Factbook. El libro de los hechos - Diego Sánchez Aguilar - E-Book

Factbook. El libro de los hechos E-Book

Diego Sánchez Aguilar

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Beschreibung

En un país instalado en una eterna crisis económica con la que se quiere justificar todo tipo de sacrificios, la corrupción y la impunidad dominan la vida política, y la resignación y el miedo se han apoderado de la gente. Cuando el cuerpo del Presidente de la CEOE aparece ahorcado en un toro de Osborne, Rosa se debate entre el instintivo horror por la violencia y el deseo de que ese asesinato se convierta en el detonante de la revolución. Este es el punto de partida de Factbook. El libro de los hechos y también uno de los muchos dilemas éticos que se suceden en la novela, invitando al lector a replantearse sus convicciones y a preguntarse qué ha hecho, qué podía haber hecho y qué está haciendo. En este mundo distópico conviven una clínica ilegal de criogénesis en La Manga del Mar Menor, una clandestina red social (Factbook) cuyos miembros incitan a la rebelión a través de la objetividad de los hechos y los datos, grupos terroristas con nombres de banda de rock, agentes que vigilan y controlan las redes sociales en busca de conspiraciones y enemigos del sistema… A pesar de su apariencia fantástica, Factbook es, sobre todo, un lúcido análisis, nada complaciente ni nostálgico, de los últimos treinta años de la sociedad española y de toda una generación: aquella que vivió el 15M como un punto de inflexión que parecía abrir una puerta hacia algo que no se sabía bien qué era.

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Diego Sánchez Aguilar

Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974) es Doctor en Filología Hispánica y profesor de Lengua Castellana y Literatura.

Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino obtuvo el Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España en 2016. Como poeta ha publicado Diario de las bestias blancas (Premio Internacional del Poesía Dionisia García, 2008) y Las célebres órdenes de la noche (2016). También es autor de Poesía vertical, edición crítica de la obra de Roberto Juarroz para la editorial Cátedra. Ha publicado reseñas y artículos de crítica literaria en revistas como Quimera o El coloquio de los perros.

Candaya Narrativa, 54

FACTBOOK. EL LIBRO DE LOS HECHOS

© Diego Sánchez Aguilar, 2018

Primera edición impresa: noviembre de 2018

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Francesc Fernández

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-74-5

Depósito Legal: B 2376-2018

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

“Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando.”

Warren Buffet

“Cuando colgasteis del árbol al negro

hubiera bastado para hacer la revolución.

Ahora el estupor nos impide calcular

cuál sería vuestro merecido

y nuestro resarcimiento.”

Ana Pérez Cañamares

ÍNDICE

Portada

Autor

Créditos

Citas

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

1

La música del telediario crea en el silencio del salón una sensación de invasión controlada, de apocalipsis cotidiano y consentido. Ya está aquí el mundo, con las estruendosas trompetas que anuncian su venida. El pacto con lo real, pidiendo con histeria que miremos, que saquemos las cabezas de nuestras cuevas. Mi madre me despertaba con el mismo apremio, la misma urgencia ante el acontecimiento de la llegada de un día nuevo, de un autobús que siempre va a escaparse.

El presentador del telediario empieza a hablar con la música todavía acompañando sus palabras, como si estas necesitaran de ese impulso melódico para poder entrar en las habitaciones, en la intimidad múltiple y única de todos los edificios y sus ventanas. Tiene que elevar la voz, mantener un tono fuerte y urgente, subir sus palabras a la cresta de las ondas sonoras de la alarmante cabecera: “El cuerpo ahorcado del presidente de la CEOE. No se descarta la hipótesis terrorista”.

Las imágenes muestran el toro de Osborne desde abajo. Una estructura de hierros, una realidad oculta y magnífica, como una dimensión desconocida recién descubierta. Barras de hierro en diagonal, barras paralelas verticales cruzándose con otras horizontales, de una escala no humana. El reportero está debajo de las vigas: parece pequeño, parece perdido en esa ciudad esquemática de estructuras vacías y enormes a las que nunca había prestado atención cuando veía las siluetas de los toros desde la distancia de mi coche.

Los trabajos corregidos encima de la mesa, como objetos extraños que no me pertenecen de ninguna manera. Mi letra en tinta roja, pequeña y nerviosa, sobre el cuerpo redondo y perezoso de la caligrafía adolescente. Esas correcciones como cicatrices sobre unos cuerpos sin alma, con un alma tan lejana como la mía. La lucha inútil de esas dos caligrafías; la lucha en silencio que mantienen ahí, sobre el papel, mientras se funden en la penumbra.

Envuelto en sombras, como un vagabundo en una manta gris, llega el tiempo del ocio y del descanso, el cambio de turno, sin alegría ni satisfacción, otro paso hacia nada. Martes, ocho de la tarde, eso es ahora. Tiempo de ocio, territorio del presente.

THC 3 miligramos. El sonido del blíster, como descorchar las horas que quedan de este día en una fiesta aburrida y silenciosa.

“Ya casi es miércoles”

A veces hablo sola. Casi nunca en voz alta; eso es una barrera, una línea roja que todavía me reservo. Esa reserva revela que aún creo en el futuro; que hay, en alguna parte de mí, una idea del futuro. Y hablar sola en voz alta está allí, de una forma abstracta pero inevitable, como la imagen de la meta para el corredor de maratón mientras avanza concentrado solamente en respirar, tomar aire y expulsarlo.

La luz que entra por la ventana viene cargada de tiempo, deposita toneladas de presente en las paredes, con esa tonalidad sin nombre que tiene el aire concentrado del anochecer: es el reverso o la negación del color que ha tenido durante el resto del día.

Los policías están debajo del toro de Osborne, como muñecos de uniforme debajo de un enorme juguete ajeno a esa colección, como una composición que un niño hace una tarde aburrida sobre la alfombra del salón de su casa.

“Levántate, quieres comerte una manzana”

Me como una manzana solamente para poder fumarme el cigarro de después de la manzana. Con cada bocado que doy a la fruta pienso en la primera calada que daré al cigarro que me fumaré cuando la termine.

A veces sí digo alguna palabra en voz alta. Un “mierda”, cuando se me cae algo al suelo. Y, cuando pasa, cuando suena la palabra fuera de mi boca, siento el mismo terror que cuando el sonido del plato que cae al suelo lanza su propio graznido. Lo esperaba. Sabía cómo iba a sonar. Pero siempre hay un desajuste, una imposición irreconciliable con la imagen mental. En esa diferencia habita la realidad. Esa voz ajena, que nunca encaja con la voz interior: es el territorio del acontecimiento, de la muerte.

