Entre los muertos - Stanislaw Lem - E-Book

Entre los muertos E-Book

Stanislaw Lem

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Beschreibung

Un escenario único desde el que asomarnos directamente al abismo. Una historia sobrecogedora en la que los ideales se muestran como el último antídoto contra la pérdida de la esperanza.

Entre los muertos, es una de las obras más duras y personales del polaco Stanislaw Lem. Oculta durante seis décadas por deseo del autor y dotada de una fuerte carga autobiográfica, esta novela narra los años más oscuros de la ocupación nazi que Lem vivió en primera persona en su ciudad natal, Leópolis. La historia se presenta a través de dos personajes: Stefan Trzyniecki, alter ego de Lem al que ya conocimos en El hospital de la transfiguración; y Karol Wilk, un joven genio de las matemáticas que se ve atrapado por la contienda y obligado a ocultarse en un taller de automóviles donde solo trabajan judíos. Matrimonios que huyen del gueto en plena noche, pogromos, matanzas, deportaciones y desapariciones. Judíos enterrados durante meses en oscuras habitaciones tapiadas. Transportes letales a los campos del infierno en Bełżec.

CRÍTICA

«El universo sigue luchando por ponerse a la altura de la inmensa fuerza creativa que fue Stanisław Lem.» —The Washington Post

««Lem desarrolla cuidadosamente a sus personajes antes de grabarlos con las tensiones de la guerra, mostrándolos como arquetipos del valor, la cobardía, la perfidia y el amor.» —Village Voice

«Un fenómeno llamado Lem no se convirtió en escritor, sino que surgió de la cabeza de Zeus como Atenea, completamente armada; pero con una Remington portátil en lugar de una lanza.» —Bloomsbury Review

«Absorbente, también, ver a Lem esbozar muchos de los temas e ideas que más tarde desarrollará brillantemente en su ciencia ficción.» —Kirkus Reviews

«En sus obras sobrevuela un hondo pesimismo y la certeza de que el hombre es su peor enemigo.» —Nuria Azancot, El Cultural

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PRÓLOGO

POR WOJCIECH ORLIŃSKI

No penséis que este libro es «otra novela de Stanisław Lem», y no solo porque trate de la Segunda Guerra Mundial. El propio autor renegó de ella y prohibió que se publicara en su Polonia natal. La última edición data de 1965, hace casi sesenta años, lo que significa que cualquier lector o investigador polaco que quiera leerla se ve obligado a acudir a la biblioteca o intentar cazarlo en alguna librería de segunda mano. Si saben español, ahora tienen una tercera opción.

No es raro que los autores duden de la calidad de sus primeros trabajos e intenten ocultarlos. Este no es el caso en absoluto: por supuesto, dejaré que sea el estimado lector quien lo juzgue, pero dudo mucho que este libro vaya a parecerle aburrido.

Es más, algunos pasajes son demasiado duros. La descripción de los últimos momentos de una víctima del Holocausto, desde que la detienen en la calle en una redada y la meten en un tren de la muerte hasta su última visión de este mundo: la letal nube de veneno en la cámara de gas. Cosas así pueden provocar pesadillas. Tal vez lo que este libro necesite sea un «aviso de contenido» en la cubierta.

En entrevistas se le preguntaba a Lem insistentemente por qué se negaba a reeditar esta obra. Su respuesta típica solía ser que la única novela que había escrito sobre la Segunda Guerra Mundial era El hospital de la transfiguración, y que la presión ejercida por el aparato censor del Partido Comunista fue lo único que lo forzó a escribir dos nuevos volúmenes, repletos de propaganda del Partido, cuya autoría se negaba a reconocer.

Hay algo extraño en esta explicación. La censura suele consistir en recortar las partes que se consideran ofensivas, no en obligar a un autor a escribir otros dos libros.

Con perspectiva histórica, ahora sabemos que el problema no era la censura en sí, o la Oficina Principal de Supervisión de Publicaciones y Espectáculos, como se la llamaba en la Polonia comunista. La presión venía de su editor.

Voy a hacer de abogado del diablo por un momento. Creo que, en cualquier sistema político, ya sea el capitalismo, el comunismo o el anarcosindicalismo, el editor podría ser reticente a aceptar el final de El hospital de la transfiguración, un libro que termina con la aparente muerte del protagonista.

Un final así deja al lector con ganas de un cierre. Queremos saber si Stefan Trzyniecki (protagonista de El hospital de la transfiguración y, al parecer, alter ego del joven Lem) logró sobrevivir a la masacre final. No se trata de política, puedes ser de izquierdas o de derechas, rojo o verde, pero en cualquier caso quieres saber: ¿QUÉ LE PASÓ A ESTE TIPO?

Cuando la historia termina con un cliffhanger suele ser porque se está cocinando otra entrega. El Netflix capitalista tendría la misma demanda hoy que el editor de Lem en 1948: ¡necesitamos una secuela! Y este libro es justo eso: una secuela. Sin embargo, verdaderamente insólito es la respuesta a la gran pregunta de cómo sobrevivió Stefan al final de la primera parte. ¿La respuesta? No la hay. Simplemente nos enteramos de que sigue vivo en 1942, pero de repente lo identifican como judío por una desafortunada cadena de accidentes (el narrador omnisciente nos deja claro que es de sangre pura y aria) y acaba en un campo de exterminio.

Una vez que el prisionero entraba en la cámara de gas, era imposible que saliese de allí con vida. Incluso si alguien seguía respirando tras el gaseamiento, el kommando de esclavos que trabajaba en la cámara de gas, forzados a cumplir esta espantosa tarea simplemente para extender su agonía un par de semanas más, debían apalear hasta la muerte a los posibles supervivientes.

Stanisław Lem deja muy claro que la cámara de gas donde va a parar su protagonista en Entre los muertos era la del campo de concentración de Bełżec. Ni una sola persona sobrevivió al gaseamiento allí. Solo hubo dos supervivientes conocidos, y ambos consiguieron escapar antes de ser encerrados en las cámaras de gas. El testimonio de uno de ellos, Rudolf Reder, se publicó en Cracovia en 1946, y la descripción del campo de concentración de Entre los muertos está basada en sus memorias de forma evidente. Cuando leáis este capítulo, recordad que no es un mero producto de la imaginación de Lem: su intención era acercarse a los hechos históricos lo máximo posible.

Así pues, el lector se enfrentará una vez más a la necesidad de cierre. Y de nuevo, este anhelo se verá frustrado. Pido disculpas por adelantado por destripar el tercer volumen: Stefan reaparece vivito y coleando en Cracovia después de la guerra. Y, una vez más, no se explica cómo ha sobrevivido. No le apetece hablar de ello. Lo cual, en realidad, era una actitud muy común en Polonia después de 1945. Casi nadie quería hablar de la guerra.

