Oeste - Tamara Gutierrez Pardo - E-Book
2,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Recuerdas? Nadie elige de quién se enamora… Después de recuperar el Fuego del Poder, Nathan, Juliah y su equipo por fin pueden centrarse en su misión para salvar la vida de Eudor. Para ello se sumergen en las tenebrosas tierras del Oeste, donde seres sobrenaturales, almas que vagan perdidas y otros muchos peligros del inframundo acechan cada rincón. Pero también otros enemigos que todavía no se han rendido esperan con paciencia su venganza, entre ellos Kádar, quien está dispuesto a todo para lograr sus oscuros y malvados propósitos. Y Nathan no recuerda a Juliah… Ahora más que nunca, nadie elige de quién se enamora.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



TAMARA GUTIÉRREZ PARDO

TAMARA GUTIÉRREZ PARDO

CUARTO LIBRO DE LA SAGA

LOS CUATRO PUNTOS CARDINALES

— OESTE —

ISBN, DEPÓSITO LEGAL Y REGISTRO

Página web de la saga: www.tgp7904.wix.com/los4pc
Página Facebook: www.facebook.com/LosCuatroPuntosCardinales
Los Cuatro Puntos Cardinales. Oeste.
Todos los derechos reservados.
© 2016, Tamara Gutiérrez Pardo.
Del diseño de la portada: Equipo de Bubok.
Los personajes y los hechos narrados en esta novela son ficticios. Todo parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia y no es intencionado por parte de la autora.
ISBN formato libro impreso: 978-84-617-6409-9
Depósito legal libro impreso: AS 03602-2016
ISBN formato e-book: 978-84-686-4285-7
Queda terminantemente prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de la autora, titular de la Propiedad Intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Propiedad Intelectual (arts. 270 y sgts. Del Código Penal).
Este libro está registrado en la Propiedad Intelectual para evitar posibles plagios. Todos los derechos están reservados a Tamara Gutiérrez Pardo, la mala utilización de los mismos por parte de otras personas podría ser objeto de delito.
EN CASO DE COPIA O PLAGIO LA AUTORA TOMARÁ LAS MEDIDAS LEGALES QUE SEAN NECESARIAS.

Para mi niña preciosa, el amor de mi vida: Julia. Y para ese faro que siempre me ilumina y me guía cuando la oscuridad quiere rondarme: mi padre.

Quiero dedicarle esta cuarta entrega a las que son mis mayores fans: mi hermana Lucía, mi correctora, mi apoyo y mi aliento en los momentos bajos, no sé qué haría sin ti.; mi madre, gracias por apoyarme y por valorarme tanto, por apreciar mi trabajo a pesar de lo crítica que sueles ser siempre con todo; y mi abuela, por ser mi fan número uno y mi defensora incondicional. ¡Os quiero a las tres!

Y aunque ya suene a tópico, quiero añadir mis agradecimientos a todos mis lectores de verdad. Esta saga nunca hubiera tenido continuidad si no es por vosotros; si sigo escribiendo es por vosotros, los lectores más maravillosos del mundo. Muchas gracias por vuestra infinita paciencia y vuestra fe en mí, ¡os adoro a todos!

PARTE 1

— OLVIDO —

PREFACIO

Suspiré, algo desesperado por las cosas tan extrañas que me pasaban últimamente. Me cubrí la frente con el antebrazo, sin embargo, eso no impidió que mi vista se tropezara con las fotografías de la pared.
Las examiné de nuevo, y seguía sin ver a nadie más excepto a mí. Se me escapó un pequeño gruñido por que algo que tendría que ser tan absurdo se me pasara por la cabeza, pero ¿en serio salía la sacerdotisa en ellas? ¿Por qué Liam podía verla y yo no? Irremediablemente, me paré a pensar en todo lo que me habían dicho mis amigos, e Igor. «Tu mente alberga lagunas que ni tú mismo puedes explicar, ¿no es así?»
Me froté la cara, ahora muy inquieto. Sí, era verdad, cuando me paraba a recapacitar un segundo, descubría muchas lagunas entre mis recuerdos. Y, si todos los demás no estaban locos, ni yo tampoco, esas fotografías eran la prueba. Pero no recordaba a la sacerdotisa, ni siquiera si ahondaba entre mis recuerdos con Dick.
Mis ojos se entornaron mientras trataba de encontrar alguna sombra en la fotografía que revelara que su imagen se hallaba junto a la mía. Me mordí el labio, y de repente caí en algo en lo que no había reparado antes.
¿Por qué llamaba tío Chad y tía Audrey a los susodichos? Enseguida encontré una respuesta entre el descomunal barullo de mi mente que me satisfizo: Dick siempre les había llamado así delante de mí para que yo también lo hiciera. Después de todo, yo era como un hijo para él.
Sin embargo, y aunque tratara de negármelo a mí mismo con todas mis fuerzas, seguía sin recordar bien todos mis momentos con Dick, incluidos esos, lo que me mosqueaba mucho.
¿Sería verdad? ¿Sería verdad que siempre había conocido a la sacerdotisa y que me había olvidado de ella? ¿Sería verdad que ella y yo éramos… novios?

