Entre naranjos - Vicente Blasco Ibañez - E-Book

Entre naranjos E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

Entre naranjos es una novela de corte dramático y costumbrista del escritor Vicente Blasco Ibáñez. Narra la historia de Rafael, heredero de una prestigiosa y acaudalada familia valenciana dedicada a la distribución de naranjas y a la política. Tras la muerte de su padre, Rafael seguirá sus pasos al tiempo que intenta encontrar el equilibrio entre su vida profesional y el amor de Leonora, una misteriosa cantante de ópera.-

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Vicente Blasco Ibañez

Entre naranjos

SEGUNDA EDICIÓN

Saga

Entre naranjos

 

Copyright © 1900, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509601

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRIMERA PARTE

I

—Los amigos te esperan en el Casino. Sólo te han visto un momento esta mañana: querrán oirte; que les cuentes algo de Madrid.

Y doña Bernarda fijaba en el joven diputado una mirada profunda y escudriñadora de madre severa, que recordaba á Rafael sus inquietudes de la niñez.

— ¿Vas directamente al Casino?...—añadió. — Ahora mismo irá Andrés.

Saludó Rafael á su madre y á don Andrés, que aún quedaban á la mesa saboreando el café, y salió del comedor.

Al verse en la ancha escalera de mármol rojo, envuelto en el silencio de aquel caserón vetusto y señorial, experimentó el bienestar voluptuoso del que entra en un baño tras un penoso viaje.

Después de su llegada, del ruidoso recibimiento en la estación, de los vítores y música hasta ensordecer, apretones de manos aquí, empellones allá, y una continua presión de más de mil cuerpos que se arremolinaban en las calles de Alcira para verle de cerca, era el primer momento en que se contemplaba solo, dueño de sí mismo, pudiendo andar ó detenerse á voluntad, sin precisión de sonreir automáticamente y de acoger con cariñosas demostraciones á gentes cuyas caras apenas reconocía.

¡Qué bien respiraba descendiendo por la silenciosa escalera, resonante con el eco de sus pasos! ¡Qué grande y hermoso le parecía el patio con sus cajones pintados de verde, en los que crecían los plátanos de anchas y lustrosas hojas! Allí habían pasado los mejores años de su niñez. Los chicuelos que entonces le espiaban desde el gran portalón, esperando una oportunidad para jugar con el hijo del poderoso don Ramón Brull, eran los mismos que dos horas antes marchaban agitando sus fuertes brazos de hortelanos, desde la estación á la casa, dando vivas al diputado, al ilustre hijo de Alcira.

Este contraste entre el pasado y el presente halagaba su amor propio, aunque allá en el fondo del pensamiento le escarabajease la sospecha de que en la preparación del recibimiento habían entrado por mucho las ambiciones de su madre y la fidelidad de don Andrés con todos los amigos unidos á la grandeza de los Brull, caciques y señores del distrito.

Dominado por los recuerdos, al verse de nuevo en su casa, después de algunos meses de estancia en Madrid, permaneció un buen rato inmóvil en el patio, mirando los balcones del primer piso, las ventanas de los graneros —de las que tantas veces se había retirado de niño, advertido por los gritos de su madre;—y al final, como un velo azul y luminoso, un pedazo de cielo empapado de ese sol que madura como cosecha de oro los racimos de inflamadas naranjas.

Le parecía ver aún á su padre, el imponente y grave don Ramón, paseando por el patio, con las manos atrás, contestando con pocas y reposadas palabras las consultas de los partidarios que le seguían en sus evoluciones con mirada de idólatras. ¡Si hubiera podido resucitar aquella mañana, para ver á su hijo aclamado por toda la ciudad!...

Un ligero rumor semejante al aleteo de dos moscas turbaba el profundo silencio de la casa. El diputado miró al único balcón que estaba entreabierto. Su madre y don Andrés hablaban en el comedor: se ocuparían de él como siempre. Y cual si temiera ser llamado, perdiendo en un instante el bienestar de la soledad, abandonó el patio, saliendo á la calle.

Las dos de la tarde. Casi hacía calor, aunque era el mes de Marzo. Rafael, habituado al viento frío de Madrid y á las lluvias de invierno, aspiraba con placer la tibia brisa que esparcía el perfume de los huertos por las estrechas callejuelas de la ciudad vieja.

Años antes había estado en Italia con motivo de una peregrinación católica: su madre le había confiado á la tutela de un canónigo de Valencia que no quiso volver á España sin visitar á don Carlos, y Rafael recordaba las callejuelas de Venecia, al pasar por las calles de la vieja Alcira, profundas como pozos, sombrías, estrechas, oprimidas por las altas casas, con toda la economía de una ciudad que, edificada sobre una isla, sube sus viviendas conforme aumenta el vecindario y sólo deja á la circulación el terreno preciso.

Las calles estaban solitarias. Se habían ido á los campos los que horas antes las llenaban en ruidosa manifestación. Los desocupados se encerraban en los cafés, frente á los cuales pasaba apresuradamente el diputado, recibiendo al través de las ventanas el vaho ardiente en que zumbaban choques de fichas y bolas de marfil, y las animadas discusiones de los parroquianos.

Rafael llegó al puente del Arrabal, una de las dos salidas de la vieja ciudad edificada sobre la isla. El Júcar peinaba sus aguas fangosas y rojizas en los machones del puente. Unas cuantas canoas balanceábanse amarradas á las casas de la orilla. Rafael reconoció entre ellas la barca que en otro tiempo le servía para sus solitarias excursiones por el río y que olvidada por su dueño iba soltando la blanca capa de pintura.

Después se fijó en el puente; en su puerta ojival, resto de las antiguas fortificaciones; en los pretiles de piedra amarillenta y roída como si por las noches vinieran á devorarla todas las ratas del río, y en los dos casilicios que guardaban unas imágenes mutiladas y cubiertas de polvo.

Era el patrono de Alcira y sus santas hermanas; el adorado San Bernardo, el príncipe Hamete, hijo del rey moro de Carlet, atraído al cristianismo por la mística poesía del culto, ostentando en su frente destrozada el clavo del martirio.

