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Renovador extremo de la dicción hispánica, esforzado labrador de disonancias perfectas, minero capaz de hallar un gesto poético donde no había una veta visible, Deniz presiona la sintaxis de cada verso al extremo de lograr un brinco semántico que resignifica la palabra y que es un volver a empezar.
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Seitenzahl: 570
Gerardo Deniz nació en Madrid en 1934. Creció en Suiza y en 1942 llegó a México, donde ha vivido desde entonces alternando su vocación de químico —ha trabajado en laboratorios y centros de información científica— con la elaboración de una de las obras poéticas más sólidas y cultivadas del último cuarto del siglo XX mexicano. Afecto a todas las ciencias, políglota, filólogo, erudito en cosas no siempre útiles y amante de los animales de cualquier especie, Deniz ha publicado, en el terreno de la poesía: Adrede (1970), Gatuperio (1978), Enroque (1986), Picos pardos (1987), Grosso modo (1988), Mundonuevos (1991), Amor y Oxidente (1991), Op. cit. (1992), Ton y son (1996), Letritus (1996), Fosa escéptica (2000), … (2000), Cubiertos de una piel (2002), Semifusas (2004) y Cuatronarices (2005). Recibió el premio Xavier Villaurrutia en 1992. Ha sido becario del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y es miembro del Sistema Nacional de Creadores.
Erdera
Primera edición, 2005 Primera edición electrónica, 2015
Ilustración de Roberto Rébora
Fotografía: Roberto Rébora
Diseño de portada: Laura Esponda Diseño de interiores: Pablo Rulfo Dibujo de portada: Roberto Rébora
D. R. © 2005, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672
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ISBN 978-607-16-3271-5 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
Adrede (1970)
Gatuperio (1978)
Enroque (1986)
Picos pardos (1987, 1992)
Grosso modo (1988)
Mundonuevos (1991)
Amor y Oxidente (1991)
Op. cit. (1992)
Ton y son (1996)
Letritus (1996)
Fosa escéptica (2000)
… (junio, 2000)
Cubiertos de una piel (2002)
Semifusas (2004)
Cuatronarices (2005)
Joaquín Mortiz (Las Dos Orillas), 1970.Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Lecturas Mexicanas, cuarta serie), 1998.
A Octavio PazO voyageur dans le vent jaune, goût de l’âme!…
(1956, 1958, 1962)
El otoño pastoreaba grandes ríos, acumulaba esplendores en los
picos, esculpía plenitudes en el valle de México…
Húmedo nido de tibia piel
(tu piel, del color de tu piel;
que no se puede acariciar sin que acaricie;
que, compasiva, me adormece),
eres la mitad del mundo, todo no,
y tienes nombre,
pero tu nombre es nada,
como la otra mitad del mundo.
Escribir palabras tuyas
(tu oreja, interrogante diminuto;
tu pelo, fruto absurdo de una selva)
y esta voz es humo,
porque estás hecha de muchas palabras,
pero no eres ninguna.
Que la noche poblada de infinitos
—los únicos infinitos que nos van quedando—
borre las cicatrices
como borran las olas
la pisada en la playa.
Que nos sorprenda el sol
con las alas caídas,
con los ojos cerrados,
mordiendo, sin saberlo,
un puñado de tierra.
No conoces
la noche en vela más allá de tu sueño,
acorde prolongado, cristal duro.
Quiero verte mirar, isla desnuda,
la estela del día en la noche,
líquido resplandor que se desdice,
pregunta que escapa y cae al pozo
y el pozo no rebosa,
que sombra sobre sombra sólo es sombra,
Quisiera verte verme, sentirte buscar, muda,
y sólo hallar ceniza ante tu puerta,
arenas, dunas, todo un mar nocturno
que tiene cuatro puntas, como un pañuelo,
y te empaña tantas noches, sin borrarte.
Ver morir tu mirada como animal sin tacha
que pide al sueño y confía,
cierra luego los ojos
y el cielo se hace suyo para siempre.
Escucharte vivir en tu presencia entera,
fruto perdido, canto de lo oscuro
que desciende y se hunde
—derroche de ondas—
en el agua limpia del instante en reposo.
Pero no saber nunca
si la sombra tan sombra que te cubre
es el cielo que duerme
o tan sólo la huella de un cielo que se ha ido.
Sueña el bosque en voz baja,
narra tu historia.
La vida del bosque
es sueño suspenso a ras de tierra.
Húmeda tierra,
precio oscuro de la eternidad.
Tu vida es soplo que aviva a la noche.
Al reverso de la medalla
se dilata una ribera de gacelas y caimanes.
La madrugada hiela rejas en el campo;
ágiles trompeterías son el solo recuerdo
de la noche que escapa y galopa a lo lejos.
Alienta una vez más en la misma sombra en que naciste,
vibra de nuevo, deshecha arquitectura,
puerta a imperios con muros de agua,
horizonte de vértigos y palmas;
vibra, pro y contra de la noche,
surco abierto en el tiempo.
El follaje se afila y palidece
en la falsa tiniebla de la mitad del cielo
y en tus ojos naufragan pedazos de la luna.
Bajo este atroz silencio
de inmensidad que se sabe perdida,
cuando la luz se rehaga
un pájaro romperá sus alas en el aire amarillo.
El nudo se ha deshecho, la amarra se soltó:
nunca antes sucedió de esta manera. Ahora
algo antiguo cruzará poco a poco la memoria;
sin eco, puerta a puerta, paso a paso,
despacio, callará. Queda bien poco, puede ser el silencio
contemplando en silencio tan en vano
como entonces.
¿No sabías? Ahora
hay un nombre de menos, hay ventanas
que nadie sabrá abrir.
Tú perduras, raíz enamorada;
algo más, algo antiguo contigo quedará.
—Espero —¡sólo esta noche!—
redobles de lejanía,
añoranza de multitud,
retorno sin retroceso.
—No esperes más. Tratamos vanamente
de existir sobre una hilera
de puntos suspensivos.
Dóblate en ti misma, no te dejes ahogar
por la hiedra traidora de la duda sin fin.
Dóblate a la sombra,
táctil abanico, quilla de nave
encallada en el aire.
—Ascienden las pupilas
de un tigre joven.
Tres jirones han hecho del cielo,
tres sombras se cobijan
al abrigo del rayo.
—(Dos sombras nuestras
y una sombra de todos, ante todo.)
Mira a tus costados,
en tu ribera sola las arenas.
—A tu espalda se apaga
en la estrella penúltima
un fulgor que no viste.
—En mi laberinto
murmuran cien puertas de secreto.
Sobre las aguas —visión angélica—
la procesión que sigues
muerde su cola.
Y nadie te acompaña con tu arena
y llamo esta noche a tus ventanas
y no te das cuenta.
—Escapa sin reproche,
corta el camino al viento,
mella sus filos dobles.
—Ya la última estrella
tiembla, acosada en su círculo.
Hieren tus pies cristales rotos.
(1955)
Tant pis! vers le bonheur d’autres m’entraîneront
Par leur tresse nouée aux cornes de mon front.
Me amanece la noche tan distante
—sabida pero infiel—, que mi manera
pregona, arrebatada, la ceguera
que hasta ayer le negó verse delante
de un cielo singular y equidistante
indeciso entre el tacto y la quimera,
como si alguna urgencia le pidiera
cobrar abismo o retornar triunfante.
El metal que se templa en la mirada
y el ancla confiada en su firmeza
devuelven la ternura enmascarada
y al filo de su mundo paralelo
trastornan el sitial de la certeza
sin menguar el alcance del consuelo.
Cuando tu luz silvestre se desboca
por cumplir un horóscopo sin fecha
hay un tiempo de eclipse que aprovecha
la brizna de impaciencia que le toca.
