Escándalo a medianoche - Kate Hewitt - E-Book

Escándalo a medianoche E-Book

Kate Hewitt

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Beschreibung

Bianca 3068 Aquel príncipe azul moderno se prendó de la hermana equivocada… Para evitar que los hoteles Rossi siguieran dando la imagen de ser establecimientos caducos y trasnochados, Alessandro Rossi, el presidente de la empresa, encontró a la influencer perfecta y glamurosa para modernizar la imagen de sus hoteles. Sin embargo, fue la hermanastra de ella quien captó toda la atención del millonario. Liane Blanchard estaba acostumbrada a vivir entre las sombras, pero la tórrida mirada de Alessandro hizo prender las llamas del deseo en su cuerpo. Accedió a tener una aventura con él, porque sabía que era lo único que el reservado Alessandro podía ofrecerle. Los dos se arriesgaban a provocar un escándalo, pero merecía la pena, aunque solo fuera para poder saborear durante un instante el cuento de hadas…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Kate Hewitt

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Escándalo a medianoche n.º 3068 - marzo 2024

Título original: A Scandal made at Midnight

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805933

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

No te parece lo más increíble que hayas visto nunca?

Mientras que Ella giraba sobre sí misma, Liane Blanchard dejó escapar una carcajada. Los rizos rubios de la primera volaban a su alrededor mientras las alegres risotadas resonaban por el salón, cuyas ventanas abiertas dejaban entrar la veraniega brisa que provenía de Central Park.

–Eso se podría decir, sí –replicó ella con una sonrisa.

Las plataformas de ocho centímetros, incrustadas de diamantes y fabricadas por completo de cristal les daban a aquellos zapatos una apariencia increíble. Liane suponía que no eran muy cómodos, pero estaba segura de que aquel pequeño detalle no desanimaría a Ella ni por un segundo.

–Supongo que te los vas a poner para ir al baile.

–Por supuesto. Da la casualidad de que tengo un plan para estos zapatos –replicó ella guiñando el ojo mientras se quitaba los zapatos y los volvía a colocar en la caja plateada.

Aquella caja provenía de uno de los modistos más prometedores de Manhattan y Ella, como influencer autodidacta y hecha a sí misma, recibía con asiduidad muestras de diseñadores que anhelaban convertirse en su próximo descubrimiento.

–Deberías ver el vestido que me voy a poner. Va perfectamente con los zapatos.

–Espero que no esté hecho también de cristal –bromeó Liane.

–¡No, pero la tela lo imita! Pero no te preocupes, no te preocupes –comentó mientras sacudía la larga melena rubia–. Es totalmente decente. Nada de transparencias –añadió entre risas.

Liane la observó y sacudió la cabeza mientras sonreía. Ella tenía veintidós maravillosos años y era tan feliz y despreocupada como una mariposa. Liane, a sus veintisiete, era callada y cautelosa y, en ocasiones, se sentía como si fuera lo único que impedía que su hermanastra cayera de cabeza al desastre una y otra vez.

–¡Qué zapatos más ridículos!

Liane asintió en silencio al escuchar el comentario de su madre. Amelie Ash estaba en la puerta del salón. Era alta, de cabello gris y observaba con gesto serio los zapatos que Ella acababa de meter en la caja.

–Son ridículos, ¿verdad? –afirmó Ella alegremente mientras ponía la tapa de caja–. De eso se trata.

Liane siempre había admirado el modo en el que Ella se negaba a permitir que su madrastra ejerciera influencia alguna sobre ella. Las dos familias se habían unido cuando Ella solo tenía seis años. Amelie, que en aquellos momentos era madre de dos difíciles preadolescentes, no le había tomado mucho cariño.

Tampoco había ayudado que, a su flamante nuevo esposo y padre de Ella, Robert Ash, le encantara cubrirla de regalos y de atención, dado que la madre de la pequeña había muerto cuando la niña era solo un bebé. Sin embargo, a pesar de la mucha atención que Ella había recibido de su padre, Liane siempre había tenido que admitir que no había sido una niña mimada. Al menos no demasiado. Era simplemente una joven con mucha energía y llena de alegría, todo lo contrario de su madrastra, y también de Liane, en todos los sentidos.