Los recuerdos de su niñez, vigilada por una madre de devoción crédula é intransigente, despertaban en Rafael al pasar ante la imagen. Aquella estatua desfigurada y vulgar era el penate de la población, y la cándida leyenda de la enemistad y la lucha entre San Vicente y San Bernardo, inventada por la religiosidad popular, venía á su memoria.

El elocuente fraile llegaba á Alcira en una de sus correrías de predicador y se detenía en el puente, ante la casa de un veterinario, pidiendo que le herrasen su borriquilla. Al marcharse exigía el herrador el precio de su trabajo, é indignado San Vicente por su costumbre de vivir á costa de los fieles, miraba al Júcar exclamando:

— Algún día dirán así estaba Alsira.

— No mentres Bernat estiga,—contestaba desde su pedestal la imagen de San Bernardo.

Y efectivamente; allí estaba aún la estatua del santo como centinela eterno, vigilando al Júcar para oponerse á la maldición del rencoroso San Vicente. Es verdad que el río crecía y se desbordaba todos los años, llegando hasta los mismos pies de San Bernat, faltando poco para arrastrarle en su corriente; es verdad también que cada cinco ó seis años derribaba casas, asolaba campos, ahogaba personas y cometía otras espantables fechorías, obedeciendo la maldición del patrón de Valencia; pero el de Alcira podía más, y buena prueba era que la ciudad seguía firme y en pie, salvo los consiguientes desperfectos y peligros cada vez que llovía mucho y bajaban las aguas de Cuenca.

Rafael, sonriendo al poderoso santo como á un amigo de su niñez, pasó el puente y entró en el Arrabal, la ciudad nueva, anchurosa y despejada, como si las apretadas casas de la isla, cansadas de la opresión, hubiesen pasado en tropel á la ribera opuesta, esparciéndose con el alborozo y el desorden de colegiales en libertad.

El diputado se detuvo en la entrada de la calle donde estaba el Casino. Hasta él llegaba el rumor de la concurrencia, mayor que otros días, con motivo de su llegada. ¿Qué iba á hacer allí? Hablar de los asuntos del distrito, de la cosecha de la naranja ó de las riñas de gallos; describirles cómo era el jefe del gobierno y el carácter de cada ministro.

Pensó con cierta inquietud en don Andrés, aquel Mentor que por recomendación de su madre, si se despegaba de él alguna vez, era para seguirle de lejos... Pero, ¡bah! que le esperasen en el Casino. Tiempo le quedaba en toda la tarde para abismarse en aquel salón lleno de humo, donde todos al verle se abalanzarían á él, mareándole con sus preguntas y confidencias.

Y embriagado cada vez más por la luz meridional y aquellos perfumes primaverales en pleno invierno, torció por una callejuela, dirigiéndose al campo.

Al salir del antiguo barrio de la Judería y verse en plena campiña, respiró con amplitud, como si quisiera encerrar en sus pulmones toda la vida, la frescura y los colores de su tierra.

Los huertos de naranjos extendían sus rectas filas de copas verdes y redondas en ambas riberas del río; brillaba el sol en las barnizadas hojas; sonaban como zumbidos de lejanos insectos los engranajes de las máquinas del riego la humedad de las acequias, unida á las tenues nubecillas de las chimeneas de los motores, formaba en el espacio una neblina sutilísima que transparentaba la dorada luz de la tarde con reflejos de nácar.

A un lado alzábase la colina de San Salvador con su ermita en la cumbre, rodeada de pinos, cipreses y chumberas. El tosco monumento de la piedad popular, parecía hablarle como un amigo indiscreto, revelando el motivo que le hacía abandonar á los partidarios y desobedecer á su madre.

Era algo más que la belleza del campo lo que le atraía fuera de la ciudad. Cuando los rayos de sol naciente le despertaron por la mañana en el vagón, lo primero que vió, antes de abrir los ojos, fué un huerto de naranjos, la orilla del Júcar y una casa pintada de azul, la misma que asomaba ahora, á lo lejos, entre las redondas copas de follaje, allá en la ribera del río.

¡Cuántas veces la había visto en los últimos meses con los ojos de la imaginación!...

Muchas tardes en el Congreso, oyendo al jefe que desde el banco azul contestaba con voz incisiva á los cargos de las oposiciones, su cerebro, como abrumado por el incesante martilleo de palabras, comenzaba á dormirse. Ante sus ojos entornados desarrollábase una neblina parda, como si se espesara la penumbra húmeda de bodega en que está siempre el salón de sesiones; y sobre este telón destacábanse como visión cinematográfica las filas de naranjos, la casa azul con sus ventanas abiertas, y por una de ellas salía un chorro de notas, una voz velada y dulcísima cantando lieders y romanzas que servían de acompañamiento á los duros y sonoros párrafos del jefe del gobierno. De repente, Rafael despertaba con los aplausos y el barullo. Había llegado el momento de votar, y el diputado, viendo todavía los últimos contornos de la casa azul que se desvanecían, preguntaba á su vecino de banco:

— ¿Qué votamos? ¿Sí ó no?

La misma visión se le presentaba por las en pleno invierno, torció por una callejuela, dirigiéndose al campo.

Al salir del antiguo barrio de la Judería y verse en plena campiña, respiró con amplitud, como si quisiera encerrar en sus pulmones toda la vida, la frescura y los colores de su tierra.

Los huertos de naranjos extendían sus rectas filas de copas verdes y redondas en ambas riberas del río; brillaba el sol en las barnizadas hojas; sonaban como zumbidos de lejanos insectos los engranajes de las máquinas del riego la humedad de las acequias, unida á las tenues nubecillas de las chimeneas de los motores, formaba en el espacio una neblina sutilísima que transparentaba la dorada luz de la tarde con reflejos de nácar.

A un lado alzábase la colina de San Salvador con su ermita en la cumbre, rodeada de pinos, cipreses y chumberas. El tosco monumento de la piedad popular, parecía hablarle como un amigo indiscreto, revelando el motivo que le hacía abandonar á los partidarios y desobedecer á su madre.

