Espejito, espejito - Maura Gancitano - E-Book

Espejito, espejito E-Book

Maura Gancitano

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Beschreibung

¿Es posible escapar de la tiranía de la belleza? La belleza es algo muy específico a lo que hay que adaptarse: una determinada manera de vestir, de comer, de hablar, de caminar. No se trata de una cuestión puramente estética, sino de una técnica política para ejercer el poder. Pensémoslo bien: siempre han existido diferentes estéticas y sensibilidades, pero recientemente el culto a la belleza se ha convertido en una prisión. Ahora es una obsesión, una enfermedad, un mito inalcanzable, pero ¿cuándo sucedió? ¿Quién impulsó este cambio? ¿Por qué razón? En este libro, Maura Gancitano cuenta la historia de un mito tan antiguo como el mundo y nos muestra cómo los descubrimientos de la filosofía, la antropología, la psicología social y la ciencia de datos pueden destruir una ilusión que aún nos impide escuchar y seguir nuestros auténticos deseos y vivir nuestros cuerpos libremente.

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Espejito, espejito

La tiranía de la belleza

Maura Gancitano

Traducción de Marta Rebón

Página de créditos

Espejito, espejito

Primera edición: mayo de 2024

Título original: Specchio delle mie brame - La prigione della bellezza

© Maura Gancitano, 2022

© de la traducción, Marta Rebón, 2024

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2024

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.

Los derechos de este libro se han gestionado con la agencia Sosia & Pistoia srl y Susanne Theune (ST&A).

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Corrección: Isabel Mestre

Publicado por Ático de los Libros

C/ Roger de Flor, n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013, Barcelona

[email protected]

www.aticodeloslibros.com

ISBN: 978-84-19703-46-0

THEMA: DN

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Contenido

Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Introducción

Capítulo primero: La prisión de la belleza

Capítulo segundo: La belleza y el ejercicio del poder

Capítulo tercero: Belleza, mirada y publicidad

Capítulo cuarto: Belleza, gordura y decoro

Capítulo quinto: Belleza, moda y vejez

Capítulo sexto: Cuando la belleza se convierte en enfermedad

Capítulo séptimo: Feas y guapísimas

Capítulo octavo: El enigma de la belleza

Capítulo noveno: Cómo salir de la prisión

Conclusiones

Notas

Sobre la autora

Espejito, espejito

¿Es posible escapar de la tiranía de la belleza?

La belleza es algo muy específico a lo que hay que adaptarse: una determinada manera de vestir, de comer, de hablar, de caminar. No se trata de una cuestión puramente estética, sino de una técnica política para ejercer el poder.

Pensémoslo bien: siempre han existido diferentes estéticas y sensibilidades, pero recientemente el culto a la belleza se ha convertido en una prisión. Ahora es una obsesión, una enfermedad, un mito inalcanzable, pero ¿cuándo sucedió? ¿Quién impulsó este cambio? ¿Por qué razón?

En este libro, Maura Gancitano cuenta la historia de un mito tan antiguo como el mundo y nos muestra cómo los descubrimientos de la filosofía, la antropología, la psicología social y la ciencia de datos pueden destruir una ilusión que aún nos impide escuchar y seguir nuestros auténticos deseos y vivir nuestros cuerpos libremente.

«Fundamental para entender cómo la belleza se ha convertido en una dictadura.»

Corriere della Sera

«Nos ayudará a cruzar el espejo que nos atrapa y a concebirnos como objetos pensantes.»

Grazia

«Gancitano nos invita a repensar la belleza más allá del adoctrinamiento y el consumo, a entenderla como un camino de florecimiento personal, alejada de cualquier tipo de condicionamiento externo.»

Il Libraio

«Una filosofía que baja de su torre de marfil y se acerca a la vida cotidiana.»

Maremosso

Introducción

De niña, no quería casarme ni tener hijos; mi deseo era ser fea y convertirme en filósofa. La idea de ser fea, en particular, maduró después de leer un cuento de una antología escolar titulado Belote et Laidronette (Hermosina y Atractiva), de madame Leprince de Beaumont. El cuento empieza así: «Érase una vez un señor que tenía dos hijas gemelas, a las que había puesto dos nombres que les iban como anillo al dedo: a la primera, que era muy bella, la llamaron Hermosina, y a la segunda, que era poco agraciada, Atractiva».1

Hasta los doce años, ambas se aplicaron a los estudios, hasta que su madre cometió el error de introducirlas en sociedad. Las hermanas comenzaron a interesarse por los bailes, las recepciones, los vestidos y los peinados. Cuando cumplieron los quince, Hermosina «se volvió tan bella que despertaba la admiración de todos los que la veían. Cuando su madre la llevaba en sociedad, todos los caballeros la cortejaban: uno elogiaba su boca; otro, sus ojos; otro, su persona; otros, sus hermosas manitas, y, mientras le prodigaban estos elogios, ni siquiera se daban cuenta de la existencia de Atractiva».

