Estupidez artificial. Cómo usar la inteligencia artificial sin que ella te utilice a ti - Juan Ignacio Rouyet - E-Book

Estupidez artificial. Cómo usar la inteligencia artificial sin que ella te utilice a ti E-Book

Juan Ignacio Rouyet

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Imagina un mundo sin imprenta, sin coches, sin teléfonos móviles... ¿Cuesta pensarlo, verdad? Pero si algo tienen en común estas revoluciones es que las tres trajeron consigo un fuerte cambio de mentalidad, sacudiendo los cimientos de la sociedad del momento. Algo similar estamos viviendo en la actualidad con la Inteligencia Artificial (IA). Estupidez artificial. Cómo usar la inteligencia artificial sin que ella te utilice a ti, tiene el objetivo de hacerte reflexionar, desde un punto de vista filosófico, sobre el miedo infundado que se le tiene; a la vez que te invita a pensar en todas sus ventajas prácticas, realizando un alegato a su uso ético, responsable y sin miedos. ¿Es cierto que la IA decide por nosotros? ¿Tenemos que creer en lo que dice la IA como si fuera la sabiduría máxima? En las páginas de este libro encontrarás las respuestas a estos y otros interrogantes, o mejor dicho... podrás encontrar tu opinión.

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Primera edición digital: mayo 2023 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Composición de la cubierta: Mariona Sánchez Maquetación: Irene E. Jara Corrección: Beatriz García Revisión: Isabel Bravo de Soto

Derechos de reproducción: Página 18, Group I, Primordial Chaos, No. 16, Hilma af Klint de las series WU/Rose 906-1907, colección Courtesy of Stiftelsen Hilma af Klints Verk, imagen digital 2023© Foto Scala Florence/Heritage Images. Página 54, Mountains and Sea, Helen Frankenthaler, 1952, detalle de la exposición “Action/Abstraction: Pollack, de Kooning, and American Art, 1940-1976”, 4 de mayo - 21 de septiembre 2008, imagen digital 2023© Foto The Jewish Museum/Art Resource/Scala Florence. Página 86, La traición de las imágenes (Esto no es una pipa), René Magritte, 1928-1929, imagen digital 2023© Foto Museum Associates/LACMA/Art Resource NY/Scala, Florence. Página 116, Mujer con abanico, María Blanchard, 1916, imagen digital 2023© Foto Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Página 174, Latas de sopa Campbel, Andy Warhol, 1962, imagen digital 2023© Foto The Museum of Modern Art, New York/Scala Florence

Versión digital realizada por Libros.com

© 2023 The Andy Warhol Foundation for the Visual Arts, Inc. / VEGAP © Helen Frankenthaler, René Magritte, VEGAP, Madrid, 2023

© 2023 Juan Ignacio Rouyet © 2023 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19435-27-9

Juan Ignacio Rouyet

Estupidez artificial

Cómo usar la inteligencia artificial sin que ella te utilice a ti

A Paloma, un potosí.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

De agua, harina y sal

Miedo me da

El ferrocarril

El telégrafo

El teléfono

La inteligencia artificial

Autonomía y justicia

Mis conclusiones. ¿Las tuyas?

Inteligencia probable

Di lo más habitual

Mira y aprende

Mira y copia

Decide lo más deseado

Somos predecibles

Mis conclusiones. ¿Las tuyas?

Esto no es una pipa

¿Hay alguien ahí?

Una cuestión de arte

Una pipa sin consciencia de ser pipa

Mis conclusiones. ¿Las tuyas?

Será por éticas

¿Qué es esto de la ética?

Porque buscamos la felicidad

Según cada uno

Lo que nosotros digamos

Un cuadro cubista

Mis conclusiones. ¿Las tuyas?

Cómo no ser una sopa de datos

Ética aplicada

Estos son mis principios, pero tengo otros

Seamos éticos, que no cuesta tanto

Evitar la inteligencia artificial pop

Mis conclusiones. ¿Las tuyas?

Los robots no harán yoga

Fuentes, por si quieres seguir bebiendo

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

De agua, harina y sal

 

Por el lejano valle de Wakhan, más allá de los montes de Hindu Kush, caminaba el sabio sufí conocido por todos como el Gran Yusuf ibn Tarum. En la cercana comunidad de Ishkashim, se enteraron de la presencia por la zona del gran maestro y salieron por los caminos a su encuentro. Cuando dieron con él, le llamaron y le pidieron que pasara unos días con ellos. El maestro accedió y los acompañó hasta su aldea.

Al día siguiente, toda la comunidad se reunió en la plaza para escuchar las sabias palabras del Gran Yusuf ibn Tarum. El líder de la comunidad se puso en pie para pedir al maestro por sus enseñanzas.

—Gran Yusuf ibn Tarum, sabemos de vuestra grandeza, de vuestra gran sabiduría y que estáis tocado por un espíritu de revelación. Nosotros somos una comunidad pequeña y es posible que nunca hayáis oído hablar de nosotros, de nuestra dedicación y búsqueda de la verdad. Por ello, gran maestro, antes de escuchar vuestras sabias palabras, dejadnos que os contemos nuestro pensamiento y forma de obrar para alcanzar la perfección, de tal forma que podáis confirmar, refutar o completar nuestras ideas.

El Gran Yusuf ibn Tarum se puso en pie e interrumpió al líder, cuando este se disponía a explicar su escuela de pensamiento. Al momento, comenzó a contar las ideas que preocupaban a aquella comunidad, los pensamientos que les hacían errar, las dudas que tenían y cómo intentaban superar sus dificultades. Todos quedaron asombrados de cómo el gran maestro sabía tanto sobre ellos, siendo como eran, una comunidad tan modesta y desconocida.

