Esposa por accidente - Cathy Williams - E-Book

Esposa por accidente E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

Julia 965 Lisa no tenía planeado enamorarse. ¡Si al menos no hubiera aceptado la invitación de Angus Hamilton para ser su invitada y encontrarse en un mundo diferente, seducida por la sofisticación, el estilo de vida de la jet... y por el mismo Angus!Se convirtió en su amante por accidente... ¡y se quedó accidentalmente embarazada!Angus no estaba dispuesto a cambiar su frenético ritmo de vida. Pero, de pronto, y a pesar de ser un hombre más acostumbrado a descorchar botellas que a cambiar pañales, se encontró asistiendo al inesperado parto de Lisa... ¡y disfrutando de ello! ¿Habría logrado la parternidad que un playboy se convirtiera en el perfecto marido?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1997 Cathy Williams

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esposa por accidente, julia 965 - febrero 2023

Título original: ACCIDENTAL MISTRESS

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411416207

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

LLOVÍA. Lisa Freeman cerró su abrigo sujetándolo por las solapas, lamentando no haberse puesto un impermeable. También lamentó haber tomado un autobús en lugar de un taxi para ir al aeropuerto. Aparte de no haberse ahorrado más que unos peniques y de haberse pasado todo el trayecto mirando el reloj, temiendo llegar tarde debido a las continuas paradas, el autobús la había dejado bastante lejos de la terminal, lo que había supuesto enfrentarse a la lluvia sin sombrero ni impermeable y cargando con una maleta y el bolso.

Dejó la maleta en el suelo para consultar por enésima vez su reloj y se consoló pensando que pronto estaría alejándose en avión de aquel mal tiempo. Volando a un clima soleado. Al menos, el día anterior había leído que, a pesar de ser enero, en España solía lucir el sol, además de hacer bastante más calor que en Inglaterra.

A través de la cortina de lluvia, la terminal del aeropuerto parecía cernirse amenazadoramente sobre ella, y empezó a sentir un poco de miedo. Era la primera vez que salía al extranjero. No era fácil recordar con exactitud cuándo empezó a considerar la posibilidad de aquel viaje. Desde luego, de pequeña no. Pasó su infancia en la carretera, viajando mientras su padre iba de un trabajo a otro, acomodándose en pisos baratos que casi siempre tenían que abandonar justo cuando sus vidas empezaban a asentarse.

Aunque aquella vida nunca le molestó, al menos hasta que fue lo suficientemente mayor como para comprender que así nunca tendría amigos permanentes y que la única compañía con la que siempre podría contar sería la suya propia.

Tras la muerte de sus padres, Lisa pasó varios años sin ningún deseo de moverse, hasta que, poco a poco, la idea de hacer un viaje al extranjero empezó a parecerle más y más tentadora.

Pero hasta cumplir los veinticuatro, y en una época en la que viajar al extranjero no resultaba tan caro, nunca había llegado a animarse a salir del país, porque siempre habían surgido cosas más importantes en las que gastar el dinero que con tanto esfuerzo ganaba.

Llevaba tres años planeando darse unas vacaciones, pero, por unos u otros motivos, nunca había resultado factible. Primero consideró que arreglar y redecorar el cuarto de estar de su casa era más acuciante que pasar dos semanas en la costa del sol. Después, en dos ocasiones, tuvo que invertir el dinero ahorrado en reparar su coche.

Pero, por fin, las cosas parecían haberle salido bien.

Levantó la maleta del asfalto, pensando en el sobre que encontró en su buzón tres meses atrás.

El hecho de no haber ganado nunca nada en su vida hizo que aquel premio consistente en un viaje al extranjero resultara doblemente excitante.

Sonriendo al recordar, con la mirada fija en el edificio de la terminal, fue a cruzar la calle… y lo que sucedió a continuación fue una confusa secuencia de acontecimientos.

¿Resbaló en la carretera mojada? ¿No miró por dónde iba? ¿O la lluvia había cegado al conductor del coche tanto como a ella?

Lisa sólo supo que vio el coche casi encima a la vez que el conductor la veía a ella. Después escuchó el chirrido de unos frenos y, un instante después, notó un intenso dolor en una pierna.