Para la gente de mi generación era un poco paradójico. La guerra era el principal tema de la cultura popular. Y ahí estaban tus padres y abuelos, que habían sido testigos con sus propios ojos de lo que pasaba en el bestseller de turno o el último blockbuster, pero que se negaban rotundamente a contarte cómo fue de verdad.

Solo ahora podemos comenzar a entender las diversas razones de este silencio universal. A veces el pasado era sencillamente peligroso. Si tu antepasado era judío podría pensar que revelar su identidad supondría un riesgo no solo para él mismo, sino para su familia y amigos, convirtiéndolos en «judíos por asociación». A veces el pasado era ilegal: tal vez tu antepasado estuvo relacionado con un grupo de resistencia perseguido por los comunistas después de 1945. Y otras veces era cuestión de un trauma personal: algunos recuerdos solo traen pesadillas y noches en vela.

Pero ¿es este el caso de Stefan Trzyniecki? Probablemente. De ser así, el narrador nos estaría engañando. Pero eso ya lo sabemos, dado que no nos cuenta toda la historia de Stefan, sino tan solo lo que le conviene.

También es el caso de Stanisław Lem. Tras la guerra, él se pasó toda la vida ocultando sus orígenes judíos. Cuanto más se acrecentaba su fama internacional, más difícil era esta tarea: periodistas y estudiosos empezaron a escribir libros sobre él o a publicar largas entrevistas en las que se veía forzado a crear versiones de su biografía llenas de negación plausible.

Cuando escribió Entre los muertos no esperaba ser famoso, solo quería convertirse en un novelista publicado. Era 1949 y hasta ese momento todo lo que llevaba el nombre de «Stanisław Lem» consistía en un puñado de relatos y poemas. Tenía la guardia baja.

Sin embargo, en aquellos años, su experiencia del Holocausto, el motivo recurrente de sus pesadillas, era con diferencia el tema más importante para él. Si le hubiesen dado total libertad para escribir lo que quisiera, habría escrito más libros como El hospital de la transfiguración. Fue una combinación de la censura y sus traumas personales los que hicieron que ocultase sus memorias de la guerra bajo el disfraz de historias de «alienígenas matando alienígenas» y «robots matando robots».

Si analizáis detenidamente El hospital de la transfiguración, podéis llegar a desentrañar algún secreto. A primera vista, se trata de una novela realista que aborda los crímenes nazis en la Polonia ocupada, pero hagámonos una sencilla pregunta: ¿en qué año sucede? Si se tratase de la «Aktion T4» (el exterminio de los pacientes de los centros psiquiátricos), sucedería antes del verano de 1941, cuando el exterminio masivo fue suspendido porque todo el personal fue llamado al Frente del Este, donde se requería urgentemente su preciada experiencia como asesinos de masas.

Pero si la historia ocurre antes del verano del 41, ¿por qué las unidades auxiliares ucranianas (Ukrainische Hilfspolizei) están presentes durante la ejecución? Por razones obvias, estas no existían antes del ataque alemán a la Unión Soviética. De hecho, ambos sucesos (la suspensión de la Aktion T4 y la creación de la Ukrainische Hilfspolizei) ocurrieron casi a la vez, a mediados de agosto de 1941.

No se trata de un error. No cabe duda de que Stanisław Lem recordó cada fecha de la Segunda Guerra Mundial hasta sus últimos días; y, en cualquier caso, las tenía bien frescas en 1947. Se trata de una elaborada estratagema literaria diseñada para que nos demos cuenta de que el narrador no es, en efecto, tan fiable como parece. Nos está contando una historia oculta en una historia. El mismo mecanismo se repite en Entre los muertos, pero esta vez es mucho más fácil de detectar.

En el verano de 1941, una semana después de la invasión alemana, los judíos que vivían en las zonas cercanas a la frontera fueron asesinados en los pogromos aparentemente llevados a cabo por la población local, pero detrás de los cuales se encontraban, en realidad, las SS Einsarztruppen. Stanisław Lem, un joven de veinte años que estudiaba Medicina en Leópolis, también habría sido asesinado, pero sobrevivió simplemente porque los alemanes, decepcionados por la baja eficiencia del pogromo, suspendieron la masacre antes del anochecer.

Lem consiguió describir este calvario en La voz del Amo, una novela de ciencia ficción de 1968. La reminiscencia del pogromo de Leópolis aparece allí con un ingenioso disfraz literario: la historia, narrada por uno de los protagonistas (aunque sin mencionar palabras como «judío», «Leópolis» u «Holocausto»), a primera vista podría pasar por una masacre cualquiera de gente cualquiera en una ciudad cualquiera de Europa del Este.

Stanisław Lem sobrevivió a la guerra porque tuvo el tiempo y lo recursos para crearse una identidad falsa. Al principio, estuvo trabajando como obrero esclavo en una empresa llamada Rohstofferfassung («reciclaje de recursos»), propiedad de un tal Viktor Kremin, un «buen alemán», como Oscar Schindler, que aceptaba sobornos de judíos a cambio de protección.

La expresión «buen alemán» es especialmente paradójica en el contexto del Holocausto. ¿Qué se entiende por «buen»? Si significa «que acata la ley», «leal» o «patriótico», también significa «fanático y malvado», dispuesto a matarte, aunque no tenga que hacerlo, simplemente porque el Führer te quiere muerto. Pero que fuera corrupto no quería decir que no fuera a matarte. Después de todo, alguien verdaderamente corrupto aceptará el soborno y luego te matará para cubrir sus huellas. ¿Qué vas a hacer, demandarlo?

La clave de la supervivencia de los judíos en las zonas ocupadas era encontrar a alemanes corruptos pero lo suficientemente honorables para protegerlos de verdad, como Oskar Schindler o Viktor Kremin. Por supuesto, su protección tenía un límite; en la mayoría de los casos, el límite fue mediados de 1942. Pero si eras listo, podías usar ese tiempo para forjarte una nueva identidad, con nuevos documentos y un nuevo nombre.

Un día de 1942, Stanisław Lem desapareció y fue reemplazado por otra persona: Jan Donabidowicz. Según sus documentos, era un antiguo estudiante de Medicina, atrapado en Leópolis por la guerra. Y, puesto que no era judío —¡era armenio!—, podía andar libremente por las calles.

En realidad, era Stanisław Lem, que se había teñido el pelo de un rubio muy poco judío. Sus padres no pudieron hacer lo mismo: su padre era un doctor muy conocido y ningún documento falso lo podría haber salvado si alguien lo hubiese identificado. «¡Conozco a este judío!» Estas funestas palabras, equivalentes a una condena a muerte, se oían de vez en cuando por la calle, y aparecen en muchas memorias. Stanisław Lem probablemente las oyera también en la calle, pero nunca sobre él. Se cuidó de no descubrir su tapadera durante dos años. Lo tenía claro: la supervivencia de sus padres dependía de su propia supervivencia.