Cuando terminó, el líder de la comunidad se levantó de nuevo y alabó las palabras del maestro:

—¡Oh, Gran Yusuf ibn Tarum! Es asombroso lo que hemos visto. Se nota con certeza que os acompaña un espíritu de revelación, y así conocéis aquello que a otros se les oculta. Decidnos, gran maestro, cuál es el camino para tal perfección de sabiduría.

El maestro se quedó callado. Se hizo el silencio en la aldea. Tras unos segundos de expectación, pidió que le trajeran un cuenco de barro y agua, harina y sal. En el cuenco echó el agua, la harina y la sal. Lo removió bien y preguntó al líder.

—Dime, ¿de qué está hecha esta mezcla?

—De agua, harina y sal.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque conozco los ingredientes, gran maestro. Si conoces los ingredientes de una mezcla, eres capaz de conocer la naturaleza de la mezcla.

Así ocurre con la naturaleza humana. Conozco vuestros pensamientos porque conozco los ingredientes de la naturaleza humana[1].

Conocer los ingredientes de la mezcla para evitar la estupidez artificial. ¿Qué ingredientes? ¿Qué mezcla? ¿Qué estupidez? Empecemos por eso de la estupidez, que siempre es más simpático.

La inteligencia artificial viene precedida de amenazas, pero también promete esperanzas. Alcanzar las esperanzas o hacer realidad las amenazas es algo que depende de nosotros. De nuestra actuación, es decir, de nuestra inteligencia o de nuestra estupidez.

La estupidez artificial es aquel comportamiento que anula nuestra autonomía cuando usamos la inteligencia artificial. Es cuando decidimos dejar de ser responsables, porque abandonamos nuestra capacidad de responder y dejamos que la inteligencia artificial responda por nosotros. Estupidez artificial es argumentar con frases del estilo «lo dice el sistema», «el algoritmo ha determinado que…», o, la mejor de todas, «la inteligencia artificial ha decidido…». ¡¿Cómo?! ¡Y tú qué! ¿Tú qué dices, qué determinas o qué decides? En todas estas frases falta un «yo» que responde, y en su lugar se traslada la respuesta a un algoritmo.

El primer paso para ser ético no es tanto ser buena persona. El primer paso es tener la voluntad de responder de tus actos ante ti y ante los demás. Delegar la respuesta de tus actos en una inteligencia artificial es abandonar toda responsabilidad. Es dejar de ser ético. Es estupidez artificial. ¿Cómo evitarlo? Conociendo los ingredientes de la mezcla.

La inteligencia artificial es muy compleja de entender. Tanto, que parece magia. ¡Cómo es posible que haga lo que nosotros hacemos! Sin embargo, cuando conoces un truco de magia, carece de emoción. Hubo un tiempo en el que parecía magia que los mensajes fueran instantáneos con el telégrafo, o que el teléfono transportara la voz. También en el pasado tuvimos miedo del tren. Se pensó que nos volvería locos. Hoy estos inventos no nos asombran. Si conocemos los ingredientes, conoceremos la mezcla y lo entendemos todo. Pero en este juego de la inteligencia artificial no hay una mezcla, sino dos: la mezcla de la inteligencia artificial y nuestra mezcla; sí, nosotros mismos.

Te propongo conocer los ingredientes de la inteligencia artificial para quitarle todo atisbo de divinidad. Si queremos usar bien una herramienta tenemos que saber algo sobre cómo funciona. No sabemos construir un coche, pero sabemos por qué se mueve. No sabemos pilotar un avión, pero sabemos que no vuela por una ciencia desconocida. Hoy vemos que la inteligencia artificial es capaz de entendernos, de hablar, de decidir una ruta, de diagnosticar una enfermedad, de escribir un poema o pintar un cuadro. ¿Magia? No. Nada de eso. Basta conocer sus elementos básicos. Si conocemos los ingredientes de la mezcla de la inteligencia artificial, sabremos usarla, y empezaremos a alejarnos de la estupidez artificial.

También te propongo conocer nuestra mezcla. Saber de nosotros, si nuestros ingredientes son los mismos que los de la inteligencia artificial, y cómo respondemos de lo que hacemos. Este libro tiene algo de filosofía y algo de ética. Quizás pienses que la filosofía no sirve para nada, porque no lleva a conclusiones prácticas. Tienes parte de razón en ello, porque en ocasiones los textos filosóficos no hay quien los entienda. Pero la filosofía te hace pensar, y pensar te ayuda a ser libre. ¿Hay algo más práctico que ser libre?

Te planteo dos objetivos con este libro: conocer y actuar. Conocer los ingredientes para conocer la mezcla. Conocer para actuar, lejos de la estupidez artificial.

Para ello, en cada capítulo de este libro, intentaré ir respondiendo a una serie de preguntas que nos permitirán ir avanzando poco a poco.

¿Debemos tener miedo de la inteligencia artificial?

¿Cuáles son los verdaderos riesgos éticos de la inteligencia artificial?

¿Cómo funciona la inteligencia artificial?

¿Es la inteligencia artificial igual a nosotros?

¿Es posible tener una inteligencia artificial ética?

¿Qué deben hacer las organizaciones para tener una inteligencia artificial ética? ¿Qué debemos hacer nosotros?

Al final de cada capítulo te daré mi respuesta. Pero solo será mi respuesta, no la tuya. Saca tu espíritu crítico y busca tu punto de vista.

