Entrelazadas - Ángela Falla - E-Book

Entrelazadas E-Book

Ángela Falla

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Beschreibung

Hay lazos inquebrantables que nos hacen más fuertes, nos equilibran y nos permiten sentirnos seguras. Pero hay otros que pueden resultar en todo lo contrario. Dos mujeres cuya vida está marcada por la angustia, callan lo que las agobia y la violencia que se cierne a su alrededor por relaciones abusivas que las han hecho perderse en el camino. Quizá juntas consigan entender que romper el silencio puede cambiarlo todo.

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ENTRELAZADAS

© 2022 Ángela María Falla Munar

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición marzo 2022

Bogotá, Colombia

Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

E-mail: [email protected]

Teléfono: (57) 317 646 8357

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-16-3

Editor General: María Fernanda Medrano Prado

Corrección de Estilo: Alvaro Vanegas

Corrección de planchas: Sofía Melgarejo

Maqueta e ilustración de cubierta: David A. Avendaño

@davidrolea

Diseño y maquetación: David A. Avendaño @davidrolea

Primera edición: Colombia 2022

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Para Álvaro, Alicia y Jhon

–mis padres y mi hermano–,

la luz de mi vida

Agradecimientos Especiales

Ami familia, en especial a mis sobrinas Ivanna, Juliana y Valentina, porque estas letras lleguen a sus manos y las acompañen durante mucho tiempo.

A Karime Falla, por siempre estar.

A Juana Caycedo, por leer el primer borrador de esta novela.

A Vaneguitas, por ser mi mejor amigo. Lo único que se necesita en los días grises.

A todo el equipo de Calixta, por ayudar a que mis sueños se cumplan. En especial a mi editora, María Fernanda, me llena de emoción recibir sus mensajes y apoyo todo el tiempo.

A todas mis amigas, que en el día a día me llenan de historias y ánimos para escribir. Por ellas, por nuestro camino juntas.

A las personas que se han topado con mis libros y me han escrito mensajes poderosos que me sirven de inspiración para seguir. Por supuesto a Las Gatas Lectoras.

A toda la gente que me dijo que no podía, ahí voy.

En estas sociedades el camino hay que

reconstruirlo con el conocimiento y la

experiencia, recuerda que caminar juntas siempre será mejor.

I

Solo admitiré una culpa: creer a ciegas en la existencia de la bondad, del amor puro y del sentimiento recíproco. Más allá de los finales felices, del sueño de morir por una sonrisa, de las rosas rojas, los chocolates, la roca incrustada en el anillo y la bendición de un dios.

Yo siempre fui una mujer seria, traté de ser muy clara con lo que quería para mi vida y creí que todos mis sueños se cumplirían.

No me da pena decir que creía en el amor a primera vista, los flechazos, los finales felices y los príncipes que, con su brillante espada, rescatan a las damiselas en apuros para, con un beso, jurarles que nunca más estarán en peligro; y en que la historia termine con un «fueron felices y comieron perdices», lo que sea que eso signifique.

Soñé casarme con un vestido blanco, en una iglesia, tener una gran fiesta y que todo eso resultara en los hijos, la casa, el carro y el perro. Desde chiquita me visualizaba así, ojeaba las revistas de novias y pensaba en qué modelo se ajustaría mejor a mi cuerpo. El típico cuento de princesas.

Fui de pocas relaciones, tuve un solo novio durante todo el bachillerato y gran parte de la universidad, hasta que, después de ocho años juntos, conoció a una mujer en el gimnasio, se enamoró de ella y en menos de seis meses ya estaba casado y esperando un bebé. Me rompió el corazón, sentí que el tiempo se me escapaba como agua entre los dedos. Creí que sería difícil volver a entregar mi corazón, fueron unos años en los que a cualquier persona que se me acercara la veía con desconfianza, entonces me era muy fácil estar en casa y dejar de lado la vida social. Yo no veía en el panorama una historia así para mí, una relación que se consolidara y que se proyectara en el futuro.

Eso cambió cuando se armó la rumba con mis compañeros de trabajo. En la oficina me invitaron un viernes a compartir en un bar cercano, dije que sí; fue una noche muy divertida, no podía parar de reírme de las bobadas que hacían mis compañeros, sentada, los observaba bailar o decir cualquier cosa acerca de la música o de los que bailaban cercanos a nuestra mesa; los entretelones de la rumba.

Pasadas las doce decidí irme a casa, el cansancio de la semana estaba haciendo mella en mi cuerpo, solo quería llegar a mi cama y descansar, las luces del lugar me tenían un poco embotada y el sonido que retumbaba en las paredes haciéndolas temblar me estaba llevando al límite. Me aseguré de llevar el bolso y que nada me hiciera falta. Ya estaba cerca a la salida del lugar cuando un hombre alto me dijo que me acompañaba al taxi. Cuando lo vi, de una me gustó, pero desconfié y él lo notó. Cuando alguien se le acerca a uno en un sitio público, existen dos tipos personas: las que sonríen, son amables y dicen alguna frase; y las que son como yo, que miramos con recelo a los desconocidos. Yo no era de hacer amigos así de buenas a primeras.

