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UN GRITO DE RESISTENCIA FRENTE AL ADOCTRINAMIENTO Y UNA DEFENSA VIBRANTE DE LA ESPAÑA QUE HEMOS SIDO Y QUE AÚN PODEMOS SER. España traicionada es un retrato afilado que desafía las ideas impuestas y denuncia como, bajo la fachada del progreso, se busca desmantelar los cimientos de nuestra historia y nuestra identidad. Una obra contundente en la que Antonio Pérez Henares, uno de los periodistas más prestigiosos de este país, denuncia la creciente manipulación de la memoria histórica, el ataque devastador a nuestra cultura y el peligroso retroceso de las libertades y derechos conquistados. Con su inconfundible estilo comprometido, el autor ofrece un recorrido definitivo por los hechos que han marcado los diferentes Gobiernos socialistas de los últimos años y que han desembocado en una era de incertidumbre y división. UN LIBRO NECESARIO, VALIENTE Y REVELADOR. «Escribo porque siento en lo más hondo que quieren descuartizar a España y acabar con la libertad, la igualdad y los derechos de los españoles no hace tanto recuperados. Y como hijo de España —así me siento y por tal me tengo, aunque a veces claudique y presienta que puede no servir de nada y me den ganas de decir: "Ahí os quedáis, ya no me incumbe lo que suceda y os lo habréis ganado a pulso"—, al cabo, me rebelo. Sé que no puedo quedarme callado, que tengo el deber —y aún más por lo visto y lo vivido— de denunciarlo. Porque se está dinamitando la convivencia, sembrando el odio y destruyéndonos como pueblo y como nación. El camino emprendido nos conduce a la tiranía, amordazando a quienes resisten, para, como final, privarnos de nuestra condición de ciudadanos con derechos y libertades, protegidos por leyes democráticas que ellos retuercen y someten a su designio para convertirlas en discriminación y represión. Suena muy duro. Lo sé. Pero es lo que pretenden y es lo que, si no nos levantamos y lo evitamos, conseguirán».
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Seitenzahl: 264
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
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28036 Madrid
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España traicionada. La verdadera memoria que no debemos olvidar
© 2025, Antonio Pérez Henares
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
Arte de cubierta: WKdiseño
ISBN: 9788410643932
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
1. La Transición y la Constitución, de admiradas a pisoteadas
2. La caída de Suárez y el golpe de Estado del 23-F
3. Felipe y Aznar: la dupla que hizo que a España no la conociera ni su madre
4. ZP, el que empezó a joder España
5. Las venenosas semillas de Zapatero
6. La oportunidad malbaratada de Rajoy
7. Sánchez, mentira y traición
8. Los adanes redentores
9. Una memoria sectaria e inventada
10. El borrado de España
11. La traición nacionalista
12. La sumisión al separatismo
13. La beatificación de los asesinos
14. No quieren periodistas, sino papagayos amaestrados
15. De la censura impuesta a la autocensura asumida
16. El día en que los jueces se volvieron fachas
17. El peor enemigo de la Constitución
18. Del feminismo igualitario a la cancelación de la mujer
19. Nos cobrarán hasta los pedos
20. Decir la verdad no es xenofobia
21. Delincuentes impunes, ciudadanos indefensos y policías maniatados
22. De profesión, okupa
23. Las ONG de los guais que les pagamos los demás
24. Vaciar la España vaciada para irse a vivir a una postal
25. La memoria del covid que el sanchismo quiere enterrar
26. El mejor rey en el peor momento
27. Un estado de guerra civil emocional
Epílogo
Anexo. Los diez mandamientos de la ley sanchista
Si te ha gustado este libro…
La mentira se escucha, la verdad se ve.
BALTASAR GRACIÁN
Han dicho algunas veces que tengo por costumbre hablar claro. Y la mayoría no me ha salido gratis, sino que lo he pagado caro. Pero he decidido escribir este libro tal y como hablo. Por derecho, sin pamplinas, llamando a las cosas por su nombre, sin censuras ni autocensuras. Porque es mi forma y manera y porque, aunque «me señalen con el dedo me amenacen miedo», es hora y hay necesidad de hacerlo.
