Esencias - Sergio R. Alarte - E-Book

Esencias E-Book

Sergio R. Alarte

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Beschreibung

"La nueva novela de Sergio R. Alarte una novela de fantasía urbana que es la piedra angular de su carrera en la literatura fantástica. Grandes personajes, fabulosa narración y mucho rock.La nueva novela de Sergio R. Alarte una novela de fantasía urbana que es la piedra angular de su carrera en la literatura fantástica". Fenómeno de 2012 es el nombre que recibe lo que hace pocos años se consideró el fin del mundo según el calendario maya. O eso fue lo que publicaron periódicos y noticiarios de todo el planeta el segundo semestre de aquel año, en base a cálculos numerológicos, astrológicos y esotéricos. Pero, ¿es cierto que, de alguna manera, ese año hubo un cambio profundo en la sociedad a nivel planetario? ¿Se abrió algún tipo de portal para llevar a nuestra civilización a un nuevo escalón de conciencia? Sisco y sus amigos son solo un grupo de chicos marginados en su pequeño pueblo, tienen miles de inquietudes y un club de lectura; Javo y sus colegas son todo lo contrario: tipos duros de una banda de moteros, con todas las balas de la juventud a mano y el carácter para utilizarlas. Ambos grupos viven en Melinda, un pueblo de la huerta no muy lejos de Valencia donde el día a día es tan anodino como en cualquier otra pequeña villa. Sus monótonas vidas se verán conmocionadas por la llegada de unos forasteros, que solo presagia el advenimiento de algo más grande y terrible. Un suceso que logrará sacudir su realidad, y la de toda una época de la humanidad, hasta sus mismos cimientos.

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Índice de contenido
Portada
Entradilla
Créditos
Dedicatoria
Cita-referencia
Libro 1: Del fuego y del viento
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Libro 2: Del orden, del caos y el equilibrio
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Libro 3: La noche del portal
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Epílogo
Agradecimientos
Más NOWE

.nowevolution.

EDITORIAL

Título: Esencias, fenómeno 2012.

© 2018 Sergio R. Alarte.

© Ilustración de portada e

ilustraciones interiores: Carolina Bensler.

© Diseño gráfico: nouTy.

Colección: Volution

Director de colección: JJ Weber.

Primera edición abril 2018.

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution2018

ISBN: 9788416936496

Edición digital Enero 2019

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

Más información:

nowevolution.net/ Web

@nowevolution / Twitter

nowevolutioned / Instagram

¿Es tu jefe un ogro? ¿Es tu pareja un ángel? ¿Es tu peor enemigo un dragón?

¿Es tu madre un hada? ¿Son tus amigas unas valquirias?

¿Eres tú un titán?

Entonces, este es tu libro.

Bienvenido a Esencias, el origen de todos los cuentos.

Libro I

Melinda

Septiembre de 2012.

Es el típico pueblo donde nunca pasa nada digno de mencionar. Salvo un puñado de excepciones, ha sido así desde que la mayoría de sus habitantes podemos recordar.

Un pueblucho de mala muerte. Sin embargo, si hay un lugar especial en Melinda, ese es el Medianoche. Una taberna en las afueras, cerca del bosque. Cuando el sol se esconde, los jóvenes y no tan jóvenes del lugar acudimos allí a enterrar la rutina del día bajo una piel irreal. Una piel creada por la música, la charla, el juego y los licores. Una piel magreada por la magia de la noche.

Llego al garito a lomos de mi moto, una Ducati Monster 696. Negra y brillante, compacta y elegante. La polla. Siempre me encantó su faro redondo por debajo de dos puntas, ¡me recuerdan los cuernos de un diablo! Como pasajera llevo a Lorena, mi chica. La tía más buena de Melinda.

Ambos nos sacamos los cascos y dejamos las melenas airearse al viento de la noche. Castaña la mía, negra y más larga la de ella.

Todo es deliciosamente oscuro bajo las luces del cartel de neón y las chupas de cuero. Medianoche, se lee.

Nuestras prendas, ¿qué dices? Yo con camiseta ceñida, ella con una camisa a escote para lucir su delantera, ambos enfundados en vaqueros bien prietos; también nuestras botas, los cascos, y los ojos de mi chica. Todo negro. Guay. A eso le añades una serigrafía que pinta el lomo de mi motocicleta: «Hijos de la Oscuridad». Ese es el nombre de nuestra banda, la mía, que para ser todavía más genial está grabado en letras góticas sangrientas. Veo varias motos guapas más, aparcadas a la entrada, y dos de ellas las reconozco al segundo: son las de Espada y Nina, colegas de hermandad.

Abro la puerta del bar y Lorena entra; después la sigo, con la calma de saberme en mi territorio.

La música rock nos da la bienvenida: una garganta rasgada, coreada por voces que parecen del Inframundo, resuena en aquelarre junto a una guitarra eléctrica: «Deaf forever», de la banda británica Motorhead. El Medianoche no es solo un lugar especial para moteros en Melinda, sino un templo del rock; con todo lo que ello conlleva. La barra americana es tan negra como la mayoría del local, y dentro se puede ver una vitrina con discos de las mejores bandas de todos los tiempos: Iron Maiden, Gamma Ray, Helloween, Blind Guardian, Judas Priest, Black Sabbat, Metallica, los propios Motorhead… Mientras yo relajo la vista en los discos, banderas, chapas, miniaturas y camisetas que recrean esa atmósfera junto con los brillos de las botellas de licores, muchos de los habituales del Medianoche siguen con disimulo el meneo de las cachas de Lorena. No me hace falta mirar para verlo. Me pasa con tantas cosas desde hace un año…

Fue durante el día de mi dieciocho cumpleaños. A veces lamento haber hecho lo que hice. Otras me doy cuenta de que no pudo ser de otro modo, de que toda mi infancia de varapalos debía desembocar en aquello, sin escape ninguno. Entonces pensaba que no podía ser más que un don, una bendición. Y otras, como esta noche, siento la esencia de mi interior revolverse. Y solo necesito actuar.

Miro a uno de la barra, el mecánico del pueblo. Ya se está pasando… hace planear sus ojos por el trasero de Lorena una y otra vez, como si fuese un avión que no encuentra la pista de aterrizaje. Ella exhibe sus curvas con indolencia, acodada en la barra con la cremallera de su chupa medio bajada, mientras esperamos a que la camarera se fije en nosotros.

Cuando sus ojos se encuentran con los míos, el mecánico casi se cae del taburete, antes de alejarse con la cara contraída por el miedo. Me encanta mirar como un dragón, pocos lo resisten.

Ni siquiera tú, mi querido Javo, dice su voz dentro de mí, retándome.

Lo creo. Ambos nos sometemos el uno al otro, constantemente, y eso me hace sentir fuerte y vivo.

Raquel, la camarera, por fin se acerca.

—¿Qué os pongo? —pregunta. Es una buena chica, amante de la mejor música y con un cuerpo muy vistoso.

—Un par de cervezas —pido yo. Es lo habitual.

Nos las sirve y nos vamos hacia la mesa de billar; a nuestro rincón de siempre. ¡Qué cojones! Aquí están Sisco, David y Toni, los pringaos de Melinda, haciendo como si supiesen meter algo en algún agujero… Vuelan como pajaritos antes de quedar a mi alcance, espantados ante mi presencia. Ninguno de ellos mira ni tan siquiera un poco a Lorena, seguro que se mueren de vergüenza. Que se jodan, por cobardes.

Sin embargo ¡qué sorpresa! Toni se atreve a mirarme a mí de reojo, un segundo, antes de alejarse él también a la otra punta del bar. No le doy importancia, de la misma forma que un tigre no se la da a una liebre cuando está saciado.