Nunca sabe el amago de tu boca
del afán acechando la cosecha,
ni el gesto a medio hacer jamás sospecha
el carnaval sin riendas que provoca.
Y cuando, ya sin voz, alzas apenas
tu frágil desnudez, hiedra y azoro,
el apremio tenaz dora tus venas
y los cinco sentidos van a una
tropezando, como un inerme coro
abrumado de fases de la luna.
Por el rumbo cabal de la semana
opones al temblor de cada paso
el reloj suficiente del retraso
y una tregua tan húmeda y temprana
como la lluvia hostil de la mañana
que antes de pronunciar el cielo escaso
debe sobrevivir a campo raso
con ademán de víspera lejana.
Pero aunque desvaída o cenicienta
retrocedas al clima postergado,
no olvidas que el desvelo sólo aumenta
el reproche tardío de la espuela,
y para propiciar al tiempo airado
concedes un mohín, y el tiempo vuela.
Llevo por arboledas y balcones
al elogio en su jaula de cristales
haciendo resonar las iniciales
que sin pensar te quitas y te pones.
Porque vivir de pan y de ocasiones,
de premuras y yemas vegetales,
se me vuelve un derroche de vocales
huérfano sin sabor y sin razones.
Y por probar fortuna te dibujo
la oreja a ojos cerrados, consecuencia
de aquellos sobresaltos que produjo
mientras ya no sé qué me ibas cantando
y yo tendí la mano a la impaciencia
y cumplí mi deber, ya no sé cuándo.
Alientas en el cáliz de la ofrenda,
queja final de arroyo poseído,
y eres un suelo afín, estremecido
talismán del ahínco sin enmienda.
Quisieras conducir a la leyenda
por el mustio remanso del olvido,
pero basta el despojo consabido
para entregarte atónita a la senda
en que aprietas los párpados de día
y te pueblan espigas con la sombra:
no importa que tu voz no sea la mía
pues ante la justicia de tus dientes
nada se compadece ni se nombra,
todo en fervor se trueca, y tú lo sientes.
En el desorden pruebas el reposo
mermándome las horas y el sustento
que alborea en las galas de un portento,
ventana al extravío, azar hermoso.
Ese equilibrio, alado y generoso
océano de acerado movimiento,
ese musgo total que en un momento
responde al desafío presuroso,
tienen también ingenuas coyunturas,
grises encrucijadas repentinas
donde abrevas alarmas y blancuras.
Entonces no predico en el desierto:
cómplice de las últimas esquinas,
abandono en alguna el desacierto.
Ni un punto guardaré para la ira:
el último latido va primero;
ante el siniestro lujo venidero
la dimensión absorta no respira.
Todo es un cuerpo a cuerpo que delira,
un castillo de naipes pendenciero,
el tobillo derecho que prefiero
si esa orilla del río más me admira.
Al rescate de sílabas arteras
multiplica otra vana cabalgata
el rigor estival de las afueras
en su cerrado alcance. Y entre tanto
suena el cerco de gallos que desata
la inmerecida estirpe del quebranto.
… que a ruinas y a estragos
sabe el tiempo hacer verdes halagos
Sumisa condición, la semejanza
cede a la libertad que la aprisiona
y al perder pie su tránsito perdona
en imperio mortal muerta asechanza,
aquel puntual ensalmo de la danza
invadido por días sin corona,
y piedra coronada que abandona
cualquier empedernida remembranza
entre un débil mentir de capiteles
donde el afán concluye en obediencia
al sospechar postreros timoneles
que el vasto pasmo del laurel consuma
para ser en inútil permanencia
ocio de luz y término de bruma.
Guarda el mármol su hueco desafío
como acecha el verano en la espesura
mientras la tarde cálida madura
hasta el alba de manso escalofrío.
Sólo la hiedra puebla su vacío
y al silencio devuelve sin premura
el ajeno prestigio que murmura
olvidado en la estela del navío.
Insiste la materia dislocada
tras el discurso del cristal agudo,
pero al hielo implacable consagrada
acampa la piedad en la ribera,
y más acá del salmo y el escudo
ensaya el sueño su quietud primera.
Luto gentil al orden despojado
concede palmo a palmo la maleza,
suma de acierto y húmeda destreza
sobre tanto fulgor equivocado
que probó los reparos y el cuidado
en el trance letal de la torpeza,
hasta volver a medias la cabeza
y sufrir la quietud a su costado
celebrando la trama silenciosa
del castigo sensible que la espina
impone y guarda, por igual celosa,
para vestir de redes sin sentido
el mineral esmero de la ruina
a sus hábiles artes sometido.
Este que veis aquí, color siniestro,
testimonio es de mar y lejanía
y a quietud sometido todavía
a la noche sirviera de maestro.
Hábil en nados y en la huida diestro,
el azar lo llevó por la bahía:
sin conocer el sol, y en compañía,
es hoy, como al azar, regalo nuestro.
Sirva de norma a quien persigue en vano
riqueza o prez, acaso merecida,
este ejemplo al alcance de la mano
y sepa que no vale maña o fuerza:
no habrá rigor que al mar ponga medida
ni a la suerte hay tiniebla que la tuerza.
Dromiceyo sutil que en tu plumaje
pusiste los matices del discreto,
si una codicia ruin te impone asueto,
no sufre del encierro ese ropaje.
Perdiste de camino el equipaje,
el monotrema breve y recoleto,
hojas con aromático esqueleto
en marsupios de sólido linaje.
Para el Procusto implume que te mira
no cuenta la cadencia de tu paso
che va dicendo all’anima: sospira;
busca sólo una vil categoría
y dentro te abandona, en error craso,
viviendo casi por analogía.
Llevó la Creación ritmo tan presto
que algo de oscuridad salió sobrando
y decidió en seguida el alto mando
cubrir de tierra aquel error molesto.
Soportado el umbral de olor funesto
se va a ninguna parte tropezando
hasta hallar un inglés que está esperando
saber para qué sirve todo esto.
Cada día discurren a su lado,
confundiendo ignorancia con orgullo,
las mustias teorías del enfado;
creen haber descubierto un río seco
y en mareas de brea su murmullo
desdibuja el “vitriol” que dice el eco.
Plegado del Chihuáhuida al servicio,
convertida en escoba su ballesta,
Campéchida sufría la funesta
irrisión que precede al sacrificio.
Con prudencia buscó tiempo propicio
y elevó al Colifunto una protesta.
El despojo feroz fue la respuesta,
perdióse la esperanza de armisticio.
El Catoblepas supernumerario
salió a gatas envuelto en la oriflama
a buscar en seguida un vulnerario.
Quedó la hueste acéfala escuchando
al Monórquido invicto que en la rama
pasó la noche entera estridulando.
Aunque seas barril jaletinoso
con tu jeta de gárgola mal hecha,
te aseguro que el sebo te aprovecha
para ser un científico glorioso.
Si te quitan el sueldo generoso
no tienes que temer la vida estrecha:
por el culo te metes una mecha
y sirves de candil a algún curioso.
Llevas un contrapeso, y no es por nada:
un objeto —¿será diestro o siniestro?—
te arrebató tu suerte desdichada,
pero con gran primor vitrificado
lo porta tu colega el ambidiestro
en el lugar del ojo colocado.
The absence of an accumulation of infarcts
to the weekend is of particular interest in
view of the fact that practically the entire
population of Finland takes a hot bath
every Saturday night.
Acta Med. Scand. (171, 401)
Estaba Väinämöinen un buen día,
en el verso cien mil del Kalevala,
comiendo arenques a la funerala
y a todos los presentes les decía:
“Que os bañéis o que no, no es cosa mía
—y tampoco diré que es cosa mala:
en este mundo quien no cae, resbala—,
pero guardaos bien del agua fría.”
