Escribiendo por el mundo - Noelia Truffa - E-Book

Escribiendo por el mundo E-Book

Noelia Truffa

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Beschreibung

En 2016, durante un viaje en solitario por el sudeste de Asia, arriba de un colectivo destartalado en el norte de Tailandia y rodeada de monjes budistas vestidos con túnicas anaranjadas, Noe lo vio muy claro: supo que quería dedicar sus días a viajar y escribir, y ya no hubo vuelta atrás. El 1.º de enero de 2019, después de años de soñarlo y planificarlo, ese sueño se convirtió en realidad y, acompañada de Omar, su pareja, transformó el viaje en su nuevo estilo de vida. Escribiendo por el mundo reúne los relatos de las vivencias de los primeros dos años de esa vida nómada en la que Noe y Omar recorrieron doce países de Europa, África y Asia. Es una mezcla entre crónica de viaje y diario íntimo. Por un lado, el viaje exterior, que incluye lugares, experiencias, mares, olores, montañas, fronteras, sabores y más. Por otro, el viaje interior, que recopila todas las decisiones, aprendizajes, trabas burocráticas y oportunidades que llevaron a Noe y Omar a tomar uno u otro camino, y van mucho más allá de los destinos en sí, convirtiendo a la comunión entre ambos en un viaje totalmente personal, único y subjetivo. A lo largo de las páginas de Escribiendo por el mundo, Noe invita al lector a tener una experiencia interactiva y a sumarse al viaje a través de recetas típicas de cada uno de los países que visitaron y consignas creativas para "poner manos a la obra".

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Noelia Truffa

Escribiendo por el mundo

Relatos de vida nómada

Ilustrado por Omar Truco

Truffa, Noelia

Escribiendo por el mundo : relatos de vida nómada / Noelia Truffa ; Ilustrado por Omar Truco. 1a ed Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4188-93-9

1. Diario de Viajes. I. Truco, Omar, ilus. II. Título.

CDD A863

© Noelia Truffa, 2021

Primera edición, septiembre de 2021

Edición Magalí Etchebarne

Diseño y diagramación Noelia Truffa

Corrección Martín Vittón y Karina Garofalo

Ilustraciones Omar Truco

Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Recorrido

CubiertaPortadaCréditosPrefacioLa precuelaTurquíaCrónica de un almuerzo en SelçukReceta: Gözleme de espinaca y queso fetaConsigna: Regalo inesperadoEspañaM y M (macrodecisiones y Madrid)Córdoba, colección de novedadesCórdoba y la lluviaHousesitting, crónica de novatosLos pueblos de La AlpujarraEl pueblo de BérchulesEl pueblo de LanjarónUn pueblo marrón, para variarLo que el housesitting nos dejóReceta: Gazpacho andaluzConsigna: Bitácora de primeras vecesMarruecosTetuán, la bienvenida a ÁfricaVolver a la adolescencia en FezExpectativa versus realidadBañarse en la casa de Njema (y en Marruecos)Ramadán, relato de un día de ayunoEl cruce de la cordillera AtlasOuarzazate, una parada técnicaMarruecos y el trabajo voluntarioAntecedente 1: ChefchaouenAntecedente 2: el que murió antes de empezarTagounite, la tercera es la vencidaReceta: Pan batboutConsigna: Collage monocromáticoInglaterra¿Por qué fuimos a Inglaterra?Crónica de una escala en LondresOtras pequeñas cosas que pasaron en LondresReceta: Torta banoffeeConsigna: La subjetividad del tiempoItaliaHousesitting florentinoVoluntariado en Villa MinozzoReggio Emilia y la vuelta a las raícesLa expectativa: un campo minado de dudasLa realidadEl día DHerencia partisanaReceta: MalfattiConsigna: Aprendizaje sagradoCroaciaZagreb, la primera cachetada balcánicaOtras pequeñas cosas que pasaron en CroaciaReceta: MakovnjacaConsigna: Colección de historiasMontenegroRIP trabajo voluntarioOtras pequeñas cosas que pasaron en MontenegroReceta: AjvarConsigna: Nube negraKosovoPristina, imaginario versus realidadHousesitting kosovarLo que Pristina nos dejóReceta: TespishteConsigna: Cambio de perspectivaMacedonia del NorteSkopie, el último orejón del tarroOtras pequeñas cosas que pasaron en SkopieReceta: Zelnik de papa y cebollaConsigna: Macedonia literariaBulgariaUn housesitting en el campo búlgaroLa previaLa llegadaBañarse en KromidovoEl entornoAlgunas cosas buenas de KromidovoPlovdiv y las fronteras gastronómicasVolver a KromidovoReceta: SarmaConsigna: Colección de momentosGreciaAtenas desde el piso 14Lefkada, la isla donde se paró el mundoReceta: SpanakorizoConsigna: Menos es másAlemaniaBerlín, el viaje dentro de la quietudUn viaje offlineReceta: PretzelsConsigna: Ojos nuevosEpílogoAgradecimientosSobre este libroSobre la autora

Prefacio

Si este libro llegó a tus manos, supongo que es porque te gusta viajar y leer sobre viajes. Si es así, vamos por buen camino. Pero acá vas a encontrar mucho más y este es, en realidad, un libro interactivo para que viajemos juntos. Te cuento cómo es eso.