Enseguida se acercan al billar Espada y Nina. Él con un corte a media melena, tintado de rubio platino, ella de pelirroja y greñas desiguales. Ambos guapos, jóvenes y deseables. Como yo.

—¿Qué pasa, troncos? —Nos entrechocamos las manos por ambos lados, y luego los nudillos dos veces, ese es nuestro saludo—. ¿Podemos jugar con vosotros? —pregunta Nina, mientras Espada mira en silencio.

Me pregunto si ahora estarán juntos, estos dos: unas manchas de pintalabios morado rodean la boca de Espada, delatan que se han morreado hace poco.

—Claro, coged un palo y contadnos algo interesante —digo—. Los lunes siempre son aburridos por aquí, ya sabéis.

La bola blanca acierta en el centro del triángulo de bolas coloridas; todas salen disparadas y ruedan sobre el tapete. Es un sonido relajante.

—La casa de la Pinada está muy activa, pero su nuevo dueño no se deja ver. Hay gente que viene y va —informa Nina.

Lorena escucha sin prestar demasiada atención, mientras restriega un poco de tiza en la punta de su palo. Llega el turno de Espada y se acerca para golpear.

—O sea, que el tío tiene más pasta todavía de la que pensábamos —añade Nina, por si no había quedado claro.

—Eso parece —respondo—. Menos mal que lo dejamos todo bien limpio, se acerca una fecha importante y nadie debe enterarse de nada.

—¿Y vamos a dejar que ese tío se quede con nuestra mansión, Javo? —pregunta Espada.

Si hubiese sido otro, le habría saltado un diente de un puñetazo. Pero Espada es mi mano derecha, así que respondo:

—Por ahora, sí. Nos tendremos que apañar con la cueva. Hasta que veamos la mejor forma de sacarlo de allí sin llamar la atención y luego… caput. —Lo acompaño con un gesto de mano—. Alguien tendría que ir por allí, tal vez mañana por la noche. Es bueno que empecemos a marcarle el territorio a ese… ¿cómo se llamaba, Nina?

—Salomón.

—Eso, Salomón. Alguien debería ir a meterle un poco de miedo…

Entonces se abre la puerta del Medianoche. Entra un joven corpulento. Va rapado, tiene los ojos azules, la barbilla cuadrada y pose de tipo duro. Y ciertamente es un tipo duro, casi tanto como yo mismo. Lo han arrestado varias veces por liarla parda en los partidos de fútbol, tiene un familiar exjugador del Valencia, y se pone nervioso con cualquier cosa que incluya dar patadas. Cosas de la genética. Se viene directo hacia nosotros.

Suena Queen of the Rodeo mientras nos saludamos.

—¿Qué tal, socios?

—Bien, loco. ¿Juegas?

—Ná. —Niega con la mano—. Voy a pedir algo y vengo, que estoy to seco.

Miro mi reloj. Se acerca la hora mágica: las doce de la noche. Es cuando el Medianoche invita a un chupito a cualquiera que se arrime a la barra. Tamborileo con los dedos en la mesa de billar, siguiendo el ritmo de la canción.

Bertín regresa pronto con una cerveza. Nina termina de ponernos al corriente poco después:

—Hoy mismo han traído a la mansión unos cuantos perros, lo he visto con mis prismáticos. Una manada de cinco, diría que este milloneti ha venido para quedarse —Yo asiento, mientras pienso lo bien que nos viene que tenga una casa de campo cerca de la mansión.

—¡Es medianoche en el Medianoche! —anuncia Raquel a grito pelado, desde la barra—. ¡Venid a por vuestro regalo, criaturas!

Nos aproximamos a la barra y tomamos un chupito.

—¡Por los Hijos de la Oscuridad!

El resto de la banda se une a mi brindis:

—¡Hijos de la Oscuridad!

Suave. Vodka rojo. Después chocamos por Raquel. Y el último por el Medianoche. Tal vez estamos tan ocupados tomando, que por eso no lo vemos llegar; el caso es que cuando volvemos a nuestro rincón y a la partida de billar, descubro a un tipo nuevo en nuestro bar.

Está solo, sentado a una mesa alejada de la nuestra. Lleva calado un sombrero beis. Viste de una forma rara para haber entrado aquí: pantalones rasos y chaleco sobre una camisa blanca, de manga corta, que deja entrever buena parte de la tinta negra de un tatuaje, en uno de sus bíceps. Lo del tatu ya me enrolla más. El sombrero y la penumbra confunden sus rasgos, dándole un aire misterioso. Estoy seguro de que es la primera vez que veo a ese tío.

Mis ojos se encuentran con los de Espada y no hace falta más. Hemos llegado a la misma conclusión.

—Nina, a ese no lo conocemos. ¿Y tú?

Sigue mi mirada. Niega con la cabeza, despacio.

—¿Y alguno de vosotros?

Lorena y Bertín ponen mirada de póquer: tampoco saben quién es.

—Un momento, Javo… —dice Nina—. Que me lleven los demonios, si ese tío… ¿no es el jodido Salomón, el nuevo dueño de la casa? No creo que haya por aquí alguien con un gusto tan raro… como para usar un sombrero así. Me cansé de ver ese sombrero con mis prismáticos ayer. Tiene que ser él.

El tipo se levanta y va hacia la barra.

—Acércate a echar un vistazo —le ordeno por respuesta. Gótica e inteligente, pocos resisten los encantos de mi pelirroja favorita.

—Será un placer. —Nina sonríe con el encanto de un tiburón y se aleja del grupo.

Después de sortear unas cuantas sillas y mesas, llega junto al hombre.

Tengo que afilar mis sentidos para escucharlos hablar:

—Una cerveza —pide el forastero.

—Para mí una sangría. Con pajita —dice Nina, mirándolo con disimulo.

Él evita sus ojos y se refugia bajo el ala del sombrero, de modo que Nina inicia la conversación:

—La sangría del Medianoche está superior, debería probarla.

—Claro, otro día —responde él, aún sin mirarla.

Raquel sirve las bebidas y Nina sorbe con la pajita, mirando al forastero mientras lo hace.

—¿No es usted de por aquí, verdad?

—¿Cómo lo has sabido, joven? —Esta vez la mira de frente: tiene los ojos algo rasgados y la nariz pequeña, con un mentón firme, abrazado en grandes patillas que se unen a su perilla de color nieve. Sus labios permanecen serios.

—Por ese sombrero —Nina habla y sonríe sin soltar la pajita de su boca.

—Ajá —el forastero da un trago a su botellín y desvía la mirada. Parece un poco incómodo.

—Perdón, no me he presentado… Soy Nina —avanza un paso hacia él.

—Encantado.

—¿Y usted es…?

—Sal.

—¿Como la que usamos para la comida?

—Eso es.

—Genial, papi. Bonito nombre…

Sal apura de un trago su botellín y se levanta. Salomón, adivino, asociando. Vamos, Nina, a ver si le puedes sacar algo útil.

—Ha sido un placer charlar contigo, Nina. Pero me tengo que ir…

Nina se entristece, rozando el dramatismo:

—Oh, siento haberle molestado…

—No, en absoluto… ¿Conoces algún lugar donde se cene bien por aquí? Mañana tengo que llevar a alguien y aún no conozco mucho Melinda.

—Sí, hay un par de sitios. —Lo mira de arriba abajo y rectifica—: Para usted solo uno, en realidad. El Spaghetti&Blues es un buen lugar, además está en primera línea de playa. Es genial para ver el atardecer.

—Bien. Gracias, princesa. Espero que nos volvamos a ver.

—Suelo estar por aquí a estas horas, papi. Hasta pronto —se despide Nina.

El forastero la mira de un modo extraño y se aleja, escudado en su sombrero, hasta salir del Medianoche.

—Es él —nos informa Nina al acercarse, aunque eso yo ya lo sé.

