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Mikhail Bakunin

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Beschreibung

Estatismo y anarquía es un ensayo escrito por Mijaíl Bakunin, un filósofo y activista político ruso, considerado como uno de los fundadores del anarquismo. El ensayo fue escrito en 1873 y es una crítica a las ideas del socialismo autoritario y del marxismo, que defienden la idea de un estado fuerte como solución a los problemas sociales.

Mijaíl Bakunin (1814-1876) es uno de los más importantes pensadores políticos del siglo XIX. Su legado ha influido en una amplia variedad de movimientos sociales y políticos, incluyendo el anarcosindicalismo, el comunismo libertario, el feminismo y el ecologismo. Bakunin también fue un crítico del autoritarismo, el poder político y la religión, y defendió la libertad individual y la igualdad social como valores fundamentales para la creación de una sociedad justa y libre.

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Mikhail Bakunin

Estatismo y anarquía

The sky is the limit

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Tabla de contenidos

Estatismo y anarquía

Estatismo y anarquía

La Asociación Internacional de los Trabajadores, cuyo origen apenas se remonta a nueve años, ha conseguido durante ese tiempo llegar a una tal influencia sobre el desenvolvimiento práctico de las cuestiones económicas, sociales y políticas en toda Europa, que ningún periodista u hombre de Estado puede rehusarle, en la hora que corre, el interés más serio y con frecuencia el más inquietante. El mundo oficial y oficioso, y el mundo burgués en general, ese mundo de felices explotadores del trabajo penoso, la considera con esa emoción interior que se experimenta a la aproximación de un peligro amenazador aunque desconocido o apenas definido; como si se tratara de un monstruo que deberá tragar infaliblemente todo este sistema social y económico si no se tomasen desde ahora medidas enérgicas, aplicadas simultáneamente en todos los países de Europa, para poner fin a su éxito rápido y creciente.

Se sabe bien que después de la última guerra que rompió la hegemonía histórica de la Francia estatista en Europa –reemplazándola por la hegemonía aún más detestada del pangermanismo estatista–, las medidas contra la Internacional se convirtieron en objeto preferido de las negociaciones intergubernamentales. Es un fenómeno excesivamente natural. Los Estados que, en el fondo, se odian unos a otros y que son eternamente irreconciliables, no han podido ni pueden encontrar otra base de entente que el sometimiento concertado de las masas trabajadoras que forman la base común, el fin de su existencia. No es necesario decir que el príncipe de Bismarck ha sido, y sigue siéndolo, el inspirador principal de esa nueva Santa Alianza. Sin embargo, no fue él quien primero presentó sus proposiciones. Dejó ese honor dudoso a la iniciativa del humillado gobierno del Estado francés que acababa justamente de arruinar.

El ministro de los negocios extranjeros de la administración pseudopopular, ese traidor de la república, pero al contrario, amigo abnegado y defensor de la orden de los jesuitas, que cree en Dios y desprecia la humanidad, y es despreciado a su vez por todos los defensores honestos de la causa del pueblo –el famoso hablador Jules Favre, que cede quizás únicamente al señor Gambetta el honor de ser el prototipo de todos los abogados–, ese hombre asumió con regocijo la misión de calumniador feroz y de denunciante. Entre los miembros del gobierno llamado de “Defensa nacional” estaba, sin duda, uno de los que más contribuyeron al desarme de la defensa nacional y a la capitulación notoriamente pérfida de París, en manos del vencedor arrogante, insolente y despiadado. El príncipe de Bismarck se burló de él y lo insultó ante el mundo. Y he ahí que ese Jules Favre, como enorgullecido de esa doble infamia –la suya propia y la de Francia traicionada, y quizá vendida por él–, movido al mismo tiempo por el deseo de entrar en la buena consideración del humillador, el gran canciller del victorioso imperio germánico, y por su odio profundo al proletariado, en general, y sobre todo al obrero parisiense, helo ahí haciendo su aparición con una denuncia formal contra la Internacional. Los miembros de ésta que, en Francia, se encontraban a la cabeza de las masas obreras, intentaron suscitar una sublevación popular contra los conquistadores alemanes tanto como contra los explotadores, los gobernantes y los traidores del interior. Crimen terrible por el cual la Francia oficial o burguesa castigará con una severidad ejemplar a la Francia popular.

Por eso la primera palabra pronunciada por el gobierno francés al día siguiente de la derrota horrible y vergonzosa, ha sido la de la reacción más abominable.

¿Quién no ha leído la circular memorable de Jules Favre, en la cual la mentira desnuda y la ignorancia más crasa aún no ceden más que a la ferocidad impotente y furiosa del republicano renegado? Es el grito de angustia, no de un solo hombre, sino de toda la civilización burguesa que consumió todo en el mundo y está condenada a muerte por su debilitamiento total. Presintiendo el acercamiento del fin inevitable, se aferra a todo con una desesperación furiosa, siempre que pueda prolongar su existencia malhechora apelando a todos los ídolos del pasado, destronados ya en otro tiempo por ella misma: Dios y la iglesia, el Papa y el derecho patriarcal, y, sobre todo, como mejor medio de salvación, el apoyo de la policía y la dictadura militar, aunque fuese prusiana, siempre que salve los hombres honestos de la terrible tempestad de la revolución social.

