Esquirlas en la memoria - Victoria Torres - E-Book

Esquirlas en la memoria E-Book

Victoria Torres

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Beschreibung

Esta es la crónica nunca contada de un grupo de ex combatientes y familiares de caídos en Malvinas que se propusieron identificar a los soldados sepultados sin nombre en el Cementerio de Darwin, a quienes llevan como esquirlas en la memoria. Pese a la oposición de algunos familiares y de las Fuerzas Armadas y la falta de colaboración del gobierno británico, lograron devolverles la identidad a numerosos compañeros muertos.  Un grupo de soldados sobrevivientes de la batalla de Monte Longdon conformaron el Centro de Ex Combatientes Islas Malvinas (CECIM) La Plata. Allí habían combatido a las tropas británicas en claras condiciones de inferioridad, no solo por el bajo nivel de capacitación y lo obsoleto de su armamento, sino también por su avanzado estado de desnutrición y las secuelas de los tormentos previamente padecidos a mano de oficiales y suboficiales de las Fuerzas Armadas argentinas. Sobre el final de la contienda, los militares desplegaron un plan para acallar las voces de los conscriptos y garantizar la impunidad de los superiores. La dictadura investigó y persiguió a los ex soldados que comenzaban a organizarse. También llevó adelante actividades de Inteligencia y acciones psicológicas sobre los familiares de soldados desaparecidos que golpeaban las puertas de los cuarteles para saber dónde estaban sus seres queridos. Gabriela Naso y Victoria Torres rescatan la lucha de los ex combatientes del CECIM La Plata y un grupo de familiares de caídos para lograr la identificación de los jóvenes que fueron sepultados sin nombre en el Cementerio de Darwin, en las Islas Malvinas. Un pedido que recién treinta años después de la guerra fue atendido por el Estado argentino y recibió el apoyo del Equipo Argentino de Antropología Forense, el Comité Internacional de la Cruz Roja y organismos de derechos humanos. Muchos cuerpos fueron identificados, pero a más de 40 años de la guerra de Malvinas, hay caídos sin identificar y familias cuyas muestras no coinciden con los restos de las tumbas exhumadas. A ellos, y a quienes murieron por los tormentos infligidos por los militares, también se les debe la memoria, la verdad y la justicia.

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Torres, Victoria

Esquirlas en la memoria : una crónica de la identificación de los soldados NN en

Malvinas / Victoria Torres ; Gabriela María Naso ; prólogo de Ernesto Alonso. - 1a ed.

- Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Marea, 2024.

Libro digital, EPUB - (Historia Urgente / Constanza Brunet ; 104)

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-823-033-7

1. Guerra de Malvinas. 2. Historia Argentina. 3. Derecho a la Identidad. I. Naso,

Gabriela María. II. Alonso, Ernesto, prolog. III. Título.

CDD 355.0092

Dirección editorial: Constanza Brunet

Coordinación editorial: Víctor Sabanes

Asistencia editorial: Carmela Pavesi

Comunicación: Verónica Abdala

Diseño de tapa e interiores: Hugo Pérez

Corrección: Marisa Corgatelli

Foto de tapa: Fotografía tomada por un corresponsal británico el 12 de junio de 1982 a soldados argentinos luego de la batalla de Monte Longdon. Archivo personal de Carlos Amato.

Foto de contratapa: Señalización de las tumbas NN en el Cementerio de Darwin para fortalecer el reclamo por el derecho a la identidad de los caídos, marzo de 2017. Archivo Comisión Provincial por la Memoria.

© 2024 Gabriela Naso y Victoria Torres

© 2024 Editorial Marea SRL

Pasaje Rivarola 115 – Ciudad de Buenos Aires – Argentina

Tel.: (5411) 4371-1511

[email protected] | www.editorialmarea.com.ar

ISBN 978-987-823-033-7

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Depositado de acuerdo con la Ley 11.723. Todos los derechos reservados.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin permiso escrito de la editorial.

Contenidos

PRÓLOGO - DERECHO A LA IDENTIDAD

Palabras preliminares

Capítulo 1 - LOS PRISIONEROS DEL LONGDON

Capítulo 2 - DESAPARECIDO EN COMBATE

Capítulo 3 - SOLDADO ARGENTINO SOLO CONOCIDO POR DIOS

Capítulo 4 - LAS SEPULTURAS DE DARWIN

Capítulo 5 - DERECHO A LA VERDAD

Capítulo 6 - PROYECTO DE PLAN HUMANITARIO

Capítulo 7 - DEUDAS PENDIENTES

Agradecimientos

Bibliografía

Punto de Interés

Portada

A la memoria de Norma Gómez,

incansable luchadora por la identificación

de los soldados argentinos.