Vivimos en el tiempo del triunfo arrollador de la mentira. Jaleada y repetida por millones de voces y altavoces es convertida en virtud y hasta en ley. Ahora, muchas veces, el delito está en decir la verdad.
La prueba mejor y más visible, para quien no se tapa los ojos con tal de no ver, está en la cúspide de quienes nos gobiernan y los coros sincronizados de quienes nos la trasladan. La mentira, que ha tenido siempre mucho roce con la política, ha dado en nuestra España un paso más: se ha convertido en la forma de gobierno y en el método para llegar al poder y mantenerse en él.
La palabra debe ser el arma para desnudar al mentiroso y dejarlo con sus vergüenzas al aire. Aunque siempre habrá un tropel de cortesanos y abducidos que proclamen que va vestido de gala y sin un solo lamparón que le ensucie el traje.
Este libro va de España, nuestra patria, nuestra nación, nuestra tierra y el solar de nuestro pueblo, el pueblo español, la ciudanía española en la que reside la soberanía y quien tiene, al menos eso hemos de seguir creyendo y eso debe tener, la facultad de decidir opinar sobre lo que a todos nos afecta.
Y lo que aquí quiero abordar no es otra cosa que el cada vez más intenso y exitoso intento de corrosión, demolición y liquidación de esa nuestra España como nación y de nosotros, los españoles, como depositarios de su soberanía.
Pero habrá de ser también, amén de rasgar la tela de la falsedad y denunciar, una ventana abierta a los vientos de esperanza que concite a la resistencia y la rebelión, para no ser un «pueblo de bueyes» que se deja arrebatar sin más su identidad, su dignidad y, al cabo, sus derechos y su libertad.
Nuestras libertades peligran y el futuro asoma con hedores del peor de nuestros pasados. El odio ha vuelto. Quienes abrieron la espita y lo derraman a chorros y han pactado con quienes siempre vivieron en él y por él se llaman José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez. Hoy vuelven a llevar a nuestro pueblo y nuestra nación a la confrontación, al despeñadero y a la demolición.
Escribo por simple sentido del deber conmigo mismo y con mis compatriotas, con mi pasado, con mi vida y con el futuro que está ya por venir y que no será otra cosa distinta de la que en este preciso presente decidamos entre todos. Porque nos están intentando imponer como memoria una falacia y porque quieren convertir esa mentira en historia. Por ello pervierten, tergiversan y manipulan la primera, y borran y cancelan la segunda para reescribirla luego, infectándola de sectarismo y servir así mejor a sus turbios intereses de poder.
Escribo porque siento en lo más hondo que quieren descuartizar a España y acabar con la libertad, la igualdad y los derechos de los españoles no hace tanto recuperados. Y como hijo de España —así me siento y por tal me tengo, aunque a veces claudique y presienta que puede no servir de nada y me den ganas de decir: «Ahí os quedáis, ya no me incumbe lo que suceda porque os lo habréis ganado a pulso»—, al cabo, me rebelo. Sé que no puedo quedarme callado, que tengo el deber —y aún más por lo visto y lo vivido— de denunciarlo. Porque se está dinamitando la convivencia, sembrando el odio y destruyéndonos como pueblo y como nación. El camino emprendido nos conduce a la tiranía, amordazando a quienes resisten, para, como final, privarnos de nuestra condición de ciudadanos con derechos y libertades, protegidos por leyes democráticas que ellos retuercen y someten a su designio para convertirlas en discriminación y represión.
Suena muy duro. Lo sé. Pero es lo que pretenden y es lo que, si no nos levantamos y lo evitamos, conseguirán.
La Transición fue motivo de orgullo durante muchos años para los españoles, y envidia y ejemplo para el mundo. Ahora es despreciada, escarnecida, y a la Constitución, su mejor fruto, quieren dinamitarla a toda costa, y, encima, por la puerta de atrás, con alevosía y nocturnidad, para impedir que el pueblo soberano se pueda pronunciar.
