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Mario Aguirre, el padre de Paula, lleva desaparecido unos días. Por más que su hija trata de localizarlo, no logra dar con su paradero y por ello busca la ayuda de Javier Muñoz, inspector de policía. Diez años atrás, Javier y Paula mantuvieron una relación que nunca ha acabado del todo. De vez en cuando sellan treguas que duran solo unos días, y de las que los dos salen siempre heridos. Paula sabe que estar cerca de Javier no es lo más sensato, porque recuperarse después de estar juntos es cada vez más difícil, pero necesita que sea él el que la ayude a encontrar a su padre y no duda en pedírselo. El magnetismo que existe entre ellos es tal que quizá el viaje que emprenden para encontrar a Mario no sea muy buena idea, quizá exponga demasiado sus sentimientos.
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Seitenzahl: 334
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Mayte Esteban
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Entre puntos suspensivos, n.º 121 - enero 2017
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Fotolia.
I.S.B.N.: 978-84-687-9312-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Citas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
A mis padres, que me dejaron ir todas las tardes a la biblioteca.
Cuando una historia se termina hay que ponerle fin. O punto. Pero uno solo. Si se deja en puntos suspensivos no se puede empezar nada nuevo.
Dicen que un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar el tiempo, el lugar o las circunstancias. Este cordón es mágico y se podrá estirar o contraer, pero nunca se romperá. Esas dos personas, cuyos meñiques permanecen unidos por un hilo rojo, estarán destinadas a ser amantes, independientemente de la hora, el lugar o la circunstancia. Estarán unidos para siempre.
Leyenda asiática
Lo más valioso no es lo que tengo,
sino a quién tengo
Anónimo
La puerta del despacho del inspector Muñoz se abre de golpe, alentando a una ráfaga de aire que hace que los papeles que reposan desordenados en su mesa salgan volando y aterricen en el suelo. El inspector, treinta y dos, pelo muy corto, ojos negros y brazos tan musculados que tiene que mandar que le hagan las camisas de encargo, se pone furioso. Tiene advertidos a todos en la comisaría que, antes de poner un pie en sus dominios, al menos se tomen la molestia de llamar con educación. Está a punto de gritar a quien ha osado entrar así; sin embargo, su primera intención muta al ver a la mujer que se acaba de sentar frente a él, sin haber sido invitada.
—¿Vas a seguir mirándome con cara de idiota? —le pregunta ella.
Javier Muñoz espanta el desconcierto, deja de lado el comentario mental que ha hecho sobre lo que opina de lo bien que le queda el vestido que lleva y se cuelga la placa de manera imaginaria, recuperando el aplomo que ha volado con sus papeles. O más bien con la visión de quien tiene delante. Desde luego no es alguien a quien esperase en su despacho esta mañana.
—Ya veo que has aprendido a llamar antes de entrar.
Lo dice con ironía, con intención de molestar a la visitante que ha provocado que los documentos del caso que estaba revisando se hayan mezclado por el suelo. Es uno que está a punto de prescribir, al que quiere echar un último vistazo antes de darle carpetazo. Ahora, cuando ella se vaya, tendrá que volver al principio. Es lo que esta mujer provoca siempre, desorden en su vida. Altera lo que creía listo para dejar en la estantería de los asuntos terminados y le obliga a regresar a un pasado del que nunca se ha deshecho del todo.
Con aparente tranquilidad, escondiendo de sus ojos la tormenta que se está formando en su cabeza, Javier empieza a colocar las hojas dispersas y se agacha para recoger del suelo las que han acabado allí. Cuando lo hace, desde debajo de la mesa, mira los zapatos de su visitante, las medias que realzan la perfección de sus largas piernas y observa perplejo cómo se levanta y sale del despacho. Unos toques impacientes en el cristal de la puerta le ponen en alerta y se levanta demasiado rápido, tanto que no puede evitar darse un golpe con el tablero de la mesa.
—¿Puedo pasar? —grita ella, desde fuera del despacho, tan fuerte que media comisaría tiene que estar mirándola.
—¡Quieres no armar escándalo! —replica él, levantándose mientras se frota la cabeza.
Javier abre. A la vez que la deja entrar, lanza una mirada reprobatoria al exterior del despacho que provoca una reacción inmediata en sus compañeros de trabajo. Todos se apresuran a parecer muy ocupados. Después, cierra con cuidado, intentando retomar el control de la situación.
—Me puedo sentar, ¿verdad? —pregunta la mujer. El tono está cargado de la misma ironía que minutos antes ha empleado él con ella.
—¿Qué quieres, Paula? Me imagino que esta no es una visita de cortesía.
Con un gesto le indica la silla.
—No —dice ella—. No es una visita de cortesía. Necesito tu ayuda.