La circular del señor Jules Favre halló un eco… y ¿dónde, creeréis? ¡En España! El señor Sagasta, el ministro de una hora, del rey de España de una hora, Amadeo, quiso, a su vez, agrandar al príncipe de Bismarck e inmortalizó su nombre. También promovió una cruzada contra la Internacional. No satisfecho con las medidas estériles e impotentes que no provocaron más que una actitud burlesca del proletariado español, también él redactó una circular diplomática de bellas frases por la cual sin embargo recibió, con el asentimiento indudable del príncipe Bismarck y de su ayudante Jules Favre, una lección bien merecida del gobierno más prudente y menos libre de la Gran Bretaña, y cayó algunos meses más tarde.

Parece, por lo demás, que la circular del señor Sagasta, aunque hablase en nombre de España, fue inventada, si no redactada, en Italia, bajo el impulso directo del rey experimentado que era Víctor Manuel, el padre afortunado del desgraciado Amadeo.

Las persecuciones contra la Internacional en Italia fueron prendidas por tres partes diferentes: primero, como había que esperarlo, el Papa mismo pronunció su condena. Lo hizo del modo más original, mezclando en un mismo anatema a todos los miembros de la Internacional, los francmasones, los jacobinos, los racionalistas, los deistas y los católicos liberales. Según la definición del Papa, pertenece a esa asociación reprobada todo el que no se someta ciegamente a su charlatanería inspirada por Dios. Es así como definía el comunismo hace 26 años un general prusiano: “¿Sabéis –decía a sus soldados– lo que es ser comunista? Eso significa poder obrar contra el pensamiento y la voluntad suprema de Su Majestad el Rey”.

Pero no fue solamente el papa católico el que maldijo la Asociación Internacional de los Trabajadores. El célebre revolucionario Giuseppe Mazzini, mucho más conocido en Rusia como patriota italiano, conspirador y agitador que como metafísico deísta y fundador de la nueva iglesia en Italia –sí, ese mismo Mazzini– consideró útil y necesario, en 1871, al día siguiente de la derrota de la Comuna de París, cuando los ejecutores feroces de los decretos feroces de Versalles fusilaban por millares a los comunistas desarmados, unir al anatema de la Iglesia católica y a las persecuciones policiales del Estado, su anatema propio, llamado patriótico y revolucionario, pero en el fondo absolutamente burgués y al mismo tiempo teológico. Creía que su palabra bastaría para matar en Italia la menor simpatía hacia la Comuna de París y estrangular en germen las secciones internacionales que acababan de florecer. Tuvo lugar lo contrario: nada ayudó más al reforzamiento de esas simpatías y a la multiplicación de las secciones internacionales que su anatema vibrante y solemne.

El gobierno italiano, por su parte, enemigo del Papa, pero más enemigo aún de Mazzini, no durmió tampoco. No comprendió al principio el peligro que lo amenazaba por parte de la Internacional que se desarrollaba con rapidez no sólo en las ciudades, sino también en las aldeas de Italia. Creía que la nueva Asociación no servía más que para reaccionar contra el éxito de la propaganda republicano–burguesa de Mazzini, en ese sentido no se engañó en su cálculo. Pero llegó pronto a la conclusión que la propaganda de los principios de la revolución social en medio de una población excitada, llevada por él mismo a un grado extremo de pobreza y de opresión, se volvía mucho más peligrosa que todas las agitaciones y empresas políticas de Mazzini. La muerte del gran patriota italiano, que siguió de cerca a su ataque venenoso contra la Comuna de París y contra la Internacional, apaciguó, por lo que a él se refería, al gobierno italiano. El partido mazziniano, sin jefe, no le inspiraba en lo sucesivo ningún temor. El proceso de descomposición tenía lugar visiblemente en el seno del partido, y como su origen y su fin, lo mismo que su composición, tenía un carácter netamente burgués, dio indicios innegables de la impotencia que aflige en la hora actual a todas las empresas burguesas.

Muy diferente es la propaganda y la organización de la Internacional en Italia. Se dirigen directa y exclusivamente a los medios obreros que, en Italia como en todos los demás países de Europa, concentran en sí toda la vida, toda la fuerza y el porvenir de la sociedad contemporánea. Se adhieren a ello sólo algunas unidades del mundo burgués que han aprendido a detestar con toda su alma el orden actual –el orden político, económico y social– volvieron las espaldas a la clase de que son originarios y se consagraron enteramente a la causa del pueblo. Esos hombres no son numerosos, pero son inapreciables, ciertamente bajo la condición de que, al declararse enemigos encarnizados de la tendencia burguesa hacia la dominación, pueden sofocar en ellos los últimos vestigios de su ambición personal. En ese caso son, lo repito, verdaderamente inestimables. El pueblo les da la vida, la fuerza elemental y el fundamento, pero en cambio ellos le aportan los conocimientos positivos, el hábito de la abstracción y de la generalización y la aptitud para organizarse y fundar uniones que, a su vez, crean la fuerza creadora consciente sin la cual toda victoria es imposible.