La pintada está hecha en la parte delantera del toro, la parte comercial, limpia de vigas. Hay que hacer un esfuerzo de corrección de la realidad para leer esas letras blancas, hechas con plantilla, con la misma tipografía que la de la red social, pero cambiando una sola letra: “Factbook.”

“La hipótesis terrorista, la prótesis terrorista”

Acudo a la llamada de la música del telediario siempre, todavía. España es un relato, una serie con demasiadas temporadas, un culebrón interminable al que estuve enganchadísima, y del que cada vez me aparto más. Acudo a la llamada del telediario para mantenerme todavía dentro, solo para entender mañana las caras de la gente en la calle y saber qué dicen las conversaciones en marcha de los compañeros de trabajo. Entrego una pequeña parte de mi atención, para engrosar el cuerpo social y mental sin el que el país se vendría abajo como un telón cansado.

Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley de Libertad de Empleo que eliminaba completamente la indemnización por despido.

Imagino un país sin televisión. Un país en el que toda información y entretenimiento se eligiera personalmente en la Red. Mi consumo de televisor se ha ido reduciendo al telediario. El resto del tiempo es la tablet encendida eternamente, los “amigos” elegidos en Facebook, las películas elegidas por mí entre toda la Historia del cine, los libros elegidos por mí entre toda la Historia de la literatura. Elecciones personales, islas dentro islas, una nación solipsista y fragmentaria.

El franquismo fue el tiempo de una sola cadena de televisión. La transición, el bipartidismo, fueron el régimen político de una nación unida por la fingida diversidad de las nuevas cadenas privadas. Las tetas y la cultura, la movida, las comedias españolas liberales, los decorados de los programas musicales, tan modernos, todo tan copiado y tan triste: Telecinco y Antena 3, La 1 y la La2, PSOE y PP. La aparente fragmentación del parlamento actual, la política de pactos y rupturas y minorías es la política de las islas, de los grupos de Facebook y de WhatsApp. Todos parecemos diferentes, irreconciliables. Todos somos iguales. La voz del telediario nos une. Todos los telediarios dan las mismas noticias, en todas las cadenas. Sigue habiendo una sola voz. La voz del presentador.

Voy al cuarto de baño. Sentada en el váter, el sonido del chorro de mi orina cayendo sobre el agua del fondo se mezcla con la música del telediario y con la voz grave y trabajada del presentador. “Un nuevo ahorcado en lo que ya parece una serie…”. El sonido de la cisterna anula esa voz, se convierte en música para otro telediario más radical e insobornable.

Firmé un Change.org para que no se aprobara la Ley de Libertad Educativa que obligaba a las Administraciones Educativas a ofrecer el mismo número de plazas privadas-concertadas que públicas.

Esa promesa del apocalipsis con que el telediario nos hace levantar la cabeza para mirar las señales, dónde ha caído esta vez el meteorito, cuándo empieza el mecanismo que hará descarrilar por fin al mundo. Acudo siempre, con esa esperanza adormecida, continuamente excitada por esa música estridente que lo promete todo y al final no entrega nada.

El hierro, el óxido, el viento. La vida en silencio y sin banda sonora que sucede detrás de la imagen, de la figura recia y omnipotente del toro, de esa lámina bidimensional que nos mira pasar en la autovía. Pienso en la soledad de todo ese metal en la madrugada de las autovías. Pienso en la estructura que lo sostiene, en el viento tropezando contra la silueta del toro y en la fuerza que empuja las vigas hacia dentro de la tierra.

Imagino al asesino debajo del toro, escuchando esos sonidos, mirando el cuerpo oscilante del Presidente de la CEOE. Imagino al asesino con pasamontañas. Un verdugo. No un grupo. Una sola persona, en medio de todo ese silencio. No hay ningún pensamiento bajo el pasamontañas. Como una película de autor, sin banda sonora. Un plano general, de siluetas entre la oscuridad y el viento.

No debería usar siempre la misma música el telediario. Debería adaptarse a la capacidad apocalíptica de las noticias. Usar siempre la misma música, para una ola de frío o para un atentado con cien muertos, es un error narrativo imperdonable, la banalización de todo lo narrado.

Sé que hablaré sola algún día. Veo la meta, me veo a mí misma o, mejor dicho, me escucho a mí misma hablando sola aquí, en este sofá. Es una imagen inevitable, una realidad que va preparando el terreno de su aparición. Puede que lo haga moviendo la cabeza.

Mi abuela hablaba sola, moviendo la cabeza, con una tela entre las manos, sentada en una mecedora, bajo la ventana. Ya entonces no veía la tele. Vivía en el mundo sin telediarios: vasto y silencioso, desierto e incomprensible. Solo cosía. De vez en cuando se asomaba por la ventana. Mi abuela hablando sola, en voz muy baja y concentrada. No podía escuchar lo que decía. Movía la cabeza y los labios y no apartaba casi nunca la vista de la tela, como si le hablara. En esa tela estaba su vida, su pasado, todos los fantasmas que la habían dejado sola y que ella cosía, puntada a puntada, para contarles todo lo que habían hecho mal.

Me veo a mí, con una tablet en lugar de la labor. Veo también fantasmas.

El presentador pronuncia “Fatbuk” unas veces, cuando introduce esa palabra como una parte más de la noticia, pero pronuncia “faktbuk”, con visible esfuerzo, como si fueran cuatro sílabas, cuando tiene que explicar su traducción al castellano y el juego de palabras establecido sobre “Facebook”. Explica que investigan si la pintada está relacionada con el asesinato, o si era previa y se trata de una coincidencia. Hay expertos en pintadas, expertos en química, expertos en el paso del tiempo sobre la pintura y sus reacciones.

Veo cómo entro en el género de la realidad consensuada, cómo la banda sonora del telediario me introduce en su acción. El inevitable placer de dejarse llevar por la narración conocida, la que nos sitúa con certeza en un lugar concreto: el placer con que somos convertidos en espectadores, como dejarse cuidar cuando estamos enfermos.

Imagino un telediario sin esa música épica y catastrófica que acompañe a los titulares: imágenes como de una película de autor, ese espesor de lo real, dominando con su carga de silencio.

Sé que hablaré sola porque cada vez me pasa más que me escucho a mí misma. Puedo pasar horas escuchándome: frases completas, como esta. A veces hasta las repito. Frases completas. “No sé si habría que encender ya la luz, será una luz inútil contra una luz que muere pero todavía vence.” A veces parecen poemas que me dictan. A veces son frases sin sentido, pura y vacía conversación de ascensor. “Está lloviendo.” “Parece que va a llover toda la noche.”