Javier se apoya en el borde de la mesa, de pie, buscando una posición que la intimide. O, quizá, una en la que no acabe siendo él intimidado por ese vendaval que tiene delante. Se cruza de brazos y la mira a los ojos, intentando averiguar qué clase de ayuda puede necesitar Paula para haber aterrizado en su despacho.
—¿Has matado a alguien? —le pregunta.
—Eres idiota, idiota perdido. No estoy de broma.
—No me digas más; has cambiado de idea y me vas a dejar a Valeria todos los fines de semana. Los necesitas para irte de viaje con ese novio italiano que tienes ahora. ¿Cómo se llamaba? ¡Andrea! Sí, bonito nombre para un tío…
Paula se impacienta y además no cree que sea momento para meter a su hija en la conversación, ni tampoco a su pareja.
—¿Ya?
—¿Ya, qué?
—Que si ya has dicho la tontería de turno y me vas a dejar hablar.
—Habla.
—Mi padre ha desaparecido.
Javier se siente idiota cuando escucha sus palabras. Ahora que se fija con más calma en ella, por debajo del maquillaje se adivinan las ojeras que ha tratado de disimular y sus ojos rojos señalan que ha pasado horas llorando. Si tuvieran que darle nota por su sensibilidad, sospecha que suspendería el examen.
Sabe que no tiene que hacer comentarios sarcásticos, que lo único que logra es cabrear más a Paula, pero a veces no puede evitarlo.
—¿Qué ha pasado? —pregunta.
Por fin, Javier ha decidido dejar de lado los temas personales y escucharla. Relaja la postura, sentándose a su lado en la silla vacía que queda al otro lado de su mesa.
—No lo sé. Creo que lleva desaparecido desde el lunes, aunque hasta hoy no me he dado cuenta.
—Estamos a jueves, Paula. ¿No le has echado de menos hasta hoy?
A Javier se le ocurre otra impertinencia, pero logra callar a tiempo. Paula está inquieta, no es el momento ni el lugar para dejarse llevar por la tonelada de reproches que se guardan y, además, Mario Aguirre, el padre de ella, le cae bien y quiere saber qué ha pasado con él.
—He tenido mucho lío este mes con los pedidos de la tienda. He estado saliendo pronto de casa y llegando muy tarde. No se me ocurrió llamarle hasta esta mañana. Al principio no me preocupé. Es normal que se olvide de ponerle el sonido al móvil, así que le dejé un mensaje. Miré varias veces si lo había abierto, pero nada. Tampoco le di importancia, hasta que vi esto.
Paula saca el móvil, abre la aplicación de chat y selecciona el contacto de su padre. Señala la hora de la última conexión y allí se lee: última vez lunes a las 11:07. Le explica que Mario se pasa el día mandando mensajes, no es normal que se hayan quedado atascados en el lunes y que no descuelgue el teléfono.
—¿No será que has discutido con él y no quiere hablar contigo? —pregunta Javier, que sabe que Paula y Mario son capaces de pelearse por la estupidez más grande. En realidad, Paula es capaz de discutir por cualquier tontería, bien lo sabe él.
—Tampoco contesta a mis hermanos —puntualiza ella, mirándole ya sin rastro de agresividad.
Javier se queda un instante sin saber qué decir. El ver a la Paula más frágil asomada a través de sus ojos, despierta una alerta. El saber que su familia también ignora el paradero de Mario, la multiplica. Le hace pensar que quizá se ha precipitado con sus comentarios. Ya es tarde para volver atrás, pero quizá pueda reconducir la conversación y comportarse como el policía que es. Ahora piensa que si Paula está allí es porque necesita al inspector, no a su ex, ni siquiera al padre de su hija, y debería haberse dado cuenta de eso mucho antes.
—Déjame a mí.
Javier saca su móvil del bolsillo y busca el teléfono de Mario. Inicia una llamada y el teléfono le devuelve el mensaje grabado de la compañía que indica que no está operativo. Repite la llamada para asegurarse y obtiene la misma respuesta.
—¿Lo ves? —dice Paula, dejando caer con la pregunta un tono aún más preocupado que eleva la alarma de Javier.
—¿Ha pasado algo extraño estos días? ¿Estaba bien? —le pregunta.
—El domingo, Valeria y yo estuvimos comiendo con él y no noté nada raro. Aunque desde que se ha jubilado parece otro.
Mario Aguirre tiene una energía y una salud impropias de alguien de su edad. Afirma, a quien se pare a escucharlo, que seguro que tiene que ver con que nunca se ha sentido mayor y disfruta de cada oportunidad que se planta ante sus ojos. Y puede que sea cierto. Se casó cuatro veces, se divorció las mismas —la última al poco de nacer Valeria— y, aunque en su vida ha cambiado de pareja como quien cambia de camisa, no ha vuelto a hacer la tontería de intentar formalizar un compromiso. El viejo profesor de universidad, como él ironiza cuando habla de sí mismo, es un jovencito inestable en cuestiones sentimentales.