En Italia, como en Rusia, se encontró un número bastante considerable de jóvenes de esta categoría, mucho más que en cualquier otro país. Pero lo que es mucho más importante es que existe en Italia un proletariado enorme, excesivamente inteligente por naturaleza, pero muy frecuentemente sin instrucción y viviendo en una miseria abyecta: ese proletariado está compuesto de dos o tres millones de obreros de las ciudades, de fábricas y de pequeños artesanos, y de aproximadamente veinte millones de campesinos desprovistos de todo bienestar. Como se ha dicho ya más arriba, esa clase innumerable de trabajadores es reducida por la administración opresiva y ladrona de las clases propietarias –bajo el cetro liberal del rey libertador y del amontonador de tierras italianas– hasta un tal grado de desesperación, que aun los defensores y los cómplices interesados de la administración actual comienzan a confesar y a hablar abiertamente en el Parlamento y en los periódicos oficiales de que es imposible continuar del mismo modo, y que es urgente hacer algo por el pueblo a fin de evitar un cataclismo popular que lo destruya todo a su paso.

En ninguna parte es tan inminente la revolución social como en Italia, en ninguna parte, si exceptuar siquiera España a pesar de la existencia en ese país de una revolución oficial, mientras que en Italia todo parece tranquilo. Todo el populacho espera en Italia una transformación social y aspira hacia ella conscientemente. Se puede, pues, imaginarse uno con qué amplitud, con qué necesidad y con qué entusiasmo fue acogido el programa de la Internacional y lo es hasta hoy por el proletariado italiano. No existe en Italia, como sucede en la mayor parte de los países de Europa, un estrato especial de obreros, privilegiados en un cierto grado gracias a un salario elevado, ostentando incluso su educación literaria e impregnados, en tal grado, de principios, tendencias y vanidades burguesas que el elemento obrero perteneciente a ese grupo no se distingue de la clase burguesa más que por su posición, pero de ningún modo por su tendencia. Esa clase de trabajadores se encuentra sobre todo en Alemania y Suiza; en Italia, al contrario, es insignificante y se pierde en la gran masa sin dejar el menor rastro o influencia. En Italia predomina el proletariado extremadamente pobre, ese Lumpenproletariat de que los señores Marx y Engels y en consecuencia toda la escuela socialdemócrata de Alemania, hablan con un desprecio profundo; pero muy injustamente, porque en él, y en él solamente, y ciertamente no en el estrato burgués de la masa obrera de que acabamos de hablar, es donde está cristalizada toda la inteligencia y toda la fuerza de la futura revolución social.

Tendremos aún que volver sobre esta cuestión; por el momento limitémonos a sacar la conclusión siguiente: gracias a ese predominio decisivo del proletariado extremadamente pobre en Italia, la propaganda y la organización de la Asociación Internacional de los Trabajadores adquirieron, en ese país, un carácter profundamente apasionado y verídicamente popular, y es justamente gracias a eso que, sin verse restringidas a las grandes ciudades, abarcaron pronto la población rural.

El gobierno italiano comprende actualmente el peligro de ese movimiento y se esfuerza por todos los medios, pero en vano, por sofocarlo. No publica circulares sonoras y pomposas, pero obra como un poder policial, a la sordina, y sofoca sin explicaciones, sin tumulto. Disuelve, una tras otra, y a despecho de todas las leyes, las sociedades obreras con la sola excepción de las que cuentan entre sus miembros honorarios a los príncipes, a los ministros, a los prefectos o, en general, a los hombres ilustres y venerables. Todas las otras sociedades obreras son, al contrario, perseguidas despiadadamente por el gobierno que se apodera de sus documentos, de sus cajas y encierra a sus miembros, durante meses enteros, sin forma de proceso, sin examen ninguno, en sus sucias prisiones.

No hay ninguna duda de que al obrar así, el gobierno italiano es guiado no sólo por su propia sabiduría, sino también por los consejos e indicaciones del ilustre canciller de Alemania, lo mismo que antes seguía dócilmente los mandatos de Napoleón III. Italia está en una situación singular, porque mientras por el número de sus habitantes y por la extensión de sus tierras, debiera ser contada entre las grandes potencias, por su fuerza propiamente dicha este país arruinado, podrido y, a pesar de todos sus esfuerzos, bastante mal disciplinado, y además odiado por las grandes masas y también por la pequeña burguesía, apenas puede ser considerado como una potencia de segundo orden. Es por esas razones que le es necesario un protector, es decir, un amo fuera de Italia; y todo el mundo hallará natural que después de la caída de Napoleón III el príncipe de Bismarck se tenga por aliado indispensable de esa monarquía, creada por la intriga piamontesa preparada por los esfuerzos y hazañas patrióticas de Mazzini y Garibaldi.

La mano del ilustre canciller del imperio pangermánico pesa mucho, en la hora actual, en toda Europa; sólo Inglaterra, quizá, constituye una excepción y no es sin inquietud como ésta ve elevarse esa nueva potencia, y también España que está garantizada contra la influencia reaccionaria de Alemania, al menos por los primeros tiempos, tanto por su revolución como por su situación geográfica. La influencia del nuevo imperio se explica por el triunfo asombroso obtenido sobre Francia. Todos reconocen que por su posición, por los enormes recursos conquistados por ella y por su organización interior, ocupa decididamente al presente el primer puesto entre las grandes potencias europeas y está en estado de hacer sentir su hegemonía a cada una de ellas. Que su influencia tiene que ser inevitablemente reaccionaria no cabe duda alguna.