Así, con las comillas. A veces me hablo a mí misma entre comillas. Me escucho decir esas frases en silencio, mientras recorro el pasillo. Como si el lenguaje creciera dentro de mí. Como si la frase fuera un animal que crece aquí dentro, que existe, que reclama existencia, cuyo destino o instinto es salir de mi boca, mirar el espacio exterior fuera de mí, quedar cegado por la luz, recorrer con asombro estas paredes, y esconderse para morir debajo de la mesa. El polvo acumulado debajo de la mesa está hecho de esas frases muertas, de mi piel hecha añicos como un plato que se ha roto sin que nadie escuche el ruido de la fragmentación.

Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la ley que dejaba sin cobertura sanitaria a cualquiera que no cotizara a la Seguridad Social.

El rostro del presentador esforzándose para leer el titular es un género en sí mismo, la carta de presentación de la realidad, la seguridad de ver cada noche esa misma cara y ese mismo tono de voz. Ese rostro nos hace país, nos une a todos los dispersos y los aislados: nos hace familia, es el gran padre silencioso que nos reúne para explicar la situación.

Las comillas se utilizan para citar a otros, para decir que las palabras que están ahí no son tuyas, para librarte de la responsabilidad de lo que esas palabras pueden hacer pensar a quien las lea. Yo me hablo a mí misma con comillas. No sé quién las pone. Comillas dentro de mi cabeza, como si hubiera alguien ahí dentro, diciendo “vale, estas palabras no son tuyas”.

Pienso en los metálicos intestinos del toro, pienso en el retorcido aparato digestivo y el sistema nervioso y en la imagen de mi cuerpo como la silueta del toro, sostenida por una ciudad mucho más grande por dentro que por fuera.

Pienso en un reportero dentro de la estructura de mi cuerpo, con el micrófono, diciendo frases que me llegan entrecomilladas.

2

Lo primero que tendría que decir, para ser sincero, si es que esto va a ser mi alma, un retrato o una arqueología de mi alma, es que todo va a ser falso. Por ejemplo, nunca he tenido una pistola en la mano y, sin embargo, hay un pensamiento que me ha acompañado durante toda mi vida: tengo una pistola en la mano y me vuelo la cabeza.

No sé si a esto se le puede llamar recuerdo. Es más bien un impulso eléctrico. No lo pienso, no lo recuerdo. Es una imagen, un automatismo somático, un pestañeo. Me ha acompañado desde siempre, y esto seguramente también es mentira. Pero ahora me parece verdad. No era un pensamiento suicida, creo, pese a que esto parezca una negación idiota, dadas las circunstancias actuales. Era un impulso que aparecía de repente y que no se desarrollaba. No era un plan de suicidio. Podría haberme suicidado de mil formas sin tener una pistola, y nunca pensé en ninguna de ellas, nunca tuve la imagen de mí ahorcado, o con las venas abiertas, o lleno de pastillas. Nunca. A veces lo provocaba el recuerdo de algo ridículo que había hecho o dicho hace muchos años, tantos que era realmente irracional pensar que todavía pudiera afectarme de alguna manera. Por ejemplo, pensar en mí mismo en el colegio, discutiendo con un profesor: yo, lleno de ira, diciendo un montón de cosas sobre justicia e injusticia, sintiéndome mirado y admirado por el resto de mis compañeros de clase, rojo de vergüenza de hablar en público, ruborizado de rebeldía, ardiendo en el orgullo de la inteligencia de mi argumentación. Recordar eso veinte años después, mientras cruzaba una calle o esperaba el autobús e, inmediatamente, aparecer la imagen, o no la imagen, más bien el gesto mental, abortado, presentido, de llevarme una pistola a la sien y disparar. Sin sangre, sin salpicaduras gore. Solo ese gesto (mi mano con una pistola indistinta, abstracta, sin peso ni textura) y el disparo sobre la sien. Otras veces era el futuro. Pensar en el futuro, pensar en lo que me quedaba por vivir. Simplemente eso: una proyección de mí mismo. Yo, dentro de diez años, afeitándome. Estar afeitándome y pensar en repetir esos mismos gestos dentro de diez, de veinte años. Y entonces el gesto, el relámpago: la pistola, la sien, el estallido. E insistir en negar que era un pensamiento suicida, justo aquí, mientras escribo esto, es lo más ridículo que pueda pensarse, como para levantar una pistola y pegarse un tiro. Pero es la verdad, creo. Era un segundo, y nada más. No estaba deprimido, ni me afectaba esa imagen, ni consideraba otros modos de poner fin a mi vida. No quería morir, ni matarme. De eso estoy casi seguro. Era una reacción contra mis recuerdos, contra mi conciencia, contra esa voz que no para nunca, ahí dentro. Por eso el disparo imaginario es en la cabeza, y por eso no es concreto, sangriento. Creo que era una metáfora visual de un odio a mí mismo. Una metáfora visceral y fílmica que mi cerebro me entregaba sin habérsela pedido. Era una parte de mí diciéndome: “qué asco das, Gustavo, qué asco das”. Y nada más, y luego continuaba caminando tranquilamente, o seguía afeitándome teniendo especial cuidado en cuadrar bien las patillas a la misma altura y, si me hubieran preguntado, podría haber respondido, sin titubear, que era feliz, y no hubiera sido una mentira especialmente escandalosa.

Tampoco sé si quiero que esto se guarde, que permanezca. En realidad, no creo que vaya a funcionar. No creo que nadie de los que estamos aquí pensemos seriamente que esto de la criogénesis vaya a salir bien, que vayamos a despertar dentro de cien o doscientos años para ponernos a leer estos documentos que nos obligan a escribir como parte imprescindible del Proceso.