El libro está dividido en doce capítulos, que corresponden a los doce países que Omar y yo visitamos a lo largo de nuestros primeros dos años de vida nómada, durante 2019 y 2020. En cada capítulo vas a encontrar relatos de nuestras experiencias, cosas que nos pasaron, decisiones que tuvimos que tomar cuando no teníamos idea de qué hacer, situaciones que hubiéramos querido evitar, errores que cometimos, historias de la gente que conocimos a lo largo de los kilómetros, recuerdos que vamos a guardar siempre como tesoros y otros que preferiríamos olvidar, cosas que sentimos, temas en los que no estuvimos de acuerdo, qué hicimos cuando se paró el mundo y viajar se volvió impracticable, y mucho más. Vendría a ser como una radiografía, el viaje visto desde adentro, entre bambalinas.

¡Pero eso no es todo! También vas a encontrar una receta típica de cada país que visitamos. Los ingredientes, técnicas, tradiciones y todo lo que hace a la gastronomía de un lugar dicen mucho sobre él, y conocer algo de eso, para mí, es una de las formas más hermosas de viajar. Procuré que cada una de las recetas, además de tener una razón de ser, de estar conectada con nuestro viaje de alguna manera y de reflejar la esencia de cada lugar, sea fácil y tenga ingredientes simples para que la puedas preparar en el lugar del mundo donde estés. Si te gusta cocinar, probablemente sabés de qué te hablo. Y si no, te propongo que les des una oportunidad a estas recetas que elegí con mucha dedicación para que fueran parte de este libro, porque no hay nada más hermoso —¡y rico!— que conocer o recordar un lugar a través de sus sabores. Ojalá te gusten y te animes a sumarte a este recorrido con todos los sentidos.

Si además de leer sobre viajes y disfrutar de una comida étnica preparada en casa también te gusta escribir o ejercitar la creatividad, estás de suerte: en el libro vas a encontrar doce consignas para completar. Cada una forma parte de un capítulo y no de otro porque está relacionada con nuestro paso por ese país, aunque son totalmente adaptables para que las completes en el rincón del globo donde estés y cuando quieras.

Espero que disfrutes estas páginas tanto como yo disfruté escribirlas y ¡gracias infinitas por viajar con nosotros!

NOE

La precuela

El 1.º de enero de 2019 a las doce y diez de la madrugada, justo después de que el piloto nos deseara feliz año nuevo por el altoparlante, despegó del Aeropuerto de Ezeiza un avión de Turkish Airlines con destino al principio de esa vida nómada que tanto habíamos imaginado. Antes de ese momento, en el que estábamos empezando una aventura y un nuevo estilo de vida juntos, Omar y yo habíamos recorrido caminos muy diferentes, caminos que, afortunadamente, en algún punto se cruzaron.

Mi historia empezó en Buenos Aires, donde nací y viví hasta que empezó este viaje. De chica, el viajar estaba asociado a diferentes lugares de la costa atlántica de Buenos Aires, como Villa Gesell, Mar del Plata, Pinamar, Miramar y San Bernardo. A los once años llegó el viaje de egresados de la escuela primaria, nos fuimos a Tandil y allí conocí las sierras. A los dieciocho volví a ver sierras (ahora un poquito más altas) en un viaje a Córdoba.

Más tarde en la vida, muy de a poco y con mucho esfuerzo, siguieron viajes a Uruguay, Chile, México, Bolivia y varias provincias de Argentina.

La vida continuó su curso y un día helado de febrero de 2012 pisé Europa. El viaje duró un mes y lo estuve pagando durante los tres años siguientes. Cada centavo —¡de euro!— valió la pena. No podía creer lo lejos que había llegado.

Todos y cada uno de esos viajes habían sido en vacaciones. Eso significaba que siempre tenía que volver muchísimo antes de lo que quería, y que siempre había un departamento alquilado, un trabajo, una carrera y mil cosas más esperándome en Buenos Aires.

En 2016, poco antes de cumplir treinta años y —¿casualmente?— durante uno de esos viajes de los que nunca quería volver, tuve la revelación que cambiaría por completo el resto de mi vida. La recuerdo fresca como el rocío en una madrugada de verano. Aquel era un viaje en solitario y estaba en un colectivo local destartalado de la ciudad de Chiang Rai, en Tailandia. Era muy temprano, las siete y media de la mañana. Había elegido ese horario para conocer el Templo Blanco, la atracción más importante de la ciudad, porque era la hora del día en la que el calor agobiante del verano en el trópico todavía daba un respiro.

El colectivo estaba casi vacío y los pocos pasajeros que me rodeaban eran tailandeses y monjes budistas rapados y vestidos con túnicas de color anaranjado. Los turistas todavía estaban durmiendo y en el entorno no se respiraba nada más que calma. El colectivo avanzaba con todas las ventanas abiertas mientras yo miraba el paisaje que pasaba delante de mis ojos como si fuera una película. No recuerdo nada que me llamara particularmente la atención, pero aun así estaba alucinando con lo que me rodeaba.

En medio de ese trance, apareció un momento de lucidez que no puedo explicar de dónde habrá salido pero lo vi más claro que el agua. Supe que quería vivir viajando, ser nómada, dedicar mis días a recorrer lugares como aquel y tantísimos otros que todavía no conocía. A modo de cierre del trato conmigo misma, sonreí como agradecimiento al universo por esa epifanía y se me cayó una lágrima de emoción de solo imaginarlo. Me prometí que nunca más volvería a Buenos Aires de la misma forma en que había vuelto de todos los viajes anteriores y, en cambio, solo volvería para prepararme para salir, tardara lo que tardase. No sabía ni cuándo ni cómo, pero lo había visto muy claro, se había sembrado una semilla viajera que crecía a toda velocidad y ya no había posibilidad de volver atrás.

