Estania 23-E - José María García Páez - E-Book

Estania 23-E E-Book

José María García Páez

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Beschreibung

El hijo de un guardia nacional, en un remoto país centro americano Estania, años después de un fallido golpe de estado, decide investigar. Busca a los autores materiales de los hechos e intenta que le den su versión. Mientras, un viejo teniente, que ha pagado con la cárcel su participación y que perdió una hija, por accidente, el día de autos, rememora los hechos con otro guardia nacional, veterano del 23-E, mientras crían gallinas españolas, la "galina de Mos", famosas en el mundo entero. El joven investigador consigue entrevistar con astucia a los protagonistas materiales del golpe y poco a poco va descubriendo al supuesto autor "intelectual" de la felonía, que goza en Estania de una gran reputación. El viejo teniente muere soñando que se entrevista con el autor indirecto de su desgracia.

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Estania 23-E(contado por los que lo perpetraron)

Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Edición eBook, julio 2023

© José María García Páez

© Éride ediciones, 2014

Éride ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-19485-77-9

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

eBook producido por Vintalis

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A los inocentes que esperan todo del poder,para que sigan en el limbo para siempre.

Prólogo

Estania es un pequeño país del golfo de Belisistán, no muy distante de la península de Yucalán; tiene un clima muy cálido, sus paisajes son muy bellos y de sus habitantes, un famoso escritor, casi contemporáneo, los definió certeramente como « ¡menudo paisanaje!».

Los estanios se dedican en su mayor parte a las actividades agropecuarias . Los hay blancos, mestizos, lencas, misquitos yolupanes, y hasta criollos de habla inglesa. El clima tropical hace que el país solo tenga dos estaciones: la húmeda, muy lluviosa; y la seca. El territorio es amplio, cerca de 100.000 Km. cuadrados, para cinco millones de estanios, 250 especies de reptiles y anfibios, doscientas especies de mamíferos y setecientas de aves.

La historia que se cuenta en este escrito pudo ser real; pero realmente jamás ocurrió, de hecho cualquier semejanza con un hecho real es sin ninguna duda pura coincidencia.

De ocurrir debió ser a finales del siglo XX, reinando Bolicón I, un atrabiliario personaje gustoso de la caza y las mujeres, aunque no está muy claro en qué orden, y de la buena mesa, los coches deportivos y en general los placeres de la vida. En la corte reinaba la confusión; en el norte se sufría una ola de terror impulsada por unos sujetos que estaban a mitad de camino, entre Marcuse y los meapilas. Estos últimos, por cierto, con gran influencia en el reino. Gobernaba un simpático guaperas llamado López, que gozaba del favor popular, ganaba con cierta facilidad las elecciones, pero poco más. La gente influyente le despreciaba, y como argumento sublime se le acusaba de no dar estabilidad a la nación. Argumento falaz donde los haya, porque Estania «flotaba» fenomenalmente bien. Su moneda era estable, los ricos eran ricos como tenía que ser y los pobres, pues pobres pero del montón; pero eso sí, con gran dignidad, que una cosa no quita la otra.

En ese contexto de sangre malgastada, de familias que nunca podrían recomponerse, comienza esta historia, irreal como la vida misma, contada como ficción, para que nadie se moleste más de la cuenta. Este autor ya sospecha que se molestarán, se darán por aludidos, mucho más de lo que supone, aunque intente ser piadoso con tanto impío.

Los insultos y descalificaciones, que le lloverán, le cogen con el paraguas puesto; y si se ponen a mayores tendrá que decir como aquél político, ex ministro de Hacienda: «¡ Tengo las espaldas muy anchas!».

Aunque, la verdad, le sirvió de muy poco; el tiro se lo dieron en la nuca.

Para orientar al lector, aunque seguro que no lo necesita, la obra se divide en dos partes. En la primera se narran los hechos, como debieron ser, o como sus personajes los vivieron. En la segunda, tras años de aquellos aconteceres, un joven abogado con una aparente «curiosidad malsana» y sin ánimo de rencor, pero sin miedo, analiza los hechos y descubre, quizá por casualidad, al autor intelectual de la felonía, o al menos al candidato más probable.