La Alemania tal como es ahora, unida por el fraude 1 general y patriótico del príncipe de Bismarck, y reposando por una parte en la organización y la disciplina ejemplares de su ejército que está dispuesto a estrangular y a masacrarlo todo en el mundo y a perpetrar toda suerte de crímenes en el interior del país lo mismo que en el extranjero a la primera señal de su emperador–rey, y por otra en el patriotismo feudal, en la ambición nacional ilimitada y en el culto divino del poder que caracteriza hasta hoy a la aristocracia alemana, a toda la corporación de sabios alemanes y al pueblo alemán mismo; Alemania, digo, enorgullecida por el poder constitucional despótico de su autócrata y potentado, representa y reúne en sí enteramente uno de los dos polos del movimiento político y social contemporáneo, principalmente el polo del estatismo, del Estado, de la reacción.

Alemania es un Estado por excelencia, como lo era Francia bajo Luis XIV y bajo Napoleón I, como no dejó de serlo hasta hoy Prusia. Desde la creación definitiva del Estado prusiano por Federico II, la cuestión era: ¿va Alemania a devorar a Prusia o Prusia a Alemania? Ahora se sabe ya que fue Prusia la que se tragó a Alemania. Se deduce de ello que en tanto que Alemania sea un Estado, a pesar de todas las formas pseudoliberales, constitucionales, democráticas e incluso demócratas socialistas, será inevitablemente el representante principal y de primer orden y la fuente continua de todas las especies de despotismo en Europa.

Hay que constatar que desde la formación del nuevo estatismo en la historia, desde la segunda mitad del siglo XVI, Alemania, agregándose el imperio austríaco en tanto que es alemán, no ha cesado jamás de ser, en el fondo, el centro principal de todos los movimientos reaccionarios de Europa, sin exceptuar el período en que el ilustre librepensador coronado Federico II correspondía con Voltaire. Hombre de Estado de gran inteligencia, discípulo de Machiavello y preceptor de Bismarck, lanzaba invectivas contra todo: contra Dios y contra los hombres, sin exceptuar, naturalmente, a su corresponsal–filósofo, y no creía más que en su propio espíritu de Estado, apoyándose con eso, como siempre, en la fuerza divina de los batallones innumerables (Dios está siempre de parte de los fuertes batallones, decía), y también en la economía y en el perfeccionamiento posible de la administración interior del país, de la administración mecánica y despótica, naturalmente. Es en eso en lo que, según él, y según nosotros también, se resume en efecto toda la esencia del Estado. Todo lo demás no es más que decoración inocente que tiene por objeto engañar los sentimientos delicados de los hombres incapaces de soportar la verdad severa y dura.

Federico II había perfeccionado y terminado la máquina estatal construida por su padre y su abuelo y preparada por sus antepasados, y esa máquina se ha convertido en manos de su digno sucesor, el príncipe de Bismarck, en instrumento para la conquista y para la pruso–germanización posible de Europa.

Alemania, hemos dicho, desde el período de la Reforma, no ha cesado de ser la fuente principal de todos los movimientos reaccionarios en Europa; desde la mitad del siglo XVI hasta 1851 la iniciativa de ese movimiento pertenecía a Austria. Desde 1815 a 1866 se repartió entre Austria y Rusia, con el predominio, sin embargo, de la primera en tanto que fue administrada por el viejo príncipe Metternich, es decir, hasta 1848. Desde 1815 se acercó a esa Santa Alianza de la reacción puramente germánica, más bien a título de amateur que de hombre de negocios, el knut tártaro–alemán, knut imperial de todas las Rusias.

Movidos por un deseo natural de desembarazarse de la pesada responsabilidad por todas las ignominias cometidas por la Santa Alianza, los alemanes tratan de asegurarse y de asegurar a los demás que su instigador en jefe era Rusia. No somos nosotros los que defenderemos la Rusia imperial, porque es precisamente en razón de nuestro profundo amor al pueblo ruso, y porque deseamos tan ardientemente su progreso más amplio y su libertad más completa que odiamos ese imperio panruso inmundo como ningún alemán podría jamás odiarlo. Contrariamente a los socialdemócratas alemanes, de quienes el primer objetivo de su programa es la creación de un Estado pangermánico, los revolucionarios socialistas rusos aspiran ante todo a la abolición total de nuestro Estado, convencidos de que en tanto que el estatismo –bajo cualquier forma que exista–, pase sobre nuestra nación, el pueblo permanecerá en la situación de esclavo miserable. Así, pues, no por deseo de defender la política del gabinete de San Petersburgo, sino por la verdad que es útil en todas partes y siempre, respondemos a los alemanes lo que sigue:

Es verdad que la Rusia imperial en la persona de dos testas coronadas –Alejandro I y Nicolás–, parecía inmiscuirse bastante activamente en los asuntos interiores de Europa: Alejandro corría de un fin a otro y hacía gran ruido: Nicolás se enfurruñaba y lanzaba amenazas. Pero todo acababa allí. No han hecho nada, no porque no quisieran hacer nada, sino porque no tenían nada que hacer, pues sus amigos mismos, los alemanes austríacos y prusianos, se lo habían prohibido; el papel honorable de espantajos nos fue concedido, mientras que los actores verídicos eran Austria y Prusia y, en fin, bajo la dirección y con el permiso de una y otra, los Borbones de Francia (contra España).

El imperio de todas las Rusias no sobrepasó más que una vez sus funciones, principalmente en 1849, y eso para salvar el imperio austríaco, agitado por la insurrección húngara. Durante la extensión de nuestro siglo Rusia sofocó dos veces la revolución polaca, y en esas dos ocasiones, lo hizo con ayuda de Prusia, tan interesada en el mantenimiento de la esclavitud polaca como Rusia misma. Hablo naturalmente de la Rusia imperial. La Rusia del pueblo es imposible sin la independencia y la libertad de Polonia.