Todavía no sé exactamente en qué consiste eso que llaman El Proceso. Solo sé que dura siete días, y que hoy es el primero, y que nada es como me lo había imaginado. En realidad, me estoy dando cuenta de que no había imaginado nada de cómo sería todo esto y, sin embargo, lo que me he encontrado supone una especie de corrección o de incoherencia sobre esa supuesta ausencia de imágenes preconcebidas con que llegué, lo cual desmiente dicha ausencia. La primera extrañeza ha sido esa sensación de desdoble, como si avanzara al mismo tiempo por dos realidades superpuestas. Entrar en un hotel, caminar hacia la recepción, dar mi nombre, recibir una carpeta y unas llaves, recorrer los pasillos hasta la habitación, valorar críticamente la decoración del hotel, juzgar la comodidad de la cama hundiendo los dedos en el colchón, abrir el balcón, admirar las vistas, intentar ser consciente del cambio de lugar, asimilar ese espacio en el que mi cuerpo se encuentra ahora. Todo eso de una forma automática, como si hubiera un alma estándar que se activara en estas situaciones turísticas o de tránsito. Pero también, al mismo tiempo, como un reverso grotesco, entrar en un hotel abandonado, caminar hacia la recepción dentro de un silencio demasiado denso y húmedo, dar mi nombre mientras me resisto a mirar a los ojos de la recepcionista, intentar no sentirme juzgado por su sonrisa profesional. Recorrer los pasillos preguntándome si estaré solo, si será este un servicio individualizado o, tras esas puertas, habrá más gente como yo. Abrir el balcón, mirar esa marisma lodosa que antes fue cristalina laguna salada, buscar posibles grietas o daños del terremoto, contemplar luego el mar cerrado, gris, poseído por el color del invierno. Darme cuenta de que el balcón se orienta hacia el final de La Manga, hacia donde se acaba la tierra, justo hacia ese punto en que la tierra desaparece para emerger, tras un breve hiato de mar, un poco más adelante. Pensar en el posible carácter simbólico de eso, preguntarme si es una casualidad o hay alguien genial en esta organización que ha planeado cuidadosamente la elección de este hotel abandonado, que ha decidido que esta vista que ofrecen los balcones hacia esa secuencia “breve espacio de tierra / mar / reaparición de la tierra” debe penetrar en mi pensamiento, hacerme creer en El Proceso, introducir de una forma sutil y paisajística el relato de lo que va a suceder aquí.

Hay dos camas en la habitación. Cada una con su mesilla. Hay también un escritorio en la pared opuesta a la de las camas. Sobre él estaba este ordenador portátil en el que escribo. Encima del escritorio hay un espejo. Dentro del espejo hay una imagen de mí mismo, sentado delante de un ordenador portátil. Si mantengo la mirada en esos ojos enfrentados, aparece la típica sensación de que esa imagen es ajena a mí, y de que el espacio reflejado allí es el de una habitación distinta, que pertenece a otro tiempo, o a otro espacio de una profundidad insondable. Casi nunca me mantengo firme en esa contemplación. Aparto la vista del espejo en cuanto empiezo a dudar, cuando, pese a saber que es contrario a la razón y que se trata de una ley de refracción física de lo más elemental, la sensación de que ese del otro lado no soy yo empieza a ser más fuerte que cualquiera de los razonamientos que podrían anularla. Muchas veces a lo largo de mi vida he jugado con esa sensación, como juega un niño con una película de terror, manteniendo la vista justo hasta donde sabe que puede aguantar, anticipando desde el principio el sabor del terror que va a experimentar. Alguna vez, estando muy drogado, he ido más allá de los límites en ese juego. Y he visto cosas que olvidaba al día siguiente, aplastadas por la resaca, y que quedaban allí, olvidadas al otro lado, haciéndolo más denso.

En la carpeta que me entregaron en Recepción hay unos folios impresos, tienen un marco con el membrete de la empresa, y en ellos se especifica el horario del desayuno, la comida y la cena. Hay también unas instrucciones para usar este ordenador, en las que se explica todo lo relativo a este documento que tenemos que escribir a modo de “recuerdo o biografía personal en caso de amnesia tras el proceso de reanimación”. En ese documento me hablan de usted. También se habla de “reuniones de los miembros, obligatorias para completar el proceso”, de donde deduzco que no estoy solo en el hotel. Esto produce unos nervios infantiles en mí, como de primer día de clase, una inquietud social que juzgo ridícula, sin que ese juicio sirva en absoluto para reducirla. También hace surgir la curiosidad por saber qué otras personas estarán ahora dentro de unas habitaciones que supongo idénticas a la mía. Me doy cuenta de que, como con las habitaciones, también a esas personas las imagino idénticas a mí. Pienso en un hotel lleno de yoes, de Gustavos, y me acuerdo de Cómo ser John Malkovich, una película que me gustó en algún momento de mi pasado que ahora me parece absurdo y lejano. No recuerdo el argumento de aquella película. Solamente me quedan imágenes: la idea de un edificio de oficinas lleno de gente con el mismo rostro. Podría decir lo mismo de mi pasado, de la película de mi memoria. Tampoco hay argumento. Solo espacios, habitaciones, ciudades; y un rostro siempre igual, a pesar de los años y los cambios: un rostro-pronombre, algo intercambiable, el sustituto de algo que no está y, sin embargo, es lo único que es.

Sobre una de las camas hay una foto aérea de La Manga del Mar Menor (de cuando el Mar Menor era un mar, con agua y no con lodo). Mientras la miro, pienso que esto, este sitio, La Manga del Mar Menor, se parece a mi nombre. Quiero decir, a una G mayúscula. Esa forma, esa letra, es la que dibujaba de pequeño en los libros de texto, repitiéndola como un idiota en busca de la firma perfecta, la rúbrica que me identificaría para siempre. No sé si hoy los niños siguen haciendo eso. Nosotros lo hacíamos; no sé qué edad, qué curso era el de las firmas. Cuarto o quinto de EGB, nueve o diez años. Esa seriedad de los niños ante las palabras para siempre; esa asociación indeleble y trascendental entre un nombre que está empezando a ser asumido y un garabato que se reviste de eternidad: la firma, la identidad, para siempre. Y la repetía, porque había que domar la mano para que el trazo saliera solo, automático, sin vacilación, idéntico siempre a sí mismo; era ella, la firma, la identidad convertida en garabato de tinta, la que movía mi mano infantil y la hacía llenar páginas y páginas. Cualquier hueco de esos libros quedaba lleno de ges mayúsculas, enormes o pequeñas, torcidas o rectas, a las que seguían el resto de letras, a veces dentro del hueco que dejaba, como pequeños barcos dentro de eso que aquí llaman el Mar Menor: la u, la s, la t, la a, la v, la o, todas flotando dentro de ese espacio casi cerrado, ese pequeño vacío o mar menor de la G (que es como una O que se arrepiente, que tiene miedo a la eternidad del círculo y se detiene de golpe, dejando ver, tras un breve espacio de mar, la tierra al otro lado). Pequeñas y desordenadas, ahí dentro, ingrávidas, como una sopa de letras; era ingenioso, como todos los niños creen serlo, y mi firma era la mejor, original y creativa. Miraba las firmas de mis amigos y me parecían birrias, obviedades carentes de originalidad y de genio. Yo era un genio, por supuesto.