–¿A dónde demonios vas a llevar eso puesto? –le preguntó Amelie con desprecio.

–¡Al baile, por supuesto!

Liane se tensó al observar el rostro de su madre. Había entornado peligrosamente los ojos grises y había fruncido los labios como si se acabara de tomar una fruta especialmente agria. Liane conocía muy bien aquel gesto. Lo había visto en muchas ocasiones cuando la vida, y sus hijas, la habían desilusionado una y otra vez.

–¿El baile? –repitió Amelie con voz gélida–. Ella, querida. Tú no vas a ir al baile. No te han invitado.

Durante una milésima de segundo, la expresión alegre de Ella pareció desvanecerse. Abrió los ojos de par en par antes de girarse hacia Liane para interrogarla con la mirada.

–No. No estaba invitada –dijo Liane rápidamente–, pero va a venir como mi acompañante. Llamé a la persona que se ocupa de recibir las confirmaciones y se permite que cada invitado lleve uno.

Liane no podría asistir sabiendo que Ella se iba a tener que quedar en casa. De hecho, le había ofrecido a Ella su invitación, dado que no le gustaban mucho las fiestas. Sin embargo, Ella había insistido en que fueran juntas.

Amelie apretó los labios. Liane sabía que su madre preferiría que Ella no asistiera a la fiesta que estaba etiquetada como el evento del año. Se trataba de un baile organizado por el famoso magnate hotelero Alessandro Rossi para celebrar los cien años de la lujosa cadena hotelera de la familia e iba a asistir la crème de la crème de la sociedad neoyorkina. En realidad, ellas no se podían considerar como tales, pero Michel Blanchard, el padre de Liane, había sido amigo del padre de Alessandro Rossi hacía mucho tiempo. Liane se había sorprendido mucho cuando llegó la invitación, pero su madre se había mostrado exultante.

–Ya sabía yo que nos iban a invitar –le había comentado muy orgullosa–. Tu padre era muy amigo de Leonardo Rossi. Ya sabes que le prestó dinero cuando más lo necesitaba.

El préstamo en cuestión habían sido cien francos en un casino, nada que ver con la cantidad que su madre quería aparentar. Por supuesto, Liane guardó silencio. Había aprendido hacía mucho tiempo a morderse la lengua con su madre. Todo era mucho más fácil si, en vez de verter combustible sobre las llamas de la ira de Amelie, hacía todo lo posible por aplacarlas.

En cualquier caso, Liane tenía muchas ganas de ir al baile, aunque con cierta aprensión. Trabajaba como profesora de francés en un colegio de niñas en el Upper East Side y había preferido llevar una vida tranquila con su madre y sus hermanas en vez de colocarse bajo los focos y conseguir fama y fortuna, tal y como Ella había preferido. Liane no tenía interés por ninguna de las dos cosas. Las pérdidas que había sufrido a lo largo de su vida le habían enseñado a ser cautelosa. Así, no corría el riesgo de sufrir daño alguno. Lo había visto con su padre y lo había sentido con su madre. Esa clase de exposición podría provocar daños y hacía mucho tiempo que Liane había decidido que prefería no intentarlo.

Sin embargo, decidió que asistir al baile sería una agradable novedad, aunque estaba segura de que permanecería entre las sombras, tal y como siempre hacía.

–Dudo que tengas algo apropiado que ponerte –afirmó Amelie con más desdén cuando su hijastra regresó al salón.

Ella era la dueña de la casa en la que todas vivían. Su padre se la había dejado con la condición de que su madrastra y sus hermanastras pudieran vivir en ella durante toda su vida, pero eso no significaba que la joven tuviera dinero. Desgraciadamente, dependía de la generosidad, siempre a regañadientes, de su madrastra.

–Claro que sí –replicó Ella dulcemente–. Un diseñador de moda que es amigo mío me ha confeccionado el vestido más maravilloso del mundo… No te preocupes, madre. Te prometo que no te avergonzaré yendo vestida con harapos.

