Una novia inesperada - Cathy Williams - E-Book

Una novia inesperada E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

De una vida tranquila en Cornualles… a fingir ser la prometida de su jefe millonario.   Helen siempre ha preferido la estabilidad a las emociones fuertes. Pero cuando su jefe, el atractivo y reservado Gabriel, le pide que lo acompañe a California para ayudarle con una importante operación de negocios, su mundo da un giro inesperado. Lo que comienza como una misión profesional toma otro rumbo cuando un malentendido los obliga a fingir que están comprometidos. Para Gabriel, es una estrategia útil. Para Helen… es un salto directo fuera de su zona de confort. Y cuando la línea entre el trabajo y el deseo empieza a difuminarse, ambos descubrirán que el mayor riesgo no es fingir una relación, sino enfrentarse a lo que de verdad sienten.

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Seitenzahl: 204

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2024 Cathy Williams

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una novia inesperada, n.º 227 - septiembre 2025

Título original: A Wedding Negotiation with Her Boss

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9791370008253

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

Dime que no te he pillado durmiendo…

Helen Brooks se incorporó y miró el televisor, que había pasado de la serie policíaca a un programa sobre mansiones en Los Ángeles.

–¡Por supuesto que no!

Era sábado, pasaban unos minutos de las nueve y media y, quizá no estaba dormida, pero sin duda había estado dando cabezadas. ¿Por qué la llamaba su jefe un sábado por la noche?

Como si le hubiera leído el pensamiento, él dijo:

–Porque son solo las nueve y media en Reino Unido. ¿No deberías estar por ahí?

Helen percibió la diversión en la voz de Gabriel y pudo imaginárselo: irresistiblemente sexi, con esos ojos negros enmarcados por pestañas espesas que muchas mujeres envidiarían, y un cuerpo musculoso capaz de escandalizar a cualquiera. Después de más de tres años trabajando para él, sabía que su propia vida monótona no era más que un motivo de risa para alguien cuya existencia social era tan vibrante como la de Gabriel. Se divertía sin medida, trabajaba aún más y parecía aguantar ese ritmo sin dormir apenas. Cuando no estaba trabajando, salía con rubias sexis, todas cortadas por el mismo patrón: menudas, voluptuosas y siempre dispuestas a complacer.

Le molestaba el tiempo que perdía pensando en su jefe y su desfile de novias. Le molestaba el tiempo que perdía pensando en él.

–Así es. ¿En qué puedo ayudarte?

–Qué formal, ¿no?

–Gabriel, ¿por qué me llamas un fin de semana cuando estás en California y deberías estar… Espera, ¿qué hora es allí?

–La una de la tarde.

–¿Por qué me llamas un sábado por la noche?

–Me temo que es por trabajo.

Helen se puso alerta. En lo referente al trabajo, él podía contar con ella, aunque ¿no se suponía que iba a tomarse una semana de descanso?

–Es sábado, Gabriel. Seguro que puede esperar hasta después del fin de semana. –Vaciló unos segundos–. Y creía que estabas allí con… no recuerdo su nombre…

–Fifi.

–Ah, sí, Fifi. –Fifi, cuyo verdadero nombre era Fiona, llevaba cuatro meses en escena. Helen le había enviado flores dos veces, organizado citas en teatros y restaurantes elegantes, supervisado la compra de una pulsera carísima y la había conocido cuando apareció sin avisar en las oficinas de la City. Era menuda y de pechos grandes, con una melena de rizos rubios hasta la cintura que llevaba recogida en una coleta el día que se presentó en ropa de gimnasio ajustada. Según le explicó con su voz aguda, acababa de entrenar y pensó que estaría bien almorzar con Gabriel si no estaba ocupado.

–¿No ibas a tomarte un descanso con… Fifi… antes de reunirte con Arturio?

–Ese era el plan.

–No creo que le haga gracia que estés al teléfono con tu secretaria un sábado para hablar de trabajo.

Quitó el sonido al televisor y se acurrucó en el sofá. En el fondo, se sentía culpable y exasperada consigo misma porque su voz al otro lado de la línea la afectara así.