No hace falta decir que Atractiva estaba desesperada, y por esta razón dejó de salir. Una vez que se quedó sola en casa, sin saber qué hacer, fue a la biblioteca de su padre. Allí tomó el primer libro que encontró y, en una página abierta al azar, leyó una carta que parecía escrita para ella. En esta, se afirmaba que la mayoría de las mujeres hermosas son de lo más estúpidas, no por falta de inteligencia, sino porque descuidan cultivarla.

Todas las mujeres son vanidosas y desean gustar: una mujer fea sabe muy bien que no puede gustar gracias a su rostro, por lo que decide llamar la atención por su ingenio; estudia a conciencia y acaba siendo interesante, a pesar de su físico. La bella, en cambio, solo tiene que mostrarse en público para gustar; su vanidad está satisfecha y, como nunca reflexiona, no piensa que la belleza dura solo un tiempo. Por otra parte, está tan ocupada con su ropa y con la preocupación de no perderse ni una sola recepción, con tal de hacerse ver y recibir elogios, que no tendría tiempo de cultivar su mente aunque lo creyera necesario. Así se convierte en una tonta, totalmente ocupada en futilidades, minucias, espectáculos, y así hasta los treinta, cuarenta e incluso más. La bella doncella, al envejecer, seguirá siendo tonta, mientras que la fea se habrá vuelto simpática, y nadie podrá arrebatarle lo que ha conquistado.

Después de leer esta carta, Atractiva decidió retomar sus estudios. Llamó a sus profesores y, en poco tiempo, se convirtió en una doncella de gran mérito, capaz de entablar conversaciones con las personas más inteligentes. Las gemelas se casaron el mismo día: Hermosina, con un príncipe; Atractiva, con su ministro. Sin embargo, la felicidad de Hermosina duró solo tres meses, ya que el príncipe se cansó muy pronto de ella. En cambio, su hermana, Atractiva, se había convertido en la mujer más feliz del mundo: su marido le consultaba sobre sus asuntos, seguía sus consejos e iba por ahí diciendo a todos que su esposa era la mejor amiga que tenía en el mundo. La moraleja de la historia era que la belleza exterior es aburrida y convierte a las mujeres en frívolas e infelices, pues las aleja del estudio y de la verdadera belleza interior.

Aquella historia me convenció de que, si tenía que escoger, no me preocuparía por la belleza exterior; solo me esforzaría en cultivar la inteligencia. Nací en un país en el que el mero hecho de pasear por la calle principal significa ser examinada, sopesada y juzgada; sin embargo, crecí sin darme cuenta de tener esas miradas puestas en mí. Caminaba con andares de chico, solo vestía ropa deportiva, no me cuidaba el pelo, no me maquillaba o lo hacía muy mal, me comía las uñas, estaba obsesionada con los libros y no intentaba gustar a los chicos.

No obstante, aunque el mundo exterior aprobaba mi desinterés por lo que se juzgaba como «fútil», por otra parte, me consideraban exagerada: aún era una jovencita que debía cuidarse y no parecer desaliñada. Me habían dicho que había que elegir, y yo había elegido, pero, al mismo tiempo, era imposible elegir, porque mi cuerpo no podía ser neutral, estaba sometido a juicio. Ni siquiera era solo mío, sino que, de alguna manera, era un símbolo de mi clase social, el resultado de la educación, un signo de civilización.

Esto me convertía en una persona extraña. También noté que se cernían dudas sobre mi sexualidad, porque, cuando el gusto personal, las preferencias, la vocación, el genio no coinciden a la perfección con el género que se te ha asignado, la moral común se enciende y señala que hay algo en ti que socava el orden social.

Si Hermosina era exagerada porque rebosaba vanidad y le faltaba un hervor, yo era exagerada porque no me preocupaba por la ropa ni por mi aspecto físico. Eran dos polos opuestos, intolerables los dos. Es más, nací con una cara bonita, y el hecho de no cuidar mis andares, mi forma de vestir, mi pelo y mi físico era, sin duda, un derroche y un síntoma de pereza. Mi gordura se convertía constantemente en tema de conversación; era un problema que me obstinaba en no resolver.

Los pensamientos sobre mi cuerpo produjeron miedos, sentimientos de culpa e inadecuación que en los años siguientes me hicieron sentir incómoda cada vez que entraba en una habitación, cada vez que alguien me miraba, cada vez que una cámara fotográfica me apuntaba. Hasta qué punto habría sido mucho más fácil mi vida si mi belleza no hubiera sido objeto de escrutinio, si me hubieran educado para cuidarme de verdad, sin percibir mi cuerpo como una carga que debía arrastrar, algo que no era capaz de manejar.