Era algo más que la belleza del campo lo que le atraía fuera de la ciudad. Cuando los rayos de sol naciente le despertaron por la mañana en el vagón, lo primero que vió, antes de abrir los ojos, fué un huerto de naranjos, la orilla del Júcar y una casa pintada de azul, la misma que asomaba ahora, á lo lejos, entre las redondas copas de follaje, allá en la ribera del río.

¡Cuántas veces la había visto en los últimos meses con los ojos de la imaginación!...

Muchas tardes en el Congreso, oyendo al jefe que desde el banco azul contestaba con voz incisiva á los cargos de las oposiciones, su cerebro, como abrumado por el incesante martilleo de palabras, comenzaba á dormirse. Ante sus ojos entornados desarrollábase una neblina parda, como si se espesara la penumbra húmeda de bodega en que está siempre el salón de sesiones; y sobre este telón dest acábanse como visión cinematográfica las filas de naranjos, la casa azul con sus ventanas abiertas, y por una de ellas salía un chorro de notas, una voz velada y dulcísima cantando lieders y romanzas que servían de acompañamiento á los duros y sonoros párrafos del jefe del gobierno. De repente, Rafael despertaba con los aplausos y el barullo. Había llegado el momento de votar, y el diputado, viendo todavía los últimos contornos de la casa azul que se desvanecían, preguntaba á su vecino de banco:

— ¿Qué votamos? ¿Sí ó no?

La misma visión se le presentaba por las noches en el teatro Real, allí donde la música sólo servía para hacerle recordar la voz del huerto extendiéndose por entre los naranjos como un hilo de oro, y en las comidas con los compañeros de comisión, cuando con el veguero en los labios y retozándoles la alegría voluptuosa de una digestión feliz, iban todos á acabar la noche en alguna casa de confianza, donde no corriera peligro su dignidad de representantes del país.

Ahora volvía á ver con intensa emoción aquella casa y marchaba hacia ella, no sin vacilaciones; con cierto temor que no podía explicarse y que agitaba su diafragma, oprimiéndole los pulmones.

Pasaban los hortelanos junto al diputado, cediéndole el borde del camino, y él contestaba distraídamente á su saludo.

Todos ellos se encargarían de contar dónde le habían visto. No tardaría su madre en saberlo. Por la noche, tempestad en el comedor de su casa.

Y Rafael, siempre caminando hacia la casa azul, pensaba con amargura en su situación. ¿A qué iba allá? ¿Por qué empeñarse en complicar su vida con dificultades que no podía vencer? Recordaba las dos ó tres escenas cortas, pero violentas, que meses antes había tenido con su madre. El furor autoritario de aquella señora tan devota y rígida de costumbres, al enterarse de que su hijo visitaba la casa azul y era amigo de una extranjera á la que no trataban las personas decentes de la ciudad y de la que sólo hablaban bien los hombres en el Casino cuando se veían libres de la protesta de sus familias.

Fueron escenas borrascosísimas. Por aquellos días le iban á elegir diputado. ¿Es que quería deshonrar el nombre de la familia comprometiendo su porvenir político? ¿Para eso había arrostrado su padre una vida de luchas, de servicios al partido, realizados muchas veces escopeta en mano? ¿Una perdida podía comprometer la casa de los Brull, arruinada por treinta años de política y de elecciones para los señores de Madrid, ahora que su representante iba á tocar el resultado de tanto sacrificio, consiguiendo la diputación y tal vez el medio de salvar las antiguas fincas, abrumadas por el peso de embargos é hipotecas?...

Rafael, anonadado por aquella madre enérgica que era el alma del partido, prometió no volver más á la casa azul, no ver á la perdida, como la llamaba doña Bernarda, con una entonación que hacía silbar la palabra.

Pero de entonces databa el convencimiento de su debilidad. A pesar de su promesa, volvió. Iba por caminos extraviados, dando grandes rodeos, ocultándose como cuando de niño marchaba con los camaradas á comer fruta en los huertos. El encuentro con una hortelana, con un chicuelo ó con un mendigo, le hacía temblar, á él, cuyo nombre repetía todo el distrito, y que de un momento á otro iba á conseguir la investidura popular, el eterno ensueño de su padre. Y al presentarse en la casa azul tenía que fingir que llegaba por un acto libre de su voluntad, sin miedo alguno. Así, sin que lo supiera su madre, siguió viendo á aquella mujer hasta la víspera de su salida para Madrid.

Al llegar Rafael á este punto de sus recuerdos, preguntábase qué esperanza le movía á desobedecer á su madre, arrostrando su temible indignación.

En aquella casa sólo había encontrado una amistad franca y despreocupada, un compañerismo algo irónico, como de persona obligada por la soledad á escoger entre los inferiores el camarada menos repulsivo. ¡Ay! cómo veía aún las risas escépticas y frías con que eran acogidas sus palabras, que él creía de ardorosa pasión! ¡Qué carcajada aquella, insolente y brutal como un latigazo, el día en que se atrevió á decir que estaba enamorado!

— Nada de romanticismos, ¿eh, Rafaelito?... Si quiere usted que sigamos amigos, sea con la condición de que me trate como á un hombre. Camaradas y nada más.

Y mirándole con sus ojos verdes, luminosos, diabólicos, se sentaba al piano y comenzaba uno de aquellos cantos ideales, como si quisiera con la magia del arte levantar una barrera entre los dos.

Otro día estaba nerviosa; la molestaban las miradas de Rafael, sus palabras de amorosa adoración y le dijo con brutal franqueza:

— No se canse usted. Yo ya no puedo amar: conozco mucho á los hombres. Pero si alguno me hiciese volver al amor, no sería usted, Rafaelito.

Y él allí; insensible á los arañazos y desprecios de aquel terrible amigo con faldas; indiferente ante los conflictos que la ciega pasión podía provocar en su casa.

