Envuelto en mentiras - Julie Hogan - E-Book
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Envuelto en mentiras E-Book

Julie Hogan

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Beschreibung

¿Quién había estado durmiendo en su cama? Tras abandonar su exitosa carrera como modelo, Lauren Simpson se había establecido en Valle Verde, California, donde tenía la intención de vivir plácidamente con Jem, su hijo adoptivo. Después del último desengaño amoroso, no quería que otro hombre le complicara la vida. Al menos eso era lo que ella creía... Cole Travis había llegado a la ciudad en busca del hijo que nunca conoció, que quizá fuera Jem Simpson. Pero cuanto más conocía a Lauren, más confuso se sentía. ¿Podría desenmarañar todas las mentiras del pasado... y ganarse el amor de su hijo y de la mujer de su vida?

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Seitenzahl: 203

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Julie Hogan

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Envuelto en mentiras, n.º 1243 - diciembre 2015

Título original: Tangled Sheets, Tangled Lies

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7363-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

La primera sensación que Cole Travis tuvo al entrar en el pueblo de Valle Verde fue la de haber retrocedido en el tiempo.

La calle principal era un simple camino de tierra, sin aceras y cubierto de matojos y florecillas silvestres. Un grupo de chiquillos paseaba riendo y golpeándose entre ellos, una mujer empujaba un carrito de bebé con las bolsas de la compra apiladas bajo el canasto, y unos cuantos hombres estaban sentados a la puerta de la ferretería.

Todo era paz y tranquilidad, y a Cole le pareció ser la única persona en cien kilómetros a la redonda con un problema.

Aparcó junto a los surtidores de una vieja gasolinera y apagó el motor de su destartalada camioneta, que se detuvo con un vibrante y prolongado traqueteo. Cole se la había comprado a uno de sus contratistas justo antes de salir de Seattle, dos semanas atrás. El hombre se había referido entre risas a las «características técnicas» del vehículo. Una de ellas era que no se paraba del todo hasta que le daba la gana.

Cole soltó un suspiro. Tenía intención de volver a casa al final del viaje, por eso había querido un vehículo del que poder deshacerse cuando llegara el momento. Y eso era precisamente lo que había conseguido.

–¿Lleno? –le preguntó el encargado de la gasolinera acercándose a la ventanilla.

–Sí –respondió Cole. Abrió la portezuela, que emitió un estridente chirrido, y saltó al pavimento–. ¿Sabe dónde puedo comprar un periódico local?

–Puede quedarse con el mío –contestó él tipo apuntando con la cabeza hacia la oficina–. Yo ya lo he leído. Está en la mesa.

Cole caminó lentamente hacia la oficina. Llevaba encerrado en la camioneta durante toda la mañana, en el largo trayecto desde San Clemente a San Diego, y tenía los músculos agarrotados. Por desgracia, ni en San Clemente ni antes en Laguna Beach había encontrado lo que estaba buscando. Aunque eso no lo desanimaba en absoluto. Por mucho tiempo o kilómetros que le llevara, estaba seguro de que acabaría encontrando a su hijo, de que volvería a casa con él y de que haría todo lo posible por compensar los años perdidos.

En la oficina vio un mapa de Valle Verde colgado en la pared. Sacó un trozo de papel del bolsillo trasero y buscó en el mapa la dirección que tenía escrita. Tras localizarla, volvió a la camioneta, pagó la gasolina y se puso de nuevo en marcha. Al menos ya sabía dónde encontrarlos. Solo quedaba un pequeño detalle por solucionar: cómo acercarse a ellos sin que sospecharan su verdadero motivo. Un motivo que podría cambiar sus vidas para siempre.

Aparcó junto a un pequeño y pulcro parque a la derecha de la carretera y sacó de su bolsa las cinco gruesas carpetas. Sopesó en las manos el pesado material de sus investigaciones como detective privado. Había tenido cinco oportunidades para encontrar a su hijo. Solo le quedaban tres.

Mientras abría la primera de las carpetas sintió una punzada de ira hacia su ex mujer. La ira, mezclada con la esperanza, la ansiedad y la tristeza, era lo que llevaba atormentándolo desde que supo que Kelly estaba embarazada cuando lo abandonó, cinco años antes.