Que el imperio ruso no podría, en el fondo, desear otra influencia sobre Europa más que la más nociva y la más enemiga de la libertad; que todo nuevo hecho de crueldad gubernamental de una opresión triunfante, toda nueva sumersión de la revuelta popular en la sangre del pueblo y en cualquier país que fuera, halló siempre su simpatía más calurosa, ¿se podría dudar? Pero la cuestión no es ésa. Se trata de determinar el grado de su influencia efectiva y de saber si ocupa, por su inteligencia, por su poder y por sus riquezas una posición predominante en Europa para que su voz pueda resolver esas cuestiones.

Basta profundizar en la historia de los últimos sesenta años así como en la esencia misma de nuestro imperio tártaro–germánico para poder responder negativamente. Rusia está lejos de ser una fuerte potencia, como gusta de soñar la imaginación de nuestros patriotas de campanario, la imaginación pueril de los paneslavistas occidentales, así como la imaginación de los liberales serviles de Europa, enloquecidos por su vejez y por el miedo y dispuestos a inclinarse ante toda dictadura militar del país propio o del exterior, siempre que los desembarace del peligro terrible que amenaza por parte de su propio proletariado. Aquellos que, sin estar guiados por las esperanzas o por el miedo, consideran sobriamente la situación actual del imperio peterburgués, saben bien que no ha emprendido nunca nada y no emprenderá nunca nada en Occidente o contra el Occidente por su propia iniciativa de otro modo que por provocación de una gran potencia occidental y, en ese caso, ciertamente no de otro modo que por una alianza íntima con ésta. Toda su política, desde que existe, consistió principalmente en rozarse, de una manera o de otra, con una empresa ajena; y desde el reparto infame de Polonia, concebido, como se sabe, por Federico II que propuso a Catalina II repartir entre ambos también la Suecia. Prusia fue justamente esa potencia occidental que no cesó de prestar ese servicio al imperio panruso.

Por lo que se refiere al movimiento revolucionario en Europa, Rusia hacía en manos de los estadistas prusianos el papel de espantajo y frecuentemente de parapeto tras el cual ocultaban muy hábilmente sus propias empresas invasoras y reaccionarias. Pero después de una serie sorprendente de victorias ganadas por las tropas pruso–germánicas en Francia, después de la derrota definitiva de la hegemonía francesa en Europa y de su reemplazo por la hegemonía pangermánica, ese parapeto se volvió superfluo y habiendo el nuevo imperio realizado los sueños más últimos del patriotismo alemán, apareció en todo el esplendor de su potencia de conquistador y de su iniciativa sistemáticamente reaccionaria.

Si, es Berlín el que se ha convertido, actualmente, en el verdadero jefe y en la capital de toda la reacción viviente y activa de Europa, y el príncipe de Bismarck, su director en jefe y su primer ministro. Digo bien, de la reacción viviente y activa, y no moribunda. La reacción moribunda o caída en la infancia – la reacción católica por excelencia– ambula aún como una sombra siniestra, pero ya sin fuerza, en Roma, en Versalles, en parte en Viena y en Bruselas; la otra, la knutopeterburguesa, está lejos de ser una sombra, pero, no obstante, desprovista de sentido y de un porvenir cualquiera continúa aún su conducta desordenada en los confines del imperio panruso… Pero la reacción viviente, inteligente y verdaderamente poderosa está en lo sucesivo concentrada en Berlín y se extiende sobre todos los países de Europa desde el nuevo imperio germánico administrado por el genio estatista, y por eso mismo antipopular en el más alto grado del príncipe de Bismarck.

Esta reacción no es otra cosa que el coronamiento de la idea antipopular del Estado nuevamente constituido, cuyo único fin es organizar la explotación más vasta del trabajo en provecho del capital que está concentrado en manos de un puñado: así, pues, es el triunfo del reino de la alta finanza, de la bancocracia bajo la protección poderosa del poder fiscal, burocrático y policial que se apoya sobre todo en la fuerza militar y es, por consiguiente, esencialmente despótico aun enmascarándose bajo el juego parlamentario del pseudoconstitucionalismo.

La producción capitalista contemporánea y las especulaciones de los bancos exigen, para su desenvolvimiento futuro y más completo, una centralización estatista enorme, que sería la única capaz de someter los millones de trabajadores a su explotación. La organización federal, de abajo a arriba, de las asociaciones obreras, de grupos, de comunas, de cantones y en fin de regiones y de pueblos, es la única condición para una libertad verdadera y no ficticia, pero que repugna a su convicción en el mismo grado que toda autonomía económica es incompatible con sus métodos. Al contrario, se entienden a maravilla con la llamada democracia representativa: porque esa nueva forma estatista, basada en la pretendida dominación de una pretendida voluntad del pueblo que se supone expresada por los pretendidos representantes del pueblo en las reuniones supuestamente populares, reúne en sí las dos condiciones principales necesarias para su progreso: la centralización estatista y la sumisión real del pueblo soberano a la minoría intelectual que lo gobierna, que pretende representarlo y que infaliblemente le explota.

Cuando hablemos del programa social–político de los marxista, lassalleanos y en general de los socialdemócratas alemanes, tendremos ocasión de examinar más de cerca y de esclarecer más esta verdad. Volvamos ahora nuestra atención sobre otro aspecto de la cuestión.