Somos los que aún permanecemos

en cuclillas los que todavía tenemos

las pupilas como esquirlas candentes

los que a veces nos seguimos

arrastrando por la noche

Gustavo Caso Rosendi,

Soldados, 2009

Esquirlas en la memoria está basado en la investigación y las entrevistas realizadas por Gabriela Naso.

PRÓLOGO

DERECHO A LA IDENTIDAD

Este grupo de ex soldados conscriptos, sobrevivientes de la guerra de Malvinas, que conformamos el Centro de Ex Combatientes Islas Malvinas (CECIM) La Plata, forjamos un compromiso con cada uno de los compañeros que murieron en el archipiélago, únicos y verdaderos héroes de ese conflicto injusto: que no los olvidaríamos, que contaríamos la verdad de lo ocurrido y que llevaríamos a la justicia la causa con el fin de que se condenara a los responsables de las graves violaciones a los Derechos Humanos cometidas durante la contienda. Solo así los argentinos recuperaríamos la soberanía y la paz.

Cuando en la posguerra comenzamos a tener la posibilidad de regresar a las islas, constatamos que más de la mitad de las tumbas del Cementerio de Darwin no estaban identificadas. Eran tumbas NN. Esta irregularidad no era una cuestión menor, ya que estaba vinculada con la forma de pensar de quienes en 1982 habían tomado la decisión de recuperar las Malvinas con una acción militar que nos llevó al conflicto armado con Gran Bretaña e Irlanda del Norte, dejando un saldo de 634 muertos. Eran los mismos que habían conformado ese Estado terrorista que, a nuestro regreso al continente después de la derrota del 14 de junio de 1982, nos impuso el silencio, amenazándonos para que no contáramos nada de lo sucedido.

Ocultaron así las voces de los protagonistas, amparándose en consignas tardías e inútiles de los intereses supremos de la defensa nacional. Sosteniendo la figura del desaparecido, no solo no hicieron nada para que se identificara a nuestros muertos, sino que también les mintieron a los familiares. Tampoco dieron respuesta sobre lo que había sucedido con los soldados que habían muerto en combate y, menos aún, con los que habían perdido la vida por hambre, congelamiento o habían sido asesinados por sus superiores.

En muchos casos, fuimos los soldados quienes tuvimos que dar esas respuestas ante la desesperación de una madre y un padre por saber dónde estaba de su hijo.

Como indica el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos del 22 de diciembre de 1999: “Toda la sociedad tiene el irrenunciable derecho de conocer la verdad de lo ocurrido, así como las razones y circunstancias en las que aberrantes delitos llegaron a cometerse, a fin de evitar que esos hechos vuelvan a ocurrir en el futuro. A la vez, nada puede impedir a los familiares de las víctimas conocer lo que aconteció con sus seres más cercanos […]. Tal acceso a la verdad supone no coartar la libertad de expresión…”.

Para las Fuerzas Armadas, todas las muertes de los soldados tuvieron lugar en los combates, una gran mentira que persiste desde 1982. Remigio Fernández y Secundino Riquelme murieron por desnutrición en Puerto Howard, Héctor Miguel Rolla murió congelado en Monte Longdon y Rito Portillo fue asesinado por un suboficial de la Marina en proximidades de Puerto Argentino. Pedro Vojkovic, Alejandro Vargas, Manuel Zelarayán y Carlos Hornos fallecieron al pisar una mina antitanque. Nadie les había advertido del campo minado donde encontraron la muerte buscando comida. Solo Vargas estaba identificado en el Cementerio de Darwin. Muchos cuerpos fueron enterrados por nosotros en los campos de batalla, ya en calidad de prisioneros de guerra, en Monte Longdon. En una fosa común sepultamos a Donato Gramisci, Darío Ríos, Marcelo Massad, Juan Baldini, Pedro Orozco y Ricardo Herrera, entre otros. Ninguno de estos nombres aparecía en las tumbas identificadas de Darwin.

El Regimiento de Infantería 7 fue la unidad militar que más caídos tuvo en Malvinas, un total de treinta y seis, de los cuales treinta y tres eran soldados, y solo había seis cuerpos identificados.