—Buen trabajo —respondo—. Creo que tengo ganas de dar un paseo por la carretera, me voy al Refugio. ¿Venís?

—Yo voy —responde Nina. Los demás se apuntan del tirón.

Así que los Hijos de la Oscuridad cogemos nuestras chupas y salimos del Medianoche.

Subimos en nuestras motos y aceleramos, en dirección a la ciudad.

 

 

 

 

 

El Refugio

 

Llegamos en menos de media hora a nuestro destino.

Es un gran bar de carretera, y aunque la música no me gusta como la del Medianoche, lo compensa de sobra con su tamaño, que todos sabemos que sí importa. Los moteros de toda la ciudad se citan allí una noche sí y otra, también. Está en la playa de las Arenas, donde se montan unas juergas de miedo; no es raro terminar en cueros sumergidos en la playa, bajo un firmamento lleno de puntos luminosos. Pero no hemos ido hasta allí solo por la fiesta, no esta noche. Me da mala espina el forastero, el tal Salomón, y aunque hasta hace un año yo era de la clase de tíos que se equivocan continuamente, esa advertencia ha nacido de mi interior. Y él nunca se equivoca.

De modo que en cuanto entramos los chicos se van hacia la barra y yo les dejo hacer, separándome con Lorena. Ella no me pregunta adónde vamos, nunca lo hace. Encuentro al Ogro cerca del escenario del garito, donde una mujer ligera de ropa contonea su cuerpo en un espectáculo que se la pondría dura a un zombi. El jefe de seguridad del Refugio me saca varios palmos, y eso que yo soy bastante grande, con lo que su apodo queda más que justificado.

—¿Qué tal, Javo? —pregunta, con su mirada vacía.

Lorena permanece apartada y empieza a bailar al son del rock que suena.

—Bien. Me gustaría ver al Druida.

—Ahora está ocupado… —Mira su reloj de pulsera y se queda pensando.

—Puedo esperar. Estaré por aquí.

—Vale, luego te digo.

Afirmo y me acerco a Lorena.

La agarro por la cintura y comenzamos a bailar juntos. Siento el calor de su adorable cuerpo con cada salto. La beso, y nuestras lenguas juegan con saliva. Cuando acaba la canción me acerco a su oído y le susurro:

—Mi tubo de escape está ardiendo.

—Mmm… —Lorena pasea la mano por encima de mi cremallera—. Ya lo noto, ya…

Aparto su mano con suavidad y pongo un índice sobre sus labios húmedos. Me muero de ganas de hacérselo allí mismo, pero eso tendrá que esperar. Así que dejamos el baile para evitar más calentones y nos acercamos a la barra a tomar algo con Espada, Nina y Bertín.

Las horas de noche vuelan. Las de madrugada, más aún. Ha pasado mucho cuando el Ogro viene en mi busca. Nos hemos apalancado alrededor de una mesa baja, rodeada de sofás.

—Si quieres verle, tiene que ser ahora —me dice.

—Vamos —respondo, y me levanto aprisa.

Siento un pequeño mareo al hacerlo, pero no tiene nada que ver con las cervezas y el vodka que he estado tomando. Es como si te crece un velo de puntitos rojos dentro de la cabeza, ¿sabes? Una sensación más cercana a la euforia, al vértigo, que a una pérdida del equilibrio. Lorena se ha levantado para seguirme, pero le hago una seña con la mano y vuelve a sentarse, obediente.

Nos alejamos de allí y atravesamos la pista. Llegamos a una puerta que hay detrás de la barra. El Ogro me guía por un pasillo con muchas puertas. De vez en cuando nos cruzamos con algunos personajes de lo más raro; sin embargo nadie nos presta mucha atención, cosa que es correspondida por nosotros.

Bajamos unas escaleras y llegamos hasta una puerta blindada, con dos guardias de seguridad. Se hacen a un lado, aunque se mantienen a poca distancia, y el Ogro llama al timbre. Tras unos segundos de espera en los que puntitos rojos y euforia vuelven a mi cabeza cada vez que pestañeo, la puerta se abre, con lentitud. Ante mí puedo ver a una chica vestida de negro, el mismo color del velo que me oculta su cara.

—Adelante, Dragón. El Druida te espera —anuncia. Ella sale para cerrar de nuevo, dejándonos a solas. ¿Quién será? Y aún más importante, ¿cómo sabe quién soy yo? No tengo ni idea, pero eso tendrá que esperar.

El Druida me recibe sentado tras una gran mesa rectangular llena de libros, frascos y probetas. Su pequeña estatura aumenta la del escritorio, porque el dueño del Refugio es un enano. Esto tal vez podría engañarte, si no conoces el alcance de su poder. Quizás pensarías que te encuentras delante de un débil.

No es mi caso, así que espero hasta que él me habla.

—Bienvenido, Dragón. Siéntate, por favor —me pide cortés. Obedezco.

Él alza la vista solo después de cerrar un libro, que mantenía abierto sobre la mesa. Me mira con dos ojos de un color que no sabría describir, entre el morado y el verde, se repantiga en su silla forrada de piel y empieza a hablar.

—¿Qué te trae hasta mi local tan pronto? ¿Se ha terminado el vital?

—Sí… Pero no es solo eso, Druida.

—Entiendo. ¿Qué es, entonces? Sé claro, tengo asuntos más urgentes que atender. —El enano se sonríe, enfocándome con sus peculiares ojos desde más allá de unas lentes.

—¿Recuerdas que te hablé de la casa de la Pinada? —empiezo.

—Sí, te aconsejé que os alejéis de allí un tiempo. Toma —en cuanto pronuncia esa palabra, oigo alas a mi espalda y una lechuza de color ceniza pasa sobre mi hombro. Ha soltado al pasar una redoma, que encaja en mi mano abierta. Es el líquido vital, del mismo color que los ojos del Druida.

Le saco el corcho con un sonoro bop y bebo un trago. Tapo el frasco y lo guardo, aún saboreando su dulzor. Luego sigo hablando. Los puntitos rojos han desaparecido y la sensación de euforia vuelve a estar bajo control.

—Hicimos lo que nos ordenaste. Trasladamos nuestra base a una cueva en la playa. Húmeda y maloliente. Asquerosa.

—Si no habéis sido capaces de encontrar una guarida mejor es vuestra culpa, joven dragón, y vuestro problema, me temo. ¿Algo más? —El Druida se levanta de la silla sin ocultar su aburrimiento. Va con pasos cortos hasta un perchero de pie y coge su sombrero.

—Sí. Tienes el mismo mal gusto para los sombreros que Salomón.

Se queda con el sombrero suspendido sobre su cabeza rizada. Lo deja sobre la mesa y parece pensar en algo, mientras se pasea por la estancia.

—¿Salomón? —pregunta cuando vuelve a mirarme. De pronto parece más interesado.

—Así es. Un hombre con barba de chivo, no pude verle bien la cara. Pero parecía…

—Uno de los nuestros.

—Sí.

—Creo que voy a tener que hacerle una visita al nuevo de Melinda. Muy pronto. Si resulta ser quien yo creo… ¿Dónde dijiste que está la casa de la Pinada?

—Sería un placer acompañarte.

El enano saca un reloj de bolsillo de su camisa y mira la hora, luego cierra su tapa de plata.

—Iremos pronto, aún tengo algunos asuntos pendientes. Mientras tanto quiero que lo mantengáis vigilado, y me informaréis de cualquier novedad. Has hecho bien en venir a verme, Dragón. ¡Toma! —La lechuza revolotea de nuevo por la alcoba y me acerca otro frasco de vital.

Realmente, el Druida es de esos tipos que saben tener detalles con su gente.

—Estoy sorprendido por tu generosidad —digo, y es lo más parecido a un agradecimiento que he soltado en años.