Un par de meses después de mi viaje­revelación conocí a Omar, y fue amor a primera vista.

La historia de Omar es muy —¡muy!— diferente de la mía. Por esas casualidades de la vida nació en San Cristóbal de Las Casas, una ciudad del Estado de Chiapas, ubicado en el sur de México, ciudad que unos años antes había unido a su papá español y a su mamá finlandesa. Así, desde el primer momento, el movimiento fue una parte indivisible de su historia, parte de su ADN.

Cuando tenía dos años y medio, Omar y su mamá cambiaron San Cristóbal de Las Casas por Lempäälä, un municipio rural de veintidós mil habitantes en el sur de Finlandia, y los tamales mexicanos cambiaron por karjalan piirakka, unas empanadas finlandesas hechas con masa de centeno y rellenas con arroz hervido en leche o puré de papa, y decoradas con huevo hervido picado y manteca.

Para cuando tenía menos años que dedos en una mano ya había viajado solo en avión entre Finlandia y España, donde, cada vez que iba, lo esperaba la otra mitad de su familia. Por aquel momento, desde muy chico y gracias a esas visitas, llamadas y cartas, empezó a aprender poco a poco y con mucho esfuerzo su segundo idioma, el español.

Antes de empezar la escuela primaria, ya había viajado por varios países de Europa y hasta había pasado un mes viviendo en una caravana de circo con amigos de su mamá en Berlín, donde compartía días de juegos con los hijos del payaso. Para entonces, algunos de sus pasatiempos favoritos eran hacer castillos de nieve y recolectar hongos y frutos del bosque con su abuela finlandesa.

A los nueve años volvió a cruzar el charco con su mamá. Intentó aprender a surfear en el Pacífico mexicano (y terminó aprendiendo a respetar el mar) y se sintió Indiana Jones juntando pedazos de obsidiana en las ruinas de Teotihuacán.

A los diez, también con su mamá, vivió cuatro meses en la selva, cerca del pueblo de Vilcabamba, en Ecuador, donde tenía un mono como compañero de cuarto.

Mucho más tarde, una vez terminada la época de la universidad en Finlandia, viajó solo por México durante cinco meses con el objetivo de buscar sus raíces, y gracias a ese viaje entendió que no estaban arraigadas a la tierra del tequila con limón y sal sino a Finlandia, donde estaba la mitad de su familia, su cultura, sus amigos, donde había crecido, había ido a la escuela, había aprendido su lengua materna.

En abril de 2016, una nueva búsqueda de aventuras lo llevó a cruzar el Atlántico una vez más, ahora en dirección a Buenos Aires, donde, gracias a los esfuerzos de la niñez, entendía y podía hablar perfectamente el idioma. Tres meses después nos conocimos y esos caminos tan diferentes que habíamos recorrido hasta ese momento felizmente se unieron en uno.

Para aquel entonces hacía pocos meses que yo había vuelto del sudeste asiático, donde había tenido mi flamante revelación, y mis ganas de vivir viajando estaban a flor de piel. Él estaba en Buenos Aires de paso y —según me confesó más tarde— buscando internamente una compañera de viajes y de vida. ¡Nos habíamos sacado la lotería! Y aunque todavía teníamos un largo recorrido para pasar del plano de los sueños al de la realidad, sabíamos que queríamos irnos de Argentina y hacer un gran viaje.

Pasamos mucho tiempo deseándolo, soñándolo, analizando las mil y una opciones de cómo, cuándo y por dónde empezar. Yo quería volver a Asia más que nada en el mundo y seguir recorriendo el continente que más me atraía. Pero aun vendiendo todas las cosas que con mucho esfuerzo y un millón de cuotas me había comprado, no tenía suficiente plata para empezar. Me parecía, entonces, que lo mejor era empezar ese sueño trabajando en algún país donde pudiera ahorrar a la velocidad de un rayo y después, con esos ahorros, viajar. La experiencia de vivir y trabajar en un país diferente ya sería un viaje en sí misma, que además me iba a permitir emprender el camino a Asia con la billetera un poco más gordita. Dos pájaros de un tiro. Solo me faltaba resolver en qué país concretar esa primera parte del plan.

Una opción era sacar una visa de vacaciones y trabajo con la que podría vivir y trabajar durante un año en alguno de los países que la ofrecían. Mi opción favorita de todas las disponibles en aquel momento era Francia. El problema fue que el 1.º de diciembre de 2016 cumplí treinta y con el cambio de década me quedé afuera de mi opción preferida, a la que solo se podía aplicar hasta los veintinueve. Quedaban poquitas alternativas a las que podría haber aplicado (incluso hasta los treinta y cinco), pero los países que daban esa posibilidad no me atraían tanto o esas visas tenían un cupo tan reducido que era prácticamente imposible conseguirlas.

El 19 de enero de 2017, después de muchos años de averiguar datos de mi árbol genealógico, buscar partidas de nacimiento, matrimonio y defunción, hacer traducciones y varios trámites más, presenté junto con mi familia la solicitud de reconocimiento de ciudadanía italiana por vía sanguínea en el consulado italiano de Buenos Aires. Egisto, mi bisabuelo materno al que no llegué a conocer, era italiano y se había convertido en mi “as bajo la manga”, un as que en algún futuro me permitiría ser ciudadana italiana y poder trabajar en cualquier país de la Unión Europea. Pero para eso faltaba. No podía ser mi única opción, sino algo que en algún momento iba llegar, como una herencia.