En este libro, su calvario se describe a través de dos alter ego. Stefan Trzyniecki acaba en el campo de exterminio de Bełżec, del que Lem y sus padres se salvaron, pero que fue el destino del resto de sus familiares y amigos. Sin duda esto debió de atormentar a Lem cada día de su vida.

El segundo alter ego introducido es Kazimierz Wilk, un prodigio de las matemáticas. También es ario puro, pero por alguna extraña razón acaba trabajando en el Rohstofferfassung, donde, como dice el narrador, «casi todos los trabajadores eran judíos». Queda patente que él no es uno de ellos, simplemente ha ido a parar allí, pero el caso es que vive y muere como un judío durante la guerra en Leópolis.

Kazimierz Wilk es torturado hasta la muerte porque no quiere revelar el escondite de su amigo Marcinów (es el único que lo conoce aparte del propio Marcinów). Stanisław Lem era el único que conocía el escondite de sus padres, y posiblemente esas terribles preguntas —¿qué pasa si alguien me traiciona?, ¿y si me siguen por la calle?, ¿qué ocurre si me reconocen?, ¿seré capaz de guardar el secreto o me derrumbaré ante la Gestapo como tantos otros?— plagaron su cabeza durante dos años, antes de que los alemanes fueran expulsados de Leópolis por el ejército soviético.

Es comprensible que, cuando la familia de Stanisław Lem llegó con vida a Cracovia contra todo pronóstico, Lem no quisiera revelar su identidad judía. En esta parte del mundo esto no te puede traer nada más que problemas. Si albergaba cualquier tipo de duda, esta se despejó cuando tuvo lugar en agosto de 1945 el primer pogromo de posguerra en Cracovia, una de las primeras cosas que se encontró en su nueva ciudad. Por supuesto no fue tan espantoso como las masacres de la guerra, —solo hubo un muerto y algunos heridos—, pero lo que tenían en común todas las víctimas era, sencillamente, la pinta de judíos.

Entre los muertos es lo más parecido a unas memorias de guerra que hay en toda la obra de Lem. Esta es la razón por la que prohibió su publicación, no la influencia comunista. Pero, de nuevo, lo dejo al juicio del lector. ¿Podría convenceros este libro de votar al PCE?

En aquellos años, esta obra trataba temas prohibidos o desaconsejados por la censura. Para empezar, estaba prohibido hablar del Holocausto como tal: había que tratarlo como crímenes nazis en general. El Holocausto era algo particular del destino del pueblo judío y se consideraba sionista, a su vez imperialista y, por lo tanto, prohibido.

Otro tema tabú era el de Stanisław Ignacy Witkiewicz, poeta y dramaturgo muy popular y controvertido de los años anteriores a la guerra, que se suicidó el 17 de septiembre de 1939 cuando el ejército soviético invadió el este de Polonia como aliado de la Alemania nazi. Él aparece en El hospital de la transfiguración y Entre los muertos con el nombre de Sekułowski. Si a Stanisław Lem le hubiera preocupado que su novela pasase la censura, habría sacado a Sekułowski de la obra desde el principio. Pero, lejos de ello, lo incluyó de nuevo en la secuela, donde su presencia no es necesaria en la trama. ¿Qué pinta él en esta historia? Parece que su única función literaria es servir como recordatorio indirecto de que la invasión soviética no fue menos traumática que la alemana.

El título original de la trilogía iba a ser Río de fuego, pero lo cambiaron a Tiempo no perdido durante su desarrollo editorial. El título original es una referencia al Libro de Daniel (7, 10), una profecía apocalíptica del Antiguo Testamento. Tradicionalmente fue interpretada por cristianos y judíos como premonición de la caída del Imperio Romano. En este contexto, podría decirse que la intención de Lem era mostrar el apocalipsis al que había sobrevivido, al igual que tantos otros desafortunados ciudadanos polacos. Atrapados entre dos maníacos genocidas en Berlín y Moscú, su supervivencia fue tan milagrosa como la de Stefan Trzyniecki.

Logramos sobrevivir. Pero ¿lo hicimos? ¿No estamos Entre los muertos?

Así es como yo entiendo este libro. Pero, por tercera y última vez, lo dejo al juicio del estimado lector. ¡No me leas a mí, lee a Lem!

Varsovia, abril de 2024

ENTRE LOS MUERTOS

KAROL WŁODZIMIERZ WILK

El niño nació y al nacer mató a su madre, que mientras agonizaba preguntó si estaba vivo porque no escuchaba su voz y, como ya no veía nada, palpó a su alrededor, a tientas, con unas manos que reptaban cada vez con menos fuerza y más despacio por el ensangrentado jergón. El niño estaba vivo; sus pupilas se contraían ante lo desconocido, ante el desconocido brillo de las lámparas, el cuerpecillo desnudo temblaba por el novedoso efecto que suponía la presión de las manos que lo sostenían, pero tendría que pasar todavía mucho tiempo hasta que llegara a entender qué era la luz y qué era el tacto.

Que no supiera nada de las nubes, de los árboles, de las flores, del cielo y de la tierra era hasta cierto punto comprensible; exige un esfuerzo mayor por nuestra parte que nuestra imaginación se acerque a su desconocimiento de la proximidad y la lejanía, de la perspectiva espacial y de la secuencia de los acontecimientos en el tiempo, pero el niño no conocía ni siquiera los olores, los sonidos o los colores, que fluían hasta lo más profundo de sus sentidos por arroyos distintos. Ni siquiera cabría decir que percibiera el caos, porque eso habría significado que a través de la percepción se contraponía a sí mismo al caos, pero él no conocía las fronteras entre su propio ser y todo lo demás, no tenía ni recuerdos ni memoria, no sabía ni de sus propios movimientos y el mundo le era tan ajeno como su propio cuerpo.

La perfección de un conocimiento tal es imposible de imaginar, ya que no se trataba de la nada; sin conocer nada, el niño veía y sentía todo, y desde la primera hora un enorme torrente de realidad empezó a poblar de enmarañadas imágenes su hasta entonces vacío sueño.

Había empezado la creación del mundo, una creación mucho más sorprendente que la bíblica, ya que nada emergía del desorden con formas cuajadas y listas, y solo un incesante tropel de transformaciones generaba fenómenos recurrentes; se producía una lenta diferenciación e interrelación de las manchas blancas con la sensación de frío y de blandura, de las manchas rosadas con los sonidos y los cambios de expresión, y esa individualización, esa unión, esa agrupación en algún momento, en el futuro lejano, tendría que finalizar en una polarización definitiva, en una división en dos polos: el ser humano y el mundo.