Atendió el finougrio a su padrino:
evita repeluznos y respingos
salvado del infarto serpentino.
Desde aquella paremia no es frecuente
que al cisne luctuoso los domingos
se le avinagre el buche con la gente.
—¡Corre, Atenea, que se va la gente!
A. REYES
Quandoque bonus dormitat Homerus.
Q. H. FLACO
¡Alfonso, corre; que despierta Homero!
(porque a ratos dormita, es bien sabido)
¡no te vaya a encontrar entretenido
hilvanando un soneto cicatero!
Mira que tu eutrapelia es lo primero
y, aunque pasa de miope el muy bandido,
con y con guarnecido
puede anegar de hieles tu sendero.
Estos señores de la vieja Grecia
no son muy de fiar, te lo aseguro,
y más vale evitar la peripecia,
no sea que te cause cualquier daño
y te veas acaso en más apuro
que un finlandés en sábado y sin baño.
VEDI NAPOLI E POI MUORI!
Detrás de tu virtud no es poca cosa
ese blasón que vence al adjetivo;
permite que con cálamo votivo
me adentre en alabanza fervorosa.
Lo confieso, doncella cosquillosa,
ardo por declinarlo en posesivo
y si de sus mil casos salgo vivo
juro no hablar del sol ni de la rosa.
Verás con cuánta sílaba lozana
podemos adobarlo si te pones
a probar la gramática italiana.
¿Ignoras las nociones generales?
Mejor: antes de entrar en inflexiones
te impondré las labiales y dentales.
He compuesto un nutrido repertorio
para el rabel que siempre te acompaña;
deja que lo descubra y te lo taña,
primero en mixolidio, luego en dorio.
No rehuyas el ímpetu amatorio
del estro encabritado si te baña,
a tu noble instrumento mucho daña
vegetar etiolado y sin holgorio.
Es hábito feliz del virtuoso,
para lograr muy suaves arabescos
untar de una resina el arco airoso.
Cubre el que en tu rabel, doncella altiva,
derramará sus dones principescos
—¿será mucho pedir?— con tu saliva.
Que Lysenko ilumine mi camino
y con su biología demostrada
nos conduzca a la Síntesis buscada:
injertar dos melones y un pepino.
La Tesis es de bulto peregrino
—teen-ager y burguesa, ¡casi nada!—,
la Antítesis de firme encaminada
para que no desbarre y yerre el tino.
¡A gatas, compañera! ¡qué conquista!
¡qué embestida frontal al reaccionario!
¡cómo late el realismo socialista!
(El premio Nobel sigue nebuloso;
tal vez no pase nada extraordinario,
pero ¡qué experimento tan sabroso!)
(1963, 1966)
¡Oh inteligencia, soledad en llamas…!
What seas what shores what granite islands towards my timbers
And woodthrush calling through the fog
My daughter.
Agua acerada y tan alta arquitectura en orgullo
frágil y sabido, sí, oculta la sentencia
entre un desconcierto de pájaros marinos. Donde muerden las olas
sitio de la conciencia, Babel endurecida. Escucha y mira
el león en el risco, rigor sin tacha,
amo de la palanca, magnánimo en los límites, escuchando y mirando
hielos a la deriva, Antártida en fuga y todo lo palpable
en cadencia.
Frente al mar, de mañana, la orilla
asomará sin prisa en la noche del tacto. Será la recompensa
tal vez trasunto o dejo, descenso acaso de alas,
trenzas a medio deshacer —el cuello al lado—
o contorsión bien puesta, cuando los huesos un instante
aciertan con su sitio favorable. Se abrieron las ventanas
a motivos de espuma deslumbrada, aderezo amargo: mediodía,
cuando las sombras entran en las cosas
por este rumbo de caminos arrobados, red o polvo, y el sol
visita la elocuencia de los cuarzos,
los módulos opacos de la piel, presa rendida
a la sombra de vastas migraciones. Tierras de litoral
donde quebrando el vuelo pacta la cetrería
con el mar y sus conchas gastadas: se levantan banderas, sobresalto
de la caballería llegada al precipicio,
métrica en vilo y atrevido velamen desplegado
acechando los soplos del deseo —cuando el fruto
alcanza su virtud y no termina el canto que la anuncia
y en la tierra mojada descubre su oficio ya cumplido,
o esas estrellas nulas entre tantas
derriba de repente un despertar de fuego.
Tierra adentro,
por mesetas que cubre el destierro
marcha también el toro al bautismo, también se ofende al sol
—oh vanidad de plumas a mitad de la estrofa—
en los polos precisos de su imperio.
Los navíos con luces
(las barcas ya volvieron de las Islas, salieron a la pesca)
pasaron muy despacio. Del norte baja el viento
y es áspero y añejo como lengua del Cáucaso, serpiente entre los cólquicos
otoñales —y estuvo el sol incierto al obstinarse
anoche tras la torre de Leandro. Tú, ciudad de ciudades o antigua diosa, plata
de elásticas espaldas impacientes, relámpago la garganta,
sobre un ponto de rencores, sobre nudos de dureza
hasta las tierras altas del trueno a todas horas,
hasta los bosques anchos
con bestias malolientes que descubre el deshielo
—en su marfil reposa el terremoto—
y suenan los tambores con el hueso —nieve también que carga de blandura
los cuernos complicados de los renos.
—No,
no basta, madrugada, la jauría rabiosa monte abajo;
tormenta de verano, hiere el rayo la brújula dormida y el lodo
despierta en aguas dulces, invade
honduras de plomada, la memoria, los ritos abolidos
cabalgan otra vez desde la lluvia al alba
y es un desplome de arcillas
el escarmiento alzado por un cabello sólo. Queda siempre el fragor
y acrimonia del mar al cuerpo sometido cuando el aire divulga
la concordia violenta de las alas,
un sordo persistir sobre el lomo del sueño
o el empuje del humo encarcelado
entre esgrimas de luces, entre linajes de aire, siempre más alto, sí,
hasta que asome lejos
la línea azul del mar anclado en la mañana,
metal de pez y gloria de materia enrarecida
que no gobierna el sol mientras perdura
detrás del orbe fiel de la pupila, insidiosa sustancia
gemela del mirar y en el barro enconada.
Ya va por las afueras
la luz de leche floja sobre la cal insomne,
en las tapias que miran frente a frente a la aurora —y nadie sabrá nunca,
nadie nunca sabrá cuán frágil es la suerte
cuando esa aurora dura, cuando el guerrero avanza
y un enjambre de dardos sirve al día de espuela
por que marquen sus cascos las arenas con lunas
y pueda descubrirse sobre la tarde inquieta
sin tiempo para pesar ni sitio para medir, y el viento
sin pedirlo —¿qué queda? La pólvora mojada,
mínima atalaya del sentido, paisaje intolerable
para el boceto a lápiz o la sagacidad de los que saben;
pero la tierra al fin
sólo asoma en las zanjas abiertas para las reparaciones
indispensables. El cansancio husmea las ventanas
con la sed de los musgos desecados;
hienden los cielos ácidos mitologías caballunas, zodiacos
sarnosos, látigos de aridez hasta los estanques tibios,
hasta los sedimentos de hojas muertas:
no más gotas de lluvia en tus mejillas, a su hora,
hija de fuentes cegadas, ojos de agua vencidos. La lima del polvo
abrasa los escudos y la ciudad se enciende.
¿A qué pedir ahora el olor de la hierba herida?
Y detrás de estos ojos está el risco.