LOS HECHOS NARRADOS POR SUS AUTORES

Estefanía

Se había saltado el cordón policial. Su padre, su adorado padre, debía estar allí, en aquel Parlamento, donde se estaba «cociendo» el futuro de Estania, según decía la radio libre. Su padre eran un asaltante y ella temía que todo fuera una trampa y no saliera con vida. Un oficial de la Guardia Estatal, fuerte como un « castillo», la amenazó pistola en mano. Estefanía no le escuchó, caminó alocadamente hasta la puerta principal. Se escuchó un disparo, la sangre le brotó de la cabeza, apenas tuvo tiempo de sentir: una nube pasajera y un desgarro, un horrible desgarro, por donde se le fue la vida. Carmen, su amiga, se acercó despacio, la tomó la mano aún caliente, pero un empujón y un culatazo la separaron de la escena del crimen. Pues aquello no fue sino un crimen.

Todo había empezado unas horas antes. Un escuadrón de guardias nacionales se presentó en el Parlamento y, según decían los periódicos del día siguiente, secuestró la voluntad nacional. Aquel puñado de militares estaba dirigido por « el Bigotes», un conocido oficial, mal jugador de póker, crédulo hasta la exageración, al que otros habían embolicado, aprovechando su bondad natural y su quizá extravagante sentir patriótico.

Por un descuido de los asaltantes todo había salido en televisión y los estanios, entre asustados y divertidos, habían podido contemplar semejante mascarada. ¿Fue un descuido de los asaltantes o formaba parte del plan?

Los parlamentarios, con su culo pegado en sus poltronas, no decían en principio ni pío, parecían víctimas propiciatorias de aquel individuo armado, de profusos bigotes, y de sus secuaces guardias nacionales. Estaban sorprendidos. ¿Estaban todos sorprendidos? La noche fue pasando y entre cafés y risas nerviosas llegó el alba.

José, un cabo del comando, recordaba que aquella mañana, cuando llegó a la unidad, todos estaban alterados. El maestro armero no daba abasto, las armas, la munición… Todos estaban locos. Lo comentó a su sargento y este le tranquilizó:

—Solo es un ejercicio José, con fuego real, pero un ejercicio.

—¿Y qué hace aquí ese capitán del Servicio de Información? ¿Capellanes, creo que se llama?

—Coordina la operación; eso me ha dicho « el Bigotes» —contestó Jacinto, el sargento.

—Pero si « el Bigotes» tiene toda la experiencia del mundo, más de veinte años en la lucha antiterrorista… para que venga un Capellanes, que no será de Viena precisamente, a coordinar nada. No me gusta, Jacinto; nos están metiendo en un lío.

—En la Guardia Nacional no se discute. No me extraña que no hayas pasado de cabo, pareces un general queriendo saber de todo.

—Nos meterán en un lío, Jacinto, ya verás.

Aquel guardia nacional era un profeta: « el Bigotes», naturalmente, les estaba metiendo en un lío.

Por la tarde, en el autobús que les dirigía a la misión secreta, José seguía refunfuñando. Jacinto, su superior y amigo, le intentaba tranquilizar sin mucho éxito.

—¡Deja de una vez de jugar con el percutor! ¡Pones nervioso a Dios y a su santa Madre! No vamos a disparar, métetelo en la cabeza.

—Sí, claro, y el «naranjero» va de adorno.

—Para impresionar, para impresionar, mayormente.

José movía la cabeza sin estar muy convencido; le habían enseñado a obedecer y eso es exactamente lo que hacía.

Por fin llegó el autobús a su destino. Una inmensa mole de piedra con doble columnata y escalera noble les esperaba. Su aspecto sombrío no auguraba nada bueno.

—¡Todo el mundo abajo! ¡Seguidme! —vociferó « el Bigotes».

Jacinto se quedó junto a José y ambos caminaron a paso ligero con el arma reglamentaria en posición preventiva. En la puerta principal, un par de atolondrados guardias de servicio no daban crédito a sus ojos.

«El Bigotes» les conminó a rendirse.

—¡Paso, Estania está en peligro! ¡He dicho paso!