La mente que tenía que lograr aquello permaneció absolutamente impotente durante mucho tiempo; por suerte, el niño podía confiar en esa prudencia innata que recibe en ocasiones el nombre de instinto o cualquier otro nombre como explicación alternativa. Se trataba de una disposición para realizar acciones intencionadas, una disposición limitada, incapaz de aprender, pero eficiente; esa inteligencia corporal oculta en los tejidos, que se reducía a simples adaptaciones, era inhumana, no solo en el sentido de que había aparecido antes que la conciencia humana, sino también en el sentido de que era despiadadamente egocéntrica y de que, centrada como estaba en satisfacer las necesidades del cuerpo, no tomaba en consideración nada más. Nacía de la voraz crueldad que caracteriza siempre a los seres inferiores y únicamente en los momentos de particular peligro a los seres más desarrollados. Esa sabiduría que solo tiene como objetivo la supervivencia no ha de ser juzgada a la ligera, ya que nace de la necesidad. Seremos también más indulgentes con ella si recordamos que, dado que se trata de una inteligencia anterior a la especie, antigua como la propia vida, único don de los miles de millones de generaciones que precedieron al niño, está dispuesta a retirarse humildemente ante las primeras palabras emitidas por el bebé. Y es así como ese parco, inalterable e inequívoco saber de la especie cede su lugar al abundante y engañoso saber del individuo.

Hasta la aparición de las palabras, ese saber crecía con dificultad, como reptando, y eran necesarias reiteradas experiencias para que el niño se convenciera de qué fenómenos había que evitar y cuáles, por el contrario, buscar.

Con el inicio del habla el niño se liberó del corto alcance de las manitas y de los ojos, porque a partir de aquel momento dejó de depender únicamente de su cuerpo.

Se dirigían a él con el diminutivo «Karolek», así que él también utilizaba ese nombre para hablar de sí mismo. Gateaba por la gran habitación en penumbra, vacía casi, pues solo había una cama, o mejor dicho un camastro de madera con un colchón de paja, una mesa, tres taburetes y una cómoda junto a la pared. Durante algún tiempo, el niño otorgó entidad propia a todos aquellos objetos, o al menos rasgos semejantes a los que lo caracterizaban a él mismo; así, si se golpeaba con un taburete la emprendía a puñetazos con él, lo que provocaba la risa del resto de habitantes de la casa. Más tarde seguiría dirigiéndose a los objetos como si fueran seres vivos, pero ya no era más que un juego.

La habitación tenía una puerta con un picaporte muy alto; cuando estaba entreabierta, al otro lado del umbral aparecía un espacio enorme. Ante un sinuoso y verde horizonte se alzaban unas casas que se hundían en el fango a su alrededor; en el extremo del pueblo había una iglesia con un tejado inclinado, y unos postes telegráficos se perdían a lo lejos. Al sur, en el horizonte, se extendía la amoratada nube de los Cárpatos que una vez al año se cubría de plata. Entonces Nieczawy, que así se llamaba el pueblo, se hundía en la nieve sobre la que se arrastraba, perezoso, el humo de las chimeneas.

Al final del tercer año de vida, Karolek pensaba ya mucho y solo confundía muy de vez en cuando el día siguiente y el día anterior. Estaba convencido de que las personas que lo rodeaban no cambiaban y siempre serían como eran, de que su padre siempre había sido flaco y había guardado cama y solo rara vez —cuando el sol pegaba fuerte— salía afuera, de que la señora Flusiowa, terriblemente gorda y jadeante, que les alquilaba una habitación de su casa, siempre había arrastrado los pies y no dejaría nunca de hacerlo. Los juegos de Karolek, sus alegrías y sus berrinches, desaparecían en algún lugar, mientras que a su alrededor se desplegaba una especie de ahora infinito, que para disimular a veces se desarrollaba por la noche y a veces por el día. Así pues, el niño creía en la eternidad, en una eternidad terrenal, sin tener, por supuesto, conciencia de ello. Aquella convicción había nacido en él de forma espontánea; no manifestada, era una convicción similar en su naturaleza íntima a esa certeza que tenemos todos de que el entorno sigue existiendo cuando cerramos los ojos.

Karolek sabía ya muchas cosas, recordaba incluso que su padre tenía una enfermedad de los pulmones porque era algo que oía todo el tiempo y porque, cuando en una ocasión se echó a reír al ver un extraño rictus en el rostro de su padre, la señora Flusiowa lo tachó de pequeño diablo mientras le daba unos azotes. Después, agraviado como se sentía, se pasó un largo rato llorando. Él era inocente, quería a su padre, pero ¿cómo podía saber que era el dolor el que le había torcido el gesto y que no había que reírse de aquello? Fue una más de las mil lecciones de cada día.

Cuando Karolek cumplió tres años, se dio en su vida un breve período de luminosidad. Su padre mejoró y empezó a salir al bosque y a llevarse al niño con él. Karolek enredaba un rato entre la maleza y luego volvía con su padre, que estaba sentado al sol en un claro, casi siempre en silencio porque no sabía cómo hablar con un niño. Karolek no se aburría nunca; jugaba solo, y cuando pasaba cerca de su padre, él le ponía la mano en la cabeza, lo giraba hacia sí, lo miraba unos segundos a los ojos y los surcos que cruzaban por el centro sus mejillas se le marcaban mucho más al sonreír; a veces con uno de sus dedos, grande y duro, presionaba suavemente la nariz del niño, redonda como un botón, otras veces colocaba en su palma la mano de Karolek y contaba en voz alta los dedos sin dejar de sorprenderse de lo pequeños que eran; aquel momento no duraba mucho porque Karolek era incapaz de estarse quieto y no tardaba en irse dando saltos. Se le ocurrían todo tipo de ideas. En una ocasión, al ver que en una pequeña charca los peces respiraban abriendo la boca y abanicándose suavemente con las branquias, intentó hacer como ellos: sumergió la cabeza y, muy confiado, se llenó los pulmones de agua. Luego se pasó un buen rato tosiendo. En otra ocasión, imitando a Burek, el perro del corral, se puso a cuatro patas y estuvo husmeando y bufando por las narices. Empezaba ya a darle vueltas a diferentes cosas. Era capaz de contar hasta cinco, colocaba en el suelo de la estancia cáscaras de huevo y se ponía a pensar: a ver, ahí hay cinco huevos, es decir, uno ahí, uno ahí, uno, y uno más, y juntos hay cinco (decía «cico»). Pero entonces ¿dónde está ese «cico»? Porque los huevos están sueltos, ¿y ese «cico» dónde está? 

A finales de aquel hermoso y caluroso verano apareció de repente un hombre alto con un traje negro desgastado que sabía hablar con el pequeño y jugar con él tan bien que al cabo de unas horas se había convertido en el «tito Józef». Cogía al pequeño Karol sobre una de sus rodillas, como si lo montara a caballo, y le cantaba:

¡La mujer tuvo un pesar

Lo arrojó a un ortigal

En las ortigas del huerto

Allí ese pesar ha muerto

Karolek se pasó mucho tiempo dándole vueltas a la cabeza y pensando en el misterioso significado que podía tener aquella canción. Abrumaba al tito Józef con preguntas, que qué era aquel pesar, que por qué la mujer lo había tratado tan mal. Se le llenaban los ojos de lágrimas. Sospechaba, incluso, que se trataba de la señora Flusiowa, a la que no le tenía demasiado cariño, porque a espaldas de su padre intentaba enseñarle algunas oraciones, y más de un domingo lo había llevado a escondidas a la iglesia, por lo que su padre se había enfadado mucho con ella.