—Con eso de que parece otro, ¿a qué te refieres? —pregunta Javier Muñoz.
—Pues a que ejerce de abuelo con Valeria, por ejemplo. Ha ido ordenando su vida, tanto que a mí llegó a asustarme. Sabes que siempre ha ido mucho a su aire, pero ahora no parece él. ¡Pero si hasta se llevó a la niña al cine el sábado!
—¿Mario?
—El mismo. Y también estuvo en la actuación de Valeria.
Cuando Paula menciona el día en el que su hija tocó el piano en un recital del conservatorio, Javier carraspea. Se le olvidó ir. Le puso a la niña la excusa de un imprevisto en el trabajo, pero no era cierto, ni siquiera se acordó. Sabe que Valeria lo creyó, pero no está tan seguro de que a Paula se le escapase su despiste y teme que en este momento se lo eche en cara. Sin embargo, no lo hace.
—Agota todas las posibilidades de preguntar y, si nadie sabe nada, pon una denuncia.
—¡Ha pasado mucho tiempo ya! ¿No es suficiente? —pregunta ella.
—Paula, tu padre es mayor de edad, está bien de salud y puede haberse marchado sin dar explicaciones a nadie.
—Mis hermanos tampoco saben nada de él, ¿qué más quieres?
—Solo te digo que es habitual que…
—¡A la mierda con lo que es habitual, Javier, es el abuelo de tu hija! ¡Haz algo!
—Tranquilízate.
—¿Tú estarías tranquilo si no supieras dónde está tu padre?
Dispara la pregunta con rabia y a punto está de perder el control y llorar, algo que no quiere permitirse delante de él.
—Está bien. Si dices que ya has llamado a quienes pueden saber algo de él, pon la denuncia ya, pero no grites, no vas a solucionar nada.
—Pues empieza a apuntar, quiero denunciar.
—Espera.
Javier descuelga el teléfono para buscar a un agente que le tome los datos. Tras un par de minutos encuentra a uno libre al que le encargará que le haga a Paula las preguntas necesarias para tramitar la denuncia.
—¿No lo vas a hacer tú? —le dice, al darse cuenta de que ha delegado el caso en un subordinado.
—Yo no me ocupo de eso —le contesta él.
—Podrías hacer una excepción.
Podría, pero no quiere. Prefiere que sea otro quien lleve el asunto, y no solo porque encargarse de la desaparición de una persona mayor de edad no le corresponde a él, sino porque es mejor para los dos que no estén demasiado tiempo juntos. Hasta el momento la conversación no ha derivado en una verdadera pelea verbal, pero si se dan tiempo, acabarán haciéndolo. Como siempre. Con Paula siempre acaba discutiendo, diciendo algo inconveniente, a lo que ella responde elevando el tono y logrando que la situación se les vaya de las manos a ambos. Desde hace años parecen dos obuses estallando el uno contra el otro.
La acompaña hasta la mesa de su subordinado y vuelve a su despacho. Una vez dentro, intenta retomar el caso que se traía entre manos, pero sabe que no va a ser capaz de concentrarse. Se levanta de la silla y se asoma por la pequeña ventana de la puerta, desde donde puede ver a Paula hablando con el policía. Posa su mano en el pomo para salir y pedirle a su compañero que le deje a él seguir, pero antes de que le dé tiempo alguien abre desde fuera, dándole con la puerta en plena cara.
—¡Perdón, no te he visto! —dice el agente Escudero, su compañero de la academia—. Oye, ¿esa que está en la mesa de Martínez no es tu ex?
—Sí, es Paula. ¿Voy a tener que poner un cartel para que alguien entienda que hay que llamar a la puerta antes de entrar? —le pregunta, mientras se frota la frente.
—Lo siento, es urgente. Se ha organizado una pelea entre menores en el patio de un instituto, por una foto que han colgado de una chica en Instagram con un comentario insultante. Han acudido dos patrullas, pero ni con la ayuda de los profesores nuestros hombres se hacen con ellos. He mandado refuerzos y parece que la situación está controlada, aunque me temo que en media hora vamos a tener la comisaría llena de padres furiosos. Quería que lo supieras.
—Lo que faltaba. Gracias, Escudero.
Paula se ha pasado el fin de semana llamando a Javier. Necesita saber si ellos han hecho algún avance en la investigación. El perfil de Mario sigue repitiendo que dejó de comunicarse por mensajes el lunes por la mañana y continúa sin coger ni una sola llamada, la haga quien la haga. Sus hermanos lo han intentado, de hecho Paula ha puesto en guardia a todo el mundo, pero nadie es capaz de localizar al profesor jubilado.