Liane sabía que aquello no le preocupaba a su madre en lo más mínimo. No. La preocupación de Amelie era más bien todo lo contrario: que la hermosa y sonriente Ella dejara en evidencia a Liane y a su hermana Manon, algo que sin duda conseguiría sin ni siquiera esforzarse. Liane estaba acostumbrada y a Manon no le importaba, lo que enfurecía profundamente a su madre. Amelie aspiraba a que sus hijas se casaran con hombres ricos y bien relacionados, la clase de hombres que figuraban como invitados en el Baile Rossi. Liane no creía que aquello fuera a ocurrir nunca. A ella le aterrorizaba saludar siquiera a un hombre así mientras que Ella flirteaba con total naturalidad.

–Qué suerte tienes –le dijo Amelie fríamente–. Liane, ¿has ido ya a recoger el vestido a la modista?

–Sí, lo recogí esta mañana –respondió Liane mientras forzaba una sonrisa. En realidad, temía ponerse aquel viejo vestido azul. Había sido de su madre y no resultaba muy favorecedor, pero era lo único que se podían permitir.

–Justo a tiempo, considerando que el baile es mañana por la noche –replicó su madre. Entonces, tras mirar de nuevo con desprecio a su hijastra, Amelie abandonó el salón. Liane miró compasivamente a su hermana.

–No le hagas caso…

–Nunca se lo hago –le aseguró Ella alegremente–. No me has enseñado el vestido. Vamos a verlo.

–En realidad, no tiene nada de especial –se apresuró a decir Liane. Sabía que sus palabras eran un verdadero eufemismo

–¡Venga, Liane! Seguro que estás guapísima con él. ¿Me lo enseñas?

–De acuerdo –dijo Liane. Nunca había podido negarle nada a su hermana–, pero te advierto que no es nada del otro mundo.

Con un suspiro, empezó a subir la escalera con Ella pisándole los talones. Llegaron a su dormitorio, que estaba en la primera planta, y entraron.

–Venga, enséñame ese vestido –le insistió mientras Liane lo descolgaba de la puerta del armario–. Seguro que es sensacional.

–Te aseguro que no se parecerá nada al tuyo –comentó Liane mientras retiraba el plástico. Tal vez Amelie tenía aspiraciones a que Manon y ella captaran la atención de algún soltero de oro como Alessandro Rossi, pero el limitado presupuesto del que disponían no servía para alcanzar ese propósito.

El vestido había sido de Amelie. Una modista le había hecho unos arreglos para actualizarlo un poco. Amelie había insistido en que aún estaba a la moda, pero Liane tenía muchas dudas. Y parecía que Ella también.

–Gracias a Dios que le ha quitado los volantes –dijo mientras lo observaba con ojo crítico–. Si no, habría sido ochentero al cien por cien y, desgraciadamente, no en un buen sentido.

–Ya lo sé –suspiró Liane. Estaba acostumbrada a ejercer de florero con su aspecto pálido y poco llamativo, pero un vestido que tenía cuarenta años no la ayudaba en lo más mínimo–. En realidad, no me importa. No me van mucho las fiestas, Ella, ya lo sabes. De todos modos, no me va a mirar nadie. De eso estoy segura.

–Pero si es la fiesta el año –protestó Ella –. No te puedes poner algo que podrías haber encontrado en una tienda de segunda mano.

Liane sabía que había demasiada verdad en las palabras de su hermana. Incluso con los retoques que le había hecho la modista, el vestido seguía siendo demasiado anticuado.

–Mira, no te puedes poner esto –afirmó Ella mientras se sacaba el teléfono móvil del bolsillo. A esta fiesta no. Tal vez valdría para Manon, dado que a ella no le importan los vestidos.

–Ella va a ir de negro, como siempre.

A Manon le encantaba su trabajo como asistente administrativo de un bufete de abogados y le importaba un comino la moda o encontrar marido. Solo iba a asistir a la fiesta porque su madre había insistido y sabía tan bien como Liane que, en lo que se refería a las maquinaciones de su madre, era más fácil dejarse llevar que resistirse. Era más fácil guardar silencio que protestar contra las constantes críticas, porque parecía que a Amelie sus hijas la desilusionaban tanto como lo habían hecho sus maridos.