Unos días más tarde, el tito desapareció de repente. Llegó el otoño y se acabaron los días felices. Su padre volvió a la cama de nuevo, y Karolek, algo malhumorado, se atrincheró en un rincón de la estancia y levantó extrañas construcciones de paja sin dejar de hablar consigo mismo. Pero aquello ni siquiera estuvo tan mal. Lo malo llegó con la primavera de 1930. Siempre había habido pobreza en Nieczawy, pero nadie recordaba una pobreza como aquella. Apenas si llegaban veraneantes, así que los niños no podían ayudar a los suyos recogiendo frutos del bosque. El precio de un litro de frambuesas variaba de dos a cuatro céntimos o de una a dos rebanadas pequeñas de pan. Las niñas conseguían quince si ellas iban incluidas en el trueque, pero no había demasiados interesados porque en las aldeas algo más alejadas vivían los hutsules, enfermos endémicos de sífilis. Apareció la palabra «crisis», pronunciada con odio y horror como si fuera una maldición. Al volver de la iglesia, a la que iba un día sí y otro también, la señora Flusiowa engatusaba a Karolek prometiéndole alguna golosina y le contaba con sus propias palabras los sermones. Al párroco, al padre Mazuła, lo había visto en alguna ocasión en el pueblo, así que lo conocía, y le hacía cierta gracia escuchar las historias de la señora Flusiowa porque eran como sucedáneos de los cuentos infantiles. Aquel calamitoso año el sacerdote, que por lo general era tranquilo y tenía la costumbre de bendecir el cereal en los campos durante sus solitarios paseos, se enardeció en el púlpito y desparramó en la iglesia visiones de diablos, calderas de alquitrán hirviendo y suplicios infernales, maldiciendo el socialismo nacido en las ciudades, que era peor que el cólera, porque era ese socialismo, como les decía a los campesinos, el que había traído al mundo la catástrofe de la crisis.

Su padre siempre se había encargado de que Flusiowa no anduviera metiéndole al niño aquellas tonterías suyas en la cabeza (como decía él), pero en aquellos momentos, preocupado, no le prestaba al asunto la menor atención. En su mirada, cuando observaba en silencio al niño, había aparecido algo que asustaba a Karolek. Aunque no entendía qué estaba pasando, tampoco se atrevía a preguntar nada, ni siquiera cuando su padre fue al pueblo vestido con una cazadora y volvió a cuerpo. Durante algún tiempo aún hubo patatas en el cajón, pero luego también se acabaron. Un día el padre se levantó muy temprano, se afeitó larga y cuidadosamente, limpió la ropa, la zurció en los codos, y después, tras poner al niño entre sus rodillas, le dijo que los camaradas de la ciudad no podían seguir enviándoles dinero porque ellos tampoco tenían, así que le tocaba a él, a su padre, ir a buscar trabajo.

Después salió de casa y estuvo fuera todo el día y toda la tarde. Ya entrada la noche, cuando Karolek se quedó dormido cansado de esperar (no permitió que lo desnudara la señora Flusiowa), llegó un carro y dos tipos metieron en casa al padre sobre una lona cubierta de sangre aún fresca. Se había empleado, dijeron, para cargar sacos en el molino y algo en el pecho se le había desgarrado.

El padre estuvo dos días agonizando. La vieja Flusiowa, sentada junto a su cama, estuvo luchando con él por su alma. Despiadada, mirando el acartonado rostro que se iba consumiendo progresivamente, lo estuvo conminando a reconciliarse con Dios, dispuesta en cualquier momento a salir corriendo en busca del cura. Al anochecer del segundo día, al padre le flaquearon las fuerzas y su respiración se fue debilitando. Quiso escribir algo, pero no había dónde. Quiso transmitir su última voluntad, pero la única que estaba presente era Flusiowa. Le encargó que cuidara del niño hasta que lo recogieran los camaradas de la ciudad y que les entregara el único libro que tenía, para que se lo dieran al chiquillo cuando creciera y aprendiera a leer.

Cuando la primera franja púrpura se abrió paso por entre la negra línea de los bosques, el estertóreo aliento cesó. Flusiowa, como si temiera que de un momento a otro se agolparan en su casa todos los diablos para llevarse al condenado, estuvo rebuscando con manos temblorosas entre las pertenencias de su inquilino el libro que había mencionado e intentó descifrarlo, pero ya fuera porque no veía bien, ya fuera porque su vista había aprendido a leer solo lo impreso en el devocionario, el caso es que no lo consiguió.

Karolek, acurrucado en un rincón entre la cómoda y la pared, rígido como una marioneta de cera, lo observaba todo. De aquella situación conservaría el primer recuerdo propio que tenía: una figura oscura sobre una lona de saco, cubierta de coágulos gelatinosos. Sangre, de eso estaba hecho el fondo de su memoria.

El cuerpo estuvo tres días en casa porque no había dinero para el funeral. Al cuarto día llegaron los camaradas de la ciudad. El cura no permitió que enterraran en tierra sagrada al hombre que en vida fue conocido como Kazimierz Wilk.

Los recién llegados fueron al ayuntamiento y arreglaron allí los trámites. El funeral fue sin sacerdote. En un extremo del cementerio, justo al lado del muro, ellos mismos cavaron un hoyo en la pegajosa arcilla y metieron el ataúd hecho con tablones. Un amigo de Kazimierz, Józef Marcinów, se subió a una piedra, y tras repetir «camaradas» dos veces, se bajó de allí, incapaz de decir nada más, y arrojó el primer puñado de tierra sobre el féretro.

Desde el cementerio, los forasteros —eran cinco— se dirigieron a casa de Flusiowa a buscar al niño. La vieja armó un escándalo y no los dejó entrar en la casa.

La noche siguiente la pasó muerta de miedo y rezando y hablando consigo misma.