Aun así, este libro no trata de mi historia, sino de cómo la belleza ha representado, y aún representa, un instrumento de control sobre los cuerpos, los pensamientos y las opciones vitales de las mujeres en particular, pero cada vez más también de los hombres. Y de cómo los cuerpos no conformes, así como las personas no binarias y transgénero, son juzgados monstruosos, anormales y, por tanto, excluidos de la sociedad civil. Describiré los procesos sociales, políticos, económicos y culturales que forman la base de nuestra sociedad, y que nacieron casi de manera simultánea entre finales del siglo xviii y principios del xx.

No obstante, me parecía importante contar lo que ha representado para mí la obligación de la belleza y cómo muchas de mis elecciones vitales surgieron de un cuento de 1757 leído en una antología escolar que marcó mi imaginario, y que es probable que fuera escrito con el propósito de inculcar a otras chicas como yo el desprecio por las demás y, al mismo tiempo, el deseo de ser como ellas.

El objetivo de este libro es contar cómo la belleza se convirtió en una obsesión, una enfermedad, un mito inalcanzable. ¿Cuándo ocurrió? ¿Por obra de quién? ¿Por qué motivo?

Al mismo tiempo, tengo que preguntarme si, como sugieren algunos, para abandonar la prisión de la belleza es necesario dejar de preguntarse qué es lo bello en sí, en su misterio. ¿Ese es de verdad el camino?

Capítulo primero: La prisión de la belleza

«Pintas una mujer desnuda porque disfrutas mirándola. Si luego le pones un espejo en la mano y titulas el cuadro Vanidad, condenas moralmente a la mujer cuya desnudez has representado para tu propio placer. Pero la función real del espejo era otra. Estaba destinado a que la mujer accediera a tratarse a sí misma principalmente como un espectáculo».

John Berger, Modos de ver1

Nunca ha existido una representación clásica y unitaria de la belleza, a pesar de que los ojos modernos nos lleven a pensar lo contrario. En todas las épocas y en todos los lugares han coexistido ideales estéticos y sensibilidades diferentes, y la idea de que hubo un consenso general sobre la belleza en el pasado es una proyección nuestra, una gran falacia histórica.2

Sin embargo, hubo recurrencias; por ejemplo, la creencia de que la belleza estaba ligada a la proporción y la medida, y esto explica también el intento de los filósofos presocráticos de encontrar en el caos del mundo un principio que pudiera demostrar todas las cosas y poner orden.

La pregunta «¿qué es la belleza?» nació precisamente de la necesidad de entender si existía una belleza objetiva y si era posible traducirla en palabras y criterios precisos. Con el paso del tiempo, la reflexión sobre la belleza se convirtió en un discurso sobre el cuerpo femenino y sobre las medidas que debía tener para alcanzar el ideal y mantenerse alejado de aquellas características que lo harían feo o, peor aún, monstruoso. En el siglo xii, por ejemplo, el teólogo Hugo de Fouilloy escribió cómo debían ser los pechos de las mujeres: «Bellos son, de hecho, los senos que sobresalen poco y son módicamente abultados, contenidos, pero no comprimidos, sujetos suavemente sin que se agiten en libertad». El cuerpo femenino se convirtió poco a poco en objeto de una historia del pensamiento, el arte y la literatura escrita y dirigida casi en su totalidad por hombres, y no en sujeto. La mujer era algo de lo que se podía hablar, no una persona con la que relacionarse, capaz de describirse y narrarse a sí misma.

La sociedad de consumo

Esta forma de ver y representar la belleza se fue definiendo cada vez más con el paso del tiempo, hasta eclosionar entre finales del siglo xviii y principios del xx, en el transcurso de un cambio total de una sociedad que asistía a continuos descubrimientos tecnológicos, al nacimiento de la gran distribución y al triunfo de la burguesía.

A caballo entre la Primera y la Segunda Revolución Industrial, de resultas de los procesos de urbanización, nació la sociedad de masas: cada vez más personas se trasladaban a las ciudades y se ponían a trabajar en las fábricas, y surgieron así necesidades inéditas de higiene, educación, sanidad y servicios. Esta mutación tuvo lugar principalmente en Europa Occidental y Norteamérica, donde en muy poco tiempo se produjeron grandes cambios económicos, sociales y culturales y una aceleración de los procesos. Las masas populares y la clase media burguesa adquirieron mayor importancia, ya fuera como constituyentes sociales o como consumidores de bienes y servicios. Este intenso crecimiento se extendió de forma gradual también a los países menos ricos.