En la historia del gran maestro sufí Yusuf ibn Tarum hay dos posibles relatos. En uno de ellos, la inteligencia artificial es quien conoce nuestra mezcla y sabe de nosotros, de cómo actuamos. Estupidez artificial. En el otro escenario, nosotros conocemos la mezcla de la inteligencia artificial y sabemos cómo usarla. Sabiduría natural. Este libro te propone pensar y actuar para hacer realidad este segundo relato.

Caos primordial, Nº 16, Hilma af Klint, 1906-07. Fundación Hilma af Klint

Miedo me da

 

Hoy vemos este cuadro y no nos causa rechazo. Nos gustará más o menos, pero lo aceptamos. Caos primordial forma parte del llamado arte abstracto, al cual ya nos hemos acostumbrado. Pero en 1906, cuando fue pintado por la artista sueca Hilma af Klint, dentro de una serie de pinturas llamadas Las pinturas para el templo, la situación era completamente distinta. Hilma era seguidora del movimiento filosófico-religioso llamado teosofía, que busca el conocimiento de una realidad espiritual que va más allá de las doctrinas particulares de cada religión. Inspirada por esta idea, Hilma pintó su serie de cuadros para el Templo, casi de una forma instintiva, dejando llevar su mano como guiada por una fuerza superior.

En 1908, Hilma enseñó su colección de 111 pinturas abstractas a Rudolph Steiner, filósofo defensor de la teosofía. Rudolph desanimó a Hilma a continuar con aquella línea de pintura, porque era inapropiado para la teosofía. Hilma se quedó desolada y estuvo sin pintar unos 4 años. Posteriormente, continuó con su visión de un nuevo estilo de pintura, dejando una colección de más de 1200 cuadros abstractos.

Cuando murió, en 1944, legó su obra a su sobrino Erik, y dejó escrito en su testamento que su obra no se hiciera pública hasta 20 años después de su muerte, esperando que, para entonces la sociedad, en general, pudiera entender su arte. En 1970, cumplido el plazo de los 20 años, Erik presentó las obras al Moderna Museet de Estocolmo, quien las rechazó cuando se enteró que la autora había flirteado con la teosofía. La primera exposición pública de la obra de Hilma af Klint no fue hasta 1986, en Los Ángeles, bajo el título «Lo espiritual en el Arte: pinturas abstractas 1890 – 1985»[2].

Todo este desprecio por la obra de Hilma af Klint, por su relación con una visión espiritual, dio fama a Vasili Kandinsky, quien es considerado como el padre de la pintura abstracta. En 1911 publicó su famosa obra De lo espiritual en el arte[3], donde sienta las bases del arte abstracto y explica cómo una serie de formas y colores pueden inspirar ciertas ideas y emociones. A partir de entonces, sus obras tituladas como Composiciones (para qué darle nombres concretos) forman parte de la historia del arte contemporáneo y del arte abstracto.

En 1906 el arte abstracto de Hilma fue rechazado, pero 5 años después comenzó a cambiar la visión sobre el arte abstracto. En los años siguientes se aceptaron nuevas normas y se hicieron nuevos juicios de valor. La desconocida Hilma pasó 80 años en el olvido hasta que comenzó a ser reconocida su aportación al arte. Ahora sus pinturas no nos sorprenden, ni nos causa rechazo si han sido inspiradas por una visión espiritual.

En esta historia hay un juicio de valor erróneo y un acierto. El juicio de valor erróneo consistió en denostar una obra de arte por las inclinaciones filosóficas de su autora. El error de creer que una obra de arte debería estar realizada por un artista con unas condiciones determinadas, lo que sería considerado un artista serio. «Debería», ya ha salido la palabra. El acierto estuvo en Kandinsky, quien antes de exponer una obra abstracta, explicó en un libro cómo entenderla.

Lo ocurrido con la obra de Hilma af Klint ocurre ahora con la inteligencia artificial. En cualquier actividad que realizamos, siempre existe un debate entre lo que es y lo que debería ser. La obra Caos primordial no era como debía ser. Ese tipo de arte era entonces inaceptable, pero hoy en día ya es aceptable. Incluso aceptamos cualquier tipo de expresión artística. No hay más que pasarse por ARCO. En el arte ya no hay deberías. Y la inteligencia artificial, ¿es cómo debería ser?, ¿dejará de tener deberías?, ¿debemos tener miedo a la inteligencia artificial?

Para responder a estas preguntas podemos ver lo que ha ocurrido en el pasado con otras tecnologías. Te propongo un viaje por tres avances tecnológicos del siglo XIX: el ferrocarril, el telégrafo y el teléfono. En los tres casos vamos a ver el debate que hubo en su momento sobre lo que debería y no debería ser, y cómo este debate ha ido cambiando con el tiempo. Veremos que los miedos iniciales —lo que no debería ser— no eran tan peligrosos, y que muchas cuestiones que eran inaceptables en aquella época, hoy las tenemos por cosas normales. Igualmente, había muchas esperanzas —lo que sí debería ser—, que con el tiempo se han visto que no han llegado a ser realidad. Lo que ha ocurrido con otras tecnologías, ocurrirá con la inteligencia artificial.

Al juzgar el arte de Hilma af Klint los deberías se centraron en si su obra seguía un estándar artístico o si su biografía era seria. Si hablamos de inteligencia artificial, ¿sobre qué habla lo que debería o no debería ser?