Karolek estaba sentado en un rincón. No lloraba. Todavía no había abierto la boca que murió su padre. Al amanecer, la vieja fue renqueando a ver al párroco, no sin antes dejar encerrado a cal y canto al niño. Le contó al cura la visión que había tenido: un ángel celestial con su halo luminoso le había ordenado que entregara al niño en la parroquia para que no se lo llevaran los demonios de la ciudad, tan descreídos como su propio padre. El cura no acababa de creer en la autenticidad de aquella visión, pero, tras echar un vistazo al libro que le había llevado, su cara se transformó, lo metió rápidamente en un cajón y salió apresuradamente de allí. Flusiowa se quedó esperando en mitad de la habitación, mirando devotamente una estrecha cómoda con una pequeña torre tallada en la que el cura escondía útiles y pastas cicatrizantes de jardinería. Minutos más tarde el párroco regresó y dijo que quería ver al niño. Karolek no tardó en encontrarse sentado allí en medio de la sala de estar del párroco en un gran sillón de ratán. Los muebles eran oscuros y pesados; entre las ventanas por las que se asomaban unas ramas, un reloj de péndulo mecía su tictac tras el cristal. El niño estaba sentado como un conejillo, había ladeado la cabeza, grande y angulosa, y tenía los ojos azul oscuro clavados en la sotana. Le intrigaban los innumerables botones; extendió el brazo y los tocó con un dedo. El cura lo miró con el ceño fruncido, cejijunto, y cuando le puso un dedo bajo la barbilla para levantarle la cabeza y mirarle a los ojos, Karolek lo agarró por el pulgar. El cura se liberó torpemente y fue hasta la ventana. Preguntó si Flusiowa no se ocuparía de la crianza del niño a cambio de cierta cantidad de dinero, pero la vieja se estremeció de miedo. Temía que la asaltaran, que la degollaran y que le robaran al niño.

Así que la visita acabó con la entrega del muchacho, para su educación, a un maestro de la escuela pública de Nieczawy, el señor Szczęsny Frankowski. En aquel hombre, alto y con una cabeza en forma de pera cercada por una guirnalda de pelo, solo había una cosa fuera de lo común: la gran conmiseración que sentía por sí mismo. La manifestaba cuando estaba borracho; entre contenidos sollozos les confesaba entonces en clase a niños de ocho y diez años sus sueños de juventud y sus desengaños vitales. Mientras estaba sobrio, su mujer lo vigilaba, pero se le escabullía en cuanto alcanzaba una botella. Ella corría tras él, le tiraba de la levita e intentaba arrebatarle la botella. Entonces, él se escabullía en un rincón, levantaba la cabeza y se metía entre pecho y espalda lo que no sabe nadie, mientras su esposa, con una expresión de concentración extrema, lo golpeaba entre los omoplatos con los nudillos y el puño cerrado para que le doliera más. Cuando el alcohol empezaba a hacer efecto, la cara del maestro se iluminaba, los ojos adquirían brillo y se lanzaba sobre su esposa. Ella, temerosa del borracho, salía huyendo. Él no le pegaba, solo quería que se fuera lejos de allí. De vez en cuando se le oscurecía la cara, adoptaba una tonalidad primero anaranjada y finalmente cobriza. Las mujeres decían entonces: «Oh, el señor maestro tiene hepatitis otra vez, serán las patatas, habrán cocido poco, eso no es nada, igual que ha entrado se irá». Frankowski vivía cerca del colegio, solo tenía que cruzar el patio de su casa, repleto de cacareantes gallinas.

El párroco metió a Karolek en casa de Frankowski, pero el municipio tenía que pagar su manutención hasta los siete años, cuando, si las circunstancias así lo permitían, se comprometía a ocuparse del niño él mismo. Así que Karolek, a la edad de cuatro años, cuidaba la vaca de la esposa del maestro, siempre un poco apartado de los demás porque los otros niños le pegaban palizas y lo llamaban pagano y bastardo. Solo se acercaba a Jan, el viejo pastor cojo, que había nacido con los pies al revés, con los dedos hacia atrás. A veces se sentaban los dos en una larga traviesa echada sobre el arroyo y chapoteaban en el agua con los pies descalzos, mientras las vacas, ya saciadas, se clavaban de rodillas en las proximidades y rumiaban con oriental concentración. Uno de los sueños que el viejo Jan jamás había cumplido era portar el palio en una procesión. Sabía hacer hermosos molinos de agua. Tras haberlo visto haciendo aquel trabajo en una ocasión, Karolek llevó antes a pastar a su vaca y colocó un molino de creación propia en la orilla de un entrante del río con diminutas muelas de molino en el interior. Al verlo, el cojo se pasó un buen rato con la boca fruncida en un mohín de desdén para acabar dándole una patada al juguete e irse cojeando patosamente adonde tenía sus vacas. Karolek se quedó observándolo, con los brazos caídos y una mirada anciana y comprensiva. Cuando cumplió seis años, ya ayudaba en el hogar: raspaba las patatas, iba a buscar agua, escardaba los caballones, pero ninguna tarea, por pesada que fuera, era capaz de apagar la creciente curiosidad por el mundo que él tenía. Al principio preguntaba «y pod qué», «y pada qué», pero como en respuesta obtenía un buen zarandeo, aprendió a callar. Cuando la esposa del maestro huía de casa llorando y el maestro se dedicaba a beber y mordisquear una salchicha que balanceaba en el extremo de un cordel a la luz de una lámpara de queroseno, Karolek esperaba en algún rincón hasta que el viejo se desplomara encima de la cama y se pusiera a roncar sin tregua. Entonces, con el corazón en un puño, cogía libros de las estanterías y se ponía a mirar las ilustraciones, porque no sabía leer.

Los domingos, el maestro y su esposa se lo llevaban a la iglesia. Frankowski iba muy estirado, afeitado y digno; su esposa, vestida a la manera de la ciudad, caminaba con una determinación que hacía que sus rollizas mejillas le temblaran. En una ocasión, el párroco, que estaba saliendo de la sacristía, los detuvo porque quería ver a Karolek. El pequeño le pareció un niño sorprendentemente despierto, y le dijo a Frankowski que, a pesar de que no tenía todavía siete años, metiera a Karolek en primer curso. Karolek hizo grandes progresos, aprendió a leer en pocos meses; pero al mismo tiempo, como se había vuelto respondón, le pegaban cada vez más. Ya fuera que se le había endurecido la piel de lo mucho que había recibido (como suponía Frankowska), ya fuera que su propia naturaleza era la de un sinvergüenza sin sensibilidad alguna (como creía su marido), el caso es que no soltaba ni una lágrima cuando le pegaban. En general era inusualmente callado. Igualaba en altura a los hijos de los campesinos un año mayores que él que iban al primer curso, aunque era más delgado que ellos. Cuando sentía curiosidad por algo, miraba con la boca medio abierta, tan absorto que no oía cuando lo llamaban. En más de una ocasión aquello le había valido una buena paliza.

Empezó una nueva etapa de su vida cuando al pasar a segundo curso se trasladó a la casa parroquial. Tras examinar a Karolek, el párroco se reafirmó en lo de que era un chiquillo muy despierto. Le soltó un pequeño sermón lleno de infiernos y de diablos, mencionó a su padre pecador, sufriendo tormentos, la infinita bondad del Señor y la gracia divina. El pequeño permaneció ante él erguido, callado, con su cabeza cuadrada algo ladeada. Los labios le temblaban ligeramente: estaba contando los botones de la sotana. Sus cabellos, hasta entonces de un tono un tanto equívoco, fueron adquiriendo un color rojizo y endureciéndose como cerdas.

