Eternamente - Angelo Angulo Fredericksen - E-Book

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Angelo Angulo Fredericksen

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Beschreibung

Cuando a Johsuael se le encargo eliminar a una demonio, jamás pensó que su destino cambiaría para siempre y que terminaría enfrentándose a los demás para defenderla. Debería elegir entre lo que para otros era correcto y lo que él sentía como tal. Una historia de amor imposible y de lucha entre el bien y el mal.

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© Copyright 2020, by José María Moure Moreno © Copyright 2020, by MAGO Editores Primera edición: diciembre 2020 Colección: Investigaciones Director: Máximo G. Sá[email protected] Registro de propiedad intelectual: Nº 2021-A-760 ISBN: 978-956-317-619-3 Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera corrección de estilo: Edmundo Moure Fotografía de la solapa: Francisca Cerón Edición y corrección: Rodrigo Suárez Pemjeam Proyecto financiado por el Fondo para el Fomento de la Música Nacional, Línea de Investigación y Registro de la Música Nacional Convocatoria 2019. Derechos Reservados

ÍNDICE

PRÓLOGO

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO I Violeta Parra en tres documentales. La musicalización de fenómenos con un proceso.

CAPÍTULO II

La respuesta

(1961) Una hazaña ausente de silencio

CAPÍTULO III

Largo viaje

(1967): La representación de los sucesos y el movimiento

CAPÍTULO IV

Valparaíso, mi amor

(1968) Sarcasmo, coerciones y variaciones en torno a la miseria 96

CAPÍTULO V

El Chacal de Nahueltoro

(1969 Más allá del realismo documental

BIBLIOGRAFÍA

ANEXO

PRÓLOGO

Escuchando al cine chileno (1957-1969). Las películas desde sus bandas sonoras, de José María Moure Moreno, es un libro que abre nuevos derroteros a la “lectura” o a la “escucha” de nuestro cine en un periodo fundamental.

La selección de los títulos que realizó el autor nos permite acercarnos no solo a realizadores clave del cine nacional, sino también a unos modos de producción que hicieron escuela, en un contexto donde se sentía la huella del neorrealismo italiano, de la nouvelle vague y del cinema verité, pero donde la pertenencia al Nuevo cine latinoamericano fue inevitable. Los cineastas de entonces fueron sus protagonistas y, sus películas, parte constitutiva de este movimiento que habló al mundo desde el subdesarrollo, desde lo social, mostrando las desigualdades, la pobreza y la imperiosa necesidad de los creadores de denunciar y al mismo tiempo de experimentar y proponer un arte comprometido. Era justamente el momento del Tercer cine, del Cine imperfecto, del Nuevo cine chileno, lo opuesto al cine industrial; era un cine que se entendía como la prolongación del discurso político y militante, más allá de lo partidario, cercano a los sectores populares, a los desposeídos, a los campesinos, a los analfabetos, a aquellos que ni siquiera tenían voz.

Los estudios de cine han abordado este periodo con gran interés en las últimas décadas, no solo revisándolo críticamente, sino estableciendo una conexión más amplia con el continente, proponiendo perspectivas diversas sobre la representación de la historia en el cine, los festivales, los encuentros de cineastas del tercer mundo o núcleos productores como el Centro Experimental de la Universidad de Chile, las publicaciones del momento o textos monográficos sobre realizadores emblemáticos.

Sin embargo, el cruce interdisciplinario está aún en un estado incipiente para el estudio del cine chileno. Por ello, la investigación de José María Moure es un aporte que abre nuevas posibilidades no solo para los estudios de cine, sino para el lector que se aproxima a la riqueza del audiovisual sin haber visto antes las películas o conociéndolas previamente o para quienes transitan por el mundo de la música, sumándose a los trabajos de Izquierdo (2011), Guerrero y Vuskovic (2018) y Farías (2019). El análisis desde la banda sonora es un especie de hilo de Ariadna que nos lleva por un laberinto en el cual van descubriéndose múltiples aristas que no solo completan la visión del espectador sobre un material cinematográfico, sino que invitan a revisarlo nuevamente para desplegar toda la riqueza sonora que, a la luz de este libro, se enaltece y configura una mirada de época, de tendencias estéticas, conduciendo a vislumbrar con otros ojos, tanto para quienes no son expertos en la materia como aquellos que lo son, a autores esenciales de la música chilena y su acercamiento al cine a fines de los cincuenta y en los años sesenta del siglo XX. Violeta Parra, Tomás Lefever, Gustavo Becerra y Sergio Ortega aparecen en una dimensión distinta, como creadores que con su aporte contribuyeron a dar nuevos sentidos al cine, con intenciones narrativas (o no), muchas veces ejerciendo el contrapunto necesario que acentúa la tensión dramática.