(1966)
Tal por las estaciones del discurso se aquietan las palabras con los picos entreabiertos, una a una,
la sensitiva unánime del bosque tocada por la hoguera
se agazapa taciturna soñando nubarrones presentes. Los helechos impávidos,
las corolas que gimieran acaso al menor roce,
mustias de savia pegajosa que se adensa y se angosta:
es un caer de ángeles la hora, un cegar con resina
los sentidos; y el déspota verano de vapores y plomo
reverbera en los ojos rasgados de la tarde y el pasmo en la piel
es como el limbo doloroso y tierno de esas hojas tan grandes —oh ineptos,
tacto sin yemas, nariz sin alas,
al vislumbrar las hijas de los hombres.
Como pájaros tristes en el calor del día.
(Oiseaux tristes)
Y en los vasos empañados un gusto distante como en frío crisol del alba. Qué afán incurable de hojas secas en las luces, ahí arriba,
de antifaces marcados con polen y ceniza
de otra lumbre. Del susurro a las pausas, toda la noche
un quehacer inacabable —jirones cobrizos, zozobra rumbo a las grandes lluvias
siempre posibles.
Dijera el día
en qué cortezas o sinsabores,
en qué ciudades hindúes devoradas hace siglos por la selva
son a las alas oscuras clemencia los derroches del sol egoísta, y al rumor
medida cierta este lance de espaldas que empieza.
(Noctuelles)
Mercurial,
suma de alboradas en la frecuentación del silencio,
ciervo cercado de rigor y bruma
y de esa envidia que al caer la noche,
mientras se oyen todavía los niños afuera,
se pone en la garganta —el pájaro vuela en círculos, desciende,
y al llegar tiende las garras anhelantes—, desde cualquier retorno,
desde quién sabe qué amistad.
Porque creerlo es fácil, sí,
aun en estas fechas que a veces huelen como el agua de flores que se tiran, como el agua
del manglar, fría en lo hondo y que se pudre sin prisa. Feliz lenguaje
y la paciencia de la lluvia en los cristales, esta certeza de climas y de floras
o la figura hermosa de muchacha huesuda sacudiendo sus sandalias
en la playa.
Terrestre la noche abierta en tantos lagos redondos
(comparten sin saberlo las cosas del cielo)
y ahora también, de pronto,
en esa flor de las afueras,
esa flor hecha casi de aire,
aroma sólo y que tal vez no existe
—o es la vocal más honda, ya silencio; es un monarca débil recorriendo a tientas
la quietud de su reino amenazado
—carencias del idioma y erosiones despacio,
escándalo del sueño cuando el pezón despierta en la punta
de la lengua bajo su túnica de pétalo marchito.
Ante las fronteras pernocta el mar y por su piel salada discurren ciertos signos,
dédalos de algas pardas.
Cosas son de lo oscuro.
O salir sin hacer ruido al golpe del día, a palpar la humedad que vive en los muros, detrás de trepadoras y tallos volubles,
quemarse pies y manos con barandales blancos y baldosas muy secas,
mirar desde abajo una ventana de hotel igual a tantas mientras en este minuto dejado solo la brisa reacia sigue vuelta hacia el mar
—y por este mar se va hasta Borneo—,
ni las velas respiran y llegan despacio al puerto
las supersticiones de la tarde.
Dejar aquí
en trance vegetal el cargamento de géneros y frutos
empedernidos, sargazo de sal y penumbra, los talones fríos,
entre ese olor a pintura nueva en los rincones
y a cedro inmortal en el armario —prosodia que al sol desconoce. Y ahora
apartar despacio de la piel el oído
con un sonar de espuma en la ribera.
Por las terrazas desiertas, infinitivos clavados como insectos pacíficos.
Y ante el foro negro de la bahía y su círculo de constelaciones obedientes
cuánto rumor en una vasta ausencia de palmeras (y está el sitio opaco de la ravenala),
el vaivén y su gemido en el cuero acre de barcas sin luces, una larga
retórica en pilas y estrídulos
—las cosas incesantes
al pie de la ventana. No lloverá esta vez,
ni el viento trazará sobre el flanco del agua sus renglones huidizos,
mas será una ley de licores pausados en todas las frondas,
gutación y ligamaza en las estancias abiertas,
como la ofrenda que fermenta en el templo a oscuras.
Por el hilo de araña del descenso
llega otra vez a la almohada el perfil seguro.
Abre en la espuma prisiones instantáneas
y es caudal de nuevo y deshielo de ayer adolescente: las piezas que más valen
(no hay rey aquí)
—cuerpos de hoja caediza; pero al poema que vendrá
(oh minoica, oh perfectible),
un desplome solemne de nubes tramontanas hacia la ciudad calada de gris y sordina. Todo se ha puesto lento
y azaroso (así vuela el pelícano a su escollo manchado de cales).
En arena de memoria sigilada durarán mucho los rastros, en una nieve conversa,
y como la oruga de primavera que es un San Sebastián volviendo del martirio, rama adelante,
por dentro procesiones,
procesiones.
Mientras en el telar caliente de la lluvia se labra un manto de barro para el mundo
y de las azoteas a lo negro, allá abajo, escurren castos vocativos (mañana
habrá hojas y mangos por el suelo, en el camino;
agua oculta en lugares que nadie descubre —tibia ya— hasta muy entrado el día)
—en la cercanía malva de unos labios esa fragancia de Damasco quemada por Tamerlán, y dura aquel barrio de nombres
positivistas —y lo es el nombre mismo
con que vuelves los ojos de almendra oscura
y levantas las cejas tú conmigo:
—Navegar es necesario.
¡Pájaros, cifras de hierro inmóviles sobre la gran ciudad deshabitada del mediodía!
Tiran fuerte desde arriba y en el sedal tendido canta el la;
el tiempo se pone al pairo, convertido en carraca portuguesa.
(Buscar lo fresco, buscar lo suave, como la ropa transparente de la muchacha que se levanta; como la ropa tibia aún,
en desorden sobre tu cama.)
El día escupe el anzuelo y en el mar están las olas
—bultos de semidioses amando a ciegas bajo el agua,
y encima la curva opulenta del avión de las doce, con su radio vector
barriendo áreas iguales en tiempos iguales.
Cuando volvamos con arena en las costuras
no rescataremos nuestra engorrosa porción de eternidad
ni consumaremos una inoportuna coincidencia de los opuestos,
pero aceptando con poco esfuerzo toda dualidad, sumisos a esta barata finitud —ni siquiera enamorados, sobre el rectángulo de almidón, en el cuarto apresuradamente oscurecido a medias,
gozaremos de la manera más vil.
Con un espejo en la derecha y un limón en la izquierda van saltando
las horas viudas a la pira del sol.
¡Cuerpo como un hermoso códice de Bizancio: cuántos escolios por murmurar en tus pliegues húmedos,
tendida sobre la sábana —así la recensión panatenaica en el pupitre alejandrino—,
marcarte despacio con los dientes los primeros obelos en la piel,
acechando variantes en tus soberbios decúbitos de virgen necia,
entornados los ojos, y como nuncios in partibus infidelium
las manos!
Como si tu materia fraguara despacio,
con sacudidas leves desciendes en sueños los escalones precarios de la madrugada,
en nuestros brazos la saliva secreta que deja el agua del mar
—en esa arista breve entre tus pechos—:
ahora está la almohada dolorosamente fresca ante tus párpados morenos
y en la bahía las luces de boya misteriosas que vimos encenderse.
Despertarás a medias y en la hora salomónica,
en voz baja, al principio, como si alguien escuchara,
de nuevo los largos gerundios, un rumor impagable de caballos llegando de lejos,
y más alta que nunca —¡ah, más corta que nunca!— la algarabía de pájaros a deshora cuando tiembla la tierra
—oh naufragio del rostro en una cabellera.
Así Algol en el cielo.
Tal sería también contigo,
contigo que duermes en tu largo camisón de soltera
(y en torno del orbe de calor y aliento gira el satélite asiduo del deseo).
Aun contigo sería esta ley taciturna con que nunca contamos.