Actualmente en nuestra sociedad todo debate se centra en cuatro dimensiones que articulan lo que debería y no debería ser. Son las dimensiones de salud, seguridad, economía y moral. No necesariamente por este orden, aunque las cuestiones morales suelen surgir en último lugar. Tanto defensores como detractores crean sus argumentos en base a todas o algunas de estas dimensiones. Juicios de valor que, al igual que en el arte, han ido cambiando, y lo que antes era «esta tecnología no debería ser así», con el tiempo se ha convertido en «sí debe ser así». Vamos a verlo.

El ferrocarril

Velocidad que enloquece

La irrupción del ferrocarril a comienzos del siglo XIX unió los pueblos y abrió los miedos. En la eterna, tranquila y verde campiña británica apareció un monstruo: la máquina de vapor. El ferrocarril fue la imagen viva del progreso tecnológico y su presencia dividió tanto a los campos, por el tendido de raíles; como a la sociedad, por los «deberías».

La primera cuestión sobre lo que debería o no debería ser vino con la seguridad, y, en particular, de la mano de la velocidad. Viajar a 50 Km/h se percibía como un riesgo considerable. Este miedo se vio acrecentado por dos accidentes memorables en sus comienzos.

Uno de ellos sucedió el mismo día de la inauguración de la línea Liverpool-Mánchester en 1830. Durante una parada del tren para abastecerse de agua, William Huskisson, miembro del Parlamento, fue atropellado por una locomotora Rocket debido una imprudencia. Murió a los pocos días[4]. Años más tarde, el escritor Charles Dickens tuvo un accidente de tren. Dos raíles sobre un viaducto fueron retirados por error al mirar un horario de tren equivocado. Todos los vagones de primera acabaron sobre el río, excepto el de Dickens, que quedó colgando[5]. Dickens se salvó, pero no así la reputación del ferrocarril como transporte seguro.

Aquí tenemos ya un paralelismo con la inteligencia artificial y los vehículos de conducción autónoma. Existen dudas sobre su seguridad. No ayuda el accidente de 2018 en Arizona, donde un vehículo autónomo de Uber mató a una mujer, que cruzaba la carretera con su bicicleta. Tuvo repercusión por dos motivos: fue el primer accidente por atropello de un vehículo autónomo y fue causado por un error de software. El radar no identificó correctamente a la señora cruzando la carretera, y además Uber había deshabilitado la opción de frenado de emergencia[6]. En el accidente de Dickens se quitó un rail por error; en el caso de Uber se deshabilitó una opción del software.

Todo avance tecnológico tiene un periodo inicial de desgracias. Dicho de una manera quizás más radical: todo avance tecnológico ofrece nuevas formas de morir; no se sabe de nadie que muriera por accidente de ferrocarril en la época del Imperio romano. A pesar de estos siniestros, el ferrocarril ha continuado y hoy es un medio de transporte bastante seguro. La inteligencia artificial también llegará a ser segura.

No obstante, no era necesario sufrir un accidente para padecer daños en la salud. Se pensaba que la velocidad en sí misma causaba demencia. Así se atestiguaba en múltiples casos de personas, particularmente hombres, que durante un viaje en tren habían tenido comportamientos violentos y actitudes fuera de sí[7]. Cada vez que el tren paraba en una estación, estas personas recobraban su sensatez y se comportaban de manera correcta y educada. No obstante, una vez que el tren se ponía en movimiento, la actitud violenta y errática volvía a manifestarse.

Se pensaba que el traqueteo del tren, unido al excesivo ruido por el movimiento sobre los raíles, literalmente afectaba al cerebro y alteraba los nervios. Se culpó, entonces, no solo a la máquina de vapor como el instrumento de progreso que no debía existir, sino que también se culpó a la propia civilización como el origen de nuestros males. En la última mitad del siglo XIX, los exploradores que volvían de las zonas más remotas del mundo informaban que apenas veían personas con enfermedades mentales en las áreas con menor civilización. Se llegó entonces a establecer que la locura, o cualquier otra enfermedad mental, era la inevitable consecuencia de la civilización y que un incremento de la demencia era el castigo que debíamos pagar por el incremento de la civilización[8].

¿La civilización afecta a nuestro comportamiento? Todo parece apuntar a que sí. De hecho, ese es el objetivo de la civilización: tener un comportamiento específico, que denominamos social. ¿Nos lleva a comportamientos no deseados, como la locura con el tren? Esto es más discutible. En el caso del ferrocarril con el tiempo se ha visto que no. Con la inteligencia artificial, se empezó a analizar si los asistentes de voz, tipo Alexa (Amazon), Google Home, Siri (Apple) o Cortana (Microsoft), afectaban al comportamiento de los niños. Habitualmente, cuando hablamos con estos dispositivos, no decimos palabras tales como «por favor» o «gracias», más bien decimos simplemente: «Alexa, ¿qué hora es?». Se vio que los niños usaban este estilo directo de comunicación, tanto con los asistentes de voz, como en la comunicación con los adultos. Parecía que estos siervos inteligentes volvían maleducados a los niños.

Esta situación llevó a Amazon a incorporar la «Magic Word» en su sistema de Alexa. Con esta nueva funcionalidad, cada vez que se pide algo a Alexa incluyendo la palabra mágica «por favor», el sistema responde también de manera agradecida, diciendo, por ejemplo, «gracias por ser tan amable». De manera similar, Google integró posteriormente su funcionalidad «Pretty Please».

Posteriormente se vio que estos asistentes inteligentes no afectaban al comportamiento de los adultos y que los niños eran conscientes de cuándo hablaban con una máquina o con una persona. Al final todo se aclara y nosotros nos adaptamos.

Ahora debemos dar paso a los economistas. En aquel entonces del ferrocarril, todo parecía indicar que la civilización se veía atacada por la innovación. Tocaba, entonces, hablar de los importantes beneficios económicos que traería la innovación del ferrocarril.