En este periodo, la clase media también empezó a representar sus valores a través del gusto estético, las costumbres morales, los cánones arquitectónicos, la indumentaria, los buenos modales y la decoración, e inventaron un rígido código conforme al cual juzgar lo bello y lo feo, que relacionaba la belleza con lo funcional y lo útil, y difundía un único modelo posible.

A mediados del siglo xix, en particular, empezaron a aparecer por primera vez en revistas y anuncios imágenes de mujeres «bellas» y de cuerpos «adecuados», que representaban el aspecto que debería tener una persona «civilizada» y a menudo proponían la compra de productos de belleza. Fue el inicio de una presión social desconocida hasta entonces, porque ser bella se estaba convirtiendo en un deber, en especial para las mujeres burguesas, y había que hacer cualquier cosa para demostrar serlo. Estaba en juego el propio valor como persona.

La forma contemporánea en que concebimos la belleza proviene, por tanto, de aquí, de la creación de un verdadero compromiso social: no debemos envejecer, no debemos engordar, debemos ocultar las partes que no cumplan las normas. La idea común de belleza procede, por tanto, de un «mito» que influye en nuestras vidas y en nuestros cuerpos y que nos coloca bajo el peso de un juicio, de una vergüenza y de una ansiedad constantes hacia nuestro aspecto físico.

El mito de la belleza

En 1991, las mujeres parecían al fin haber alcanzado la independencia, la libertad, la belleza y el éxito profesional. Las luchas feministas habían tenido su momento; eran cuestiones del pasado. Las mujeres disfrutaban de todo lo que pudieran desear: la feminidad, junto con la realización profesional, y la maternidad, sin renunciar a la posibilidad de seguir siendo sensuales y atractivas.

En este contexto, la periodista Naomi Wolf publicó El mito de la belleza, un libro en el que sostenía que las mujeres no eran libres de actuar como quisieran, sino que se encontraban más esclavizadas que nunca. De manera similar a cómo Betty Friedan, con La mística de la feminidad en 1963, había mostrado a Estados Unidos que la imagen de la familiar mujercita al calor del hogar de los anuncios publicitarios era una mujer desesperada e infeliz, Wolf, casi tres décadas después, habló de un sistema que se basaba en la culpa, la vergüenza, el sentimiento de inadecuación y la presión por cumplir con unos estándares inalcanzables.

La forma en que se representaba a las mujeres en la televisión, la publicidad, el cine, las revistas, así como la presión para corregir los defectos, los puntos críticos y todo lo relacionado con el ideal de belleza, ejercían una profunda influencia en la percepción de sí mismas, su identidad personal y sus elecciones vitales.

Un mito moderno

Según Wolf, la concepción moderna del mito de la belleza es una creación bastante reciente y prosperó cuando las restricciones materiales respecto a las mujeres se relajaron; es decir, cuando se volvieron independientes y visibles en la esfera social y empezaron a ejercer, entre otras cosas, el derecho al voto.

A lo largo de la historia, sin duda, ha habido cánones de belleza que seguir,3 al igual que es verdad que los estándares aún evolucionan hoy en función de las culturas.4 El problema, como veremos, surge cuando estos estándares impactan en las relaciones y las estructuras sociales, en la manera en que el sujeto tiene conciencia de sí y de su cuerpo, de su salud mental y, por tanto, también de la posibilidad de participar en la vida pública.5

La idea de Naomi Wolf es que este canon moderno se gestó en torno a 1830, con la extensión de las nuevas tecnologías fotográficas y la distribución a gran escala, y, por tanto, gracias a la difusión de figurillas, daguerrotipos, ferrotipos y huecograbados. Hasta entonces, no había sido posible ver tantas imágenes de cuerpos y percibir la existencia de un modelo ideal de belleza al cual ajustarse.6

Aunque Wolf se centra sobre todo en el contexto británico y estadounidense, el fenómeno afectó a todos los países que experimentaron un intenso proceso de urbanización e industrialización en aquellas décadas. En algunos lugares, ciertos productos culturales llegaron con años de retraso, pero fue un contagio muy fuerte y prácticamente inevitable. 

Este impulso se debió en gran medida al surgimiento de redes de distribución a gran escala que permitieron que la cultura y la industria editorial traspasaran las fronteras locales y llegaran a clases sociales hasta entonces excluidas del debate público. Por tanto, factores como el comercio, los intercambios, la aparición del turismo y la expansión del ferrocarril y de los servicios postales facilitaron el acceso a producciones culturales de zonas lejanas.

