Esa pieza que no encaja - Santi Balmes - E-Book

Esa pieza que no encaja E-Book

Santi Balmes

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Beschreibung

«Siempre me he sentido como Esa pieza que no encaja.» El talento no puede enseñarse, pero sí puede explorarse a partir de la obra de un artista, y qué mejor que un diálogo entre Santi Balmes, cantante y compositor de Love of Lesbian, y David Escamilla, comunicador, escritor y también músico, para hablar de talento. Ahora, cuando han pasado más de veinticinco años desde la formación de Love of Lesbian, es el momento perfecto para echar la vista atrás y explorar la carrera de Santi Balmes en una conversación en la que descubriremos cómo ha desarrollado la creatividad para convertirse en el compositor reconocido que es a día de hoy y qué se esconde detrás de sus canciones y discos más celebrados. Esa pieza que no encaja es, en definitiva, un viaje musical por esa creatividad desbordante que caracteriza a Santi Balmes.

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Esa pieza que no encaja

Santi Balmes

con

David Escamilla

Página de créditos

Esa pieza que no encaja

V.1: septiembre, 2023

© Santi Balmes, 2023

© David Escamilla, 2023

© de esta edición, Futurbox Project SL y La Vecina del Ártico, 2023

Este libro es una coedición de Futurbox Project SL y La Vecina del Ártico.

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.

Diseño de cubierta: Estudio Javier Jaén

Corrección: Raquel Bahamonde, Arantxa Vega

Publicado por Principal de los Libros
C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10
08013 Barcelona
www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-18216-69-5

THEMA: DN | AVP | DNPB

Preimpresión: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Esa pieza que no encaja

«Siempre me he sentido como esa pieza que no encaja.»

El talento no puede enseñarse, pero sí puede explorarse a partir de la obra de un artista, y qué mejor que un diálogo entre Santi Balmes, cantante y compositor de Love of Lesbian, y David Escamilla, comunicador, escritor y también músico, para hablar de talento.

Ahora, cuando han pasado más de veinticinco años desde la formación de Love of Lesbian, es el momento perfecto para echar la vista atrás y explorar la carrera de Santi Balmes en una conversación en la que descubriremos cómo ha desarrollado la creatividad para convertirse en el compositor reconocido que es a día de hoy y qué se esconde detrás de sus canciones y discos más celebrados.

Esa pieza que no encaja es, en definitiva, un viaje musical por esa creatividad desbordante que caracteriza a Santi Balmes.

Contenido

Carreteras secundarias, por David Escamilla

Kilómetro 0: «Eres tú» y un catálogo de clics

Kilómetro 1: «The Logical Song» y «Susanne»

Kilómetro 2: Love of Lesbian

Kilómetro 3: Maniobras de escapismo y «Esa pieza que no encaja»

Kilómetro 4: «Carta a todas tus catástrofes»

Kilómetro 5: «Universos infinitos»

Kilómetro 6: «Cuestiones de familia» / «I.M.T.»

Kilómetro 7: «El poeta Halley»

Kilómetro 8: «Si salimos de esta»

Kilómetro 9: «Club de fans de John Boy» / «Cosmos»

Kilómetro 10: «Incendios de nieve»

Kilómetro 11: «Los toros en la Wii» / «Fantastic Shine»

Kilómetro 12: «Viaje épico hacia la nada» / Futuro

Sobre los autores

Carreteras secundarias

por David Escamilla

2019. Esto es una road-movie. Gozo explorando carreteras secundarias, caminos de carro, vericuetos imposibles, senderos indeterminados campo a través. 

En este libro con páginas de asfalto viajo por una carretera principal, llamémosla autopista, pero a menudo y voluntariamente me desvío con la insana intención de huir hacia pueblos-estaciones-canciones en los cuales penetro con esa brumosa atracción hacia lo desconocido.

Supongo que se trata del encanto de la novedad, un efímero instante de belleza. Consigo estirar el hilo invisible del origen de una canción, o de los últimos versos de un tema. Y es precisamente en aquel momento cuando descubro lo que pensó-imaginó-soñó Santi Balmes, alma y vientre creativo de Love of Lesbian. 