Quería librarse del deseo y no podía. Para arrancarse de tal atracción pensaba en el pasado de aquella mujer: se decía que á pesar de su belleza, de su aire aristocrático, de la cultura con que le deslumbraba á él, pobre provinciano, no era más que una aventurera que había corrido medio mundo, pasando de brazo en brazo. Resultaba una gran cosa el conseguirla; hacerla su amante; sentirse en el contacto carnal camarada de príncipes y célebres artistas; pero ya que era imposible, ¿á qué insistir comprometiéndose y quebrantando la tranquilidad de su casa?

Para olvidarla rebuscaba el recuerdo de palabras y actitudes, queriendo convertirlas en defectos. Saboreaba el goce del deber cumplido, cuando tras esta gimnasia de su voluntad pensaba en ella sin sentir el deseo de poseerla; una satisfacción de eunuco que contempla frío é indiferente, como pedazos de carne muerta, las desnudas bellezas tendidas á sus pies.

Al principio de su vida en Madrid se creyó curado. Su nueva existencia, las continuas y pequeñas satisfacciones del amor propio, el saludo de los ujieres del Congreso, la admiración de los que venían de allá y le pedían una papeleta para las tribunas; el verse tratado como compañero por aquellos señores, de muchos de los cuales hablaba su padre con el mismo respeto que si fuesen semidioses; el oirse llamar señoria, él, á quien Alcira entera tuteaba con afectuosa familiaridad, y rozarse en los bancos de la mayoría conservadora con un batallón de duques, condes ó marqueses, jóvenes que eran diputados como complemento de la distinción que da una querida guapa y un buen caballo de carreras, todo esto le embriagaba, le aturdía, haciéndole olvidar, creyéndose completamente curado.

Pero al familiarizarse con su nueva vida, al perder el encanto de la novedad estos halagos del amor propio, volvían los tenaces recuerdos á emerger en su memoria. Y por la noche, cuando el sueño aflojaba su voluntad en dolorosa tensión, la casa azul, los ojos verdes y diabólicos de su dueña, y la boca fresca, grande y carnosa con su sonrisa irónica que parecía temblar entre los dientes blancos y luminosos, eran el centro inevitable de todos sus ensueños.

¿Para qué resistir más? Podía pensar en ella cuanto quisiera: esto no lo sabría su madre. Y se entregó á unos amores de imaginación, en los cuales la distancia hermoseaba aún más á aquella mujer.

Sintió el deseo vehemente de volver á su ciudad. La ausencia y la distancia parecían allanar los obstáculos. Su madre no era tan temible como él creía. ¡Quién sabe si al volver allá,—ahora que él mismo se creía cambiado por su nueva vida,—le sería fácil continuar aquellas relaciones y preparada ella por el aislamiento y la soledad le recibiría mejor!

Las Cortes iban á cerrarse, y obedeciendo las continuas indicaciones de los partidarios y de doña Bernarda que le pedían hiciese algo— fuese lo que fuese—algo beneficioso para la ciudad, una tarde, á primera hora, cuando en el salón de sesiones no había más gente que el presidente, los maceros y unos cuantos periodistas dormidos en la tribuna, se levantó con el almuerzo subido á la garganta por la emoción, para pedir al ministro de Fomento más actividad en el expediente de las obras de defensa de Alcira contra las invasiones del río; un mamotreto que contaba unos sesenta años de vida y aun estaba en la niñez.

Después de esto ya podía volver con la aureola de diputado práctico, «celoso defensor de nuestros intereses materiales», como le titulaba el semanario de la localidad, órgano del partido. Y aquella mañana, al bajar del tren, entre los apretones de la muchedumbre, el diputado, sordo á la Marcha Real y á los vivas, se levantaba sobre las puntas de los pies, buscando ver á lo lejos, entre las banderas, la casa azul con sus masas de naranjos.

Al llegar á ella por la tarde la emoción erizaba su epidermis y oprimía su estómago. Pensó por última vez en su madre, amante de su prestigio y temerosa de las murmuraciones de los enemigos; en aquellos demagogos que por la mañana se asomaban á la puerta de los cafés burlándose de la manifestación; pero todos sus escrúpulos se desvanecieron al ver la cerca de altas adelfas y punzantes espinos, las dos pilastras azules en que se apoyaba la verja de verdes barrotes, y empujando esta entró en el huerto.

Los naranjos extendíanse en filas, formando calles de roja tierra, anchas y rectas como las de una ciudad moderna tirada á cordel, en la que las casas fuesen cúpulas de un verde obscuro y lustroso. A ambos lados de la avenida que conducía á la casa, extendían y entrelazaban los altos rosales sus espinosas ramas. Comenzaban á brotar en ellas los primeros botones anunciando la primavera.

Entre el rumor de la brisa agitando los árboles y el parloteo de los gorriones que saltaban en torno de los troncos, Rafael percibió una música lejana, el sonido de un piano apenas rozado con los dedos, y una voz velada, tímida, como si cantase para sí misma.

Era ella. Rafael conocía la música; un lieder de Schubert, el favorito de aquella época; un maestro que «aún tenía lo mejor por descolgar», según decía la artista en el argot aprendido de los grandes músicos, aludiendo á que sólo se habían popularizado las obras más vulgares del melancólico compositor.

El joven avanzaba lentamente, con miedo, como si temiera que el ruido de sus pasos cortase aquella melodía que parecía mecer amorosamente el huerto, dormido bajo la luz de oro de la tarde.

Llegó á la plazoleta, frente á la casa, y vió de nuevo sus palmeras rumorosas, los bancos de mampostería con asiento y respaldo de floreados azulejos. Allí había reído ella muchas veces escuchándole.

La puerta estaba cerrada. Al través de un balcón entreabierto veíase un pedazo de seda azul ligeramente curvado: la espalda de una mujer.

Los pasos de Rafael hicieron ladrar un perro en el fondo del huerto; huyeron cacareando las gallinas que picoteaban en un extremo de la plazoleta y cesó la música, oyéndose el arrastrar de una silla como si alguien se pusiera en pie.

Apareció en el balcón una amplia bata de color celeste. Lo único que vió Rafael fueron los ojos, el relámpago verde que parecía llenar de luz todo el hueco del balcón.