En respuesta me mira con diversión.

—¡Que siga la fiesta, joven dragón! ¡Invita la casa! —exclama con un tinte de locura, y eleva sus manos.

No me gusta ni una pizca el brillo engañoso que aprecio en lo más profundo de su mirada. Se encaja el sombrero una vez más en su cabeza y me levanto para ir a abrir la puerta.

—Buen chico. ¿Cómo van los preparativos para la Gran Noche?

—Todo marcha según lo previsto.

—Buen chico —repite. Me repatea el hígado con esa actitud, pero me cuido mucho de no hacérselo ver. Sale por la puerta, donde esperan el Ogro y uno de los dos guardias para pegarse a sus espaldas. El otro se ocupa de cerrar la puerta con llave mientras nos alejamos por el pasillo.

Cuando regreso junto a mis amigos veo que Nina y Espada están de lo más acaramelados en uno de los sofás, mientras que Lorena está liada con el móvil. Me siento a su lado.

—¿Ha ido bien? —me pregunta.

—Bien no, mejor que bien. El jefe está contento. ¿Dónde anda Bertín?

—Dijo que se tenía que ir.

—Tendrá una buena excusa, porque esta noche hay trabajo por hacer…

—Supongo que sí, Javo. ¿Al final vamos hoy?

—Sí, el jefe me ha vuelto a recordar lo de la Gran Noche. Cuanto antes lo hagamos, mejor para todos. ¿Estás segura de que era un bebé, verdad?

—Si la esquela no mentía, sí, así es. —Lorena desvía sus ojazos negros, incómoda. A mí tampoco me gusta este asunto, pero presiento que valdrá la pena.

Nina y Espada se despegan por fin y me miran. Ella está sentada sobre las rodillas de él. Parece que les ha pegado fuerte, aunque con Nina nunca se sabe. Es muy caprichosa.

—Tenemos trabajo que hacer ¡así que en marcha! —ordeno.

Nos levantamos y, después de pasar por la barra para llevarnos unos litros, salimos del Refugio. De camino paramos en nuestra guarida de la playa y recogemos todo lo que vamos a necesitar.

Más tarde, llegamos con nuestras motos a la entrada del cementerio de Melinda.

 

 

 

El cementerio

Ya son las tres de la madrugada y no se ve ni un alma por aquí. De otro modo, yo igual me acojonaría. Je. Está pegado a la iglesia del pueblo, apenas una ermita, donde vive el párroco que debe de estar sobando.

Saltamos la tapia sin sorpresas y enciendo una linterna. No es la primera vez que hacemos esto, porque el Druida necesita el cadáver de un bebé por cada uno de nosotros para la gran noche. Que me lleve el diablo si sé para qué lo quiere ese enano psicópata, pero no está en mi mano cuestionar sus órdenes. Este será el cuarto en el último año. El antepenúltimo que necesitamos. Si alguien me hubiese dicho antes de esto que hay tanta mortalidad infantil, me habría costado mucho creerlo.

El foco de la linterna ilumina las lápidas mientras caminamos por la senda, hacia la parte más nueva. En un lugar como este, los sentidos se afilan, o quizá son los sonidos los que se agrandan: los grillos, los animales que escarban, pájaros de la noche… La luna está llena y amarilla, alumbra como una moneda puesta al fuego.

Por fin llegamos a la zona moderna, con más pisitos y menos casas de campo, que dice Espada con todo su humor negro.

Lorena saca el recorte de su chupa.

—«Abraham Domínguez Teso» —lee la esquela con voz acongojada, mientras Nina la enfoca con un temblor.

Espada enciende entonces otra linterna y empezamos la búsqueda.

Leo los nombres en relieve: «Lucía», «Enrique», «Carla»… «Abraham».

—Aquí está. Sacad las herramientas. —Espada abre su mochila y nos ponemos a la faena los cuatro. En los Hijos de la Oscuridad no hay diferencia entre chicos y chicas: todos trabajamos igual, tenemos una misma voz, dividimos el botín a partes iguales y follamos como animales.

Solo tenemos una regla: yo soy el jefe.

Media hora después, llevamos el cadáver en una de las bolsas térmicas que el Druida me dio para estos trabajitos y saltamos la tapia. Salimos del cementerio. Justo está tocando el suelo delante mío Espada, que se ha quedado el último porque tiene los huevos como un toro, cuando veo que una luz se enciende en la parroquia cercana.

—¡Vamos, rápido! —les apremio. Nuestras motos están a unos cien metros de aquí.

Corremos, y cuando le doy a la llave, el ronroneo del motor me suena a música.

—¡Venga, venga! ¡Aire! —indico al resto, que aceleran camino abajo.

Al poco veo los faros de las motocicletas tumbando en la oscuridad las curvas del camino que baja de la colina del cementerio. Yo no voy con ellos, no todavía. Tengo una idea.

Dejo en marcha el motor de mi Ducati y saco de mi chupa el frasco de vital para darle un buen trago. Mis sentidos aumentan de inmediato. Pronto puedo ver a mi alrededor como si fuese un día nublado. La luz de la luna me parece ahora un cañón de luz y las estrellas, una alfombra de diamantes en el cielo. Nos parece, dice una voz autoritaria dentro de mí.

¿Cazamos?

Doy otro trago al vital y consigo acallar esa voz. Acabo de oír el cerrojo de la iglesia y el portón se abre, lento, dando al contraluz la figura de un hombre con una linterna en una mano, y una vara en la otra. Me arrimo por un lado, sin abandonar las sombras.

—¿Quién va? ¡Fuera de aquí, gamberros! ¡He llamado a la policía! ¡Estáis en un lugar sagrado! —El párroco va añadiendo amenazas y sermones a partes iguales mientras sigue abriendo la puerta y, con su linterna, busca en la oscuridad. Me acerco con sigilo. Un paso, otro paso más—. ¿Es que ni a los muertos dejáis descansar?

Me digo que él no es el cura que intentó abusar de mí cuando era pequeño. Son todosss igualesss, el dragón está enfadado. Presiente la sangre pero sabe que yo tengo el control. El Druida ordenó que no llamemos la atención. No acepto órdenesss de nadie. La mano que agarra el frasco me tiembla, hago un tremendo esfuerzo para llevarlo a mis labios y tragar. Avanzo un paso más.

—¿Quién anda ahí? —El párroco ha salido ya al porche y enfoca a mi motocicleta, que sigue con el motor encendido. Ahora estoy en su espalda—. ¿Muchacho? Vamos, vete a casa y ven a confesar mañana, todo se puede arreglar…

Pongo mi mano sobre su hombro y da un salto. Sé que le hago daño al apretar porque grita de dolor. Intenta volverse para golpearme con la vara, pero yo soy más rápido y más fuerte, lo mantengo de espaldas a mí y le arranco la vara de un manotazo. Después murmuro a su oído, usando la voz del monstruo que llevo dentro:

—No eres nadie. Ten cuidado la próxima vez que pienses en tus instintos más bajos, porque te estaré esperando.

—¡Vade retro, bestia del Averno! ¡Estoy en paz, el Señor es mi refugio y no tengo miedo…! ¡Ay! —Aprieto mi garra sobre su hombro y los huesos crujen.

—Volveré y juzgaré si eres digno de esa fe que predicas. Vendré en la noche y no me sentirás llegar… Cuidado con la oscuridad.

—¡Por favor, déjame vivir! ¡Seré digno! ¡Por el amor de Dios! —Esto ya nos gusta más. Ahora sabe lo que es el pánico, puedo olerlo.