SIN RECUERDOS

— JULIAH —
Mi cuerpo seguía congelado y paralizado.
―Nathan… ―jadeé, atónita y perdida.
Él terminó de volverse hacia mí con rapidez, mostrándome su desconfianza con la mirada.
―¿Cómo sabes mi nombre? ―me repasó de arriba abajo, hasta que sus pupilas se fijaron en mi diadema y parecieron llegar a una conclusión―. Claro, una sacerdotisa ―chistó. Pero entonces, sus ojos volvieron a estudiar mi frente y la suya se arrugó con extrañeza―. ¿La… sacerdotisa del Norte?
Por un momento me obligué a pensar en la posibilidad de que se tratase de una broma.
―Venga, déjalo ya ―sonreí con ciertos reparos―. Esta broma ya me está asustando.
―¿Broma? ¿Es que tengo cara de estar de broma?
La pincelada que subrayaba su mirada se presentaba de una manera tan inusitada para mí, y hablaba tan claro, que ni siquiera me dio la oportunidad de sentir el alivio que me hubiera ofrecido un mínimo conato de duda. Nathan hablaba en serio. Muy en serio.
Mi sonrisa se vino abajo en picado y el latigazo helado que me había fustigado cuando le había escuchado preguntar quién era yo volvió a azotarme.
―Nathan, soy… soy Juliah. July ―murmuré, tratando de que sus ojos reconocieran a los míos.
Sus cejas bajaron más.
―¿Quién?
Exhalé con un nerviosismo y un terror que rozaba el pavor. Mi corazón se puso a latir a mil por hora, de una forma caótica y desordenada. No podía creerlo… ¿Qué estaba pasando? ¿De verdad no se acordaba de mí?
―Ah, ya estáis aquí.
La voz de Mark hizo que Nathan desviase su atención hacia él. Tras nuestro amigo, caminaban Tom y Danny. Me quedé a la espera, escudriñando la reacción de Nathan.
―¿Qué pasa, tíos? ―saludó, y los cuatro chocaron las manos al igual que hacían siempre.
¿De ellos no se había olvidado?
―¿Preparados para lo que os espera? ―nos preguntó Mark, contemplándonos a los dos.
Nathan se percató de esa observación. Me miró a mí con extrañeza y después se dirigió a Mark.
―¿Lo que nos espera? ―repitió, enrarecido y mosqueado―. ¿De qué hablas? ¿Es que ha pasado algo?
Mark, Tom y Danny se quedaron algo perplejos. Me adelanté dos pasos, ya neurótica, y me puse frente a ellos.
―No se acuerda de mí, no sé qué le pasa ―les revelé con un nudo gigante en la garganta que estaba a punto de romperse.
―¿Cómo? ―la frente de Mark se llenó de arrugas.
―Dice que no me recuerda ―sollocé ya, muy nerviosa.
Los ojos de Mark se posaron en Nathan y luego volvieron conmigo.
―Estáis de coña, ¿no? ―sonrió.
―Ojalá, pero es la verdad ―le respondí entre lágrimas desesperadas. Mis manos se enredaban con temblores―. Antes… antes estábamos paseando por el jardín de casa con total normalidad, pero cuando entramos al otro lado dejó de reconocerme.
Tanto Danny como Tom y Mark se quedaron atónitos.
―¿No… te acuerdas de ella? ―inquirió Mark, dirigiéndose a Nathan con unos ojos abiertos como platos.
Mi guerrero, que seguía con el ceño fruncido de extrañeza, le miró como si estuviera loco.
―No, claro que no.
―¿De verdad? ¿De verdad no te acuerdas de ella? ¿Ni un poco?
―Ya te he dicho que no. ¿Qué te pasa? No la conozco de nada ―farfulló Nathan, chistando.
Mis bronquios comenzaron a moverse con ansiedad. Mark frunció los labios y le contempló un rato con ojos analizadores y pensativos.
―Ven, vamos fuera un momento ―le propuso de repente, agarrándole del brazo.
―¿Fuera? ¿Para qué? ―desaprobó Nathan, aunque Mark le arrastraba―. ¿Qué te pasa, tío?
La salida hacia el otro lado se presentó a unos pocos metros de nosotros.
―Juliah, tú ven también.
Pegué un bote cuando reparé en lo que quería hacer.
―Sí.
Corrí hacia allí y los tres cruzamos al mundo de fuera.
―¿Qué cojones quieres? ―resopló Nathan, soltándose de su mano.
―Mírala ―le indicó Mark, y me cogió de los hombros para ponerme frente a mi guerrero.
Nathan me observó, si bien sus perplejas pupilas se alejaron hasta la cara de su amigo.
―Qué.
―¿No te acuerdas de ella? ―parpadeó Mark.
―¿Otra vez? ―se quejó―. No.
Mi desesperación volvió a desalojar mi caja torácica. ¿Tampoco me recordaba aquí?
―Espera, vamos a cruzar de nuevo ―decidió Mark, y le sujetó del brazo para hacerle ir al círculo semi invisible.
Una vez más, los tres cruzamos a las Cuatro Tierras. Danny y Tom, que aquí habían esperado alrededor de veinticuatro minutos, observaban con expectación y desconcierto. Entre tanto, Mark me ponía frente a Nathan de nuevo.
―Mírala.
―No me jodas, tío, ¿otra vez? ―bufó Nathan, esquivándonos para alejarse un poco de ese acoso―. Anda y déjame en paz, llegaremos tarde por culpa de tus chorradas.
―Pues no, no se acuerda de ti ―concluyó Mark, pestañeando.
―¡Dios mío, Mark! ―lloré, llevándome las manos a la cara con desconsuelo. Me caí de rodillas―. ¡Dime que esto no está pasando! ¡Que es una pesadilla!
En ese momento pasé a ser yo la loca para Nathan.
―Vamos, tranquila, habrá una explicación, seguro, y también una solución ―intentó calmarme Mark, tirando de mí para ponerme de pie.
Lo logré a duras penas.
―Tiene que ser un hechizo ―manifestó Tom.
―Sí, tiene que ser eso ―coincidió Danny mientras ambos analizaban con la mirada a Nathan.
―Joder, ¿de qué cojones estáis hablando? ―resopló él.
Me volví hacia mi guerrero con precipitación y me tiré en su pecho.
―¡Nathan, soy July, dime que me reconoces! ―le dije, desesperada, buscando una complicidad en sus ojos―. ¡Nos conocemos desde que éramos unos bebés, y ahora… ahora somos novios!
Pero esa complicidad no apareció por ningún lado. Al revés.
―Oye, mira… ―sus manos sujetaron mis muñecas y las despegaron de su camisa ninja―. No te conozco de nada. Además, yo no tengo ni tendré novia. Y menos una novia de una clase superior ―añadió con ese tono rencoroso y chulesco con el que solía hablarle a las altas esferas.
Mi corazón estalló y se desperdigó en un millón de gélidos trozos, mientras él se alejaba de mí ante los estupefactos ojos de nuestros amigos.
