno, los cultivos no se abonaban en forma adecuada, no todos los terrenos cultivados eran suficientemente fértiles y la mayoría de las verduras debían consumirse frescas por falta de medios de conservación. Sin contar el frijol que duraba algún tiempo almacenado en forma adecuada, el alimento fundamental más duradero era el maíz. Cada comunidad buscaba la forma de asegurarse la existencia produciéndolo en suficiente cantidad, pues de lo contrario comenzaban las penurias. Los aztecas lograban cierto margen de seguridad complementando sus reservas con la imposición de tributos a pueblos que con dificultad podían, a su vez, ceder parte de su producción.

La vida era dura: imperaba el trabajo manual y los productos se obtenían mediante labor personal, sin ayuda de animales de carga o de tiro, de instrumentos de labranza adecuados, sin el uso de implementos de metal o el aprovechamiento de la rueda; los excedentes eran mínimos y muchas comodidades eran desconocidas. Se hizo común en tiempo de seca celebrar un convite en el que el señor repartía temprano a los pobres una ligera colación de chianpinolli, bebida hecha de harina de chía disuelta en agua, y una comida principal con tamales de diversas clases. Nadie tomaba dos veces, enfatiza Sahagún, “y si alguno tornaba otra vez dábanle de verdascazos con una caña verde”.34 Esta reunión duraba hasta ocho días y se justificaba “porque cada año en este tiempo [de seca] hay falta de mantenimiento y hay fatiga de hambres”.35

Aun en periodos de normalidad los indios solían tomar sólo dos comidas al día. Sabemos que “los mexicanos se desayunaban a mitad de la mañana y que comían al iniciarse la segunda mitad del día. Para la mayor parte de ellos, la segunda comida era también la última, a menos que antes de dormir se refrescaran y alimentaran con una taza de atole, de amaranto o de chía”.36 Visto con ojos modernos, este párrafo probaría el hambre continua que, a juicio de tantos, acompañó siempre a los pueblos indígenas, a diferencia del relativo bienestar que se atribuía a los pueblos europeos que, a su vez, constituían el punto de referencia para hacer historia. Pero visto en el contexto de su tiempo, única medida válida para establecer un juicio equilibrado, el problema cobraba otra dimensión. La humanidad comía por esas épocas sólo lo indispensable; y aun en Inglaterra, país que se consideraba a sí mismo superior a los pueblos mesoamericanos, “la regla general [hacia el año 1500] eran dos comidas por día: almuerzo a las 10 o a las 11 y cena a las 17 o 18 horas”.37

En resumen, está claro que, tanto allá como acá, el hombre comía sólo lo indispensable y carecía de los adelantos tecnológicos y medios rápidos de comunicación que hubieran propiciado modificaciones favorables.

La alimentación se basaba en el sentido común, la acumulación de experiencia y el respeto por las tradiciones seculares. La vida era difícil y se disponía, en el mejor de los casos, de excedentes mínimos. Sin embargo, ya se esbozaba con la agricultura una planeación del futuro.