La propuesta, como señala el autor, es abordar las bandas sonoras de las películas seleccionadas indagando en su función dentro de la trama, procurando que la música, el sonido y las voces, entreguen nueva información sobre filmes que han sido estudiados por especialistas de otras disciplinas. A lo largo de los cinco capítulos, Moure encuentra patrones comunes de uso de la música, de las voces y del sonido, poniendo en discusión análisis previos de estos filmes, y vislumbrando claramente las formas experimentales y vanguardistas tanto en el cine como en la música. Pero también los silencios, la ausencia de música o de sonido, jugará un rol preponderante al momento de interactuar con la imagen y con los personajes en las distintas secuencias estudiadas. Interesante resulta la mirada sobre el trabajo conjunto de realizadores cinematográficos y compositores. La dupla Violeta Parra y Sergio Bravo, por ejemplo, marca una intención de utilizar al cine como un medio para registrar y divulgar e folclor, pero también es un reflejo de la experimentación, de la investigación y el intercambio entre las disciplinas artísticas.

Con un sustento teórico sólido, distingue entre banda sonora (el total de la música y el sonido dentro del film) y banda sonora musical (música no diegética) y aborda el análisis de tres largometrajes de ficción y tres cortometrajes documentales –dos de ellos experimentales- y un largometraje documental. Si seguimos el hilo de Ariadna, a lo largo de los capítulos se van develando los puntos en común entre los filmes trazados desde la banda sonora. Algunos intencionadamente propuestos por el autor, otros, vinculados a la relación música-cine, que aparecen sutilmente enunciados, dejando el camino abierto a múltiples análisis posteriores.

El capítulo uno nos presenta el análisis a partir de la relación de Violeta Parra con el documental de la época. Es el momento de Mimbre (1956) y Trilla (1959), ambas de Sergio Bravo, y de Andacollo (1958), de Nieves Yankovic y Jorge Di Lauro. No solo se detiene en la participación de la compositora, sino que revisa los roles de su voz en la narración de Trilla y sugiere que tanto su presencia como la de Sonia Salgado en ese filme y de Nieves Yankovic en Andacollo desde su presencia en la voz over, incorporan la participación femenina en un cine donde predomina lo masculino. Ese elemento nos parece especialmente provocador de nuevas lecturas y aproximaciones al cine de la época. No obstante, también ponemos en relevancia la selección de estos títulos, que tienen un fuerte vínculo con temas identitarios y nos aproximan a la cultura popular, más allá de lo folclórico, entendiendo lo popular como un espacio donde convergen prácticas culturales, ritualidades, costumbres y marcas que permiten distinguir lo nacional, que hoy, considerando el tiempo que ha transcurrido desde la filmación de las películas, se convierte en un registro etnográfico y de memoria invaluable. Se distingue aquí la guitarra sola y “el reciclaje de motivos musicales, algo propio del lenguaje de composición musical para cine”.

El segundo capítulo se enfoca en la banda sonora de La Respuesta (1961), del historiador Leopoldo Castedo, largometraje documental sobre el proceso de desagüe del lago Riñihue luego del terremoto y maremoto de Valdivia de 1960. La música de Gustavo Becerra “es cómplice disonante de esa tensión y sentido de catástrofe”, señala Moure, refiriéndose al montaje del filme, que mantiene la sensación de un inminente desastre, a lo que se suma la narración y algunos sonidos incorporados en postproducción. En este punto, son valorable los nexos que se van tejiendo en torno a los compositores, lo que de algún modo da cuenta del estrecho vínculo que se articuló en esos años entre la música y otras artes, incluyendo el teatro, el cine, la danza e incluso la televisión. Becerra y Ortega salieron de “los límites” del Conservatorio y trabajaron en el mundo popular. El primero, musicalizó 21 filmes entre 1959 y 1969. En el caso de La Respuesta, la ausencia de sonido directo, acentúa la importancia de la música, incluyendo su rol como elemento de continuidad. El análisis detallado incorpora también a la narración, en la voz del locutor Darío Aliaga, y la presencia de sonidos y presencia específica de instrumentos que contribuyen a enfatizar el drama. Es relevante el énfasis que pone en el sonido de la campana como “voz comunitaria que se alza clamando en todos los desastres naturales”. A modo de conclusión del capítulo, la contribución a la continuidad de la tensión narrativa y argumental, está dada, paradojalmente, por la discontinuidad de la música y la disonancia e irregularidad aparente de la banda sonora.