Y pasó; claro que pasó. Dos guardias «rebeldes» se hicieron cargo de las armas de los sorprendidos defensores, más que nada para evitar tentaciones heroicas. En pocos instantes Jacinto y José tenían ante sí a lo más granado del país, con sus posaderas apoyadas en sus cálidos escaños. Aunque esta situación duró poco. « El Bigotes» quería impresionar, y vaya si lo consiguió: pegó dos o tres tiros y aquellos nobles señores desaparecieron tras sus asientos. Hubo alguna excepción de esas que confirman la regla, pero el resto se escudó, como nunca, tras su escaño.

La noche iba a ser larga. Jacinto distribuyó a sus hombres para vigilar a los nobles y sorprendidos diputados. ¿Todos sorprendidos? Para Jacinto, unos y otros parecían ser víctimas de una historia como de costumbre confusa y casi siempre cruel. Era la historia de Estania, que él había estudiado en el colegio, que siempre suspendía porque no le gustaba, y ahora empezaba a comprender por qué. José, próximo a él, parecía estar con la mente en otro lugar. Sostenía con rabia su «naranjero», muy marcial, pero ausente.

Tampoco a él parecía gustarle la historia y mucho menos su papel.

Al fondo, en un rincón, con cara de no podérselo creer aún, estaba Germán, el teniente Gutiérrez: veintitantos años en la Guardia Nacional, prácticamente todos cerca de su pueblo natal, Vadecerrillos del Oriente; y ahora, cuando acude a un curso a la capital, metido en este « fregao». El curso le importaba tres pepinos, pero le permitía estar más cerca de Estefanía, su hija, estudiante en la capital. Desde que llegó a su nuevo destino tuvo la sensación de que algo gordo se estaba cocinando. Los mandos no estaban a lo que estaban. Llamadas, carreras por los pasillos del cuartel, y más llamadas. Caras serias o circunspectas.

Diálogos cortados en mitad de las frases, en fin: una suma de despropósitos impropios de una unidad con tanta solera. Germán presentía ser un estorbo, aunque con él todos eran amables, como son los oficiales en campaña. « El Bigotes» le había encomendado una misión:

—Establezca los turnos de vigilancia y los descansos del contingente, y que nadie se descuide o suelte un tiro de más. A usted, por su edad y el grado, le respetarán.

—Sí, mi coronel, como usted diga.

Aquella tropa, disciplinada en origen, cumplía ordenadamente su cometido. Dentro del desorden producido, había un orden establecido, que mantenía a parlamentarios, ujieres, visitas, camareros y guardias en equilibrio estable.

Hasta los baños estaban controlados, y la central de teléfonos contaba con un refuerzo adicional. La central era el dominio de Capellanes, que con media docena de guardias la hacía inexpugnable. Germán, a pesar de la intranquilidad y el insomnio, propio de la situación, se aburría. Su único pensamiento era para Estefanía.

Capellanes

El capitán Carlos Capellanes jamás hablaba con nadie de la tropilla, salvo a través del teléfono y de vez en cuando con el coronel, al que debía tener informado. Posteriormente, Germán supo que era un militar del Servicio de Información. Capellanes pertenecía desde hacía años a ese servicio y era la persona encargada de que el operativo saliera, según órdenes superiores. Por eso mantuvo comunicación abierta con su superior durante toda la operación. Todas las ordenes venían de fuera, ¿Quién era, entonces, « el Bigotes»?

¿Solo el ejecutor? ¿Quién estaba manejándolo? Germán sintió un escalofrío cuando a medianoche llegó a esa conclusión. Con el coronel, todo el mundo, dentro de la tropa, estaba «a muerte». Se conocía su valor y su lealtad, que todo guardia nacional sabía apreciar, pero, ¿y si solo era un pelele manejado desde el exterior? «Estaríamos con el culo al aire y todo se nos vendría encima, si los propósitos del autor de la jugada así lo requerían». Aquel edificio, militarmente, era una ratonera, y el oficio de secuestrador a Germán no le gustaba ni un pelo.

—¿Pero quién diantres es Capellanes? —murmuraba Germán.

De madrugada, Capellanes informó al coronel de una visita clave. Un militar de alto rango vendría para hacerse cargo de la situación. El coronel asentía con la cabeza, debía ser lo que estaba esperando.

Germán, desde un extremo, contemplaba la escena. Los guardias, tensos e impacientes, guardaban disciplinado silencio. Jacinto se acercó a José y le susurró al oído:

—Esto se acaba, estate tranquilo

—Lo dudo, creo que se complica —contestó José con su optimismo habitual.