―No… ―musité con un frágil murmullo de voz, negando con la cabeza. Mis lágrimas saltaron otra vez.
―Tranquila, esto tiene que tener una explicación ―me dijo Tom con un cuchicheo para tratar de calmarme, acercándose a mí junto a Mark y Danny.
―Puede que sea un hechizo o algo así ―intervino Mark―. Puede que Yezzabel le hiciera alguno antes de huir de la arena.
¿Un hechizo? El episodio en que esa bruja había intentado hacerse con el corazón de Nathan a través de mí emergió en mi mente de inmediato. Sin embargo, ella no había obtenido lo que quería. Y una vez terminada la batalla Yezzabel había huido cuando Nathan se levantaba resucitado. ¿Le habría dado tiempo a crear un hechizo? Necesitaba de nuestro amor para sus propósitos. ¿Se habría servido de nuestro beso? Pero yo no había notado nada, y estaba segura de que hubiera sentido un hechizo maligno insertándose en Nathan, de haber sido así.
―Quizá los Siete Sabios sepan de qué se trata ―añadió Danny.
―Igor nos dirá qué le pasa ―asintió Mark―. Nos dirá qué le pasa y daremos con la solución, tranquila ―agregó para mí.
―Bueno, ¿nos vamos ya? ―protestó Nathan a unos metros de nosotros.
Eché el aire con desazón, confusa y aturdida por todo esto.
―Será mejor que le sigamos la corriente hasta que hablemos con Igor ―sugirió Mark.
―¿Seguirle la corriente? ―cuestioné, inquieta.
―Ya sé que es difícil, pero no sabemos qué le pasa, y si insistimos demasiado puede que sea peor. Creo que es mejor que tengamos paciencia y esperemos a lo que nos diga Igor. A lo mejor él sabe el remedio, te dice cómo solucionarlo con tu magia y esto solamente le dure unas horas.
Exhalé, aunque nada tranquila. No me gustaba nada la idea de pasarme todo el camino a su lado actuando como si fuera una extraña para él, pero Mark tenía razón. Y tampoco iba a conseguir nada poniéndome histérica.
―Está bien.
Mark asintió y comenzó a andar para seguir a Nathan. Los demás acompañaron sus pasos, así que yo también empecé a caminar. Me quedé mirando la espalda de Nathan con un sentimiento de desconcierto total, sintiéndome de lo más rara por esta situación tan extraña y chocante, y por no hacer nada, en tanto Mark se ponía a su lado.
―¿Quién es? ―le preguntó Nathan a su amigo con un cuchicheo, echándome un fugaz vistazo que dirigió por encima del hombro.
Mi pulso se resquebrajó una vez más.
―Es… la sacerdotisa del Norte.
Mi guerrero sesgó su rostro hacia atrás y me regaló otra mirada de reojo.
―¿Y desde cuándo tenemos sacerdotisa? Nadie me ha dicho nada ―reprochó, observando lo que tenía delante de nuevo.
―Desde… hace poco.
―Pues vaya sacerdotisa. Está un poco desequilibrada, ¿no?
Mi alma se llenó de una zozobra negra. Tenía unas ganas de llorar horribles.
―Bueno, yo no diría eso…
Nathan me echó otro vistazo, y no se quedó nada conforme.
―¿Es que va a venir con nosotros? ―gruñó.
―Tenemos… tenemos órdenes de acompañarla hasta Palacio ―se inventó Mark.
―Órdenes ―chistó―. Nosotros ya no obedecemos órdenes de nadie, ¿recuerdas? Que llamen a los protectores, ¿no están ellos para eso?
―Sí, pero ahora no podemos dejarla sola por el bosque. Sería peligroso para ella.
―¿Peligroso para ella? Es una sacerdotisa. Digo yo que sabrá defenderse de sobra ella sola, ¿no?
―Vamos, Nathan, enróllate un poco ―le pidió Mark―. Tampoco nos cuesta nada que nos acompañe en el camino. Además, no es como obedecer una orden ni nada de eso. Al contrario. Si dejamos que nos acompañe es porque nos da la gana. Aquí mandamos nosotros.
Nathan le dedicó una mirada que mezclaba enfado con incredulidad.
―¿Te crees que soy tonto?
―Vamos, Nathan ―le suplicó Mark―. Ahora ya no podemos dejarla sola por el bosque.
Los ojos de plata de Nathan oscilaron en mi dirección de nuevo. Por primera vez, se insertaron en los míos, provocando en mi estómago el hormigueo de siempre. Después de un rato en el que mi corazón se aceleró, giró el semblante hacia delante y gruñó.
―Está bien, pero esto solo será una excepción ―claudicó a regañadientes.
―Claro ―aceptó Mark con una sonrisa. Y me brindó un guiño.
De pronto, las hojas de la maleza sisearon y el caballo azabache salió de entre sus ramas. Se aproximó a Nathan con sus pisadas huecas.
―Hombre, has aparecido por fin ―le dijo mi guerrero, acariciándole.
El equino resopló, como si le contestara. Pero alguien más apareció en escena. Mi precioso caballo plateado saltó un grupo de arbustos y llegó hasta nosotros con un trote suave y grácil.
―¿Qué hace aquí este caballo? ―inquirió Nathan, observando al susodicho con las cejas sobre los ojos.
―Pues…
La boca de Mark enmudeció cuando mi compañero se acercó para saludarme, y sus pupilas oscilaron hacia Nathan impulsivamente. Éste se quedó boquiabierto durante unos segundos con mil preguntas reflejándose en su rostro.
―¿Qué diablos…? ―murmuró.
Acaricié al caballo y saqué su peculiar montura del rincón de siempre delante de la pasmada mirada de mi guerrero. Vestí al equino y sujeté las crines para impulsarme. Entonces el cuerpo de Nathan sufrió un respingo de reacción.
―Hey, no, ten cuidado. Ese caballo es peligroso, no está domado, podrías hacerte daño si se… ―cuando mi trasero se posó sobre el lomo de mi compañero plateado y el animal se quedó tan tranquilo, la voz de Nathan se cortó abruptamente―. ¿Pero qué coño…? ―murmuró otra vez, estudiando con sorpresa lo que estaba viendo.
―Venga, monta en el tuyo y no preguntes ―le dijo Mark, dándole una palmada en la espalda.
Mientras Mark y los chicos se subían a sus caballos, mis ojos se clavaron en los de Nathan. Quisieron enviarle un mensaje, quisieron ayudarle a recordar quién era yo. Los suyos parecieron quedarse atrapados, regalándome un soplo de esperanza, sin embargo, tras unos segundos Nathan apartó la mirada súbitamente, me dio la espalda y se montó en su caballo.
¿Habría tenido aunque solo fuera un recuerdo?
No lo sabía, y tampoco sabía si Igor podía ofrecerme una esperanza, pero no pensaba rendirme.