Quienes vivimos y sufrimos, entre la angustia y la esperanza, los últimos años del franquismo y los primeros de la Transición y la democracia sentimos y sabemos que hicimos las cosas bien. Los españoles pudimos entonces asomarnos y caer a un abismo de confrontación, pero elegimos, con inteligencia, realismo y generosidad, la reconciliación y el futuro.
Y esto es lo que hoy, desde hace ya años con sordina, y ahora con total desvergüenza, pretenden desguazar, pisotear y destruir.
Nadie puede negar, ni negó durante decenios, ni aquí ni en el resto del mundo, aquella hazaña española de saber salir de una dictadura. Ni la derecha ni la izquierda pueden desmentir que la Transición abrió para España un tiempo de progreso, de avance social, de libertad y hasta de alegría y orgullo de ser español.
Fue un pacto, con renuncias por ambos lados —lo que condiciona que un pacto sea tal y no un trágala—, que se asumió como base de convivencia. Se buscó, se consiguió y se creyó haber zanjado para siempre aquel sangriento pasado de odio y muerte: los preludios en llamas de la República, la horrorosa Guerra Civil y la represión de los vencedores. Con la democracia y la libertad teníamos por delante un futuro que nos dispusimos a ganar. Y lo ganamos.
Aunque quienes no lo vivieron no lo crean ahora, no se andaba preguntando qué votaría el vecino ni en qué bando había combatido el abuelo de cada cual. Y si se sabía, daba igual. Podía ser hasta motivo de una buena conversación. No se lo creerán tampoco, pero militantes de las izquierdas, de aquellas otras de verdad, muy cuajados y endurecidos en las cárceles, mantenían y hacían alarde de amistad y cercanía con prohombres de las derechas, y se tiraban pullas «sin ira», como decía la canción, mientras jugaban, en no pocas ocasiones de compañeros, al mus. Hoy me temo que ya no existen tales parejas, y creo que nuestros políticos ni siquiera saben «tener» las cartas y distinguir un órdago de un envite. Más les valdría volver a hacerlo. Alivia mucha tensión. Pero es que crearla y convertirla en arma electoral fue y es la pretensión de algunos que por su nombre señalaremos aquí.
Aquellos tiempos no fueron, para nada, ni fáciles ni idílicos. No faltaron los terribles momentos de zozobra, de sangre y de dolor. Los antifranquistas, los de antes de que Franco muriera, hacíamos bastante ruido, pero en realidad éramos muy pocos. Esa es la verdad. ¡Ay, si todos los que después dijeron que estuvieron en el ajo lo hubieran llegado siquiera a oler!
Ahora España está repleta de antifascistas y antifranquistas sobrevenidos que ni lo fueron, ni saben lo que aquello acarreaba y al lugar donde podía llevar y, muchas veces, llevó. Estos «héroes sobrevenidos» de hoy, con sus lanzadas a moro muerto, lo único que buscan, mintiendo a calzón quitado y atribuyéndose hazañas ficticias y sufrimientos de otros, es pillar cacho y cargo. Ese y no otro, y a la vista está, es el objetivo final de la «lucha». Palabra fija en la boca de los que no han sufrido en su vida un rasguño ni participado en otro combate que no haya sido en una videoconsola.
En los años finales del franquismo, conseguir libertad y democracia parecía un imposible, pues todo el poder y la fuerza estaban al otro lado. Como broma y para animarse, había quien decía que a lo mejor una mañana, al despertarnos, la libertad había entrado por la ventana. Y muy pocos alcanzaron a imaginar que iba a ser dentro del régimen donde se iba a iniciar su derrumbe.
Una noche, la del 20 de noviembre de 1975, tras largas semanas de agonía, murió Franco, y, a la mañana siguiente, España se despertó con la noticia. Pero todavía no había acabado el franquismo.
Las fuerzas más duras y acérrimas del régimen, encabezadas por la llamada Guardia de Franco, tenían preparada la conocida como operación Lucero, que no era otra cosa que, en una noche de «cuchillos largos», proceder a la detención, al margen del más mínimo control judicial, por todas y cada una de las provincias, de los más destacados opositores al régimen.