El lunes los amigos gratulatorios ante la estela recién puesta en la plaza
o la crónica asiánica de tres días.
(Toda la noche trabajan las olas contra el castillo de arena en la playa de Naxos.
Vencen siempre.
Tal sería también contigo,
pero antes—)
Cónclave de relapsos mudando de pluma en este friso de vindicta pública, ¿bastarán las anáforas?
Gran física es el tuteo salobre de las cosas del puerto (cosas que se mueren de calor, ya lo sabes; el mundo ahora
no pasaría por el anillo de ’s Gravesande).
—O hacia el mar en calma una precipitación de Ícaros (y en las plantas esos matices rojizos, como entre nalgas de novias provincianas);
buscando sin urgencia las costillas sobre el ejemplo de la blusa, qué negocios
(al sol como un dios del sudor),
sí, que negocios de falenas de anoche,
de esas manchas selenitosas que ascienden en silencio por las uñas,
de razones superfluas y sublimes como búhos a pleno sol. ¿A quién no desvela
la mayúscula del Hombre? ¿quién no ha dejado,
discurriendo sobre la familia Kallikak,
que sus bebidas perdiesen las espumas?
El mar vendimiador de ojos.
(1967)
Para César Rodríguez Chicharro, veintiséis años después
Como un vino feroz entre las cosas o un gran deseo de hembra,
como la luna sobre las islas que piensa el bonzo errante,
por la tarde que guarda en ánforas selladas el poema,
la niebla al acecho entre los pinos,
qué inminencia del canto palpando su flagrante desnudez:
cosas con lumbre, cosas con tetas, cosas cubiertas de liquen;
reconocer el relincho del caballo de Godiva, así el amante saliva de la amante
—así también los charcos erizados por la lluvia en la ciudad obtusa,
animal doméstico y blando en el atrio del monte,
lago de yesca y alcoholes, pobre mar sin Magallanes,
momento de aves planas las veletas: ni lección rota en espuma,
ni insectos con tabacos fugitivos —aquí y ahora,
en cualquier nimbo gris es la estación sin duda menos vasta que un designio de dioses
—no importa que el oficiar sea poco ortodoxo—,
pero al oírla llegar se avivan colmenas de votos y preces:
que siga siendo la muchacha flaca y puta, llegue y regale
—en la cama, en la alfombra, bajo el pavorreal al bañarse—
escorzos para mejor saber el clima que aumenta hasta los dientes,
sésamo que entreabre lacas rojas de caracol salado
a la noche total de nectarios y espádices,
la noche toda agosto —allí la riña tumultuaria
de tantas potestades sin sentido: Cazador, Cinosura,
imagen, paloma de huesos huecos que sostiene el azar
sobre el largo desdén con que el río se entrega hasta la encordadura
de la cascada entera. —Poesía la llamarán, oh indecisa
mordiéndose los labios cada pocas palabras. Y será si perdura
—dilatados alcances de mañana—
nervio y olfato como la tarde tras la lluvia
o cuando es ley el viaje pero dudoso el rastro —acaso el suroeste
una vez más, o algunas, moviendo su tibieza bajo el agua que surcan coros punitivos,
y las tripulaciones la cubrirán de brea, y el mar mismo ha de anegar sus sílabas escasas
en un pecho viscoso. Rumbo será, no más, y tal vez
para nadie. Vuelve a casa, donde la fiesta humea,
a tus prestigios de victoria áptera, espasmo de unos cuantos. Duda siempre:
hay que pesar tus faldas, adolescente torpe; difícil archipiélago
de estigmas estivales, fruta verde que derribó el granizo sobre la hierba nueva;
credo en tu axila, piñón en tu sexo,
largas manos para cubrirte el vientre mientras en tu piel duran los caminos rojizos de ir vestida;
y tu menstruo es modesto. Cuando el viento cede
y la ciudad como un tifus muy logrado establece en todas sus buenas obras
ese halo urinario del cemento reciente;
cuando retorna como un cometa puntual la confianza de aún no haber dicho nada,
el mundo —al menos éste— se vuelve una tela de juicio, y el Ser
la hipóstasis de un verbo auxiliar, la Historia
tan discutible como al penúltimo empalado sobre el Bósforo, y la Poesía
un mercado de sustancias pegajosas. Y así son, en efecto. Lo demás: buenaventura, cópula,
razonable placer al vislumbrar una estrella entre el follaje
—incluso al recordarla— y la costumbre grecolatina de mentir. A veces la fractura es conminuta
o la urgencia del chancro entrega alas y caduceo al que pensaba hacer otra cosa. Pero ésas son
incidencias, aunque a menudo costosas; también cuesta el lenguaje,
que no es, con todo, sino lo mismo pero mal puesto,
efusión gratuita que escala de cuando en cuando cierto rigor aparente
porque lo llamen sereno o algo peor —pues ahí está,
entre otras, la Fe. Las montañas diversas y siempre suburbanas,
dentadas por árboles lejos —allá el día reclina la sien
al conseguir repetirse sin nombrarse—, son estables como la injusticia
y a su diestra permanecen. Ningún mártir podrá
lo que un siglo en la brisa o un periplo de hormigas llevándose los granos uno a uno. Pero eso es la paciencia
—y más, la certidumbre
edificando a solas castillos improbables y desiertos, armerías de aire
donde afila sus lanzas el alba deshabitada, casi idéntica; luego,
en la terraza abierta, ante el trono de un emperador que no ha de llegar nunca,
el grillo cante y por la pauta complicada de los fosos corra
el azogue sin fin del no saber. Entre una grima de vajilla rota,
la Doctrina inútil con sus mirras, inútil con sus profetas, inútil con sus almuédanos,
inútil como acercar la mano hasta una luz muy fuerte
y verla traslúcida y roja y atroz. Sosiego
por los senderos curvos de la elipsis,
línea de piedras blancas sobre el trébol —oh falso meridiano
encaminado al neuma de las proas en el atardecer,
juglar o Jerjes con vestiduras de color dudoso
—vaya por los muelles de aminas brutales repasando el salterio de las olas; vuelva por los cauces
del ocaso que huele a pólvora, a la orilla caída entre las sábanas:
y soportar la estolidez del Pueblo cargado de sabiduría subliminal, replegándose
hasta el umbral frecuente, la escalera, el santo y seña; los amores
con su grotesca lógica gris de límite impreciso como cualquier viejo reino oriental,
como la del Espíritu cretino escandalizando en el piso de arriba:
cuántas faldas en los tendederos de la Historia mientras ardían las hojas muertas,
cuánto Ser secándose sobre las azoteas altas. Última voluntad:
una procesión de archimandritas a galeras. Se iba del puerto el otoño
por balcones mohosos de parteras y sastres. Gusto a canela
y esa forma femenina como un mapa de América del Sur en plena calle
a la hora del mucho calor, cuando el ámbar se ablanda y los diez mil
honorables insectos concursan otra vez
en los solfeos del recato, en los libelos de la noche; dones nupciales,
mancha de aceite que crece despacio por el papel.
Este brusco olor a cuadra en medio del silencio húmedo.
(1967)
Se deshace el día entre las manos
cuando el silencio extiende por ciertas calles sus largas telas
y en los portales cuelgan luces como gotas de pus.
Habitamos este queso blando y verde, con la estrella polar a la derecha
y detrás de la lengua un vicio de dicción;
esperando la visita domiciliaria en lo alto de nuestras torres de materia friable
(desde allí las hileras de bengalas paralíticas;
acaso algún tren para pensar en muros altos, en vías muertas; acaso
los pliegues paralelos en las plantas de los pies, arrodillada en la sábana y forzando un poco la persiana para ver llover. Luego
llueve y llueve del árbol petulante cuanta vez vuelve el viento.