— ¡Beppa! ¡Beppina!—gritó una voz firme, sonora y caliente de soprano.—Apri la porta.

E inclinando su cabeza rubia obscura, cargada de gruesas trenzas, como un casco de oro antiguo, dijo sonriendo con confianza amistosa y burlona:

— Bien venido, Rafaelito. No se por qué le esperaba esta tarde. Ya nos hemos enterado de sus triunfos: hasta este desierto llegaron la música y los vivas. Mi enhorabuena, señor diputado. Pase adelante su señoría.

________

II

Desde Valencia hasta Játiva, en toda la inmensa extensión cubierta de arrozales y naranjos que la gente valenciana encierra bajo el vago título de la Ribera, no había quien ignorase el nombre de Brull y la fuerza política que significaba.

Como si no se hubiera realizado la unidad nacional, y el país siguiera dividido en taifas ó waliatos como cuando existía un rey moro en Carlet, otro en Denia y otro en Játiva, el régimen de elecciones mantenía una especie de señorío inviolable en cada distrito, y al recorrer en el gobierno de la provincia el mapa político, siempre que se fijaban en Alcira, decían lo mismo:

— Ahí estamos seguros. Contamos con Brull.

Era una dinastía que venía reinando treinta años sobre el distrito, cada vez con mayor fuerza.

El fundador de la casa soberana había sido el abuelo de Rafael, el ladino D. Jaime, que había amasado la fortuna de la familia con cincuenta años de lenta explotación de la ignorancia y la miseria. Comenzó de escribiente en el ayuntamiento; después había sido secretario del juzgado municipal, pasante del notario y ayudante en el Registro de la propiedad. No quedó empleo menudo de los que ponen en contacto á la ley con el pobre que él no monopolizase, y de este modo, vendiendo la justicia como favor y valiéndose de la arbitrariedad ó la astucia para dominar al rebelde, fué haciendo camino y apropiándose pedazos de aquel suelo riquísimo que adoraba con ansias de avaro.

Charlatán solemne que á cada momento hablaba del artículo tantos de la ley aplicable al caso, los pobres hortelanos tenían tanta fe en su sabiduría como miedo á su mala intención y acudían á solicitar su consejo en todos los conflictos, pagándole como á un abogado.

Cuando hizo una pequeña fortuna, continuó en las modestas funciones para conservar en su persona ese respeto supersticioso que infunde á los labriegos todo el que está en buenas relaciones con la ley; pero en vez de ser un pedigüeño, solicitante eterno del ochavo de los pobres, se dedicó á sacarlos de apuros, prestándoles dinero con la garantía de las futuras cosechas.

Dar dinero á préstamo le parecía una mezquindad. Los apuros de los labradores eran cuando moría el caballo y había que comprar otro. Por esto D. Jaime se dedicó á vender á los hortelanos, bestias de labor más ó menos defectuosas que le proporcionaban unos gitanos de Valencia y que él colocaba con tantos elogios cual si se tratase del caballo del Cid. Nada de venta á plazos. Dinero al contado; los caballos no eran de él—según afirmaba con la mano puesta en el pecho—y sus dueños querían cobrarlos en seguida. Lo único que podía hacer, obedeciendo á su gran corazón, débil ante la miseria, era buscar dinero para la compra, pidiéndolo á cualquier amigo.

Caía en la trampa el infeliz labriego impulsado por la necesidad y se llevaba el caballo después de firmar con toda clase de garantías y responsabilidades el préstamo de una cantidad que no había visto, pues el don Jaime, representante de un ser oculto que facilitaba el dinero, la entregaba al mismo don Jaime, representante del dueño del caballo. Total: que el rústico adquiría una bestia sin regateo por el duplo de su valor, habiendo además tomado á préstamo una cantidad con crecido interés. En cada negocio de estos, don Jaime doblaba el capital. Después venían inevitablemente los apuros de la víctima; los intereses amontonándose; las nuevas concesiones, más ruinosas todavía, para amansar á D. Jaime y que diese un mes de respiro.

Todos los miércoles, día de mercado en Alcira y de gran aglomeración de hortelanos, la calle donde vivía D. Jaime era un jubileo. Se presentaban á pedir prórrogas, entregando algunas pesetas como donativo gracioso que no influía en la rebaja del débito; solicitaban otros un préstamo humildemente, con timidez, como si vinieran á robar al avariento rábula; y lo extraño del caso era que, según notaban los vecinos, toda aquella gente, después de dejar allí cuanto tenía, marchaba contenta, con rostro de satisfacción, como si acabara de librarse de un peligro.

Esta era la principal habilidad de D. Jaime. La usura sabía presentarla como un favor; hablaba siempre en nombre de los otros, de los ocultos dueños del dinero y los caballos, hombres sin entrañas que le apretaban á él haciéndolo responsable de las faltas de los deudores. Aquellos disgustos los merecía por tener buen corazón, por meterse á hacer favores, y tal convicción sabía infundir á sus víctimas el demonio del hombre, que cuando llegaba el embargo y la apropiación del campo ó de la casita, aún decían con resignación muchos de los despojados:

— El no tiene la culpa. ¿Qué había de hacer el pobre si le obligaban? Son los otros; los otros que se chupan la sangre del pobre.

Y de este modo, tranquilamente, el pobre D. Jaime adquiría un campo aquí, luego un campo más allá, después un tercero que unía á los dos, y á la vuelta de pocos años formaban un hermoso huerto de naranjos, adquirido con más trampas y malas artes que dinero efectivo. Así iba agrandando sus propiedades y siempre risueño, las gafas sobre la frente y el estómago cada vez más voluminoso, se le veía entre sus víctimas, tuteándolas con fraternal cariño, dándolas palmaditas en la espalda cuando llegaban con nuevas peticiones y jurando que le haría morir en la calle como un perro aquella manía de hacer favores.

Así fué prosperando, sin que las burlas de la gente de la ciudad le hicieran perder la confianza de aquel rebaño de rústicos que le temían como á la Ley y creían en él como en la Providencia.