Como siente que no puede cruzarse de brazos, ha pegado carteles con la cara de Mario por todas partes, ha publicado en su abandonado perfil de Facebook que lo está buscando y hoy lunes se ha acercado hasta el centro de salud, a ver al médico de su padre. Quiere preguntarle si sufre alguna dolencia relacionada con la memoria que justifique que se haya perdido, pero el doctor, saltándose el juramento hipocrático, le hace una promesa personal, asegurando que no, que no hay nada que haga pensar que a su padre le pasa algo. En ningún momento ha detectado un solo indicio de que se le olviden las cosas. Si Paula descarta eso y si elimina que no ha habido un accidente donde haya una víctima sin identificar —la policía se lo habría dicho—, deduce que Mario se ha tenido que ir por voluntad propia. Pero no, no puede ser, en ese caso está convencida de que le habría contado sus planes.
Un poco más tarde, en la comisaría, Javier se preocupa mucho más después de hablar de nuevo por teléfono con Paula. Empieza a pensar que ya son muchos días, que quizá lleve razón en su sospecha y le ha pasado algo a Mario. Al final, decide que lo mejor es que se dejen de llamadas y queden en una cafetería.
Su relación no es idílica, ni siquiera ha sido demasiado fluida en este año que hace desde la última vez que estuvieron juntos. Su historia ha sido siempre un continuo tira y afloja desde el primer beso que compartió con ella durante su primer amor: seis meses los marcaron a fuego a ambos. Tanto que nunca han sido capaces de desvincularse del todo y en este tiempo han sido constantes las idas y venidas. La mayoría, breves y sin consecuencias. Una de ellas, tan corta como las demás, les dejó un recuerdo que ahora tiene siete años: Valeria. Se coló en sus vidas tras una de esas noches en las que sellaban una tregua entre las sábanas. Es lo que ahora conservan en común, lo que les impide tomar caminos distintos de una vez, y eso que Javier intuye que sería lo mejor para los dos. Para los tres, porque Valeria ha tenido que verlos discutir más de una vez, y eso no es bueno para ella.
Coge la chaqueta y, cuando abandona el despacho rumbo a la puerta de salida, tropieza con Miranda Sánchez, una agente que llegó hace menos de un año y con la que Javier intercambia algo más que trabajo y cafés.
—¿Dónde vas? —le pregunta ella.
—Voy a hacer una comprobación sobre un caso —le contesta muy seco.
Se siente fastidiado porque se haya dirigido a él con el tono en el que lo ha hecho y se niega a darle más explicaciones. Sus palabras han sonado controladoras y eso, sumado a que él es su superior y están en el centro de trabajo, le ha molestado. Además, no hace falta que vaya dejando claro cada minuto que son algo más que compañeros.
—¿Vas a ver a Paula? —le pregunta.
Miranda, como en realidad todos en la comisaría, está al tanto de la desaparición de Mario Aguirre y sabe que Javier ha puesto a trabajar a varios de sus hombres en el caso y el interés que muestra en que lo encuentren rápido le parece desmedido.
—Tengo que verla, no encontramos a su padre.
—Lo sé. ¿Y qué? —dice Miranda—. No hay indicios de que le haya pasado nada y es mayor de edad. Tú lo sabes. Aunque no aparezca en unos días no tiene por qué haberle sucedido algo. ¿Es lo que le vas a decir? Para eso no creo que tengas que verla, con una llamada será suficiente.
—Ya sabré yo lo que le tengo que decir y cómo se lo voy a decir, ¿no crees?
Al oír esto, Miranda está a punto de soltar una impertinencia, de arrojar unas palabras que le arden en la lengua, pero al final decide guardárselas y darle un voto de confianza, aunque sabe que confiar en Javier cuando Paula está cerca es hacer un enorme acto de fe.
—Espero que no te escaquees para comer.
Suena a orden y lo ha dicho tan alto que dos agentes han vuelto la cabeza al escucharla. Javier sabe que se ha comprometido a comer con ella y no replica, aunque se quede con las ganas. Después de hacerle un gesto afirmativo con la cabeza, sale del edificio y se sube a su moto. Más tarde irá a comer con Miranda, pero aprovechará para recordarle que en el trabajo solo son compañeros. No, compañeros no: él es su superior.
El tono que ha empleado Miranda, al que no le tiene acostumbrado, ha estado de más.