Los zapateros venderán más zapatos

Claramente, el ferrocarril era más productivo y eficiente, comparado con los medios habituales de transporte del momento, que eran a caballo o en barcazas por canales fluviales. Las palabras productivo y eficiente nunca deben faltar si queremos demostrar la bondad de una innovación.

El ferrocarril iba a generar un gran beneficio a toda la sociedad. Para convencer de ello, lo mejor era demostrarlo con un ejemplo cercano, como era el caso de suponer la existencia de un humilde zapatero en un remoto pueblo campestre. Gracias al tren, este zapatero vería ampliado su mercado, porque ya no solo vendería calzado a sus vecinos del pueblo, sino que podría vender sus zapatos en las principales ciudades británicas[9]. El ferrocarril era una fuente de negocio para los zapateros y para cualquier empresario o dueño de un humilde negocio.

Pero no solo para dueños de negocio. El ferrocarril iba a permitir ahorrar dinero y tiempo y tener una vida más plena. Cualquier mercancía transportada por canal entre Mánchester y Liverpool llevaba 36 horas de viaje, frente a la hora y tres cuartos que suponía transportarla por tren, lo que supone un ahorro del 50 % del coste. Tomando como base estas eficiencias, vinieron los análisis de grandes números con grandes esperanzas.

Teniendo en cuenta que medio millón de personas al año utilizaban dicha línea de tren, si cada uno de ellos ahorraba tan solo una hora en el trayecto, esto suponía un ahorro de 500.000 horas, es decir, 50.000 días de trabajo —en aquel entonces una jornada de trabajo eran 10 horas al día—. Esto equivalía a aumentar la fuerza de trabajo en 160.000 hombres, sin necesidad de incrementar la comida para alimentarlos. Hemos conseguido más capacidad de trabajo. Además, el trabajo de estos 160.000 hombres sería de más valor que el de aquellos ocupados en el campo o en el transporte convencional a caballo o barcazas[10].

Es posible que todo esto nos suene. Toda innovación siempre nos promete más valor añadido, lo que quiera que signifiquen las palabras valor y añadido. Nunca nos lo explican, tan solo sueltan el par de palabras acompañadas de una sonrisa de satisfacción. Está claro que, si se quiere vender la bondad de una tecnología, hay que meter la palabra valor. La inteligencia artificial también nos promete trabajos de más valor. Aquellas actividades tediosas, rutinarias o peligrosas las podrá hacer un robot que ni siente ni padece. El tema merece más atención y lo veremos posteriormente, pues, por otro lado, si la inteligencia artificial hace un trabajo tedioso, quiere decir que una persona deja de tener un trabajo. Aunque fuera tedioso, seguro que le arreglaba la vida. Lo mismo sucedía con el ferrocarril, su eficiencia venía a cambio de una pérdida.

El ferrocarril iba a eliminar puestos de trabajo: aquellos dedicados, precisamente, al transporte por caballo o canales, lo cual generaría pobreza en las personas dedicadas a tal actividad[11]. Sin embargo, un avispado cochero no tendría por qué preocuparse.

Se estaba demostrando que el transporte a caballo, debido a la línea férrea entre Mánchester y Liverpool, iba en aumento al favorecer el transporte de corta distancia[12]. Las grandes distancias eran cubiertas por ferrocarril, pero esos tramos cortos entre una estación y una población cercana eran salvados por diligentes taxistas a caballo. Como el tren movía a muchas a personas, estos audaces conductores verían incrementado su negocio.

Todo eran parabienes. Algunos oficios, como el transporte por canal, se verían afectados por la llegada del ferrocarril, pero el resultado global sería que los zapateros venderían más zapatos, los cocheros llevarían a más gente, el país sería más productivo y habría trabajo de más valor. El tren sería más productivo, más eficiente y de más valor: ¿cómo negarse ante esas tres palabras?

La inteligencia artificial quizás nos quitará puestos de trabajo, pero nos dicen que haremos otros y de más valor. Al igual que los cocheros de entonces, nos dicen que no nos preocupemos. Más adelante veremos si debemos preocuparnos o no. De momento, el tren todavía traerá más enhorabuenas.

Peor lana, pero más inteligentes

Finalmente, quedaron los argumentos de naturaleza moral, que eran aquellos que asignaban un cierto juicio de valor al invento. El ferrocarril fue considerado una máquina infernal. El propio nombre representaba un cierto aire de odio: ferrocarril, carril de hierro; hierro, metal, que denota dureza y batalla. ¡Qué cosa tan inhumana!

El tren se consideraba innecesario, pues no había razón de viajar tan rápido, y además iba en contra de los valores de tranquilidad, belleza y unidad. La principal oposición vino por los dueños de las tierras, que veían cómo aquella máquina oscura y agresiva atravesaba sus campos expulsando humo negro a toda velocidad.

Aquello no podía traer nada bueno: rompía la paz de un desayuno tranquilo y llenaba sus hogares de hollín y ruido; destruía su privacidad, pues los pasajeros de los trenes pasaban cerca de sus casas; destruía la unidad de las granjas, al ser divididas por los raíles del tren; desfiguraba el paisaje, al cortar montañas o crear largos puentes para cruzar valles o ríos; interfería en la caza; e incluso, y aquí empieza lo verdaderamente pintoresco, afectaba a la calidad de la lana de las ovejas que pacían junto a las vías del tren. En resumen, el ferrocarril transmitía los valores de vulgar, mercenario y desagradable[13]. Claramente, el ferrocarril no era lo que debía ser, pues no traía nada bueno.