Lo que hubiera podido suceder de haberse ejecutado tal atrocidad es algo que por fortuna se detuvo antes de comenzar. El entonces príncipe de España, Juan Carlos, enterado de la trama, ordenó detenerla. Sería proclamado rey dos días después, pero ya durante la agonía del dictador había asumido funciones como jefe del Estado. Este hecho es muy poco conocido, pero amén de evitar lo que pudo ser algo terrible, preludiaba que no iba a ser en absoluto nada fácil lo que luego se comenzaría a conocer como Transición.
Tras cuarenta años en el poder, el dictador había muerto, pero el franquismo no. Y se iba a resistir a hacerlo. Celebrar su muerte como está haciendo Sánchez es algo fuera de lugar. Además, para nada es esa su verdadera intención, pues más bien parece que quiere celebrarse a sí mismo y figurar como si hubiera matado a Franco con su propia mano.
En realidad, lo que con ello pretende tapar Sánchez son dos cosas a la par: la corrupción, los desmanes y las traiciones de su Gobierno y la incomparecencia histórica de su partido en la lucha antifranquista. Porque si hubo una organización ausente en la batalla contra la dictadura franquista esa fue el PSOE. Su cúpula vivía en el exilio y su actividad en el interior fue inexistente.
En la izquierda, la resistencia la protagonizó el PCE, que había conseguido dotarse de una potente organización clandestina y una notable implantación tanto en el movimiento obrero como en la universidad. A su izquierda existían algunos grupos trotskistas, anarquistas y prochinos y también un pequeño partido socialista en el interior, al margen de la obediencia del PSOE, encabezado por Tierno Galván.
Del PSOE, hasta el año 1976, pocas noticias hubo. Sencillamente porque no había tenido actividad alguna salvo la contada y admirable excepción de Nicolás Redondo y su grupo de UGT en el País Vasco y algunos desperdigados en Madrid, como Pablo Castellanos.
El «relato» que exhiben desde hace tiempo y ahora arrecian, el de presentarse como héroes en la «lucha por la libertad», es algo peor que una patraña: es una usurpación, un robo, de lo que otros hicieron y por lo que sufrieron cárcel y hasta pagaron con sus vidas. Por eso, cuando alardearon en el centenario de su fundación con el eslogan «Cien años de honradez», el entonces dirigente del PCE, Ramón Tamames, que había estado en prisión por serlo, les contestó: «Y cuarenta de vacaciones».
Durante la Transición, el impulso general de la sociedad, la decisión de avanzar, la generosidad y la búsqueda de acuerdos y consensos mirando al futuro y dejando atrás los odios y atrocidades del pasado prevalecieron por encima de todo. En ello participaron tanto la derecha como la izquierda. La línea divisoria no fue otra que la trazada entre democracia o dictadura. Y entre ambas, tanto los dirigentes como el pueblo, que estuvieron a la altura, supieron elegir.
Las urnas dieron como vencedor a Adolfo Suárez, que se intituló como centro-derecha y vino, ahora sí, a ser el primer presidente de nuestra recién nacida democracia. El PSOE emergió como hegemónico en la izquierda, para decepción de los entonces eurocomunistas del PCE, que aun así sobrepasaron a la derecha con mayor anclaje en el anterior régimen, encabezada por Fraga y los nacionalistas, entonces muy moderados, que sacaron buenos resultados en el País Vasco y más discretos en Cataluña. Los extremismos desaparecieron. Por la derecha, ni Falange ni ninguna otra sigla obtuvo diputado alguno y lo mismo sucedió por la extrema izquierda, que se quedó también sin representación.
El PCE de aquel entonces, sorprenderá hoy, era incluso más moderado en sus proclamas que el PSOE. Adscrito a la corriente eurocomunista aceptó de entrada, durante las reuniones del Comité Central, la monarquía constitucional y la bandera como símbolo de la nación que presidía, junto a la del partido con la hoz y el martillo. Aquel PCE nada tiene que ver con el de hoy, que ha regresado a postulados leninistas y estalinistas y que rechaza y abjura de aquella etapa.