La Madriguera, la cafetería donde han quedado Javier y Paula, está cerca de la comisaría, a solo unos minutos andando, pero Javier ha preferido coger la moto. Después de hablar con Miranda, necesita despejarse y la mejor terapia que conoce es subirse a los lomos de su máquina. No quiere acudir furioso a una cita con Paula, porque teme no tener la paciencia que le hace falta con ella. Por eso recorre algunas calles, dando una vuelta innecesaria, y todavía se entretiene un poco más mientras busca aparcamiento. Para cuando llega, la sala está llena. Son muchas las oficinas que tienen su sede en los alrededores y a esa hora se reúne bastante gente para desayunar o tomarse el café de la pausa a media mañana.
Paula espera desde hace rato en una mesa del fondo. Está guapa. Hoy ha elegido unos vaqueros y un suéter de cuello vuelto que se ajusta a su pecho e insinúa un contorno mucho más que apetecible. Javier se queda parado un momento nada más atravesar la puerta. Conoce a la perfección cada centímetro de la piel que esconde aquella ropa y se entretiene recordando las veces que la ha recorrido con sus manos. Muchas, pero también sabe que menos de las que le gustaría haberlo hecho. Tras unos instantes, da un paso hacia ella, deja atrás los pensamientos. No es momento de sumergirse en ellos, tienen que sellar una tregua en esa guerra que se traen, al menos hasta que descubran qué es lo que ha pasado con el padre de Paula.
En ese momento, ella se gira y le ve. Hace más de diez minutos que quedaron y le está molestando la espera, aunque él le advirtiera que era posible que llegase tarde. En su trabajo nunca se sabe cuándo puede saltar una alarma que le obligue a dejar las citas previstas para otro momento. Le sonríe al verlo, aunque se regaña al instante. Con Javier es mejor no bajar la guardia porque, si lo hace, ya sabe dónde suelen acabar. Y no quiere, no le apetece volver a recorrer ese camino que siempre les lleva a los dos al borde de un precipicio emocional. Hoy es Mario el motivo de que hayan quedado y en eso tienen que centrarse.
—Hola —dice él, sentándose en la silla vacía que hay al lado de Paula—. ¿Has sabido algo más?
—Nada, ¿y tú?
—Algo. Espera.
Javier se levanta para ir a la barra a pedir un café y a ella le entran unas repentinas ganas de estrangularlo por dejarla con la intriga. Su estado de nervios no está para pausas, necesita información y la necesita con urgencia. Por un momento, intenta tranquilizarse, observándole mientras no se da cuenta. Parado frente a la barra, apoyado en los antebrazos mientras aguarda a que la camarera termine de preparar su café, es innegable el atractivo del inspector Muñoz. No ha perdido el encanto con los años, al contrario: se ha incrementado con el paso del tiempo. Por más que intente prohibírselo, a Paula le gusta ahora incluso más que cuando se conocieron.
Era una cría cuando se le ocurrió la estupidez de alquilar un chico para que la acompañase a la boda de su padre —a la cuarta— y Javier apareció al otro lado de la puerta de su casa. Todavía recuerda la conversación telefónica con Mario en la que le engañó, cuando en un momento de inconsciencia le dijo que tenía una cita que le impedía acompañar a sus hermanas a comprarse ropa para el evento. Sonríe al recordar las mentiras encadenadas, la loca idea de su amiga Ana, a quien se le ocurrió que podía alquilar a un chico para la ocasión. Alguien para ese momento, que le ahorraría explicaciones y que desaparecería en cuanto pasara el día. No se imaginaba que ese gesto condicionaría su vida para siempre. No imaginaba lo importante que acabaría siendo para ella Javier Muñoz. Aunque ahora se intente convencer de lo contrario, sigue gustándole tanto como entonces, por más que se diga que tiene que apartarlo de su lado. Con él la palabra tranquilidad no existe. Lleva diez años intentando averiguar por qué los dos siempre acaban estallando cuando están juntos, por qué se enfadan tanto por estupideces si después, cuando logran un momento de calma, está segura de que es a él a quien necesita a su lado. Esa maldita certeza ha hecho que jamás haya sido capaz de mantener una relación estable con otro hombre, porque cuando lo intenta, Javier siempre aparece para recordarle que es a él y no a otro a quien desea. Pero hace tiempo que decidió que él es una vía muerta en su vida y no piensa recaer.
Cuando Javier se da la vuelta, con el café en las manos, Paula recompone el gesto para que no se percate de que le está mirando embobada.
—He logrado averiguar desde dónde se mandó el último mensaje y a quién. Incluso sé lo que decía —le cuenta mientras se sienta a su lado.
—¿Eso es todo? —pregunta ella.
—¿Te parece poco?
—No, por supuesto que no. Perdona, estoy muy nerviosa. Sigue.
—Se envió desde una estación de servicio en Benavente. —Javier rasga el sobrecito de azúcar y deposita su contenido en la taza.
—¿Benavente? ¿Eso no está en Zamora?