Permaneció caída en el suelo, incapaz de moverse, y en lo único que pudo pensar fue en que iba a perder sus vacaciones. Había pasado tanto tiempo soñando en aquel viaje… y ahora se lo iba a perder. Ni siquiera se paró a pensar que había tenido suerte; las cosas podían haber sido mucho peores.

La pierna le dolía mucho. Gimió a la vez que se daba cuenta de que varias personas la rodeaban y de que su maleta se había abierto debido al choque, esparciendo su contenido por el húmedo asfalto.

—He llamado a una ambulancia desde el teléfono de mi coche —dijo una voz junto a ella, y Lisa volvió lentamente la cabeza—. Estará aquí en pocos minutos.

Los curiosos fueron cerrando el círculo para oír lo que se decía, y el hombre, fuera quien fuera, hizo un autoritario gesto con la mano. Todos se echaron atrás y, al cabo de unos minutos, la mayoría se había dispersado.

Lisa lo miró. Tenía el pelo negro, empapado por la lluvia, aunque eso no parecía molestarle, y los rasgos de su rostro eran duros y agresivos. Lo suficientemente agresivos como para haber espantado a todos los curiosos.

Él la miró, y la vaga impresión de alguien bastante atractivo cristalizó en el rostro más asombrosamente masculino que Lisa había visto en su vida. De rasgos duros y ojos intensamente azules, era el rostro de un hombre nacido para dar órdenes.

—¿Es usted un oficial del aeropuerto? —preguntó Lisa débilmente, y vio que él sonreía.

—¿Parezco un oficial del aeropuerto? —preguntó él a su vez. Lisa pensó que tenía una voz agradable, grave.

Luego oyó la sirena de una ambulancia acercándose a ellos.

—Espero que se detenga a tiempo —dijo, tratando de sonreír, aliviada al pensar que muy pronto, alguna maravillosa inyección le quitaría el dolor—, o de lo contrario tendrán que llevarse a varios heridos más al hospital.

El hombre, que seguía inclinado sobre ella, rió. Ligeramente mareada, Lisa cerró los ojos, pensando que su risa también era bastante agradable. Cálida, densa y vagamente inquietante. ¿O sería que el dolor le estaba haciendo alucinar un poco?

Entonces, como a través de una bruma, oyó voces y los sonidos de cosas pasando y sintió que alguien la examinaba, palpándole cuidadosamente la pierna. Luego, todo sucedió con gran rapidez. Le administraron un analgésico, la introdujeron en una camilla en la ambulancia y eso era todo lo que recordaba.

Cuando volvió a abrir los ojos se hallaba en una cama, en una pequeña habitación, con un termómetro en la boca y un médico inclinado sobre ella.

—Soy el doctor Sullivan —dijo el hombre, sonriendo, mientras la enfermera que estaba a su lado retiraba el termómetro de la boca de Lisa—. ¿Recuerda cómo ha llegado aquí?

—Catapultada por un coche —contestó Lisa con una débil sonrisa.

El médico también sonrió.

—Tiene una pierna fracturada —dijo—, y varios moretones que, a pesar de su aspecto, apenas le molestarán. No necesito decirle que ha sido muy afortunada.

—Me sentiría aún más afortunada si no hubiera sucedido nada —dijo Lisa seriamente, y el joven médico sonrió con amabilidad.

—Por supuesto, querida —dijo, y consultó su reloj—. Pero, desafortunadamente, estas cosas suceden. Tendrá que pasar con nosotros un par de semanas, mientras la rotura se suelda. La enfermera le enseñará dónde está todo y yo volveré a visitarla a lo largo del día.

La enfermera sonrió eficientemente y, en cuanto el médico se fue, indicó a Lisa dónde estaba el timbre de aviso, el interruptor de la luz y el de la televisión. Antes de irse, dijo:

—Por cierto, tiene una visita.

—¿Una visita? ¿Qué visita?

La enfermera sonrió coquetamente, lo que sólo sirvió para acrecentar la perplejidad de Lisa.

—Pensé que sería su novio. Ha venido tras la ambulancia al hospital y ha estado esperando desde entonces.