A imitación de las conexiones neuronales, en las cuales se establecen relaciones que parecían imposibles e inauditas, las canciones, que parten de anécdotas muy íntimas, terminan siendo vivencias compartidas por un gran número de personas. Intimidad colectiva. Gran oxímoron electrizante.

Salgo de la autopista, me meto por un camino que no está asfaltado y que, en realidad, ni siquiera sabía que existía. Lo hago de noche, salgo de madrugada. La impunidad es mi fiel confidente y aliada. Ya es de día. Los primeros rayos de sol ciegan mi deseo de futuro. Me como unos churros grasientos que he comprado en un parque de atracciones fantasmagórico. Hay una noria abandonada que sigue girando dentro de mis pensamientos. Creo que probablemente habré vuelto a la autopista por otro lado. Los opuestos se tocan. A medida que uno avanza en la creación se pregunta por qué demonios esa salida está allí, reto, provocación, insolencia. Entonces pienso que voy a por ella, que voy a cogerla, a ver adónde me lleva. Porque el camino principal ya lo conoce todo el mundo, es demasiado previsible. Déjà vu. Rutina de hámster en la rueda eterna. 

Podemos proclamar a los cuatro vientos respuestas unidireccionales. No mola. No procede. Da pereza. Pasa como en esos interminables viajes por carretera en los que vas de un punto a otro punto determinado, y con todo lo que ves a ambos lados te preguntas: «¿Y si hubiéramos cogido esa salida? Porque este pueblo es la hostia, tío». Siempre pasamos por ahí y nunca hemos pensado en hacer un alto en el camino. La idea sería decidir llegar más tarde, pero ver de una vez por todas de qué va ese nuevo paisaje, aquella otra geografía humana de voces, rostros y sorpresas. Has pasado de largo mil veces por aquí. De hoy no pasa. De ahora no pasa. Bajo del coche.

Ferran Adrià siempre dice que cuando vamos de casa al trabajo y del trabajo a casa, o cuando hacemos caminos que hemos recorrido mil veces, tenemos una terrible tendencia a repetir mecánicamente los trayectos, las rutas, casi al milímetro, paso a paso. Pero la creatividad consiste en ir de casa al trabajo y del trabajo a casa por sitios diferentes para ver cosas diferentes. Siempre lo miramos todo desde la misma altura de los ojos. Pero el día que decidimos mirar un poco más hacia arriba, de repente, oh, sorpresa, aparecen gárgolas ensoñadoras, cielos en cinemascope, arquitecturas imposibles que no habíamos visto jamás, y es precisamente a partir de esa frontera cuando acabamos hablando con gente con la que nunca habíamos cruzado una palabra. 

La magnética seducción de hablar con gente desconocida es algo que tanto Santi Balmes como yo siempre hemos tenido muy en cuenta. Que hemos provocado. ¿Hasta qué punto podría llegar a cambiar mi vida el hecho de hablar con una persona absolutamente desconocida? Todos fuimos unos perfectos «desconocidos» algún día, un primer día, antes de convertirnos en gente de toda la vida, antes de ser paisaje habitual. ¿Os imagináis a Santi Balmes ejerciendo durante todo un año de taxista por la noche? ¿Qué historias viviría y nos contaría luego? Santi es un verdadero vampiro de historias, un chupóptero de vidas, un muerdeyugulares de almas. Como taxista, Balmes sería un gran notario de la vida ajena. Notario con volante. Notario con derecho a exagerar. Hiperbólico testimonio de la vida que circula de noche sobre cuatro ruedas por las secretas calles del mundo. 

Ocurre a menudo que los caminos y las carreteras se unen. Barcelona, 2014. Sala Razzmatazz. Concierto de Love of Lesbian. Invitan a Manolo García a subirse al escenario y él acepta entusiasmado. Al principio les dice: «Es que no sé si vuestro público va a aceptarme…». Santi responde: «Manolo, en cuanto pises el escenario, Razzmatazz se va a venir abajo». Tocaron juntos. Love of Lesbian tenía programadas tres noches seguidas en aquel templo barcelonés. En cuanto terminó el primer concierto, Santi y Manolo se vieron en el camerino: «Santi, ya sé que te dije que solo podía hoy, pero si me invitáis mañana, no tengo nada mejor que hacer. Me lo he pasado de puta madre». Otro de esos caminos que Santi Balmes nunca habría previsto, pero que, de repente, alehop… Fructificó. 