Fue incluso uno de los actores principales que afrontó la gran tarea del reto constitucional, aunque el peso decisivo lo tuvieron, claro está, la gobernante UCD y la primera fuerza de izquierdas, el PSOE, liderados en las negociaciones por Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra, que culminaron el logro esencial para el que habían sido votadas aquellas Cortes Constituyentes: dar a España una Constitución. En ello participaron todos, lo hicieron también Fraga y los nacionalistas vascos y catalanes, y todos tuvieron que ceder. Hubo momentos de tensión, pero no se llegó a romper el diálogo, pues entendieron cuál era su deber y obligación y que había un bien general por encima de todos ellos, y, al cabo, se consiguió. La Constitución resultante, sometida a las Cortes y a un referéndum, fue aprobada con una abrumadora e inmensa mayoría. El respaldo del pueblo español fue un apabullante 91,81% a favor con tan solo un 8,19% en contra.
La dimisión de Suárez, que había vuelto a ganar las elecciones, se debió a las conspiraciones internas, al feroz ataque del PSOE y, también, a la distancia y alejamiento del rey Juan Carlos. El máximo referente, la cara visible y el impulsor de la Transición había caído. Por aquel entonces, ETA era una creciente y horrible pesadilla y, aprovechando la zozobra, se produjo el intento del golpe de Estado del 23-F de 1981. La fecha de la votación de su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo, fue la elegida por los militares nostálgicos del franquismo para asaltar el Parlamento e intentar un golpe de Estado. Su fracaso y la descomposición acelerada de la UCD abrieron de par en par las puertas al triunfo arrollador del PSOE.
Desde el primer momento, nuestra democracia tuvo un enemigo feroz, empeñado en negarla y acabar con ella. ETA se dedicó, desde que nació y a pesar de habérsele ofrecido la participación en el escenario político y poder defender pacíficamente sus ideas, a ensangrentarla de manera continua y creciente hasta alcanzar verdaderos paroxismos de crueldad y terror. Sus atentados y crímenes fueron aumentando en intensidad, virulencia y mortandad. Muchos de sus objetivos eran policías, guardias civiles y miembros de las Fuerzas Armadas, alcanzando a militares de la más alta graduación. Ello dio alas a los sectores del ejército más nostálgicos del franquismo, y la ultraderecha, aunque sin apenas fuerza en las urnas, se volvió a dejar sentir. Aquel clima vino a culminar, aprovechando además el vacío que Suárez dejaba, en la fallida intentona de febrero de 1981, el 23-F.
Las imágenes del golpe siguen presentes en muchas retinas. El miedo también, aunque de ello no se quiso hablar. Un miedo muy justificado, desde luego, que impidió que hubiese una pronta movilización popular contra el golpe. Quizás hasta fue mejor que así fuera. Dentro del Parlamento, solo Suárez y Gutiérrez Mellado hicieron frente a los militares, y Carrillo se mantuvo erguido en su escaño. Los demás, ante los disparos, se tiraron al suelo (¿quién no hubiera hecho lo mismo?). De hecho, eso hicieron todos cuantos estaban (estábamos), periodistas incluidos, invitados en las tribunas.
La manifestación del 27-F, una vez abortada la intentona y rendidos los golpistas, fue multitudinaria, la mayor en Madrid hasta entonces. Recuerdo, entre otras, una pancarta que se me quedó grabada. La portaban dos veteranos militantes comunistas. La bandera era la tricolor de la República, pero en el amarillo del centro habían rotulado «¡Viva el Rey!». Su sentir era algo muy general y lo seguiría siendo durante años, creo que, en buena parte merecido, hasta que el mismo rey Juan Carlos dilapidó estúpidamente ese inmenso capital que ningún monarca de su linaje había tenido jamás.