—Sí. El mensaje era un «ok» que le envió a un compañero suyo de la universidad, un profesor que todavía está trabajando. Le he llamado y me lo ha confirmado, y también le pregunté si sabía algo más. Solo me ha podido decir que le había pedido que localizase un libro que se había dejado en el despacho al recoger sus cosas. Ya lo tenía, en el último mensaje le decía que se lo guardaba hasta que pudiera recogerlo, y tu padre le contestaba solo con ese «ok».
—¿Pero qué cojones tiene mi padre que hacer en Zamora? —se pregunta en voz alta Paula, aunque más para ella misma que para que Javier conteste.
—Eso no lo sé, esperaba que tú me aclarases algo. ¿Te has fijado si se ha llevado su coche? Es importante saberlo.
—No. Sigue aparcado en el garaje. Otra cosa extraña, si me lo permites, es que esté llamando desde una gasolinera en Benavente si no se ha ido en coche.
—Puede que haya cogido un autobús —razona Javier.
—¿Y se ha parado a echar gasolina? ¡Menuda tontería! —dice Paula, enfadada.
—Quizá hayan parado a tomar algo, los autobuses paran de vez en cuando.
—¿Pero por qué iría a Benavente? No recuerdo que tenga nada que ver con ese pueblo.
—Podría estar de paso, tal vez iba a otro sitio.
—¿Dónde? —pregunta ella.
—¿Castilla y León? ¿Galicia? ¿Asturias? Yo que sé, Paula, lo único que sé es que el lunes a las once de la mañana estaba allí.
—Estaba su teléfono, pero eso no garantiza que él estuviera allí. Si la respuesta ha sido un simple «ok», cualquiera puede haberlo escrito. Imagina que está tirado por ahí, muerto, y alguien ha encontrado su teléfono y se lo ha quedado.
—Paula, no te precipites, no pienses esas cosas. Aún no sabemos nada —dice Javier, intentando que se relaje.
La ve tan abatida que posa su mano sobre la de ella en un gesto que pretende ser de consuelo, pero enseguida se arrepiente y la retira. Piensa que cuanto menos contacto, menos problemas, lo sabe bien. Los dos se miran un instante y ella decide dar por terminado el encuentro antes de que la debilidad que siente, debido a que lleva días sin descansar, le juegue una mala pasada y sus sentimientos hacia él se impongan al sentido común. No le ha hecho gracia sentir de nuevo el latigazo que recorre su espalda cuando Javier la toca. Le va a costar al menos una semana olvidarlo.
—Bueno, menos es nada. Ya tengo por dónde tirar. Gracias.
Paula se levanta y coge el bolso y el abrigo.
—¿Dónde crees que vas? —pregunta él, al verla tan decidida.
—A Zamora, a preguntar a alguien si le ha visto por allí. No me voy a quedar de brazos cruzados.
Javier se asusta. Sabe que es capaz de salir corriendo en ese mismo instante. Paula adora a su padre y lo está pasando mal, pero no le parece una buena idea que se marche. Además, lo más probable es que no consiga encontrar el rastro de Mario y tiene miedo de que se acabe perdiendo ella. En ese instante, no piensa las palabras que salen de su boca, aparecen solas y le sorprenden a él mismo:
—No puedes ir tú sola a Zamora.
—¿Cómo que no? ¡Es mi padre! Tengo que encontrarlo.
—Iremos los dos.
Ella suspira. En su interior, es justo lo que quería oír, que él se preste a acompañarla, pero pesa tanto la posibilidad de que no sea una buena idea que hace que se le escape un gesto entre el fastidio y el alivio. Frente a ella, Javier sonríe porque ha sentido lo mismo.
—Tengo que gestionar unas cosas, pero mañana por la mañana las tendré listas y podremos irnos. Sigue llamando, por si aparece.
—¿Mañana? ¿No puede ser ahora? —pregunta, impaciente.
—Mañana. Además, tendrás que dejar a Valeria con alguien.
—No te preocupes, de ella se ocupa mi madre.
Paula tiene todo controlado, Valeria ha pasado la noche en casa de Eva, su madre, y ella ha cogido unos días libres en el trabajo para tener todo su tiempo disponible. A la niña le ha dicho que se va de vacaciones y que no se la puede llevar porque hay colegio. Valeria ha aceptado de mala gana la idea de quedarse, pero al final ha cedido por Coffee, el pequeño scottish terrier de la abuela, al que adora. De hecho Paula está segura de que si alguien le diera a elegir entre vivir con el perro o con ella, se quedaría con el perro.
—Mañana iremos a buscar a tu padre —le dice Javier.