Algún tiempo después supe que la carrera musical en castellano de Santi Balmes empezó precisamente mirando de forma hipnótica una foto de Manolo García. Sus ojos, su actitud. El disco Como la cabeza al sombrero, de El Último de la Fila, fue el primero que Santi se aprendió de memoria. De pe a pa. No, un momento… Para ser fieles a la verdad, el disco de Manolo y Quimi fue el segundo que Santi memorizó de forma integral. Antes fue uno de Mecano, cuando tenía doce años. Santi dice que ese disco de Manolo «le voló la puta cabeza». 

Uno debe permitirse sin remordimientos transitar por carreteras secundarias a través de polvorientos caminos de carro. Una vez, tres veces, ocasionalmente, siempre… Salirse del camino señalizado, ortodoxo, estándar. Más que importante, es necesario. Casi obligatorio. Santi Balmes vive en una fijación cotidiana. De repente piensa: «¿Y si, en vez de Consell de Cent, pillo la calle València? ¿Cambiará en algo mi vida?». Las múltiples posibilidades que se despliegan a nuestro alrededor. Algo de física cuántica mezclado con unos sorbos de superstición. Decidir, dejarse llevar. Una carretera, una conversación, un bar, una mirada… 

Dejarse guiar por el azar. Algo así produjo el clic de su canción «Manifiesto delirista». En esa canción, Santi se dejó llevar por un cierto azar a nivel compositivo. Jugando con el GarageBand, un pequeño estudio de grabación para aficionados que incorpora una parte rítmica en forma de dados. De repente apareció un ritmo aleatorio. Y a partir de ahí salió «Manifiesto delirista». Dejarse llevar. 

Santi Balmes, o Ramón María del Valle-Inclán, por ejemplo, siempre necesitaron una cierta altura de miras. A ras de suelo tan solo puedes ver tus pies. Tener perspectiva es oxígeno, aire puro. Santi me habla de un helicóptero sobrevolando la ciudad. Esa es la perspectiva. Esa es la mirada. A veces estás algo desvinculado de tu propio cuerpo. Sientes que tu alma está un poco fuera de ti. Se trata de una sensación entre física y emocional. Sientes que estás como a un metro por encima de tu cabeza. Es como si tuvieras un dron que va subiendo y subiendo, asciende a una cota cada vez más vertiginosa, toma distancia de todo. 

Pero esto no es un libro. Insisto. Esto es un espacio, una dirección, un destino, una carretera.

Cada palabra, cada frase, son un coche, una moto, la trayectoria de un vehículo rodando en dirección a alguna parte, a ninguna parte. Las canciones y las historias que aquí se manifiestan son drones que sobrevuelan ciudades del alma. La realidad se deshace sensualmente como un helado en pleno verano. Liquidez dulcemente musical.

Love of Lesbian es un planeta que gravita alrededor del sol. Santi Balmes es el poeta Halley, el celoso guardián de la verdad oculta.

No intenten leer esto… Déjense llevar por el ruido y la música, por el leve e insistente murmullo de las ideas que se transforman en piel y caricia.

Bienvenidos al epicentro de la libertad sonora. Ya no hay vuelta atrás. Ya todo es presente a golpe de guitarras feroces y sueños incumplidos.

David Escamilla

Barcelona, invierno de 2023

Cuando el niño era niño,

andaba con los brazos colgando,

quería que el arroyo fuera un río,

que el río fuera un torrente,

y este charco el mar.

Cuando el niño era niño,

no sabía que era niño,

para él todo estaba animado,

y todas las almas eran una.

Peter Handke

Qué belleza guardan aquellos que no encuentran su lugar fácilmente entre tanta gente. Tal y como está el mundo, es un privilegio no encajar. 

Alejandra Pizarnik

Kilómetro 0

«Eres tú» y un catálogo de clics

Una matemática emocional

¿Por qué me has pedido ese fragmento de Handke para iniciar este futuro libro?