Sin embargo, frente a esta visión tan deprimente, existía otra forma de ver las cosas. También había grandes esperanzas para la humanidad en aquellas máquinas de hierro y carbón. Dado que el ferrocarril iba a aumentar la productividad de cada artesano, —por ejemplo, de los zapateros— se iba a producir una cadena de consecuencias virtuosas sin precedentes: al tener que fabricar más zapatos, sería más competente en su trabajo; esto le haría ser más rápido en hacer zapatos, lo que le daría más tiempo libre; el tiempo libre le induciría a la indagación; y la indagación, al conocimiento[14]. Por tanto, el tren iba a hacer que la gente del siglo XIX fuera más inteligente, al menos, los zapateros.

Pero aún hay más. No era verdad que el ferrocarril fuera a estropear el eterno candor de suaves valles y colinas. Antes bien, la construcción de puentes, viaductos, accesos y depósitos relacionados con el ferrocarril, traerían un nuevo tipo de arquitectura creando un embellecimiento arquitectónico. Esta nueva belleza sería fuente de una mejora en los hábitos y la moral de la población rural: fomentaría el cultivo del gusto y la difusión del conocimiento, por medio de la comunicación global[15]. Se llegó a decir, textualmente y por personas muy sesudas que «la duración de nuestras vidas, en lo que respecta al poder de adquirir información y diseminar conocimiento, se duplicará; y podemos estar justificados al buscar la llegada de un tiempo, cuando el mundo entero se habrá convertido en una gran familia, hablando un solo idioma, gobernado en unidad y armonía por leyes similares, y adorando a un solo Dios»[16].

Con estas palabras, uno queda rendido ante el ferrocarril. Esos trenes que cruzan los campos iban a conseguir que los pueblos fueran más inteligentes, con mejores hábitos, más éticos y más fraternales. Hoy en día, con la alta velocidad, cabe suponer que nuestra inteligencia, nuestra ética y nuestra fraternidad vuelen a la velocidad del rayo. ¿Somos hoy todo eso? ¿Se cumplen las bondades que nos venden con las innovaciones? ¿La felicidad que nos pintan, con solícitos robots a nuestro lado, será verdad?

Hablando de la velocidad del rayo, unos años más tarde, llegó la comunicación a la velocidad de la luz.

El telégrafo

Acabaremos con la barbarie

No todo avance tecnológico fue tachado, de primeras, de incorrecto. El establecimiento de la primera línea de telégrafo en 1844 trajo grandes esperanzas para la humanidad, casi como el tren[17]. Con el telégrafo, por primera vez, la transmisión de la información se separaba del medio físico por el cual viajaba. Hasta la fecha, la información era transportada por un mensajero, habitualmente a caballo, y esta viajaba a la velocidad a la que iba el mensajero. Si el mensajero tardaba tres días en llegar a su destino, el mensaje tardaba tres días en llegar a su destinatario. Si el mensajero corría, el mensaje llegaba antes; si se entretenía en cantinas por los caminos, la misiva llegaba tardía.

El telégrafo hizo que la información viajara a la velocidad del rayo. Esto era increíble. ¿Cómo era posible que un mensaje llegara de manera instantánea, sin mediar un mensajeo por medio? Además, ¿qué es eso de la electricidad? Para mayor conmoción el telégrafo estaba basado en esa fuerza invisible llamada electricidad, que no todo el mundo llegaba a entender. Parecía mentira que el pensamiento pudiera ir más deprisa que la materia. Si nuestras ideas podían volar a la velocidad de un suspiro, entonces se aventuraban grandes esperanzas.

Se creó el concepto de «comunicación universal» como aquel medio por el cual se podría unir la mente de todos los hombres en una especie de conciencia común. El telégrafo iba a unir a todos los hombres y mujeres de la Tierra para transmitir los principios más elevados del humanismo. Por fin la barbarie estaba llamada a su fin. Era imposible que los viejos prejuicios y las hostilidades existieran por más tiempo, dado que se había creado un instrumento que permitía llevar el pensamiento a cualquier lugar del mundo, y con independencia del mensajero. Ahora sí que estábamos delante de un invento moralmente bueno en sí mismo. El telégrafo era lo que debía ser.

Todas sus supuestas bondades innatas aparecieron reflejadas en la primera frase que se transmitió por dicho medio, atribuyendo al invento una dote divina. El 24 de mayo de 1844 se produjo la primera transmisión pública por telégrafo entre Washington y Baltimore, cubriendo una distancia de unos 60 Km. Samuel Morse, desde la Cámara de la Corte Suprema en el Capitolio de EE. UU., envió a su colega Vail, en Baltimore, la frase «What hath God wrought!», tomada de la Biblia. En particular del capítulo 23 y versículo 23 del Libro de los Números, y que se puede traducir como «¡Lo que Dios ha hecho!». De alguna forma, el telégrafo era una creación divina que iba a traer toda clase de beneficios a la sociedad y era propio de una obra celestial.

Si ya con el ferrocarril íbamos a ser más éticos y fraternales, y ahora con el telégrafo se iba a acabar la barbarie, hoy en día el mundo debe ser maravilloso, aunque quizás no nos demos cuenta. Más bien, parece que hemos conseguido una comunicación global, enganchados al móvil, pero no tanto esa «comunicación universal» que nos lleva a una conciencia común y a una unidad entre los seres humanos. No hay más que ver ciertos mensajes en las redes sociales.

Hoy vemos que, finalmente, el telégrafo no ha terminado con la barbarie. ¡Qué cosa más rara! ¿Qué puede haber fallado, si todo apuntaba tan bien?