Se despiden sin cortesías, sin besos, sin abrazos, porque saben por experiencia que es lo mejor, y Javier regresa a la comisaría. Tiene todas las vacaciones pendientes y las va a coger. Quiere disponibilidad plena esos días y se va a ocupar de que no le interrumpan y tenga que volver de imprevisto. No tiene claro que seguir una pista tan endeble sirva de algo, pero no piensa dejarla tirada.
De vuelta a la comisaría, al ver a Miranda, tuerce el gesto. No le va a hacer ninguna gracia cuando le cuente que se marcha con Paula.
Nadie encuentra su camino
sin haberse perdido varias veces
Anónimo
Paula está furiosa. No solo porque duda cómo hacer una maleta para un tiempo impreciso, si va a necesitar mucha o poca ropa, sino porque Javier le ha advertido que solo lleve una mochila que tendrá que cargar a la espalda durante el viaje. Van a ir en su moto, tiene que reducir lo que meta en ella a lo imprescindible. Paula no quiere viajar así y no es porque no le guste la experiencia. Le apasionan las motos, pero no la proximidad que supone viajar juntos en una. Tendrá que ir pegada a él todo el tiempo y eso es algo que le gustaría evitar. Desde Madrid hasta Benavente, serán demasiadas horas peleándose con lo que siente cuando se rozan, como para que todavía tenga que sumarle las que necesiten para seguir las pistas que descubran. No está segura de que logre soportar todo el tiempo que tendrán que pasar juntos.
Mientras habla con Javier por teléfono, busca una excusa, un modo de que él desista en el empeño de viajar sobre dos ruedas.
—¿Y si lo encontramos? ¿Cómo vamos a volver con él en la moto?
Lleva el móvil pegado a la oreja, sujeto con el hombro, a la vez que va recogiendo la casa a la carrera.
—Si lo encontramos, Paula, agarras un taxi y te vienes con él, no hay problema, pero iremos mejor en la moto que en un coche. Te mueves con mayor libertad, se aparca mejor y así conduzco yo.
—¿Estás insinuando que conduzco mal? —gruñe ella, al otro lado del teléfono.
—Estoy diciendo que estás demasiado alterada para conducir tanto tiempo y yo no tengo coche.
—Pero yo sí, te dejo el mío —dice, con la esperanza de que acepte, cruzando los dedos aunque sepa que eso no sirve de nada.
—No me gusta conducir un coche, Paula. Vamos en la moto y listo.
Ella sigue un buen rato lanzando un batallón de pretextos, pero él no claudica con facilidad. Al final es ella la que se deja convencer y por eso ahora le espera en la puerta de su casa, con una mochila mediana a la espalda, vestida con vaqueros y unas botas de montaña —las únicas que tiene que no son de tacón—, con el casco en la mano y un rebote monumental. Cuando una moto para en la salida de un garaje, atrayendo toda su atención, suelta un bufido, pero como sabe que no va a servir de nada seguir discutiendo, se acerca decidida y monta detrás.
—Espero que al menos no te dé por hacer el subnormal y correr de más. Te advierto que es la última vez que cedo.
El conductor se gira, se quita el casco y la mira, y entonces la cara de Paula adquiere un tono rojo que refleja su bochorno. No es Javier. Ni siquiera sabe a quién le ha gritado. Es un chico joven que, por supuesto, no era a ella a quien esperaba.
—No suelo correr —le dice, mientras a duras penas se aguanta la carcajada que le ha provocado su pasajera inesperada.
Paula, ruborizada por su despiste, se disculpa veinte veces. Ahora que se fija mejor, ese no es el casco de Javier. Ni siquiera le suena que tenga esa cazadora, pero son tantas las ganas de empezar a buscar a Mario que ha obviado todos los detalles y se ha lanzado hacia el vehículo sin pensar. Al momento, una Suzuki GSR, roja, espectacular, para en doble fila. El conductor se quita el casco y llama la atención de Paula, que ha vuelto al portal sin poder reprimir la vergüenza por su despiste.
—¿Nos vamos?
—¿Cuándo has cambiado de moto? —le pregunta al acercarse, sin contarle, por supuesto, su reciente metedura de pata. Sabe que de hacerlo, se estaría riendo de ella meses. Años, conociéndole como le conoce.
La preciosidad que Javier sujeta está muy lejos del destartalado Vespino que conducía cuando se conocieron. Incluso muy lejos de la Honda azul que tenía la última vez que viajó con él, igualita a la que ha confundido hace pocos minutos.
—La compré hace seis meses.
—Es preciosa.
No ha podido contener el comentario, le gustan las motos tanto como a Javier y esta es una máquina espectacular. Acaricia la suave carrocería con los dedos y se queda unos instantes mirando el espacio trasero del asiento, un poco más elevado que el que ocupa él. Piensa que es mejor así, que haya un mínimo de distancia entre los dos. Y además, de ese modo puede que disfrute el viaje subida a lomos de la máquina de la que se acaba de enamorar.