El Estado debía realizar todas las gestiones necesarias para que se devolviera la identidad a los que habían caído defendiendo a la soberanía, jóvenes que habían dado su vida para la recuperación de la democracia. Pero no lo hizo. Así, desde el CECIM La Plata nos pusimos en contacto con el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en 1987 para saber si era posible llevar adelante un trabajo antropológico y no cesamos en la búsqueda de posibilidades para concretar el reencuentro con los compañeros.

En cada viaje realizado a Malvinas, ver a familiares en el Cementerio de Darwin escribir el nombre de su ser querido con piedras en una tumba al azar reforzaba nuestro compromiso. A su vez, cada visita a un familiar de un caído reavivaba el dolor de una espera por saber el destino de ese hijo, hermano, nieto, compañero, sepultado bajo la terrible frase “Soldado argentino solo conocido por Dios”.

Finalmente, en 2011 comenzamos a construir un camino de posibilidades con el asesoramiento jurídico de quien nos representaba como abogado, el doctor Alejo Ramos Padilla, tomando como ejemplo la tarea en la búsqueda de sus seres queridos de los familiares de los detenidos desaparecidos durante la dictadura cívico-militar. El derecho a la verdad y la identidad asistía también a los familiares de los caídos en la guerra de Malvinas. Emprendimos la tarea de contactar a un grupo de familiares de Chaco, referenciados con Norma Gómez, hermana del soldado caído Eduardo Gómez, y con el ex combatiente chaqueño David Zambrino, a quien nos une una amistad y compromiso de muchos años de lucha. De ese modo, el 2 de agosto de 2011 pudimos hacer efectiva la presentación de un recurso de amparo ante la justicia federal solicitando que se reconozca el derecho a la verdad y la identidad. Ese día entregamos la misma documentación en la Secretaría General de la Presidencia de la Nación, acompañada con una nota dirigida a la entonces presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner.

CECIM La Plata

Palabras preliminares

La idea de hacer este libro surgió de nuestro contacto con los integrantes del Centro de Ex Combatientes Islas Malvinas (cecim) La Plata. Algunos de ellos son sobrevivientes de la batalla del Monte Longdon del 11 de junio de 1982, una de las más cruentas de la guerra, en la que los soldados argentinos enfrentaron a las tropas británicas en claras condiciones de inferioridad. No solo por el bajo nivel de capacitación y lo obsoleto de su armamento, sino también por su avanzado estado de desnutrición y las secuelas de los tormentos previamente padecidos a mano de sus propios superiores, oficiales y suboficiales de las Fuerzas Armadas argentinas.

A partir de este combate, que marcó el final de la guerra, comenzó a forjarse en los sobrevivientes un sentimiento de culpa y de deuda con sus compañeros muertos, a quienes llevarían grabados en la memoria como esquirlas candentes.

Sobre el final de la contienda, los militares desplegaron un plan para acallar las voces de los conscriptos y garantizar la impunidad de los superiores. A través de su aparato de inteligencia, la dictadura investigó y persiguió a los exsoldados que comenzaban a organizarse para conseguir trabajo, obra social y becas de estudio, prestando especial atención a las denuncias de las graves violaciones a los Derechos Humanos cometidas por las Fuerzas Armadas en las islas. También llevó adelante actividades de inteligencia y acciones psicológicas sobre los familiares de soldados desaparecidos que golpeaban las puertas de los cuarteles para saber dónde estaban sus seres queridos.

Este libro rescata la lucha de los ex combatientes del cecim La Plata y un grupo de familiares de caídos para lograr la identificación de los jóvenes sepultados sin nombre en el Cementerio de Darwin, en las Islas Malvinas. Un pedido que recién treinta años después de la guerra fue atendido por el Estado argentino.

La tarea no fue sencilla, porque, por un lado, las gestiones diplomáticas no debían afectar el reclamo de soberanía sobre el archipiélago y, por otro, se necesitaba el apoyo de un número significativo de familias que aportaran su ADN. Para esto último, un equipo interdisciplinario, del cual participaron integrantes del Equipo Argentino de Antropología Forense (eaaf) y representantes del Estado, emprendió un viaje a lo largo y ancho del país que puso en evidencia las múltiples carencias que atravesaban los deudos.