El más garabateado era el libro de Historia: los Reyes Católicos, ese cuadro con los dos rostros mirando hacia algún punto que no existía, hacia el margen del libro, lleno de mis rúbricas, como si Ellos miraran mi firma, y dieran su regia aprobación a mi Destino. El maestro hablaba con sincero orgullo vecinal de Isabel la Católica: “nació aquí al lado, a 70 kilómetros de Ávila, en Madrigal de las Altas Torres”, y yo soñaba, como todos los niños, con mi firma y mi destino, tan grande como el de Isabel, fundando un país, un mundo, reinando. Todos los niños son reyes. Hay una fábrica de coronas de cartón, produciendo millones de ellas, repartiéndolas por todos los Burger King del planeta; hay una incesante coronación en masa de niños que creen merecer esa corona. Hay una maldad intrínseca en esas coronaciones condescendientes y orquestadas, en esa inflación de reyes sin reino, de niños que reinan solamente sobre el cerrado mundo de su infancia y de las caricias de sus madres esclavas. En Ávila no había Burger King cuando yo era niño. Creo que la primera vez que vi uno fue en Madrid. Pero no hacía falta esa corona. También yo había sido nombrado rey de mi casa, de mi mundo. Me veo ahora como un rey destronado y a punto de marchar al exilio, con la esperanza de que algún día la monarquía vuelva a implantarse en su país y pueda entonces ejercer un retorno victorioso. Me veo, escribiendo estas líneas, como un niño que practica su firma para la eternidad, probando una y otra vez, buscando el gesto de la mano o del teclado que pueda dibujarme tal y como soy, con un trazo firme, como si estuviera siendo mirado por los Reyes Católicos. Pero escribir esto, recordar, hacer el esfuerzo de pensar que esa imagen de un niño garabateando trazos en un libro es algo que tiene que ver conmigo son las típicas acciones que provocan que mi brazo imaginario levante la pistola imaginaria. Y creo que ese gesto es el que más veces he practicado. Y que esa, y no la de los libros, es la verdadera firma que debería definirme.

3

–A ver, en realidad, si queremos una definición no burocrática de nuestro trabajo, podría decirse que lo que hacemos en realidad es inventar historias. Los llamamos “informes”, pero son historias, trabajamos como novelistas.

–Sí, bueno, eso es cierto, trabajamos con hechos. Intentamos dar sentido a unos hechos. Pero si queremos ser precisos, no convencionales, y para eso estamos ahora aquí, ¿no es así?, parece que trabajamos con hechos, pero trabajamos con datos, con palabras. Con palabras tratadas como datos.

–Esa es una buena pregunta. Aquí, uno se plantea esa diferencia: qué es un hecho, qué es un dato, qué es un símbolo. El toro de Osborne, por ejemplo, la prioridad absoluta que se nos ha marcado ahora. Qué es ese toro. Todos los mensajes alrededor de ese toro, todas las conversaciones, todos los comentarios que ese toro ha generado. En ese mundo de palabras trabajamos. En las palabras y en los silencios.

–Sí, sí, también los silencios. También evaluamos los silencios que rodean a las palabras. Hay casillas para esos silencios, hay categorías. Luego le enseñaré alguno de los modelos.

–Pero lo importante, creo, es que, en realidad, no sabemos si estamos inventando lo que escribimos, esos informes. Es curiosa la palabra informe, su ambigüedad, su polisemia. Algo que no tiene forma, cuando lo que hacemos es buscarla a toda costa. A veces soñamos con la forma definitiva. Es algo que nos pasa a todos. Los millones de palabras que han pasado de la pantalla a nuestros ojos a lo largo del día se organizan mientras dormimos y construyen una catedral del sentido, en la que todo encaja sin fisuras.

–Sí, bueno, perdone por la metáfora. La catedral, así la llamo yo, tal vez otros compañeros usen otra metáfora. Pero todos le podrán contar algo similar. Una metáfora que se refiera a la forma. En cualquier caso, nos despertamos entonces con esa sensación de revelación y de plenitud que dura buena parte de la mañana. Puede saberse, por las mañanas, cuando nos cruzamos en la máquina de café, quién ha tenido El Sueño, porque todavía tiene ese gesto de desconcierto, todavía queda en sus ojos un rastro de desorientación: es una mirada que no termina de ubicar bien las distancias, la medida de las cosas, que mira sin ver lo que tiene delante. Una mirada monosilábica, en la que la decepción se va instalando en forma de nube de silencio, que dura varias horas.

–Sí, justo en eso trabajamos. Leemos miles de teorías conspiranoicas a lo largo de nuestra vida laboral. Los conspiranoicos a los que espiamos tienen esa misma mirada, estamos seguros.

–¿He dicho espiar? Borre eso, por favor. Quería decir observar, proteger…

–Sí, claro, sin duda. También nosotros usamos el pensamiento conspiranoico: seguimos palabras clave, ordenamos señales convencidos de que ahí fuera están conspirando contra el Sistema, están preparando atentados, revoluciones. La esencia de nuestro trabajo es la paranoia y la conspiración.

–No. Con los del toro de Osborne y con Factbook nunca llegué a tener nada realmente claro. Sí que tuve sueños. Pero nunca El Sueño.

–Porque no encontré en ningún momento las típicas características del pensamiento conspiranoico mientras leía sus mensajes. Había todo el tiempo un bloqueo, una especie de vacío que hacía que los datos permanecieran solo como datos. Se negaban a ser ordenados. No eran conspiranoicos. Eran totalmente distintos a todos los que habíamos investigado antes.

–Sí, absolutamente. Todos son sospechosos. El mundo está lleno de potenciales terroristas, enemigos que tal vez todavía no saben que lo son. Tenemos que anticiparnos. A veces creo que somos nosotros quienes los creamos, los que les damos el empujón que necesitaban para pasar a la acción. Y un día despiertan con la policía en su casa y fingen no saber lo que está pasando.

–Yo creo que no. Estoy casi seguro de que hay quien no lo sabe. Por eso decía que no los espiamos, los protegemos.

–Sí, de ellos mismos, en cierto modo.

–No, no es cinismo. Lo creo sinceramente.

4

La pintada está hecha con plantilla, con pintura blanca. Hay que mirarla muy bien para darse cuenta de que no pone “Facebook”. Hay que corregir continuamente el ojo, o el pensamiento, para leer “Factbook” y no “Facebook”.

Mi cuerpo en el sofá cambia de color según la luz que el televisor proyecta sobre la cámara oscura del salón. El color de la noticia del asesinato del Presidente de la Confederación de Empresarios es amarillo como los campos amarillos en los que pasta el toro de Osborne.

La voz del presentador está cuidada y diseñada para hablarnos a nosotros, a los que todavía tenemos un trabajo y vivimos en casas que pagamos con nuestro salario. Es nuestra voz y nuestro lenguaje; todo lo que está sobreentendido en ella somos nosotros, es nuestra vida y nuestro mundo.