Poco más de un año después, en abril de 2018, cuando todavía no tenía ninguna novedad de mi ciudadanía, un evento inesperado puso a las visas de vacaciones y trabajo de nuevo en carrera. Francia extendió el límite de edad de los aplicantes a sus visas, que pasó de veintinueve a treinta y cinco años de un día para el otro. Bon voyage!

Con esa novedad sobre la mesa, pusimos todo en marcha para irnos definitivamente de Argentina. El plan era trabajar en Francia durante el año que duraba esa visa que ahora podía conseguir. Después de eso, el camino diría. Quizás para entonces ya me habría salido la ciudadanía italiana y podríamos seguir trabajando donde quisiéramos, quizás ya habría logrado juntar suficiente dinero para empezar el viaje por Asia que tanto soñaba, quizás nos habríamos enamorado de Francia y buscáramos la manera de quedarnos ahí. Nadie lo podía saber, y pensar en esa infinidad de posibilidades me daba vértigo al mismo tiempo que me encantaba.

Pusimos fecha de salida para enero de 2019. “Año nuevo, vida nueva”, dicen. Uno de los requisitos de la visa francesa era que recién se podía aplicar tres meses antes de viajar, y para eso faltaba bastante. Mientras el tiempo pasaba y la fecha se acercaba, nos dedicamos a desarmar nuestra vida en Buenos Aires. La de Omar, de dos años y medio, la mía, de treinta y dos. Vendí prácticamente todo lo que tenía y el proceso de desprenderme de mis cosas fue un viaje en sí mismo. Cada vez que algo que me había costado tantas cuotas y años de esfuerzo comprar se iba del departamento, me sorprendía lo increíblemente fácil que me resultaba desapegarme de las cosas materiales. Con cada cosa que salía por la puerta estaba un poquito más cerca de mi sueño.

Un día de agosto de 2018 llegó el momento de comprar los pasajes y lo de “Año nuevo, vida nueva” cobró más sentido que nunca: nuestro avión iba a despegar el 1.º de enero de 2019 a las doce y diez de la madrugada. ¿Nos darían algo para brindar a bordo? ¿Nos desearían feliz año nuevo en varios idiomas? Dentro de poco nos enteraríamos, lo importante era que los pasajes estaban comprados y el plan marchaba viento en popa.

Pero el viaje, ya desde antes de empezar, estaba a punto de darnos nuestra primera gran lección: necesitaríamos una enormísima cuota de adaptabilidad, porque muchas (muchísimas) veces las cosas no iban a salir como las habíamos planeado, e íbamos a tener que recalcular planes todo el tiempo.

Un par de semanas antes de presentar la aplicación a la visa francesa, los cupos se acabaron. Adieu! Todos los que habíamos quedado afuera nos enteramos, de un día para el otro, de que si queríamos aplicar a la bendita visa, tendríamos que esperar hasta marzo del año próximo, y nosotros ya teníamos pasajes para salir de Argentina el 1.º de enero.

Ese pormenor cambió el rumbo del viaje de maneras que todavía no podíamos imaginar. En un segundo pasamos de tener un plan que incluía un año de visa que me habilitaba a trabajar —¡y ahorrar!— a otro que incluía nada más que un pasaje de Buenos Aires a Madrid con escala en Estambul. Ya no tenía posibilidad de trabajar en Francia y, además, solo podía quedarme dentro del Espacio Schengen1 por un máximo de noventa días por cada período de ciento ochenta.

Mi futura ciudadanía italiana —de la que seguía sin tener noticias— pasó de ser esa herencia lejana al eje fundamental alrededor del cual iba a girar la mayor parte de nuestra ruta.

Así nos fuimos de Argentina ese 1.º de enero de 2019, con un plan que antes de empezar había dado un giro de ciento ochenta grados, con más dudas que certezas, pero con una felicidad que no nos cabía en el cuerpo. Omar estaba dejando Argentina con la compañera de viaje y de vida que había estado buscando, y yo estaba empezando a cumplir el sueño de viajar sin límite de tiempo y vivir de manera nómada.

Qué íbamos a hacer hasta que saliera mi ciudadanía y tuviera mis documentos, dónde íbamos a estar, si nos iba a alcanzar la plata que teníamos y cómo íbamos a lograr resolver todo, con la presión de los noventa días de visado Schengen corriendo, todo eso y mucho más, te lo cuento en los próximos capítulos.

1 El Espacio Schengen es una zona formada por veintiséis países de Europa entre los cuales se puede, entre otras cosas, circular libremente sin controles fronterizos. Los países que integran el Espacio Schengen son: Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Eslovaquia, Eslovenia, España, Estonia, Finlandia, Francia, Grecia, Hungría, Islandia, Italia, Letonia, Liechtenstein, Lituania, Luxemburgo, Malta, Noruega, Países Bajos, Polonia, Portugal, República Checa, Suecia y Suiza.

Turquía

La suciedad de los callejones, el hedor que se extiende por toda la ciudad desde los contenedores de basura abiertos, los infinitos socavones en calles y aceras, las subidas y bajadas, todo ese desorden, esa confusión y ese caos que convierten a Estambul en ella misma me provocan la impresión de que no es la ciudad la insuficiente, mala y deficiente, sino mi vida y mi alma.

ORHAN PAMUK, Estambul: ciudad y recuerdos.