El tercer capítulo analiza la banda sonora de Largo Viaje (1967), largometraje de ficción de Patricio Kaulen, con música compuesta por Tomás Lefever. Moure nos advierte de la importancia de los silencios, y la inspiración en el canto a lo divino, lo que es especialmente remarcable en el velorio del angelito, donde la presencia de la cueca es otro elemento que remite a la ritualidad y las prácticas culturales asociadas a la ruralidad, pero, que en los sesenta, Kaulen rescata en el espacio urbano asociado también a la pobreza y las viviendas precarias que contrastan con los sectores adinerados. La película es una denuncia de la desigualdad de clases sociales, más allá de su propuesta estética asociada a la visualidad del cine latinoamericano fuertemente marcado por el neorrealismo. Tanto la banda sonora como la música de Lefever, acompañan no solo el tránsito del niño que recorre la ciudad en busca de las alas de su hermanito muerto al nacer, sino que refuerzan la intencionalidad del relato que evidencia las luces y sombras del Chile de la segunda mitad de la década de 1960. Junto con llamar la atención respecto a la música diegética y no diegética, incluyendo la presencia del canto a lo divino y a lo poeta, Moure encuentra patrones de emociones aportados por la banda sonora musical de Lefever, lo que resulta sustancial en una película donde el protagonista es un niño y donde la emocionalidad, la pobreza y la muerte atraviesan todo el filme.

El cuarto capítulo indaga en la banda sonora de Valparaíso mi amor (1968), de Aldo Francia, con música de Gustavo Becerra, compuesta a partir del vals La joya del Pacífico, de Víctor Acosta. La banda sonora musical usa como base la canción de Acosta, en la música no diegética, pero incorpora también boleros y música bailable de la época, en la música diegética, contextualizando el mundo popular en el que se desarrolla la trama basada en un caso real de un padre de familia condenado por robo de ganado. El filme va desentrañando los avatares de los personajes que quedan a la deriva, los hijos a cargo de una comadre y del propio condenado, que poco a poco van acentuando su condición de desgracia. Esta cinta es, al igual que la de Kaulen, una ventana al Nuevo Cine Latinoamericano, donde la opción era mostrar los problemas reales de los países subdesarrollados, eligiendo escenarios naturales, personajes de la calle y recursos de producción mínimos, donde la ficción muchas veces adquiría tintes documentales. Becerra utiliza las variaciones sobre el tema de Acosta como ironía en distintos momentos, como aquellos asociados a la pérdida de la inocencia de los niños. Del mismo modo, otras voces, como la de la justicia, acentúan la crudeza de este filme que, al igual que el anterior, son testimonio de la pobreza, de la infancia perdida y de la inequidad.

Finalmente, el capítulo cinco, aborda la banda sonora de El chacal de Nahueltoro (1968), de Miguel Littin, con música de Sergio Ortega. El autor del libro nos invita no solo a escuchar y analizar la música, sino que se detiene en el rol de las distintas voces que se entrelazan en el relato. En este caso específico, el análisis de la banda sonora tensiona las lecturas que asocian a la película a una ficción con carácter documental sobre la historia real de José del Carmen (o Jorge del Carmen Valenzuela Torres), el asesinato de Rosa Rivas y sus hijas, el posterior encarcelamiento, juicio y condena a muerte. Al igual que en los casos anteriores, Littin se enmarca en la vertiente del Nuevo cine chileno y del Nuevo cine latinoamericano, mostrando una profunda crítica social, en este caso al latifundio, al sistema judicial y a la falta de oportunidades para los marginados, con una factura identificable con lo experimental. Es importante la postura de Moure al enfatizar que si bien la película se desarrolla con una estética realista, tiene una serie de procedimientos que la alejan del registro documental, entre ellos, la música de Ortega, las voces y el sonido, es decir, la banda sonora, que en su conjunto, opera en sentido contrario al realismo.

La selección filmográfica es de aquellas imprescindibles para entender los “nuevos cines”, con piezas como las de Littin, Francia o Kaulen, pero también para comprender la propuesta del cine experimental de Sergio Bravo, el cine antropológico y comprometido de la dupla Yankovic Di Lauro o el documental de Leopoldo Castedo, en tanto documento hoy validado no solo desde la historia sino desde su estética.

La aproximación desde la música, renueva el interés por una filmografía que adquiere nuevos sentidos con la riqueza de la interdisciplinareidad que traza el autor de este libro. Los discursos construidos desde las bandas sonoras son parte integral de obras cinematográficas que pueden cuestionar al propio discurso elaborado desde la imagen, tensionándolo o reafirmándolo en algunos casos, abriendo renovadas propuestas para revisitar estos ya “clásicos” filmes. Al final del laberinto, queda la sensación de un despliegue en plenitud de los compositores del cine chileno de los cincuenta y los sesenta del siglo XX. Violeta Parra, Tomás Lefever, Gustavo Becerra y Sergio Ortega configuran un todo necesario para comprender un tiempo, una estética y una identidad chilena y latinoamericana representada en nuestro cine.