Siento que mis colmillos han crecido, veo su vena aorta latir y no puedo evitar deleitarme cuando presiento el bocado… la saliva me resbala por las comisuras de los labios y cae sobre su cuello… Justo entonces veo la sirena de un coche de policía que sube por la colina. Golpeo su sien y cae desmadejado como una marioneta a la que alguien ha cortado los hilos. Aún me da tiempo de beber un trago más de vital, el último del frasco. Luego monto en mi Ducati y acelero, en sentido opuesto al coche patrulla.

Por el camino no pienso en nada, ni tan siquiera en el cura que intentó abusar de mí. Ya he superado aquello, y ahora que me he tomado esta pequeña revancha, me siento mucho mejor.

El viento en mi cara y el mundo entre mis piernas, eso es todo cuanto necesito.

Cuando llego a nuestra guarida ya estoy mucho más tranquilo. Nadie me pregunta el porqué de mi retraso, aunque Lorena parece intrigada. Los tres están tirados en el sofá, sin hacer gran cosa. El sonido de las olas del mar, a poca distancia de aquí, es como una melodía en mis oídos, una que me ayuda a relajarme de todo lo pasado.

—¿Habéis guardado el fiambre?

—Sí, está en el frigorífico —responde Espada.

Asiento, satisfecho.

—Nina, a partir de mañana vas a estar más pendiente de nuestro amigo Salomón.

—¿Más aún?

—Sí. Orden directa del Druida. Si necesitas ayuda, túrnate con Bertín, ¿entendido?

No dice nada, pero sé que lo hará. Me saco la chupa y me dejo caer en el sofá, junto a Lorena. Ella me abraza y reposa su cabeza sobre mi hombro.

Los cuatro estamos agotados y nos quedamos dormidos en cuestión de minutos, con los huesos calientes pese a la humedad de nuestra guarida.

De fondo, oímos el ronroneo de la mar. Y los sueños acuden en manada, cantando al estrellarme contra las rocas, para llevarme de la mano a un tiempo lejano.

Tres colegas

Julio de 2006.

Es un domingo de un verano muy caluroso. El viento mueve a golpes las hojas de unos arbustos, que bailan en zigzag mientras pisamos de un madero a otro por unas antiguas vías del tren. Avanzamos por el centro de los raíles. Tenemos las miradas bajas, buscando entre las maderas cualquier cosa… Tal vez una moneda o quizás un tesoro perdido… Lo que sea, pero algo de valor.

David encontró aquí mismo un billete de cincuenta euros una vez. Lo repartimos entre los tres después de comprar un montón de cosas: chucherías, pasteles con limonada fresca, y también cómics. Él, David, es el más alto de nosotros. Flaco como un gato callejero, tiene el pelo corto y rizado, con unas gafas de culo de vaso que esconden dos grandes ojos marrones.

Yo, Sisco, soy casi tan alto como David. Puede que, como estoy un poco gordo, parezca bastante más bajo que él. Mi pelo es castaño igual que el suyo, pero liso; también tengo gafas, de cristales menos gruesos que mi colega. En este mismo momento, intento imaginar lo que haré yo si doy con un billete de cincuenta. Tal vez no seré tan generoso como mi amigo. Si nadie lo ve, nada impedirá que me lo guarde…

Toni, aburrido de mirar el suelo, resopla y deja de buscar entre los raíles para mirar alrededor, a lo largo del gran descampado. Es el único que no tiene gafas de los tres. Eso, y unos ojos verde esmeralda con una melena negra, lacia, que le cae sobre los hombros, le dan a Toni cierto tirón entre las chicas. Yo cambiaría un billete de cincuenta por tener tanto éxito como él, de encontrarlo. O incluso un riñón, llegado el caso. Creo que David también lo haría.

Las líneas del anochecer ya se hacen dueñas de un cielo abierto, y el aire, que ha sido cálido, incluso asfixiaba durante el día, ya va refrescando. La vía dejó de ser útil años atrás, cuando nosotros no habíamos empezado a venir aún por aquí. También hay una locomotora abandonada al final, justo donde los raíles son enterrados por la tierra, los hierbajos y la basura tirada por todo el descampado.

Seguimos yendo hacia la locomotora.

—¡Una lagartija! —grito sorprendido, ya a la sombra de la vieja máquina.

Acto seguido me agacho para atraparla, pero el pequeño reptil es más rápido que mi zarpa y desaparece.

—¿La tienes? —pregunta Toni.

—Nada… Se escapó.

—Eres un poco lento —señala David.

—Pues sí, y tú un poco lerdo —contraataco.

David me hace poco caso y se encarama de un salto a la cabina sin cristales, ennegrecida por el hollín de varios incendios o, según dónde mires, de un hierro oxidado por los arañazos del tiempo. Al poco sale de nuevo, con la nariz encogida en un mohín de disgusto.

—¿Algo interesante ahí dentro? —pregunto, con pocas esperanzas de que así sea.

—Huele a meados, igual o más que anteayer.

—¿Vamos a la cabaña un rato? —sugiere Toni—. Ayer llovió mucho, igual se ha inundado… —aventura, secándose el sudor de la frente. Un poco le ha llegado a los ojos y los frota con el antebrazo.

—No sé, se está haciendo de noche —duda David—. Y ya sabéis qué pasa cuando se hace de noche…

—¿Qué? —pregunto, miedoso.

—Salen los vampiros.

—Y los zombis —añade Toni.

Los tres nos quedamos mirando los campos que nacen unos metros más allá de la locomotora abandonada. El aire se detiene. Una cierta congoja flota entre nosotros y un temor muy cercano al morbo me invade. Tal vez los tres hemos visto demasiadas películas de terror, últimamente.

—Prefiero los vampiros —replico—. Los de Jóvenes Ocultos son guays. Tienen unas motos que son una pasada…

—¡Ya te digo! Tenemos que quedar para verla otra vez un día de estos —suelta Toni, el más peliculero de los tres.

Nadie añade nada. Y aunque ninguno ha respondido sobre lo de ir a la cabaña, los tres echamos a andar, por costumbre, siguiendo el camino de tierra que conecta los campos.

Poco después la acequia principal se abre a la derecha, mientras a la izquierda quedan verdes campos, llenos de insectos zumbadores. La orilla está invadida por malas hierbas y los juncos se estiran, con pereza, sobre unas aguas cenagosas, que sirven para regar las campiñas cercanas.

La corriente es débil, pero fluye lo suficiente como para producir un murmullo constante, que a mí me parece tétrico. Más allá del canal, está nuestra cabaña.

Llegamos a donde la distancia entre las dos orillas es menor, de modo que se puede alcanzar la opuesta con un salto de apenas un metro y medio. La noche ha caído sobre nuestras cabezas. Alrededor nuestro reina un barullo de grillos y pájaros, unidos a otros menos reconocibles, algo siniestros. Se vuelven más terroríficos a medida que mi visión pierde eficacia.

La luna está llena en el cielo, pero algunos nubarrones se cruzan en su camino y las sombras de los árboles se tornan figuras de pesadilla. Miro mi reloj digital usando su lucecita: marca las ocho y media. Tengo un repelús que me impide saltar más allá de la zanja.

David en cambio ya está en el otro lado en un parpadeo, después salta Toni y, finalmente, me toca a mí. Sé que soy el más regordete de los tres, y el peor saltador. Me detengo en la orilla, dudando. Me ha entrado un temblor en la pierna derecha, mientras mis pies se hunden en el barro blando.

Suplico por lo bajini que mis colegas, que esperan en la otra orilla mirándome, no vean mis miedos.

—¿Vienes o no, Sisco? —pregunta David, impaciente.

—Es un poco tarde, y antes de las diez tengo que estar de vuelta en casa…

—Pues vete —responde Toni—. Está cagado de miedo, ¿no lo ves? —añade, hablando con David.

—¡No es eso! —niego, haciendo aspavientos con las manos.