A estas dificultades se sumó la oposición de los sectores de familiares vinculados a las Fuerzas Armadas, que exigían que se dejara a los muertos en paz, denunciando que se haría un “festival de huesos”. A su vez, la tensión con relación al uso del término “nn” para referirse a los caídos argentinos sin identificar evidenció la disputa de sentido acerca de las muertes en el marco de la guerra.

El Plan de Proyecto Humanitario I y II, comandado por el Comité Internacional de la Cruz Roja (cicr), permitió devolverle la identidad a 121 combatientes. Sin embargo, queda pendiente una tercera fase que, debido a la reticencia de Gran Bretaña, no pudo concretarse en 2023. Además, de la primera etapa aún hay caídos por identificar y familias cuyas muestras no coinciden con los restos de las tumbas exhumadas. A ellos también se les debe la verdad y la justicia, al igual que a quienes murieron por causas que no fueron propias del conflicto, sino vinculadas a los tormentos infligidos por los militares.

Devolverle la identidad a los argentinos sepultados en el Cementerio de Darwin es un ejercicio de soberanía que debe estar resguardado por el Estado nacional, al que le corresponde velar por el derecho a la verdad y a la identidad.

Quisimos rescatar esta historia, en la que se conjugan testimonios de ex combatientes, deudos y especialistas, y documentos, como un aporte a la construcción de la memoria.

Gabriela Naso y Victoria Torres

Capítulo 1

LOS PRISIONEROS DEL LONGDON

“Son ramas que se mueven”

La antena del radar oscila. Silenciosa, se mueve simétricamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y barre la misma geografía: un terreno rocoso, dominado por estepas achaparradas, pastizales y turberas. El equipo está montado sobre un trípode hecho para soportar el rigor del clima y conectado por cables a un receptor que traduce lo que detecta hacia el frente. El sistema consiste en un monitor pequeño y varios controles, apoyados sobre una voluminosa caja plástica. Desde la cima del monte Longdon, el conscripto1 Carlos “Chicho” Amato controla el acceso noroeste de la isla Soledad, mientras la tarde del 11 de junio se apaga.

Amato es uno de los nueve soldados del Regimiento de Infantería Mecanizado (RI Mec) 7 “Coronel Conde” que integran el grupo del radar a cargo del suboficial Roque Antonio Nista. Se asentaron en el frente de la Primera Sección de la Compañía B a fines de mayo, cuando el mayor Carlos Carrizo Salvadores, segundo jefe de la unidad, los mandó a llamar para detectar los avances de las Fuerzas Armadas británicas.

El radar, un Rasit francés de vigilancia terrestre, lleva días en el mismo lugar y es la primera vez que aparece una formación en el ángulo inferior izquierdo del monitor. Amato tiene la imagen memorizada por el miedo y está seguro de que eso no estaba.

Quien le ordenó la barrida fue el subteniente Juan Domingo Baldini, jefe de la Primera Sección de la Compañía B. El día anterior, Baldini los había reunido en “la olla” del Longdon y les había contado de la llegada del papa Juan Pablo II al continente. En un ininterrumpido monólogo, el oficial les había dicho que el ataque era inminente. Para el soldado, aquellas palabras sonaron a sentencia de muerte.

Desde el semicubierto ubicado en el exterior de la posición de Nista, Amato observa la pantalla. Está convencido de que algo en la imagen se modificó y se lo comunica al jefe de grupo.

–Eso no estaba –indica el conscripto, señalando el margen inferior izquierdo del monitor, mientras Nista observa.

–No pasa nada –responde el militar.

–Pero, mi suboficial, eso no estaba –insiste el joven.

–¡Andá y decile que no pasa nada! Eso son ramas que se mueven.

Amato no tiene argumentos para contrarrestar la sentencia de Nista, quien, a fin de cuentas, está capacitado en el uso del equipo. Es un soldado que durante el Servicio Militar Obligatorio (smo) estuvo en comisión permanente en el Círculo de Suboficiales del Ejército (cirse), haciendo tareas administrativas y de limpieza, y cuya instrucción en el manejo del radar fue de un día y medio antes de cruzar a las islas. Sin embargo, lleva casi dos meses abocado a detectar los avances de las Fuerzas Armadas británicas e intuye que algo no marcha bien.

Desconcertado, va en busca de Baldini y, siguiendo la orden de Nista, le dice que está todo bien.

Cuando regresa a la posición que comparte con el soldado Domingo Chamorro, Amato se siente terriblemente cansado y débil. Lleva noches durmiendo mal a causa de los repetidos ataques. Está seguro de que el turno del Longdon llegará pronto.

