Estación Floresta - Jorge Manuel Escobar Ortiz - E-Book

Estación Floresta E-Book

Jorge Manuel Escobar Ortiz

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Beschreibung

Hacer de las tramas policíacas una conjetura y de sus lógicas narrativas un juego de la imaginación es la rutina que ocupa al señor Carrados y a miss Clack, los personajes centrales de este entramado de historias. Al mejor estilo de un detective con su asistente, un anciano ciego y su enfermera enfrentan la vida como si fuera un misterio por resolver. Conversaciones de vecinos, incidentes familiares, recortes de periódicos y anécdotas inconclusas son los rastros domésticos que terminan por intrincar el desenlace del género literario cuando se compara con la ironía que guarda el destino humano. Si la novela policíaca se basa en hipótesis resueltas por medio de huellas y certezas, Estación Floresta es la metáfora de cómo vivir en la incertidumbre de soluciones posibles.

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Escobar Ortiz, Jorge Manuel

Estación Floresta / Jorge Manuel Escobar Ortiz. – Medellín : Editorial EAFIT, 2023.

118 p.; 14 x 21,5 cm. -- (Letra x Letra. Cuento)

ISBN: 978-958-720-835-1

ISBN: 978-958-720-836-8 (versión epub)

1. Cuento colombiano – Siglo XX. I. Tít. II. Serie

C863 cd 23 ed.

E746

Universidad Eafit-Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Estación Floresta

Primera edición: junio 2023

© Jorge Manuel Escobar Ortiz

© Editorial EAFIT

Carrera 49 No.7 Sur-50Tel. 261 95 23, Medellínhttps://editorial.eafit.edu.co/index.php/editorialCorreo electrónico: [email protected]

ISBN: 978-958-720-835-1

ISBN: 978-958-720-836-8 (versión epub)

Edición: Cristian Suárez Giraldo

Diseño y diagramación: Margarita Rosa Ochoa Gaviria

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial.

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018.

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Ténganse tales conjeturas por semejantes a verdades

Jenófanes de Colofón

Contenido

I. Unas botellas de leche

II. Los pliegues del caleidoscopio

III. La herencia

IV. Ventana al atardecer

V. Trece guijarros

I. Unas botellas de leche

—¡Domicilio!

—Ya bajo –respondí y colgué el auricular del citófono. Luego grité hacia el estudio–: ¡No me demoro!

Lo oí lanzar un murmullo, quizá una queja o un gruñido, pero estaba tan acostumbrada a sus rabietas que no le presté atención y salí del apartamento sin intentar comprender qué repetía desde la mecedora. Acostado bocabajo en el piso del corredor, cerca de una puerta entreabierta de donde escapaba un ligero aroma a chocolate, encontré a Hugo jugando con bultitos de arroz, fríjol, maíz y garbanzo ubicados en las baldosas como ejércitos que protegían posiciones estratégicas en batallas que yo ignoraba quién dominaba aquella mañana. Le pregunté y dijo sin mirarme que los orientales (el bultito de maíz) se la iban a sonar buena hoy a los africanos, aunque a los europeos les irá peor, porque los tienen rodeados con submarinos y aviones y barcos y todo, para que no ganen siempre. No supe qué sucedía con los australianos. Quise indagar e imaginé que habría sido una torpeza distraer a los generales con minucias sobre ejércitos derrotados, así que inicié el descenso por la escalera. El dolor en la ingle me obligó a detenerme para hacer un círculo con la pierna y ajustar la coyuntura con un traquido. Tengo que ir al médico, me dije, segura de que lo pospondría quién sabe por cuánto tiempo, y proseguí apoyada del pasamano por un par de escalones. Dos pisos abajo, me sorprendió ver en la puerta del 304 el canasto para la leche de la señora Amparo con un par de botellas llenas, una sorpresa instintiva, sin reflexión, y continué hacia el portón del edificio. Mientras aguardaba que el repartidor me diera el vuelto, releí la esquela donde se anunciaba para aquella tarde a las tres, en el jardín trasero del edificio, el sepelio de Mongo, uno de los cuatro perros criollos que acompañaban a la viuda de Rodríguez y a su hija solterona, que se mudó con ella seis semanas atrás. Me divertí al recordar la pelea con la señora Amparo y algunas de las opciones que propusimos el señor Carrados y yo el día anterior sobre el envenenamiento de Mongo. Dejé unas monedas extra en la mano del repartidor, cerré el portón y me dirigí de nuevo a la escalera.