—Te observé toda la noche, me encanta tu sonrisa. Mira, te doy mi tarjeta, si quieres me llamas y nos tomamos un café.

—Gracias —Tomé la tarjeta, la metí en el bolsillo de la chaqueta y seguí mi camino.

Durante una semana le di vueltas al papel hasta que me decidí a mandarle un mensaje. Al final me dije: «lo cito en un lugar público, envío mi ubicación a alguien por si hay algún peligro y no tengo nada que perder». Igual no era que tuviera muchas formas de conocer gente entre el trabajo y la casa.

Resultó que Jacobo era todo un caballero, fue grato conocer a alguien que tuviera esa forma de actuar con las mujeres: sacó la silla, pagó la cuenta, me preguntó acerca de mi vida, muy interesado, y prometió que nos volveríamos a ver.

—Sé que no es tan común tenerle confianza a alguien de primeras, pero yo no estoy apurado, quiero conocerte.

Así fue, estuvimos saliendo por más de tres meses, cada tres o cuatro días íbamos a cenar, a cine, lo acompañaba a sus partidos de fútbol, íbamos a comer a los pueblitos de la Sabana uno que otro domingo. Nunca en ese tiempo se atrevió a darme un beso, tomaba mi mano con ternura; y, cada vez que él me rozaba, yo me fundía un poco.

Jacobo se tomaba su tiempo, siempre llegaba con flores, con chocolates, con algún detalle, me escribía notas que doblaba y pegaba a los regalos que me traía. El día en que me dio el primer beso, se acercó y con la mirada fija en mis ojos, dijo:

—¿Quieres ser mi novia?

Yo sonreí y nos besamos con ternura en los labios, y con la palma de la mano acarició mi mejilla.

—Me imagino que es un sí.

Los dos reímos y volvimos a besarnos.

En ese momento yo sentí que por fin la felicidad había llegado a mi vida. Un hombre respetuoso, chapado a la antigua que, además, respetaba que yo también fuera así; que no tenía el afán que se percibía en todo el mundo en ese momento, sentí que éramos el uno para el otro.

Cuando cumplimos tres meses de novios, me dijo que me quedara en su casa, no éramos unos niños como para no suponer que íbamos a estar juntos. Me llené de ansiedad, mi cuerpo anhelaba sus caricias, pero, por otro lado, tenía miedo de que a él no le gustara mi cuerpo desnudo. Esa dualidad hacía parte de mí; mi cuerpo, aunque delgado, no se parecía en nada a las modelos de las portadas de las revistas.

Me recogió en mi apartamento y nos fuimos al suyo. Cuando abrió la puerta, un ramo de cincuenta rosas me esperaba en la mesa del comedor. Apenas las vi me dijo: «son para ti». El lugar tenía chimenea a gas, la prendió con un control negro pequeñito y me preguntó si quería vino. Yo acepté, pensé que era bueno quitarme los nervios con un poquito de alcohol. Jacobo tomaba mucho, yo nunca lo había visto borracho, pero en su casa siempre había licor.

Nos sentamos en el sofá y luego de dos copas de vino, sonó una canción movida, él se puso de pie estirándome la mano para que bailáramos, juntamos nuestro cuerpo y al son de la música empezamos a acariciarnos.

—Ya es hora, amor. Vamos.

De la mano me llevó a su habitación. Dejó una luz tenue prendida. Empezó a desnudarme, abrir el botón del pantalón, bajar la cremallera, besarme el cuello, bajar por el escote. Todo me parecía muy sexi.

Paramos de acariciarnos para quitarnos, él su camisa y yo mi blusa. Apenas me vio en un brasilero rojo, me dijo lo afortunado que era por tener una novia tan linda, con esa frase olvidé mi inseguridad. Empezó a acariciarme los senos en forma circular y luego pellizcó con suavidad los pezones que estaban duros.

Las demás prendas caían diseminadas por la alfombra, como un rompecabezas.

Nos acostamos despacio en la cama, seguimos con las caricias. Jacobo no me quitaba los ojos de encima; todo el tiempo estábamos conectados con nuestras miradas. Se acostó encima y con sus dedos me tocó para comprobar que estaba mojada, abrió mis piernas y con su mano derecha condujo su pene, entró en mí, se sintió delicioso. Se movía muy delicado, parecía que para esto tampoco tenía afán, se balanceaba en sincronía con mi cuerpo, con un movimiento repetitivo que me tenía al borde.