Un préstamo á un mayorazgo derrochador le hizo dueño del caserón señorial que desde entonces pasó á ser de la familia Brull. Comenzó á frecuentar el trato de los grandes propietarios de la ciudad, que aunque despreciándole, le abrieron un hueco entre ellos con esa instintiva solidaridad de la masonería del dinero. Para adquirir mayores respetos, se hizo devoto de San Bernardo, pagó fiestas de iglesia y estuvo siempre al lado del alcalde, fuese quien fuese. Para él no hubo ya en Alcira otras personas que las que al llegar la cosecha recogían miles de duros; los demás eran la canalla.

Por entonces, emancipado de los bajos oficios que había desempeñado y dejando los negocios de usura en manos de los que antes le servían de intermediarios, comenzó á preocuparse del casamiento de su hijo Ramón. Era su único heredero, una mala cabeza que alteraba con sus genialidades el bienestar tranquilo que rodeaba al viejo Brull descansando de sus rapiñas.

El padre sentía una satisfacción animal al verle grande, fuerte, atrevido é insolente, haciéndose respetar en cafés y casinos, más aun por sus puños que por la especial inmunidad que da el dinero en las pequeñas poblaciones. ¡Cualquiera se atrevería á burlarse del viejo usurero teniendo á su lado tal hijo!

Quería ser militar, pero su padre se indignaba cada vez que el muchacho hacía referencia á lo que llamaba su vocación. ¿Para eso había trabajado él haciéndose rico? Recordaba la época en que, pobre escribiente, tenía que halagar á sus superiores y escuchar sus reprimendas humildemente con el espinazo doblado. No quería que á su único hijo lo llevasen de aquí para allá como una máquina.

— ¡Mucho dorado!—exclamaba con el desprecio del que no se siente atraído por las exterioridades,—¡mucho galón! pero al fin un esclavo.

Quería á su hijo libre y poderoso, continuando la conquista de la ciudad, completando la grandeza de la familia iniciada por él, apoderándose de las personas, como él se había apoderado del dinero.

Sería abogado; la carrera de los hombres que gobiernan. Era un vehemente deseo de antiguo rábula; ver á su vástago entrando con la frente alta en el vedado de la ley, donde él se había introducido siempre cautelosamente, expuesto en muchas ocasiones á salir arrastrado con una cadena al pie.

Ramón pasó algunos años en Valencia sin que pudiera saltar más allá de los prolegómenos del Derecho, por la maldita razón de que las clases eran por la mañana y él tenía que acostarse al amanecer, hora en que se apagaban los reverberos que enfocaban su luz sobre la mesa verde. Además tenía en su cuarto de la casa de huéspedes una magnífica escopeta, regalo de su padre, y la nostalgia de los huertos le hacía pasar muchas tardes en el tiro del palomo, donde era más conocido que en la Universidad.

Aquel hermoso ejemplar de belleza varonil, grande, musculoso, bronceado, con unos ojos imperiosos, endurecidos por pobladas cejas, había sido creado para la acción, para la actividad; era incapaz de enfocar su inteligencia en el estudio.

El viejo Brull, por avaricia y por prudencia, tenía á su hijo á media ración—como el decía—sólo le enviaba el dinero justo para vivir; pero víctima á su vez de aquellas malas artes con las que en otro tiempo explotaba á los labriegos, había de hacer frecuentes viajes á Valencia, buscando arreglos con ciertos usureros que hacían préstamos al hijo en tales condiciones, que la insolvencia podía conducirle á la cárcel.

Hasta Alcira llegaba el rumor de otras hazañas del príncipe, como le llamaba don Jaime al ver la despreocupación con que gastaba el dinero. En las tertulias de familias amigas se hablaba con escándalo de las calaveradas de Ramón; de una riña por cuestión de juego á la salida de un casino; de un padre y un hermano, gente ordinaria, de blusa, que juraban matarle si no se casaba con cierta muchacha á la que acompañaba de día al taller y de noche al baile.

El viejo Brull no quiso tolerar por más tiempo las calaveradas de su hijo y le hizo abandonar los estudios. No sería abogado: al fin no era necesario un título para ser personaje. Además, se sentía achacoso; le era difícil vigilar en persona los trabajos en sus huertos, y necesitaba la ayuda de aquel hijo que parecía nacido para imponer su autoridad á cuantos le rodeaban.

Hacía tiempo que había fijado su atención en la hija de un amigo suyo. En la casa se notaba la falta de una mujer. Su esposa había muerto poco después de retirarse él de los negocios, y el viejo Brull se indignaba ante el descuido y falta de interés de las criadas. Casaría á su Ramón con Bernarda, una muchacha fea, malhumorada, cetrina y enjuta de carnes, que heredaría de sus padres tres hermosos huertos. Además, llamaba la atención por lo hacendosa y económica, con una parsimonia en sus gustos que rayaba en tacañería.

Ramón obedeció á su padre. Educado en los prejuicios de la riqueza rural creía que una persona decente no podía oponerse á la unión con una hembra fea y arisca, siempre que tuviese fortuna.

El suegro y la nuera se entendían perfectamente. Enternecíase el viejo viendo á aquella mujer seria y de pocas palabras indignarse por el más leve despilfarro de las criadas, gritar á los colonos cuando notaba el menor descuido en los huertos y discutir y pelearse con los compradores de naranja por un céntimo de más ó menos en la arroba. Aquella nueva hija era el consuelo de su vejez.

Mientras tanto el príncipe cazaba por la mañana en los montes cercanos, ó se pasaba la tarde en el café; pero ya no le satisfacía el aplauso de los que se agrupaban en torno de la mesa de billar, ni visitaba la partida del piso superior. Buscaba la tertulia de las personas serias, era amigo del alcalde y hablaba de la necesidad de que todas las personas pudientes estuviesen unidas para meter en un puño á la pillería.

— Ya le pica la ambición,—decía el viejo alegremente á su nuera.—Déjale, mujer; él se abrirá paso... Así le quiero ver.

Comenzó por entrar en el ayuntamiento y pronto adquirió notoriedad. La menor objeción en el consistorio era para él una ofensa personal; terminaba las discusiones en la calle con amenazas y golpes; su mayor gloria era que los enemigos se dijeran:

— Cuidado con Ramón... Mirad que ese es muy bruto.