Se trataba de un poderoso instrumento para ejercer el «poder blando»; es decir, para generar influencia y poder no mediante la coerción y las guerras, sino a través de la amplia difusión de símbolos, valores, ideas e imágenes.7 En consecuencia, Estados Unidos, Inglaterra y Francia lograron consolidar su influencia internacional y se convirtieron en centros de producción y atracción para la emergente clase burguesa. Una novela o una prenda de vestir producidas en París podían enviarse a Moscú o Palermo, al principio a las clases nobles y más tarde también a la alta burguesía, hasta extenderse al cabo de pocas décadas a casi toda la población con capacidad de «consumirlas», es decir, comprarlas.

Estos medios propiciaron que el cuerpo femenino se convirtiera en objeto de representación: una imagen podía reproducirse en múltiples ejemplares y difundirse mediante postales, revistas, catálogos y folletos. Este proceso convirtió al cuerpo en objeto de escrutinio y permitió estudiar detalles hasta entonces ignorados. Las mujeres representadas no eran mujeres corrientes, sino figuras que constituían un canon con el cual medirse.

Los hombres que ejercían el poder de la representación (capitalistas, editores, comerciantes) eligieron este canon, que se volvió cada vez más normativo, y las mujeres aprendieron a examinarlo con detenimiento. Si bien los cuerpos representados eran diversos, se empezó a construir una «versión oficial» de la belleza femenina. Los cuerpos, y sobre todo los rostros, tenían que ser bellos y «normales», agradables y no perturbadores, ya que servían para difundir ideales, teorías y, cada vez más, productos en venta.

Se recortaban imágenes de las revistas y se ponían en cuadernos o se colgaban en las paredes de las habitaciones —lo hizo también Ana Frank durante sus años de encierro—, y en el siglo xx el cine también enseñó a caminar, a comportarse, a relacionarse con los hombres, qué hacer y qué no, qué tipo de mujer ser y cuál no.

La sociedad de consumo impulsó a considerar cada vez más necesarios los bienes secundarios, de lujo, no directamente ligados a la supervivencia, y la publicidad fomentó el deseo de estos productos, y vinculó ese deseo a la promesa de felicidad.

Debido a este profundo cambio social y económico, la belleza femenina se convirtió en un valor social y, en consecuencia, en una ambición constante y una tarea que debía cumplirse, al margen de la ocupación y de la posición de cada individuo. Se convirtió en una cuestión de decoro y urbanidad, y, en la nueva sociedad de masas, todos, desde aquellos en posiciones privilegiadas hasta los pertenecientes a una clase desfavorecida, deseaban demostrar que podían conducirse con dignidad dentro del espacio social.

En respuesta a esta necesidad, empezaron a aparecer libros y revistas en los que la belleza de los cuerpos estaba cada vez más presente: de este modo, la belleza dejó de ser una característica y se convirtió en un objetivo alcanzable por medio del compromiso y la dedicación, el trabajo corporal y el autocontrol.8

En los siguientes capítulos, hablaremos a menudo del papel esencial que desempeñó esta producción cultural, sobre todo al definir el campo de objetos y discursos que podían y debían interesar a una mujer, que, de este modo, se convertía en un sujeto estándar, un objetivo específico y predecible cuyas características y pensamientos eran transparentes a ojos de las redacciones. Todo lo que no estaba representado en las revistas —diferencias de vida, expectativas, deseos, inclinaciones— era un hecho colateral de la identidad femenina.

Hoy el mito es insidioso, y veremos que para deshacerse de él no basta con ser consciente de la toxicidad de los mensajes que se difunden por la televisión, en las redes sociales y en los reportajes fotográficos de las revistas de moda. Se trata de una gramática con la que nos han programado y que, por tanto, es muy difícil de erradicar.

Si hace un siglo Nora daba un portazo en la obra de teatro Casa de muñecas de Ibsen y se liberaba de una determinada idea de mujer, hoy ya no hay portazos que dar. El mito de la belleza es mucho más permeable y capcioso, y esa belleza amenaza con vaciar psicológicamente a las mujeres y destruirlas físicamente.9

Cuando se aborda el tema de la belleza, se toca para muchas mujeres un punto delicado, pues actúa como un filtro a través del cual se observa la realidad. Como expresó Wolf: «Siempre que hacemos caso omiso o dejamos de escuchar el mensaje de una mujer en la televisión o en la prensa porque han hecho que nuestra atención se centre en su figura o en su maquillaje, en el peinado o en la ropa que lleva puesta, el mito de la belleza funciona con total eficacia».10

La religión de la belleza

No recuerdo el momento exacto en que pensé por primera vez que, si estuviera más delgada, si vistiera mejor y si aprendiera a maquillarme, por fin sería feliz. Esta idea debió de arraigar muy pronto en mí, porque mi cuerpo no tardó en parecerme extraño, indefinible y equivocado.