Tenía veintiocho años. Quizá debería estar haciendo algo más aventurero que ver la tele después de una cena vegetariana para uno, pero nunca le habían gustado los clubes y los bares, y no veía sentido en forzarse a frecuentarlos solo por estar en Londres. Tenía un pequeño círculo de amigas y salía a cenar o al teatro con ellas. Si elegía quedarse en casa un sábado por la noche, no iba a flagelarse por ello. Crecer en un rincón apacible como Cornualles había moldeado su manera de ver el mundo, y era algo de lo que no se avergonzaba.

Al menos, no hasta que la voz burlona de su jefe lograba colarse bajo su piel.

Afuera, el sol poniente dejaba un cielo gris veteado de naranja. El calor persistía, y las risas de la gente que pasaba le llegaban claras, gente divirtiéndose como, para su fastidio, ahora sentía que también debería estar haciendo ella.

Se acarició el dedo anular, donde una vez había llevado un anillo de compromiso, y apartó aquellos pensamientos.

–Eso es difícil de saber, porque ella no está aquí.

–Pero si hice la reserva del hotel también para ella. ¿Me equivoqué con los vuelos? Estoy segura de que reservé un asiento en primera clase para que llegara al día siguiente que tú.

–Tranquila, Helen. Lo hiciste todo bien y ella llegó como estaba planificado.

–Entonces, no entiendo…

–Es una larga historia… Bueno, no, en realidad es una historia muy corta. Las cosas no funcionaron y se marchó furiosa esta mañana.

–Ah.

–Siento que me estás juzgando.

–En absoluto. Lamento que las cosas no salieran como lo planeaste, Gabriel. Pero sigo sin entender qué tiene que ver.

Helen jamás se atrevería a expresar lo que realmente pensaba sobre la limitada capacidad de atención de su jefe cuando se trataba de mujeres. No era asunto suyo, después de todo. Pero sí, había un juicio implícito detrás de su monosilábico comentario sobre lo que él acababa de decir.

No entendía por qué las mujeres eran tan vulnerables con él, porque si dejabas a un lado el atractivo descomunal y la generosidad desmedida, al final quedaba un tipo rico que no quería comprometerse y que tampoco tenía necesidad de hacerlo.

Una vocecita le susurró que esa imagen no le hacía justicia, pero Helen era experta en esquivar la inquietante idea de que sabía demasiado bien qué veían las mujeres en su jefe sexi y carismático.

Era más fácil ceñirse a lo básico: en todo el tiempo que había trabajado para él, ninguna relación le había durado más de unos meses. Entre ellas había pausas, pero nunca demasiado largas.

Tenía un largo historial. ¿Acaso esas mujeres no lo conocían? Aparecía constantemente en las revistas, cada vez con una mujer distinta del brazo. Había abundantes evidencias fotográficas de su incapacidad de mantener una relación, así que, ¿para qué molestarse con alguien así?

Era el último tipo de hombre con el que se permitiría involucrarse emocionalmente, sin importar su aspecto, encanto y cuenta bancaria. Resultaba irritante que su cuerpo a veces se negara a seguir las órdenes de su cabeza, de modo que el mero hecho de pensar en él podía desencadenar en su interior una reacción en cadena que la ponía nerviosa.

Volvió a la realidad al oírle mencionar un accidente e inmediatamente le pidió que repitiera lo que acababa de decir.

–Fui al gimnasio después de que ella se marchara y me excedí con una de las pesas. La levanté… y terminé torciéndome la mano.

–¿Te has torcido la mano? Es horrible. ¿Te duele?

–Gracias por la preocupación, pero una atractiva pelirroja me la vendó bien y solo necesité un paracetamol.

–No pareces muy afligido porque Fifi se haya ido.

–No lo estoy, la verdad.

Notó cierta vacilación en él y se preguntó si estaría tentado de contarle lo ocurrido.

Nunca lo había hecho. Sus relaciones iban y venían y ella solía enterarse cuando las flores se enviaban a un nombre diferente.

Lo que él hiciera en ese aspecto no era asunto suyo. En el trabajo se entendían a la perfección, a veces ni siquiera tenían que hablar para saber lo que había que hacer. Pero la vida privada era otra cosa muy distinta, las intromisiones no estaban permitidas, algo que ella había dejado claro desde que empezó a trabajar para él.

Sí, Gabriel conocía lo básico sobre ella: dónde había nacido, estudiado y su recorrido académico. Todo extraído del currículum que le había presentado en su entrevista hacía más de tres años.