A Lisa le hubiera gustado hacer algunas preguntas, incluyendo qué había pasado con su maleta, pero la enfermera ya salía y en su lugar entró el hombre que vio inclinado sobre ella en la carretera. Su visita. El hombre sin nombre que se había hecho cargo de todo hasta que llegó la ambulancia.

Lo miró mientras cerraba cuidadosamente la puerta y sintió un inexplicable cosquilleo de placer. También sintió una inexplicable timidez y tuvo que zarandearse internamente para apartar aquellas absurdas sensaciones.

Ya era una mujer hecha y derecha, no la niña que viajaba constantemente con sus padres, ni la adolescente sin experiencia alguna con el sexo opuesto. Afortunadamente, aquellos años habían quedado atrás, se dijo con firmeza, y se sintió mejor.

Miró furtivamente a su visitante mientras éste colocaba una silla junto a la cama y se sentaba antes de dedicarle toda su atención.

—Creo que la última vez que hablamos no hicimos las presentaciones —dijo, y su voz sonó tal como Lisa la recordaba. Grave e incitadora—. ¿Cómo te sientes?

Su pelo ya estaba seco. Era espeso y moreno, como sus pestañas. Se había quitado el abrigo y la chaqueta y se había subido las mangas de la camisa por encima de los codos, de manera que Lisa pudo ver sus antebrazos, moderadamente cubiertos de vello moreno.

—Bien —dijo—. Un poco limitada de movimientos, pero supongo que me acostumbraré con el tiempo.

—Soy Angus Hamilton, por cierto —dijo él, sonriendo a la vez que alargaba una mano y tomaba la de Lisa, que sintió de inmediato un nuevo cosquilleo y la apartó en cuanto pudo y la ocultó bajo la sábana.

—Lisa Freeman —dijo, ruborizándose de inmediato—. La enfermera me ha dicho que viniste siguiendo a la ambulancia. No era necesario, de verdad.

—Por supuesto que era necesario —Angus Hamilton se apoyó contra el respaldo de la silla, que parecía pequeña para contener su espalda—. Fue mi chófer el que te atropelló. Me temo que no te vio a tiempo. Apareciste de repente frente al coche y trató de frenar. El resto es historia —mientras hablaba, sus ojos azules miraban intensamente a Lisa.

—Debí cruzar por el paso de peatones —dijo ella con franqueza—. Pero tenía mucha prisa —pensó en sus maravillosas vacaciones y en todos los preparativos y sintió que se le hacía un nudo en la garganta—. ¿Sabes qué ha sido de mi maleta?

—Metí dentro las cosas y se la di a la enfermera. ¿Ibas a tomar un avión?

—Sí. A Lanzarote —normalmente, Lisa era muy reservada, pero en aquellos momentos se sentía emocional y con ganas de llorar.

—Lo siento mucho —dijo él, y sacó de su bolsillo un pañuelo blanco que le entregó—. No sé que se hace en una situación como ésta, pero estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo sobre una compensación económica. He reservado esta habitación para ti y me haré cargo de pagar los gastos del hospital. Naturalmente, también me aseguraré de que recuperes el dinero que habías invertido en tus vacaciones.

—¿Has… has reservado esta habitación? —repitió Lisa, confundida.

—Tu estancia aquí será privada.

—No era necesario que te molestaras —Lisa lo miró, asombrada. Había pensado que ser la única ocupante de una habitación de un hospital era algo peculiar, pero no se le había pasado por la cabeza que alguien se hubiera ocupado de pagarla.

—Era lo menos que podía hacer —dijo él, frunciendo el ceño.

—Pues es suficiente —Lisa lo miró con firmeza—. No podría aceptar ninguna clase de compensación económica por un accidente que fue en parte culpa mía y en parte de la lluvia —de hecho, pensando en ello, probablemente había sido más por culpa de ella que por el tiempo, porque antes de cruzar no miró a los lados.

—No seas tonta —dijo Angus, aunque parecía más perplejo e irritado que enfadado.

—No lo soy. No quiero que me des ningún dinero.

—¿Y tus vacaciones?

Lisa se encogió de hombros, imaginándose tumbada en algún lugar junto a una piscina y sintiendo remordimientos de conciencia. Suspiró.