Crónica de un almuerzo en Selçuk

“¡Maradona!”, dijo después de unos segundos el dueño de un pequeñísimo restaurante en Selçuk, luego de preguntarme mi nacionalidad. Una sola palabra había unido nuestros mundos tan distantes y no quedaban dudas de que estábamos hablando del mismo rincón del planeta. Mientras tanto, el té turco que me estaba por regalar se calentaba en el fuego sin apuro, como si el factor tiempo hubiera desaparecido de la ecuación.

Llevábamos dos semanas viajando por Turquía cuando creía entender, más o menos, cómo funcionaba el mundo del famoso té turco. Pero estaba a punto de descubrir que todavía tenía un largo camino por recorrer.

Durante esas dos primeras semanas había observado que muchos de los restaurantes, cafeterías y teterías que más me gustaban en Turquía tenían unas cuantas cosas en común:

eran lugares muy chiquitos e íntimos, con un par de mesas nada más;

eran los lugares más auténticos, los que frecuentaba la gente local, en los que el idioma turco se escuchaba en la tele, en la radio, en la música de fondo y en la charla de la mesa de al lado;

eran atendidos por sus dueños, que en general eran una familia o parte de ella;

estaban cargados de una decoración —un poco excesiva para mi gusto— en la que cada elemento contenía parte de la vida y la historia de la familia que los habitaba, empezando por una buena cantidad de fotos de los dueños en otros momentos de su vida;

generaban la sensación de que los dueños no estaban trabajando. Parecían estar tan relajados y pasándola tan bien como en su casa que me costaba relacionar esa imagen con el concepto que yo tenía de trabajar.

Viendo la cantidad de veces que esos patrones se repetían, me surgió la idea de documentar esos lugares, por ejemplo, preguntando a sus dueños la historia del lugar y sacándoles una foto. Para eso tenía que vencer varias barreras. La primera y más fácil de resolver era la del idioma. La solucioné casi de manera instantánea escribiendo un texto en el que contaba quién era yo y lo que quería hacer, traduciéndolo al turco y guardando la traducción en el bloc de notas del celular. En el texto también explicaba que ellos podían responder oralmente en inglés, o bien escribir en mi cuaderno en turco. La posterior traducción al español corría por mi cuenta. Resuelto el detalle del idioma, tenía por delante la barrera que me parecía más difícil de superar: mi vergüenza y timidez.

A medida que los días pasaban, el plan me gustaba cada vez más, pero seguía sin animarme a cruzar ese límite y hacer lo más difícil para mí: hablar con la gente. ¿Podía ser tan estúpida como para dejar pasar una idea interesante solo por vergüenza? ¿Cómo salir de mi propio círculo vicioso? El viaje me tenía preparada una buena lección: a veces, para encontrar, hay que dejar de buscar. El rumbo de mi idea iba a cambiar por completo en Selçuk, una ciudad de treinta mil habitantes y con alma de pueblo en la provincia de Izmir, la última parada de nuestro recorrido por el interior de Turquía.

La ciudad de Selçuk es famosa por estar al lado de Éfeso, unas de las ruinas griegas mejor conservadas del mundo, y eso la convierte en una parada obligada para los amantes de la arqueología, como Omar.

Después de visitar las ruinas —incluso cuando no soy particularmente fanática de la arqueología— entendí gran parte de esa fama. Eran muy impresionantes. Pero, como suele suceder en el viaje, lo mejor de Selçuk no lo encontré ahí, en aquel recorrido establecido, sino justo cuando di un paso al costado.

Al día siguiente de la visita, mi capacidad de ver piedras y mármoles griegos estaba cubierta para rato. A Omar todavía le quedaba bastante cupo, así que decidimos dividir momentáneamente nuestros rumbos y hacer cosas diferentes. Museo de arqueología para él, caminata de exploración por Selçuk para mí, con el objetivo subyacente de encontrar algo para comer. Eran las tres de la tarde y el éxito de mi misión pendía de un hilo. La hora de la siesta estaba en todo su esplendor, la ciudad­pueblo parecía estar sumida en un letargo infinito, lugares para comer incluidos, y la esperanza de encontrar algo abierto disminuía con cada paso. Para ese momento, mi proyecto de entrevistar a dueños de minirrestaurantes estaba moribundo y casi olvidado por completo.

Después de unos minutos de caminata por las callecitas dormidas, lo logré. Tardé un parpadeo en saber que era el correcto. Era muy chiquito, apenas más grande que cualquier habitación promedio. Adentro había un hombre de unos cuarenta y cinco años y una mujer un poco más joven que tenía el pelo cubierto con un hiyab (velo que, opcionalmente, usan las mujeres musulmanas cuando están en presencia de varones adultos que no sean de su familia inmediata) floreado y muy colorido, y que a todas vistas era su esposa. El lugar estaba vacío a excepción de ellos dos, que cuando me vieron entrar y sentarme parecieron ponerse tan felices como yo de que nuestros caminos se hubieran cruzado en ese horario imposible.

Al instante me trajeron la carta, pero no la necesité. Después de dos semanas en Turquía, ya tenía mi plato turco favorito: adana dürüm, una especie de roll, originario de la región turca de Adana, en el que un pan plano circular muy delgado se rellena con carne picada de ternera o cordero cocida al carbón en una brocheta, pedacitos de tomate, perejil picado, cebolla cruda y pimientos asados. Hice el pedido y pusieron todo en marcha como si yo hubiera sido la única clienta en una eternidad, tanto que hasta me sentía culpable por hacerles prender los fuegos y poner la maquinaria a punto por un solo adana dürüm, que costaba diez liras turcas (poco menos de dos euros).