LISTA

Los Siete Sabios se repartían en hilera delante de los tronos, y sus semblantes no dejaban lugar a dudas. Sus facciones entretejían y combinaban expresiones que abarcaban sentimientos tan dispares como el enfado, el desconcierto y la incredulidad.
―Si esto es una argucia para tratar de eludir vuestro castigo…
―Ojalá lo fuera, pero no es ningún engaño, Otis ―repliqué, muy nerviosa.
―¿Entonces es cierto? ¿No recuerdas a Juliah? ―preguntó Lamaria, observando a Nathan atentamente con unos ojos abiertos de par en par.
Mi guerrero suspiró y cruzó los brazos en el pecho.
―No, ya os he dicho que no sé quién es ella ―refunfuñó, oscilando el peso de su cuerpo en la otra pierna, cansado―. ¿Qué demonios os pasa a todos?
―Sin embargo ―continuó Dominic con su típico tono de gruñón―, sí recuerdas tu rebelión.
―Pues sí ―confirmó Nathan, alzando la barbilla con altanería.
―¿Y cómo puede ser eso posible? ¿Cómo puede ser posible que recuerdes unas cosas y otras las olvides?
Igor, quien llevaba un rato reflexionando, levantó la mano e hizo callar a Dominic.
―Creo que puede haber una respuesta para eso ―dijo, analizándonos a Nathan y a mí con la mirada. Sentí un halo de esperanza en el corazón al oír eso. Guardó un instante de silencio y reanudó su intervención, fijando sus pupilas orientales en mi guerrero―. Dime, Nathan, ¿de veras estás convencido de no conocer a nuestra sacerdotisa?
―No, ya os he dicho que no ―Nathan suspiró por enésima vez.
―Pero seguro que recuerdas la misión que os fue encomendada tanto a ti como a tus compañeros para salvar la vida de Eudor.
―Sí, claro que sí.
―¿Puedes decirme en qué consistía dicha misión?
―¿A qué viene esto? ―protestó Nathan.
―Por favor, ¿puedes decirme en qué consistía?
El resoplido de Nathan se fugó con virulencia.
―En reunir los ingredientes para el antídoto ―contestó con aire inapetente―. Una porción de cada elemento de las Cuatro Tierras.
―Así es ―Igor asintió―. Y, si lo recuerdas, ya tenemos en nuestro poder tres de los elementos: el Agua de la Vida, la Tierra Sagrada y, por supuesto, el Fuego del Poder.
―Sí, ¿y qué? ―cuestionó Nathan, encogiéndose de hombros.
El Sabio se acercó un paso a él para mirarle con más ahínco.
―No recuerdas del todo cómo los conseguisteis, ¿verdad? Me refiero a cada secuencia de esos precisos momentos.
―Claro que lo recuerdo. Nosotros… Bueno, el Agua de la Vida… La… la Tierra Sagrada… ―por primera vez, la vista de Nathan descendió, algo trastornada.
―Tu mente alberga lagunas que ni tú mismo puedes explicar, ¿no es así? ―adivinó Igor.
Nathan le miró con rapidez.
―No, yo…
―Nathan, ¿cómo crees que habéis podido haceros con cada porción de Agua de la Vida y Tierra Sagrada? Eso jamás hubiera sido posible sin la participación de nuestra sacerdotisa, solo ella puede tocar esos ingredientes ―le explicó Igor. Los brazos de Nathan se aflojaron y cayeron a ambos lados mientras volvía a ocultar la mirada en el suelo, desconcertado y pensativo―. ¿No te parece extraño que todos sepamos de la existencia de la sacerdotisa Juliah y tú no? ¿No te parece extraño que seas únicamente tú el que no la conozca?
Los extraviados ojos de Nathan continuaron buscando respuestas en las baldosas. Unas respuestas que no parecían hallar.
―Ahora mismo no lo recuerdas, pero Juliah es la hija de Elizabeth y Dick, tu Maestro ―le reveló Igor.
En ese instante, las pupilas de Nathan se izaron súbitamente hacia él y luego viraron automáticamente hacia mí, casi con un espasmo. Mi pulso se aceleró. Mientras se enfrascaba en mi rostro, se entrecerraron con extrañeza, pero también con turbación y confusión.
Mark se acercó a él y le puso la mano en el hombro.
―Nathan, ¿no te das cuenta? Juliah y tú os conocéis desde que erais tan solo unos críos. Siempre has estado enamorado de ella, y ahora por fin estáis juntos.
Después de que sus ojos se sorprendieran en los míos, mi guerrero le observó inopinadamente y se zafó con brusquedad.
―Déjame en paz ―gruñó. Miró alrededor al igual que haría un animal acorralado; a Mark y los chicos, a los Siete Sabios―. Dejadme en paz. ¡Dejadme en paz, todos!
Me dedicó un último vistazo a mí, idéntico al anterior, y flagelando a mi pobre corazón inició su marcha del salón a toda prisa.
―¡Nathan! ―le llamé con desesperación, empezando a seguirle.
Una mano en mi brazo me detuvo.
―Espera, Juliah ―me pidió Igor―. Es mejor que le dejemos tranquilo por el momento, ya ha recibido demasiada información.
El portazo que sonó acto seguido taponó mi angustiada exhalación.
―¿Y qué se supone que tengo que hacer? ¿Quedarme de brazos cruzados? ―rebatí, volviéndome hacia él con enfado.
―¿Qué podemos hacer? ―le preguntó Mark, preocupado―. Si está bajo la influencia de algún hechizo…
―Ha sido Yezzabel, seguro ―masculló Danny, apretando los dientes y los puños.
―No es un hechizo. Y lo que le ocurre no ha sido obra de Yezzabel ―aseguró Igor.
Todos los presentes sesgamos la mirada hacia él con atención.
―¿No? ―Mark frunció el entrecejo.
―Entonces, ¿qué le pasa? ―quise saber, ansiosa.
Durante unos segundos, Igor me observó con una prudencia que me asustó.
―Ha sido la resurrección ―reveló con gesto grave y preocupante.
Los demás Sabios jadearon, mirándose los unos a los otros, y gracias a sus semblantes quedó patente que acababan de darse cuenta de a qué se refería.
―¿Có-cómo? ―musité.
―Dime, Juliah, ¿formulaste algún… conjuro cuando resucitaste a Nathan? ―Igor enunció esa pregunta, pero me daba la impresión de que lo único que quería era corroborar algo que ya sabía.
―¿Que si formulé algún… conjuro?
A pesar de la conmoción que sentía por todo esto, me paré a pensar un minuto. Al principio estaba segura de que no. ¿Un conjuro? ¿Cómo iba yo a hacer un conjuro? Sin embargo, de repente, en el rebobinado que mi cerebro hizo de aquellos espantosos momentos en que Nathan estaba muerto, aparecieron unas palabras que mi alma y mi corazón habían pronunciado con todas sus fuerzas:
«Toma mi cuerpo y mi alma, son tuyos. Toma mi espíritu, mi don, mi magia, todos mis privilegios. Toma mi vida eterna, te entrego el privilegio de vida eterna que me fue concedido, pero vuelve. ¡VUELVE, REGRESA!»
En ese momento ni siquiera había sido consciente de lo que hacía…
―No puede ser… ―espiré, boquiabierta y con la mirada perdida.
Una vez más, el experto y erudito Igor pareció tener una habilidad especial para adivinar con total certeza lo que había ocurrido.
―Con tu conjuro, le concediste un don ―me reveló.
Alcé la cabeza, atónita.
―¿Un don?
―Todo don concedido mediante magia externa, todo don antinatural, requiere un intercambio, un sacrificio ―empezó a esclarecer―. Un claro ejemplo de ello lo tenemos en Orfeo. Gälion le concedió su don de rey, pero a cambio ella sacrificó su juventud y él, aunque lo desconozco, tuvo que sufrir algún pago.
―Se… quedó estéril ―logré articular a duras penas.
Los chicos se miraron entre sí, estupefactos. Igor hizo una pausa grave para observarme a mí en la que mi corazón ya se paralizó.
―Una resurrección es algo antinatural. Sin darte cuenta, tú le concediste el don de la vida a Nathan, Juliah, le has concedido vida eterna.
―¿Vida… eterna? ―aunque la situación seguía siendo pésima, no pude evitar que mi voz se alegrara una octava.
Eso significaba que si yo…
Igor se encargó de pararle los pies a mi ingenuo pensamiento.
―Sí, pero esa vida eterna era la que tu don tenía guardada para ti, era la tuya, y ahora jamás podrás acceder a ella. Me temo que ese ha sido tu sacrificio.