Mónica Villarroel Márquez Directora de la Cineteca Nacional de Chile, Centro Cultural La Moneda

AGRADECIMIENTOS

La motivación por estudiar estos temas comenzó mientras cursaba el último año de Licenciatura en Artes, con mención en Teoría de la Música, en la Universidad de Chile, y fue incentivada por el profesor Cristián Guerra, gracias a quien descubrí que también era posible escribir sobre música. Agradezco su exigencia, rigurosidad y apoyo constante en mis procesos de formación, así como sus invitaciones a colaborar en cursos y ayudantías. Él es en gran parte responsable de que hoy exista este trabajo.

Este libro tiene su origen en la tesis para optar al grado de Magíster en Musicología Latinoamericana de la Universidad Alberto Hurtado, titulada Músicas fragmentadas. Colaboraciones musicales en el Nuevo Cine Chileno; 1967-1969, que fue dirigida por Juan Pablo González. Le agradezco su motivación y apoyo. Asimismo, aquella tesis fue codirigida por Martín Farías, a quien debo agradecerle primero por su amistad, y luego por sus constantes recomendaciones y sugerencias, así como por su generosidad a la hora de compartir fuentes, escritos, ideas y conversaciones sobre estos temas. Espero que ese espíritu de colaboración y fraternidad se mantenga en el tiempo.

El desarrollo de esta investigación ha sido profundizado en el contexto de mis estudios doctorales en la Universidad de Barcelona, bajo la dirección del profesor Josep Lluis i Falcó, a quien debo agradecer por acompañarme en este proceso, por abrirme las puertas de su biblioteca y orientarme en torno a la búsqueda de un análisis integral de la banda sonora. Su incentivo en orden a conocer la mayor cantidad posible de estudios y teorías sobre la banda sonora ha sido fundamental para la materialización de este libro, y lo seguirá siendo para el trabajo de doctorado.

También quisiera agradecer a Marcelo Morales, por permitirme acceder a la Cineteca Nacional y ver de manera repetida los cortometrajes de Sergio Bravo; a su vez, agradezco el trabajo que se ha realizado de restauración y digitalización, que permite hoy en día apreciar casi todo el cine de la época en línea. Extiendo la misma gratitud a CineChile.cl, una enciclopedia fundamental sobre el cine chileno y que ha sido de imprescindible consulta durante toda la investigación. Agradezco a Claudio Guerrero y Alekos Vúskovic, por regalarme su libro La música del Nuevo Cine Chileno (Cuarto Propio 2018), que ha sido el primero publicado en Chile sobre estos temas y una contribución muy completa.

Agradezco al Fondo de Fomento de la Música Nacional, línea de Investigación y Difusión, por el cual este libro es posible. Esperemos que este tipo de iniciativas se encaucen hacia políticas públicas reales y efectivas en lo que respecta a la cultura y las artes, en el nuevo Chile que comenzamos a imaginar para el futuro.

Por último, quiero agradecer a mi familia por su entusiasmo constante en todos los caminos por los que la música me va llevando. Gracias a mi padre, Edmundo, por su apoyo lingüístico. A mi madre, por sus críticas constructivas y amor irrestricto; por inculcarme la devoción por la música, la motivación por la cultura y el pensamiento. A mi hermana Sol, por su apoyo incondicional y su cariño. A mi compañera Francisca, por sus consejos, paciencia y entusiasta colaboración en los procesos y proyectos en los que vamos caminando juntos.

Estas páginas pretenden ser un aporte a los estudios de la música y la banda sonora en el cine, campo que está naciendo en Chile. Al adentrarme en este mundo, he sido beneficiado con la generosidad y el conocimiento de los investigadores especialistas en estos temas. En tal sentido, espero que este libro sea un aporte y llegue a ser considerado como parte de un trabajo colectivo, en cuyo proceso espero que las relaciones continúen siendo fraternas y constructivas.

INTRODUCCIÓN

La música en el cine chileno es un tema de estudio reciente. Durante años, ha existido una ausencia de este tópico en los estudios históricos y musicológicos, en contraste con una vasta bibliografía sobre la historia del cine nacional, y la misma omisión ha existido en la crítica especializada y periodística, así como en la prensa. Afortunadamente, los estudios de la música en el cine chileno han comenzado a surgir, fundando un nuevo campo de investigación que se ha adentrado en las composiciones para filmes y el funcionamiento de la banda sonora en general, dentro de las producciones audiovisuales. Me parece que investigar y escribir sobre las bandas sonoras de un determinado cine o un conjunto de películas, no solo permite poner en valor la música utilizada en esa filmografía, sino también ampliar la comprensión acerca de los filmes estudiados y proponer discusiones o diálogos en torno a ello.