El mes anterior lo había llamado su ex cuñado para decirle que Kelly había muerto… y que le había confesado algo terrible justo antes de morir. Reconoció que no solo había llevado en su interior al hijo de Cole cuando se marchó, sino que había dejado al bebé en el hospital. Pero lo peor de todo era que el hermano de Kelly no sabía lo que le había pasado al niño, ni tampoco el nombre del hospital.

Cole cerró los ojos e intentó reprimir la furia. Tenía que concentrarse en su objetivo. Sus dos intentos fallidos en San Clemente y en Laguna Beach le habían demostrado que no podía presentarse sin más y exponer los hechos a las claras. Con eso solo conseguía recelo y desconfianza, por lo que en el futuro debería revelar lo menos posible.

Abrió el periódico y buscó los anuncios clasificados. Tal vez pudiera encontrar un trabajo allí e integrarse en la comunidad durante un par de semanas. De ese modo, cuando conociese a las personas que había ido a buscar, podría presentarse como un recién llegado al pueblo en vez de como un hombre con una misión desesperada.

Una súbita brisa se coló por la ventanilla abierta e hizo crujir las hojas del periódico. Cole lo apretó contra el volante y pasó un dedo por la columna de empleo. A mitad de la página se detuvo, agarró un bolígrafo del cenicero y trazó un círculo rojo alrededor de un gran anuncio.

Y por primera vez en largas semanas se permitió sonreír.

 

 

Lauren Simpson tomó otro sorbo del horrible café que servían en el Uncle Bill’s Café y sonrió a su hijo, que estaba dándose un atracón de sirope de chocolate.

–¡Léelo otra vez, mami! ¡Léelo otra vez!

Lauren estiró las piernas bajo la mesa de formica y apoyó los pies sobre el banco que tenía frente a ella. Dejó escapar un silencioso suspiro. A los cuatro años, la capacidad de Jem para repetir era infinita.

–¡Por favoooor! –los azules ojos de Jem Simpson brillaron con malicia mientras le sonreía a su madre.

Era una expresión infalible para derretir el corazón de cualquier madre, por lo que a Lauren no le quedó más remedio que volver a abrir el periódico local de Valle Verde y leer el anuncio de empleo por décima vez.

–«Se precisa un carpintero, electricista y fontanero para la reforma de una vivienda y de un granero. Interesados preséntense en el domicilio de los Simpson, Agua Dulce Road».

–¿Crees que vendrá alguien hoy? –le preguntó Jem.

–Eso espero –dejó el periódico y rezó por que así fuera. Lo que más necesitaba en el mundo era a un hombre mañoso que la ayudara a reformar su vieja casa y su gran granero, que en seis semanas tenía que estar listo para abrirse al público–. Y si no viene nadie, tendremos que ser tú, yo, un martillo y el mayor botiquín de primeros auxilios que podamos encontrar –dejó sobre la mesa el dinero del desayuno y se fijó en la diezmada tortita del plato de Jem–. No has comido mucho. ¿Por qué no vas y le preguntas a Bill si puede envolverte algunas tortitas para llevar?

–Vale –aceptó él. Se bajó del asiento y agarró su plato. Lauren vio cómo lo llevaba con cuidado hacia la barra y vio cómo Bill se reía al ver el destrozo que había hecho Jem con su tortita, igual que hacía cada sábado desde que se mudaron a ese pequeño pueblecito, dos meses atrás.

A pesar de estar muy cerca de una gran ciudad, si es que San Diego podía recibir el calificativo de «grande», Valle Verde era un lugar realmente acogedor, pensó Lauren mirando por la ventana. Los niños circulaban en bicicleta por la calle principal y las madres se dirigían a la compra o cotilleaban animadamente en la puerta de la peluquería. Desde el café se veían los carteles de maderas de los diversos establecimientos que se alineaban en la calle:

 

Johnny’s Pump and Tune, What’s Shakin’ Chicken Pie Shop, Gordy’s U Pic It We Pac It Grocery y el Top of the Valley Hardware.

 

Y pronto, con un poco de suerte, un nuevo cartel ondearía al viento de la cálida brisa veraniega:

 

Simpson’s Gems. La mejor tienda de antigüedades del condado.