Al igual que el resto de la tropa argentina en el frente, Chicho se ha ido consumiendo por la falta de víveres. Hace días que lo único que ingieren es medio jarro de una sopa que no tiene ni el olor de la carne. No así los superiores, quienes siempre se quedan con las mejores raciones y acaparan latas de carne, botellas de whisky, chocolates y cigarrillos.

Movidos por la necesidad de comer, varios soldados se las han ingeniado para conseguir alimentos: buscarlos en las casas de los isleños que quedaron deshabitadas; escabullirse al pueblo para comprar en los comercios con los pocos pesos argentinos que tienen; pedirles a los compañeros de otras secciones, compañías o regimientos; tomarlos de las carpas de los oficiales o suboficiales, o lanzarse a la caza de ovejas y patos. A esa altura, poco les importa ser descubiertos y castigados. No pueden pensar en otra cosa que no sea comer.

La respuesta de oficiales y suboficiales frente al hambre y el agotamiento de los jóvenes conscriptos suele ser la degradación y el suplicio. Con el pretexto de castigar e intimidar a los soldados que se proveen alimentos y, por extensión, al resto de la tropa, los atan de pies y manos, sujetándolos a estacas clavadas en el piso, y los cubren con un paño de carpa que les impide la visión. Inmovilizados sobre el fango helado, quedan expuestos a la crudeza del clima e, incluso, a los bombardeos británicos. La tortura se extiende por horas, hasta llevarlos al borde de la muerte por congelamiento. A algunos, también los entierran hasta el cuello en la turba malvinera. A otros, los obligan a sumergir las extremidades en charcos de agua helada.

¿Quién es el enemigo? ¿Acaso los oficiales y suboficiales no tienen la obligación de custodiar y cuidar a los soldados? ¿Cómo esperan que enfrenten a los británicos si apenas pueden mantenerse en pie? Mientras aguarda en su posición a que sean las 22.30 para relevar al soldado Ricardo Herrera en el radar, Amato vuelve a sentir que está condenado a muerte.

Cuando faltan quince minutos para su turno, un griterío infernal irrumpe en la noche. Los alaridos de las tropas británicas se entremezclan con el estruendo de las granadas y el chisporroteo de las bengalas. Los dos paños de carpa que cubren la entrada son lo único que lo separa del exterior.

Por primera vez desde que llegó a Malvinas, Chicho siente que perdió la fe. Piensa en sus padres y lo embarga el recuerdo de los rostros serios de Eugenia y Vicente, sentados a la mesa de la cocina, con los ojos pegados a la carta de convocatoria. Desde ese agujero en el infierno, se despide del mundo.

Armamento defectuoso

El soldado Luis Aparicio es apuntador de bazuca, pero el cañón de 90 milímetros que tiene a cargo no funciona. Lo sabe desde antes de salir de la unidad militar, por el número de serie. Estuvo toda la colimba en la sala de armas del Regimiento de Infantería 7 y esa pieza de artillería hace tiempo que dejó de andar. Hizo todo lo que estuvo a su alcance para que se la cambiaran antes de salir, pero los superiores no lo escucharon o no quisieron hacerse cargo de las deficiencias técnicas. Lo enviaron a Malvinas con un armamento defectuoso y lo asignaron a la Primera Sección de la Compañía B.

Sus compañeros de pozo son Juan Andreoli y Juan Stella. A unos metros está la posición de los conscriptos Ernesto “Beto” Alonso, Jorge Mártire y Jorge Suárez, donde se ubica una ametralladora mag. Juntos, custodian el frente por donde se espera que ataquen los británicos.

Con el tiempo, fueron llegando refuerzos: la Primera Sección de la Compañía de Ingenieros 10, una sección de ametralladoras 12,7 milímetros de Infantería de Marina y, por último, el grupo del radar.

Aparicio se siente agotado. Hace semanas que los soldados padecen la falta de alimentos. Tampoco reciben cartas ni encomiendas. A eso se añade que los ataques aéreos y navales se volvieron más frecuentes y particularmente densos sobre los puestos de comunicaciones y las posiciones donde están las armas pesadas. Con cada estampido sordo de los cañones navales, los músculos se le tensan. Casi de inmediato, escucha el silbido característico y espera, con los dientes apretados, el impacto. Tras unos minutos que parecen eternos, vuelve el silencio. Entonces, comprueba que está vivo y respira aliviado.