Es uno de esos poemas que me gustaría haber escrito, ya que sintetiza mucho mi manera de percibir las cosas. En especial, «[…] para él todo estaba animado, y todas las almas eran una». Creo que ahí radica una de mis búsquedas a través de la creación. Huir de la separación con el resto del mundo a través de una canción que hace sentir a muchos una persona única. Y para eso debes seguir siendo niño. Porque es el estado más cercano a la eternidad que hayamos conocido. Y porque empiezas a tener esos clics que marcarán tu futuro.

¿Cómo definirías un clic?

Clics, o disparadores. Creo que es ese momento en el que algo hace diana en ti, no solo a nivel racional, sino también emocional.

Son importantes de verdad.

Sí, son importantes.

Hay gente que no tiene un clic en toda su vida.

Pues eso es una debacle. Por cierto, antes que nada, quiero decir que me sorprende que alguien pueda interesarse por lo que pienso. 

¿Lo dices en serio?

Completamente. O puede que, en realidad, nuestras charlas me asusten por si me doy cuenta de que no tengo nada interesante que decir, o quizá me pase de intenso, quién sabe. Una vez leí una entrevista a Lloyd Cole cuyo titular era el siguiente: «No tengo nada interesante que decirle al mundo excepto que ayer jugué al billar». Me pareció superhonesto. A decir verdad, el resto de la entrevista era una mierda, así que no engañaba. De hecho, olvida lo que te he dicho. Hablemos y ya se verá. 

En la vida hay clics. Tú tienes clics. Y no son de Famobil.

No, son clics esporádicos, pero fundamentales. Situaciones que sucedieron y que determinaron mis decisiones y, por ende, mi presente. Supongo que le pasa a todas las personas del mundo. Creo que te vas configurando, decidiendo qué camino tomar, a través de estos clics o «disparadores». Son sucesos un tanto estúpidos a primera vista, pero, sin duda, determinantes. Visto con el paso del tiempo, te das cuenta, casi con terror, de la enorme importancia que tiene el factor azar en las decisiones que tomas en la vida. Un día decides a regañadientes acudir a una cena y resulta que conoces a quien será tu pareja, por ponerte un ejemplo. O un tipo que conozco que estudiaba informática y, como se aburría en clase, salió al pasillo a fumarse un cigarro. Justo en ese instante había un señor paseando por aquella escuela a punto de pegar un cartel para buscar empleados. Fíjate tú. El tipo, haciendo campana, encontró un trabajo donde estuvo la friolera de veinte años. Algunas veces todo reside en la gestión de la oportunidad, o en lo receptivo que te encuentres en ese momento. Creo que el destino, en cierta medida, es «verla venir». Por eso, los estímulos o clics que aparecen en tu vida dependen muchísimo del recipiente al que van a parar, y es diferente en cada ser humano. 

Vamos al primer disparador. Una vez leí que despertaste a la vida a partir de una melodía. ¿Cuál es tu primera consciencia de clic? Tu primer clic significativo.

Bueno, el primer clic significativo, que probablemente me ha llevado a que me hagas una entrevista, es muy antiguo, casi del pleistoceno. Darte cuenta de que estás vivo y despertar en el parque del comedor entre «Eres tú», de Mocedades, y «Un beso y una flor», de Nino Bravo. Mi madre las ponía continuamente el sábado por la mañana. Entonces ponía ese vinilo de grandes éxitos y me acuerdo de Jesucristo Superstar, el disco que mis padres trajeron de Londres cuando fueron a ver la obra de teatro. Joder, esto ha quedado muy esnob [risas].

¿Qué edad tenías más o menos?

Debía de tener dos o tres años, pero me acuerdo perfectamente.

¿Dos o tres años?