Mi aliento se esfumó con fuerza. Mi cuerpo se petrificó con cada palabra del Sabio. Ahora sabía a qué se refería Yezzabel cuando, sin quererlo, me había revelado que para resucitar a alguien era necesario un pago a cambio. Sin embargo, perder mi privilegio de vida eterna no me importaba en absoluto. Al contrario. Gracias a eso había resucitado a Nathan, y eso era lo más importante para mí, así que no me arrepentía nada, se la entregaría un millón de veces si fuera necesario. Lo que sí me mataba era el resto del pago, por supuesto.
―Y el sacrificio que el don se tomó con Nathan ha sido borrar todo recuerdo de Juliah ―siguió Tom con un jadeo conmocionado, al hilo de mis pensamientos.
―Así es ―asintió Igor.
Me llevé la mano al pecho, muy angustiada.
―Pero no lo entiendo… ―murmuré, escudriñando las sombras del suelo―. Nathan ya había resucitado y seguía acordándose de mí.
En mis retinas aún podía visionar cada momento que había pasado junto a él durante estos días… Y él estaba como siempre.
―Hasta que traspasasteis la puerta hacia este lado ―acertó Igor de nuevo. Le observé, sorprendida, y él respondió a mi pregunta muda―. El intercambio por el don se activó una vez volvisteis a entrar en las Cuatro Tierras. Al igual que a Orfeo, el don permite a Nathan entrar y salir de las Cuatro Tierras. Para que el don se hiciera efectivo del todo y se completara, era necesario que Nathan cruzara al lado de ahí fuera y regresara.
Solté otra exhalación compungida.
―Bueno, míralo por el lado bueno. Al menos no se ha quedado estéril ―dijo Danny con una risa forzada, en un intento de bromear para animarme.
Sabía que lo hacía con la mejor intención, sin embargo, mis ojos no le miraron con mucho ánimo, precisamente. Él carraspeó y recompuso la postura.
―La mente de Nathan únicamente ha borrado los recuerdos referentes a ti, todos los demás siguen intactos ―me aclaró Igor―. Por eso tiene lagunas en todos los acontecimientos en los que has participado. Sigue recordándolos, sí, pero le faltan esas partes en las que deberías aparecer tú. Eso seguramente le provocará mucha confusión si insistimos demasiado en que evoque ciertos recuerdos que son muy importantes en su vida, como los relacionados con Dick, por ejemplo, incluso podría entrar en un estado de shock.
―¿Y qué hacemos? ―pregunté, desesperada.
―En mi opinión, nada ―intervino Dominic con el mentón en alza.
Mi ofendido rostro se giró hacia él.
―¿Nada?
―Esto ha sido lo mejor que podía pasar. Lo mejor para ambos. Es un bienhechor castigo del destino que sirve para encauzar las aguas al que debe ser su verdadero cauce.
―¿Su verdadero cauce? ―me indigné―. El único cauce, el único destino que hay en mi vida, es Nathan, que os quede claro de una vez. Guerrero o sacerdotisa, él y yo hemos nacido para estar juntos, y estaremos juntos para siempre, os guste o no. Y si no hubiéramos nacido para estarlo, me daría igual. Yo estaré con él a toda costa, destinados o no, ofenda quien ofenda, caiga quien caiga. Ya estoy harta de esto. No pienso rendirme ni quedarme de brazos cruzados. Nathan volverá a recordarme, haré todo lo necesario para que así sea ―juré sin titubeos.
Esta no era la primera vez que el destino me daba una bofetada, pero tampoco era la última que la iba a esquivar y vencer.
―Nathan no te recordará jamás ―me previno Igor, utilizando la misma cautela de antes―. El sacrificio para que la magia concediera el don ha sido sellado, no tiene vuelta atrás, no se puede enmendar, ni siquiera tú puedes.
―Eso ya lo veremos.
―Piensa lo que dices, Juliah ―me rogó Leonard―. Esta situación, aunque considerada mala por ti, podría favoreceros.
Seguía enfadada, pero le miré sin comprender.
―Lo que Leonard está intentando decir es que con esta situación el juicio por vuestro delito podría anularse ―terció Elina, mirándome con esa dulzura que destilaban sus ojos y que me imploraban que me lo pensara mejor―. Es muy fácil demostrar que Nathan, debido al don que le concediste de la vida, ha perdido todo recuerdo hacia ti. Muchos han sido testigos de su resurrección en el Este, no es difícil de demostrar. Eso ya sería considerado un pago por el delito y el juicio sería anulado para ambos. Pero si tú insistes en hacer que recuerde, si insistes en querer seguir con vuestra relación, no tendríamos más remedio que imputarte el delito a ti y tendrías que ir a juicio.
―Si insistes en ese empeño, no nos dejarás más opciones. Después de finiquitada la misión, tendremos que entregarte a los Cuatro Reyes para que te juzguen ―farfulló Dominic, malhumorado como de costumbre.
Estaba dispuesta a rebatir todo lo que me dijeran, pero de repente mi garganta se quedó bloqueada cuando medité un segundo en sus palabras. Quería recuperar a Nathan y lo iba a hacer, fuera como fuera, pero ¿realmente me interesaba hacerlo de una forma tan manifiesta y descarada? La respuesta era obvia: no. No, los Siete Sabios no tenían por qué enterarse de mis intenciones, no tenía por qué enterarse nadie. Eso solamente me pondría más trabas y obstáculos, y tampoco solucionaría nada si yo era llamada a juicio, aunque no tuviera pensado asistir. Tenía que respetar el plan inicial de Nathan, ese que me había desvelado justo antes de partir del Este y que todavía tenía tan fresco en mi cabeza:
«Ya te lo dije, no pienso huir. Y el Norte sigue siendo mi reino, aunque ahora lo sea de una forma diferente. Además, aunque yo jamás hubiera permitido que Orfeo te llevara con él, esto nos venía de perlas para que no se saliera con la suya. Tenemos que ser listos con respecto a tu compromiso, siempre es mejor tener un apoyo legal al que aferrarnos. De momento, con la protección legal del Norte serás intocable para Orfeo. Eso nos viene muy bien».
Me mordí el labio. Ahora no podía permitirme meter la pata. ¿Qué pasaba si, de algún modo, lograban bloquearme los poderes y me llevaban ante el Jurado Real? Orfeo podría aprovecharse de eso, y a Nathan no le iba a gustar nada. Tenía que ser lista y jugar bien mis cartas. Tenía que ser tan lista como lo sería Nathan en mi situación.
Comencé mi actuación. Hice como si toda mi determinación de antes se desmoronara ante esa verdad indiscutible que me habían mostrado los Sabios y de la que tan convencidos estaban.
―Pero yo quiero… ―fingí que me ahogaba con un sollozo y me llevé la mano al pecho―. Quiero que vuelva a recordarme…
―Por desgracia, me temo que eso no va a ocurrir ―lamentó Igor.
―¿Por qué…? ¿Por qué tiene que pasarme esto? Ahora que había resucitado… Ahora que íbamos a estar juntos…
―Siento haber sido tan directo, pero debes saber la verdad para no colmarte de esperanzas vanas que solamente te llevarán a una depresión o una obsesión enfermiza. Aunque en estos momentos lo veas como algo imposible, debes dejar que el destino siga su curso.
Otra vez con ese rollo del destino…
―No, no puede ser… ―negué con la cabeza, dejando que unas lágrimas falsas pero eficaces rodaran por mis mejillas.
Vaya, esto se me daba mejor de lo que creía.
―Lo lamento mucho, Juliah ―murmuró Igor con tristeza.
Reconozco que me vine un poco arriba con mi interpretación, aunque coló. Simulé un desvanecimiento y todos a mi alrededor se acercaron para sujetarme.
―Nathan… ―lloré―. Es como si no hubiera resucitado…
―Será mejor que descanse en sus aposentos ―dijo Elina muy preocupada.
―Mark, ve a llamar a dos protectores para que la acompañen a su alcoba ―ordenó Igor, inquieto por mí.
―Sí ―se apresuró a obedecer el mencionado.
Mark soltó mi brazo y salió corriendo. Entre tanto, yo continué con mi brillante actuación. Esperaba que funcionase.