Habrá y hay muchas incógnitas por despejar en las tripas de aquel golpe, pero hay algo que por encima de las dudas resulta esencial y concluyente. Si el rey Juan Carlos no se hubiera enfrentado personal y directamente al levantamiento, o si tan solo se hubiera mantenido en silencio y, no digamos, si hubiera hecho un mínimo gesto de comprensión con los golpistas, este, sin duda, hubiera triunfado. Es de justicia, sean cuales fueran sus yerros posteriores, tenérselo en cuenta. Durante aquel día, y más que nadie, él salvó la democracia.
Felipe González ha sido, hasta el momento, el presidente más duradero de la actual democracia española, trece años en total. Su segundo y mucho tiempo inseparable Alfonso Guerra dijo que a España no la iba a reconocer ni la madre que la parió. Y no le faltó razón. Ni para lo bueno ni para lo malo. España, desde luego, cambió y sufrió una enorme transformación en todos los aspectos. Se produjo un avance en muchos sentidos, pero también hubo grandes convulsiones y hasta una impactante huelga general que los sindicatos CCOO y la UGT, esta última hermanada con el PSOE, declararon. Nunca como aquel día España se paró por completo, pero al PSOE le continuaron votando los mismos que se la habían convocado y seguido. Sus primeros Gobiernos, en cuanto a oposición se refiere, fueron plácidos y con éxitos internacionales trascendentes, como la entrada en la CEE, ahora UE, que logró consumar la ansiada aspiración española de ser miembros de pleno derecho de Europa. Aunque Felipe tuvo que afrontar un peligroso trago y cumplir, si bien remoloneó cuanto pudo, su promesa de convocar un referéndum para decidir sobre quedarnos o salirnos de la OTAN.
Al final resultó lo que tenía que resultar y, aunque con una potente abstención, cerca del 41%, ganó el sí con un 56,85% de los votos contra un 43,15% que votaron no. Fue la última batalla política en la que me involucré personalmente y que también me tocó perder, como tantas. Hoy, qué quieren que les diga, pienso que mejor fue que el sí ganara.
El felipismo seguiría gobernando otros diez años más. No los voté nunca, tampoco lo había hecho jamás con Suárez, aunque me cayó, y lo reconocí siempre, mucho mejor que González. Le he tenido mucha más «ley» a Guerra y se la sigo teniendo. Seguí cogiendo la papeleta de los «míos» hasta que lo dejó Julio Anguita y llegó Gaspar Llamazares. Después, ya empecé a no sentirme de nadie y mi vinculación emocional acabó por diluirse en desengaños, que vinieron ya en los postreros momentos del propio Anguita, no en lo personal —su honradez siempre fue ejemplar—, pero sí en lo político, debido a su regresión a postulados comunistas radicales, en sintonía con los extremistas podemitas y sus arrimones a los nacionalismos. Así que me quedé sin «míos». Y hasta hoy, ni por un lado ni por otro.
España, en efecto, cambió mucho y dio pasos muy importantes. No reconocerlo es ceguera y sectarismo. Nos convertimos, incluso, en un referente para el mundo por nuestra transición de un régimen totalitario a uno democrático y por el avance conseguido.
Pero el PSOE llevaba un tiempo entrando ya en barrena afectado por continuos escándalos y por una corrupción galopante que lo había ensuciado de la manera más atroz y obscena. Felipe aguantaría tres años más hasta que convocó elecciones y las perdió, aunque por mucho menos de lo esperado. Una «dulce derrota», dijo Alfonso, pero derrota al cabo, y Aznar consiguió al segundo intento llegar a la Moncloa.
El primer Gobierno de José María Aznar carecía de mayoría absoluta, y dado que socialistas y populares respetaron el acuerdo implícito de que gobernara la lista más votada, sin los apoyos necesarios dependían de los nacionalistas y tragaron con lo que no debían el uno y el otro. Aznar, que había dicho que se las iban a ver con él, acabó por decir que «hablaba catalán en la intimidad» y pactando con Pujol. El nacionalismo comenzó su galopada y fue consiguiendo cada vez más privilegios y tratos discriminatorios de favor que nunca hubieran debido otorgarse, como la entrega de sectores en exclusiva como el de la educación, que serviría para el adoctrinamiento y la imposición lingüística.