Me he propuesto abordar las bandas sonoras de las películas escogidas, indagando en su función dentro de los acontecimientos de la trama, apoyado en algunas problemáticas de aquella filmografía; la idea es que la música, el sonido y las voces nos entreguen nueva información sobre filmes que han sido sumamente estudiados por la literatura especializada, la crítica y otras disciplinas académicas. De esta manera, muchos de esos análisis previos se ven nutridos por información que nos entrega la banda sonora en su conjunto, así como también encontramos postulados sobre esa cinematografía que pueden ponerse en discusión. En los capítulos, cada película está dividida por temáticas que fueron apareciendo al encontrar puntos en común con el uso de la banda sonora, o bien con problemas que pueden interpretarse de su utilización, y que me ha parecido interesante desarrollar. Creo que el desafío de abordar la música y el sonido de una filmografía en particular puede tener diversos objetivos y enfoques, aunque resulte, eventualmente, una tarea interminable. En este sentido, creo que el presente trabajo es un progreso, pero al mismo tiempo es solo la muestra de un estudio en desarrollo, no solo por quien escribe, sino por un grupo de personas interesadas en estos temas. En lo que respecta a mi participación dentro de este campo de estudios, la sola idea de poder escribir sobre la banda sonora de las películas me resulta una tarea fascinante, y creo que es plausible indagar en los significados que lo sonoro tiene dentro de las tramas en que participa. Espero que este libro sea útil para quien se interese por conocer, desde otra perspectiva, algunas de las realizaciones más icónicas del cine chileno, así también para estudiantes e investigadores de áreas afines, como una efectiva herramienta de apoyo.

Ahora bien, me parece fundamental mencionar que no se trata de un libro histórico, ya que no abarca un catálogo que represente un período completo. Existe una gran cantidad de literatura específica sobre cine chileno, sin duda imprescindible, pero en este trabajo es puesta en diálogo de manera local y en función de los análisis e interpretaciones de la banda sonora de cada filme, desarrollando las problemáticas internas de las realizaciones. Tampoco es un libro biográfico; si bien los compositores son brevemente reseñados según el caso, el foco está puesto en su colaboración con los filmes.

Como en música, la comprensión del cine tiene relación directa con lo que se dice respecto de él. Afortunadamente, contamos con una vasta literatura histórica y crítica sobre el cine chileno, aun cuando no toma en cuenta la música o el sonido, salvo contados casos en que se menciona (Vega 1979; Mouesca 2005; Cortínez y Engelbert 2014). En este sentido, los postulados o ideas que se tienen desde el punto de vista estético, narrativo y argumental de un filme pueden ser puestos en discusión si se considera el funcionamiento de la banda sonora; aquello enriquece nuestra comprensión sobre el cine nacional, al mismo tiempo que nos permite poner en valor las músicas que colaboran para otra disciplina, a diferencia del disco o el concierto. Por lo mismo, me ha parecido relevante profundizar en la interpretación que pueda hacerse del uso que tienen la música y el sonido en cada uno de los filmes incluidos aquí, independiente de si en ello tuvo incidencia directa el compositor. Sabemos que la sincronización de una banda sonora musical, dentro de una película, es parte del montaje, por lo que los realizadores son quienes toman las decisiones finales en este respecto. Sin embargo, me parece que esto, en ningún caso, le resta méritos a quien compuso la música, sino que confirma que el cine es una disciplina colectiva, y que la música es una herramienta móvil que puede adaptarse a los afanes narrativos que se requiera. Desde este punto de vista, postulo que las interpretaciones que podamos realizar sobre el uso de las músicas, dentro de una película, no tienen que estar acorde, necesariamente, con los propósitos que tuvo el compositor o el director; sin duda, deben dialogar con la historia y la literatura sobre cine en general, pero con el fin de aportar nuevas miradas críticas sobre la filmografía estudiada. Por esta razón, me ha interesado trabajar cada producción, encontrando patrones comunes de uso de la música, el sonido y las voces dentro de la trama, lo que permite comprender que su aplicación no es azarosa, como tampoco inocente, y que muchas veces, por lo demás, gozan de una aplicación más cercana a técnicas convencionales del cine narrativo. Aquello no les resta experimentalismo a las películas, sino que contribuye a ello desde procedimientos funcionales, o bien, derechamente, su análisis, desde esta mirada, puede poner en duda la manera como se han catalogado estos filmes, o al menos discutir ciertas premisas.