TRATOS

— NATHAN —
La luz de la tarde ya hacía un buen rato que se peleaba con las copas de los árboles para alcanzar el terreno forrado de tierra húmeda y hierba. Sentado bajo una de ellas, me dedicaba a contemplar el bosque, el cual permanecía en una calma que me resultaba ajena y forastera.
―Venga, mueve ya ―resopló Mark.
―Tranquilo, tío, necesito mi tiempo ―respondió Danny mientras estudiaba la jugada en ese cochambroso tablero magnético de viaje.
―Siempre dices lo mismo.
―¿Cuándo vais a terminar esa partida? ―rio Luke, que leía un libro al tiempo que reposaba su pierna escayolada―. Lleváis una eternidad.
―Pregúntale a Danny ―farfulló Mark, cruzándose de brazos.
De repente, los cascos de unos caballos a paseo irrumpieron en esa calma, haciendo que todos desviáramos nuestra atención hacia la zona. Vaya por Dios. Oliver y su perrito faldero, Bryan, aparecieron por entre el boscaje.
―Ah, estáis aquí ―dijo Oliver con una indiferencia cargada de tedio.
―¿Qué coño queréis? ―quise saber sin ni siquiera mirarle.
El hastío era mutuo.
―Tenéis que acompañarme. El Consejo quiere veros.
―¿El Consejo quiere vernos? Ya iremos más tarde, si es que vamos.
―¿Más tarde? ―ese estúpido arrugó el entrecejo.
―Sí, cuando nos apetezca.
―¿Cuando os apetezca? ―Oliver arqueó las cejas y chistó con burla―. No me digas que ese ridículo rumor que corre por el castillo sobre tu rebeldía es cierto.
Desvié la vista hacia él y no me hizo falta responderle con la lengua. Su asquerosa sonrisita se esfumó con virulencia.
―Estás loco ―censuró. Luego, miró a mis compañeros―. Estáis todos locos.
Sonreí con insolencia.
―¿Tú crees? Yo creo que estamos más cuerdos que nunca.
―¿Qué te propones? ¿Qué crees que vas a lograr con esto? Lo único que vas a conseguir es que os metan a todos en prisión.
―Ya veremos ―me desperecé con total tranquilidad ante los atónitos ojos de Oliver y Bryan y me levanté de mi sitio―. ¿Sabes? Con tanta memez me han entrado ganas de saber qué quiere de nosotros el Consejo.
Mis amigos se pusieron de pie para seguirme con esa fe ciega que, incomprensiblemente, tanto me profesaban. Montamos sobre nuestros caballos y, sin esperar a ese par de prepotentes, empezamos a cabalgar.
―¡Hey, ¿adónde vais sin nosotros?! ¡Esperadnos! ―gritó Oliver a nuestras espaldas.
Sí, claro, ni hablar. Me saqué una bola de humo del bolsillo y la arrojé hacia atrás con cierta saña. Pronto una humareda blanca estalló hacia las copas arbóreas, que sirvieron para que se quedara estanca y se concentrara más.
―¡Adiós, idiotas! ―me burlé.
―¡Maldito guerrero! ―chilló el presuntuoso de Oliver―. ¡Me las pagarás!
Escuchamos la rabiada tos de los dos protectores mientras nosotros nos reíamos con malicia, y apresuramos el paso.
Ni qué decir tiene que notamos las miradas expectantes y curiosas a nuestra llegada al castillo; otras ya nos condenaban directamente, por supuesto, y así continuaron hasta que entramos en Palacio. Cuando abrimos las puertas del salón de los tronos, observamos que los Siete Sabios ya se encontraban allí. Por cierto, debían de llevar un buen rato esperándonos.
Adoptaron su disposición de siempre en el fondo de la estancia, guardando ese absurdo y cansino protocolo. Tras sus largas y también monótonas togas alboreas se entreveía a Daero, ahora un reconstituido Príncipe Davinio, quien ocupaba uno de los tronos, en representación de Eudor. Pronto se hizo un hueco más amplio entre los miembros del Consejo, dejándole su protagonismo al hijo del rey, que nos esperaba con pulcra paciencia.
Atravesamos el salón con diligencia, hasta que finalmente nos plantamos frente a todos ellos con aire desafiante. Daero nos saludó con un movimiento de cabeza y esperó a que nosotros nos inclináramos como mandaba el protocolo. No lo hicimos, pero, a diferencia de los Siete Sabios, a él no pareció ofenderle.
―¿Cómo te encuentras, Nathan? ―me preguntó Igor antes que nada, con verdadero interés por mi estado.
Mark aprovechó para hacerme otro estudio visual. No había dejado de hacerlo en todo el día, el muy idiota, aunque la verdad es que todavía no podía quitarme de la cabeza todo lo que me habían dicho ayer, a esa sacerdotisa…
―Bien ―mentí, haciéndome el duro―. Vamos al grano.
―Sí ―Igor carraspeó―. Os he hecho venir para hablar de la misión que aún concierne a nuestro rey.
Por supuesto, cómo no.
―Sí, ya lo sabía ―no pude evitar ese retintín de reproche en mi voz.
Igor se dio cuenta.
―Veo que no has seguido mi consejo y que no lo has meditado, sigues en tus trece. A nuestros oídos han llegado unos rumores un poco inquietantes con respecto a vosotros y vuestra conducta.
Eso me gustaba. Sonreí en actitud claramente chulesca.
―¿Ah, sí? ¿Qué rumores?
―Sobre vuestra absurda rebeldía ―manifestó Otis con un semblante duro―. Algunos protectores os han oído confabular.
―Qué cotillas ―me mofé.
Mis amigos sonrieron.
―No habéis hecho las tareas propias de un guerrero, incluso ahora habéis venido hasta aquí solos, sin Oliver ni Bryan ―refunfuñó Chloe.
―¿Es que necesitamos protectores para venir aquí? Creo que sabemos llegar de sobra nosotros solos ―me burlé, sonriendo con la misma irreverencia.
Mis compañeros soltaron unas risillas.
―¡Abandonad esas sonrisas, guerreros! ¡Esto es muy serio! ―bramó Dominic.
Mi expresión se endureció automáticamente.
―Por supuesto que es serio. Muy serio.
Los Siete Sabios al completo enmudecieron.
―No alcanzo a comprender tu actitud ―reprobó Daero de repente. Se hizo un silencio absoluto cargado de ese respeto protocolario cuando el príncipe intervino―. ¿Acaso ya no te importa tu reino, tu rey?
Pasé a mirarle a él.
―¿Acaso he dicho yo en algún momento que no vaya a ejecutar la misión?
Igor abrió sus ojos completamente.
―¿Vas a ejecutarla? ―se sorprendió.
Hundí mis ojos en los suyos con resolución y determinación.
―Ya lo dije en el Este. Soy un hombre libre, pero un hombre libre que siempre luchará por el Norte. Soy el Dragón, mis sentimientos hacia mi reino no han cambiado. Siempre amaré a las Tierras del Norte, siempre estaré ligado a ellas, por Dick, siempre las sentiré como mi hogar en las Cuatro Tierras, como mi reino, pero ahora no lucharé por ellas por obligación o mandato. Lucharé por ellas porque yo quiero, porque yo lo elijo. A partir de ahora siempre lucharé por el Norte como un hombre libre.
―¡Oh, estupendo! ―protestó Otis, levantando los brazos con un clamoroso aspaviento.
―¡Un hombre libre! ―desaprobó Dominic―. Eres un guerrero, ¡un guerrero! Debes aceptar tu sino de una condenada vez.
Daero alzó la mano para calmar los ánimos.
―Si tanto amas a tu reino, ¿por qué te rebelas? ―quiso saber, aunque con voz y gesto tranquilos―. ¿No te dan buen trato?
―No se trata de buen o mal trato. Se trata de libertad.
―¿Libertad? ―el ceño del príncipe se extrañó―. Tenía entendido que aquí a los guerreros no se os encierra al llegar la noche; incluso gozáis de hogares fuera del castillo, ¿no es así?
Este tío no se enteraba de nada.
―Me refiero a la libertad propia de las personas ―le aclaré, resoplando por tener que explicar algo que era tan obvio en el mundo de ahí fuera pero que aquí todavía resultaba tan chocante―. Me refiero a esa absurda clasificación por estatus, a la privación de derechos que ello conlleva para los que nos situamos en la parte baja de la pirámide. No debería ser así, no tendría que haber clases. Todos tendríamos que tener los mismos derechos.
―Los derechos van en proporción a las obligaciones ―respondió Chloe, levantando la barbilla con severidad―. No todos tienen la misma carga de obligaciones, así que de ningún modo pueden tener los mismos derechos.
―Los derechos no se ganan. Son innatos en el ser humano ―rebatí.
―No, son las obligaciones las que son innatas, las que nacen con dependencia de la cuna de la que se procede, y de ellas derivan los derechos ―debatió ella―. Nacer en un estatus superior conlleva obligaciones superiores, lo que comporta derechos superiores.
―¿Obligaciones y derechos superiores? Anda ya. ¿Es que un guerrero no se la juega por su reino? ―me ofendí.
―¿Me vas a decir que tiene las mismas obligaciones un guerrero que un rey? ―discutió Chloe.
Abrí la boca para contestar, pero Daero cortó de pleno el debate.
―Conoces las consecuencias de una rebeldía, ¿verdad? ―me preguntó.
Vaya una pregunta.
―Me importan una mierda las consecuencias ―le respondí, desafiante otra vez.
―¡Esos modales! ―me regañó Dominic entre los suspiros de desaprobación del resto.
El príncipe me contempló durante unos segundos, sentado en el trono, reflexivo.
―Admito que, aun sin compartirlo, el que luches por un derecho que crees que te pertenece me parece muy honorable por tu parte, sin embargo, intuyo que en esa aceptación de la misión va implícito algo más ―dedujo. Listo, el príncipe. Le miré fijamente y la comisura de mi labio se izó con un gesto insolente que lo ratificaba―. Lo suponía. Dime, ¿qué es lo que pides a cambio?
Los Siete Sabios al completo se quedaron a la expectativa, aunque diría que mirándome con cierta alerta.
―¿No es evidente? A mí lo que intentéis hacerme me la suda, pero mis compañeros son otro tema. Lo que quiero a cambio es que no se persiga ni se castigue a ningún guerrero por querer ser libre e igual a cualquiera de un estatus de los que llamáis superior. Y para que me lo crea, quiero un decreto de nuestra libertad firmado.