¿Pero de su vida privada? De eso no sabía nada.

No sabía nada del hombre con el que había estado prometida. No sabía nada de lo perfecto que ella había creído que era George Brooks, el tipo ideal para una chica que evitaba cualquier riesgo, que valoraba la seguridad y la estabilidad. Habían ido juntos al colegio y salido desde los diecisiete. Todos, incluidos los padres de él y su propio padre, habían dado por hecho que acabarían casándose. En el pequeño pueblo de Cornualles, donde todos se conocían, la suya había sido la historia de amor perfecta…, solo que sin el final feliz.

Romper el compromiso había sido lo mejor. Se lo había repetido mil veces. Si hubieran seguido adelante, el matrimonio habría terminado por romperse tarde o temprano.

Aun así, que te dejaran plantada hacía que te preguntaras si realmente valías la pena.

Ella había superado aquella época, había aguantado la compasión empalagosa de sus amigos, se había mudado a Londres y había aprendido valiosas lecciones. Se había endurecido. Había construido un muro a su alrededor porque no quería sufrir nunca más. Su pasado y sus inseguridades jamás estarían expuestos al escrutinio público, menos aún al de su jefe, que nunca la entendería.

Pensó en Gabriel traspasando ese acuerdo tácito entre ellos. Decidió que no quería verse tentada a devolverle el favor.

–Así que me has llamado porque… –De vuelta al trabajo, al terreno seguro.

–Resulta que Arturio ya está por la zona. Decidió venir un poco antes con su esposa para tomarse unas pequeñas vacaciones y de paso echar un vistazo al viñedo. Quiere comprobar si nuestras uvas están a la altura de la calidad de sus vinos. Ya sabes que para él mantener la pureza del sello Díaz es sagrado.

Helen sonrió. Era algo que habían discutido cuando se planteó el acuerdo para los viñedos de Arturio en la Toscana, hacía más de un año.

Aunque Gabriel tenía su base en Londres, sus raíces estaban en California, donde había invertido parte de su herencia en un viñedo abandonado. Había hecho las cosas bien desde el principio: contrató a gente preparada, invirtió lo necesario y, cuando las uvas comenzaron a dar resultados, decidió apostar aún más fuerte. Le había dicho que beber buen vino no era tan satisfactorio como ver cómo se hacía, y había buscado un viñedo italiano, con la intención de reconectar con el país de sus padres.

Y había encontrado algo más que eso. Arturio resultó ser un pariente suyo por parte de su abuelo, y ese vínculo familiar había sido la clave para que Gabriel se decidiera a hacer un trato con él.

–Para ser sincero, la marcha de Fifi me ha venido bastante bien –comentó Gabriel–. No creo que Arturio y ella hubieran congeniado. Él se disculpó por llegar antes de lo previsto, pero me parece acertado que quiera echar un vistazo al viñedo antes de cerrar el trato. Quiero asegurarle que no hay nada que temer. Es importante que todo quede en familia… –Carraspeó y luego continuó–: Bueno, iré al grano: he adelantado los planes una semana y necesito que estés aquí.

–¡Pero ibas a encargarte tú solo de todo el asunto!

–Cuando solo eran pasos preliminares, pero Arturio está ansioso por cerrar el trato. Quiere jubilarse cuanto antes. Al fin y al cabo, tiene más de setenta años. ¿Quién puede culparlo? A mí no se me ocurre nada peor que jubilarme, pero dice que tiene suficientes hijos y nietos para mantenerse ocupado cien años. En cualquier caso, habrá mucho trabajo cuando se dé luz verde y te necesito disponible. Además, con la mano vendada, ahora estoy un poco limitado para ciertas cosas.

–¿Quieres que vaya a California?

–Sí. ¿Hay algún problema?

–Bueno, no exactamente…

–Tienes pasaporte, ¿no?

–Por supuesto.

–Y está en vigor, supongo.

–Supongo que sí.

–Perfecto. Te quiero aquí para repasar los pormenores. Mañana.

–¿Mañana?

–Helen, ¿por qué noto cierta vacilación? Estarás aquí tres o cuatro días como máximo. Ya he reunido a mi equipo legal y, aunque hay que ultimarlo, no preveo contratiempos. Solo será cuestión de asistir a reuniones y tomar actas. –Hizo una pausa–. Te aviso con poco tiempo, lo sé, pero no veo el problema. Esto es importante. Los perros y los hombres tendrán que apañarse unos días sin ti.

