Sexópolis - Ángela Falla - E-Book

Sexópolis E-Book

Ángela Falla

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Beschreibung

¿Estás listx para explorar? «La revolución empieza en la cama». Con esta frase Ángela Falla ha abierto el camino para que las mujeres hablen de sexo y para que, a través de esta conversación, recuperen el poder de sus cuerpos y de sus vidas. En «Sexópolis», su primer libro –que hoy presenta una nueva edición revisada, mejorada e ilustrada–, la autora despeja cualquier duda sobre si el sexo es algo que hace parte del imaginario diario de las mujeres; son relatos íntimos, con una mezcla de sensualidad, felicidad y dolor. Pero este libro es más que una colección de historias; es un viaje de autodescubrimiento y empatía, que invita a explorar y comprender mejor la variada gama de experiencias que conforman la sexualidad femenina en la sociedad contemporánea.

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©️2020 Ángela Falla

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Segunda Edición Marzo 2024

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-88-5

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado

Corrección de estilo: Alejandra Ortega Cuellar

Corrección de planchas: Jimena Torres

Maquetación de cubierta: David Avendaño M.

Diagramación e ilustración: David Avendaño M.Fotografía de cubierta: Petr Sidorov (@m_malkovich)

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Segunda edición: Colombia 2024

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Para Álvaro, Alicia y Jhon,

mis padres y mi hermano,

la luz de mi vida.

NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN

Me parece mentira estar escribiendo la nota para la segunda edición de mi primer libro. Pasan rápido los años y yo sigo terca en querer contar historias. Se me aguan los ojos de ver a la Falla del pasado, tecleando en el computador portátil, sentada en la cama, con la ilusión de ver ese libro en la biblioteca de mi casa.

Estos años han sido todo un trasegar por un mundo que hasta ese momento era desconocido para mí, tengo que confesar que siempre pienso en las cosas que quiero hacer como algo fácil, me convenzo de eso y aunque entienda que no lo es, eso me ayuda a seguir, a hacerlo posible.

Ya llevo un ‘par’ de años en donde todo de lo que hablo es de sexualidad, y de la manera más desfachatada, sin sonrojarme, incluso poniendo incomodas a muchas personas; pero se me hace necesario hablar de sexualidad hasta que se le quite el velo, hasta que sea lo que es, algo natural e inherente al ser humano.

Recuerdo varias conversaciones con mis lectoras –ellas son las que me impulsan–, una me decía que Sexópolis le enseñó muchas cosas; otra, una mujer mayor, me decía que ojalá hubiera podido gozar así toda la vida; otra que me dijo que quería leer con su hija para que desde joven pudiera confiar en ella y formular todas las inquietudes antes de ‘cagarla’ (eso último lo pongo yo). Y miro al espejo y le digo al reflejo: ¡lo hicimos!, ahí está ese pensamiento crítico que necesitamos para ser ovejas descarriadas, para reclamar lo nuestro, para exigir lo que por tanto tiempo se nos ha robado: el derecho al goce.

He sido fiel a Sexópolis durante estos cuatro años, sigo contando historias en las que nos podamos identificar, en lo cotidiano, en la pregunta, en la aventura, en el placer, en la risa y espero seguir así lo que me quede de vida.

Lo prometo.

Ángela Falla

Amor Propio

Mujer pasión: mujer que echa fuego por las tetas.

Ahora respiraba tranquila, sentada en el borde de la cama, después de un largo baño con agua muy caliente.

Antes, en la ducha, el agua se precipitó por todo su cuerpo como una leve caricia; allí –al sentir el agua golpear su cuello con tranquilidad– se abandonó a la sensación de relajación, una necesaria después de un día de mierda.

Ahora se mete debajo de las cobijas desnuda. Siempre le ha gustado cómo se sienten en su piel las sábanas frías. Quiere dormir, pero no puede, el exceso de cansancio no la deja conciliar el sueño. Recurre a la mejor táctica: el viejo arte de la masturbación.

Hoy no quiere imaginarse la última vez que su novio la hizo venir. Hoy busca en su cuenta de Twitter algunos usuarios que publiquen videos de dos mujeres teniendo sexo. Stalkea un par de cuentas hasta que cree encontrar el video porno perfecto: dos mujeres, una delgada, con senos pequeños que acaricia a una morena de formas suculentas. Le gusta ver a dos mujeres porque cree que no fingen cuando llegan al orgasmo.