Tres pisos arriba, en medio de la reja cerrada y la puerta abierta de su apartamento, encontré a la señora Amparo con el canasto de la leche en las manos y una mueca de alegría hormigueando en su rostro. Me invitó a entrar y le hice una seña de que los buñuelos y los pandequesos se enfriarían en la bolsa si me quedaba a conversar, sí ve. Como respuesta, la señora Amparo, siempre refractaria a las excusas, levantó el canasto, cerró la puerta, entornó la reja y me acompañó hasta el apartamento. No paró de reír mientras las botellas campaneaban al avanzar por las escaleras y repetía satisfecha que ya se me acabaron los problemas con la leche, vecina, no te digo, aquí en este edificio nadie respeta a nadie, vea ayer, y menos el dolor ajeno, porque sabes que los gatos se me mueren si no les doy la lechita, vecina, y estos diablos me los tuvieron aguantando hambre por dos semanas, dos semanas completas, vecina, así como lo oyes, dos semanas mis niños sin leche y yo sin plata para comprarles porque qué va a hacer una pobre vieja como yo si le roban sus cositas, vecina, nada, vecina, nada de nada, afortunadamente eso ya se acabó y les voy a informar a todos porque siento que esa es mi obligación, vecina, sería muy maluco que sabiendo que el problema se acabó tú y los otros se quedaran preocupados creyendo que todavía se me están robando la leche cuando no es cierto, mala fuera yo si hiciera algo así, vecina. Vi que sus fosas nasales se abrían y cerraban al ritmo de sus pasos. Imaginé que con cada inhalación sus pulmones se hinchaban de letras sueltas que ella expulsaba rabiosamente convertidas en palabras. Al llegar al apartamento, su perorata parecía dirigirse, como siempre, menos a mí que a Hugo, que aún jugaba con los bultitos en las baldosas, los europeos casi derrotados por completo, y un día de estos nos vamos a quebrar el alma con tanta comida regada por ahí, vecina, indicó con acritud la señora Amparo como despedida y se marchó desperdigando al ejército australiano con el pie.

La batalla había terminado por hoy.

*****

Me demoré adrede en la cocina mientras los huevos hervían y terminaba de preparar el café para el señor Carrados; un poco de jugo para mí. Organicé los buñuelos y los pandequesos en una canastica con servilletas y la acomodé con los cubiertos en una bandeja. Puse los dos platos con los huevos, una taza de café y el vaso de jugo. Todo ordenado, simétrico, como le gustaba, incluso si no podía verlo. La llevé al estudio sin prisa y cuando iba entrando lo oí mascullar desde la mecedora.

—Tarda como de costumbre, miss Clack...

—La señora Amparo... Que dejaron de robarle la leche y no para de hablar como una lora, la pobre –dije acomodando la bandeja en el escritorio–. Aquí está su desayuno.

Corrí algunos libros para hacer espacio mientras él rasgaba varias hojas del poemario que sostenía en los muslos. Acomodé un plato y la taza de café frente a él y el otro plato y mi jugo en el extremo contrario. Los cubiertos y la canasta con la parva quedaron en la bandeja en medio de los dos. El aroma de la comida recién preparada se difuminó en el ambiente como una gota de tinta en el agua.

—¿Y por qué cree eso? –preguntó sin aviso al tomar sus cubiertos.

—¿Qué cosa? –respondí desorientada, sin alcanzar a sentarme.

—Doña carrillos... ¿Por qué cree que no le van a seguir robando la leche?

—Ah, ella –repliqué y terminé de sentarme–. No sé, no me explicó. Simplemente dijo eso, que ya no se la iban a robar más.

—Hum... y supongo que usted no le sonsacó nada a la mofletuda, miss Clack –replicó limpiándose la grasa de la boca con una de las páginas arrancadas al poemario–. Usted es un borreguito de Dios, miss Clack, no hay duda. El borreguito más blanco del rebaño.