–Ya me lo imagino. Deja que envíe un mensaje a mi amigo el diseñador. Creo que estaba trabajando en otro vestido y sería perfecto para ti. Violeta, que hace juego con tus ojos.

–Ay, no sé… –protestó Liane. No quería que Ella se tomara tantas molestias.

–Te digo que sería perfecto…

–Y yo te aseguro que no me pienso poner nada transparente –le advirtió Liane.

–Por supuesto que no –respondió Ella con una carcajada mientras sus dedos volaban sobre la pantalla del teléfono–. Ese es para mí. Confía en mí, Liane. Será perfecto. ¡Serás la beldad del baile!

–No lo creo –replicó Liane–. Ese título queda reservado para ti.

Ella siempre era el centro de atención, pero lo hacía con naturalidad, algo que molestaba profundamente a Amelie. Liane sabía que su madre siempre había querido que Manon y ella fueran más como Ella, que fueran brillantes, sociables y carismáticas, por mucho que desdeñara a su hijastra por tener precisamente todas aquellas cualidades. En realidad, Liane se sentía mucho más cómoda pasando totalmente desapercibida mientras observaba cómo Ella se ponía el mundo por montera. Sin embargo, podría por supuesto admirar a su hermana llevando ella también un bonito vestido. Era lo suficientemente femenina para querer que así fuera.

 

 

La fiesta estaba en todo su apogeo cuando Alessandro Rossi salió del ascensor en la planta del ático del hotel Rossi, el buque insignia del imperio hotelero de su familia, situado en el centro de Manhattan. Oyó el tintineo de las copas y las risas y los acordes de la música clásica que tocaba la orquesta. El Baile Rossi, el primero de su clase, había sido calificado como el evento del año. Nadie tenía que saber que la publicidad era la única razón por la que estaba celebrando aquella tediosa fiesta.

Se estiró la corbata negra y entornó la mirada mientras observaba la sala. Entonces, echó el pie para entrar… y se quedó totalmente inmóvil al escuchar un ligero gritito ahogado. ¿Qué diablos había sido eso?

–Lo siento… –dijo una mujer. Tenía una voz suave, con un ligero acento francés–. No quería interponerme en su camino. Le ruego que me perdone.

Considerando que había sido él quien la había pisado a ella, a Alessandro le parecía que era él quien debía disculparse. Ni siquiera la había visto. Entornó la mirada y observó a la mujer en cuestión. Casi no le llegaba ni al hombro. Tenía el cabello rubio platino recogido en lo alto de la cabeza y una pequeña y esbelta figura ceñida por un vaporoso vestido violeta. Estaba de pie, detrás de una maceta junto a la puerta, razón por la cual él no la había visto. Eso y porque era también muy menuda. La mujer inclinó la cabeza para mirarlo y él vio que sus ojos eran del mismo color del vestido. Estaba tratando de disimular un gesto de dolor mientras levantaba ligeramente el pie que Alessandro le había pisado.

–Le ruego que me disculpe. Espero no haberle roto ningún dedo…

–No se preocupe. Sobreviviré. Evidentemente, este es un castigo por mi orgullo. No debería haber permitido que mi hermana me convenciera para ponerme estos zapatos tan ridículos.

Alessandro frunció ligeramente los labios.

–En mi experiencia, la mayoría de las mujeres llevan zapatos ridículos.

–¡Qué generalización más insultante! –exclamó ella. No estaba riendo, pero el tono de su voz animaba a Alessandro a reír a carcajadas–. Le aseguro que soy la dueña orgullosa de varios pares de zapatos sensatos. No tengo ni un par que sea ni siquiera ligeramente ridículo.

–Menos este –comentó él señalando los que la mujer llevaba puestos.