—Era demasiado bueno para ser cierto —dijo—. Lo cierto es que gané el viaje. Participé en un concurso de una revista y lo gané, así que, en realidad, no he perdido ningún dinero ni nada parecido.

—¿Lo ganaste? —preguntó Angus Hamilton, mirándola como si participar en un concurso para ganar unas vacaciones fuera algo totalmente fuera de lo normal.

—¡De otro modo no habría podido permitírmelo! —dijo Lisa, a la defensiva.

Lo miró atentamente, fijándose más que en su aspecto físico en su ropa, en sus zapatos, el reloj, y comprendió que, aunque no sabía lo que hacía Angus Hamilton para vivir, fuera lo que fuera estaba bien remunerado, pues despedía ese aire de confianza y poder que sólo las personas con dinero solían poseer.

—Aún más motivo para…

—¡No pienso aceptar ningún dinero tuyo! Metí la pata y sentiría remordimientos de conciencia si lo aceptara.

—¡Puedo permitírmelo, por Dios santo! —Angus empezaba a mirarla como si hubiera perdido la razón.

—No.

—¿Eres siempre tan testaruda? Debo decir que es una nueva experiencia querer darle dinero a alguien y que no lo acepte.

Angus dedicó a Lisa una sonrisa tan llena de encanto que ella sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas. ¿Había conocido alguna vez un hombre tan enérgico como aquél?, se preguntó. Tal vez estaba deformando la realidad debido a los analgésicos.

—¿Trabajas? —preguntó él finalmente, curioso—. ¿No ganas lo suficiente como para pagarte unas vacaciones de vez en cuando? ¿Cuándo tuviste las últimas?

—Puede que sea testaruda —dijo Lisa, molesta—, pero al menos no soy cotilla.

—Todo el mundo es cotilla —replicó Angus, mirándola con una mezcla de curiosidad y diversión.

—¿Ah, sí? Debes vivir en un mundo muy extraño, donde todo el mundo es cotilla y está dispuesto a aceptar dinero, venga de donde venga y sin importar el motivo.

Angus pareció aún más divertido al oír aquello, y Lisa se ruborizó. Por unos instantes se sintió como la tímida adolescente que fue. Sabía que la confianza en sí misma que había desarrollado a lo largo de los años era sólo una fina capa que ocultaba su inseguridad.

—Espero que no te estés riendo de mí —dijo.

—¿Riéndome de ti? —repitió él, alzando las cejas—. ¿De alguien con unos principios tan admirables?

Se estaba riendo de ella, pensó Lisa. La consideraba una ingenua, una crédula, y sólo el cielo sabía qué más cosas.

—En respuesta a tu pregunta —dijo, tratando de mostrarse controlada—, sí tengo un trabajo, y supongo que podría permitirme viajar de vez en cuando, al menos una vez al año. Pero lo cierto es que nunca he estado de vacaciones.

—¿Nunca has estado de vacaciones? —preguntó Angus, incrédulo.

—Eso es —espetó Lisa, a la defensiva—. ¿Tan raro te parece?

—Lo cierto es que sí —contestó él con franqueza. La estaba mirando como si se hubiera encontrado con una extraña especie de criatura que considerara ya extinta.

A pesar de sí misma, Lisa se sintió impulsada a darle una explicación.

—Mis padres viajaban mucho… A mi padre no le gustaba quedarse demasiado tiempo en el mismo lugar, y a mi madre tampoco. Les gustaba sentir que llevaban una vida nómada…

—Que considerado por su parte —dijo él en tono irónico—. Sobre todo teniendo en cuenta que tenían una hija. ¿Tienes hermanos o hermanas?

—No. ¡Y mis padres eran maravillosos! —dijo Lisa con ardor. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que sus padres no pensaron demasiado en ella, pero no le gustaba que un desconocido lo dijera con tanta claridad.

—Y cuando tienes la oportunidad de salir, resulta que acabas en un hospital —dijo Angus, cambiando de tema con una habilidad que sorprendió a Lisa.

—Creo que el destino trata de decirme algo —concedió, con una risita.

Fuera había oscurecido. El brillante fluorescente que había en el techo acentuaba los marcados rasgos de Angus Hamilton. Lisa se preguntó qué aspecto tendría ella. Supuso que no especialmente bueno, y, por unos momentos, se sintió realmente incómoda. Era como si se hubiera topado con su actor favorito precisamente el único día del año en que no se había maquillado y sufría un fuerte catarro.