—Te vas a congelar —le dice él, señalándole que no lleva ropa apropiada para un trayecto tan largo.
—¿Y qué quieres que me ponga? Tengo casco de milagro, hace siglos que no lo uso.
—Vamos a mi casa. Allí está tu mono.
—¿Aún lo tienes? —pregunta ella. Sabe que se lo dejó la última vez que pasó por allí, pero el orgullo le impidió pedirle que se lo devolviera.
—Sí. Vamos a por él. Monta.
Se suben en la moto y arrancan en cuanto ella está lista. Paula lleva cargada su mochila y, bajo el casco, una sonrisa que él no puede ver. Recuerda la primera vez que montaron en moto juntos, cuando él la invitó a conocer su rincón favorito de un parque al que esquiva ir, como esquiva todo lo que le recuerda a Javier Muñoz. Salvo en momentos como este, en el que está pensando que ojalá fueran más capaces de entenderse. Mientras callejean, Paula cierra los ojos. Le gusta la libertad que da ir en moto, cómo la adrenalina recorre su cuerpo, una sensación única que casi había olvidado y que hoy se multiplica por la persona que lleva delante.
Quince minutos después están en el garaje del edificio y, tras subir al cuarto piso en el ascensor, entran en el apartamento de Javier. Él se dirige al armario de la entrada y, cuando vuelve con el traje en la mano, Paula lo coge y le pregunta si puede ir al baño. No necesita que le indique dónde está: conoce bien ese piso y no porque acompañe a Valeria cuando se queda con su padre, sino porque ha pasado algunas de las noches más inolvidables de su vida en él. Dentro del baño, decide colocar su abrigo sobre la prenda de protección, aunque resulte bastante incómodo para moverse. Seguro que así pasará menos frío durante el trayecto hasta Benavente y de todos modos no le cabe en la mochila diminuta que lleva. En casa ha consultado la distancia y calcula que necesitarán al menos tres horas, algo más si deciden parar antes de llegar. Mira por el baño y localiza un coletero amarillo, que deduce que debe de ser de Valeria. Necesita uno para recogerse el pelo cuando se quite el casco y por no abrir la mochila y buscar en su neceser lo coge, ya se lo devolverá cuando vuelva.
—Ya estoy —le dice al salir—. ¡Ni se te ocurra reírte!
—¿Pero te vas a poder mover con toda esa ropa? —comenta él divertido. Tiene un aspecto particular con el abrigo sobre el mono.
—Ni sé cómo he podido abrochar el abrigo sin reventar la cremallera.
—Es mejor que salgamos ya. Así llegaremos antes de comer. Acabo de llamar a la comisaría, por si sabían algo, pero no hay nada nuevo.
—¿Tú crees que lo encontraremos?
—Seguro, no se lo ha podido tragar la tierra. Vamos.
Javier no lo dice convencido, de hecho salir a buscarlo así le parece una estupidez, pero está dispuesto a concedérselo a Paula si de esa manera logra tranquilizarla. Pone la mano en su espalda y la empuja con suavidad hacia afuera. Después de asegurarse de que ha apagado todas las luces y ha echado la llave, montan de nuevo en el ascensor para volver al garaje. Dentro de la reducida cabina, a ella se le escapa un suspiro.
—Estoy nerviosa —le dice, antes de que él saque cualquier otra conclusión.
Cuatro horas más tarde llegan a Benavente. En el municipio al menos hay cuatro gasolineras, pero no tendrán que recorrerlas todas porque Javier sabe desde cuál se utilizó el teléfono por última vez. La tecnología que usamos a diario no deja demasiado margen para la intimidad, pero tiene algo bueno: simplifica mucho las cosas en casos como este, en la desaparición de personas. Mientras el teléfono sigue encendido es bastante sencillo saber por dónde se mueve quien lo lleva encima. No le resultó difícil averiguar las coordenadas desde las que se envió el mensaje, y que lo sitúan en la estación de servicio que está entre la Nacional VI y la A6. Antes de salir de Madrid, Javier localizó la ubicación de la gasolinera y ahora no le cuesta mucho llegar a ella. Se sabe orientar bien aunque no lleve GPS, todo lo contrario que Paula.
Aparcan la moto en la puerta de la tienda-cafetería y entran en el local, que a esa hora está medio vacío. Paula, que va dos pasos por detrás de Javier, se queda mirando el expositor de CD, a la derecha de la puerta, pensando si todavía queda alguien a quien se le ocurra comprar uno. Sobre todo porque los artistas no es que sean muy actuales. ¿Perales? Sacude la cabeza un par de veces y corre un poco para alcanzar al inspector, que se dirige a la barra sin esperarla.
—¿Qué quieres tomar? —le pregunta Javier.
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