Por las tardes, el cura, con la sotana remangada, descalzo, con unos pantalones cortos deshilachados y con un sombrero calado hasta los ojos, deambulaba por el huerto mientras Karolek iba tras él con un cesto, tarros con pastas cicatrizantes, cinta de fibra vegetal y unas tijeras. Al cabo de dos meses ya recitaba los principios de la fe cristiana de carrerilla, y tenía una memoria tan fenomenal que una vez leída una página del texto que fuera era capaz de repetirla días más tarde sin vacilar un segundo. El cura vio que el pequeño tenía la cabeza bien amueblada, pero temía su herencia maldita. Karolek pasó del segundo al tercer curso y después de tercero a cuarto.

Por las tardes, sentado frente a un libro, sentía a veces en su rostro el peso de la mirada del cura. Cuando levantaba la vista, el sacerdote ocultaba sus pupilas bajo los párpados resecos. El cura leía después en voz alta a Santo Tomás, lo traducía y le ordenaba que repitiera tras él. Era así como enseñaba latín a un muchacho de diez años. No le pegaba, pero si el niño no entendía algo suficientemente rápido, le cogía la cabeza entre sus manos grandes y frías y la zarandeaba con vigor, como si quisiera remover su contenido. Karolek no jugaba con otros niños, no iba al río y solo paseaba con el cura —con paso regular de adulto— planteándose en silencio todo tipo de cuestiones: no sueños infantiles, sino fantasmagorías intraducibles a ningún idioma, que ni siquiera él mismo sabía qué significaban ni de dónde salían. Un día del mes de junio llegó a la casa un cura de una parroquia lejana, un compañero del párroco, de la época de sus estudios de teología. De camino a la capital de la provincia, pasó a ver a su viejo conocido. Era un hombre robusto, rubio, decididamente canoso, con marcadas y serpenteantes venas en las sienes; tenía unas patillas desiguales, porque se afeitaba él mismo, y el pelo corto. Como era la hora de cenar, el cura lo invitó a su mesa. El invitado llenaba todo el comedor, se podría pensar que había allí un montón de gente celebrando algo en buena compañía. Mientras untaba con una capa de mantequilla de un dedo de grosor el pan que acompañaba la sopa, hablaba de «mi trigo», «mi tocino», «mis parroquianos», «mi mujerona» (sobre la sirvienta). No masticaba la pasta, sino que con un ademán un tanto inquietante se metía una buena porción directamente del tenedor en el gaznate y, en lugar de atragantarse, soltaba una carcajada y se palmeaba la rodilla. Tenía un rostro muy propio de un predicador, digno, pero de rasgos que la obesidad había suavizado, y junto a la nariz, una verruga oscura y grande como un garbanzo. Se estuvo explayando sobre la maravillosa recepción ofrecida por el vicario general un año antes. Hubo un cocodrilo hecho de asado de ternera lechal; tenía un collar verde de pepino, la boca repleta de almendra laminada y una corbata de mantequilla. ¡Una corbata de mantequilla!

El cura se reía tanto que se le empezaron a saltar las lágrimas. Karolek se le quedó mirando con interés, preguntándose qué harían las lágrimas al llegar a la verruga. Cuando llegaron a la verruga se detuvieron, la rodearon por ambos lados y siguieron cayendo. Antes de que sirvieran el té, el cura tuvo tiempo de presentar los fundamentos de la fe. Ellas, es decir, las mujeres, siempre van detrás de un hombre. Lo importante son ellos, es decir, los hombres. La mujer tiene su raciocinio y el hombre el suyo, pero el hombre sabe sufrir en silencio, reverendo padre. Solo la confesión de un hombre puede conmover a un sacerdote hasta hacer que se le salten las lágrimas. Nosotros sabemos de qué hablamos, ¿verdad? Hasta hacer que se le salten las lágrimas, reverendo padre, las lágrimas.

Karolek dejó de prestar atención porque le pareció que había alguien moviéndose en el exterior junto a la ventana. Unos segundos después entró la mujer que servía y le dijo algo al párroco al oído. Este frunció el ceño, se puso serio de repente, se levantó y, tras disculparse con su invitado, salió. Como el cura que estaba de visita había caído en un repentino recogimiento interior y parecía no darse cuenta de nada, Karolek, curioso por saber qué estaba ocurriendo, salió a hurtadillas del comedor y se fue al jardín. Se sentó bajo un árbol con un libro abierto y se dispuso a aguardar nuevos acontecimientos. A través de una ventana abierta llegaba la conversación del cura con un hombre, cada vez más airada y en voz más alta hasta que el cura finalmente subió mucho el volumen y se puso a gritar como si estuviera en el púlpito. Luego se hizo el silencio. De la casa del cura salió al camino un desconocido, se quedó parado un momento junto a la valla, levantó la cabeza y al ver a Karolek medio tumbado con un libro bajo un árbol lo llamó con un gesto de la mano. El pequeño se acercó. El forastero vestía unas ropas raídas, tenía el pelo negro, con algunas canas en las sienes, y una cara joven y seria. Delimitaban sus finos labios profundas arrugas.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó. Con ambas manos sujetaba una de las estacas de la cerca.

Karolek negó en silencio con la cabeza. Prefería no hablar cuando no era necesario.

—¿Estás bien aquí?

Karolek asintió.

—¿Por qué estás tan callado? —dijo el extraño en voz baja, como si estuviera hablando consigo mismo.

Frunció el ceño. Por un momento pareció que estuviera cavilando.

—¿Y sabes quién era tu padre?

Karol callaba. De repente sus párpados se agitaron y luego se quedaron inmóviles. Estaba allí como tallado en madera y miraba desde abajo el rostro del desconocido, que se mordía el labio con gesto sombrío.

—¿Quieres saber algo de tu padre? —dijo finalmente—. Pues ven conmigo.

El chico no se movió.

—¿No quieres?

—No puedo.

—¿Por qué no?

—El cura se enfadaría.

—¿Entonces no quieres?

—¡Quiero!

Dijo aquello en voz baja, casi susurrando, pero de una manera que hizo que al extraño le brillaran los ojos.

—¿Entonces qué, Karol? Porque te llamas Karol, ¿no?

El niño de nuevo asintió con la cabeza. Sostenía en sus manos caídas el libro y todavía marcaba con un dedo en el interior la página por la que iba.

—Hoy vuelvo a la ciudad. ¿Puedes salir esta noche?

En las comisuras de los labios del pequeño se apreció un ligero temblor. Se acercó a la valla y al igual que el forastero agarró una de las estacas. El libro cayó sobre la hierba.

—Cuando celebren las vísperas… el cura estará en la iglesia… Yo saldré…, ¿vale? —El forastero lanzó una mirada en dirección a la casa del cura.

—Bien —dijo—. Estaré esperando en el cementerio. Está justo al lado, ¿no? ¡Que no se te olvide!

Sin añadir nada más, se fue.