Durante las pausas de fuego, Aparicio y Andreoli conversan sobre sus vidas antes de la guerra e imaginan su regreso. Hablan de lo que comerán cuando vuelvan a sus casas y de las novias que los esperan. Es un ritual que comparten para escapar, aunque sea por un rato, de la realidad que los acecha. Esos pensamientos llenan el aire del pozo la noche del 11 de junio, cuando se escuchan las primeras explosiones.

Carne de cañón

Desde chico, Fabián Passaro cree que lo peor que le puede ocurrir es ir a una guerra. Ese sentimiento creció durante la colimba. Y ahora que está en Malvinas, sabe que él y sus compañeros son carne de cañón. El joven es músico y un pacifista a ultranza que, salvo en algún partido de fútbol, jamás se peleó. Como otros soldados, en el Servicio Militar Obligatorio aprendió a hacer algunas cosas de fuego, pero no está entrenado para combatir. Es consciente de que no son una fuerza capacitada para sostener un conflicto de la magnitud y las características del que se lleva a cabo, contra un enemigo con experiencia y poder militar superiores.

Pese al miedo, Passaro tiene la conciencia tranquila, porque no se borró. Junto con Gustavo “el Ñato” Córdoba y Juan Carlos “el Cabezón” Arrieta, está a cargo de un cañón 105 milímetros que, según le escucharon decir al cabo primero Darío Ríos, no funciona. Además, la pistola ametralladora pam que le dieron se traba al disparar.

Tampoco el equipo individual es el más apto para las condiciones ambientales de Malvinas. Cuando en Puerto Argentino hay nubes bajas, el monte Longdon queda dentro de una masa gris. Como eso ocurre casi a diario, viven mojados y congelados, porque la llovizna es permanente y no tienen forma de secarse. El frío les sube por los pies, siempre húmedos, porque el agua se filtra por las costuras de los borceguíes de cuero.

Al bajo nivel de capacitación de las tropas argentinas y los grandes déficits en materia de alimento, abrigo y armamento, se suman los tormentos padecidos a manos de los propios superiores. Todo eso hizo que el ánimo en el frente se volviese sombrío al poco tiempo de haber llegado a las islas. Passaro advierte que quienes se deprimen terminan mal. Por eso se siente afortunado de compartir posición con el Ñato y el Cabezón, porque entre los tres se contienen y no se dejan caer.

La noche del 11 de junio, el soldado finaliza su turno de guardia y vuelve al pozo. Lleva un rato conversando con sus compañeros, cuando escucha los primeros gritos. Después, todo se sucede a gran velocidad. Apenas tiene tiempo de pensar en el armamento que quedó en el cañón, a 50 metros de ahí, cuando advierte que los ingleses caminan por encima de su posición. Lo único que puede hacer es quedarse quieto y esperar que no descubran la entrada.

“Muertos vivos”

En el momento que se niega a robar comida para el cabo primero Remigio Díaz, responsable del grupo de apoyo al que pertenece, Alonso se convierte en el blanco de sus hostigamientos. La situación empeora cuando el soldado se suma al grupo de la cocina, junto con los conscriptos Felipe De Luca, Alberto Medina, Ricardo Barreto y Darío González. Los jóvenes se las rebuscan para guisar lo poco que les suministran, más algo que consiguen, en dos cilindros de treinta litros que apenas alcanzan para una ración diaria.

Una tarde fría y húmeda de principios de junio, Alonso oye los gritos de Díaz que lo llama, pero no tiene intención de salir de la carpa que comparte con Mártire para averiguar qué quiere. Afuera, el viento sopla inclemente y la temperatura es extremadamente baja. Al rato, Suárez se acerca para avisarle que el suboficial lo busca. Alonso se niega a ir, porque no está en su turno de guardia. Suárez intenta hacerlo cambiar de opinión, pero rápidamente comprende que es en vano insistir y se marcha.

Pasados unos minutos, el soldado oye que alguien se acerca a su posición.

–¡Levántese, Alonso! –ordena el cabo primero, arrancando los paños de la carpa.

El conscripto siente una mezcla de impotencia y bronca que no reconoce como propia. Los ojos se le llenan de lágrimas de rabia, mientras discute en un tono cada vez más acalorado con el suboficial. En medio de la verborragia de insultos, Alonso tantea la pistola 9 milímetros que llevaba en el correaje, pero algo lo hace detenerse en seco y preguntarse qué hace. Aprovechando la distracción, el cabo primero le pone las manos encima y empieza a zamarrearlo.