Toda la explotación del trabajo humano, por aquellas formas políticas de la pretendida dominación del pueblo y de la pretendida libertad del pueblo que no sea dorada, es siempre amarga para el trabajador. Se deduce de ahí que ninguna nación, por humilde que fuese por naturaleza o tan obediente a la autoridad que pueda cambiar esa obediencia en hábito, querrá voluntariamente someterse: para conseguirlo será necesario, pues, recurrir a la coacción incesante, a la violencia, es decir, al control policial, y la fuerza militar se hace indispensable.

El Estado moderno es necesariamente, por su esencia y su objetivo, un Estado militar; por su parte, el Estado militar se convierte también, necesariamente, en un Estado conquistador; porque si no conquista él, será conquistado, por la simple razón que donde reina la fuerza no puede pasarse sin que esa fuerza obre y se muestre. Por consiguiente, el Estado moderno debe ser absolutamente un Estado enorme y poderoso: es la condición fundamental de su existencia.

Y lo mismo que la producción capitalista y la especulación de los bancos que, al fin de cuentas, devora esa producción misma deben, por temor a una bancarrota, ampliar sin cesar sus límites en detrimento de las especulaciones y producciones menos grandes, a las que engloban y aspiran a universalizarse; lo mismo el Estado moderno, militar por necesidad, lleva en sí la aspiración inevitable a convertirse en un Estado universal, pero un Estado universal es, claro está, irrealizable, en todo caso sólo habría podido existir un solo Estado semejante; dos Estados, uno al lado del otro, son decididamente imposibles.

La hegemonía es simplemente la manifestación modesta y práctica de esa aspiración irrealizable inherente a todo Estado; y la primera condición de la hegemonía es la debilidad comparativa y la sumisión, al menos, de todos los Estados vecinos. Así, en tanto que existió la hegemonía de Francia, encontró expansión en la impotencia estatal de España, de Italia y de Alemania: y hasta hoy los hombres del Estado francés –y entre ellos Thiers, el primero– no pueden perdonar a Napoleón III el haber permitido a Italia y a Alemania unirse y conjugar sus fuerzas.

Francia cedió ahora el puesto al Estado germánico que, según nosotros, es el único Estado verdadero en Europa.

El pueblo francés está destinado a disfrutar aún de un papel importante en la historia, pero la carrera estatista de Francia ha terminado. El que conoce el carácter de los franceses dirá, con nosotros, que si Francia hubiese podido ser una potencia de primer orden le será imposible ser un Estado secundario, incluso igual a otra potencia. En tanto que Francia como Estado sea gobernada por estadistas –es lo mismo serlo por el señor Thiers que por el señor Gambetta o por los duques de Orleans– no podrá reconciliarse nunca con su humillación; hará siempre sus preparativos para una nueva guerra y pensará siempre en la “revancha” y en el restablecimiento de su grandeza perdida.

¿Lo conseguirá? Decididamente, no. Gran número de razones nos lo indican. Anotemos las dos razones principales. Los últimos acontecimientos han demostrado que el patriotismo, esa virtud suprema del estatismo, esa alma de la fuerza estatista, no existe ya en Francia. Se manifiesta quizás aún en las altas esferas, por la vanidad nacional; pero esa vanidad misma es ya tan débil, tan carcomida en su raíz por la necesidad burguesa Y por el hábito de sacrificar los intereses idealistas a los intereses realistas que durante la última guerra no pudieron, como para el pasado, transformar, aunque fuese sólo por un instante, en héroes llenos de abnegación y en patriotas, a los almaceneros, a los hombres de negocios, a los especuladores de la alta finanza, a los oficiales, a los generales y a la nobleza que recibió su educación de manos de los jesuitas. Todos tuvieron miedo, todos se volvieron traidores, todos se pusieron a salvar solamente sus bienes, todos abusaron del infortunio de Francia, todos se esforzaron, con una desvergüenza sin igual, por superarse los unos a los otros en la obtención de favores del vencedor despiadado y arrogante, convertido en amo de los destinos franceses; todos, unánimemente y cueste lo que cueste, predicaron la sumisión, la humildad y rogaron la paz… Y ahora todos esos charlatanes corrompidos se cubren de nuevo con los colores nacionalistas, procurando excederse, pero ese grito ridículo y repulsivo de héroes mezquinos no puede sofocar el testimonio demasiado vibrante de su cobardía de la víspera.

Lo que es incomparablemente más importante es que ni un grano de patriotismo fue descubierto en la población rural de Francia. Sí, en contra de todas las suposiciones, el campesino francés, desde que se ha convertido en propietario, ha dejado de ser patriota. En el tiempo de Juana de Arco soportó él solo, sobre sus espaldas toda la Francia. En 1792 y más adelante la protegió contra la coalición militar de toda Europa. Pero entonces era otra cosa; gracias a la venta a bajo precio de las propiedades de la Iglesia y de la nobleza, se hizo propietario de la tierra que antes cultivaba como esclavo, y temía, con razón, que en caso de derrota nacional, los emigrantes de la nobleza que seguían de cerca a los ejércitos alemanes, le quitarían la propiedad de que acababa de tomar posesión; mientras que actualmente no siente ya esos temores, y consideró con indiferencia la derrota vergonzosa de su querida patria. Con excepción de Alsacia y de Lorena donde –cosa curiosa y como para burlarse de los alemanes que se obstinaban en considerarlas provincias puramente alemanas–, los signos indudables de patriotismo eran combatidos, los campesinos expulsaban de toda Francia a los voluntarios franceses y extranjeros que se habían armado para salvar a Francia, y les rehusaban todo socorro, incluso denunciándolos a menudo a las prisiones y saliendo al encuentro de los alemanes, al contrario, con los brazos abiertos.