–¿Perros y hombres? –repitió Helen sin entender.

–No se me ocurren otros obstáculos para que no puedas venir. Aunque este tipo de desplazamientos de última hora ya están previstos en tu trabajo, y muy bien pagados, por cierto.

Le pagaba muy por encima de la media. En tres años había tenido varios aumentos, por no mencionar dos generosas bonificaciones. Era su manera de retenerla. No era indispensable, porque nadie lo era, pero estaba cerca de serlo. Por lo que había oído, su secretaria más longeva había sido una señora de mediana edad que estuvo con él hasta que se mudó a Australia para estar cerca de su hija y nietos. Después hubo una serie de «sucesos desafortunados», tal y como le había contado Karis, de Contabilidad. Chicas que no podían funcionar en su presencia, que se ponían nerviosas, se enamoraban del jefe e iban a trabajar con ropa cada vez más inapropiada.

Gabriel, a pesar de su agitada vida amorosa, era muy serio con el trabajo, y Helen sabía que él haría lo necesario para no poner en peligro su relación laboral.

–No hay perros –contestó ella rápidamente.

–¿Y hombres?

–Eso no es asunto tuyo –respondió con frialdad, y le oyó reír entre dientes. No recordaba si alguna vez le había preguntado por su vida privada. ¿Lo había hecho? Quizá alguna pregunta general sobre sus fines de semana, pero nunca sobre hombres. Él parecía tener una vida sexual trepidante. ¿Se había parado a pensar en la de ella? ¿O creía que se quedaba en casa mientras el mundo seguía girando?

Le ponía la piel de gallina pensar que su jefe especulara sobre su vida privada; le hacía preguntarse qué sentiría si sus mundos colisionaran y si esos ojos oscuros la vieran como mujer y no solo como empleada. ¿Se haría añicos su necesidad de seguridad? Si volvía a confiar en un hombre, no sería en alguien con fobia al compromiso como Gabriel. Y, sin embargo, había momentos en que lo miraba y sentía la fuerza de su atractivo tratando de ahogar su determinación.

–Por supuesto que no lo es.

–Puede que a ti no te importe que el mundo sepa lo que haces con las mujeres, pero algunos somos más discretos.

Hubo una pausa reveladora y Helen se reprendió a sí misma por hablar demasiado.

–Te avisaré cuando haya reservado el vuelo –se apresuró a disimular su incomodidad–. Puede que no haya nada con tan poca antelación.

–No será problema. Siempre hay asientos en primera. Ya sabes dónde me alojo. Lo más conveniente sería que te alojaras en el mismo hotel, y siéntete libre de elegir la suite más cara. No quisiera que estuvieras incómoda.

¿Porque ella había puesto pegas? ¿Porque le pagaban una fortuna y viajar era parte del «generoso paquete»?

¿Había sarcasmo en ese comentario?

Helen era una mujer de rutinas. Aunque él no podía saber que las circunstancias la habían hecho así, y que salir de esa zona de confort siempre requería valor, incluso cuando se trataba de pasos minúsculos.

Tal vez las cosas fueran diferentes si no hubiera perdido a su madre y a su hermano en un accidente. Apenas tenía ocho años cuando sucedió. Tiempo después, había leído la noticia en los recortes sobre la tragedia en la M4, cuando un camión provocó múltiples choques y doce víctimas.

Después de eso, su padre se había transformado. Apenas podía evocar la imagen de alguien más relajado, pero esos recuerdos pertenecían a un pasado distante, eclipsados por la realidad de un padre que, tras perder a su esposa y a su hijo, se había transformado en un hombre dominado por el miedo, protegiéndola hasta el exceso.

«Mantente a salvo y no corras riesgos», era lo que siempre le decía. Y Helen, que lo adoraba, jamás se había planteado desobedecerlo.

Había estudiado mucho, evitado viajes escolares y fiestas adolescentes. Cuando ella y George se emparejaron, su padre no podría haber estado más feliz. George era un futuro contable destinado a cuidarla como su padre creía necesario.