Desde mi juventud, junto con el sentimiento de culpa cada vez que creía que había «pecado» —ya fuera comiendo dulces o descuidando el ejercicio—, siempre sentí el deseo de redimirme, de pedir perdón.

De hecho, el ideal de belleza al que se aspira comparte similitudes notables con una especie de religión que promete la salvación y se aprovecha de nuestra insatisfacción, impotencia, inadecuación y del síndrome del impostor.

Así, se parte del pecado, de la sensación de haber actuado mal, de no haber hecho lo suficiente y de no haber actuado acorde con nuestros talentos y posibilidades: si mi cuerpo no es el que debería ser, si los poros de mi cara están tan dilatados, si mi sonrisa no es de una blancura inmaculada, es porque soy perezosa, indolente, una pecadora. Podría y debería haberme esforzado más, pero, en su lugar, desprecié mi potencial, estropeé el cuerpo que me fue dado y no me cuidé.

No obstante, para eso está el mercado, para salvarnos y, de hecho, se encuentra repleto de rituales de purificación y redención: nos perdona nuestras faltas y nos ofrece aquello que puede ayudarnos a redimirnos. Tiene el poder de hacernos empezar de nuevo, de olvidar el pasado y de reencontrarnos con nosotras mismas. En el fondo, no es tan diferente del sistema de venta de indulgencias de hace siglos; también se basa, de hecho, en la compraventa de la absolución.

Se trata de un sistema sumamente eficaz que en la actualidad explota el marketing y que se ha codificado en técnicas de venta precisas, utilizadas, por ejemplo, por los salones de belleza para promocionar tratamientos costosos. En cuanto a mí, a menudo he entrado en estos lugares con ansiedad y alivio, consciente de que estaría bajo observación, que recibiría ayuda en el mejor de los casos o una reprimenda en el peor. Aun así, de todas maneras, podía esperar hallar un remedio. Para mí, este sentimiento de culpa y esta esperanza de redención siempre han estado relacionados con el cuerpo, pero, en muchos otros casos, las inquietudes tienen que ver con la cara, las arrugas y la pérdida de elasticidad.

Hace unos años, mientras me sometía a un tratamiento de depilación permanente en un centro, la propietaria me sugirió que la acompañara a su despacho porque quería ofrecerme tratamientos para las ojeras, a pesar de que le había dicho que no estaba interesada. Quería convencerme de que mi rostro tenía un problema, según ella, evidente para cualquiera que me observara, y que empeoraría de forma inevitable al cabo de muy poco tiempo. Podía evitar el desastre, según ella, gracias a una serie de sesiones con una nueva máquina que acababan de adquirir.

Aunque mi intención fue tan solo observar las técnicas de venta que empleaba, y a pesar de que había disfrutado diciéndole al final de su discurso que los tratamientos no me interesaban, me sorprendió, al volver a casa, notar en el espejo algo diferente a lo de costumbre: quizá tenía razón, tal vez mis ojeras eran realmente preocupantes, y seguro que todos lo veían. Me conferían un aspecto fatigado, me hacían más fea. Quizá habría podido intentarlo: ¿acaso hay algo malo en sentirse más a gusto con una misma?

Este tipo de situación ocurre varias veces en la vida de una mujer: un aspecto de su cuerpo al que nunca había prestado atención se convierte en objeto de cavilaciones, escrutinio, reflexión e investigación. En ese momento, falta poco para que acabe pasando horas en Internet en busca de posibles soluciones, cosméticos o medicina estética, gastando dinero en intentos que siempre resultarán en vano, que le ofrecerán un pico de satisfacción inmediata, pero que luego le dejarán una insatisfacción duradera. O incluso la harán sentir enojada por no poder permitirse estos gastos.

En esencia, el sistema se basa siempre en la insatisfacción personal, porque, una vez que las ojeras se han convertido en el foco de tus pensamientos, estos se convierten en una fijación, un tormento al que vuelves constantemente durante el día y para el que buscas remedios sin cesar. La religión de la belleza se fundamenta en el reconocimiento de esta sensación de insatisfacción, en la ilusión de poder resolverla, pero, en realidad, alimenta la frustración por no haber logrado el resultado deseado, y, por tanto, el deseo de explorar otras vías, otros productos, otros tratamientos.