La flaca tiene las rodillas sobre la cama y ofrece su sexo a la morena, que chupa y besa con desesperación mientras se toca a sí misma. Minuto y medio después, las rodillas y muslos de la actriz empiezan a temblar de manera desenfrenada y todo el cuerpo se estremece. Llega al orgasmo con un gemido.

Ella se siente emocionada, retrocede el video hasta el comienzo, palpa sus labios mayores, mete su dedo en la vagina húmeda y caliente, lo saca y sube muy despacio. Encuentra el clítoris y pone el dedo justo al lado para estimularlo de manera indirecta. Es toda una faena llegar al mismo tiempo con la flaca y fundirse en el mismo gemido. Está a punto de llegar, se le escapa un grito: «¡Sí…!»

Se viene.

Es el mismo temblor mágico que recorre a la desconocida.

Cierra los ojos.

Deja el celular a un lado, abraza la almohada y cae en un sueño pesado.

Ébano

Pamela siempre soñó con acostarse con un hombre negro y estaba segura de que ese momento llegaría. La noche en que esa fantasía se cumplió, aunque no como lo soñó, no sucedió en su tierra natal, fue lejos, en un hostal costero donde la rumba retumbaba en cada rincón. Esa fue la noche en la que durmió junto a un dios de ébano.

Tomó muchos tragos de tequila, una que otra palomita y dos cervezas. Cuando llegó a su cama se encontró con que estaba ocupada por una brasilera que se equivocó de lugar. La solución que le dieron fue asignarle una nueva.

En medio de la madrugada recorrió medio borracha los pasillos largos, fríos y, a la hora de la verdad, un poco impersonales. Caminaba tan segura como podía tras el encargado. Entraron a una habitación del piso cuatro. A la izquierda el baño, a la derecha las camas. La habitación tenía ventanas cerradas que abarcaban los tres camarotes, excepto por una que estaba dañada y no ajustaba del todo. Dio las gracias con mala cara y entró al baño a ponerse la pantaloneta que le serviría de pijama.

Se acostó de lado, sobre su mano derecha. La cabeza empezaba a dolerle a causa del alcohol y la música que retumbaba a todo volumen en aquel lugar donde los grupos de cuerdas hacían saltar los corazones, las flores en las mesas aportaban un toque místico y los asistentes cantaban a todo pulmón y utilizaban cualquier botella para improvisar los micrófonos.

Miró a su izquierda, la litera de al lado estaba ocupada. Su mente dibujó la imagen de una mujer de sesenta años que dormía en ropa interior y que pronto empezaría a roncar: no era el mejor pensamiento; pero era posible, quien haya utilizado un hostal en su vida, sabe que en estos lugares uno se puede encontrar con cualquier tipo de persona.

Bum Bum Bum. No dejaba de escuchar tambores en su cabeza. Un pequeño rayo de luz se filtró por la ventana a medio cerrar. El sol, que hacía su arribo, se coló en el cuarto hasta iluminar la piel de un hombre negro que, acostado, le daba la espalda.

Un dios de ébano, con piel perfecta, respiraba acompasado. Ni un solo gramo de grasa. Incluso en esa poca luz se apreciaban sus largos músculos, su espalda triangular, su trasero y sus piernas torneadas. De repente, ella se vio a sí misma levantándose, sigilosa, para meterse en esa cama y acariciarlo despacio, saborearlo con pequeños besos y olerlo mientras se abrazaba a ese hombre, quien aceptaría con calentura sus arrumacos. Deseaba dormir envuelta en terciopelo. No quiso pensar en la verga del dios, pero un relámpago le recorrió el cuerpo al pensar cómo la haría llegar al orgasmo.

Desde ese momento soñó.

Dos años después conoció a Jaime: dos metros de altura y cuerpo delgado. Afro libre: crespos pequeños y definidos. Sonrisa plena: labios carnosos que invitaban a besar.Ese día tenía un jean azul oscuro, una camisa blanca, un chaleco de hilo gris y una chaqueta negra.

Pamela, que era más alta que el promedio, al conocer a Jaime, lo abrazó con las manos entrelazadas en su cuello; le resultaba delicioso abrazar a alguien más alto que ella. Los dos estaban nerviosos, tres botellas de ron y la buena charla los relajaron poco a poco.