En buhardillas con geranios en las ventanas iluminadas,
los planetas hojean textos indigestos —biblias, coranes, rigvedas—;
y la luna pasa —llena, claro está, que si no la metáfora no vale— como un afilador jugándose la vida por despoblado).
Este redondo caldo de mamíferos enfriándose poco a poco antes
del alba.
Después del clima detestable del altiplano,
después de aquel camarero que toda la tarde arrastró por la terraza una pierna triploide
(y hay cosas peores: la lujuria espléndida a la cabecera del muy enfermo;
la teoría de los conjuntos;
en el infierno, el lago de azufre, etc.)
—Oh tú, cuya inteligencia
tiene algo de calvicie incipiente: sí, peores cosas hay;
es como si amanecieses pescador de esponjas
y salieras con ellas ensartadas en el tridente delante de la costa amarilla de Siria,
lastimosas las barbas, resguardándote los ojos con una mano a guisa de visera; los hombros con manchas tristes, color tierra de Siena.
También entonces darían la vuelta al mundo, como escoria del Krakatoa,
los refranes del tinelero, la furriera, el veedor de vianda (escuyer de cocina), la cunera, el bujier, el casiller, el sumiller (de corps y de cortina), el frutier, el grefier, el sausier, el guardamangier, el confalonier, la guardamujer.
(Mientras tanto, en el museo te guardamos un puro en un tubo
de vidrio.)
Pero la noche está hueca desde entonces, como un instrumento de cuerda hondo;
sólo el humo empieza, humo que sisea por debajo de las puertas
(lejos crujen con sorna las arcas llenas de reliquias calientes),
humo que huele y no se ve aún.
El humo es el macho de esta noche,
como un gran pájaro gris, como un avestruz de ceniza bailando para la hembra en celo,
silenciosamente,
sobre las alfombras raídas, en aposentos de 1909;
el humo a través de la ciudad vacía, a través de la noche de esquinas desiertas,
abriendo abanicos de plumas invisibles
entre fotografías sepia.
Arde el sur;
ante el calor artificial retroceden casas Usher;
está el resplandor en los emplomados, peor que un amanecer mal puesto;
aquí fue eficaz la plegaria, aquí
valses deliciosos hincaron el pie cínicamente en la séptima disminuida. Es ecuanimidad lo que se necesita:
tal fue el auto de la fe en Granada.
Ruido fresco de rueda en la calle llovida,
tras esa geografía de alientos o la ventana,
y —de plano— todo es aburrido; pero de cuando en cuando desaparece algún navío inglés
sin motivo razonable.
Tal vez el Capitán vela,
cruzado de brazos en el camarote ascético, ante relojes de veinticuatro horas.
Daría toda su madreperla,
acaso hasta los álbumes de Rossini (transcripciones para muérgano),
por una taza de café y una buena puta.
(Tales son las reflexiones de la tos y el cristal mojado.)
Luego de tolerar faltas de sintaxis en la tripulación,
prefieres muchas veces —y a quién confesarlo— esquivar al francés, tupido aún de ajos y trufas
del Périgord: nadie sabrá de tus carreras de puntillas al oírlo acercarse, atildado y —por qué no aceptarlo— hasta demasiado oceanográfico,
a clavar malditos alfileres en tus cartas de marear. No puedes,
así fuera convaleciendo de un tiro en el pie,
ver días como éste desde cualquier torre, por ejemplo en Amiens,
cuando encienden temprano los talleres de encuadernación.
Cómo fusilaban a sus oficiales los cipayos.
A esta hora se incendiaban los grandes bazares parisienses a fines de siglo.
(¡Qué alta columna de esporas en la otra orilla:
caballeros volterianos,
cajas de papel de Armenia,
rollos de pianola,
religiosas con papalina,
petits fours!)
No escapaba ni una rata.
Pero nosotros,
beneficiarios de la consagración de la gimnopedia,
amos, dentro de lo posible, del reactivo de Grignard
(ni hablemos del licor fumante de Cadet)
—aunque purgados oportunamente desde China por las Grandes Odas, y por la bancarrota del cientificismo:
desde hace sesenta y cinco años casi nunca vemos el universo como una mesa de billar—,
ya sin miedo a la libertad,
edificados —asimismo— por Mons. Fulton J. Sheen,
a veces nos sentamos al fresco para evocar con harto calor humano aquello de la Montagne Pelée
mientras pulsamos no sin prudencia hoyuelos lumbares, deseables
como una defenestración de burócratas.
Como el que encuentra dentro del colchón una moneda seléucida,
como el que descubre en la pared un indiscutible fósil precámbrico al desempapelar
la alcoba de su abuelo,
el último sol en los charcos,
gotas en las ramas sobre los vertederos extramurales
y ante el cielo de grafito medio aro detenido
(debe de estar sobre la ciudad —médicos que con dosis masivas controlan desórdenes severos;
ingenieros que checan el concreto, detectan y, volviéndose, enfatizan)
—suene la gaita, ruede la danza: cuán bellos tus pabellones, oh Jacob;
cuán amenas tus tiendas, Israel.
Descendiendo a buen paso el sendero de barro,
esperando en vano la flauta del sapo partero,
hacia allá, hacia la gran noria maniquea de partículas puras. Dan ganas de comer al aire libre frutos acuosos
y entre el estrépito de la masticación sentir en el hombro la mano de una vieja amiga: —Vos no sois que un purista.
Dobla la esquina una manifestación necesaria de protesta social,
con sus banderas color lila.
En Tlalpan hay varios manicomios.
Y viendo en la sala de espera esos viejos tomos franceses
tan espesos
de balneoterapia y arsonvalización,
cruzando ese jardín por donde tres veces a la semana discurren filosofías de vía angosta
—los perros trágicos machacados en la carretera al pasar en volandas,
y así habrá que pasar ahora.
Hace calor.
El que vaya a la hora cursi como todas marchando a oscuras al lado de los rieles
podrá escuchar (si le importa) el zumbido de muchos escarabajos enamoradísimos
entre las piedras del talud.
Más allá (es de suponerse) descansan adineradas adolescentes de miembros fruticosos,
con los labios secos, tendidas al descuido
como largos gatos de algalia.
(¿Habrán comido habas?
¿Borrarán como es debido los moldes de sus cuerpos en las camas? Oh riesgo.)
Pero este mundo de trenes y escarabajos es un mundo de trenes y escarabajos,
sin embargo,
nagara.
A nadie debe alarmar que el horizonte acumule detrás de los follajes volutas y nubes como del Greco: una tarde tan barroca no pasa del ensayo general.
(En cualquier caso, si estuviéramos en el puerto, al atento a cosas náuticas le bastaría recorrer de un vistazo la vasta extensión de las aguas para asegurar con suficiencia: —No está el tiempo para baticulos.)
Esta tarde discutible, colgada de los pulgares entre el polvo y la lluvia
sobre el dorado ostracismo del parque inmenso, a la orilla de lagunas podridas cubiertas de lentejuelas (Lemna minor),
mejor será que la soledad escuche el organillo henchido de chiflos y refollamientos:
si entrase Descartes en un café no se haría un silencio más propicio.
Cante el barrio cuadrilongo, con caras de planchadoras y anormales en las ventanas;
cante las bibliotecas donde el Nigromante hubiera podido apurar las tardes oyendo zumbar moscas o, alzando al techo la mirada aguda, abismarse en el Rorschach eficaz de las goteras, mientras lejos los tranvías arrastraban sus cadenas;
cante el herraje supremo del museo —la solitaria, el hipogloso—, y en la caligrafía parda de las etiquetas tantos pecados contra el Espíritu Santo.
Cante los textos al cesto, duelos y quebrantos, tácticas galantes que violan convenios de Ginebra. Y para mañana o pasado
cante sobre todo la mierda, que es cosa nitrogenada y arrojadiza.