―¡Eso es inviable! ―farfulló el cascarrabias de Dominic.
―Sabes que únicamente Eudor, como rey del Norte, puede conceder tal gracia. Sólo él puede tomar una decisión como esa ―me recordó Igor, él mucho más tranquilo.
―Si me hago con el último elemento que nos falta para el antídoto, se curará y podrá concedernos la libertad ―le señalé yo, levantando el mentón con autoridad y bizarría.
Mientras los Siete Sabios se miraban entre sí con incredulidad por lo que estaban oyendo, el principito volvió a dedicar unos segundos a observarme. Se quedó con un careto pensativo al tiempo que sus labios se pegaban en una sola línea. Hasta que habló.
―Soy el hijo del Rey Eudor, por tanto, y puesto que mi padre está convaleciente, creo que tengo derecho a solicitar explicaciones sobre lo que ocurre en este reino ―declaró con calma. Entonces, me echó un vistazo demasiado perspicaz, para mi gusto―. El artífice de esta rebelión eres tú. ¿Puedo saber a qué se debe ese afán tan tenaz y porfiado de libertad? Tengo entendido que no hubo queja por tu parte hasta ahora. Antes no te importaba tu posición en esa pirámide social de la que hablas. ¿Qué te mueve a desear ahora la libertad con esas ansias tan fuertes? Unas ansias tan fuertes que incluso te impulsan a rebelarte contra tu amado reino. ¿Cuál es el motivo?
―¿El motivo? ―mis cejas se arquearon con un escepticismo lleno de ofensa. No podía creerme que todavía me preguntase por un motivo―. El motivo es…
De pronto, mi garganta calló abruptamente. Me quedé totalmente en blanco, mirando con cara de idiota al resabidillo príncipe. Entonces, se hizo un agujero en mi torso y algo muy incómodo empezó a hurgar en cada parte de sus recovecos. Aunque ignoraba de qué se trataba, me di cuenta de que sabía qué era ese algo. Sí, sabía, todo mi ser sabía, que aunque siempre me había disgustado este clasismo absurdo ahora había un motivo muy poderoso para rebelarme, algo que hacía que ahora luchara de una forma nueva, diferente, algo que hasta iba más allá de una revuelta social, pero, maldición, no la recordaba…
Recompuse mi rostro por un momento enfrascado y miré fijamente al príncipe.
―Ya lo dije antes. Esta sociedad clasista no debería ser así. Todos tendríamos que tener los mismos derechos ―solucioné.
―¿Es ese el verdadero motivo de tu ferviente deseo de libertad? ―dudó, y lanzándome otro vistazo sagaz, soltó―: ¿O es… por la sacerdotisa Juliah?
Un relámpago estremecedor y chispeante recorrió todo mi pecho, alcanzando incluso mi espalda. Noté cómo mi tatuaje se encendía, cómo ardía bajo mi piel, y de repente sentí que ese algo, ese algo extraño que ni yo mismo comprendía, cobraba un sentido que seguía siendo oculto y misterioso. Mis colegas me miraron al instante con una prudencia expectante, sobre todo Mark.
Mi boca empezaba a colgar cuando la puerta del salón se abrió. Me giré en esa dirección, como todos, y mi abdomen volvió a sufrir otra descarga eléctrica.
La sacerdotisa…
―Juliah, llegas a tiempo ―le dijo Igor, sonriente.
La chica empleaba su bastón para moverse, pero, en contra de lo que se podría esperar, no tenía un cojeo torpe. Tampoco me pareció especialmente marcado. Se movía con una soltura y una desenvoltura que se notaba había sido forjada a base de práctica, garra y empeño. Eso me pareció muy loable por su parte, tenía que reconocerlo. Los ojos de la sacerdotisa se anclaron en mí mientras caminaba, y, de pronto, me vi a mí mismo volviéndome al frente súbitamente para frenar la repentina y absurda convulsión de mi estómago.
¿Por qué coño había hecho eso? Esto era… Mis napias resollaron cuando me percaté del porqué. Claro, era fácil. Mierda, había intentado impedirlo, pero estaba claro que todas esas cosas disparatadas que me habían contado sobre ella y yo estaban empezando a hacer mella en mi sesera. Joder, todo el mundo se había vuelto loco. ¿Desde cuándo esa sacerdotisa y yo…? Noté su embriagadora fragancia llegando y mi semblante se giró de forma autómata para observarla. Ella continuaba manteniendo esos ojos castaños fijos en mí. Miré hacia delante, otra vez rápidamente. Joder, qué incómodo me sentía. Maldita sea…
La sacerdotisa terminó de llegar y se puso a mi lado, impregnando el ambiente con ese olor a jazmín en el que, inevitablemente, ya me había fijado en nuestro primer encontronazo.
―Juliah, bienvenida ―sonrió Daero.
Reparé en cómo la observaba y me sentí más incómodo todavía, aunque también advertí la mirada cauta que me brindó a mí.
―Alteza ―la sacerdotisa hizo una reverencia a modo de saludo que el príncipe correspondió asintiendo―. ¿Me he perdido algo sobre la misión? ―preguntó en tono amable, ya dirigiéndose en general.
―No, apenas la hemos mencionado aún ―le contestó Igor―. Todavía tenemos que trazar algún plan que garantice tu seguridad. Las Tierras del Oeste son en su mayoría territorio inexplorado por nuestro reino y son muy peligrosas incluso para ti.
Parpadeé cuando terminé de digerir lo que iba escuchando.
―Un momento, un momento. ¿Ella viene con nosotros? ―inquirí, ya con el ceño fruncido y mi labio inferior colgando.
―Por supuesto ―ratificó Igor―. Iréis juntos a la misión.
Joder, maldita bocaza la mía. No me apetecía nada ir de viaje con la sacerdotisa, pero ya había dicho que iba a cumplir con la misión y había soltado todo ese rollo de mi amor por mi reino, lo que quería a cambio y bla, bla, bla. Ahora no podía volverme atrás. Mierda…
Volví a mirar a la sacerdotisa, quien me observó otra vez. Sesgué el rostro hacia Igor con rapidez.
―No, no, no. No necesitamos ninguna sacerdotisa para movernos por el Oeste ―refunfuñé.
―Pero solo la sacerdotisa Juliah puede tocar los elementos, ¿recuerdas? ―se encargó de puntualizar Chloe.
Mierda, eso era verdad.
―Por supuesto que iré a la misión, faltaría más ―protestó la sacerdotisa, mirándome con su fino ceño fruncido.
Gruñí por lo bajinis.
―Así que es cierto. No la recuerdas ―jadeó el príncipe de repente, sorprendido.
No sé por qué, pero mi vista se clavó en él con una precipitación y una agresividad extrañas. ¿Qué tenía ese… principito que tanto me molestaba?
Daero bajó de su nube y su semblante se renovó con una sacudida apenas perceptible.
―La sacerdotisa Juliah tiene que ir a la misión, solo ella puede tocar los elementos ―dijo.
―Pues claro que voy a ir ―reiteró ella.
―Eso ya lo he oído ―mascullé entre dientes.
―Pero tú eres el Dragón. A ti también te necesitamos, así como a tus compañeros ―prosiguió el príncipe.
―Entonces tendrás que aceptar mi trato ―le apunté.
―Lo que pretendes hacer es arriesgado ―me avisó―. Aunque concluyera la misión con éxito, no puedo certificarte que se te dé ese decreto que pides, no puedo garantizarte nada. Ni siquiera yo puedo tomar esa decisión, no puedo decidir por Eudor. Y aunque mi padre y yo aún no hemos tenido contacto y no le conozco, creo que tampoco puedo garantizarte que él llegue siquiera a plantearse tu petición; como ha dicho Igor, eso es decisión exclusivamente suya.
Miré a mis compañeros y éstos asintieron. Mi vista cambió hacia el príncipe.
―Asumiremos ese riesgo.
―Alteza, no me digáis que estáis pensando aceptar ese trato ―se sorprendió Otis.
―Lo verdaderamente importante, lo urgente en estos momentos, es conseguir el último elemento para la poción que curará a mi padre, y si la única manera de lograrlo consiste en dejar que se haga a su manera…
―Pero alteza… ―se quejó Dominic.
El príncipe izó su mano de nuevo y el silencio reinó en la estancia. Le echó un fugaz vistazo a la sacerdotisa y se lanzó a la piscina.
―No hay más que hablar ―decretó. Después, me contempló únicamente a mí―. De acuerdo, Nathan, se hará a tu manera, puesto que tú, como el Dragón, eres el único capaz de atravesar las Tierras del Oeste y llegar al último ingrediente. No tenemos otra opción si realmente queremos hacernos con el soplo del Viento de los Espíritus ―entonces, hizo una pausa medida para añadir algo más―. Pero con una condición.
Uf, qué mala espina me daba…
―¿Qué condición? ―inquirí, desconfiado.
El príncipe le echó otro vistazo a la sacerdotisa.
―Yo también iré a esa misión ―decretó, alzando el mentón con una autoridad sobreactuada que se notaba no iba con él.
No sé, pero me daba la impresión de que eso era algo improvisado que se le había ocurrido ahora...
―Alteza, es peligroso ―opuso Igor.
―Ni hablar, ni de coña ―objeté yo también―. No pienso ser la niñera de nadie. Nos retrasarías.
―Soy inflexible en este tema.
―¿Tú por las Tierras del Oeste? ¿Sabes dónde te metes? Esa no es tarea para un príncipe.
―¿No afirmas que no existen las clases? ―el príncipe enarcó las cejas para mirarme con intención.
―No le des la vuelta a la tortilla ―farfullé.
―No daré mi brazo a torcer en ese aspecto. Iré, sea de tu agrado o no ―decidió, resolutivo.
―Bien, pues entonces no hay trato. No iremos a la misión ―le desafié, levantando mi mentón con chulería.
―Entonces… te quedarás sin el decreto que pides ―me advirtió de forma suave y respetuosa.
Joder…
Miré a mis amigos una vez más. Todos asintieron, encogiéndose de hombros con indiferencia. A ellos les daba igual que viniera o no, pero a mí no me hacía ni pizca de gracia. Gruñí con fastidio al tiempo que regresaba la vista al principito.
―Está bien, ¿quieres venir? Pues ven. Pero no esperes que cuidemos de ti.
Él se lo buscaba.
―No te preocupes, no tendréis que hacerlo ―afirmó, muy confiado.