—¿Ah no? ¿Entonces qué? —pregunta David.

—Pues…

—¡Déjalo, los cobardes siempre son los primeros en caer! ¡Pasto para zombis! Vamos tú y yo a la cabaña, allí estaremos seguros.

—¡Eh! Que mañana tenemos clase… —protesto a la desesperada.

Luego miro por el rabillo del ojo el sendero que puede llevarme lejos de aquí, a un lugar más iluminado, menos peligroso. ¿Podría salir yo solo de estos campos con vida? Lo dudo. Soy el que menos corre, menos que David y mucho menos que Toni. Los zombis me atraparán, ahora estoy seguro. En mi imaginación veo muertos que acechan durante las horas sombrías en busca de la carne y la sangre de jóvenes como yo. Algunos tienen caras conocidas…

—¡Esperadme, que ya voy!

Doy tres pasos hacia atrás para coger carrerilla, después corro y salto…

Mis pies se hunden en el fango, tanto que me veo a punto de caer hacia atrás, directo a unas aguas malolientes. Pero David y Toni me agarran justo entonces por la pechera, permitiéndome dar un paso más hasta que recupero el equilibrio, ya en tierra firme.

—Gracias —murmuro más tarde, poco orgulloso de mi salto.

Para entonces los tres estamos a unos pocos pasos de la cabaña. La construcción, muy rústica, se sostiene sobre dos pilares básicos: el primero lo forman el tronco y las ramas de un árbol de raíces torcidas, que salen del barro y vuelven a hundirse varias veces hasta penetrar en la misma acequia; el segundo un enorme muro, que es además el límite trasero del instituto de Melinda. Entre estas bases, nos hemos pasado medio verano uniendo con cuerda y alambre maderas de las procedencias más variopintas: palés, puertas viejas, restos de estanterías y planchas de diferentes muebles.

Rescatamos estas piezas durante largas incursiones de pillaje por los alrededores de nuestro pueblo: Melinda.

En las afueras de Valencia, la población está pegada a un polígono industrial por el oeste y rodeada por los campos al norte. Al sur mantiene una comunión de contrastes con los edificios más bajos de la ciudad, y al este, después de algunos campos, aguarda la playa de Melinda, hija del Mediterráneo. No es difícil encontrar desechos en un pueblo como este. Y muchos de ellos resultan altamente aprovechables para unos chicos con imaginación y todo el tiempo del mundo por delante, como los tres que pasamos ahora a la cabaña por el agujero de entrada, tras abrir el candado y retirar la cadena.

Me agacho para caber por el hueco.

Una vez dentro, me siento más seguro.

Toni busca la linterna que solemos tener escondida bajo los cartones del suelo. La enciende y saca el libro que leemos desde hace unos días… Aquí podemos entregarnos a una lectura libre y tranquila, alejados de la vigilancia de padres y profesores. Y de los compañeros que se meten con nosotros y nos llaman empollones, o a veces cosas mucho peores. Confesiones de un vampiro, reza el título en la tapa.

Nos sumergimos durante una hora en las páginas del libro. Viajamos a Nueva Orleans, una ciudad de santeros junto al Misisipi, levantada en medio de campos siniestros y pantanos que en mi mente se me aparecen como los de Melinda. Después desembarcamos en París, magnífica y decadente. Sus protagonistas son vampiros, seres inmortales y poderosos, crueles pero apasionados, siempre jóvenes… Los minutos vuelan.

—¡Oh, no! ¡Voy a llegar tarde a casa! —Acabo de interrumpir a Toni en su lectura. Me mira con mala leche.

Parece que me va a lanzar algún reproche, pero finalmente resopla y cierra el libro. Después lo guarda en un agujero bajo los cartones, dentro de una bolsa de plástico cuidadosamente cerrada y doblada, que a su vez introduce en una caja de zapatos. Este libro es parte de nuestro tesoro, el de los tres, y no pensamos dejarlo por ahí para que cualquiera que dé con la cabaña nos desvalije.

—Está bien, volvamos a casa —acepta Toni. De pronto le rugen las tripas y todos lo oímos.

Reparo en que yo también tengo la barriga vacía.

—Sí, es hora de cenar —apoya David—. Como no nos demos prisa, me va a caer una bronca de aúpa.

Así que, dicho y hecho, los tres salimos de la cabaña, Toni pasa la cadena alrededor de la puerta y David echa el candado. Luego nos alejamos por el camino fangoso.

Esta vez me cuesta menos saltar la acequia, y aunque no fuese así, ninguno de mis amigos se habría parado a esperarme. Vamos con prisas.

Ya es noche cerrada cuando llegamos a las manzanas donde está mi casa. Dos viejos edificios más en un viejo pueblo, con jardines que lucen descuidados ante unos portales envejecidos.

—¿Creéis que los vampiros existen de verdad? —salto yo. Me he preguntado varias veces lo mismo en secreto, durante los últimos días.

—Por supuesto que existen. —Toni responde convencido, aunque luego duda—: Pero no estoy seguro de si son malignos, como Drácula y Lestat, o más blanditos, como Loui…

—Yo pienso que son tan hermosos, que hace daño mirarlos. Como Lorena —añade David, sin pensar. Cuando se da cuenta de lo que acaba de decir, los colores le suben a los mofletes.

—¡Qué romántico, tío! —se burla Toni

—Pues sí, que te den —se defiende.

—La verdad que está buenísima… —cede Toni—. Igual sí que es una vampiresa… Tu hermana también está para mojar pan, ¿es una vampiresa?

—¡Eh! ¡A mi hermana ni nombrarla! —David lanza una mirada intensa a Toni, entre dolido y resignado.

No es la primera vez que se mencionan los atributos femeninos de su hermana, un año más pequeña, y sabe que no será la última.

—Venga, chicos… —suavizo—, que mañana es lunes y hay que ir al cole con las pilas cargadas.

Tras mediar entre mis dos amigos, ojeo el reloj. Ya son las diez y cuarto. Nos despedimos cerca del triste jardín que da entrada al bloque donde vivimos David y yo. Toni, en cambio, vive casi en la otra parte del pueblo, lo que le supondrá diez minutos más de caminata.

Cuando saco los cascos de mi discman y me los embuto en las orejas, David ya se ha alejado por la acera bordeada de pinos.

David está entrando en el piso donde vive con su familia, en la planta baja.

Le doy al play y subo los escalones de dos en dos, mientras en los auriculares suena Come as you are. El viejo CD de Nirvana me lo ha regalado papá. Pero ahora no pienso en eso. Voy canturreando y me creo dueño de mi destino:

—As and ooold eeenemy. Take your time. Hurry up. The choice is your, dooon’t be late. Take a rest. As a friend. And an ooold memoria. Memoriaaa. Memoriaaa…

Vivo en el quinto, de manera que los dos últimos tramos de escalones los subo más despacio y de uno en uno. Porque presiento la regañina de mamá, pero también porque me encanta esta canción.

Me preparo para el chaparrón nada más entrar por la puerta, poniendo mi mejor cara de angelito.

—¿Estas son horas de cenar? ¿Tú qué te crees, que vives en un hotel?

—Lo siento mamá, se me ha hecho tarde sin que me diera cuenta…

—Pues venga, ¡a cenar y a la cama! ¡Mañana veremos quién te levanta!

—Sí, mamá. Tienes razón. ¿Mañana vuelve papá, no?

—Sí, cariño. —Al mencionar eso la cara le cambia, parece que se la ha pasado el mosqueo.

—¿Qué hay para cenar? —pregunto para intentar que olvide la discusión.

Acto seguido un olor delicioso arruga mi nariz.

—¡Patatas con carne! —adivino—. ¡Qué rico! ¡Voy a lavarme las manos!