Sí, sí. De hecho, es el único recuerdo que tengo de esa edad tan remota, como quien despierta de un coma y luego vuelve a dormirse. Es un despertar esporádico en el que piensas: «Suena algo realmente bonito», pero ni siquiera puedes verbalizarlo. Es un instinto, como mover el culo en el parque respondiendo ante un ritmo. Es algo innato. Recuerdo que esas armonías vocales setenteras me sacaron del dulce letargo donde dormita un niño. Luego vuelves a dormirte en el sueño lúcido que es la infancia. Supongo que esos primeros disparadores son como despertares intermitentes. Pero insisto, son cosas que verbalizas años después. En el presente, tengas tres o cincuenta años, uno vive. O debería. 

¿Y el segundo clic?

Al segundo lo llamo la percepción del analfabetismo. Me explico: estaba delante de un calendario de Walt Disney y tuve una sensación muy extraña en ese sentido, porque cada día me subía a una silla e intentaba descifrar qué significaban aquellos símbolos. Sabía que ponía algo, pero me resultaba imposible averiguarlo. Lo mismo que me pasa hoy en día cuando veo algo escrito en chino. Recuerdo la frustración. 

¿Qué edad tenías ahí?

Tres o cuatro.

Ah, o sea, un año más tarde. Qué fuerte.

No sé si la gente tiene recuerdos de su analfabetismo, pero yo sí los tengo. Soy un freak de narices, ahora que lo pienso. 

Es muy bueno: recuerdos de mi analfabetismo.

Sí, y a partir de ahí no poder verbalizarlo, pero tienes la sensación de que estás como indefenso delante del mundo. Tu madre te lleva a la guardería y te encuentras con esos símbolos en los carteles de la calle, y tú no entiendes un pijo de qué va esto. Estás muy vendido. Siempre he pensado en el tema del analfabeto funcional, que hasta los sesenta años no salió del campo y no se enteró de nada. ¡Hostia! Llegar a la ciudad en la época de la inmigración franquista debía de ser muy frustrante. 

Muy duro.

Pues sí. Entonces sucedió algo realmente bonito cuando estaba en párvulos. Resulta que yo, en aquella época, era el típico niño que se pasaba mucho tiempo debajo del pupitre imaginando historias de espías o, directamente, arrastrándome como un gusano por el suelo por el mero placer de hacerlo. Y claro, mis padres reciben una nota del colegio en que les dicen que ando retrasado en lectura. Entonces, mi madre, cada noche antes de ir a dormir, se sienta conmigo en mi cama y empieza a leer cuentos conmigo. Pues nada, aquí lo tenemos. De la noche a la mañana, paso a ser el que mejor lee de la clase. 

Por la fuerza del cariño maternal.

Sin lugar a dudas. Ese espacio de intimidad entre madre e hijo, la sensación de sentirte acompañado en un proceso de aprendizaje, motiva hasta a niños movidos como lo era yo. Luego, el tercer clic fue cerca de un año más tarde, en el parvulario de la Mercè: estar en un patio de edificios, subirme a una especie de tobogán y, arriba del todo, ser consciente del espacio. Del mar al fondo, de tejados y de terrazas que se abrían delante de mis narices, y de tener una noción del espacio que de repente se ensanchaba. Y pensar: «Vale, el mundo es jodidamente grande». Tú vas de casa al parvulario y, como niño de ciudad, no puedes tener una consciencia de la dimensión del planeta donde vives. Y yo la tuve desde una azotea. De pronto, ver miles de castillos erigidos. Ahí tuve una sensación muy mística. 

¿Cómo fue?

Me resulta muy complicado de explicar. En El hambre invisible lo intenté definir. Era una sensación muy esotérica de «he vuelto», la cual, dicho sea de paso, no he vuelto a tener. Pero, insisto, todo esto lo sé porque, de alguna manera, esas escenas las he revivido en mi memoria muchísimas veces. Hasta que, de adulto, pude darles sentido. 

¿He vuelto de dónde? ¿Con cuatro años?