Con ese movimiento lograba mantener la excitación y además hacía que yo estuviera más mojada, lo que para él era mejor, eso decía con voz bajita. No paraba de repetir lo mucho que yo le gustaba y lo bien que lo estaba pasando en ese momento.

Llevé mis manos a sus nalgas y lo apreté contra mí para que entrara más, mientras se me escapaba un gemido. Su ritmo siempre fue el mismo, incluso cuando los dos estábamos por llegar. Nunca cambiamos de posición, pero ese orgasmo me llevó a otro mundo, llegamos al mismo tiempo, algo que yo pensaba que solo pasaba en las películas.

Toda la noche la pasamos contemplándonos, acariciándonos. Hicimos miles de planes, viendo la vida en positivo. Me acunaba en sus brazos y yo sentía que por fin estaba en mi lugar en el mundo. Al fin alguien me rescataba, estaba justo al frente de mi príncipe valiente.

Jacobo era un hombre amoroso y tierno al que le gustaba el hogar, nuestros planes eran ver películas, salir dos días durante la semana e ir donde las respectivas familias, así fuera a saludar un rato.

Me encantaba cuando cocinábamos juntos, cada uno tenía una manera en la que prefería los alimentos; por ejemplo, a mí me gustaban los huevos duros, a él blanditos, nos encantaba comer ensaladas en la noche porque los dos nos cuidábamos la figura, era todo un ritual para sentarnos en el comedor. También era un momento muy importante del día cuando nos contábamos cómo iba todo en el trabajo o el chisme de algún primo lejano.

Nunca los detalles dejaron de llegar a mi puerta, le gustaba regalarme osos de peluche, cartas, chocolates, cajas sorpresa donde venían nuestras fotos y promesas de amor eterno.

Mi familia decía que yo lo miraba con una devoción tal que a veces mi cara era como la de una niña cuando conoce a su superhéroe favorito. Y seguro sí me sentía de esa forma al verlo.

La tranquilidad era la base de nuestra relación, no había grandes experiencias o aventuras, lo que aportábamos el uno al otro era sosiego y paz.

En el primer aniversario, me llevó a San Andrés; el hotel quedaba a unos cuantos kilómetros del centro, las habitaciones contaban con un balcón grandísimo que permitía ver el atardecer en el mar de los siete colores; para mí no existía un destino más romántico.

Para la segunda noche, yo lo sentí raro, un poco nervioso, sin embargo, no pregunté nada. Fuimos al bar y, mientras nos tomábamos una piña colada, un botones le pidió que lo acompañara. Yo me alteré un poco. Él me dijo que era por la factura de la estadía, que estuviera tranquila, que ya volvía. Me relajé de nuevo, seguí tomando mi coctel al mismo tiempo que veía a unos niños hacer carreras en la piscina y a sus respectivas madres llamándolos para irse a cenar.

Volvió, nos tomamos otro coctel y me dijo que subiéramos para arreglarnos, ir a cenar al restaurante y después ir a bailar. Cuando llegamos a la habitación había un camino de pétalos de rosas rojas que conducía al balcón, una mesa estaba arreglada con fresas achocolatadas y una botella de champaña, yo me volteé y le di un beso en la mejilla.

—Gracias, amor. Tú siempre con esos detalles hermosos.

—Siéntate, amor. Te tengo otra sorpresa.

En la mitad de las fresas había un cofre de chocolate con forma de corazón y al lado había un pequeño martillo de color rojo que me pareció muy particular. Tomó el martillo y me lo entregó en las manos, insinuándome que lo rompiera.

—Ay, pero es que está tan lindo.

Jacobo me hizo cara de ‘eres muy tierna’ y sonreímos.

En su interior había una nota, la leí en voz alta.

Amor de mi vida:

En nuestro primer año de relación, he tomado la decisión más importante de mi vida, la que representa el anhelo de mi corazón, la que hace que toda mi vida cobre un sentido diferente al que tiene en este momento. Quiero construir contigo, mi realidad; quiero que seamos uno solo. Espero que esto no sea muy pronto para ti…

¿Te quieres casar conmigo?

Empecé a llorar de la felicidad y él también, nos abrazamos fuerte; el perfecto cuadro lo terminaba el atardecer que ponía todos los tonos de amarillo y naranja en el cielo.

—Sí, mil veces sí, mi amor. Mil veces sí.

Los dos seguimos abrazados por unos segundos más y luego destapó la champaña, todavía recuerdo cuando el corcho salió volando y terminó encima de la cama. Por algún motivo, cuando recuerdo ese sonido vuelvo a ser feliz, como si eso me diera fuerzas para creer en el futuro.

Esa noche nos tomamos toda la botella. Eso, sumado a los cocteles que ya teníamos en el torrente sanguíneo, provocó que los dos estuviéramos bastantes entonados. Cuando ya se había acabado la última gota de las copas, nos fuimos a la cama. No iba a ir a bailar si estábamos en ese estado.