—¿Dónde trabajas exactamente? —preguntó él.

—¿De verdad estás interesado? No tienes por qué sentir que tienes que ser amable o que estás obligado a quedarte conmigo.

—Testaruda —repitió él, y, colocando relajadamente las manos tras la cabeza, añadió—: Y polemista.

¿Polemista? ¿Ella? ¿Cuándo era la última vez que había discutido con alguien? Ni siquiera lo recordaba. Siempre le había gustado dejar las discusiones para el resto del mundo.

—No soy ni testaruda ni polemista —dijo enfáticamente, y luego sonrió, pues su tono parecía contradecir sus palabras—. Lo único que sucede es que no quiero que te sientas obligado a quedarte y darme conversación sólo porque tu chófer me haya atropellado.

—Nunca hago nada a menos que quiera hacerlo —replicó Angus—. Y, desde luego, no muestro interés por nadie a menos que me sienta genuinamente interesado.

—En ese caso, trabajo en una tienda de jardinería, en concreto, en la tienda de plantas Arden —tendría que llamar a Paul para contarle lo que había pasado, pensó Lisa. Sabía que se sentiría tan decepcionado como ella. Se alegró mucho cuando supo que había ganado unas vacaciones. Siempre le estaba diciendo que trabajaba demasiado, pero, aunque era cierto, ella disfrutaba haciéndolo. Le encantaban las plantas y las flores. Si no hubiera dejado el colegio a los diecisiete años para ponerse a trabajar, probablemente habría acabado estudiando botánica en la universidad—. ¿Y dónde trabajas tú? —preguntó.

—En una firma de publicidad. Hamilton Scott.

—Qué interesante —Lisa sonrió amablemente—. ¿Y qué haces en ella?

—¿Estás realmente interesada en saberlo? —preguntó Angus, imitándola —. No tienes por qué sentirte obligada a preguntar —rió y, observando atentamente el rostro de Lisa, añadió—: Eres encantadora cuando sonríes.

Ella no supo qué decir. Aquella clase de flirteo, si es que se trataba de eso, estaba fuera de su experiencia. Pero, a fin de cuentas, Angus Hamilton trabajaba en publicidad, la industria del «glamour», y ella en una tienda especializada en jardinería, donde pasaba la mayor parte del tiempo con las manos llenas de tierra y abono, vestida con un mono de trabajo y el pelo sujeto de cualquier modo en lo alto de la cabeza.

—Soy dueño de la empresa —dijo él en tono despreocupado—. Mi padre la fundó y estuvo a punto de llevarla a la ruina con una serie de decisiones espectacularmente malas. Yo me hice cargo desde entonces y he conseguido sacarla adelante —aún sonreía, y bajo su sonrisa, Lisa pudo ver el destello de la dureza, la marca de un hombre al que convenía temer y respetar.

—Qué bien —dijo, sin encontrar un comentario más apropiado que hacer. Él rió abiertamente al oírla.

—Sí, ¿verdad? Pero tengo la sensación de que no te impresiona demasiado, ¿no?

—¿Qué no me impresiona?

—Yo.

Lisa se ruborizó, sintiéndose incómoda porque intuía que había algo deliberadamente malvado en la burla de Angus Hamilton, como si lo intrigara, pero no porque fuera sexy, o estimulante, sino porque era una novedad, un tipo de mujer con la que nunca se había topado. En resumen, en su mundo de glamour y sofisticación de finales del siglo veinte, ella era un dinosaurio.

—Siempre me impresiona que a la gente le vaya bien —dijo con frialdad—. Mi jefe, Paul, empezó su negocio de jardinería con un préstamo del banco y el firme empeño de trabajar duro. Tuvo éxito y eso también me impresiona. Pero sobre todo me impresionan las personas por lo que son, no por lo que logran. Puede que una persona tenga un buen coche, viva en una gran casa y haga largos viajes siempre que le apetezca, pero si no es una buena persona, cariñosa, considerada y honrada, ¿qué sentido tiene todo el resto? —Lisa pensaba realmente aquello, pero tuvo la sensación de que debía haber sonado como un sermón.