La guerra por un telegrama

El error —la falacia— radicó en creer que una tecnología tiene connotaciones morales y que es buena o mala en sí misma, sin tener en cuenta el uso que nosotros hacemos de ella. El telégrafo no es ni bueno ni malo, depende del uso que hagamos de él, es decir, de los mensajes que transmitamos. Un ejemplo claro es lo que ocurrió con el llamado telegrama de Ems que causó la guerra Franco-Prusiana en 1870. Justo lo contrario de acabar con la barbarie.

En aquellas fechas del siglo XIX, España, una vez más, era el tablero de ajedrez de las vanidades de Europa por cuestión de la sucesión al trono real. Con el exilio de Isabel II tras la Revolución de 1868, conocida como la Gloriosa, se comenzó a buscar un monarca para España. Una de las opciones fue el príncipe Leopoldo de Hohenzollern, propuesto por Otto von Bismarck, en aquel entonces, primer ministro de Prusia. Esto no gustó a Francia, porque suponía aumentar el poder de Prusia en Europa. Finalmente, Francia consiguió que Prusia abandonara su propuesta. Pero Napoleón III, rey de Francia, quiso tener por escrito la renuncia de Guillermo I, rey de Prusia, a toda pretensión de proponer un candidato para el trono español.

Aprovechando que Guillermo I pasaba unos días en el balneario de Ems, Napoleón III envió a un embajador a entrevistarse con él. El rey Guillermo I le recibió, si bien rehusó dejar por escrito dicha renuncia, aduciendo que, por su parte, no tenía noticias oficiales de la renuncia de Leopoldo de Hohenzollern, como, en efecto, así era. Al día siguiente, supo de tal renuncia y, en lugar de entrevistarse de nuevo con el embajador, le mandó un mensaje diciendo que, dado que ya no había candidato, por su parte no había más que decir. Hasta aquí, todo correcto, formal y diplomático. Sin embargo, los intereses particulares pueden trastocar la realidad.

Con la nueva situación, Guillermo I mandó un telegrama a Bismarck relatando los acontecimientos y dejando en manos de este si comunicar o no tal hecho a la prensa y el cómo hacerlo. Bismark era defensor de la candidatura de Leopoldo de Hohenzollern y no le gustó cómo se habían sucedido los acontecimientos. Esto no podía quedar así. Redactó un nuevo telegrama para la prensa alterando ligeramente los hechos. En su telegrama se decía escuetamente que Guillermo I rechazó recibir al embajador y que no tenía nada que decirle. Rechazar recibir a un embajador y proclamar que no hay nada que decir es una afrenta diplomática. Este rechazo y silencio, que no fueron tales, se entendió como un desprecio a Francia. El telegrama fue enviado el 13 de septiembre de 1870 y Napoleón III declaró la guerra a Prusia 6 días después.

¿Esto es lo que se dice acabar con la barbarie? Esta historia suscitó un debate sobre si la tecnología afectaba a nuestra capacidad de pensar de una forma sosegada. El debate sigue activo hoy, con unas redes sociales que no descansan, movidas por una inteligencia artificial. Veamos primero el fundamento.

Sin capacidad de pensar

Este hecho de la guerra Franco-Prusiana trajo una consideración sobre el telégrafo: no dejaba tiempo para pensar. La inmediatez del telégrafo transmitía el valor de la necesidad de inmediatez en la respuesta. Todo, hasta las respuestas, tenía que suceder a la velocidad de la luz, porque la información iba a la velocidad de la luz. Incluso las noticias se sucedían a la velocidad de la luz.

La noticia del telegrama de Bismark fue publicada y discutida de manera vertiginosa por los periódicos, lo que favoreció un clima social que exigía una respuesta rápida ante tamaña ofensa. Por ello, se culpó al telégrafo en sí por el estallido de la guerra Franco-Prusiana de 1870, no tanto por el contenido del telegrama, sino porque esa comunicación instantánea obligó a imprimir un ritmo acelerado en la diplomacia que impidió la reflexión sosegada de los hechos. En cierta manera, la declaración de guerra seis días después de recibir el telegrama fue el producto de una toma de decisión poco meditada, acuciada por la necesidad de dar una respuesta tan rápida como la rapidez del telégrafo.

El periódico inglés Spectator publicó en 1889 el editorial «Los efectos intelectuales de la electricidad» donde alertaba de los daños que podía causar el telégrafo en nuestra mente. En realidad, como se ve por el título del editorial, la preocupación no nacía del telégrafo en sí mismo, sino de la electricidad, que era esa fuerza misteriosa del telégrafo.

Lo más alarmante para el Spectator era lo que denominaba «fuerza intelectual» de la electricidad, la cual afectaba al telégrafo. Según el periódico, el telégrafo era un invento que no debía ser, pues su uso iba a afectar al cerebro y al comportamiento humano. Merece la pena leer algunos párrafos, no tienen desperdicio[18]:

[Debido al telégrafo] todos los hombres están forzados a pensar en todas las cosas al mismo tiempo, en base a información imperfecta y con muy poco tiempo para la reflexión. Es rumor, más que inteligencia, lo que se apresura sin aliento por mares y continentes. […] La constante difusión de declaraciones en fragmentos, la constante emoción de sentimientos no justificados por hechos reales, la constante formación de opiniones apresuradas o erróneas, al final, se podría pensar, acabará por deteriorar la inteligencia de todos aquellos a los que apelan al telégrafo. […] El resultado es una precipitación universal y confusión de juicio, una disposición a decidir demasiado rápidamente, una impaciencia si no se toman medidas apresuradas antes de que los estadistas u otros responsables hayan tenido tiempo de pensar. Es como si todos los hombres tuvieran que estudiar todas las cuestiones bajo la emoción de la ira, el miedo o la pena, o con esa sensación consciente de estar «agitado» que, de todas las molestias recurrentes de la vida, hace que una verdadera reflexión sea lo más difícil o imposible. […] Esta excitación antinatural, esta perpetua disipación de la mente, esta pérdida de sentimiento en las escenas de una ópera, al final tiene que acabar por dañar la consciencia y la inteligencia; y esto, que se lo debemos a la electricidad, deber ser balanceado respecto a cualquier beneficio material que pueda ofrecer. No decimos nada más que el resultado universal del uso del telégrafo es sobrecargar la mente ordinaria con fragmentos de información indigeridos e indigestibles, e insistimos solo que su tendencia será debilitar y finalmente paralizar el poder reflexivo.

Puedes sustituir la palabra telégrafo por redes sociales, o por cualquiera de sus hijos (Whatsapp, Twiter, Instagram, Facebook, TikTok, YouTube, por citar algunos) y la reflexión parece que siga siendo válida. Esta historia del telégrafo nos muestra cómo una tecnología no es en sí misma ni buena ni mala. Pero tampoco es neutral, porque tiene sesgos a través de los valores que transmite. Por ello, tenemos que tomar una doble decisión cuando estamos con una tecnología: sobre sus fines y sobres sus valores. Determinar para qué queremos la tecnología (para hacer la guerra, para comunicar la paz) y qué valores aceptamos (rapidez o sosiego).

En lugar de la palabra telégrafo puedes poner cualquier otra tecnología. El resultado es el mismo. La diferencia con las tecnologías que tenemos actualmente es que sus fines o sus valores se ven aumentados por la inteligencia artificial. Pero esto lo veremos posteriormente, porque todavía tenemos que dar la bienvenida al teléfono. ¡El que faltaba!

El teléfono

Un invento indigno

La invención del teléfono hacia mediados del siglo XIX estuvo rodeada de asombro, miedo y suspicacia. Inventado por Antonio Meucci en 1854, fue formalmente patentado por Graham Bell en 1876, quien lo presentó públicamente en la exposición del Centenario en Filadelfia ese mismo año. Hoy en día, en una sociedad que parece móvil-dependiente, apenas podríamos vivir sin nuestro teléfono, pero en aquella primera presentación el invento pasó inadvertido para público y jueces. Tuvo que pasar por el estand de Bell el emperador de Brasil, Pedro II, conocido del propio Bell, quien lo probó y dijo con sorpresa: «¡Dios, esto habla!»[19].

A partir de entonces, el teléfono empezó a ser notorio, pero no apreciado. Se pensó que el teléfono era indigno para las personas. Todo aquel que probaba el invento se sentía estúpido hablando delante de un disco de metal, especialmente cuando tenían que gritar para hacerse escuchar. El teléfono podía ser un gran invento, pero ello no compensaba la pérdida de dignidad personal que suponía su uso.

Entramos de lleno en las consideraciones de valor, en las cuestiones morales. Hablar por teléfono no era moralmente adecuado porque era indigno. Apareció la cuestión de la tecnología y dignidad humana en su uso. El teléfono era una tecnología que nos degradaba como seres humanos. Hoy puede que no pensemos así y no nos causa rubor hablar por el móvil en la calle como si estuviéramos comiendo una rebanada de pan y a viva voz. Ahora pensamos que la inteligencia artificial nos degrada como seres humanos, porque parece que un conjunto de cables es como nosotros y nos supera. Con el tiempo, quizás, acabemos perdiéndole el respeto a la inteligencia artificial, igual que con el teléfono.

En aquel entonces, una de las causas de considerar al teléfono indigno era el desconocimiento de la tecnología que se estaba usando. No se entendía cómo hablando delante de un disco de metal se podía transmitir la voz por un cable. Bell fue acusado de impostor, y se dijo que era un simple ventrílocuo. El teléfono era un engaño y solo los incautos podían pensar que aquello era verdad.

The London Times defendió con orgullo que era imposible transmitir la voz por un cable debido a la naturaleza intermitente de la corriente eléctrica. El físico Joseph Henry, famoso por sus estudios en electromagnetismo, aseguró que ese invento era imposible porque contradecía la ley de la conservación de la energía —esa que viene a decir que la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma; ¡a saber por qué pensó eso!—. The New York Herald dijo que el efecto de aquel aparato era sobrecogedor y casi sobrenatural y The Providence Press dijo que las fuerzas de la oscuridad de alguna forma estaban aliadas con el aparato. Tan solo un mecánico de Boston llegó a dar con la explicación sobre el funcionamiento de aquel extraño aparato parlante. Su funcionamiento se basaba en un orificio a lo largo de todo el cable por el cual se transmitía la voz. Siempre han existido respuestas simplistas que buscan tranquilizar los pensamientos.

El desconocimiento de cómo funciona una tecnología no ayuda a que esta sea aceptada. El teléfono era un engaño, o bien un invento del lado oscuro, porque se ignoraba su funcionamiento. La inteligencia artificial nos asusta porque nos asombra y no comprendemos cómo es capaz de hacer todo lo que vemos de ella. Pensamos que usurpa algunas de nuestras funciones como seres humanos, en particular la capacidad de pensamiento. En capítulos posteriores empezaremos a desmitificar tal asombro.

Si desde un punto de vista moral el teléfono era impropio, desde un punto de vista económico no corría mejor suerte.

Ni a banqueros ni a tenderos