–¿Qué pasa acá? ¿Qué pasa Díaz? –interrumpe Baldini, que llega alertado por el griterío con un grupo de soldados. Alonso da un paso atrás y se queda en silencio, temeroso del posible castigo.

–Nada, nada. Ya está –responde el cabo primero.

–A ver, venga Alonso.

El conscripto sabe que no puede fiarse del jefe de la Primera Sección. Lo ha visto estaquear al soldado Donato Gramisci por proveerse comida, mientras él acapara raciones de combate en los bolsones portaequipo que tiene alrededor de su carpa. Sin embargo, Alonso estuvo en su grupo durante la colimba y eso le da cierta confianza. Además, en el último tiempo han tenido un diálogo frecuente por el tema de los alimentos.

–¡Este tipo me tiene podrido! ¡Quiere que le afane comida cuando cocinamos! –suelta el soldado cuando llegan a “la olla”.

Contrariamente a lo que el conscripto espera, Baldini parece entender el punto de conflicto y lo deja ir sin sancionarlo.

Durante el tiempo que no está en el grupo de la cocina ni de guardia en la ametralladora mag, Alonso suele visitar las posiciones de sus compañeros. Con Dante “Poroto” Pereira son amigos de la infancia y con Andreoli desde sexto grado. Esos vínculos, sumados a otros que forjó durante la colimba, son su refugio durante los momentos críticos. Es también gracias a esa familiaridad que percibe, más allá del evidente deterioro físico, el menoscabo en el espíritu de Pereira e intenta levantarle el ánimo con sus charlas. Pero su amigo está muy desmejorado y preocupado por su familia y, en especial, por su madre.

La mañana que el soldado Héctor Rolla, de Infantería de Marina, amanece convulsionando de hipotermia, Alonso siente que llegaron a un punto de no retorno. Ninguno de los superiores parece alarmarse por el destino del joven que se contrae de forma violenta sobre una caja de municiones, a metros de su carpa, y que morirá unas horas más tarde. Testigo de su agonía, Alonso ruega que ocurra algo que ponga fin a ese mal sueño demasiado real: “Que se pudra todo o que me caiga una bomba, pero que se termine. Por favor, que se termine, porque somos muertos vivos”.

La tarde del 11 de junio el grupo de la cocina prepara un mate cocido con agua sucia y unas cucharadas de leche en polvo para calentar el estómago de la tropa, aunque más no sea por un rato. Hace días que no reciben víveres y prácticamente agotaron sus reservas. Cuando terminan de repartir el brebaje, empieza una nueva alerta. Una de las bombas cae a metros de Alonso, que no tiene tiempo de reaccionar, y la onda expansiva lo arroja hacia atrás. Aturdido, se levanta y atina a zambullirse en la trinchera de Passaro. Tarda unos instantes en comprender las palabras de sus compañeros, que resuenan lejanas y le llegan tamizadas por un zumbido agudo y penetrante.

Tan pronto como los aviones británicos se alejan, los soldados dan aviso a Baldini de lo ocurrido y el oficial manda a buscar un médico para que lo examine. Al rato, llega el soldado médico Jorge Risso y sugiere llevarlo al Puesto Socorro para inyectarle un calmante.Con la ayuda de Suárez, recorren los 500 metros hasta la posición, que se ubica junto al Puesto Comando.

–Esta noche se queda acá. ¿Trajo la bolsa de rancho? –le pregunta el sargento Rolando Spizuoco, responsable del Puesto Socorro, después de aplicarle el sedante.

–No. Jorge, ¿me la traés? –le pide Alonso a su compañero, que asiente en silencio–. Y fijate que hay unas galletitas. Esas quedátelas vos.

Suárez agradece el gesto y sale arrastrándose hasta la boca del pozo. Después de unos minutos, regresa con el saco donde su compañero guarda sus elementos de rancho, que consisten en un plato, una cuchara, un cuchillo, un tenedor, un jarro y una marmita.

Son casi las 20 cuando Risso y un segundo soldado médico empiezan a preparar un churrasco de cuadril con puré. Alonso los observa atónito.

–¿Querés? –lo convida Spizuoco cuando se disponen a cenar.

Es una oferta que el soldado no piensa rechazar.