Cuando ocurre eso, los rebaños se levantan de pronto bajo la luz culpable de la madrugada, interrogan con resoplidos a la luna leopardiana;
despiertan nómadas —escamas sedosas de lenguaje aglutinante,
palabras largas como la estepa,
vocales igualadas como la estepa,
desazón hasta la hora de partir
—también así aquel día
en que al abrir la señorita de improviso su balcón
no estuvo la hiedra en el muro de enfrente y ni siquiera la jaula del cenzontle; no entró aire fresco: muy al contrario,
porque era selva de siete siglos atrás y los mosquitos aplacaron la luz al invadir los prismas y el tul;
cerca berreaban los elefantes junto al Gran Lago;
entre los pedales del piano y las patas de garra porfirianas descendieron al estuario de la plática resabios de Jayavarman
y cada vez que caía fuera una colilla encendida
mudaba un poco el pasado, hasta que hubo que cerrar, por temor a fluxiones.
Pero es un recuerdo que conforta.
En grandes salas sucias, muy arriba,
y el aire seco llevando las hojas del Kangyur deshecho.
No hay quien sacuda campanillas, nadie toca las largas trompetas anunciando vísperas rituales desde la azotea desapacible.
Y qué pensar de ese ruido ingrato en las cocinas.
Levantamiento de siervos, dirán.
Pero las bandas vociferantes
por escaleras vertiginosas a la intemperie, hasta las agallas de los santuarios
—y cornisas recortadas ante el inmenso del cielo empobrecido, miles de metros de altura.
Sigue contando semillas si puedes,
absorto en navegaciones onerosas hacia improbables deltas de hembras jóvenes
—no digamos el deleite al descubrir en verdades evidentes por sí mismas algún vicio de método:
esas complacencias serán sometidas al molino cafetero de la dialéctica.
Ya el altavoz lo pregona abajo.
En el palacio
sólo se hallaron cochambre de tres siglos, figuraciones obscenas, tesoros que se dedicarán a la producción de
sosa cáustica.
Te detienes, oh chamán impopular,
agregas otra piedra al montón antes de pasar el collado. Y sacudes la nieve de tus botas de cuero de yac.
(1968)
Dice siempre: “Para escribir adagios hay que haber conocido ciertas experiencias”. (¿Cuáles? Con seguridad, el amor y todo eso, desengaños, congojas y muertes.) Pues bien, no creo que las experiencias influyan tanto sobre la calidad de una composición.
Písale el rabo al tigre de papel o de encaje, dales las lilas a las niñas,
presencia el lanzamiento de las palabras por la borda,
cosidas a sus hamacas, lastradas con balas de cañón
—en bajas latitudes, surcando un océano de lejía verde que arranca las rémoras del casco,
los apellidos del nombre, la mucosa
de los labios. Oh testimonios de inmensa neurosis,
alcatraces blancos sobre el agua llana,
guijarros sonando como huevos en la coz de la ola,
mar interior que desemboca en el mar de los otros
cuando al volverlo pronuncia una sílaba de salmuera
y comentan “ya está muerto”
No hacen falta
patriarcas dando vueltas al molino y al refrán,
los legajos de agravios o venturas quebradas por el tedio después de medianoche
—y al despertar, un olor cansino en la alcoba, ceniceros colmados,
el testamento ambiguo de los viejos,
para labrar frisos bárbaros o números romanos. Deja eso
a los poetas, con la pobre loba enferma amamantando a tantos,
y las vistas a la urbe bien fundada, al tirar de una cuerda temprano con ese aplomo de verdugo
—la luz, cirugía de urgencia en aguanieve; hora de prisa,
hora del peine y el soma embriagante: que hagan un nudo en el pañuelo
saltando sobre un pie frente al Rómulo ruin y lioso de vates y sabios y porqueros;
saluden al árbol donde se cuelgan los exvotos.
Te has vuelto:
el sol planta entre tus hombros una lanza de cinco paralelas,
asta de vidrio y la intención como alas
que baten con alivio al zarpar dejando el redentor en tierra. Bienaventurados
los que escuchan, porque aquí sólo se dice del cuerpo,
trenza de nervios simpáticos como un prodigioso trabajo de indios
o la mecha de cabellos negros que le cruzaba de pronto el rostro cuando, con el perfil al viento,
detenida en un puente por la tarde
—vocación del verano en ramas siempreverdes—
con dos gajos de miga apretada entre los muslos
y una voz algo nasal decía en su modo contundente la usura y la conciencia como epifenómeno
sin ningún conocimiento de la vida.
Déjalos
perder la peluca, vilanos, en una nube de simientes insignificantes y bonitas para mollejas crédulas;
qué es la experiencia, si no maneras de conllevar la policía,
de hacer el té (la música,
el arte —dijo el maestro Hilarión Eslava— de combinar los sonidos con el tiempo);
pero la red no puede al agua: lo que suben los tornos con cautela
huele a pescado, hermano; será literatura. La lluvia, mientras tanto,
crepitación en hojas frescas ante las puertas del mundo,
anegando el asiento cálido aún de la hermosura
cuando esa vez, aquel apego, estos destiempos, tendidos boca arriba,
ponen los ojos en blanco y sienten en el ombligo una pululación contenta
—es lluvia.
Que nadie alce las manos
—no obstante— hacia los cocos que recolecta el mono amaestrado,
al hallar entre malezas un espécimen rarísimo de meteorito, o por el lado rojo de los párpados
quizás aquella epifanía parecida a mujer al doblar la otra media al cabo del talón,
fina herradura inversa,
escándalo para los salineros ojerosos pero castos
—y al lado primero como un codiciable feto flaco de ron pardo con frío y tres pliegues en la cintura—,
o el cuerno de furor agrario entre surcos prolijos,
tétanos por la supervivencia del más apto, por un tiro en el cráneo
del más prójimo. Y a cada cual su alcance
si la costa es leyenda y a bordo ya se cuecen correas y ratas —o tristezas:
según el sapo es la pedrada.
Damar ojo de gato,
pretendida verdad porque no dice nada si no la propia improvidencia en una cuenta de resina diáfana —arúspice confuso—,
corriente anochecida entre musgo que no existe, con vida aún de levadura o hembra
que cede a los pulgares mas la marca no queda;
mugido o cascada por establos profundos, del tímpano a la frente, del parpadeo
a los pétalos negros que se abren como una noche al campo,
fieras pequeñas hablando a lo oscuro (aquello será una hoguera de leñadores),
comentario en japonés las acequias, a ratos el soplo sin ruido en mil rendijas —se arrisca la llama:
torpes sombras enormes en los muros y el techo con vigas,
distante la plática, sobre el mantel los dedos jugando en silencio con restos de la cena;
la madrugada en el corredor, velando armas, soportable
como una cuita de Werther.
Dilo, artista,
el sitio en que confluyen los arroyos de tu sueño;
los otoños superpuestos en tu frente, lenta geología
donde estatuas y seres calcinados maduran
hasta ser diamante incisivo; el santo y seña que hiende grutas de meses y de siglos
—suenan gotas y en las pausas crece una vegetación de piedra, falange en son de guerra contra el tiempo;
el nombre en la roca lunar que estalla al helársele una vena de agua vieja;
y esas inscripciones que la marea olvida al retirarse de cementerio o lecho;
pronuncia tu secreto cuajado en sangre y hiel, líquidos de tu estirpe. Dinos,
imaginero que arrancas astillas con el pulso febril de la noche del sábado,
esa forma naciente en la madera arisca, ¿qué irá a ser?
—Pues si sale con barbas será San Antonio,
y si no
la Inmaculada Concepción.
(1967-1968)
Yacían cuando se abrieron
(y allí, en griego, nombres de canciones)
los serrallos de la luz.