 

Dejó sobre la mesa algunos dólares más por las tortitas envueltas y se levantó para marcharse. Antes permitió que Jem terminase de contarle al resto de clientes la historia del anuncio y de lo bueno que era él mismo con las herramientas y cómo iba ayudar. Sonrió al recordar el abrelatas que su «habilidoso» hijo había destrozado aquella misma mañana. Agarró su pegajosa mano y, tras despedirse de todos, salieron del local.

Jem no paraba de hablar en el camino de vuelta a casa; Lauren se preguntó si ella habría sido igual a su edad. Seguramente no, teniendo en cuenta que no había tenido a nadie para escucharla. Había pasado su infancia de una familia adoptiva a otra, y no era una etapa de su vida que le gustara recordar, pero que tampoco podía olvidar. En cambio, el recuerdo que Jem guardaría de su infancia sería lo maravilloso que era vivir en aquel pueblo tranquilo a la sombra de los eucaliptos.

Le miró su cabecita de rizos marrones mientras él se agachaba para recoger una piedra particularmente sucia y se la metía en el bolsillo. Siempre recogiendo cosas… En eso sí se parecía a ella, aunque no tuviera su misma sangre. No era su madre biológica, pero lo había adoptado desde que lo abandonaron siendo un bebé, por lo tanto era la única persona de la que podría haber copiado el comportamiento.

Desde que podía recordar siempre le había gustado recoger y coleccionar cosas. Y ahora, tras haber abandonado su agotadora carera de modelo y haberse propuesto ser la mejor madre del mundo, iba a reunir sus preciadas colecciones para transformar el viejo granero en una tienda de antigüedades.

Jem le tiró de la mano para llamarle la atención cuando se aproximaban a la casa.

–Mira, mami –le dijo en un susurro.

Lauren siguió la mirada de su hijo y automáticamente aminoró la marcha. En el porche de su hermosa y medio derruida mansión victoriana había un hombre apoyado contra la viga que sostenía el recargado saliente. Estaba examinando los aleros de la casa, de espaldas a ellos, y Lauren tragó saliva al ver la camiseta negra ceñida a sus anchos hombros, su espectacular trasero y sus largas piernas enfundadas en unos vaqueros.

Cielos… Si hubiera necesitado a un hombre en vez de un manitas, no habría tenido que seguir buscando. Pero no era así. Doscientos veintiún días atrás se había hecho una promesa: nada de hombres durante un año. Era el único modo de mantener el sentido común en lo que al sexo masculino se refería. Su cordura, y lo que era más importante, la felicidad de su hijo, dependía de ello.

Cuando se estaban acercando, el desconocido giró ligeramente la cabeza, lo suficiente para mostrar unos mechones dorados cayendo sobre la frente y un perfil que bien parecía cincelado en bronce. Una desconcertante ola de calor la recorrió por dentro cuando lo vio levantar una mano y agarrar la viga sobre su cabeza, tensando y flexionando los poderosos músculos del brazo. Tenía un cuerpo de lo más excitante, y eso que ella estaba harta de ver anatomías perfectas a lo largo de su carrera.

Hizo un esfuerzo por mantener la compostura, y entonces se fijó en la vieja camioneta con matrícula del estado de Washington. Fuera quien fuera, Lauren estaba segura que no sería buena idea acercarse a él con la cara roja, como una animadora acechando al capitán del equipo de fútbol.

–Mamá, ¿crees que es él? –le preguntó Jem en voz baja.

Pero no fue lo suficientemente baja, ya que el hombre se dio la vuelta al oírlo y sonrió, mostrando una reluciente dentadura y unos intensos ojos azules que contrastaban con su piel bronceada. Por unos segundos a Lauren le costó respirar. Apretó con fuerza la mano de su hijo mientras el desconocido sacaba un periódico doblado del bolsillo trasero de sus vaqueros.

«Por favor, que no venga por el anuncio», rogó ella en silencio. «Que solo sea un recién llegado que está buscando una dirección. Es demasiado guapo para ser nuestro manitas».

–¿Puedo ayudarlo? –le preguntó mientras ella y Jem subían los escalones, evitando con cuidado los dos que estaban rotos cerca del suelo.