Era un pálpito, como una sensación de «vale, estoy vivo ¡otra vez!». El «otra vez» es la clave del desconcierto que todavía siento cuando rememoro aquella sensación. Es una cosa muy heavy porque me lleva a pensar en la teoría de la reencarnación, que mi mente racional y cartesiana descarta, y, sin embargo, hubo algo así como una revelación no verbal. Pura, multisensorial. Una ráfaga de certidumbre. No hablo de una reencarnación tipo «fui un cabrero del siglo xii», sino que más bien se inclinaba a que mi existencia, la misma, se repetía una y otra vez. Y eso, claro está, desafía todas las leyes del tiempo. Luego me ha pasado esto mismo, aunque de manera más leve y más racional, en otras ocasiones, como, por ejemplo, una idea que ronda en mi cabeza desde hace tiempo. Te la intento explicar: resulta que a veces tengo la sensación de que la vida se repite miles de veces. El inicio es casi siempre el mismo. Sin embargo, hay cosas que suceden que van alterando, en esos universos paralelos, nuestro devenir. Pero, y esto es lo realmente importante, creo que hay personas importantes con las que te has cruzado en la vida y, si trazaras un mapa de cada universo paralelo, verías que son las partes estables de dichas variantes, algo así como peajes obligatorios. Quizá has conocido a X en una de las repeticiones, y acabasteis divorciados. Pues en la siguiente vida vuelves a encontrarte con X, pero digamos que ya estás advertido. Tienes una sensación muy fuerte de que esa persona, tarde o temprano, tenía que cruzarse en tu vida, que te vas a enamorar, pero a la vez sabes que esa relación acabará mal. Porque tal vez te has casado con X treinta veces en otras repeticiones pasadas. Y, en esta ocasión, decides dejar esa relación. Con esto me refiero a que hay personas con las que te encuentras en tu vida y con las que tienes una sensación extrañísima que se mueve entre el descubrimiento y el recuerdo. Pero también es posible, lo más sensato, que te esté contando una paja mental de tres pares de narices y espero que no sea así, porque menuda mierda que nuestra vida sea una repetición. Y hasta aquí mi momento asquerosamente metafísico.

Pongamos orden. ¿Recuerdas otro clic? 

Hay un clic clarísimo que es escuchar un piano en directo y maravillarme. Debo decir que la cosa ya venía de antes. Esto va a quedar muy burguesito repelente, pero tengo que reconocer que en una casa a la que solía ir de pequeño había un piano. Entonces, desde los tres o cuatro años, sí que estuve ahí dándole. 

¿El piano es el primer instrumento que te acerca a la música? ¿Antes que la guitarra?

Sí, antes que la guitarra. 

O sea, tú aporreando un piano, un teclado, en casa de un amigo, de un pariente. ¿En tu propia casa había piano también?

En casa de mi abuela, que era donde pasaba los fines de semana, había un piano de cola espectacular. ¿Qué pasaba con los pianos de cola? En aquella época, en los años cincuenta, ese piano se compró para que mi tía hiciera los estudios de piano casi para reuniones sociales. 

Claro. Era como la hora del té, y la tía tocaba cuatro sonatas de Bach. 

Una pieza de Chopin, una zarzuelita…

La historia era: el té, las pastitas y la reunión social. El piano era la excusa para las pastas y el té.

Exacto. Y lo que se esperaba de una chica de la burguesía catalana era que estudiara lo justo y que aprendiera piano para dar la imagen de que es un poco cultivada y, de alguna manera, poder casarse en condiciones. Y cuando mi tía tocaba el piano, yo me quedaba fascinado. La tieta Neus fue mi primer ídolo musical [risas]. Le profesaba una admiración absoluta y pensaba: «Caray, pero solo toca delante del petit comité que es la familia y ya está». Menuda frustración, ¿no? Porque, en realidad, un chaval es más competitivo en un momento dado. No sé, no existe ese conformismo que tenía la mujer en aquella época. Un chaval, de algún modo, está destinado a mostrar sus habilidades. La proyección de un niño siempre es convertirse en un superhéroe. Tampoco había muchas superheroínas… 

Claro. El héroe era el hombre. Lo heroico era masculino.

Sí, y es increíble. Volviendo a mi tía, me preguntaba cómo podía tener esa coordinación de dedos. Pero a partir de ahí se casó, tuvo a mis primos, etcétera. Y ese piano ya no lo tocaba nadie. El piano de cola de casa de mi abuela se había convertido en un portafotos gigante. 

Era un mueble insonoro.