Y junto con su acometividad, mostraba para captarse amigos, una esplendidez que era el tormento de su padre. Hacía favores, mantenía á todos los que por su repulsión al trabajo y su mala cabeza eran temibles; daba dinero á los que servían de heraldos de su naciente fama en tabernas y cafés.

Su ascensión fué rápida. Los viejos que le protegían y guiaban, se vieron postergados. Al poco tiempo fué alcalde; su influencia, encontrando estrecha la ciudad, se esparció por todo el distrito y encontró firmes apoyos en la capital de la provincia. Libraba del servicio militar á mozos sanos y fuertes; cubría las trampas de los ayuntamientos que le eran adictos, aunque merecieran ir á presidio; lograba que la guardia civil no persiguiera con mucho encono á los roders que, por un escopetazo certero en tiempo de elecciones, iban fugitivos por los montes; y en todo el contorno nadie se movía sin la voluntad de D. Ramón, al que los suyos llamaban con respeto el quefe.

Su padre murió viéndole en el apogeo de su gloria. Aquella mala cabeza realizaba su sueño; la conquista de la ciudad, el dominio de los hombres completando el acaparamiento del dinero. Y también antes de morir vió perpetuada la dinastía de los Brull con el nacimiento de su nieto Rafael, producto de los encuentros conyugales instintivos é insípidos de un matrimonio al que sólo unían la costumbre y el deseo de dominación.

El viejo Brull murió como un santo. Salió de la vida ayudado por todos los últimos sacramentos; no quedó clérigo en la ciudad que no empujase su alma camino del cielo, con nubes de incensario en los solemnes funerales, y aunque los pillos, los rebeldes á la influencia del hijo recordaban aquellos días de mercado en los cuales el rebaño de los huertos venía á dejarse esquilar en su despacho de rábula, toda la gente sensata que tenía que perder, lloró la muerte del hombre digno y laborioso que, salido de la nada, había sabido crearse una fortuna con su trabajo.

En el padre de Rafael aun quedaba mucho de aquel estudiantón que tanto había dado que hablar. Sus gustos de libertino rústico le hacían perseguirálas hortelanas, á las muchachuelas que empapelaban la naranja en los almacenes de exportación. Pero tales devaneos quedaban en el secreto; el miedo al quefe ahogaba la murmuración, y como además costaban poco dinero, doña Bernarda no se daba por enterada.

No amaba á su marido: tenía el egoísmo de la señora campesina que considera cumplidos todos sus deberes con ser fiel al esposo y ahorrar dinero.

Por una anomalía notable, ella, tan avara, tan guardadora, capaz de palabrotas de plazuela cuando había que defender el dinero de la casa, disputando con jornaleros ó con los compradores de la cosecha, era tolerante con los despilfarres del esposo para mantener su soberanía sobre el distrito.

Cada elección abría una brecha en la fortuna de la casa. Don Ramón recibía el encargo de sacar triunfante á tal señor desconocido, que apenas si pasaba un par de días en el distrito. Era la voluntad de los que gobernaban allá en Madrid. Había que quedar bien, y en todos los pueblos volteaban corderos enteros sobre las hogueras; corrían á espita rota los toneles de las tabernas; se distribuían puñados de pesetas entre los más rehacios ó se perdonaban deudas, todo por cuenta de D. Ramón; y su mujer, que vestía hábito para gastar menos y guisaba la comida con tal estrechez que apenas si dejaba algo para los criados, era la más generosa al llegar la lucha, y poseída de fiebre belicosa, ayudaba á su marido á echar la casa por la ventana.

Era esto un cálculo de su avaricia. El dinero esparcido locamente, era un préstamo que cobraría con creces en un día determinado. Y acariciaba con sus ojos penetrantes al pequeñín moreno é inquieto que tenía sobre sus rodillas, viendo en él al privilegiado que recogería el resultado de todos los sacrificios de la familia.

Se había refugiado en la devoción como un oasis fresco y agradable en medio de su vida monótona y vulgar, y experimentaba una sensación de orgullo cuando algún sacerdote amigo la decía á la puerta de la iglesia:

— Cuide usted mucho de D. Ramón. Gracias á él la ola de la demagogia se detiene ante el templo y los malos principios no triunfan en el distrito. El es quien tiene en un puño á los impíos.

Y cuando tras una declaración como esta que halagaba su amor propio, dándole cierta tranquilidad para después de la muerte, pasaba por las calles de Alcira con su hábito modesto y su mantilla, no muy limpia, saludada con afecto por los vecinos más importantes, le perdonaba á su Ramón todos los devaneos de que tenía noticias y daba por bien empleados los sacrificios de fortuna.

¡Si no fuera por ellos, qué ocurriría en el distrito!... Triunfarían los descamisados, aquellos menestrales que leían los papeles de Valencia y predicaban la igualdad. Tal vez se repartirían los huertos y querrían que el producto de las cosechas, inmensa pila de miles de duros que dejaban ingleses y franceses, fuese para todos. Pero para evitar tal cataclismo, allí estaba su Ramón, el azote de los malos, el campeón de la buena causa, que la sacaba adelante dirigiendo las elecciones escopeta en mano, y así como sabía enviar á presidio á los que le molestaban con su rebeldía, lograba conservar en la calle á los que con varias muertes en su historia se prestaban á servir al gobierno sostenedor del orden y los buenos principios.

Bajaba la fortuna de la casa de Brull, pero aumentaba su prestigio. Las talegas recogidas por el viejo á costa de tantas picardías, se desparramaban por el distrito sin que bastasen á reemplazar su hueco algunas distracciones de fondos municipales. Don Ramón contemplaba impávido aquel derroche, satisfecho de que hablasen de su generosidad tanto como de su poder.

Todo el distrito miraba como una bandera sagrada aquel corpachón bronceado, musculoso, que arbolaba en su parte superior unos enormes mostachos en los cuales comenzaban á brillar muchas canas.