El silencio entre las palabras del presentador está compuesto por todas las leyes tácitas de la civilización occidental, por el dinero, el intercambio y la justicia de la deuda. La clase media, los votantes, los consumidores.

No encender la luz, dejar que entre la noche, sentirse caer en el tiempo, como un abrazo de algo mucho más grande y ajeno, que no nos mira, ni nos habla, ni tiene relato que contarnos.

Manuel Loscano ha publicado en su muro de Facebook una foto en la que se ve a los policías en la parte de atrás del toro de Osborne. No se ve la silueta del toro. Se ven los uniformes, y las vigas metálicas. Sobre la foto ha escrito: “otra salvajada, nadie merece esto, sea quien sea”. Leo sus palabras y las imagino con esa voz impostada que usa cuando habla, para todos y para nadie, en la sala de profesores. Me imagino mañana, escuchándole repetir esas palabras. Me imagino mirándole fijamente a los ojos, diciendo que sí; que sí se lo merece, que he sido yo, yo he ahorcado al hijo de puta, y que espero que sigan cayendo, uno tras otro. Me avergüenzo de mi ensoñación, me avergüenzo tanto de pensar que lo digo, como de saber que no voy a decirlo, como de saber que no voy a ser yo quien ahorque al siguiente hijo de puta. No le doy a megusta.

Estoy en el sofá, tumbada, con la tablet sobre las rodillas dobladas. Mi mirada pasa de la pantalla del televisor a la de la tablet. Escucho la voz del presentador sin levantar la mirada, dejando que me traspase. Todo lo que hay y no hay en esa voz, en su autoridad cercana y calculadamente tolerante, didáctica. El cansancio de interpretar todas las voces que han intervenido hasta llegar al relato definitivo, de interpretar los silencios que hay debajo de cada palabra de las que el presentador está leyendo con esa voz que no hace falta mirar, que está dentro de cada uno de nosotros.

Irene Irene ha publicado otra foto desde la perspectiva opuesta, con la silueta del toro de Osborne como protagonista, la pintada de Factbook y la imagen de los policías debajo. Irene ha escrito, sobre esa imagen: “Al final perderemos nosotros. Aunque caigan dos o tres de ellos, el sistema sigue intacto. Mal.” No puedo ponerle cara a IreneIrene. Su foto de perfil es una margarita blanca, fotografiada con macro, sobre fondo verde desenfocado. Su Facebook está lleno de enlaces a noticias de homeopatía, de teorías conspiranoicas sobre frutas que curan el cáncer y que las multinacionales farmacéuticas ocultan para enriquecerse. Eso hace que me crea mejor que ella, más inteligente. Pensarme superior a ella por esas cosas me hace avergonzarme de ser yo. Me gustaría ponerle un comentario que dijera: “el sistema sigue intacto, pero ese hijo de puta está ahora en el infierno”. No pongo ningún comentario. No le doy a megusta.

Las declaraciones de la Presidenta del Gobierno de fondo. “Unidad ante el terror”. “Firmeza de la Democracia”. “Todos los medios”. “Perseguir incansablemente”. “La Justicia”. El puño cerrado sobre el atril. Los golpes del puño, estudiados, sobreactuados.

“Fatbuk, fakbuk, fakatabuk, fac-t-buk”

Manifestaciones de repulsa. Miembros de todas las Confederaciones Regionales de Empresarios guardando minutos de silencio. Trajes y corbatas y miradas al frente y al suelo, llenas de miedo, de ignorancia. No les va a tocar a ellos. Eso ha pasado, también fuera de la pantalla, aunque haya sido solo para esto, para que esa imagen del grupo de empresarios pudiera estar esta noche en los telediarios con música emocionante de fondo. La extrañeza de saber que ha sucedido fuera de la tele, que todas esas personas se han reunido y han estado un minuto, sesenta segundos, en silencio, mirando el suelo, fijándose en las colillas pisadas que muestran el algodón del filtro como una muñeca rajada a la que se le sale el relleno. Pensar que ha ocurrido de verdad, sentir sus respiraciones.

Abismoentrando ha publicado la imagen de un ahorcado de los del juego infantil de adivinar palabras. El esquemático muñeco hecho con seis líneas y una cabeza colgando de una horca dibujada con tres simples líneas. Abismoentrando se puso como foto de perfil, desde el primer ahorcamiento, el del Presidente del FMI, una soga con el lazo corredizo. Sé que el nombre que hay debajo de Abismoentrando es el de Julio Segura. Ha escrito lo siguiente: “La muerte por ahorcamiento ha sido usada como método de ajusticiamiento desde la antigua Mesopotamia. Todavía hoy es legal en muchos estados de EEUU. En algunos países asiáticos y de Oriente Medio algunos condenados a muerte son ahorcados. Sadam Hussein fue condenado a morir ahorcado. Su ahorcamiento fue una fiesta popular contra el dictador. El vídeo del ahorcamiento de Saddam tuvo en youtube cientos de miles de visitas. El ahorcamiento como método de ejecución añade un valor de humillación a la persona ahorcada, por eso se reserva para ciertos delitos especialmente reprobables por una sociedad; otras veces el ahorcamiento tiene un valor de advertencia, de acto ejemplarizante, sobre todo si se deja el cadáver expuesto a las miradas o actos de venganza post mortem, como ocurrió con el cadáver colgado de Benito Mussolini.” Le doy a megusta. Me siento observada mientras mi número se suma al de los otros cuatro megustas y pasa a cinco. La paranoia del Gran Ojo barriendo toda la Red, registrando mi megusta. Veo a Julio midiendo sus palabras, eligiendo su texto con cuidado para que no sea considerado apología del terrorismo. Siento el miedo en todos los megustas y en todos los megustas ausentes, en todos los comentarios, una gran ola de miedo y de silencio en la Red.

“Unánime condena”

Mientras leo las palabras de Abismoentrando, el rostro que imagino es el de sus veintipocos años. Aunque alguna vez he visto en Facebook fotos recientes, de Julio con sus cuarenta y cinco años, esas imágenes desaparecen debajo de la que hay en mí de un Julio veinteañero. Leo a Julio desde esa distancia, como si su Facebook fuera un conducto hacia el pasado, una isla temporal. Me gusta que siga usando como nick el nombre de nuestro grupo: lo mantiene vivo, me recuerda que aquello fue real, pasó de verdad. Y me da también un poco de asco que siga usando como nick el nombre de aquel grupo. Como si todo lo que ha pasado en estos veinte años hubiera sido, de alguna manera difícil de confesar, insignificante.

Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley Mordaza.

El presentador habla de una caída de siete puntos. Hay una imagen de la bolsa de Madrid. Las pantallas verticales con las columnas de las empresas del IBEX y la pantalla horizontal con la cinta continua de letras y números luminosos pasando por encima de esas cabezas, de esos trajes de espaldas. Todos mirando hacia arriba, hacia esas pantallas encajadas entre arcos y vidrieras de templo donde se manifiesta la voluntad superior de Los Mercados. Siento una absurda alegría por el desplome de la Bolsa. Pienso que han acusado el golpe. Que ha sido certero.

Imagino a toda la gente que no está viendo el telediario. El país de aquellos a quienes no está destinado el relato del telediario. Es una imagen oscura y borrosa, el mundo más allá de la Clase Media: radios emitiendo en árabe, en francés, en rumano; casas llenas de colchones, rostros sin forma saliendo de la noche, buscando comida en los contenedores, las colas de los comedores sociales, pisos ocupados, sin luz ni agua, con las persianas bajadas. Barrios enteros de gente que no lo está viendo, que no se ha enterado de este asesinato ni del anterior; gente que no se parece a nadie que conozcamos, cuyas miradas no tienen sentido. Lo imagino y sé que es mentira, que es así como debo imaginarlo según el telediario; ese es su papel en la serie: lo desconocido y amenazante, oscuro, ininteligible.

Anita Arreche no ha puesto ninguna imagen, ningún enlace a la noticia. No hay toro de Osborne. Solamente este texto: “El fin no justifica los medios. La violencia solamente engendra más violencia. Yo, hoy, no me acuerdo de sus palabras o de sus actos. Solamente puedo pensar en su mujer, en sus hijos, en esa familia rota. Creo que la única palabra que se puede decir hoy es SALVAJADA.” Veo la foto de perfil de mi hermana: su hijo Miguel, mi sobrino Miguel, de espaldas, con el pelo rubio de niño de tres años sobre el pecho de su madre, a la que tampoco se le ve la cara. Una foto de perfil sin perfiles, sin rostros, pura maternidad cautelosa y celosa de su intimidad pública. Escucho también la voz de mi hermana al leer sus palabras. Esa seguridad irritante, esa falta total de duda nacida desde el núcleo de la maternidad y la familia, desde los editoriales de los periódicos nacionales. Veo el rostro oculto de Miguel, el salvaje. Lo imagino jugando con sus muñecos, poniéndolos sobre una alfombra, decapitándolos gozosamente. Pienso en la palabra “salvajada” y pienso en niños. No le doy a megusta. No hago ningún comentario. Siento cómo la ausencia de mi megusta se instala en el rostro de mi hermana ante su ordenador. La imagino juzgándome, confirmando sospechas, odiándome sin esfuerzo, con la inercia de un sentimiento ejercitado a lo largo de los años, como un tic totalmente asimilado y llevado con orgullo. Hay una satisfacción inevitable en ser juzgada. La confirmación de una existencia, la limosna que cae sobre una mano extendida casi sin querer.

Imagino niños. Niños durmiendo ya, ajenos al telediario, al mundo en el que habitamos todos los telediarioespectadores. Un mundo oscuro e incomprensible. Niños ricos y niños pobres, durmiendo ahora, habitando otra realidad, siempre. De pequeña hicimos un informativo en el instituto. Yo hacía de presentadora. Lo hacíamos en inglés. Las noticias eran de risa, absurdas. No veíamos el telediario. No sé a qué edad empecé a verlo, pero ya antes fui presentadora de uno, delante de toda la clase, que se reía de mis chistes, escritos en inglés.

“No detendrán el Progreso. Seguiremos trabajando por España y por el Empleo.”

El THC empieza a abrazarme por dentro, al principio con esa sensación de culpa y de remordimiento, que también he aprendido a disfrutar. El placer morboso de la derrota.

Firmé un Change.org pidiendo la legalización de la venta de marihuana.

Desde la ventana, Madrid está callada, como siempre a esta hora, vuelta hacia dentro, hacia los sofás y los pijamas. Es la hora del PrimeTime. Los carriles de la M30 son demasiado grandes y demasiado negros. Siempre hay más vecinos que fuman en las ventanas a esta hora, dando la espalda a sus familias, encerrados en la insignificancia del cielo nocturno de las grandes ciudades, sin nada concreto que mirar. Están pensando en la reacción de Los Mercados, en la posible venganza; están rezando para que no caiga sobre su sueldo, sobre su empleo o su hipoteca. Pueden pasar demasiadas cosas y todas malas: la prima de riesgo, subida del Euribor, reducciones de plantilla, deslocalizaciones. Están pensando en divorcios y en coches nuevos.

Hay siempre un extraño resplandor hacia el oeste. Desde donde debería comenzar el apocalipsis, donde debería haber caído un meteorito; o tal vez es un resplandor de hordas con antorchas y barricadas de calles ardiendo. Imagino la M30 llena de coches en huida hacia algún sitio, buscando una salvación imposible. La calle tomada por la gente, todas las casas vacías, el presentador del telediario hablando para nadie, un millón de salones huecos, de sofás vacíos, con la voz del presentador en medio del silencio, mientras abajo toda la ciudad ha salido a hacer una revolución definitiva.

Había una canción sobre eso: “La revolution ne será pas televisée”. Me gustaba. La gritaba, como si yo fuera la canción. Todavía puedo sentir una brasa de vergüenza ante la imagen de mí misma gritando esa canción.

La hora del PrimeTime era el tiempo que antes compartía con Gustavo. Era la hora de estar juntos en silencio. Es la hora en que las parejas se sientan en un sofá y comparten la misma serie, la misma película, el mismo concurso. Es un tiempo sagrado, al final de la jornada, para olvidar todo lo que se ha hecho y todo lo que no se ha hecho. Estábamos unidos por la pantalla, consensuábamos la serie o la película, huyendo de la vulgaridad de la programación establecida para gente siempre casi analfabeta. Elegíamos con un gusto exquisito y cosmopolita, que luego publicábamos en Facebook.

También entonces hablaba sola, pero de una manera distinta, como si la voz entre comillas estuviera mucho más lejos, al fondo de muchos kilómetros de pasillo.

Sé que hay bares ahí fuera, como en otra dimensión, inaccesible en el tiempo.

Estoy en mi tiempo de ocio. Madrid entera está descansando, encerrada detrás de las ventanas. España entera es ahora un sofá y un televisor encendido. El tiempo de ocio, el merecido descanso, los pies en alto, liberados de la tiranía de los zapatos, de los tacones, de las medias; la sangre volviendo a circular, la sangre otra vez nuestra y no de ellos.