–Estos son de mi hermana –repuso ella. Se levantó ligeramente el vestido para mostrarle los zapatos… y un par de tobillos muy delicados. Los zapatos tenían tacón de aguja y eran violetas a juego con el vestido–. Verdaderamente ridículos –anunció, con una sonrisa que, en aquella ocasión, sí les llegó a los ojos.

Alessandro había visto zapatos mucho más ridículos, pero decidió guardar silencio. Además, por mucho que se hubiera quedado encantado con aquella menuda y divertida mujer y deseara prolongar la conversación, tenía que empezar el tedioso deber de ir a saludar a sus invitados para hacerse las fotos publicitarias y luego poder marcharse. Tenía que centrarse en la tarea que tenía entre manos y lo haría como siempre, con resolución y determinación. Nada de distracciones.

–Muy bonitos –le dijo. El tono de su voz era varios grados más frío de lo que había sido previamente.

Al ver su reacción, la mujer pareció quedarse algo desconcertada.

–Muchas gracias. Evidentemente, ya le he robado demasiado tiempo. Le ruego que me perdone.

Antes de que Alessandro pudiera responder, ella dio un paso atrás. Luego otro. Entonces, la multitud pareció engullirla de repente, como si nunca hubiera estado allí. Qué mujer tan extraña. Atractiva. No, en realidad, no. Solo extraña. Y bastante del montón, con aquel rostro tan pálido y el cabello tan rubio. Parecía transparente, aunque tenía unos ojos extraordinarios. Como si fueran amatistas…

Parpadeó ligeramente para centrarse de nuevo en su tarea. Debía dejar de pensar en una desconocida que no iba a beneficiar en nada su causa. El único motivo por el que estaba allí era para generar publicidad positiva para la marca Rossi, una perspectiva que lo llenaba de determinación y de ira a la vez.

El año anterior, cuando aceptó el puesto de director gerente del imperio familiar y sustituyó a su padre, no sabía los problemas que la parte hotelera del negocio estaba empezando a sufrir. Leonardo Rossi había enviado a su hijo a Roma durante diez años para que se ocupara de los establecimientos que el imperio familiar tenía en Europa y que eran la principal fuente de riqueza de la familia. Mientras Alessandro cumplía con su deber y consolidaba la importancia de la firma, su padre, sin duda demasiado ocupado con su última conquista, había dejado que el buque insignia de la empresa en Estados Unidos se hundiera a causa de una gestión errónea y de la indiferencia. Según el gestor que Alessandro había contratado, con eventos como aquel conseguiría salvarlo. Había llegado el momento de la reinvención para convertir a los hoteles Rossi en lugares excitantes, novedosos, en los que los clientes más jóvenes quisieran alojarse.

Al principio, Alessandro se había mostrado totalmente contrario a la idea. Los hoteles Rossi eran los mejores del mundo, ejemplo de elegancia, lujo y clase. Lo último que quería era perseguir una idea nueva. El apellido Rossi significaba eso precisamente. El mundo podría cambiar, pero la elegancia y el lujo de sus hoteles eran atemporales.

Sin embargo, mientras recorría el hotel de Nueva York, comprendió que había que renovarse. Las habitaciones estaban vacías y los huéspedes eran principalmente octogenarios. Comprendió que no quería cambiar los hoteles, pero sí el modo en el que estos se percibían por los potenciales huéspedes. Por eso había organizado aquella fiesta. Quería demostrar que todos y cada uno de los hoteles Rossi eran lugares divertidos, diferentes. También, quería mostrar lo divertido que era él, aunque esto distaba mucho de ser realidad. No quería ser divertido. Eso era para los seductores y holgazanes, gente que pasaba por la vida beneficiándose del trabajo de otros, enamorándose y desenamorándose porque eran personas caprichosas, gobernadas por sus sentimientos y que, a su paso, solo dejaban dolor y sufrimiento. Personas como su padre. Alessandro no se parecía en nada a él. Había elegido ser totalmente diferente, pero, por aquella noche, por aquella fiesta, la cámara podría mentir.