—Mejor cállese y coma antes que se le enfríe que está muy temprano para andar con jácaras.

Obedeció y continuó partiendo con el tenedor pequeños trozos de comida que se llevaba metódicamente a la boca. No esperaba que permaneciese así por mucho tiempo. Lo más probable era que reiniciara de improviso su sermón, esta vez sobre la señora Amparo, aunque nada impedía que pasara a la pareja del 708 o a los universitarios del 203. Estaba acostumbrada. Tras el desayuno discutiríamos un par de horas sobre las tramas de los cuentos que preparábamos aquellos días y, mientras se aseaba y se vestía, me encargaría de preparar el almuerzo y la cena de modo que pudiéramos dedicar toda la tarde a la lectura de algunas historias policiacas y a la escritura de las nuestras.

Esta rutina surgió varios meses atrás, casi un año después que empezara a trabajar para él, y yo aún me divertía a pesar de, o quizá a causa de, su malhumor y su testarudez un tanto latosa. Fue profesor de lógica clásica y lógica modal en varias universidades de Medellín, con unas cuantas decenas de artículos y reseñas publicadas en revistas especializadas, y un par de libros con algún éxito en círculos académicos nacionales e internacionales, según me contaron sus hijos. Tras la muerte de su hija menor, que nadie entendió bien cómo sucedió, y la de su esposa meses más tarde por una diabetes que la hizo sufrir lentamente, dejó de interesarle lo que pudiera suceder con su vida universitaria, con su vida en general. Como otros buscan el alcohol, las drogas, el sexo o las apuestas para refugiarse y olvidar el dolor hasta que la autoflagelación termine, él se dedicó con intransigencia a lo que mejor conocía: la solución de problemas de lógica en hojas sueltas que rompía y arrojaba a un cesto de basura tras conseguirla. Así llenó las horas de los siguientes tres años, pasando semanas enteras encerrado en su apartamento sin dormir ni hablar con nadie y en ocasiones con pan y agua como única dieta. El resultado fue una ceguera parcial del ojo derecho y total del izquierdo que lo obligó a obedecer a su hijo mayor y contratar a una enfermera.

Las anteriores nunca lo soportaron más de un mes, no solo porque es difícil aguantar las rabietas de un gordo sesentón, amargado y ciego, sino porque no se les ocurría qué hacer durante el día para distraerlo. Por supuesto, resultaba imposible intentar seguir sus órdenes en un problema de lógica, era como si pidieran a alguien que no sabe solfear que acompañara el dictado que un músico hace de su sinfonía. Tampoco quería salir a pasear por el barrio y mucho menos visitar o recibir antiguos amigos. Solo condescendía a que le leyesen alguno de los libros de su biblioteca. Y aunque esto constituía un poco de sosiego en los hábitos del apartamento, la dificultad eran los bostezos de las enfermeras, demasiado aburridas con aquel pasatiempo para disimularlo.