No le faltaba razón. El plan de Rasgada, el alto oficial de Información, que lo había pergeñado, entraba en una segunda fase, quizá la más peligrosa. Todo dependería de la actitud del coronel: si tragaba o no, o si salía por peteneras. Rasgada había dicho a los conspiradores:

—Hay que confiar en la disciplina del coronel. Es una virtud que ha mamao desde cadete y no va a fallar.

Todos apoyaron a Rasgada; solo Pedrolada, el general que debía proponer la siguiente fase al «Bigotes», no estaba tan seguro.

—Rasgada, mucho te fías tú en la disciplina. El coronel es muy suyo y tiene ideas propias, y eso en nuestro oficio puede ser peligroso.

—Mi general, no tendrá otra alternativa… bueno; rendirse —dijo esbozando una ligera sonrisa.

—Cuando le haga la propuesta iré armado, por si las moscas.

—Eso nunca está de más.

Pedrolada era el alto militar encargado de lo que Rasgada llamó «la fase II». La uno había acabado con la toma del Parlamento y el control de los medios de comunicación, incluida la televisión oficial. A esas alturas el país y sus ciudadanos deberían estar lo suficientemente asustados para aceptar con gozo una solución o la venida del «salvador». En toda tragicomedia que se precie debe haber planteamiento, nudo y desenlace. Con la llegada de la madrugada se acercaba la resolución del nudo en lo que terminaría siendo una comedia bufa, salvo para Estefanía y su desolado padre Germán, que no sabía aún lo que se le venía encima.

Pedrolada

Pedrolada era un general, muy a pesar suyo, ya que lo suyo siempre fue la cortesía y las buenas formas: un caballero, como comentaba un compañero de promoción que tuvo la dicha de compartir horas y horas de academia. Religioso y con una gran preparación intelectual, era el general preferido de la camarilla real.

Sus buenas formas, su lealtad a prueba de artillería y su puesto destacado en el Estado Mayor, le hacían el hombre idóneo para encabezar la operación que los conspiradores estaban tramando.

Bastaron un par de reuniones para que el general diera el visto bueno y se implicara en los hechos.

—¿Me dais palabra de que no va contra el rey?

—Por Dios, Pedrolada, la duda ofende. Es por su estabilidad y por el bien de la patria, naturalmente.

—¿Tan amenazada la veis?

—Más que amenazada, herida, herida de muerte, con un presidente que mejor lo fuera de casino de provincias que del reino de Estania —respondió de forma iracunda un conspirador bajito, con tendencia a la obesidad, de unos treinta y tantos años. Aunque no había dicho hasta entonces esta boca es mía, todos los demás parecían proferirle una gran veneración. No en vano estaban allí reunidos, analizando el plan.

Pedrolada calló y desde ese mismo momento se puso a su disposición. Nada sabía sobre que iba a ser el protagonista del plan B, que había desarrollado aquel iracundo conspirador, y mucho menos que le conduciría al fracaso y probablemente a la cárcel como felón.

Rasgada

Desde chico siempre quiso ser investigador y militar. De él, su abuela decía dirigiéndose a su padre:

—Este es un intrigante, Javier.

—Déjale, es un rapaz despierto, fíjate que notas trae del colegio.

Y el padre enseñaba a su abuela los sobresalientes en todas sus asignaturas.

—Muy listo, ya lo sé; pero siempre maquinando —respondía su abuela.

A los dieciséis años ya era cadete, luego número uno de su promoción, después entró en el Estado Mayor y, ya de Comandante, jefe de una de las secciones más importantes del Servicio de Información: la encargada de la Seguridad del Estado, nada menos. Ahora era también investigador. Le faltaba la faceta de intrigante para cumplir el vaticinio de su abuela. Esa oportunidad le llegó y, naturalmente, no podía desaprovecharla. Estaba en sus genes; aunque no le fascinó esa empresa, terminó participando.

—Mi comandante, un civil quiere verle, dice que es urgente —le informó su secretario.

—No estoy para urgencias, que deje una nota y ya veremos.

—Es que trae una nota.

—Pues que la deje.

—Es de la Secretaría de la Casa Real, mi comandante.

—¡Coño! Que pase.