— Don Ramón: debía usted quitarse esos bigotes—le decían los curas amigos con acento de cariñoso reproche.—Parece usted el propio Víctor Manuel, el carcelero del Papa.

Pero aunque D. Ramón era un ferviente catolico (que casi nunca iba á misa) y odiaba á los impíos verdugos del Santo Padre, sonreía acariciándose los mostachos, muy satisfecho en el fondo de tener alguna semejanza con un rey.

El patio de la casa era el solio de su soberanía. Sus partidarios le encontraban paseando de un extremo á otro, por entre los verdes cajones de los plátanos, con las manos cruzadas en la espalda anchurosa, fuerte y algo encorvada por la edad; una espalda majestuosa, capaz de sostener á todos sus amigos.

Allí administraba justicia, decidía la suerte de las familias, arreglaba la vida de los pueblos; todo con pocas y enérgicas palabras, como un rey moro de los que en aquella misma tierra gobernaban siglos antes á sus súbditos á cielo descubierto. En los días de mercado se llenaba el patio. Deteníanse los carros ante la puerta, todas las rejas de la calle tenían cabalgaduras atadas á sus hierros, y dentro de la casa sonaba el zumbido de la rústica aglomeración.

Don Ramón les escuchaba á todos, grave, cejijunto, con la cabeza inclinada, teniendo á su lado al pequeño Rafael, apoyándose en él con un ademán copiado de los cromos, donde él había visto á ciertos reyes acariciando al príncipe heredero.

Las tardes de sesión en el ayuntamiento, el cacique no podía abandonar su patio. En la casa municipal no se movía una silla sin su permiso, pero le gustaba permanecer invisible como Dios, haciendo sentir su voluntad oculta.

Toda la tarde se pasaba en un continuo ir y venir de concejales desde la casa del pueblo al patio de D. Ramon.

Los escasos enemigos que tenía en el municipio, gente de oficio —como decía doña Bernarda—devoradora de papeles contrarios al rey y la religión, atacaban al cacique, censuraban sus actos, y todo el rebaño de don Ramón se estremecía de cólera é impotencia. ¡Había que contestar! A ver: uno que fuese á consultar al quefe.

Y salía un regidor corriendo como un galgo, y al llegar á la casa señorial echando los bofes, sonreía y suspiraba con satisfacción viendo que el quefe estaba allí, paseando como siempre por su patio, dispuesto á sacarles del apuro como inagotable Providencia.«Fulano había dicho esto y lo otro». Deteníase en sus paseos D. Ramón, meditaba un rato y acababa diciendo con fosca voz de oráculo:«Bueno; pues contestadle aquello y lo de más allá». El partidario salía desbocado como un caballo de carreras; todos sus compañeros se agrupaban ansiosos para conocer la sabia opinión y se establecía un pugilato entre ellos, queriendo cada uno ser el encargado de anonadar al enemigo con las santas palabras, hablando todos á la vez como pájaros que de repente ven la luz y rompen á cantar desaforadamente.

Si el enemigo replicaba, otra vez la estupefacción y el silencio; nueva corrida en busca de la consulta, y así transcurrían las sesiones con gran regocijo del barbero Cupido—la peor lengua de la ciudad—el cual, siempre que se reunía el municipio, decía á los parroquianos:

— Hoy es día de fiesta: corrida de concejales en pelo.

Cuando las exigencias del partido le hacían abandonar la ciudad, era su esposa, la enérgica doña Bernarda, la que atendía las consultas, dando respuestas, en concepto del partido, tan acertadas y sabias como las del quefe.

Esta colaboración en el sostenimiento de la autoridad de la familia era lo único que unía á los esposos. Aquella mujer, falta de ternura, que jamás había experimentado la menor emoción en su roce conyugal y se prestaba al amor con la pasividad de una fiera amansada y fría, enrojecía de emoción cada vez que el jefe admitía como buenas sus ideas. ¡Si ella dirigiera el partido!... Ya se lo decía muchas veces D. Andrés, el amigo íntimo de su esposo, uno de esos hombres que nacen para ser segundos en todas partes, y fiel á la familia hasta el sacrificio, formaba con los dos esposos la santa trinidad de la religión de los Brull esparcida por todo el distrito.

Allí donde D. Ramón no podía ir, se presentaba D. Andrés, como si fuese la propia persona del jefe. En los pueblos le respetaban como vicario supremo de aquel dios que tronaba en el patio de los plátanos, y los que no se atrevían á aproximarse á éste con sus súplicas, buscaban á aquel solterón de carácter alegre y familiar que siempre tenía una sonrisa en su cara tostada cubierta de arrugas y un cuento bajo su bigote recio tostado por el cigarro.

No tenía parientes y pasaba casi todo el día en la casa de Brull. Era como un mueble que interceptaba el paso en las habitaciones, y acostumbrados todos á él, resultaba indispensable para la familia. Don Ramón le había conocido en su juventud de modesto empleado en el ayuntamiento, y le enganchó bajo su bandera, haciéndolo al poco tiempo su jefe de estado mayor. Según él no había en el mundo persona de más mala intención y con más memoria para recordar nombres y caras. Brull era el caudillo que dirigía las batallas; el otro ordenaba los movimientos y remataba á los enemigos cuando estaban divididos y deshechos. D. Ramón era dado á arreglarlo todo con la violencia, y á la menor contrariedad hablaba de echar mano á la escopeta. De seguir sus impulsos, la gente de acción del partido hubiera hecho cada día una muerte. D. Andrés hablaba con seráfica sonrisa de enredarle las patas al alcalde ó al elector influyente que se mostraba rebelde y arrojaba un chaparrón de papel sellado sobre el distrito, promoviendo procesos complicados que no terminaban nunca.

Despachaba la correspondencia del jefe; tomaba parte en los juegos de Rafael, acompañándole á pasear por los huertos, y cerca de doña Bernarda, desempeñaba las funciones de consejero de confianza.

Aquella mujer arisca y severa, únicamente se mostraba expansiva y confiada con D. Andrés. Cuando éste la llamaba su ama ó la señora maestra,