No se trata de un discurso nuevo, sino de algo a lo que el género femenino ha estado sometido desde siempre: aún nos sentimos sucias, equivocadas, portadoras de algo que hay que purificar, y casi todas tenemos una imagen de nuestros cuerpos que es mucho peor de lo que es en realidad. Por lo demás, como afirmó Wolf, «dos décadas no bastan para ignorar fácilmente el peso de una historia que lleva cinco mil años enseñando a las mujeres de dónde vienen y de qué están hechas».11 Y, si antes era necesario ser sexualmente castas para redimirse del pecado de haber nacido en un cuerpo femenino, hoy es necesario ser «dietéticamente castas para el dios de la belleza».12

Laurie Penny incluso sostiene que no hay tanta diferencia entre lo que se lee en una revista femenina y la Ancrene Wisse, la guía para anacoretas del siglo xii.13 En el fondo, se trata siempre de abnegación, disciplina, dedicación; hay que responder a consignas, reglas, dogmas, principios rectores que constituyen un control sobre las mentes, los cuerpos, el dinero, el tiempo libre. El horror público hacia la carne femenina es lo que nos hace menos «modernos» y «civilizados» de lo que pensamos.

Los rituales de la belleza

Los «rituales de la belleza» prometen a las mujeres la salvación, la luz, la gracia, y, para ello, no solo necesitan que las mujeres se avergüencen de sus cuerpos y de su insuficiente belleza, sino también que sientan bochorno al decir que se gustan tal como son. Pensar que eres bella y que no necesitas mejoras implica que eres vanidosa y engreída: en un mundo que promete resolver tus problemas, no se permite decir que careces de ellos.

¿Por qué te empeñas en actuar como si nada ocurriera? ¿Acaso no deseas ver la realidad? ¿Dónde está la luz que dices poseer, por la cual no necesitas iluminadores, productos con efecto glow, blanqueadores, clarificadores, antioxidantes? ¿Por qué no admites que te encuentras perdida y eres vulnerable? ¿Quizá eres tan inconsciente que ni siquiera te das cuenta de ello?

Los sacerdotes y sacerdotisas de la belleza intentan recordártelo en todo momento y, si antes lo hacían con reproches, hoy recurren a tonos cada vez más acogedores y magnánimos. En realidad, no tienes nada de qué culparte; simplemente debes ser consciente de ello y cuidarte. Siéntate, adquiere los «productos de culto» y ponte en manos de las «personas encargadas de la conversión», que te transformarán, un poco como a Audrey Hepburn en My Fair Lady. Aunque nunca alcanzarás esa gracia, ça va sans dire.

A pesar de todo, después del éxtasis inicial —que tiene lugar en salones de belleza, peluquerías, perfumerías o, cada vez más, en Internet—, la adepta se percata de que la compra que parecía ser la salvación pierde de modo gradual su aura. No es suficiente para mitigar la sensación de inadecuación; siempre hace falta algo más.14 No puede conformarse con cremas de baja calidad y debe probar constantemente nuevos trucos. En el fondo, el marketing no desea que estés en realidad satisfecha con lo que has encontrado. Si utilizaras la misma crema toda la vida, no mantendrías en funcionamiento la economía.

La culpa no la tiene un único producto, sino la adepta. Su falta de constancia y disciplina, su piel apagada que no reacciona a los tratamientos, sus expectativas quizá demasiado elevadas. ¿Acaso no creería que una crema facial eliminaría sus arrugas para siempre? No obstante, al menos al usarla, ha mejorado el aspecto de su piel, que ahora está más hidratada. Por otro lado, los milagros no son de este mundo.

Si se le preguntara si se considera adepta de esta religión, cualquier mujer lo negaría. Diría que solo compra algo de forma ocasional y que está libre de obsesiones. Aquí radica el carácter insidioso del mito: se esconde, se vuelve invisible, pervive entre los pensamientos, se vuelve cada vez más intangible y modifica los mensajes publicitarios al apropiarse en los últimos años incluso de los discursos body positive y de la idea del autocuidado. Aparenta ser cada vez más inofensivo, pero su penetración es cada vez más profunda.

¿Por qué nos gustan las cremas?

Este discurso, al igual que todos los abordados en este libro, me incumbe de un modo personal. Soy una apasionada del skincare, del cuidado facial, y no considero que sea una coincidencia que esta pasión se despertara en mí justo cuando acababa de ser madre. Dormía muy poco y no alcanzaba a comprender qué haría en la vida; en realidad, no buscaba mejorar la textura de mi piel ni perfeccionar los poros, sino que más bien necesitaba algo que suscitara mi asombro, estimulara mi curiosidad y tuviera un toque mágico.

Según Wolf, los productos de belleza nos llevan a un mundo de ensueño y proporcionan una protección que no se encuentra en otros lugares.15 En mi caso, no lograba conciliar la imagen que tenía de mí antes de la maternidad con lo que estaba descubriendo de mí después de haber sido madre, algo que me parecía tan diferente como irreversible. Si bien no existen aceites con un efecto milagroso sobre la piel, sí que hay gestos y rituales que restauran nuestra relación con el cuerpo y nos permiten percibir con más intensidad y con todos los sentidos.