El hombre miró a Jem con cierta perplejidad, como si le resultara familiar pero no pudiera acordarse de qué. Entonces se volvió y la miró a ella. Sus miradas se encontraron y se mantuvieron, y Lauren sintió un mareo similar al que había sufrido en la montaña rusa de la última feria.

–Tal vez –respondió él finalmente–. Pero creo que soy yo quien puede ayudarla a usted.

–¡Tú eres el hombre! –exclamó Jem.

El desconocido ladeó la cabeza y una ligera sonrisa curvó sus sensuales labios.

–Quiere decir que… –empezó a explicar Lauren.

–Creo que sé lo que ha querido decir –la interrumpió él sonriéndole a Jem. Desdobló el periódico y le mostró el anunció rodeado de rojo–. He venido por el empleo.

¿Qué clase de suerte era aquella? Había estado esperando a un viejo agradable, canoso y con dentadura postiza, no a un hombre cuya sonrisa bastara para que algo se moviera dentro de ella… algo que era mejor no despertar.

Ahogó un suspiro y se recordó a sí misma que tenía que mantener su promesa. Nada de hombres durante los ciento cuarenta y cuatro días siguientes. Transcurrido ese tiempo su instinto se habría depurado. Aunque tampoco podía decir que su instinto hubiera estado alguna vez afinado del todo. En cualquier caso, lo primero era liberarse de aquel desconocido a quien el Destino parecía haber enviado para tentarla.

–A menos, claro está, que el puesto ya esté ocupado –dijo el hombre.

Por un segundo Lauren consideró la posibilidad de mentirle, pero el brillo de sus ojos azules la obligaba a decir la verdad.

–No, no está ocupado, pero…

–Genial –repuso él en tono tranquilo y con una sonrisa–. Así podré empezar inmediatamente.

Jamás, pensó ella, convencida de que en cualquier momento llegarían las hordas de abuelitos calvos y feos solicitando el puesto.

–La verdad es que estoy buscando a alguien del pueblo –arguyó, mirando hacia la camioneta–. Y por lo que veo usted no parece ser de por aquí.

–En efecto, señora. Soy de Seattle –le respondió sin dejar de mirarla–. Allí he hecho unos cuantos trabajos bastante buenos.

–En ese caso me gustaría ver su currículum. Pero, como ya he dicho, preferiría darle el trabajo a alguien del pueblo –aquello sonaba bastante razonable, pensó mientras desviaba la mirada hacia el gigantesco roble del jardín delantero. Las sombras de las ramas se proyectaban cautivadamente sobre el atractivo rostro del desconocido.

–Tengo que advertirle una cosa –dijo él apoyándose contra el poste y cruzando los brazos–: no va a encontrar a nadie mejor que yo.

Cualquier mujer con un par de ojos en la cara hubiera podido jurarlo, pero Lauren no era el tipo de persona que diera su consentimiento con facilidad.

–Supongo que eso no lo sabré hasta que vea al resto de solicitantes. Pero con mucho gusto revisaré su currículum y lo llamaré para una entrevista, si quiere.

La sonrisa del desconocido se ensanchó, suavizándole los rasgos y dando la impresión de que se podía confiar en él para guardar el oro de Fort Knox. Entonces se separó del poste y caminó hacia ella y Jem con seguridad y elegancia.

–No tengo currículum –la última palabra la dijo como si para él el currículum fuera algo reservado a los simples mortales–. Ni tampoco número de teléfono. Solo estoy de paso, buscando algún trabajo ocasional antes de seguir mi camino.

De camino… Eso significaba que no iba a tropezarse en el pueblo con aquella sonrisa letal. Dejó escapar un suspiro de alivio. ¿O era de pesar? No, no, no, se recriminó a sí misma. Era de alivio; solo de alivio.

–¿Puedes arreglar casas? –le preguntó Jem, quien, obviamente, pensaba que ya había estado demasiado rato en silencio.

El hombre se agachó frente a él y lo miró a los ojos.

–¿Cómo te llamas?

–Jem Simpson –respondió el pequeño con una sonrisa inocente.

–Encantado de conocerte, Jem. Yo soy Cole Travis, y puedo arreglar cualquier cosa –su voz era profunda y segura… y algo más que hizo que Lauren pusiera una mano en el hombro de Jem. No era la primera vez que un hombre trataba de acercarse a ella a través de su hijo.