Los grandes logros de Aznar se centraron en la economía, a la que enderezó y metió en una extraordinaria senda de mejora, competitividad y creación de empleo hasta convertirse en ejemplo para Europa.
El otro gran éxito de Aznar estuvo en la lucha sin cuartel contra el terrorismo etarra. El mismo sufrió un atentado con coche bomba. Con gran tenacidad y firmeza en los momentos más duros, la banda fue siendo acorralada policial, social e internacionalmente. Un episodio memorable fue el de la liberación por la Guardia Civil de Ortega Lara tras casi dos años enterrado vivo en un zulo y al que sus secuestradores intentaron dejar morir bajo tierra al ser detenidos. El acontecimiento más angustioso y terrible, al tiempo que el más determinante en la respuesta de toda la nación, fue el del secuestro y asesinato del joven Miguel Ángel Blanco. La crueldad y ensañamiento más miserable provocó la repulsa inmensa del pueblo español.
Fue la última parte del segundo mandato de José María Aznar, este con una holgada mayoría absoluta, la que deterioró en cierta manera su imagen, pero, aun así, respetó su compromiso de permanecer tan solo ocho años en el poder y no se presentó a las elecciones.
Tanto González como él, en sus más de veinte años de gobierno acumulados entre ambos, conservaron, por encima de disputas, el sentido de Estado y los acuerdos constitucionales como bases y principios que no se podían violar. El clima político, aunque hubiera recias peleas, se mantenía en los límites que la Constitución establecía y para el conjunto de la opinión pública esta seguía siendo un valor supremo y, además, firmemente sustentado por los partidos de referencia de ambos campos políticos, a la derecha y a la izquierda, que se habían alternado en el poder. Las bases esenciales de la Constitución no estaban en cuestión, pues la conciencia general era que garantizaban nuestra convivencia, progreso y avance y suponían la mejor manera de afrontar los momentos de mayor peligro o recesión.
No sería sino después —y ni siquiera al principio de la irrupción de Zapatero para auparse de manera sorpresiva al poder en el PSOE y, tras el 11-M, en el Gobierno de la nación, en el año 2004— cuando, con sordina y sin enseñar apenas la patita, a España, que diría aquel, la empezaron a joder.
Zapatero dijo en un principio que iba a ser el moderado Tony Blair del socialismo español y ha acabado por ser el palanganero mayor del dictador Maduro y el muñidor de todos y los peores enjuagues de Sánchez, desde China a la casa de Puigdemont en Waterloo.
La culpa de que José Luis Rodríguez Zapatero llegara al poder en el PSOE, algo de lo que estoy seguro de que se ha arrepentido muchas veces, la tuvo en buena medida Alfonso Guerra , que se negó a que sus huestes votaran a Bono. Lo de ZP, símbolo corporativo de su exitosa campaña, fue una de las aportaciones donde se empezó a notar la mano del «brujo» Miguel Barroso y del equipo de «asesores-visitadores» que él encabezó, y a través del cual llegó a las posiciones de máximo poder personal en algún gran medio de comunicación. Su influencia ha llegado hasta Sánchez a día de hoy y hasta el fallecimiento de Barroso en el 2024.
De su mano, Zapatero, en sus primeros años como líder de la oposición en el segundo mandato de Aznar, se puso de inicio piel de corderito balador y carita de angelote sonriente. Esa que no se ha quitado nunca, ni siquiera cuando se junta con los peores tiranos del mundo. Lo aparentó tan bien que, al inicio, se le asignó el apodo de Bambi. Pero ya demostró sus maneras y colmillos cuando aquello de la epidemia de las vacas locas o el accidente del Prestige. Utilizar las catástrofes y las tragedias para sacarles rédito electoral es ahora marca de la casa. En ello, el PSOE nunca ha tenido escrúpulo alguno ni rival que le pueda llegar ni al corvejón. Como prueba de que es una pauta muy bien aprendida por la izquierda, ahí está la que le montaron años después a Rajoy —que se había comido lo del chapapote—, con el ébola y el perro que hubo que sacrificar, y que resultó ser la única víctima mortal en España. Y ahora, la que han montado con la dana de Valencia, una canallada muy de su manual, pero con Sánchez siendo aún más cruel.