Y nadie lo abría. Y la historia es que yo, desde los tres o cuatro años, iba a ese piano de mi abuela. Pero es que también había pianos en casa de mi madre. En todas partes había un piano. Fuera donde fuera, había pianos. 

¿Y te sentías interpelado? ¿Te sentías invitado por esos teclados?

Absolutamente. 

¿Te llamaban la atención? «Santi, ábrelo».

Sí. Yo me acercaba y abría la tapa. Siempre me acordaré de un sábado en que mi tío volvió de su trabajo y estaba durmiendo la siesta en el sillón. Eran unos fines de semana en que estaban mis tíos, mi padre… Mientras él dormía, yo abría la tapa y tocaba tímidamente, como un ladrón. Tecleaba un arpegio inventado, le daba al pedal de reverberación y ponía la oreja en la madera para escuchar todos los armónicos que se generaban. Ese eco infernal creaba un caos acojonante. Así podía pasarme dos horas perfectamente, dando por culo a mi familia inventando cosas, como si hubiera pillado un ciego. Tenía un Scalextric, y me daba absolutamente igual. A ver, jugaba con él, pero poco rato; al fin y al cabo, como era hijo único, me limitaba a hacer volcar el cochecito por mera frustración. En definitiva, el piano fue mi juguete favorito desde mi más tierna infancia, supongo que hasta que llegó la masturbación [risas]. 

Ese sonido te enganchaba.

Mi tío me decía educadamente: «¡Por favor! ¡Estoy durmiendo!». 

Tú quedabas hipnotizado por el sonido de la reverberación de los ecos de las cuerdas y la percusión del piano.

Absolutamente. 

Era entrar en otro mundo. ¿Tocabas como quien tantea? 

Correcto. Siempre, de alguna manera, especulando. Y sacaba canciones de oído. Recuerdo que mis primos me cerraban los ojos y me decían: «Toca tal canción», y yo lo hacía mientras ellos se reían.

¿Con los ojos tapados?

Sí. Y para ellos era como su distracción: verme tocar toda la canción de memoria con los ojos tapados. Y les hacía mucha gracia. 

¿Qué canciones recuerdas que podías tocar de memoria en esa época? ¿De qué tipo de repertorio estamos hablando?

Cualquier cosa. Villancicos navideños, Els Segadors…

¿Qué edad tenías?

Siete, ocho. Para mi madre, que a su vez no había podido estudiar piano porque mis abuelos maternos le decían que eso era una pérdida de tiempo y que lo que debía estudiar era secretariado, su gran frustración fue no aprender a tocar el piano. Cuando se divorció, lo primero que hizo fue comprarse un piano [risas]. Y empezó a ir a clases de piano. Estuvo dos años y después lo dejó, pero también dejó ahí el piano. 

Siempre tenías un piano que te invitaba.

Sí, así es.

¿Y tú a qué edad empiezas a estudiar música?

A los siete. 

Vas a casa de una señora que tenía un piano y te enseñaba a tocarlo. 

Sí, y luego hacía recitales para todos los padres.

¿Estudiaste solfeo y todo eso?

Exacto.

¿Tienes formación musical?

Sí; de hecho, me examinaba en el Liceo.

¿Y lo acabaste todo?

No, tengo hasta tercero de solfeo y tercero de piano, pero no lo acabé porque cometí el gran error de pensar que con lo que había aprendido ya tenía suficiente como para dedicarme a lo que me quería dedicar. Errores de juventud, de arrogancia estúpida. Pero hay cosas que me han pasado que eran como muy sintomáticas. Si en clase de dibujo en el colegio tenía que hacer la copia de un dibujo, sacaba un cinco pelado. Cuando tocaba dibujo libre, sacaba un ocho o un nueve. A partir de ahí, en un examen en el conservatorio del Liceo me tocó por sorteo una pieza ultracomplicada y la hice de carrerilla. 

Impresionante.

Y mi profesora, a mi lado, decía: «Vas a sacar un sobresaliente». En cambio, fui a buscar la escala que tenía que tocar, y me tocó la escala de do mayor, que es la más fácil. Un lerdo absoluto la sabe hacer. Pues no la hice bien. Y mi profesora se llevó las manos a la cabeza en plan: «Yo te mato. ¿Cómo eres capaz de hacer esto tan complicado y lo fácil no?». Aprobé con un suficiente pelado. Todavía recuerdo las caras de pasmo del tribunal. 