Fue avanzando entre los invitados, ofreciendo sonrisas y saludando a todos los presentes. Se percató de que estaban allí varias de las revistas más importantes, tomando buena nota de todo lo que ocurría. Alessandro se aseguró de pararse y posar para ellos. Su relajada sonrisa ocultaba la tensión que recorría todo su cuerpo.

Odiaba las fiestas. Siempre las había despreciado, desde que tenía tres años y había tenido que asistir a ellas para demostrar que el matrimonio de sus padres no era el desastre que todo el mundo sabía que era. Recordar aquellos momentos le provocaba un sudor frío y un nudo en el estómago.

Tomó un sorbo de champán y miró discretamente el reloj. ¿Cuánto tiempo tendría que seguir allí para mostrarles a todo el mundo lo evidente, que los hoteles Rossi eran los mejores del mundo? Y muy divertidos también.

–Por supuesto, lo que necesitas es alguien que represente el hotel, alguien joven y moderno, que asista a todas esas fiestas –le había sugerido su gestora.

–No se me ocurre nadie en concreto –le había contestado–. Creo que, por el momento, empezaremos con unas cuantas fotografías publicitarias.

¿Cuántas se habían tomado ya a lo largo de la fiesta? Seguramente muchas más de las necesarias. Alessandro volvió a consultar el reloj. Solo llevaba allí quince minutos. Increíble. En tan breve espacio de tiempo, se sentía absolutamente nervioso y agotado por la atención, las conversaciones vacías y la especulación. Y los recuerdos.

–«Este es nuestro querido hijo. Ven aquí, Alessandro y demuéstrale a todo el mundo lo mucho que nos quieres».

Por muchos besos y abrazos que él diera, jamás parecía suficiente. Su madre solía beber hasta perder el control y su padre solo prestaba atención a su siguiente conquista. Después, se gritaban y se peleaban delante de él. Alessandro se sentía utilizado.

Por ello, siempre se había jurado que jamás volvería a consentir que nadie lo utilizara.

Apartó los recuerdos y miró a su alrededor. Hasta que no hubo recorrido los rostros de la mitad de los invitados, no comprendió cuál era el que estaba buscando. Allí estaba. La menuda y divertida mujer de los ojos color violeta y la sonrisa que no terminaba de serlo. Estaba muy cerca, justo en el centro de la sala. Se preguntó cómo había podido tardar tanto en localizarla.

En realidad, era muy hermosa. Tenía una larga melena rubia, una figura esbelta, pero con curvas e iba ataviada con aquel vaporoso vestido que le daba apariencia de sirena, una sirena casi desnuda a juzgar por la delicada transparencia de la gasa del vestido. Sin embargo, más allá de la belleza, había algo más en ella, algo que lo hipnotizaba, que le impedía apartar la mirada. Casi sin darse cuenta, sintió que daba un paso hacia delante, luego otro, intrigado por lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

Estaba rodeada por una corte de admiradores, hombres y mujeres. Los hombres, discretamente, observaban su figura. Las mujeres, simplemente, parecían desear reflejarse en su luminosidad. Ella se echó el cabello por encima de un hombro. En aquel momento, la mirada se cruzó con la de Alessandro e hizo que él se detuviera en seco. Ella abrió los ojos un poco más y sonrió ligeramente. Entonces, aleteó ligeramente las pestañas, pero de un modo que hacía que todo pareciera una broma, como si se estuviera burlando de sí misma… o de él. Alessandro echó de nuevo a andar.

Entonces, de soslayo, vio otra figura violeta, pequeña y esbelta, apartarse rápidamente de él y empezar a deslizarse por la pared. Alessandro dudó y estuvo a punto de darse la vuelta, empujado un profundo deseo de encontrar a aquella otra mujer, por muy diferente que fuera a la primera. Quería volver a ver cómo sonreía.

De repente, algo le empujó a volver a mirar a la princesa que tenía a todo el mundo absorto en el centro del salón de baile. Algo en su interior le ordenó que se centrase, como siempre hacía. Decidió que, como siempre, no se dejaría llevar por los sentimientos sino por la razón dado que allí, con toda seguridad, estaba la nueva imagen de los hoteles Rossi.