IMPULSO

Miré hacia atrás otra vez, como si mis ojos ya no se hubieran cerciorado lo suficiente. Sí, el principito montaba a unos pasos de mí, rodeado de un séquito de protectores. Protectores, ¡ja!, lo que me faltaba. Ahora entendía a qué se había referido cuando había dicho que no tendríamos que cuidar de él. Claro, para eso estaban los protectores… Oliver, alardeando de su puesto a la derecha del príncipe, me dedicó una sonrisilla arrogante.
Gruñí, soltando una maldición por lo bajo, y me volví al frente.
Pero mi vista se topó con alguien: la sacerdotisa. Montaba a mi lado, en el caballo gris. Mis ojos descendieron hacia el animal, todavía absortos, y volví a hacerme las mismas preguntas que me había hecho la primera vez que había visto cómo se subía a él. ¿Cómo era posible que pudiera montarlo? ¿Es que usaba su magia para domarlo o qué? ¿Y cómo se había hecho con ese caballo? Solo yo lo conocía. Bueno, o eso creía. Además…, montaba sin silla…, como yo. Tal vez… Tal vez si era verdad que ella era… la hija de Dick, él se lo había enseñado, al igual que había hecho conmigo.
Sacudí la cabeza. ¿Pero qué estaba diciendo? Qué va, no era la hija de Dick… ¿No?
Desvié la mirada cuando la sacerdotisa la llevó hacia mí.
Por suerte, éramos más guerreros que protectores. Luke ya se había repuesto de su pierna del todo, así que se unió al viaje. Aunque no fue el único. Martha, Jessica, Mike ―con un recuerdo de sus quemaduras en la cara y el cuello―, Peter, Jack, Ágatha y Basam también nos acompañaban en esta aventura.
El resto del primer día de nuestro viaje se hizo largo. Todavía estábamos en territorio norteño, pero nunca se podía bajar la guardia, los espectros de Kádar u otro enemigo podían aparecer en cualquier momento. Ni Kádar ni Orfeo se habían quedado nada conformes con el final de los juegos en el Este, eso sin contar con Gälion y Yezzabel, que ahora se sumaban a esa aspiración por poseer el Fuego del Poder. Así que, siguiendo nuestro plan, si queríamos estar en el Norte enseguida para la protección del fuego teníamos que realizar la misión lo más rápido posible. Y lo más sigilosamente posible. Era evidente que Kádar nos estaría esperando; no era estúpido, sabía que necesitábamos su Viento de los Espíritus para curar a Eudor, aunque también podía aprovecharse de ello para enviar a sus espectros al Norte a fin de robar el fuego, aprovechándose de nuestra ausencia. Por eso teníamos que ser más invisibles que nunca. Ni siquiera debía percibir nuestra presencia, eso nos daría una pequeña opción para pillarle por sorpresa. Sabía que iríamos a por el soplo de su viento, pero no cuándo. Y seguro que no se esperaba que fuera tan pronto.
Los rayos del sol abandonaron el firmamento y el crepúsculo aprovechó para comenzar a invadirlo por completo. Decidimos que ya era hora de acampar. Lo hicimos en un rincón protegido, junto a un lago, que también disponía de diferentes pasillos de fuga. Todo estaba bien estudiado. El príncipe apenas había traído equipaje, otra cualidad buena en él, así que terminamos de montar el sencillo campamento con rapidez.
Por desgracia, el toca huevos de Oliver se acercó cuando comenzamos a extender los sacos sobre la hierba.
―¿Ya está? ¿Este va a ser nuestro campamento? ―se quejó.
Ya empezábamos… Pasé de contestarle y me dirigí a mi caballo.
―Esto no es adecuado para un príncipe ―apostilló, siguiéndome.
―Vino porque él quiso ―respondí en esta ocasión, molesto.
―Está bien así ―dijo Daero, haciendo que ese idiota de Oliver detuviera sus pasos para mirarle con sorpresa―. Me adecuaré a lo que haya.
―Pero alteza…
―Está bien así ―repitió el príncipe, asintiendo con gentileza.
Arg, este tipo me sacaba de quicio. Era tan perfecto…
―¿En qué saco dormirás tú?
Me volví con un asombro semejante al de Oliver al escuchar la pregunta que me dirigía la sacerdotisa.
―¿Por qué? ―inquirí, entornando los ojos con desconfianza.
La sacerdotisa se puso nerviosa y se sonrojó.
―Bueno, eres… eres el Dragón, me sentiré más protegida a tu lado.
―Muy lista ―se mofó Ágatha entre dientes.
La sacerdotisa le envió una sarta de balazos oculares.
¿Más… protegida? Sentí otra extraña llamarada en el tatuaje de mi espalda. Lo ignoré.
―¿No te sabes defender tú sola? ―cuestioné con sarcasmo―. Me han dicho que eres la sacerdotisa más poderosa de las Cuatro Tierras, ¿no?
―Podéis dormir a mi lado ―intervino el príncipe de manera gentil. Y unas pinceladas de rubor impregnaron sus mejillas.
Súbitamente, le miré con mala cara. Espabilado… La sacerdotisa lo hizo parpadeando.
―¿A… vuestro lado? ―repitió ella.
―Yo gozo de la custodia de los protectores en todo momento, incluso durante el sueño. Si vos dormís a mi lado…
Un rayo febril traspasó mi pecho.
―Dormirá junto a mí ―salté, saciándolo.
Lo hice para llevarle la contraria, claro está.
La sacerdotisa sonrió, pero el príncipe se puso pálido.
―Qué protegida vas a dormir, ya tienes lo que querías ―le restregó Ágatha a la sacerdotisa con burla.
―¿Algún problema? ―le replicó esta, molesta.
―No te preocupes, yo dormiré a tu lado para protegerte ―le dijo Basam a Ágatha con una de sus amplias y blancas sonrisas.
Ella sesgó su semblante hacia él. Lo miró con petulancia y se apartó el pelo de la cara de un manotazo todavía más engreído.
―No me hace falta tu protección.
―Estoy seguro de que no, pero mi saco siempre estará abierto para ti ―Basam amplió su sonrisa.
―Sigue soñando, idiota ―Ágatha le volvió la cara y se cruzó de brazos.
Basam soltó una risotada que retumbó en todo el bosque.
―No tienes remedio, tío ―a Mark le hizo gracia y sonrió.
No entendía a Basam, pero el tipo me caía bien. La verdad es que le echaba valor, aunque lo realmente sorprendente era que Ágatha no le hubiera dado ya una paliza por ser tan insistente. Puede que fuera porque él siempre tenía una sonrisa pintada en la cara.
―Ya es casi de noche ―me percaté, contemplando las estrellas que ya empezaban a brillar en el manto azul oscuro del cielo―. Hagamos un fuego y cenemos algo.
―Buena idea ―Mark volvió a sonreír a la vez que se frotaba su hambriento estómago.
―Tú sí que no tienes remedio ―le replicó Basam, también sonriente.
Mientras los dos se echaban a reír, los ojos de la sacerdotisa y los míos se encontraron.
Pegué un pequeño bote.
―Será mejor que nos pongamos manos a la obra ―dije, caminando hacia la zona más frondosa.
Recogí unos cuantos leños y palos del terreno, y en cuanto terminé percibí una aromática presencia a mi lado. La fragancia a jazmín se extendió incluso más allá de lo que mi nariz era capaz de capturar. Al girarme vi que, efectivamente, la sacerdotisa estaba detrás de mí, aunque para cuando quise darme cuenta, y por mucho que había intentado prepararme, otra vez volvía a sentirme muy incómodo.
Mierda.
Ella también se puso a recoger leños. La miré sin comprender.
―Son para más tarde ―me explicó.
Sus ojos eran dulces.
―No nos hacen falta ―repliqué, apartando la vista de ella. Inicié la andadura―. Sólo haremos una hoguera para la cena. Después la apagaremos y nos echaremos a dormir.
La sacerdotisa observó sus leños, los tiró y me siguió.
―¿Cuántos días de viaje nos esperan? ―me preguntó.
―Muchos.
Se hizo un pequeño silencio tras de mí. Tan solo se oía el compás que producían sus pies y su bastón sobre el terreno.
―¿Cómo… cómo es el Oeste? ―inquirió de nuevo.
Me daba la sensación de que únicamente buscaba algo de qué hablar.
―Ya lo conocerás.
La verdad es que ni yo mismo lo conocía. Sabía algunas cosas que Dick me había contado, y otras pocas más que había visto cuando había estado allí con él de crío, pero nada más.
―Una vez me dijiste que estaba lleno de espíritus ―prosiguió.
Me detuve en seco, haciendo que ella tuviera que pararse también, y me volví para mirarla.
―Yo no te dije eso ―me extrañé.
―Claro que sí ―aseguró―. Y que Kádar se aprovecha de ellos para hacer su ejército de espectros.
Tuve que parpadear, lo reconozco. Al principio no quise darle credibilidad, pero después sentí que esas palabras eran demasiado familiares, como si de verdad hubieran salido de mi boca en algún momento. Eso me acojonó un poco. ¿Acaso era algún truco mágico de sacerdotisa?
―Es imposible que yo te haya contado nada ―rebatí en plan borde―. Me da igual lo que digan los demás, te acabo de conocer.
Me giré y reanudé mis pasos. Ella, cómo no, lo hizo detrás de mí.
―¿Cómo haremos para combatirlos? ―siguió―. No sé, ¿es que son todos almas malas? ¿Y si también hay almas buenas?
―No lo sé ―farfullé.
―Si acabamos con ellas, ¿se extinguirán para siempre?
―No lo sé ―gruñí.
―¿Qué será de ellas?
Joder, ¿y yo qué sabía? Nunca me había parado a pensar en eso. Me giré de nuevo y la sacerdotisa tuvo que detenerse una vez más.
―Oye, deja de rallarme la cabeza, ¿quieres? No tengo ni idea de adónde irían a parar esas malditas almas. Además, nadie ha dicho que vayan a atacarnos o que nosotros tengamos que combatirlas.
En esta ocasión fue ella la que pestañeó.
―Ah.
Suspiré e inicié la andadura de nuevo hacia el campamento.