¿Y a qué lo achacas, Santi? 

A no prestar atención al proceso como un japonés lo hace. Lo que yo quería era ir directo a la mandanga. Y la mandanga era esa pieza que sonaba, no un do. ¡Era horrible, eso! Hacerlo continuamente: mi – sol – do, mi – sol – do. Estúpidamente, pensaba: «¿Dónde me lleva esto?». Esa parte poco lúdica del asunto. 

Tú necesitas lo lúdico. Necesitas divertirte.

Sí. Y ese es quizá el problema que han tenido hasta ahora las academias, que han estado preparando a la gente para ser concertista de piano. Y solo habrá uno entre un millón. Ojalá hubiera seguido estudiando música, pero por aquel entonces, en los ochenta, las escuelas de música eran muy ortodoxas y decimonónicas. El acercamiento al pop era nulo. Lo mismo con la composición.

No les hacían disfrutar la música. No había emoción, diversión, sino aburrimiento, estructura, demasiada disciplina, ¿no? Eso desincentiva.

Sí, creo que todavía se estudia como en el siglo xviii.Yo siempre había ido a solfeo, estaba en el coro del colegio, en la banda municipal del colegio tocando el clarinete; en definitiva, siempre he estado rodeado de música porque mi madre y algunos profesores ya veían que tenía una facilidad para eso. Y también porque mi madre intentaba proyectar en mí su frustración de no poder tocar el piano (a ella no le dejaron hacerlo porque consideraban que era un acto demasiado ocioso). Mi familia materna era mucho más pragmática que todo eso. 

Y esa forma de enseñar puede matar vocaciones en el mundo de la música.

Es probable. A mí, aquellas clases de piano, que sigo agradeciendo, no me habrían llevado a nada si no hubiera conocido la música de este siglo. Porque me daba la sensación de que, sí, Bach estaba muy bien, pero no era lo que sonaba en las radios en esos momentos. Y no hay un acercamiento. Es como en la literatura, y en el caso de la literatura, hay profesores y libros que son genocidas de una pasión lectora. Como decía, creo que Rosa Montero, en una entrevista, no puedes dar a los niños El Quijote y obligarlos a leer bajo el pretexto de que es uno de los mejores libros de todos los tiempos. Porque si aquella niña o niño no conecta con El Quijote, como casi a buen seguro sucederá, pensará: «Si este es uno de los mejores libros de todos los tiempos, no quiero saber cómo serán el resto». Lo mismo con Tirant lo Blanc en catalán o valenciano. Has perdido una oportunidad. Encima, nadie hace una previa del contexto. «Mirad, en aquella época hablaban así, como al revés» [risas]. Y el mundo de la enseñanza desperdicia, a mi modo de ver, un género que me parece ideal para introducirte en el mundo de las palabras: el cómic. 

¿Tú empezaste leyendo cómics?

Efectivamente. Hice un tránsito de un mundo imagen-texto, hasta que las imágenes ya no fueron tan necesarias porque ya era capaz de abstraer y crear las mías propias. Si fuera por los libros que me obligaron a leer a cierta edad, hoy en día detestaría la literatura. Amo a Gabriel García Márquez, pero Relato de un náufrago me pareció insoportablemente angustioso a la edad que me obligaron a leerlo. Hay cómics como Maus que iniciarían un amor hacia el libro, entendido como objeto. A mí, personalmente, el que me voló la cabeza fue El último recreo de Horacio Altuna y Carlos Trillo. Y los dibujos de Richard Corben con historias como Den. Empecé a conocer a Lovecraft a partir de la revista Creepy, que pasó a cómic algunos de sus relatos. 

¿Comprabas esos cómics?

No, lo más curioso es que era mi padre. Los domingos me traía uno junto a su periódico. Un buen día, pasó de traerme las historias de Mortadelo y Filemón, o Zipi y Zape, a una revista llamada Dossier Negro.