Se puede adelantar plenamente como verdad que el patriotismo no ha encontrado asilo más que entre el proletariado de las ciudades.

En París, como en todas las demás provincias y ciudades de Francia, él solo quiso y exigió que se armase al pueblo para la guerra hasta la última gota de sangre. Y como fenómeno singular, es precisamente sobre ese proletariado sobre el que se descargó todo el odio de las clases propietarias, como si se sintiesen ultrajadas porque los “hermanos menores” (expresión del señor Gambetta) demostraban una virtud más grande y una abnegación patriótica más elevada que los mayores.

Por lo demás, las clases propietarias tenían razón en parte. Lo que impulsaba al proletariado de las ciudades no era el patriotismo puro en el sentido histórico y estrecho de la palabra. El patriotismo verídico es, sin duda alguna, un sentimiento muy honroso; pero no es menos un sentimiento estrecho, exclusivo, antihumano y, a menudo, simplemente bestial. Un patriota consecuente es el que, aun amando apasionadamente a su patria y todo lo que es suyo, odia todo lo que es extranjero, exactamente como nuestros eslavófilos. Al contrario, en el proletariado francés de las ciudades no ha quedado el menor rastro de ese odio. Más bien se puede decir que durante estas últimas decenas de años, desde 1848 y aun mucho antes, bajo la influencia de la propaganda socialista, se desarrolló en él una inclinación completamente fraternal hacia los proletarios de todos los países, paralelamente con una indiferencia tan categórica frente a la llamada grandeza y a la gloria de Francia. Los obreros franceses eran adversarios de la guerra emprendida por el último Napoleón y, en la víspera de esa guerra, declararon altamente en un manifiesto firmado por los miembros parisienses de la Internacional, su solidaridad fraternal y sincera con los obreros de Alemania; y cuando las tropas alemanas pusieron los pies en Francia, comenzaron a armarse, no contra el pueblo alemán, sino contra el despotismo militar alemán.

Esa guerra comenzó justamente seis años después de la creación de la Asociación Internacional de los Trabajadores, sólo cuatro años después de su primer congreso en Ginebra. Y en ese corto espacio de tiempo, la propaganda internacional consiguió estimular, no sólo en el proletariado francés, sino también entre los obreros de gran número de otros países, sobre todo de raza latina, un mundo de suposiciones, de ideas y de sentimientos completamente nuevos y extraordinariamente amplios; dio nacimiento a una pasión internacional general que destruyó casi todos esos prejuicios y todas esas estrecheces de pasiones, aunque fuesen patrióticas o locales.

Esa nueva convicción fue solemnemente expresada ya en 1868 en una reunión pública –¿dónde creeréis, en qué país?– en Austria, en Viena, a la cual, en respuesta a una serie de proposiciones políticas y patrióticas hechas a los obreros vieneses conjuntamente por los señores socialdemócratas de la Alemania del Sur y de Austria tendientes al reconocimiento y a la proclamación solemnes de la patria pangermánica una e indivisible, oyeron, con su gran espanto, las palabras siguientes: “¿Por qué nos habláis de la patria alemana? Nosotros, obreros explotados y engañados en todo tiempo y oprimidos por vosotros, y todos los obreros –a cualquier país que pertenezcan–, los proletarios explotados y oprimidos del mundo entero, son nuestros hermanos; y todos los burgueses, todos los opresores, todos los gobernantes, los explotadores, son nuestros enemigos. El campo internacional de los trabajadores, he ahí nuestra única patria; el mundo internacional de los explotadores, he ahí un país extranjero y hostil para nosotros”.

Y para probar la sinceridad de sus palabras, los obreros vieneses enviaron inmediatamente un telegrama de congratulaciones “a los hermanos de París, los iniciadores de la emancipación internacional de los trabajadores”.

Tal respuesta de los obreros vieneses que se deriva, poniendo aparte todo razonamiento político, de la profundidad misma del instinto popular, hizo en su tiempo gran ruido en Alemania, espantó a todos los burgueses demócratas sin exceptuar al venerable veterano y jefe de ese partido, el doctor Johann Jacoby, y ultrajó no sólo sus sentimientos patrióticos, sino también la creencia estatista de la escuela de Lassalle y Marx. Es probablemente por consejo de este último que el señor Liebknecht, considerado actualmente como uno de los jefes de la socialdemocracia alemana, pero que entonces era él mismo miembro del partido burgués demócrata (el difunto partido popular), salió inmediatamente de Leipzig para Viena a fin de conferenciar con los obreros vieneses cuya “falta de tacto político” había promovido tal escándalo. Hay que hacerle justicia, tuvo un éxito tal que algunos meses más tarde, en agosto de 1868, en el congreso de los obreros alemanes en Nuremberg, todos los representantes del proletariado austríaco firmaron, sin la menor protesta, el programa estrecho y patriótico del partido socialdemócrata.

Eso, sin embargo, indica sobre todo la diferencia profunda que existe entre la tendencia política de los jefes más o menos instruidos y burgueses de ese partido y el instinto revolucionario innato del proletariado alemán, o al menos, del de Austria. Es verdad que en Alemania y en Austria ese instinto popular, sofocado incesantemente, desviado de su fin verdadero por la propaganda de un partido más bien político que social revolucionario, se desarrolló muy poco después de 1868 y no pudo transformarse en un movimiento consciente del pueblo; al contrario, en los países de raza latina, en Bélgica, en España, en Italia y sobre todo en Francia, libertados de ese yugo y de esa corrupción sistemática, ese instinto se ha desarrollado ampliamente en plena libertad y se transformó realmente en un movimiento revolucionario consciente del proletariado de las ciudades y de las fábricas. 2

Hemos notado ya más arriba que la conciencia del carácter universal de la revolución social y de la solidaridad del proletariado de todos los países, existiendo aún muy poco entre los obreros de Inglaterra, se ha formado ya desde hace mucho tiempo en el seno del proletariado francés. Éste sabía ya a fines del siglo XVIII que, al luchar por la igualdad y por su libertad, emancipaba a toda la humanidad.

Las palabras profundas que hoy son pronunciadas a menudo como frases banales, pero que entonces eran sentidas y vividas sincera y profundamente –libertad, igualdad y fraternidad de toda la raza humana– se encuentran en todos los cantos revolucionarios de la época. Fueron el fundamento de la nueva religión social y del ímpetu social-revolucionario de los obreros franceses; se convirtieron en su segunda naturaleza, por decirlo así, y determinaron, en despecho mismo de su juicio y de su voluntad, la dirección de sus pensamientos, de sus aspiraciones y de sus acciones. Todo obrero francés, cuando hace la revolución, está absolutamente convencido de que no sólo la hace para él, sino para el mundo entero e incomparablemente más para el mundo que para él. En vano los positivistas políticos y los republicanos radicales del género del señor Gambetta se esforzaron y se esfuerzan por desviar al proletariado francés de esa dirección cosmopolita y por persuadirle a pensar en arreglar sus propios asuntos exclusivamente nacionales que están ligados a la idea patriótica de gloria, de grandeza y de dominación política del Estado francés, a asegurar su propia libertad y su bienestar exclusivo antes de ocuparse de la liberación de toda la humanidad, del mundo entero. Sus esfuerzos son, aparentemente, muy razonables, pero vanos; no se transforma la naturaleza, porque esa idea se ha vuelto completamente natural en el proletariado francés y ha expulsado de su imaginación y de su corazón los últimos vestigios del patriotismo estatista.

Los acontecimientos de 1870–71 lo han demostrado a maravilla. Es en todas las ciudades de Francia en las que el proletariado exigió el armamento de toda la población y la milicia para todos contra los alemanes; no hay ninguna duda de que habría realizado esa intención si no hubiese sido paralizado por una parte por el miedo vil y por la traición en masa de la mayoría de la clase burguesa que prefería mil veces la sumisión a los prusianos antes que dar las armas al proletariado, y por otra, por la resistencia reaccionaria sistemática del “gobierno de la defensa nacional” en París y su provincia, una oposición de un dictador tan antinacional, del patriota Gambetta.

Armándose, en tanto que era posible bajo esas condiciones, contra los conquistadores alemanes, los trabajadores franceses estaban firmemente convencidos de que iban a luchar tanto por la libertad y por el derecho del proletariado alemán como por los suyos. Estaban preocupados, no de la grandeza y del honor del Estado francés, sino de la victoria del proletariado sobre la fuerza armada profundamente odiosa que hacía en manos de la burguesía el arma de sometimiento contra ellos. Odiaban las tropas alemanas, no porque eran alemanas, sino porque eran tropas militares. Las tropas empleadas por el señor Thiers contra la Comuna de París eran puramente francesas; cometieron sin embargo en algunos días más males y crímenes que las tropas alemanas durante toda la duración de la guerra. En lo sucesivo todo ejército –de su país o de cualquier otro– es para el proletariado igualmente hostil, y los trabajadores franceses se dan cuenta de ello; ésa es la razón por la cual su llamada a la armas no tenia nada de patriótico.

La insurrección de la Comuna de París contra la asamblea nacional de Versalles y contra el salvador de la patria –Thiers–, consumada por los obreros parisienses en presencia de las tropas alemanas que cercaban aún a París, indica y, explica enteramente esa pasión única que agita hoy al proletariado francés para quien no existe ni debe existir en lo sucesivo otra causa y otra guerra que la causa y la guerra revolucionaria y social.

Esto explica plenamente, por otra parte, el furor frenético que se apoderó de los corazones de los gobernantes y representantes versalleses, así como los actos inauditos cometidos bajo sus indicaciones y bendiciones directas contra los comunalistas vencidos. Y en efecto, desde el punto de vista del patriotismo estatista, los obreros parisienses habían cometido un crimen horrible; a la vista de los ejércitos alemanes que cercaban aún a París y que acababan de destruir la patria y de hacer pedazos la potencia y la grandeza nacionales, que habían herido el honor nacional directamente en el corazón, ellos, los obreros, agitados por una pasión feroz, cosmopolita, revolucionaria y social, proclamaron la abolición definitiva del Estado francés, la disolución de la unidad estatista de Francia, incompatible con la autonomía de las comunas francesas. Los alemanes redujeron solamente las fronteras y la fuerza de su patria política, mientras que esos obreros querían abatirla completamente, y como para exponer sus fines traidores, derribaron la columna de Vendôme, ese testimonio augusto de la gloria pasada.