—Sí, y ponte el pijama, ¡anda! ¡Que estás hecho un pordiosero!

Sonrío y hago lo que me dice, sin dejar de salivar. ¡Tengo un hambre de perros!

⬪⬪⬪

Al día siguiente sí que me cuesta horrores levantarme de la cama, mamá me deja en la puerta del colegio y se va a trabajar.

La primera parte de la mañana pasa volando, o mejor dicho me la paso durmiendo, aunque tengo los ojos abiertos. Hace un calor de muerte en el aula que tampoco es que ayude mucho a espabilarse. Justo en la última clase antes del recreo, que es la de mates, me quedo embobado mirando a Lorena. Está especialmente guapa hoy, con esa melena negra brillante y tan lisa, que ondula y refleja los rayos de sol a cada uno de sus movimientos… ¡Plac! ¿Qué ha sido eso? Miro a mi alrededor y veo en el suelo una bolita de papel. ¡Hum! inmediatamente busco el origen del proyectil que dicho sea de paso, no me cuesta nada encontrar: Javo, el malote de la clase y si me apuras de Melinda, usa un bolígrafo vacío como cerbatana para cargar otra bola, chupada previamente, y lanzármela. Estoy tan lento que esta tampoco la esquivo, con la mala suerte de que se me mete en la boca mientras voy a respirar y me la trago… Empiezo a toser como un condenado.

—Sisco, ¿estás bien? —pregunta David, que se sienta conmigo.

—¡Cof, cof! —Sudo cada vez más, incluso a chorros, mientras intento escupir el proyectil envenenado con la saliva del condenado Javo.

—¡Sisco! ¡Silencio, por favor! —pide el profesor, molesto. David me da unas palmaditas en la espalda y por fin sale el puñetero papel.

—Lo… lo siento —me disculpo, todo rojo de vergüenza desde las orejas a los pies.

El profe me lanza como aviso una mirada de serpiente, con los párpados entreabiertos, y se vuelve de nuevo a la pizarra. Las hostilidades parecen haber parado, pero el profe ya me ha cogido la matrícula y hasta la hora del patio no me deja aburrirme: en cuanto termina de escribir la lección, me saca a la pizarra para que haga el ejercicio correspondiente. Yo de nuevo me muero de vergüenza.

Llega la hora del patio y salgo acompañado de mis dos amigos, David y Toni. Vamos hablando del último cómic de Spiderman, jugamos un rato a indios y vaqueros y mientras nos comemos los bocatas. Ya está sonando otra vez la sirena que marca el reinicio de las clases, cuando siento que necesito ir al baño.

—¡No tardes, que con un profe que te coja manía ya hay bastante! —me avisa Toni.

—¡No! —exclamo yo, y me meto corriendo en el aseo.

Acabo de hacer un pis y al volverme, ¡oh, no! Me encuentro de frente con Javo.

—Vaya, vaya, ¿qué tal, gordo? —me insulta y me intimida con su voz, amenazador.

Intento escabullirme de él para llegar al lavabo pero me agarra por la pechera y me empotra contra la pared. Aunque es más bajo y delgado que yo, tengo miedo.

—¡Óyeme bien, pringao! Como te vuelva a coger mirando a Lore, te voy a dar tal somanta hostias que no te va a reconocer ni tu mamá, ¿te enteras? ¿Eh? —Javo me pone su frente en la mía y me enfoca con esos ojos llenos de ira.

—Sí… sí… Pero si no es tu novia, ¿no?

Sonríe un momento y yo le devuelvo su fría risa con una llena de temor.

—Sí lo es, solo que ella aún no lo sabe.

—Pero… —Un puño de Javo en mi barriga corta mi respuesta. Me suelta y se va, no sin antes girarse para mirarme desde la puerta que da al patio y ponerse un dedo en los labios, ordenándome callar.

Y desaparece de allí.

Una lágrima resbala por mi mejilla mientras me retuerzo de dolor, pero no es el golpe, sino la impotencia lo que más me amarga. Llego tarde a la clase de inglés, y la profe me pone un negativo. Menuda mañana llevo. Javo se sonríe desde la última fila. Algún día, me prometo, algún día me las pagarás todas juntas si hay justicia en este mundo.

Llego a las dos del mediodía conteniéndome las ganas de llorar. David, a mi lado, es una tumba, porque algo nota y está muy serio todo el tiempo.

Luego vamos los tres amigos desfilando hacia el comedor con el resto de los compañeros, y veo que tanto Javo como Espada, su inseparable colega, no paran de lanzarnos miradas de reojo, parados junto a la puerta de los comedores y apoyados en la pared con indolencia, como si ellos fuesen los dueños del lugar.

—¡Sisco! —oigo que me llaman. Me giro con la guardia alta, preguntándome qué nueva mierda está a punto de caer sobre mí. Suelto un suspiro de alivio cuando veo al director del colegio, y junto a él, viene mamá.

David y Toni me miran con sorpresa. Y entonces caigo: algo raro debe de pasar para que mi madre esté aquí a esta hora, que tendría que estar trabajando. Sin embargo voy hacia mamá y le doy un beso. Algo alejados oigo cómo Javo y sus comparsas murmuran y hacen chistes, creo que sobre mí, pero no me importa. Cuando mamá me devuelve el beso, le noto la mejilla húmeda como si hubiese estado llorando. Unas gafas de sol tapan sus ojos. ¿Qué habrá pasado?

—¿Estás bien, mamá? —le pregunto.

—Nos vamos, cariño.

El tono de su voz, muy contenido, me quita la intención de preguntarle más por ahora. Miro a mis amigos mientras nos alejamos y pronto salimos por la puerta del colegio a la calle.

Poco después, cuando entramos en el coche que está aparcado cerca de allí, no aguanto más y le insisto:

—¿Qué te pasa, mamá?

—Hijo, es tu padre…

—¿Se va a retrasar? ¿Está bien? —¡Es justo lo que me faltaba para rematar este lunes negro!

—No. No va a venir —dice mamá, entonces se quita las gafas de sol y la luz se refleja en sus lágrimas, que salpican el volante marca Renault.

—Vale, tranquilízate y cuéntamelo todo —intento serenarla, creo que nunca la había visto así de derrotada.

—Papá… —Sorbe por la nariz y respira hondo antes de continuar—: Ha tenido un accidente, su metro ha descarrilado. Está muy grave, cariño —le tiembla la voz, pero parece que le ha sentado bien contármelo por fin y arranca el coche—. Vamos al hospital.

Yo no digo nada, solo asiento con la cabeza. Intento contener el nudo que llevo todo el día en el estómago y que ahora se me ha subido a la garganta. No puedo.

Finalmente mi pecho tiembla, una, otra vez más, y después suelto en silencio pero sin freno, como un río del que se rompe la presa, todas esas lágrimas que me he estado conteniendo en este lunes maldito.

Sisco

Septiembre de 2012.

El despertador suena este lunes con más fuerza que las campanadas de una iglesia, o eso me parece a mí. «Vamos, Sisco, ¡arriba!», me animo. Pero nada, que mis pies se niegan a moverse. Protesto y alargo una mano, buscando a tientas la maquinaria siniestra para apagarla de un golpetazo, sin embargo no hay modo, mi madre se las sabe todas y ha cambiado de sitio el despertador… sigue sonando y sonando y resonando desde el escritorio que hay al otro lado de mi habitación.

Cuando consigo despegarme de las sábanas, dos minutos más tarde, lo apago de mal humor y me dirijo al baño, con pasos inseguros. Poco después estoy en la cocina. Por instinto activo el microondas para calentar el cola cao que mamá me ha dejado dentro preparado. También me ha escrito una nota, que veo sobre la encimera:

Buenos días, hijo. Estoy trabajando, pórtate bien en tu primer día de instituto y no te olvides el almuerzo, que está sobre la mesa del comedor. Volveré a las siete, espero verte aquí, jovencito. Un beso, tu mamá que te quiere.