Llegué al edificio, de paredes que pudieron ser blancas años atrás, en una de esas calles cíclicas del barrio Estadio, un jueves en la mañana después de una entrevista con sus hijos dos o tres días antes. Una entrevista en un restaurante de materas gigantes y palmeras efusivas en la que hubo muchas advertencias sobre él y pocas preguntas sobre mí. Don Octavio, su hijo mayor, fue quien me condujo hasta allí para explicarme qué, Ramón, vos sabés que con papá no es seguro, con papá nada es seguro nunca, Matilde, entonces qué hacemos, lo vas a cuidar vos entonces, yo creo que la señorita lo puede hacer mejor que nosotros juntos, claro que sí, Octavio, café para todos, sí, café para todos, estoy de acuerdo, me refería más bien a que, a lo que nos referimos todos siempre, Matilde, para qué insistir en lo mismo, y quién dice que es seguro, por supuesto que no es seguro y que no hay que hacerse ilusiones, lo único seguro es que tampoco aguanta un mes con papá y nos toca conseguir a otra, se cansa uno de lo mismo, el azúcar, gracias, y seguiremos cansándonos, igual nadie va a convencerlo de irse a un asilo, y nadie va a convencer al asilo de que lo reciban allá tampoco, ni locos, o un loquero, no empecemos con chistes bobos ahora, Ramón, mirá que la señorita tiene experiencia a pesar de que acaba de graduarse, además le gustan cosas parecidas, hasta tomó clases de literatura en la universidad, está bueno este café, eso puede servir, claro que puede servir, parece que no conocieran a papá, nada de eso va a ser suficiente, es peor el esfuerzo que no se hace, Matilde, vos misma lo has dicho, con papá es peor el esfuerzo que se hace, don Octavio me condujo hasta allí para explicarme qué rutas de buses podrían servirme y mostrarme algunos lugares del barrio que el señor Carrados solía frecuentar antes de la muerte de su esposa. Entré a su apartamento dispuesta a marcharme al cruzar la puerta, pero necesitaba el trabajo, Mateo había perdido su puesto de chef en el restaurante ese mes. Don Octavio nos presentó en el estudio y al cabo de una hora se marchó a su oficina en el sur de la ciudad. Me pidió paciencia y me deseó suerte al entregarme las llaves y despedirse en el portón del edificio.

Era inevitable que el estudio me impresionara la primera vez que lo vi, no tanto por su tamaño, que cubría el espacio de las tres habitaciones de nuestro apartamento en Tricentenario, ni por el número de libros, sino por el equilibrio rígido en que se encontraba. Siempre pensé que los ciegos no podían ser sino personas desordenadas, y este no lo era. Los libros estaban distribuidos por materias y, dentro de estas, por tamaños, empezando con los más altos a la izquierda de los anaqueles. Todos en diversos formatos, varios en distintos idiomas. Había libros de lógica y filosofía, también tratados sociales y psicológicos, de historia de la cultura y las ciencias, de las religiones y las técnicas, y algunos de las artes, excepto del cine y la pintura. Después se recogían los de literatura en un par de estantes, la mayoría cuentos y novelas, y en otro par sus acetatos y discos compactos, los primeros en los anaqueles de abajo y los segundos en los de arriba, cerca de un vetusto equipo de sonido de parlantes grandes como orejas. Un pequeño estante de tres anaqueles, con los volúmenes descuadernados, guardaba a sus pies la sección de la biblioteca dedicada a la poesía. Algunos de aquellos libros eran bastante viejos, sus lomos roídos por el polvo y la humedad y pedazos de hilo colgando como pequeños gusanos disecados. Otros, más recientes, brillaban y sobresalían en la muchedumbre, héroes míticos de nacientes pueblos guerreros. Sentí admiración. El estudio se extendía ante mis ojos como un firmamento de rectángulos de colores que el señor Carrados, buda ciego en medio de la habitación, gobernaba desde su mecedora.

Al principio el señor Carrados, siempre de malhumor y con un sarcasmo o una injuria en los labios, me probó con lecturas de lógica y filosofía que no estoy muy segura de que a él mismo pudieran interesarle. Soporté aquello con estoicismo, no porque don Octavio me lo hubiera pedido, sino porque Mateo aún no encontraba nada estable y habíamos decidido no cambiar de colegio a Laura y Susana por ahora. El resultado de la espera fue afortunado, poco a poco su trato y nuestras lecturas comenzaron a modificarse. Pienso que para entonces le simpatizaba mucho más de lo que él mismo habría aceptado y así llegamos un día a dos novelas breves que comentamos durante toda una semana. No recuerdo bien sus autores. Los títulos eran Dinero de los peces y El caso para Baldomero, algo así, ambas versiones del mismo tema: la planeación y ejecución de un crimen perfecto. En la primera, aunque el crimen, un robo, se planeaba hasta en sus detalles más intrascendentes y no podía fallar, en el último momento el ladrón decidía no ejecutarlo y el lector quedaba con la sensación de que debía resolver el misterio de por qué no había sucedido. En la segunda, el crimen, un asesinato, se ejecutó de una manera tan brillante que no existían rastros de su planeación, de modo que el criminal intentaba demostrar por vanidad que él era el asesino y el detective intentaba demostrar que debía ser alguien más.