Los filmes que componen este trabajo son fruto de una época en que el cine y la música chilena contaron con creadores que se formaron al alero de grupos creativos y de vanguardia, y que resultan influyentes hasta el día de hoy, por la repercusión de su trabajo. El espacio que albergó, de una u otra manera, a estos realizadores y músicos, fue la Universidad de Chile, con el Centro de Cine Experimental y el Conservatorio Nacional de Música. Mientras el cine venía desarrollando su camino propio, alejado de los cánones hollywoodenses y del proyecto trunco de Chile Films, en este respecto (Cortínez y Engelbert 2014, 83), la música obtenía nuevos recursos y fuerza mediante normativas institucionales que, desde 1941, ponen en resguardo «[…] las tareas de investigación, preservación, creación y divulgación musical en Chile» (González y Rolle 2003, 254).

Jaqueline Mouesca (2005) también reconoce la importancia de la Universidad de Chile como «[…] uno de los ejes fundamentales de la actividad cultural del país» (66), siendo la institución que «[…] daba cobijo a la preocupación de quienes se ocupaban del cine, tal como lo había hecho anteriormente con la música, la danza y el teatro» (66).

En efecto, desde 1948, el Conservatorio Nacional de Música organiza el Festival de Música Chilena, enfocado a presentar obras de compositores de la propia casa de estudios (Merino 1980). En estos festivales, se destacaron tres compositores que resultaron ser sumamente prolíficos y transformadores de la escena musical chilena de mediados del siglo XX. Ellos fueron Tomás Lefever (1926-2003), Gustavo Becerra (1925-2010) y Sergio Ortega (1938-2003). Sin embargo, la inquietud creativa y el compromiso artístico de estos músicos logró derribar las fronteras canónicas del mundo académico, para situarse, con toda autoridad, dentro del mundo popular e interdisciplinario, donde los tres llevaron a cabo cuantiosas colaboraciones. Lefever colaboró con el cine y la música popular, y probó su experticia en tales ámbitos, no solo con Largo viaje (Patricio Kaulen, 1967), sino también con Tres tristes tigres (1968) del director Raúl Ruiz, donde, en colaboración con el poeta Waldo Rojas, compone tres boleros interpretados por el reconocido cantante Ramón Aguilera1. Además, Lefever es el encargado de musicalizar A la sombra del sol (1974), de Silvio Caiozzi y Pablo Perelman, filme icónico por su contenido, como también porque la continuista Carmen Bueno y el camarógrafo Jorge Müller son apresados, a días del estreno, por los servicios de inteligencia de la dictadura cívico-militar, y hasta el día de hoy forman parte de la lista de detenidos desaparecidos. El compositor seguirá colaborando con el cine hasta finales de los años 80. Gustavo Becerra, por su parte, es el más prolífico de la época; cuenta con veintiún proyectos audiovisuales musicalizados, demostrando un dominio y riqueza estética notables, desde los inicios de una renovación dentro del cine nacional. Además, colaboró a temprana edad en el teatro, tal como lo haría Sergio Ortega (Farías 2014); este último cuenta con una notable e ineludible participación dentro del movimiento de la Nueva Canción Chilena, como compositor de la canción electoral de la Unidad Popular, «Venceremos», y de otro tema emblemático para el conjunto Quilapayún, «El pueblo unido».

Decía que los filmes analizados en este libro son producto de una época en que sus realizadores se alejan de los modelos del cine clásico2, que había sido un proyecto de Chile Films, productora estatal creada al alero de la Corporación Nacional de Fomento (CORFO) en el año 1942, bajo el gobierno de Pedro Aguirre Cerda y puesto en marcha el año 1943, bajo el mandato de Juan Antonio Ríos (Mouesca y Orellana 2010, 79). El objetivo detrás de Chile Films era levantar en el país una industria fílmica cercana a Hollywood, imitando los casos de México y Argentina; de hecho, parte de la millonaria inversión consistió en la contratación de realizadores trasandinos para la producción de largometrajes, lo que luego de diez años no llegaría a buen puerto (Horta 2015, 4). Jaqueline Mouesca y Carlos Orellana son críticos respecto al afán de la productora estatal por la apuesta hacia la realización de superproducciones, con escasa comprensión de la realidad local. Al respecto, los autores agregan que Chile Films «[…] fue fundada por tecnócratas que, notoriamente, no tenían claridad sobre qué cine era el que Chile requería y de qué modo había que implementarlo» (2010, 82)3. Para Verónica Cortínez y Manfred Engelbert, por otro lado, la productora nacional podría haber beneficiado el desarrollo de «[…] una industria modesta pero sustentable que habría sido una forja de talentos» (2014, 78). En este sentido, Catalina Gobantes y María Paz Peirano (2011) mencionan que, «sin querer hacer una comparación desproporcionada entre Hollywood y el caso local, Chile no contaba ni con el tamaño de mercado ni con las herramientas suficientes para el desarrollo de la industria cinematográfica» (35). La empresa armó una cadena productiva con todos los componentes necesarios directores, técnicos, productores…, junto con la suscripción de un convenio con Sono Films S.A.C, empresa cinematográfica argentina con la que colaboraban habitualmente. (2011, 35). Sin embargo, estas grandes producciones —largometrajes de ficción— no generaban el retorno en ganancias necesario para mantener aquel nivel y cadena de trabajo (op. cit.).