Karolek pasó todo el día como de costumbre y el cura no se dio cuenta de nada, y eso que el niño parecía estar medio delirando. Sentía en la cara sucesivos golpes de frío y de calor. Cuando fueron a la iglesia, apenas desapareció el cura en la sacristía, Karolek empezó a retroceder de costado y se fue alejando del altar, y así, pegado a la pared y caminando de espaldas todo el tiempo, llegó a la salida; allí se agachó y salió corriendo al cementerio tan rápido como pudo.

Jadeante de tanto correr, aminoró el paso solo cuando llegó ante la verja. Estaba entreabierta. Sin tocarla, se deslizó dentro. Enseguida vio al desconocido. Estaba fumando un cigarrillo sentado sobre una piedra caliza blanca que se había desprendido del muro exterior. Al oír el apagado rumor de los pasos levantó la cabeza.

—¿Estás ahí? —dijo, y algo parecido a una pálida sonrisa suavizó su severo rostro. Con una mano, oscura y dura, apagó el cigarrillo contra el borde de la piedra y se levantó.

Los abedules se combaban armoniosamente sobre el muro del cementerio, el envés blanquecino y claro de sus trémulas y pequeñas hojas resplandecía como si alguien las estuviera mirando con curiosidad desde arriba, pero el lugar estaba desierto. Llegaba hasta allí la levísima y apenas audible música grave de los órganos de la iglesia.

—Ven —dijo el desconocido y tomó en su gran mano delgada la mano del niño.

Se dejó llevar, pálido y con los labios convertidos en una fina línea. Caminaron por un sendero entre las tumbas. Sobre la hierba alta aleteaban las mariposas. De repente las pequeñas colinas de las tumbas desaparecieron. Se encontraron frente a una cadena de hierro que colgaba de unos postes. Rodeaba un parterre de pensamientos marrones y azul oscuro con fulgores amarillos. Por encima de ellos había unas lápidas de piedra. Eran cinco, con una más grande, el sepulcro de la familia Trzyniecki, de granito, en el centro.

—¿Ves? —dijo el forastero—. Hasta aquí se han aislado con cadenas. Karol… Escucha bien lo que te voy a decir, Karol: tu padre era comunista…

La mirada del niño se clavó en él. Se calló. Entrecruzó las manos en el pecho como si fuera a rezar, pero crujió las articulaciones como si quisiera romperlas.

—En la cárcel tu padre cogió la tuberculosis. Fuimos nosotros quienes lo enviamos aquí, el Partido, quiero decir, queríamos salvarlo, no lo conseguimos…

Bajo la insistente y despiadada mirada del chico, volvió a quedarse callado. Lo sacudió del hombro.

—¿Cuántos vas a cumplir? ¿Nueve? ¿Diez años? Ya lo puedes saber…, ya eres adulto, eres hijo de un obrero…

Giraron hacia un lado, hasta el muro del cementerio. El hombre, que iba primero, se agachaba para pasar bajo las ramas que colgaban. En el lugar en el que la parte más antigua del muro se había derrumbado, el forastero pasó por encima de los restos de unos ladrillos deshechos y desperdigados por allí.

—¿Qué? El cura no te trajo a la tumba de tu padre el Día de Todos los Santos, ¿a que no? No te trajo, ¿verdad?

—No.

—Ya. Bueno, es aquí.

El niño miró bajo sus pies. A la sombra eterna del muro crecía rala y baja la hierba; la maleza, en cambio, se multiplicaba, el lampazo se arrastraba por el suelo y cubría con sus venosas y agujereadas hojas los restos de viejos escombros, caparazones de ollas, tarugos medio quemados, rastros de una hoguera. Allí no había nada más, ningún montículo en el suelo, ninguna señal; solo tierra plana, arcillosa, cubierta de maleza.

—Aquí enterramos a Kazimierz —dijo el forastero—. Fue el único lugar que le dio el cura.

El niño guardaba silencio. Una maraña de lucecillas solares y de sombras titilaba sobre su cara, como si intentara despertarlo, e irritaba sus ojos con finos rayos, pero los ojos permanecían inmóviles y solo las pupilas se dilataban y se contraían alternativamente. El viento susurraba cerca y el órgano sonó de nuevo con una música apagada para enmudecer acto seguido.

—¿Han de ser así las cosas? —dijo de repente el forastero y se le quebró la voz, no por la emoción, sino por la rabia—. ¿Han de ser así las cosas? —repitió y de improviso, como si alguien le hubiera puesto la zancadilla, cayó de rodillas. Con manos fuertes agarró al muchacho por los hombros y lo atrajo hacia sí. Su cara se inflamó, se oscureció por completo, pero cuando habló, su voz sonó de lo más tranquila—. ¿Te dijo el cura que tu padre había estado en la cárcel?

El muchacho asintió con la cabeza.

—¿Y te dijo por qué?

—Me lo dijo.

—¿Qué dijo?

El niño guardó silencio.

—¿No quieres decirlo? ¿Por qué? ¿Porque soy un extraño? Pero es que yo no soy un extraño. ¡Yo era un hermano para tu padre, qué digo un hermano, más que un hermano! En la cárcel comí del mismo pan, yo… Mira, ya puestos, te lo cuento todo: yo he venido aquí directamente de la cárcel en cuanto me han soltado. ¡He estado seis años encerrado, y no te he olvidado! Iré, pensé, y me lo llevaré como si fuera mío, porque tú eres nuestro, nuestro por parte de padre, hijo de un comunista, ¿entiendes? ¡Qué vas a entender tú!

Se levantó tan de improviso como antes se había clavado de rodillas, se metió los puños en los bolsillos y se quedó allí de pie mirando al suelo en aquel lugar arcilloso cubierto de lampazo junto al desmoronado muro del cementerio. Respiraba sonoramente por la nariz.

—Yo no tengo un jardín como el que tiene el cura. Ni tu padre tampoco tenía uno así. Nosotros los pecadores no estamos hechos para la vida feliz, no estamos para adorar santos, sino para el trabajo sucio, para la mayor de las pobrezas, y para que haya quien vaya contra la policía, quien vaya a la cárcel para palmarla de tuberculosis. Qué estoy diciendo…, mejor me voy. Porque cómo ibas a estar tú conmigo… Yo ni siquiera tengo piso ahora… Bueno, nada, yo sólo… Bueno, despedirte de mí sí puedes, ¿no? Dame la mano.

Tomando la mano del chico, que colgaba sin fuerza, dijo:

—Tienes una mano tan blanca y suave… ¿Tú recuerdas la mano de tu padre? ¿No? Te será muy fácil recordarla, era igual que esta…

Abrió una mano ancha y rugosa.

—¿La reconoces? ¿Qué dices? —Se asustó porque fue entonces cuando se dio cuenta de los convulsos esfuerzos de Karolek para contener las lágrimas que le vidriaban los ojos—. ¡No, no! No llores, ¿oyes? Y si tienes que llorar…

Sacó un pañuelo del bolsillo y, por si fuera necesario, se lo metió en el puño.