El primer beso fue en la mejilla, con la excusa de mostrarle a Pamela una foto en el celular, se acercaron tanto que él solo tuvo que girar un poco su cara para rozarle la comisura de los labios.

—¿Te molesta? —preguntó Jaime.

Ella, sin contestarle, se volteó, lo tomó de la nuca y apretó su labio inferior entre los suyos; luego subió la mano izquierda y la sumergió en el afro, haló un poco, mientras su otra mano le acariciaba la mejilla. Lo besó con deseo, pero con paciencia, con un rítmico contoneo. Al terminar solo atinó a decir: «Delicia».

Se escuchaba un son cubano, «el cariño que te tengo… no lo puedo negar… se me sale la babita…», ella le alargó un brazo, él correspondió el movimiento y se acercaron. Se juntaron en toda la longitud de sus cuerpos. A los dos se les cruzó por la mente que no existía mejor música para ese momento. Mientras sus caderas se rozaban con un movimiento cadencioso, él puso su mano justo donde se acababa la espalda de ella y la apretó con fuerza. Se selló la promesa de un buen final para la noche y el baile terminó por convertirse en una premonición.

Si a alguno de los dos se les hubiese preguntado cómo llegaron a esa habitación y cómo se quitaron la ropa, ninguno de los dos habría podido contestar. Para ese momento, el ron estaba en su cabeza y ambos sucumbieron ante la calentura.

Era una noche fría. Los dos se metieron debajo de la cobija de plumas sin pensarlo, desnudos. Jaime empezó a besar la espalda de Pamela y ella se le acercó para hacerle sentir el frío de sus nalgas pagadas a su cuerpo. Con el movimiento de su cadera la erección no se hizo esperar. Magnífica y dura, significaba el final de la espera: ¡por fin tendría a un dios entre sus piernas!

Los dedos de él se refugiaron en su vagina. Un gemido, seguido de la respiración apurada. La impaciencia reemplazó un orgasmo que de repente se sentía muy lejano.

El dios no sostuvo su erección, su cara reflejaba tristeza y decepción, era simple: se paralizó.

Tristeza

Me siento en el borde de la cama, no entiendo qué pasa. Llegan una docena de personas a mi casa, se meten en mis cosas, todo lo observan, todo quieren saberlo.

Comentan, que la chapa de la puerta no está forzada, que no encuentran mi celular, que ahí debe haber una pista importante de con quién compartí la noche.Revisan las copas que dejé sobre la mesita de centro, las colillas de cigarrillo que rebozan el cenicero. Hay una mujer joven que está en una esquina, ella me mira y no puede contener el llanto, disimula y sigue en su trabajo.

Dos hombres con cajas metálicas llegan hasta la cama y empiezan a limpiar mi cuerpo con unos copitos de algodón que luego guardan en bolsas herméticas. Tengo tanta vergüenza que me quedo quieta y solo repito: están haciendo su trabajo, están haciendo su trabajo.

Escucho a alguien que dice que hay una mancha de fluidos muy pequeña, pero puede servir para identificar al que me hizo esto. Todavía siento el dolor en mi entrepierna, tengo escozor, algo me quema y no puedo mirar qué es lo que tengo. Solo recuerdo imágenes fugaces a partir del momento en que me tomé la primera copa.

Decidida, empiezo a gritar que fue el tipo de Facebook, que estoy segura de que fue él, aunque después trajo a los amigos. Me siento mareada, nadie me escucha, empiezo a llorar y a gritar histérica. Mientras cuento la historia, entre lágrimas y sollozos, de cómo lo conocí, veo que me llevan en una bolsa blanca directo a la ambulancia. Sigo sin entender, hasta que un hombre mayor suelta un lacónico: «La violaron y la asesinaron… haré hasta lo imposible por encontrar al malparido».

Princesa porno

El citófono suena, es César, el portero.

—Buenas noches, que vienen a dejar un domicilio.

—Buenas noches, dígale que siga, por favor.

Juana cuelga y corre a buscar en su cartera los dieciocho mil pesos que pagará por una pizza mediana, mitad pollo con champiñones y mitad hawaiana. Todos los sábados a la misma hora pide la misma pizza.