Zapatero llegó al poder cuando Rajoy, que era el que había elegido Aznar para sucederle, parecía tener las elecciones ganadas. Pero de nuevo saltó la liebre, aunque en esta ocasión fue mucho peor y más atroz que en aquel cabildeo congresual en el que fue investido secretario general del PSOE en el 2000. Esta vez lo que nos cayó encima fue el 11-M, el terrorífico atentado islamista, el más sangriento y mortal acaecido en toda Europa, con 192 muertos. Un siniestro total que nos cambió la vida, que nos torció el paso y el rumbo y que pienso que fue el inicio de muchos de los males que hasta hoy estamos sufriendo (y lo que nos queda por sufrir).
Porque aquellos días de marzo no solo alteraron el resultado electoral, sino que también cambiaron algo mucho más profundo. Aquel día, el 11 de marzo del año 2004, fue cuando se comenzó a joder España.
Ya nunca y hasta ahora volveríamos a ser lo que habíamos sido como pueblo y sociedad desde el final del franquismo y durante toda la democracia. Comenzaríamos a pisotear valores, compromisos, acuerdos escritos y otros aún más profundos, aunque no lo estuvieran, de convivencia y de hermandad entre compatriotas. Hacía ya tiempo que para los políticos y los politizados, el partido al que se obedecía era la verdadera patria, pero ya empezó a ser también la única doctrina. La sigla se convirtió en la bandera, el cargo en el escudo de armas y el rival en un enemigo, alguien a quien destruir y al que se acabaría por negar hasta la condición de persona y sus derechos.
No sería justo atribuir únicamente a una de las dos partes el destrozo actual en el que estamos. Tampoco la responsabilidad de aquella vorágine envenenada del 11-M. Fue José María Aznar quien, creyendo al principio que la autoría era de ETA, se lanzó por esa senda y buscó rédito en votos.
La actitud del PSOE, auspiciada y dirigida por Alfredo Pérez Rubalcaba, fue igualmente tóxica, hecho que se vino a resumir y concretar en algo infame y terrible: los responsables del atentado no eran los terroristas islámicos que habían cometido la matanza, sino el PP por haber estado al lado de Estados Unidos en la guerra de Irak.
Esto es algo que no ha quedado zanjado ni siquiera hoy en día. La perversión de que en el fondo los culpables de las muertes a manos de los terroristas no son los asesinos que las ejecutan, sino los Gobiernos o las sociedades que las «provocan» sigue anidando en muchas cabezas no solo de España, sino de una Europa meliflua y acoquinada. También es lo que empapa ahora la conversión en «relato» de lo que no es más que una repulsiva infamia contra las víctimas con respecto a los criminales etarras, bautizados ya casi como «pacíficos terroristas».
Zapatero llegó al poder, aunque hubo de pactar con los nacionalistas catalanes. Entonces ya sí que desbocadamente comenzó la deriva cada vez más radical para, tras conseguir una cesión tras otra, a cuál más indigna y ofensiva, ir pisoteando, imponiendo sus doctrinarios y su discriminación por encima de los derechos, las libertades y la igualdad de todos los demás. Derechos, libertades e igualdad que ya fueron, y hoy siguen siendo en cada vez más lugares, un papel mojado.
Zapatero, ya trasmutado del todo en ZP, iba a ser el artífice de aquel rumbo nuevo. Cambio y novedad son palabras que parecen presuponer bondades y mieles, pero que no pocas veces lo que traen son males y sarnas. Y, en este caso, desde luego fue lo que sucedió. Abrieron las espitas del odio y llevaron la confrontación política al terreno de los buenos y puros y el de los malos y apestados, en cuyos cienos no hemos hecho sino avanzar desde entonces.