Los cosméticos evocan olores y sensaciones que despiertan emociones, y dan la impresión de nutrirte: «Nosotros cuidamos de ti, tú solo debes tener el valor de decirte por qué lo haces, es decir, por qué lo vales. El resto depende de nosotros, no te preocupes». Por tanto, aprovechan sobre todo la promesa de aliviar nuestra carga mental, esa caja de Pandora llena de pensamientos abrumadores, ansiedades, deberes e incluso esperanzas, según cuenta el mito.

Y es la esperanza lo que acude al cerebro de cualquiera que vea el clásico anuncio de una crema hidratante: una mujer en casa, por la noche, frente al espejo, se aplica el producto y sonríe. Al final de un día agotador en el que ha intentado mantener unidas todas las piezas de su vida, no descuidar a ninguna de las personas a su cargo, trabajar bien sin decepcionar a nadie, por fin alguien o algo cuida de ella. Mientras duerme, la crema actúa y reactiva la renovación celular, acelera el metabolismo e incita a la piel a producir más colágeno. La revitaliza, y ella puede descansar.

Por eso las cremas están llenas de ingredientes nutritivos que son tentadores, pero que debes evitar comer para no ganar peso. En la piel, por el contrario, el aguacate, la miel, el aceite de macadamia y los extractos de frutas embellecen, proporcionan turgencia y sacian. No hay sentimiento de culpa al untarte aceite en el cuerpo, no tienes esa sensación de pecado que experimentas cuando te echas el aceite de oliva en la ensalada o la pasta. Eso está mal porque te estropea, mientras que con la piel puedes excederte; al contrario, debes esforzarte por nutrirla de forma constante y por ser disciplinada.

Tu hambre de vida y tu necesidad de descanso encuentran satisfacción en el cuidado de la piel, y así se explica la razón por la cual adquieres tantos productos. Haces provisiones, buscas novedades y, poco a poco, con el tiempo, incorporas más (antiarrugas, crema para los ojos, crema para el cuello, sérum para las pestañas).

Autocontrol

Frente a estos mensajes, las mujeres nos encontramos indefensas, porque cada vez estamos más aisladas. Mañana y noche, ante al espejo, nos hallamos casi siempre solas, confundidas, exhaustas. La religión de la belleza emerge como la única que nos hace sentir implicadas, que nos sitúa verdaderamente en el centro, que nos otorga una sensación de empoderamiento. «Si el mito de la belleza es religión —escribió Wolf en la década de 1990—, es porque las mujeres aún carecemos de rituales que nos incluyan».16

La belleza se convierte así en una religión sustitutiva que nos ayuda a liberarnos de nuestros pensamientos («Take The Day Off» [‘Tomate el día libre’] es el nombre de un famoso producto desmaquillante que promete eliminar, además del maquillaje, todo lo acumulado durante el día) y nos ofrece la idea de vivir un culto, de tener una liturgia que celebrar incluso cuando todo lo demás parece precario e impone una obligación que agota nuestras energías.

Por esto, las mujeres hablamos con frecuencia del cuerpo, de cremas, de tratamientos y de tormentos; en otras palabras, practicamos una suerte de teología. Pero, mientras que en nuestra cultura el fútbol aparece claramente como una épica asociada al género masculino —sobre el cual es lícito filosofar sin armar escándalos—, demasiado a menudo los tratamientos de belleza se desechan como frivolidades sin sentido en lugar de considerarse un sustituto de algo que, a pesar de todo, aún no se nos concede a las mujeres.

No obstante, no se trata en verdad de una religión permisiva, pues, aunque te brinda lo que necesitas, exige mucho a cambio. Los ministros y las ministras del culto conocen bien tus pecados, te absuelven, pero demandan constancia y disciplina. Son autoridades, no hacen concesiones. Conocen la verdad sobre ti, pueden transmitírtela, y dolerá. De este modo, erigen un escudo frente al mundo exterior: si alguien te obsequia con un piropo, no lo creerás y lo rechazarás, porque tú conoces la verdad. Aquel que elogia tu aspecto ignora las profundidades de tu pecado.

Esta religión se centra en gran medida en el «control del peso», que requiere numerosos gestos apotropaicos y sacrificios a lo largo de cada día. Todas las mañanas cultivas la esperanza de sortear las tentaciones y de lograr que tu cuerpo —ese pesado envoltorio que no se comporta como quisieras, con un metabolismo lento que requiere mucho esfuerzo— se active y adelgace, al menos poco a poco. Debes ingerir poca comida, nutrirte con los mejores alimentos posibles, buscar alimentos detox y superfood, estar siempre al día. Tu cuerpo no es solo tuyo: es una tarjeta de presentación, un hecho público, algo que no puedes ocultar.