¡Desayuno, ovación!
Un batir de sábanas y moscas, un apremio de cubiertos y salsas,
hacia la playa, o en corredores frescos tan grande aseo:
qué teorías de australopitecos bicéfalos
sordos
ciegos
estupefactos
cayendo desde los aleros al valle de gloria, a la garganta céntrica,
y la ciudad es una araña velluda puesta al fuego.
Apogeo, velas, arpas;
esfera:
nadie es culpable de que el día sea hermoso.
En el hotel más caro sale a su balcón el anciano de calva noble,
despacio, como si llevara una viga en el ojo.
En el colmo del día Faetón gesticula.
Algo grita allá arriba.
El día largo se miran las valvas del mundo
—ojos y piel, y hasta el oído: espejo. Enteras las frutas por mitad, los gestos mancos, las lunas de perfil;
costura a lo largo de arcilla tierna, la uña por la espalda, surco de placer;
sutura a ras del río mayor de todos, el tuerto Orellana hunde media cara en el agua y es casi un lenguado tácito.
Cómo sufrir otra vez en pleno rostro la parcialidad de la noche,
descenso por un biombo color de humus, de guano, molusco a medias.
El barro se arrodilla un momento a los pies de cada ola —poco de fiar, como quien contiene el estornudo.
Y aquel monasterio de cirrípedos, murmuran “bajamar” y cierran las celdas.
Hacia el poniente
gritos, chapoteos
cuando atardece. Luego suben las siete estrellas.
Harto de poetas y de pluralidad de los mundos, el ilustre Leverrier ensartó un gato en el sable y cesó al ujier de modo
fulminante,
según consta en la historia.
Aunque Jorge Spero,
recluido en su buhardilla envidiable
(—Lo que me irrita es cuando fornican al lado y cruje la cama,
y el energúmeno de enfrente, que ayer le tiró un petit pot de fleurs al vidriero.),
inclinado cual mater dolorosa y tocada de espiritismo sobre una masa encefálica,
a pesar del chocolate ferruginoso y el jarabe de pulmón de ternera,
estaba decaído.
Cuando abrió los ojos
vio dos lunas, recordó la noticia que trajo Gulliver, se quitó los pantalones
y corrió como cualquier egipán maricón por la mullida pradera marciana hasta que desde un carro floral muy cursi
lo llamaron al orden.
Recorrer el Mediterráneo con la espuma del naufragio en la solapa, visitar la burocracia
y en la juventud varios lupanares,
escribir epístolas eruditísimas a los efesios
—¡Apóstol de los hipocampos! (teleósteos catosteomos sosegados,
amantes de pestañear con la cola enroscada en una planta marina):
ya irisa las placas córneas,
le brillan los ojos de mica.
Pero entonces
pasa en vela una noche terrible de tormenta,
viendo reflejarse los relámpagos en el tocador,
y amanece con su hígado azul de hipocampo enfermo (allí, allí le apuntaban al pobre Anacreonte).
Contrarreforma.
—¡Apóstol en el trirreme!,
más cerca presintiendo en la hora verde toda la impudicia del martirio.
Era muy temprano, prueba endeble de la redondez de la Tierra,
forraje inerte bajo la transformación del día,
el mimbre de las sillas, escriba empeñoso cubriendo de cuneiformes mujeres y más mujeres;
absorta en la orilla (qué diez dedos inquietos por la arena
fugitiva cuando trepa espuma al tobillo)
—y una palmada en ese código de Hammurapi echara a volar cuántas aves
antes de entrar en el horno cerámico para perdurar, aunque sea quebradiza, hasta el siglo XX (mas del corazón no se oyó cosa):
ya la tarde sale de la espesura a beber en el mar, muestra al turismo la mancha mongólica
entre un rumor tsetsé de almas edificadas por la belleza;
el plancton se despeña por los costados en acto de protesta contra tal debilidad de la carne
transida de puros imperativos y adverbios modales (mas del corazón no se oyó cosa):
afuera, afuera; la camisa pegada, por sombras que propone continencia el menguante, y aromas a melazas, tisanas;
un duk-duk despedido por herbívoro.
Chasquen hormigas rojas bajo las suelas en esta pinche noche tropical.
Entonces bajaron horas ásperas a la salud del día,
muchacha que arriesgaba los pies descalzos en la luz extendida, el polvo;
en silencio vibra a través del aire detenido encima de techos puestos a calentar, como sobre un fuego a mediodía,
erupción callada en el mantel del cielo;
el olor a frito entrando por las ventanas como si visitase una calavera de perro,
el trance de calores que dilata el metal y pone alrededor de la boca un círculo ocre
como el detalle en la piel del lagarto o los trozos de barro seco pegados a la pared de las lapidaciones infantiles.
¡Colonia hedionda y virtuosa! ¡Por doquier testimonios del pulgar oponible!
¡Ningún delito que perseguir, ningún impuesto que recaudar!
Y alzando gran mudez afincada en la ausencia natural de dientes,
reverencias, regurgitaciones —buche con buche, oh gregarios.
Los forasteros han seguido hacia el mar; eran de la Iglesia purgante
—el mar de agua tibia trabajando en las peñas sus mórulas enormes, sus embriones.
Entró en la rada como el “Mary Celeste”,
segura de su cabeza estropajosa
—volcaron arcas de sámaras y sámaras
(que pruebe ésta en la yema del dedo;
clavándola en otra sale un barco; va por el reflejo temblón del velamen, en la fuente con peces anaranjados),
el diosecillo agradeció el gesto simbólico, declaró a la prensa
estar dispuesto a dar el paseo de la tabla entre dos filas de faunos
si rechazara el aperitivo. ¿No eran fiestas así las del Guatarral
cuando atrapaba un galeón cargado de lingotes?
—No es el mismo caso, no es el mismo caso, aseguraba nerviosa, alisando la servilleta.
Bromio, que ganó el Asia,
que hizo brotar la hiedra en el puente del navío:
tampoco estuvo Ariadna bella en toda la tarde —pero cómo el derroche de ditirambos, la diadema de estrellas, y así sean esmeraldas, fueron poco, poco,
al soltar el conejo palpitante en la boca de su madriguera al anochecer
y oírlo pedalear cada día más adentro, aquí, bajo toldos oscuros, por la feria apagada de los plexos.
Ludión a gusto entre el cieno rico
en materia orgánica: ciertas urgencias al principio parecen demasiado,
como la luna cuando asoma sobre las chimeneas.
Croando a la gota de estaño,
mientras los excursionistas tiran piedras al lugar de la voz,
pon a escuchar tus membranas, mujer de Hämyts:
Mucho vales, porque si el consorte se fincha hasta ponerse imperial,
dirás cosas y cosas, pero nunca
“Olvidé llevar a componer mi reloj”. —Tú sí que conoces a fondo, hechicera,
el corazón del hombre; por eso ante tu macizo de hojas peltadas los archiduques bufándose airados,
envidia de los adolescentes, alcahuetas, látigos abriendo un desfiladero de estrías moradas para esclavos nubienses
portadores de misivas o platos colmados de moscas, premura todos irremediables jamás nadie
tal pasión sí nadie virilidad sí tan descomunal sí quiero sí espérote seis y veinte orillas segundo estanque.
A las ocho ya se puede tapar con un dedo;
seguirán cantando ranas allá lejos y es grato mirar afuera, la ciudad encendida.
Hasta los máximos flanes de hormigón y mamut
son canopes cubiertos de estrellas.
Viuda de antes de serlo, viuda y media,
suelta los cordones de tu trenza de gunas (aquí haría falta
un punto debajo de la ene);
mientras chillan los primeros murciélagos suelta los tres colores
y pues ya no ves nada,
a tientas el más largo: