Esto no podía estar pasando…
―July ―musitó Nathan, observándome con una combinación de un aterido aturdimiento y asombro.
―Dime… dime que no es verdad ―le supliqué con un murmullo, expirando agitados soplos de aire gélido mientras escudriñaba sus ojos grises desesperadamente―. Dime que he oído mal, que no fuiste tú quien… mató a mi padre ―me costó pronunciar ese vocablo, tan solo pude hacerlo con un hilo helado de voz.
Todo mi mundo se hizo trizas cuando Nathan bajó una mirada cargada de auto imputación al suelo, incapaz de desmentirme tan cruel hecho.
No, esto no podía estar pasando… Era imposible…, no podía ser…
Palidecí aún más y un espantoso zarandeo me azotó en la cabeza con furia y ferocidad. El dolor que apuñalaba a mi corazón era demasiado desgarrador para mí, no podía soportarlo, esto era… indescriptible, jamás me hubiera imaginado algo así, me… me superaba. Creía que lo peor que podía pasarme en la vida era que Orfeo pudiera forzarme, o incluso la propia muerte de mi padre, pero me equivocaba. Ahora me daba cuenta de que no había nada peor que esto, nada. ¿Cómo era posible? Era Nathan, mi amigo de la infancia, mi mejor amigo, mi ángel protector, mi ángel oscuro, el hombre que amaba, el hombre del que estaba locamente enamorada, el hombre por el que tanto había sufrido, al que tanto había esperado, el hombre al que me había entregado en cuerpo y alma… ¿y él… había… matado… a mi padre? No podía creerlo, no podía ser, era imposible, era demasiado doloroso, espantoso… Necesité de un instante para sobreponerme, porque mi cabeza y toda mi alma intentaban cerrar las puertas frenéticamente a tal atroz revelación, lo hacían a la desesperada, tratando de crear a la vez un muro que me ocultase de eso, que me protegiera, tal y como había hecho mi trauma con anterioridad. Pero ya era demasiado tarde. Así era, Nathan no lo había desmentido y yo lo había oído de su propia boca. Nathan… había matado… a mi padre.
El tremendo mareo hizo su acto en escena vertiginosamente, arrojándome una red negruzca y viscosa que me atrapó con violencia, engulléndome. La bruma se adueñó de mi vista y de repente la estancia se nubló ante mí, junto con la imagen de Nathan y Orfeo, que empezó a caer en picado cuando yo misma inicié mi descenso de lado. Logré apoyar mi antebrazo en la estantería y no me desplomé en el suelo de puro milagro, aunque mis piernas y todo mi cuerpo temblaban.
―July ―saltó Nathan, acercándose a mí con rapidez.
Su mano agarró mi brazo para ayudarme y reaccioné.
―No me toques ―mascullé con dientes apretados, zafándome de él con brusquedad.
Su rostro se llenó de ansiedad y nerviosismo.
―Deja… deja que te explique.
No quería tenerle a la vista, esta sensación abrumadoramente desconcertante era demasiado fuerte e insoportable para mí. Daba vértigo, era chocante en extremo; se espetaba contra las paredes de mi caja torácica, colisionando a la vez con mi mutilado corazón, dejándome sin respiración, sin aliento… Por un momento deseé ser sorda para no tener que haber oído semejante cosa; y ciega, para no tener que enfrentarme a ese rostro que seguía pareciéndome tan cautivador. Le di la espalda y me llevé la mano a la cabeza, entremetiendo mis dedos en el flequillo para intentar librarme del sudor frío que empezó a atacarme.
―Está obsesionado contigo, Juliah ―intervino Orfeo.
―Cállate, no te metas en esto ―protestó Nathan con un gruñido rabioso.
―No puedo creerlo… ―sollocé, sobrecogida―. Todas esas veces que me consolaste…, que… me abrazaste… Y habías sido tú.
Me dio un pequeño vahído al recordar esos brazos fuertes pero cálidos a la vez envolviéndome, protegiéndome… El que era mi rincón perfecto… Recordé un tiempo más atrás, cuando Nathan cogía mi mano en el funeral de mi padre… Mi mareo aumentó.
―Eran de verdad, July. Todas las cosas que te dije e hice las sentía de verdad, te lo juro ―alegó, nervioso.
―Me engañaste. Cuando me contaste que matabas a otros guerreros me dijiste que necesitabas que te aceptase del todo, tal y como eras. Pero no me contaste esto, te lo callaste.
Sentí cómo Nathan se acercaba más a mí, por detrás.
―Lo… lo siento. Te juro que intenté decírtelo, te lo juro. ¿Recuerdas… recuerdas cuando te dije que había algo oscuro en mi pasado? ―argulló. Ese momento reapareció en mi mente ipso facto. Su oscuro pasado, ese oscuro pasado… Sin embargo, eso solo empeoró mi confuso estado, porque también emergieron las ardientes imágenes de lo que habíamos estado haciendo justo antes. Me estremecí al evocarlas, aunque en estos momentos he de admitir que no sabía si para bien o para mal…―. Pero después tuve miedo de contártelo, no veía la manera de hacerlo. Sabía que esto no ibas a comprenderlo a la primera.
Me giré hacia él vertiginosamente mientras un súbito rayo de cólera atravesaba todo mi torso.
―¿Cómo voy a comprenderlo? Mataste a mi padre, Nathan.
Mi cabeza volvió a ser atrapada por un gigantesco mareo. Esto era demasiado fuerte para mí… No podía creerme que estuviera hablando con el hombre que había matado a mi padre sin hacer nada al respecto, pero es que, al mismo tiempo, ese hombre era Nathan. ¡Nathan! Era una locura…
―No le maté. Le… Ayudé a que su muerte fuera más rápida. Fue un acto de compasión ―declaró él, nervioso e impaciente por arreglar esto.
―¿De compasión? ―mi boca dejó escapar toda mi rabia de una expiración.
―Compasión ―chistó Orfeo, censor―. Resulta irónico. Un acto de compasión de un hombre despiadado como tú.
―¡Cállate! ―demandó Nathan, rechinando los dientes con más rabia que antes.
Mis pupilas bailaban con ambos.
―Matarías por ella a cualquiera, de la forma que fuera, todos lo vimos en la batalla. Incluso a su propio padre ―le imputó Orfeo en un tono extremadamente grave.
Jadeé con impresión. ¿Era eso posible? No, no lo era, no podía serlo… Sin embargo, yo misma había visto la forma de luchar de Nathan, cómo… mutilaba a sus rivales sin una mínima muestra de duda o vacilación… Sobre todo… por mí.
Una brisa gélida traspasó todo mi cuerpo.
―¡Maldito cabrón manipulador, eso no es verdad! ―protestó Nathan de nuevo. Acto seguido, se dirigió a mí, muy inquieto―. Por favor, escúchame. Cuando tu padre cayó por el espectro, estuviste un minuto inconsciente ―comenzó a explicar.
―¿Un minuto? ―exhalé, indignada―. ¿Eso es lo que tardaste en decidir quitarle la vida a mi padre? ¿Un mísero minuto?
―Deberías haber visto sus ojos, July ―manifestó con un semblante dolorido al recordar―. Me lo suplicaron, no pude negarme.
―No, eso es imposible. Él nunca se rendiría así, él querría haber seguido con vida para estar conmigo. Jamás me dejaría aquí ―rompí a llorar.
―Estaba agonizando, no iba a sobrevivir.
―Eso no lo sabes. Eras… Dios mío, solo eras un crío… Podía… podía haber salido con vida.
―No, la herida en el corazón era certera. El espectro que le mató sabía muy bien lo que hacía para que su muerte fuera lenta y dolorosa.
―¡Si hubiese sido certera habría muerto al instante, Nathan, no hubiera necesitado que tú le rematases! ―grité, llorando de rabia y desconsuelo―. ¡Podía haber sobrevivido, podían haberle salvado la vida en el mundo de ahí fuera!
―No, July. Era un niño, pero ya entonces sabía lo que tenía que hacer. No iba a sobrevivir, lo único que iba a conseguir era alargar su sufrimiento innecesariamente. Hice lo que tenía que hacer, lo que el propio Dick me enseñó, es el código de honor de los guerreros ―se defendió, mirándome con inquietud, como si estuviera buscando mi comprensión.
Pero no se veía ni un ápice de arrepentimiento en sus pupilas. ¡Maldito ser despiadado y sin escrúpulos!
―¡Me importa una mierda el maldito código de honor de los guerreros! ―le chillé, mezcla del llanto y la furia―. ¡¿Quién te creías que eras para tomar esa decisión?! ¡No me consultaste! ¡Podías haber esperado ese minuto para preguntarme! ¡Yo era su hija! ¡Su hija! ¡Él seguía con vida, podía haber seguido con vida, pero tú le mataste! ¡Mi padre podía haber sobrevivido, pero tú le quitaste esa oportunidad! ¡Tú me lo arrebataste para siempre!
Sus ojos se vieron plagados de un punzante dolor al oírme decir eso.
―Lo último que quería era arrebatarte a tu padre ―manifestó, apenado por mí―. No te imaginas lo que odié tener que hacer eso, también fue muy duro para mí. Dick era mi Maestro, pero también era como un padre para mí. Y jamás quise hacerte daño a ti. Verte tan mal me destrozaba, cada vez que veía una lágrima en tu mejilla era como si me apuñalasen un millón de veces. Pero tuve que hacerlo. Ojalá nunca hubiera tenido que rematar a tu padre, pero no me quedó opción, tenía que hacer lo correcto.
Espiré con un hondo dolor. ¿Lo… correcto?
―¡Cuánta falsedad! ―intervino Orfeo de nuevo, sobrio y desdeñoso, comenzando un paseíllo censurador alrededor de Nathan―. No te dejes llevar a engaño por este embustero. Vio la oportunidad y le mató. ¡Le mató porque te quería para él solo!
Mi vista subió hacia él inconscientemente para prestarle atención. Desde luego continuaba odiándole, eso jamás cambiaría, y nunca me dejaría manipular por él, sin embargo, también tenía que reconocer que si me había enterado de esto había sido gracias a él, mal que me pesara.
―No, no le escuches, July. Yo te quiero. Te quiero de verdad, estoy enamorado de ti, lo sabes. Todo lo que te dije aquella mañana es cierto ―afirmó Nathan sin importarle la presencia de Orfeo, cambiando su semblante para adquirir uno rebosante de seguridad.
Exhalé otra vez, llevándome las manos a la cabeza, aturdida por un ciclón enmarañado de sentimientos contrapuestos. Sentía una extraña frustración interior, porque esto era tan fuerte, que mi mente no estaba preparada para afrontarlo. Por un lado tenía enfrente al hombre que amaba, sin embargo, por otro… ese mismo hombre era el que me había despojado de mi padre para siempre… No sabía qué me dolía más. No sabía si sentía más rabia e ira por el horrible hecho de la muerte de mi padre o porque fuera él precisamente el que lo hubiera ejecutado. Si el hecho o que el autor fuera él…
―¡Estás mintiendo, llevas haciéndolo durante toda tu vida! ¡Estás obsesionado con ella desde que eras un niño! ―remarcó Orfeo, condenándole―. ¡No es amor lo que sientes por Juliah! ¡Es obsesión! ¡Una obsesión enfermiza!
Volví a mirar a Orfeo. Nathan viró medio cuerpo en su dirección con un ademán furioso.
―¡Hijo de puta, he dicho que te calles! ―le voceó, arrojándose hacia él.
―¡Guardias! ―ordenó el rey, dando un paso atrás.
Observé, muy consternada y turbada, cómo los llamados aparecían rápidamente por la puerta de entrada y por el mismo pasadizo por el que había salido yo, cercando todos los puntos de una posible escapada. Se abalanzaron hacia Nathan de una forma inmediata, violenta y agresiva, y lograron reducirle cuando él ya estaba a punto de agarrar a Orfeo. Nathan se resistió con unas cuantas llaves y golpes de artes marciales, sin embargo, estaba tan pendiente de mí, que uno de los guardias consiguió aplicarle una potente descarga eléctrica que le hizo caer de rodillas entre un grito de dolor.
Toda mi alma se paralizó, junto con mi resquebrajado corazón, aunque seguía tan conmocionada que fui incapaz de moverme o reaccionar.
―¡Apresadle! ¡Está detenido por asesinato y por intento de agresión al rey! ―decretó Orfeo en un tono tremendamente rígido al tiempo que levantaba el dedo en dirección a la salida para afianzar la orden.
Mis bronquios expulsaron todo mi impacto, pero permanecí inmóvil.
Un debilitado Nathan fue levantado en volandas por dos de los guardias, que le esposaron y comenzaron a arrastrar sus pies hacia la puerta. Mi pulso se había acelerado y todo mi cuerpo temblaba sin parar, hasta el bastón parecía transmitir mi shock con un movimiento vibratorio. Entonces, Nathan alzó el rostro al pasar a mi lado y sus ojos se encontraron con los míos.
―Yo no le maté, fue el espectro ―alegó, musitando las palabras con arrojo―. Tu padre ya estaba muerto antes de que yo le rematase.
Espiré con otro cóctel de sentimientos.
―¡Llevadle al calabozo! ―mandó Orfeo de nuevo, furioso.
¿Al… calabozo?
―No me arrepiento porque él murió feliz, July ―añadió Nathan en un tono más fuerte, antes de ser conducido hacia la salida―. Y tú sabes por qué.
El tiempo pareció estancarse de repente al oír esa frase, me dejó petrificada, como una estatua. Esa frase… La había oído en otra ocasión, aunque no recordaba dónde ni cuándo.
―Quedáos con ella, tardaré un buen rato en regresar ―conmino Orfeo, dirigiéndose a dos de los guardias.
Estos acataron la orden, colocándose a mis lados para vigilarme y retenerme mientras su rey salía con rapidez del despacho tras el séquito que había apresado a Nathan.
Me quedé en el sitio durante unos minutos, confusa, aturdida por esta situación que todavía era incapaz de creer ni asimilar, sin saber qué hacer.
Hasta que por fin reaccioné.
Sin saber por qué, solté todo el oxígeno de golpe a la vez que echaba a correr hacia la puerta de la estantería, clavando mi bastón con prisas.
―¡Mi señora! ―gritó uno de los guardias, iniciando su persecución.
Giré medio cuerpo y, sin pensármelo dos veces, les apunté con mi báculo. Como ya había sucedido desde que me habían traído aquí, mi magia no surtió efecto. Espiré con frustración, preguntándome de nuevo cómo era posible, aunque no me rendí y espabilé al instante. Agarré la falsa estantería y, con un golpe fuerte y veloz, la cerré a tiempo, atravesando el pasador para trabarla. Los guardias se quedaron en el otro lado, gritando y aporreando la puerta mientras yo ya comenzaba a galopar por esos pasadizos lúgubres.
Lo único que conocía de esa gruta subterránea era el camino por el que me habían traído los guardias, justo antes de que me dejaran frente a la estantería y me obligaran a escuchar ―cuando Orfeo había dado su señal con unas palmadas―. Las antorchas que la recorrían no iluminaban mucho, y lo cierto es que todos los pasadizos parecían iguales. Todos eran oscuros, tenebrosos, húmedos… Sin embargo, algo chispeó dentro de mí, avisándome, guiándome… No lo dudé y me dejé conducir por ese extraño instinto.
Atravesé algunas rampas descendentes en las que tuve que poner todo mi empeño para no resbalarme. Mis tres pies iban pisando charcos a cada rato, salpicándome las piernas con un agua increíblemente gélida, sin duda efecto de tan fresco lugar. Pero llegó un momento en que el suelo empedrado se volvió seco y una luz anaranjada y difusa empezó a divisarse en una indefinida lontananza. Mi respiración se agitó con más ansiedad, esa sensación instintiva creció y apreté el paso, dirigiéndome a ella.
Pude observar que la luz se abría paso por una esquina, de ahí su aspecto más bien difuso. La crucé y por fin vi la salida, de donde procedía dicha luminiscencia azafranada. La sensación que me pedía ir allí cesó, lo que ratificó que había llegado a mi destino.
Esos túneles ya eran conocidos para mí. Constituían el entresijo de calabozos situado bajo la torre principal, donde también estaba la sala de torturas. Salí precipitadamente, con el corazón y los pulmones en la garganta, agarrotados, aunque estos casi salen despedidos cuando vi a Nathan. Orfeo se hallaba frente a él, dentro de la celda ensangrentada en la que le habían introducido. Estaba encadenado a la pared con unos grilletes que estrangulaban sus muñecas y tobillos, con las piernas y los brazos abiertos y extendidos…
Me quedé sin respiración y sin aliento, aunque su rostro y su cuerpo aún parecían estar intactos.
―Oh, veo que ya has llegado ―sonrió Orfeo al verme―. Has tardado menos de lo que creía.
El semblante de Nathan se sorprendió con mi llegada, y el mío por la declaración de Orfeo. ¿Qué se proponía con esto? ¿A qué estaba jugando?
Me detuve abruptamente al alcanzar los barrotes de la celda, asediada por un sentimiento de ansiedad, pero, de pronto, al mirar a Nathan, fui completamente incapaz de entrar.
Desvié la vista y la fijé en Orfeo.
―¿Qué… estás haciendo? ―le pregunté.
―Haciéndole pagar su crimen, naturalmente ―me contestó, como si fuera lo más lógico, alzando el mentón con una media sonrisa arrogante―. Ha asesinado a tu padre, debe pagarlo con tu castigo.
―¡No le he asesinado! ―gritó Nathan, revolviéndose.
Sin embargo, mi interés fue más captado por la última parte de la aseveración de Orfeo.
―¿Mi… castigo? ―musité.
Orfeo terminó de girarse hacia mí, manteniendo la curvatura de su boca.
―Por supuesto. Tú más que nadie tienes potestad para decidir su castigo, puesto que eres la hija del asesinado ―declaró―. Según la ley del Sur, puedes elegir el tipo de castigo que te plazca.
Nathan llevó su rostro hacia mí con rapidez, con una expectación inquieta.
―¿El… que me plazca? ―noté cómo todas las partes de mi organismo se quedaban anquilosadas, y sin quererlo, mi vista sesgó hacia Nathan.
Sus ojos, ahora de un gris oscuro pero intenso, se clavaron en los míos, atentos. Mi estómago se revolucionó, aunque estaba demasiado perpleja y conmocionada como para prestarle atención.
―Puedo darle una muerte rápida ―continuó Orfeo. De repente, endureció el tono de su voz―. O puedo darle una muerte lenta y agonizante. Puedo torturarle durante días hasta que muera, si lo prefieres. Es lo que se merece, por fin vengarías la muerte de tu padre con el verdadero autor de tal crimen.
Me quedé muda de pronto ante esa proposición, observando los expectantes ojos grises de Nathan, que en esta ocasión prefirió mantenerse en silencio mientras escudriñaba los míos sin cesar. No podía negar que nunca se hubiera paseado por mi cabeza esa sombría y siniestra idea de venganza. Sí, en el fondo de mi ser siempre había deseado vengar a mi padre, y seguía anhelándolo, Dios sabe cuánto. Sin embargo… ahora ya no podía hacerlo. No, no podía porque el hombre que lo había matado resultaba ser… Nathan.
―No ―contesté automáticamente al hilo de mis pensamientos, con un soplo de voz.
Nathan recuperó el aire, aliviado, y enganchó sus pupilas en las mías con más intensidad. Las liberé al instante, dejándolas descansar en el suelo.
―¿No? ¿No quieres torturarle durante días? ¿Prefieres torturarle y aplicarle la pena de muerte hoy mismo? ―inquirió Orfeo en un tono marcadamente malintencionado.
Levanté el rostro y le miré con celeridad.
―No, no quiero… torturarle ni aplicar ninguna… pena de muerte ―manifesté, firme y molesta porque me ofreciera algo tan espantoso como si nada.
―¿Estás segura? ―insistió, si bien se le veía muy tranquilo―. Aunque él alegue que lo hizo por compasión, para ahorrarle el sufrimiento a tu padre, según él ―marcó, dudándolo―, su acción sigue siendo un delito. Tu padre continuaba con vida, pero él lo mató; no deja de ser el autor real de la muerte de tu padre.
Mi vista se fue hacia Nathan de nuevo. Él no pudo debatir nada, pues Orfeo tenía razón. Él lo sabía, y yo lo sabía. Sí, puede que él aplicara el código de honor de los guerreros, pero tanto él como yo sabíamos que eso en realidad no le redimía de ser el autor de la muerte de mi padre, el ejecutor, el que había… terminado con su vida. Y yo ahora, envuelta ya en una nebulosa extraña, como inconexa de lo coetáneo, me preguntaba si podría perdonarle eso algún día, si podría seguir a su lado sin pensar ni un minuto en mi padre, sin imaginármelo a la vera de mi progenitor, asestándole el golpe final que me lo había arrebatado para siempre. Un profundo y agudo dolor se instaló en mi corazón, desgarrándole desde dentro con un punzón abrasador para luego hacerle estallar en un millón de ensangrentados fragmentos. De pronto me sentí rota, desolada, y tremendamente sola. Cuando me enfrenté a sus ojos, tuve que bajar los míos otra vez.
―No, déjale ir ―solo fui capaz de emitir un murmullo agónico.
―¿No le vas a castigar? ¿Le dejas en libertad? ―Orfeo intentó fingir sorpresa, aunque su actuación no fue demasiado buena.
―Sí, es libre ―le confirmé con otro endeble tono.
―Está bien, como quieras ―accedió Orfeo―. Si bien soy el rey, mi autoridad en este caso es irrelevante, puesto que tu padre no pertenecía a mi reino, así que se hará según tu voluntad.
Se sacó una llave antigua de color bronce del bolsillo y la metió en una ranura ubicada en la pared de piedra. Al girarla, los grilletes de Nathan se abrieron, dejándole libre. Mis desobedientes pupilas se escaparon hacia él cuando oí el tintineo de las cadenas cayéndose, sin embargo, solamente fue de una manera fugaz. Me di la vuelta con un impulso casi asustado para no tener que visualizar su rostro.
Aun así, noté cómo se acercaba a mí.
―July, yo…
―Vete ―le pedí, rompiendo a llorar.
Su estado atónito quedó patente con un mutismo.
―¿Qué? ―musitó.
―¡Vete! ―voceé, entre lágrimas de rabia.
―¿Qué… qué estás diciendo? ―se negó con evidentes muestras de inquietud, arrimándose a mí del todo―. No, no pienso dejarte aquí.
―¡Y yo no quiero irme contigo! ―mi agonizante sollozo aumentó y por un momento me quedé sin fuerzas―. Ya no.
No, esto no podía estar pasando… Tenía que ser una pesadilla… La peor… Esta sí que era la peor de mis pesadillas… Mis piernas temblaban tanto, que creí que iba a desplomarme en el suelo.
Nathan corrió para ponerse frente a mí, más que nervioso.
―July, no… no puedes quedarte aquí ―dijo, sujetándome por los brazos―. Estás… estás confusa y furiosa, lo entiendo, pero…
¿Confusa y furiosa? Lo que ardía dentro de mí era mucho peor que eso. Un inopinado relámpago iracundo me barrió entera, llevándose mis lágrimas de cuajo, y a mí misma.
―Tú no eres quién para decidir por mí. Ya fue bastante con una decisión en tu vida, ¿no te parece? ―le eché en cara, desparramando los vocablos con acidez. Y me zafé de él con un movimiento brusco.
Vi el dolor que mis palabras le produjeron reflejado en su expresión, en sus ojos, pero no dejé que eso me afectara, aunque me costó. Me costó porque no quería decirle eso pero sí quería decírselo. Mi cabeza y mi corazón estaban hechos un lío…
―¡Guardias! ―llamó Orfeo con calma y altanería. Dos de ellos salieron de una esquina y se posicionaron junto a su rey―. Lleváoslo de aquí.