Mirando atrás, Helen se daba cuenta de que se había dejado seducir por la idea de un futuro seguro. Era demasiado joven como para saber que se necesitaba algo más en una relación que sentirse protegida. Se había enamorado de la idea del amor, y solo después entendió que le había faltado algo esencial; que, aunque la seguridad tiene su encanto, también puede volverse excesivo.

Marcharse a Londres había sido su única gran aventura, y su padre aún seguía advirtiéndole sobre los posibles peligros. Pero, desilusionada y ansiosa por ver otro mundo, quedarse en Cornualles había sido inconcebible. Se había mantenido firme y él había cedido, entendiendo que necesitaba hacerlo por sí misma.

Su relación con Gabriel obedecía todas las reglas que ella misma había establecido. Mantenían las distancias. Trabajaba con empeño, se movía con soltura en cualquier tema informático y organizaba su vida con soltura, pero nunca había cruzado la línea.

Se sentía cómoda dentro de esos límites. Era la primera vez que surgía un viaje al extranjero. Cuando él viajaba, solía ocuparse solo. El asunto de su mano, junto con la aceleración del trato con Arturio, lo había cambiado todo, y no podía culparlo por pedirle ayuda.

Sin embargo, la idea de interactuar con él fuera de la oficina le resultaba intimidante.

Pero ¿qué problema había? Seguirían trabajando como siempre, aunque en otro escenario.

–Por supuesto.

–Lo tenemos todo digitalizado, pero trae también los archivos físicos. Arturio apenas ha puesto un pie en el nuevo siglo. Suele delegar, pero aquí actuará solo, y querrá revisar el papeleo.

–A mí me parece adorable que sea anticuado. –Helen sonrió pensando en su padre, que era igual, aunque más joven. Había trabajado armando andamios, pero ahora se dedicaba a la pesca del cangrejo, que vendía a restaurantes locales. ¿Qué conocimientos tenía de informática? Quizá su curiosidad murió con su familia.

–Sí, es encantador…, pero repasar todo en papel lleva tiempo. Aunque le tengo suficiente aprecio para complacerlo. No imaginaba que te gustara lo básico, siendo la persona más inteligente en tecnología que conozco.

Helen se sonrojó, agradecida de que no pudiera verla.

–Su amor por la tradición va más allá del papel –continuó Gabriel.

–¿Qué quieres decir?

–Es un hombre de familia. Lo has visto, te das cuenta enseguida. Lleva fotos de sus hijos y sus nietos en la cartera, me las ha enseñado, y es extraño ver caras de personas con las que comparto sangre. Conozco más nombres de su numerosa descendencia de lo que imaginé al buscar un viñedo cerca de donde nacieron mis padres.

»En realidad, es una suerte que Fifi se marchara. Creo que Arturio se habría desconcertado. Ha insistido en la importancia de la familia y la tradición, y Fifi no habría encajado.

–Pero estás soltero. ¿Qué tiene eso que ver?

–Nada –dijo Gabriel–. Él es así, y este es un vínculo familiar que no quiero perder, sin mencionar lo práctico de la compra. –Rio suavemente–. Incluso podría superar el asunto financiero. Si decide pensar que soy como sus hijos, todos casados y con niños, odiaría decepcionarlo.

–Estará contento con tu éxito cuando te hagas cargo –dijo Helen, desviando hábilmente la conversación, aunque sentía curiosidad.

¿Por qué se había marchado la rubia? ¿Un país diferente, un paisaje hermoso y tener a Gabriel una semana no había sido suficiente para retenerla? ¿Habrían discutido porque Arturio apareció y Gabriel intentó relegarla? Eso no le habría gustado. Por lo que había visto, Fifi no era de las que aceptaban mantener un perfil bajo.

–¿Te envío los detalles del vuelo? Aunque no hace falta que cambies tus planes. Puedo llegar sola al hotel.

–Me aseguraré de que haya un conductor esperándote. –Helen oyó su risa divertida y apretó los dientes.

–Perfecto. Te veré entonces. Adiós. –Y colgó antes de que pudiera inquietarla más.

 

 

Helen había reservado el hotel sin prestar atención a los detalles. Le dieron el nombre, llamó y reservó la habitación más cara. Fifi lo había elegido y Gabriel accedió. El precio desorbitado no le habría hecho arquear una ceja.