Como tenían que hacer todo desde cero, la comida tardó bastante en llegar, pero lejos de molestarme disfruté cada minuto que pasaba como si fuera oro. Una parte de mí quería que el tiempo se detuviera y me quedara ahí, en ese rincón tan turco, rodeada de almohadones y alfombras, leyendo el libro que me estaba acompañando por esos días, La bastarda de Estambul.

Me moría de ganas de sacar fotos del lugar, de ese pedacito de paraíso que había encontrado, pero como era tan pequeño, íntimo y los dueños podían ver cada uno de mis movimientos, la idea de sacar fotos me pareció demasiado invasiva. Decidí ir por la opción del recuerdo y, observando cada detalle del lugar, me propuse sacar la mayor cantidad posible de fotos mentales que pudiera.

No puedo precisar si pasaron cinco, diez o treinta minutos, pero en algún momento llegó la comida y mi adana dürüm no podía ser más rico. Terminé de comer, pedí la cuenta, pagué y, aunque estaba disfrutando muchísimo de ese momento tan simple, empecé a prepararme para irme. El operativo almuerzo estaba cumplido con creces y ya no tenía nada más que hacer ahí. O eso era lo que la lógica me decía.

El hombre hablaba un inglés muy rudimentario, pero algunas palabras en aquel idioma que teníamos en común fueron suficientes para combinarlas con gestos y ofrecerme una taza del turkish tea que estaba preparando.

En turco, la palabra té se escribe çay, se pronuncia chai, y esa denominación tiene que ver con la historia de cómo la bebida milenaria llegó hasta aquellos lares. La idea de infusionar hojas de la planta del té en agua caliente para darle mejor sabor se originó en China alrededor del año 250 a. C., y a partir de ese momento se empezó a expandir hacia todo el globo. Pero el caracter chino que se usa para describir la palabra té tiene pronunciaciones diferentes según la lengua que se habla en las distintas regiones del país. En chino mandarín (hablado mayormente en el norte, centro y suroeste de China) se pronuncia chá, y en chino min (hablado mayormente en la costa del centro y sudeste) se pronuncia té. Estas dos pronunciaciones tan diferentes de un mismo caracter fueron las que derivaron en la forma de nombrar la bebida alrededor de todo el mundo, y sirven para saber desde qué parte de China cada país adquirió la costumbre del té. Derivados de la pronunciación té se encuentran en idiomas como el latín (thea), el malayo (teh), el inglés (tea), el afrikaans (tee), el francés (thé), el esperanto (teo), el irlandés (tae), el sueco (te) y el español (té). En cambio, derivados de la pronunciación chá están presentes en el esloveno (čaj), el checo (čaj), el kazajo (shai), el árabe (shāy), el búlgaro (chai), el griego (tsái), el uzbeco (choy) y el turco (çay).

Para terminar de convencerme, algo que le fue muy fácil, el hombre agregó que el té que me estaba ofreciendo era gratis, un regalo. Eso que para él era lo más normal del mundo, ofrecer un té, a mí me parecía un acto increíblemente generoso e inexplicable, e hizo que la sonrisa por ese regalo inesperado y más rico que cualquier delicia que pudiera imaginar fuera tan grande que no me entrara en la cara.

El té en Turquía es muchísimo más que una bebida, es una parte vital de su cultura. Se toma durante todo el día: antes, durante y después de las comidas, o simplemente como una excusa para reunirse. La religión de la mayoría de los turcos es el Islam y, como el consumo de alcohol está prohibido según el Corán, en Turquía (como en muchos otros países donde la mayoría de la población es musulmana) en lugar de juntarse en un bar a tomar una cerveza, la gente se reúne en una tetería y comparte un té como bebida social. Tanto en el hogar como en un restaurante, convidar a alguien una taza de té es un símbolo de amistad y hospitalidad.

Mientras el té se calentaba en el fuego y la mujer estaba en su mundo sin participar mucho de la escena, el dueño y yo tuvimos tiempo para seguir conociéndonos y entrar en confianza. Me preguntó si era estudiante. Me reí para mis adentros y pensé en qué bueno sería estar recorriendo el mundo mientras se es estudiante, con veinte y pocos años; al mismo tiempo me sorprendí porque aquella ocupación haya sido la primera que se le vino a la cabeza. Respondí que no, que hacía rato no era estudiante y que si bien oficialmente era arquitecta, ahora quería ser escritora. Cuando esas palabras salieron de mi boca, reapareció como un destello aquella idea que tanto me gustaba y tan imposible me había parecido: hablar y retratar a dueños de restaurantes turcos, algo que ahora estaba pasando tan naturalmente que ni siquiera me había dado cuenta. Cuando finalmente el té estuvo listo —y muy caliente— el hombre lo trajo a mi mesa.

El té turco se prepara en unas teteras dobles, de dos pisos, y su preparación es todo un ritual. En la tetera de abajo se pone agua, en la de arriba té negro en hebras. Se lleva al fuego y, cuando el agua hierve, se separan las dos teteras y la tetera que tiene las hebras se llena con agua hirviendo. Después la tetera inferior se rellena con más agua, encima de esta se coloca la tetera que contiene el té, y se vuelve a llevar al fuego, hasta que el agua vuelva a hervir.