En contraste con ello, largometrajes de ficción como El Chacal de Nahueltoro (1969) o Valparaíso, mi amor (1968), que responden a lógicas diferentes, son el resultado de un trabajo que se inicia «[…] de un género y un ámbito de producción alejados de la escena comercial […]: los cortometrajes documentales realizados en centros universitarios» (Salinas y Stange 2008, 26). Entre ellos, el Centro de Cine Experimental fue preponderante en este nuevo desarrollo fílmico; de hecho, una de las primeras producciones será Mimbre, dirigida por uno de los fundadores del CE, Sergio Bravo, quien confirma la filmación de este corto documental en 19574 como «[…] el gesto fundador del Centro de Cine Experimental» (Bravo 2007b5). En 1961, el CE se incorpora a la Universidad de Chile de manera formal dentro del Departamento Audiovisual, que incluye «[…] la sección Cine Experimental, de la cual depende la Cineteca Universitaria y la sección Canal 9 de televisión» (Salinas y Stange 2008, 79). Hasta antes de aquello, la universidad había otorgado el espacio de trabajo y «[…] los fondos mínimos para la compra de película virgen y el pago de los revelados de los negativos» (36). Ya dentro de la casa de estudios, el propio Bravo continúa sus filmaciones —con Láminas de Almahue y Parkinsonismo y cirugía, ambas de 1962— y el Centro participa, además, de la producción de A Valparaíso (1964), mediometraje documental con ribetes poéticos, dirigido por el holandés Joris Ivens. Cabe mencionar que los tres filmes nombrados fueron musicalizados por Gustavo Becerra.

Aun cuando existe controversia por la fecha de fundación del CE, así como de su adscripción a la Universidad de Chile (Salinas y Stange 2008, 39), lo interesante es que los miembros del Centro establecieron vínculos con otros artistas: poetas, escritores, fotógrafos y músicos, quienes colaboraron en los proyectos audiovisuales. No es casualidad que Ortega y Becerra, ligados al quehacer académico y la estructura universitaria, participasen como compositores para estos proyectos; los mismos que años antes se habían iniciado en la música para escena con una importante labor en el Teatro Experimental de la Universidad de Chile (Farías 2014). Y si bien la colaboración temprana de Lefever6 con Patricio Kaulen para Largo viaje no pertenece a la estructura del CE, sí responde, de nuevo, a una época de trabajo conjunto y desarrollo de temáticas dentro del cine chileno.

Por último, el trabajo de Sergio Bravo con Violeta Parra es también reflejo de una corriente creativa que «[…] reivindica las clases populares, tanto en la reafirmación de su papel en la conducción y participación políticas, como en la legitimación de su identidad y cultura» (Salinas y Stange 2008, 91)7. De hecho, la propia Violeta pudo llevar su trabajo recopilatorio a la academia, trabajando al alero de la Universidad de Concepción desde el año 1957 (Venegas 2017, 114), época en la que comienza su relación creativa con Bravo, quien incluso la acompañaba en algunas pesquisas, fotografiando mientras ella aprendía y recababa cuecas, tonadas, parabienes y otros ritmos de la misma zona central de Chile en la que el director filmaría Trilla (1959), documental musicalizado por Violeta Parra. Para Fernando Venegas, este trabajo conjunto de Parra y Bravo incentiva en la compositora la idea de contar con el formato audiovisual como un medio más eficaz para el registro y divulgación del folklore. Incluso, dentro de los requerimientos que Violeta solicita a la Universidad de Concepción se encontraba «[…] un auditorio, habilitado para proyecciones de cine» (2017, 123).

Como decía, el interés por estudiar la música en el cine chileno ha tenido resultados recientes y es un campo en desarrollo; prueba de ello es este libro y su propuesta de abordar las bandas sonoras. Pero esta investigación está precedida por importantes contribuciones a la disciplina, las que han sido un apoyo fundamental en este trabajo. El primero de ellos es un artículo del investigador José Manuel Izquierdo (2011), «Introducción al problema de la música en el cine chileno, 1930-1990», donde el autor se refiere al desempeño de muchos compositores provenientes de una formación académica destacada y reconocida, como colaboradores en producciones audiovisuales durante un largo período de tiempo. Asimismo, construye un panorama general de la música para cine en Chile, refiriéndose también la ausencia y necesidad de estudios más acabados. De manera escueta, pero muy certera, Izquierdo es capaz de mostrar un panorama general de la significativa cantidad de películas musicalizadas, y en algunos casos comentar brevemente las funciones con las que estas músicas participan en la escena, como lo hace con el documental La respuesta (1961), musicalizado por Gustavo Becerra.