—¿El dinero no significa nada para ti? —preguntó Angus, y Lisa volvió a tener la sensación de ser observaba con curiosidad y interés, más que a causa de la atracción.

—Sólo me interesa ganar lo necesario para vivir.

—¿No te gustaría tener más?

—No. Pero supongo que a ti sí, ¿no?

—No más dinero —dijo él, despacio, como si nunca se hubiera planteado aquella pregunta—. Tengo más que suficiente. Lo que considero estimulante es conquistar las metas que me he propuesto —tras una pausa, preguntó, cambiando de tema—: ¿Cuánto tiempo vas a estar en el hospital?

—El médico ha dicho que dos semanas. Con un poco de suerte, menos. Preferiría pasar la convalecencia en casa.

—¿Tienes alguien que pueda cuidarte? ¿Un novio, tal vez? —preguntó Angus, entrecerrando sus ojos azules.

—Oh, no —dijo Lisa, haciendo un despreocupado gesto con la mano—. De momento no —añadió, implicando que se hallaba en un momento intermedio en su vida amorosa, cosa que estaba lejos de ser verdad.

Robert, su último novio, trabajaba en una empresa de automóviles y quería casarse, comprar una casa con terraza, tener dos niños y hacer una barbacoa todos los viernes. Ella se asustó ante aquella perspectiva y rompió. Pero, teniendo en cuenta que lo que Robert le ofrecía era estabilidad, lo que ella siempre había buscado casi con desesperación, se sintió muy confundida ante su propia reacción cuando él le propuso que se casaran. Se dijo que necesitaba un periodo de descanso. Habían pasado dos años desde entonces, y el periodo de descanso resultó ser de naturaleza más permanente de lo que había imaginado.

—Tengo una amiga que vive cerca de mi casa, pero puedo arreglármelas sola.

—¿Seguro?

—Por supuesto —dijo Lisa, sorprendida—. Siempre lo he hecho.

—Sí —Angus la miró pensativamente—. Supongo que sí —se levantó y bajó las mangas de su camisa antes de ponerse la chaqueta—. De todos modos, me parece bastante triste.

—No sientas pena por mí —dijo Lisa, utilizando un tono más ácido de lo que pretendía. Se encogió de hombros—. Es un hecho de la vida. Es importante saber cuidar de uno mismo.

—¿Crees eso de verdad o es el premio de consolación por una vida pasada en la carretera?

Lisa se sonrojó y apartó la mirada.

—Aunque eso no es asunto mío, desde luego —la voz de Angus se suavizó mientras sonreía y volvía a decirle a Lisa cuánto lamentaba lo sucedido. Luego le entregó una tarjeta y dijo—: Llámame si cambias de opinión respecto a la compensación económica —sin darle tiempo a contestar, añadió—: Puede que el dinero signifique poco para ti, pero, después de esto te vendrían de maravilla unas vacaciones, y yo estaría más que dispuesto a correr con los gastos.

—De acuerdo —dijo Lisa mientras apoyaba la tarjeta contra el vaso de agua que había en la mesilla.

—Pero no tienes intención de aceptar la oferta…

—No —asintió Lisa.

Moviendo la cabeza con pesar, Angus fue hasta la puerta y se detuvo antes de salir.

—Voy a estar fuera diez días —dijo—. De lo contrario, vendría a visitarte, y, por favor, no me digas que no es necesario o te retuerzo el cuello.

—No creo que pudiera cuidar de mí misma si, además de la pierna rota, acabo con el cuello retorcido —dijo Lisa, sonriendo.

Angus sólo había estado media hora con ella, pero viéndolo allí, con la mano en el pomo de la puerta, a punto de irse, sintió una repentina e inexplicable punzada en el corazón que la sorprendió y desorientó.

No podía desear que se quedara, ¿o sí?, se preguntó. No debería haberle contado esas cosas sobre sus padres. Ella casi nunca hacía confidencias, y menos a un desconocido, y ahora sentía que, al irse, Angus Hamilton se llevaba una parte de ella con él, y la sensación no le gustaba.

—Adiós, Lisa Freeman —dijo él—. Eres una chica verdaderamente notable.