Servirlo también tiene toda una técnica y hasta incluye unas tazas especiales. Las tazas de té en Turquía son muy chiquitas, de vidrio transparente, forma curvada y sin asa. La taza viene siempre apoyada sobre un platito que hace juego y, para no quemarse vivo, se agarra con el pulgar el borde superior de la taza y con el dedo mayor la parte inferior del plato, que hace las veces de barrera anticalor. La lógica de usar este tipo de tazas, que a simple vista parecen tan hermosas como poco prácticas, está en que al tener tan poca capacidad, la bebida siempre va a estar caliente, como debe ser, y la forma curva colabora con ese objetivo. El material, vidrio transparente, tiene como función dejar ver la intensidad del té, algo muy importante y que se puede regular sirviendo más o menos contenido de té concentrado (de la tetera superior) y completándolo a gusto con agua hirviendo (de la tetera inferior).

Cuando mi taza de té —y todo el ritual que involucraba— llegó a la mesa, la agarré con platito y todo y le saqué una foto, usando como fondo una de las alfombras que formaban parte de la decoración de esta y de otras millones de teterías turcas que comparten esa estética oriental que me encanta.

No lo expresaron con palabras, pero sentí que se pusieron felices al verme tan ilusionada con el té de regalo, con la alfombra y con toda la situación. Después de la sesión de fotos, cuando ya había más confianza, el hombre se acercó para ver la tapa de mi libro. No entendió el título porque estaba en español, pero reconoció la palabra Estambul y el arte de tapa en el que aparecía una mezquita y una granada clavada en el minarete (torre anexa a una mezquita desde donde se convoca a los musulmanes a la oración). Señaló el libro con una mezcla de orgullo, felicidad y una sonrisa que me dejaba verle todos los dientes. Ese era su país y yo estaba leyendo sobre él.

Sin decir nada se fue hacia el fondo del local y desapareció de mi campo visual. Volvió unos segundos después con una granada en la mano, idéntica a la que estaba en la tapa de mi libro. La puso al lado y, con cero palabras y muchos gestos, me dio a entender que estábamos en la misma sintonía, que esa era la misma fruta. Yo nunca había comido una granada, ni siquiera había tenido una en la mano, así que verla en la tapa del libro había sido mi relación más cercana con una granada hasta ese momento. Le correspondí con la misma ilusión y alegría y saqué una segunda foto, ahora de mi libro, del té y de la granada recién llegada.

La escena siguiente sucedió como por arte de magia, como si mi mente se hubiera apagado por un momento. “¿Foto?”, pregunté con un tono que no necesitaba respuesta, al mismo tiempo que los señalé a ambos. Aceptaron sin dudarlo y se pararon separados a un metro uno del otro. Les hice un gesto para que se juntaran. El hombre se puso adelante, la mujer detrás de él, sin tocarlo. Clic.

Mi proyecto se había concretado (casi) sin que me diera cuenta. Tenía una foto de una pareja de turcos, dueños de un restaurante, que parecían tan encantados de conocerme como yo a ellos. Después de eso ya habíamos cruzado todas las barreras y el hombre me pidió que nos sacáramos una foto los tres. La mujer, que no hablaba inglés en absoluto pero también había entrado en confianza, me hizo gestos para que le mostrara las fotos en el celular y ambos sonrieron felices mientras el carrete digital avanzaba.

Estaba en una especie de éxtasis multicultural, y con esa sensación y una sonrisa que no me cabía en el cuerpo estaba lista —ahora sí— para irme. Me levanté de la mesa y empecé a abrigarme para volver a la calle como había entrado, con el libro en la mano. Pero el hombre quería que me llevara algo más, como si el recuerdo de todo lo anterior no fuera suficiente. “¡Para vos!”, dijo agarrando la granada que, según yo había interpretado, era solo de utilería. Agradecí tantas veces como pude, en turco, en inglés, con la mirada, con la sonrisa, con toda mi persona.

Caminé el kilómetro que me separaba de nuestro alojamiento abrazando muy fuerte mi tesoro contra el pecho y pensando cómo un gesto tan pequeño podía significar tanto y unir dos mundos tan diferentes.

En ese momento, dos semanas después de haber empezado el viaje, confirmé lo que sospechaba: que el mundo era un lugar hermoso y que quería recorrerlo para conocer gente como esa pareja de turcos que tenían un restaurante muy chiquito en Selçuk y me regalaron una granada.

Otras pequeñas cosas que pasaron en Turquía

En Estambul sentí que estaba unida a esa ciudad mágica desde alguna otra vida (aunque en esta nunca había estado antes). Lamenté que no hubiéramos tenido muchísimo más tiempo para recorrerla y se me ponía la piel de gallina cada vez que escuchaba el llamado a la oración retumbando a nuestro alrededor desde decenas de mezquitas sonando al mismo tiempo.

En Alaçatı, un pueblito de la península de Çeşme, sobre el mar Egeo, encontré algunas de las puertas más interesantes y de los colores más variados que vi en mi vida. Les saqué foto a todas y cada una de ellas. Sin que lo supiera, fue la semilla para el proyecto fotográfico de puertas que nacería unos meses más tarde y se llamaría Un mundo en la puerta.

En Estambul me sorprendí al ver que la gente compraba simit (pan turco con forma de anillo cubierto con semillas de sésamo) en los puestos callejeros, especialmente para dárselo a los miles de gaviotas que estaban alrededor y pensé “Qué bueno vivir en una ciudad donde haya tantas gaviotas”.