El primer libro publicado sobre el tema es La Música del Nuevo Cine Chileno, de Claudio Guerrero y Alekos Vúskovic (Cuarto Propio, 2018), en donde los autores abordan este período desde un punto de vista histórico y musical, refiriéndose al contexto, los directores, los compositores, sus músicas y las películas de manera simultánea, tomando como eje central la música compuesta para cada filme. El texto se propone hacer un paralelo entre el desarrollo de dos procesos histórico-culturales: la Nueva Canción Chilena y el Nuevo Cine Chileno, considerando la colaboración que en el cine tuvieron los compositores que también fueron parte de este movimiento musical. Este es uno de los aportes más completos a los estudios de música y cine; sin embargo, las relaciones que se establecen entre la música y la imagen están construidas principalmente desde vínculos contextuales, dejando de lado la posibilidad de profundizar desde una bibliografía de análisis de la banda sonora.

Luego, está la reciente tesis de doctorado de Martín Farías, The Politics of Film Music in Chile (1939-1973) (Universidad de Edimburgo, 2019). En ella, el autor realiza una pesquisa sobre el uso de la música en el cine chileno en un amplio período de tiempo, abarcando la producción más industrial de los años 40, hasta producciones independientes y de cine experimental en el Nuevo Cine Chileno. Su enfoque es analítico funcional, con énfasis en el rol político que la música juega en los filmes y el período. El autor construye relaciones interesantes entre usos y funciones de la música o el sonido dentro de las realizaciones, agrupándolas de acuerdo a problemáticas que le son de su interés.

Por último, en mi tesis de Magíster, Músicas Fragmentadas. Colaboraciones musicales en el Nuevo Cine Chileno (Universidad Alberto Hurtado, 2018), llevé a cabo un análisis descriptivo de tres películas: Largo viaje (1967), de Patricio Kaulen, con música de Tomás Lefever; Valparaíso, mi amor (1969), de Aldo Francia, con música de Gustavo Becerra; y El Chacal de Nahueltoro (1969), de Miguel Littin, con música de Sergio Ortega. La investigación ponía énfasis en las composiciones de los tres creadores para cada película, intentando dilucidar su función dentro de los acontecimientos de la trama. A su vez, consideré algunos momentos en que participa la música diegética. Sin embargo, el análisis tiende a ser demasiado descriptivo, sin adentrarse en problemáticas o discusiones que puedan identificarse a través de la función de la música y el sonido en el cine. Agradezco, por lo tanto, tener la oportunidad de rectificar en este libro, al menos en parte, aquellas falencias.

Este trabajo tiene como finalidad aportar a la visión y revisión de cada filme, tomando cada uno de ellos como un caso de estudio en el que es posible sumergirse, intentando comprender las relaciones entre la imagen y la banda sonora en su conjunto —música, sonido y voces—. Para ello, uno de los desafíos ineludibles de esta investigación con respecto a la tesis de Magíster que le da origen, ha sido incorporar nuevas teorías y aportes sobre el funcionamiento de la banda sonora. He intentado establecer un diálogo entre diversos postulados que sirvan al estudio de cada filme, a partir de cuestiones narrativas que, en algunos casos, han moldeado la comprensión de estas realizaciones; a su vez, la bibliografía utilizada para el estudio de la banda sonora permite desarrollar una discusión con textos referidos a esas películas, desde el punto de vista estético, histórico o crítico. A continuación, haré una breve mención a los principales textos teóricos en los que se apoya este libro, con el objetivo que sean un acercamiento útil a quien lo requiera.

Las primeras bases teóricas de este trabajo de investigación fueron las planteadas por Michel Chion, en sus libros La audiovisión (1990) y La música en el cine (1997), referencia frecuente en este tipo de estudios8. El autor francés desarrolla un enfoque global respecto de la música y el sonido dentro de las películas —«las músicas» (1997, 20)—, ausente de jerarquías que privilegien un estilo u otro dentro de un discurso fílmico. Dicho de otro modo, la presencia de un pasaje interpretado por un cuarteto de cuerdas o el uso de una guitarra eléctrica en una secuencia, no se disputan un espacio sonoro por un estilo, sino por lo que puedan llegar a representar con respecto a la imagen (1997, 30). Sin embargo, aquello ya había sido planteado, en 1987, por Claudia Gorbman en Unheard Melodies