Es alta, con unas piernas largas que parece que nacen en las amígdalas; piel blanca salteada por algunas pecas en los hombros, un par en la nariz y en los pómulos; cabello castaño claro, tan liso que, si una cucaracha caminara por ahí, seguro se resbalaría; uñas limadas y pintadas a la perfección. Su ropa siempre combina y nunca usa más de dos colores. Está obsesionada con el blanco, todo en su casa, desde el salero hasta su cama, es pulcro, perfecto y limpio. Una princesa hecha carne, quizás si hubieran escrito un cuento de hadas sobre ella, le ganaría a la mismísima Cenicienta.

Se ha dedicado toda su vida a la moda. Estudió en una prestigiosa universidad y desde su graduación, todos los minutos de su existencia han estado enfocados en trabajar por ser la mejor del país. En las mañanas, al iniciar su día, el corazón le late deprisa porque cada hora que pasa se acerca más a su sueño. Es su primer pensamiento en cuanto el frío de la mañana le golpea la cara y le susurra al oído que ya es hora de levantarse, y el último, cuando las sombras acechan en cada rincón de su nido.

En las noches silenciosas, enfundada en su pijama de seda y sábanas blancas, piensa que quizá le hace falta un poco de aventura, ansía tomar decisiones que la lleven a experiencias extremas. En últimas, su futuro lo tiene planeado al milímetro.

Suena el timbre, es su comida de fin de semana. Casi siempre llega al apartamento un hombre alto y fornido, con acento venezolano. Ella le pasa el dinero, le sonríe y cierra la puerta. El repartidor casi siempre parece querer decir algo más, pero ella nunca le da la oportunidad.

Ese día, cuando corre a buscar la cartera, no la encuentra. Le pide que entre y que la espere en la sala mientras ella encuentra cómo pagarle.

—Qué pena, no sé dónde dejé mi bolso.

—No se preocupe, tengo todo el tiempo del mundo para usted.

A Juana le suena un poco fuera de tono el comentario, pero sigue en la búsqueda.

Camina por todo el apartamento, ingenua ante el hombre de pie en la mitad de la sala, con la caja de pizza mediana en sus manos, que la observa con lujuria.

Encuentra la cartera, se acerca con una sonrisa, apenada y un poco ruborizada. Él la mira como si se tratara de una deidad. Apenas le entrega el dinero le roza los dedos y los dos sienten un corrientazo. Se miran a los ojos y Juana no puede contenerse, piensa en todas las noches que ha llegado a su casa, después de un excelente día, con ansias de que un cuerpo consuele todo el cansancio que conlleva el éxito. Le arrebata la caja de pizza y se lanza a sus brazos. Él la recibe como si hubiera estado cosechando ese momento, sus enormes brazos abiertos la rodean. Se dan un beso largo, con rabia, con deseo. Él la empuja hasta la pared más cercana y ella lo permite, lo alienta. Él se acerca, su pene erecto ya sobresale en el pantalón. Le agarra las nalgas y lo atrae un poco más hacia ella, no queda ni un centímetro entre los dos.

Él se distancia un poco para quitarle el vestido rojo de tiras que delinea su delgado cuerpo a la perfección. El vestido se desliza para dejar al descubierto una pequeña tanga blanca y un brasier a juego sin tirantes. Luce despampanante. Él besa su cuello, baja por su pecho sin tocarle aún las tetas, huele su ombligo y cuando llega al sexo corre la pequeña ropa interior y le empieza a besar el clítoris. Ella respira ahogada. Sube su pierna sobre la mesita del café para permitirse una posición más cómoda. Quiere venirse en esa lengua.

Cuando está a punto de llegar, él se detiene con brusquedad, la voltea con un movimiento rápido, le quita la ropa interior, se baja la cremallera y la penetra, ella lo recibe con un gemido, sus dedos delicados estimulan su clítoris. Ella grita y llega al orgasmo.

Él se calienta mucho más al sentirla estremecer. Hace que se apoye en la mesa con las manos, mientras desde atrás venera el culo blanco que espera ansioso a que le agarren sin compasión. La penetra una vez más, con una cadencia perenne; cada golpe la hace gemir más alto… cada embestida la hace mojarse más y sabe que ha llegado su turno.

Se sienta al borde de la pequeña mesa, que cruje con tanto ajetreo, le mira el pene fijamente, que está ahí, erecto y perfecto, justo a su nivel; lo toma con la mano derecha y empieza a masturbarlo mientras le da un beso francés solo en la punta. Él gime y mira al cielo suplicante. Lo suelta, le agarra las nalgas con las dos manos y se mete todo el miembro erecto hasta la garganta. Lo encuentra delicioso.