Podría haberlo investigado ahora, pero lo había asociado con algún sitio increíblemente caro y concurrido, donde Fifi pudiera exhibirse. Al final estuvo demasiado ocupada para comprobarlo.

Tuvo un viaje tranquilo –más cómodo en primera clase, donde pudo dormir en el asiento reclinable–. Solo sintió curiosidad sobre su destino cuando se instaló en la limusina. ¿Todo de cristal? ¿Un rascacielos con guardias uniformados y millonarios entrando y saliendo?

Nunca había estado en Estados Unidos y, mientras miraba por las ventanas tintadas, se sintió transportada a otro mundo, tan diferente de Londres o Cornualles.

El cielo era de un azul lechoso y el sol se derramaba como miel sobre una carretera que bordeaba un tramo de costa turquesa. La costa del Pacífico, explicó el conductor, orgulloso. Señaló las majestuosas montañas tras la ciudad, explicó que Santa Bárbara era «la Riviera americana» por su clima y presumió de sus playas y restaurantes.

No había carreteras colapsadas, solo hermosas callejuelas con boutiques y bares de vinos, y vegetación por todas partes.

–Tendré que tomarme un día para explorarlo todo con calma –dijo Helen cortésmente, aunque no pensaba hacerlo.

Esperaba encontrarse con un rascacielos moderno y se sintió desconcertada al no verlo por ninguna parte.

Mientras tanto, el conductor presumía de las colinas de Santa Bárbara.

–Es un espacio abierto –dijo orgulloso, señalando el paisaje–. Con vistas al océano y las montañas, y fauna increíble. Halcones, coyotes, mil especies de pájaros, y propiedades exclusivas. Y el lugar adonde la llevo, no podría ser más apartado.

–¿Cómo dice?

–Es increíble. Nunca podría permitírmelo, pero si me toca la lotería será mi primera elección.

–¿Apartado? Es un hotel. –Apartado no era lo que esperaba, porque lo asociaba con algo «tranquilo», y eso era lo último que era Fifi. ¿Había sido negligente al no investigar? ¿O había estado tan absorta pensando en su jefe que lo práctico había quedado relegado?

–Claro, pero es diferente.

–¿Qué quiere decir?

–¡Ya lo verá! Es muy distinto a Londres. Aunque ustedes tienen a su familia real, ¡y eso haré con mis ganancias!, ¡un viaje a ver a esos guardias con sombreros peludos! A mi esposa le encantaría…

Helen apenas escuchaba. Había esperado algo grande, moderno e impersonal –parte de una cadena de cinco estrellas en medio de la ciudad, rodeado de vida nocturna y bullicio.

Con creciente consternación, se dio cuenta de que estaba equivocada: no había luces de ciudad. La limusina aminoró la marcha, adentrándose en un paisaje de acres meticulosamente ajardinados, donde imponentes sicomoros se alzaban bajo un cielo sereno, impregnado del aroma embriagador de cítricos y olivares.

Bajó la ventanilla y respiró el aroma de flores, jazmín y magnolia. Todo indicaba que Fifi había hecho sus deberes.

Había rechazado lo previsible por algo diferente. No un hotel impersonal de cinco estrellas, sino… ¿un rancho? Definitivamente, no lo que esperaba.

Le dio un vuelco el corazón.

El conductor había dicho «apartado» y no mentía. Aquel lugar estaba escondido entre la vegetación, camuflado en el magnífico paisaje, sin nada construido alrededor.

«Apartado» se quedaba corto. Era… romántico.

–Ya hemos llegado.

–¿Esta es la entrada?

–La ayudo con su maleta.

–No hace falta. No pesa mucho.

–No es molestia.

Su maleta parecía ridícula allí, pensó mientras salía al aire templado del atardecer.

Había una leve brisa que traía aromas dulces, más intensos ahora que estaba frente a la iluminada recepción. Una joven pareja pasó murmurando en voz baja.

Se volvió para tomar su maleta, y entonces lo vio: su carismático jefe. Enmarcado en el umbral, con las manos en los bolsillos, luciendo como el impresionante millonario que era.

Pero aquel millonario no llevaba traje oscuro ni zapatos a medida. No estaba pegado al portátil dando instrucciones. Iba vestido para estar relajado: polo blanco, pantalones chinos y mocasines color café.