Dejo la nota donde estaba y salgo a toda prisa del piso, cogiendo el bocadillo del almuerzo y la mochila.

El primer día de instituto siempre es un evento digno de interés: en especial los nuevos compañeros.

Cuando salgo del portal del edificio me recibe un día soleado, hace una temperatura agradable y no sé por qué, me da por silbar mientras camino por la acera. Hay un huerto enfrente mío con hileras de naranjos sacudidos al viento, que me parecen cabezas de pelos a lo afro… No preguntes por qué razón, pero siempre he tenido una imaginación bastante disparatada. Mi abuela me lo recuerda muy a menudo.

El instituto de Melinda queda a unas pocas manzanas del piso y en diez minutos estoy delante de la verja de entrada. Veo a David y Toni. Han llegado antes que yo y me esperan, más allá de la puerta.

—¡Buenas! —saludo.

—Hola, ya creíamos que no venías hoy —reniega Toni, tan efusivo como es habitual en él.

—¿Qué tal, Sisco? —pregunta David.

—Bien… —Resoplo, agobiado por el calor. El viento ha dejado de soplar de repente y empiezo a sudar.

Los tres recorremos el camino que culebrea por los jardines de la Misericordia, nombre del gran instituto… En dimensiones, cuanto menos, ya que antiguamente el enorme edificio había sido una Casa de Misericordia propiamente dicha, donde ayudaban a los más pobres. Ocupa una decena de kilómetros, y desde que lo reformaron cuenta con zonas verdes, instalaciones deportivas y hasta una piscina. Pronto alcanzamos el ala de Bachiller, cuya entrada está frente a unas canchas de futbito y básquet. Entonces nos invade el barullo de centenares de jóvenes hablando sin guardar ritmo ni concierto, de modo que nosotros también nos ponemos a charlar. Miro mi móvil: marca las 8:52. En breve se abrirán las puertas y el nuevo curso dará comienzo.

En cuanto la muchachada disminuye alrededor de las puertas, los tres vamos a mirar las listas que deben de estar pegadas en el interior de los cristales. Así sabremos en qué curso estamos este año. Tras unos segundos de tensa búsqueda, comprobamos que de nuevo nos han separado de acuerdo con nuestras elecciones: 2º B para David y para mí con letras, 2º A para Toni, que escogió ciencias. Bueno, aprovecharemos los recreos para estar juntos, como el año pasado. Nos alejamos un poco de la puerta que se ha convertido en territorio comanche, entre empujones y choques de mochilas, y formamos nuestro propio corro a la espera de que abran.

Al poco, una voz me sorprende a mis espaldas, aunque no es a mí a quien llaman:

—¡Eh, Toño! —Al volverme veo cómo el Palabras se mete en nuestro corro. Palabras es su mote, claro—. ¿Qué tal, tíos? —pregunta, subiéndose las gafas sobre una nariz enrojecida.

—Bien, Palabras —responde Toni.

Los demás asentimos sin demasiado entusiasmo, ya que es el típico pelma que suele aburrirnos con temas que no interesan a nadie.

—¿Qué hay de nuevo? —le pregunta David, sin embargo, en un esfuerzo admirable por mostrarse educado.

El Palabras baja la voz, apenas podemos oírle.

—Hay gente nueva en Melinda… Un hombre, digamos… Misterioso —susurra. Después sorbe por la nariz, en un gesto desagradable y sonoro, por lo demás habitual en él.

—Claro, claro… —concede David, mientras los demás nos hacemos los despistados.

—Ha ocupado la vieja casa de la Pinada —continúa. No le prestamos atención, ya que en ese momento acaba de salir una de las profesoras y, tras rogarnos silencio, comienza a llamarnos por cursos.

Ya en clase, la mañana pasa con tranquilidad. El primer día los profesores se presentan, nos dan el programa de su asignatura y nos dedicamos a conocernos un poco. Por fin llega la hora del patio, donde realmente se cuecen las relaciones sociales con el resto de nuestros compañeros. David, Toni y yo nos encontramos sentados en un banco de los jardines, a la sombra de un pino muy añejo, como casi todos los que hay por aquí. Devoro mi bocata de chorizo en silencio.

—Eh, mirad. Parece que el Javo y los suyos han empezado a dar la bienvenida a los nuevos —anuncia Toni, haciendo un gesto con su cabeza.

Un par de pinos más allá vemos cómo el Javo, el más temido de todos los abusones del instituto, rodea con dos de sus compinches uno de los bancos, donde una chica está leyendo un libro de grandes dimensiones. No sé qué es lo que me impulsa a acercarme, tal vez que Toni se aproxima poco a poco, como quien no quiere la cosa, y nosotros le seguimos. Pronto podemos oír lo que habla Javo con la chica. Su cara no me es conocida.

—¿Así que eres nueva en Melinda, eh? Y además, empollona. —Javo señala hacia el libro, un verdadero tocho como a los que a mí me gusta leer.

La chica lo aprieta ahora contra su pecho, asustada. Aún sentada, lo mira con ojos de cordera tras unas lentes de alambre que ocultan dos iris tímidos y azules. Unos bonitos ojos que no saben hacia dónde mirar en ese momento de pánico.

—Te explicaré cómo funciona esto, «ricitos de oro» —sigue Javo con tono intimidatorio—: tú te quitas las gafas y nosotros te pintamos la cara con este rotulador, para que todos sepan que eres una pollita en la Miseria. —Así es cómo llaman los malotes al instituto… Javo abre su mano y uno de sus compinches, el Espada, le pone en ella un gran rotulador negro.

—¿Y si me niego? —responde ella, para sorpresa mía. Desde luego, la nueva tiene valor.

Una sonrisa malévola cruza la cara de Javo de lado a lado.

—Entonces te pintaremos igual.

—¿Ah, sí? Pues se lo diré al profe…

«¡Meeec! Craso error», pienso.

No le dejan terminar la frase. Los dos comparsas de Javo cogen a la pobre chica uno por cada brazo y la levantan en vilo.

—¡No te muevas, ni grites! Y como te chives a los profes, este año de instituto va a ser un infierno para ti, ¡empollona!…

Javo le quita las gafas, las arroja al césped y acto seguido le pinta la cara de arriba abajo con el rotulador: «POLLITA, POLLITA, POLLITA». La chica se queda quieta, temblando como un gorrión. Finalmente la sueltan, pero el segundo compinche, el Espada, todavía tiene el detalle de agarrar el libro de la chica y lanzarlo por encima del muro del instituto.

Después se alejan de ella, entre risas y bravuconadas.

Cuando pasan junto a nosotros, Javo tiene el detalle de ladear su mirada para dedicarme una advertencia muda, llevándose el índice a los labios.

Finalmente siguen su camino por los jardines y desaparecen de mi vista, a la búsqueda de nuevas víctimas para sus novatadas.

Toni ya se ha acercado a la chica, mientras que David recoge sus gafas del suelo y también se aproxima. Yo me quedo en segunda fila, atenazado por mi propia timidez. Es una chica baja y delgada, muy poquita cosa. Sus ojos se ven húmedos por las lágrimas, y tal vez por eso el corazón me da un vuelco ante esta injusticia. Yo mismo la sufrí en mis carnes hace dos años, durante mi primer día de instituto.

—¿Estás bien? —le pregunta Toni.

Por toda respuesta la chica oculta la mirada en su antebrazo, para entregarse al llanto sin que la veamos.

Los tres aguardamos, pacientes, hasta que sus estertores pasan y vuelve a levantar la mirada. Sorbe por la nariz aún, pero está más tranquila. Solo entonces David le devuelve las gafas.