Mientras cenábamos en un pequeño restaurante de Izmir repleto de gente, el dueño y otros cuatro hombres que aparentaban ser músicos amigos de la casa empezaron improvisadamente a tocar música turca y sentí que estaba en uno de los momentos pico del viaje por Turquía. Todavía me resuena la melodía en los oídos.

En Estambul tomé un barco de línea para volver a casa y pensé “Qué bueno vivir en una ciudad donde los barcos sean un transporte tan cotidiano como los colectivos, subtes, tranvías o trenes y, de paso, donde se unan dos continentes”.

En Şirince, un pueblito de seiscientos habitantes de mayoría griega, en la provincia de Izmir, probé por primera vez el dulce de leche fuera de Argentina. Lo vendían en un mercado de artesanos y lo llamaban “mermelada de leche”. Era mucho más líquido y menos dulce que el dulce de leche de toda la vida.

En Estambul amé, además de los “imperdibles”, justamente lo contrario, perdernos por esas calles recorridas por tanta gente desde hace tanto tiempo, sin tener la menor idea de adónde nos iba a llevar el camino.

Gözleme de espinaca y queso feta

Fue al final de un road trip bordeando el Egeo, aunque el mar en enero no fuera más que una postal imposible. En el camino no habíamos encontrado dónde almorzar y no teníamos más provisiones que algunas nueces. El destino era el pueblo de Karaburun, al que llegamos muertos de hambre a las seis de la tarde. El mar había desaparecido en la oscuridad de la noche y el viaje terminó con un almuerzo —muy tardío— de gözleme de espinaca y queso feta en el centro del pueblo.

El gözleme es un pan turco muy fino relleno con ingredientes que varían según la región. Los más comunes son carne picada o espinaca y queso feta. El nombre gözleme tiene su origen en la palabra turca göz, que significa “ojo” y hace alusión a los círculos tostados que se forman en la superficie durante la cocción. En Turquía, el gözleme está presente en cualquier momento del día, desde el desayuno hasta la cena.

¿Querés probarlo ya? ¡Vamos con la receta!

Ingredientes (para 4 unidades)

Harina blanca, 2 tazas

Levadura seca, 2 cucharaditas

Yogur natural, 1 cucharada

Sal, ½ cucharadita

Agua tibia, ⅔ de taza (aprox.)

Espinaca fresca, 250 g

Cebolla picada, 1

Queso feta, 200 g

Sal y pimienta, a gusto

Procedimiento

Para preparar la masa

Mezclar la levadura con un poco de agua tibia en un bol y esperar 10 minutos (hasta que aparezcan burbujitas).

Mezclar la harina, el agua y la sal en otro bol.

Agregar el yogur y la mezcla de levadura a la harina y amasar hasta que la masa tenga una textura suave y no pegajosa.

Dividir la masa en 4, dar forma de bollo y dejar reposar sobre una superficie aceitada, tapados con un repasador hasta que doblen su tamaño (entre 30 y 60 minutos).

Para preparar el relleno

Picar la cebolla y saltearla en una sartén con aceite de oliva.

Agregar la espinaca cortada en pedazos grandes y cocinar unos minutos hasta que se marchite.

Retirar del fuego, agregar el queso feta desgranado y mezclar.

Agregar sal y pimienta a gusto.

Para armar el gözleme y cocinarlo

Estirar los bollos sobre una superficie bien enharinada hasta que tengan un espesor de unos 3 mm.

Distribuir el relleno en el centro en una superficie de unos 10 x 15 cm y doblar dos de los extremos hacia adentro y luego los otros dos extremos encima. El relleno quedará tapado por la masa.

Cocinar los

gözlemes

de a uno en una sartén a fuego medio, hasta que la superficie de cara al fuego esté crocante y de color marrón/dorada. Dar vuelta y cocinar del otro lado.

Cortar en 4 partes iguales y ¡comer calentito!

España

He llorado en Venecia, me he perdido en Manhattan, he crecido en La Habana, he sido un paria en París. México me atormenta, Buenos Aires me mata, pero siempre hay un tren que desemboca en Madrid

JOAQUÍN SABINA, «Yo me bajo en Atocha».

M y M (macrodecisiones y Madrid)

—¿Y ahora qué van a hacer? ¿Cuánto tiempo se van a quedar en Madrid? —nos preguntó el primo de Omar que nos iba a hospedar en su casa de la capital española por tiempo indefinido, cinco minutos después de que habíamos llegado.

—Todavía no sabemos, vamos a ver… —respondimos de la manera más elegante que pudimos, dejando la puerta abierta a las muchas repreguntas que vendrían después. La realidad era que estábamos a un millón de años luz de conocer la respuesta a esa y a tantas otras preguntas.

Cuando llegamos a Madrid, el tono que había tenido el viaje hasta ese momento cambió por completo. Los días en Turquía habían sido en realidad una escala larga —larguísima—, que no habíamos planificado, pura cortesía de Turkish Airlines. Habíamos comprado los pasajes para el tramo Buenos Aires – Madrid con escala en Estambul a la vieja usanza, en la oficina de la aerolínea, y al momento de comprarlos nos encontramos con una sorpresa: podíamos elegir la duración de la escala y, por responder algo a aquella novedad que nos agarró totalmente desprevenidos, elegimos que fuera de tres semanas.

Madrid, en cambio, era formalmente el primer destino del viaje. A partir de ese momento no teníamos más pasajes de avión comprados, éramos ciento por ciento libres de elegir los próximos pasos y… no teníamos ni la más puta idea de cómo o hacia dónde seguir.