El hombre la miró y los ojos se le oscurecieron al observarla, pero no como hacían todos los hombres al reconocerla del catálogo de lencería Boudoir. No, Cole Travis la examinaba como si quisiera mirar en su interior, haciendo que se sintiera inquieta y excitada al mismo tiempo… y un poco irritada.

–¿Esta es tu madre, Jem? –le preguntó volviendo la vista hacia él.

El chico asintió con una amplia sonrisa.

–Se llama Lauren –dijo, pero pronunció el nombre como siempre hacía, haciendo que sonara como: «Lu–len».

–Lauren –corrigió ella–. Lauren Simpson –dudó un momento y extendió la mano.

Cole Travis se irguió en toda su estatura y se la estrechó. El tacto de sus dedos era como el del papel de lija, pero el apretón de manos no solo era áspero, sino también cálido y eléctrico, y parecía transmitir una corriente de energía por el brazo.

Debía de ser el café del desayuno, pensó ella retirando la mano y dando un paso atrás.

–Es un placer conocerlo, señor Travis –se metió la mano en el bolsillo y forzó una temblorosa sonrisa–. Pero, como ya he dicho, tendré que entrevistar a varios más antes de tomar una decisión.

–Como quiera –repuso él encogiéndose de hombros–. Pero le prometo que no va a encontrar a nadie mejor.

–¿Puedes arreglar el columpio? –le preguntó Jem, mientras echaba a correr hacia el viejo columpio de madera que colgaba precariamente en el extremo del porche.

–Claro que sí –respondió Cole. Se acercó al columpio y comprobó las cadenas–. Le propongo una cosa –dijo volviéndose hacia Lauren–. Le daré un ejemplo gratis de cómo trabajo. ¿De acuerdo?

Lauren frunció el ceño. No estaba segura, pero algo en aquella sonrisa le daba la impresión de que era él quien estaba tomando las decisiones… y las reglas.

–Y Jem puede ayudarme –añadió, haciendo que la cara del niño se iluminara como el cielo en la noche del Cuatro de Julio.

El sentido común de Lauren entró en conflicto con la necesidad de echar a Cole Travis de allí. No se sentía cómoda a su lado, y no solo porque el modo con que la miraba hacia que le temblasen las rodillas. Por otro lado, había mil cosas en la casa que necesitaban reparación inmediata, y si quería estar preparada para el comienzo de la temporada turística de verano, dentro de dos meses, no podía perder más tiempo. Así que ¿qué importancia tenía que se sintiera atraída hacia aquel hombre? Su negocio era lo primero, y no iba a permitir que sus hormonas se entrometieran.

Cole Travis echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada por algo que Jem había dicho. Su risa, profunda y sincera, le provocó a Lauren un estremecimiento de puro deseo por todo el cuerpo.

Hizo un esfuerzo por reprimirlo y se recordó que tardaría muy poco en encontrar a un viejo carpintero de Villa Verde. Alguien habilidoso sin el menor atractivo sexual.

–Le propongo un trato. Si es capaz de arreglar el columpio en una hora, lo contrataré para el fin de semana.

–Trato hecho –aceptó él sin la menor muestra de vacilación.

Ella asintió y miró a Jem, cuya sonrisa de oreja a oreja demostraba su ansiedad por participar en la reparación del columpio.

–Y en cuanto a ti, jovencito, ¿no habías prometido limpiar tu habitación?

La expresión de su hijo se ensombreció al instante. Se miró los pies y asintió, con tanto entusiasmo como si fuera de camino a la guillotina.

–Cuando hayas acabado –añadió suavizando el tono–, vendremos a comprobar los progresos del señor Travis –se volvió para mirarlo–, y entonces veremos lo bueno que realmente es.

–Creo que le gustará el resultado –respondió él con un brillo de regocijo en sus ojos azules.

Demasiado tarde para eso, pensó ella divertida mientras metía la llave en la cerradura. Dejó que su abatido hijo entrara primero y rezó por que su viejo y feo salvador llegara pronto. Entonces podría ocuparse de lo que importaba de verdad: preparar la casa para el negocio que los mantendría, a ella y a Jem, para el resto de sus vidas.

Cole vio cómo se cerraba la desvencijada puerta con un chirrido. Tomó nota mental de que la puerta sería lo próximo en reparar. Aspiró con fuerza y notó cómo la dulce fragancia a limón persistía en el aire… igual que la visión de aquella melena rojiza y aquel par de piernas perfectamente moldeadas. Le recordaba a una exuberante mujer de los años cuarenta, de la que se había enamorado de niño al verla en un calendario en el garaje de su padre.

Y Jem, fuera o no su hijo, era un chico lleno de fuerza y curiosidad que adoraba a Lauren igual que ella a él. Pero aunque algo en el niño le había resultado familiar, Cole se resistió a imaginárselo como su propio hijo. Si algo había aprendido de los dos fracasos anteriores, era a no crearse expectativas hasta que lo supiera con certeza.

Y, sin embargo, mientras se dirigía hacia la camioneta no pudo librarse de la imagen de Lauren. Se había mostrado tan combativa, cruzando los brazos y realzando esos pechos que habían vuelto locos a casi todos los hombres de América…

Lauren Simpson era una de las modelos más hermosas de ropa interior, con unos labios carnosos y unos desafiantes ojos verdes que miraban de reojo a los hombres desde la página impresa. Pero no era eso lo que lo había sorprendido, sino la inteligencia, resolución y confianza en sí misma que demostraba. Increíble, ya que Cole había supuesto que era tan vacía y artificial como aparecía en el catálogo.

Se limpió las gotas de sudor de la frente. ¿Por qué demonios estaba tan acalorado? Miró al cielo y esperó que la razón fuera el sol abrasador, pero no. Aún era temprano y el sol brillaba débilmente por el este. No podía negarlo. Era Lauren Simpson la que lo hacía sudar. Y eso no le gustaba en absoluto.

Había ido allí con un solo propósito, se recordó mientras agarraba la caja de herramientas, y no iba a apartarse de él. Para conseguir lo que quería necesitaba ese trabajo, y podría hacerlo mucho mejor si no se llenaba la cabeza con las diminutas prendas de seda con las que aquella mujer se cubría las partes íntimas de su cuerpo en el maldito catálogo.

Maldijo en voz baja y sacó una sierra para metales. En menos de veinte minutos había acabado con el columpio. No solo había colocado una nueva cadena, sino que además había rellenado los agujeros de la funda deshilachada.

Se sentó para comprobar si aguantaba su peso y lo sorprendió la satisfacción que sentía por el trabajo bien hecho. Estaba claro que había pasado mucho tiempo sin hacer un trabajo manual. Miró la fachada de la casa y comprobó lo que había que hacer, con la agudeza que le daban sus quince años en el mundo de la construcción. Desde donde estaba sentado pudo ver que el tejado tenía goteras y que las ventanas necesitaban cristales nuevos.

Se levantó con un suspiró y sacó un destornillador de la caja de herramientas. Estaba de sobra cualificado para ese trabajo, pensó mientras desatornillaba la puerta, pero Lauren nunca lo sabría. Al menos, no hasta que fuera el momento.

De repente Jem se asomó por el hueco de la puerta.

–¿Qué haces? –le preguntó con una tímida sonrisa.

–Estoy arreglando la puerta –respondió mientras retiraba el marco de madera y lo apoyaba contra la pared–. Si has acabado de ordenar tu cuarto, ¿por qué no avisas a tu madre para que venga a comprobar el columpio? Ya está arreglado.

Jem se giró sobre sus talones y echó a correr hacia el interior de la casa.

–¡Mamá! ¡Mamá! El columpio está arreglado. ¡Vamos!

El entusiasmo del chico alcanzó el corazón de Cole, pero continuó trabajando hasta que apareció Lauren de la mano de su hijo. Lucía aquella gélida sonrisa que tantas veces mostraba en las fotos. Llevaba puesto un delantal sobre los vaqueros y el top, dando el aspecto de un ama de casa, extremadamente sexy, que se encontraba con su marido en la puerta.

Y, por un segundo, Cole deseó con todas sus fuerzas ser ese marido.

–¿Ya ha acabado? –le preguntó cuando salió al porche.