El PrimeTime vuelve a llegar todas las noches, aunque Gustavo ya no esté. Y esas dos horas entre el Telediario y la cama son un fantasma que dilata el tiempo. Podría hacer todas las cosas que nunca hice.

La película que empieza ya la he visto, más de una vez.

Hay un millón de artículos por leer, hay una imagen de mí leyendo esos artículos y siendo una intelectual, terminando la tesis, dando charlas, siendo respetada y admirada. Hay una imagen de mí como esas personas que parecen seguras de lo que hacen y lo que piensan y del lugar que ocupan en el mundo, que están en el centro del mundo.

Hay una imagen de mí que quita la película y se pone seriamente a trabajar en su tesis. Hay otra imagen de mí que sale a la calle y se pone a celebrar el asesinato, que llama a todos los amigos con los que no hablo desde hace años; que escribe todo lo que piensa en Facebook, invitando a la gente a que salga a las calles a celebrar, a quemarlo todo, a bailar sobre la tumba de todos nuestros enemigos.

Compruebo que está activado el despertador. Las 6.30. Calculo el tiempo que me queda hasta que esos números se conviertan en estruendo urgente, en sobresalto. Hundo la cabeza en el sofá, como si me lo mereciera por mirar la hora del despertador y por saber que me he ganado descansar unas horas para poder ser mañana otra vez la profesora que he de ser.

5

La cena se servirá a las 20:30 en el Comedor es lo que decía la hoja, lo que pienso al mirar el reloj. Las mesas ya están dispuestas, mis compañeros ya están sentados. Hay diez mesas, ocho pequeñas con un solo cubierto y una sola persona. Dos mesas grandes, redondas, con capacidad para al menos ocho personas, sobre cuya superficie se han distribuido tres cubiertos a una distancia máxima y perfecta. Como me fumé un porro antes de bajar, estoy parado en la entrada del comedor, dentro de la escafandra de mi ebriedad. Todas las mesas están ocupadas. Me siento en una de las grandes, en la que hay dos personas y una silla y un cubierto libres, esperándome.

No sé cómo describir la situación. Piensa en un crucero, en las cenas de uno de esos cruceros turísticos. Ahora quítale todas las diversiones forzadas, los conciertos decadentes, generadores automáticos de vergüenza ajena. Elimina todos esos sonidos, esas sonrisas de mucha gente intentando ser simpática y fingiendo que se lo pasan bien. Quita todo eso y deja la incomodidad, la cercanía no deseada. Y ahora mete un millón de litros de silencio. O bueno, simplemente, piensa en catorce personas cenando en silencio. Creo que casi todo el mundo está drogado, o es que proyecto mi ebriedad sobre sus rostros. Imagina mirar a tus compañeros de mesa y plantear un tema de conversación. Imagina contar un chiste. El simple hecho de mirarlos, de intentar hablar ahí, es ya un auténtico chiste en sí mismo. Nadie habla, ni siquiera del tiempo, ni del estado del hotel o de las habitaciones, ni siquiera de la comida que nos han servido. Esa persistencia en el silencio demuestra un nivel de exigencia y de autocontrol que me ha sorprendido y se me ha impuesto también a mí, por pura imitación. Pero la ansiedad social que produce una cena en silencio es más poderosa que todas las convicciones elaboradas en tardes de adolescencia solitaria y rebelde, y prolongadas luego en una vida de inadaptación orgullosa y despectiva; y esa ansiedad me hace sufrir y cruzar las piernas bajo la mesa, y creo que todos hemos cenado así, con los músculos inconscientemente tensos, rígidos, al borde del calambre. No sé si estoy simplemente proyectando mi personaje sobre el de mis compañeros de cena y de alojamiento. Creo que eso lo hacemos todos. Si estamos aquí, algo hemos de tener en común.

La chica pelirroja de la mesa pequeña junto a la entrada está buena. Quiero decir, que me gustaría tenerla en mi cama, desnuda. A lo mejor no está tan buena, pero desde luego es la más guapa de las cuatro; solo cuatro mujeres, y diez hombres. Me doy cuenta de que me imagino con ella en la cama y no fantaseo con sexo salvaje, ni siquiera con sexo especialmente intenso. Pensar que no voy a tener nada con ella, que ni siquiera voy a intentarlo, me llena de una tristeza pesada y no del todo autocompasiva, parecida a la capa de suciedad húmeda con la que están cubiertos todos los cristales del hotel. Las luces del salón son tristes y amarillas sobre las mesas. No sé, piensa en una excursión del Imserso. Piensa en el silencio del salón, en los sonidos de los cubiertos sobre los platos, piensa en el cuidado que tenemos todos de no provocar esos sonidos, en la onda de vergüenza y de culpabilidad que acompaña a cada uno de los deslices en que el cuchillo roza ruidosamente la loza del plato.

Así fue la primera cena, así serán, estoy seguro, todas las cenas aquí, dentro de El Proceso. Imagina las ganas de romper ese silencio. Esa infinita pereza del deseo incontrolable de querer ser amado, admirado, que me ha acompañado desde que me recuerdo y que por fin está cerca de cesar, de quedar congelado. Como si llevara los restos podridos de una corona de cartón de Burger King. Me avergüenzo también de escribir esto como retrato de mi alma. Sé que no podría escribir una sola línea sin la ayuda de la marihuana, que amortigua con su casco transparente los golpes de la vergüenza. Sé que no voy a leer nada de lo que hay sobre estas líneas. Sé que, si lo leyera, mi cara se descompondría en muecas que llenarían a cualquier espectador de espanto y compasión y ganas de ingresarme en un sanatorio; en un lugar como este, al fin y al cabo.

No sé cómo son, nunca he estado en una, aunque no me han faltado razones, pero hoy me ha dado por ver todo esto como una clínica de desintoxicación. Empezando por eso de El Proceso. Cada vez que escucho hablar de El Proceso empiezo a pensar en Alcohólicos Anónimos, en reuniones similares vistas en tantas películas: los siete pasos, o los diez pasos, no sé cuántos son, podría buscarlo ahora mismo en Google, pero me da bastante igual cuántos pasos son, la verdad. Y todo esto de escribir y archivar nuestra alma, nuestros recuerdos, lo que queremos que de nosotros sea salvado en caso de error, de amnesia; cómo no pensar en una limpieza como las que se hacen en esas clínicas, en esos programas en los que quieres librarte de tu pasado, de tu adicción, y convertirte en una persona nueva, renacida. Y, si esto es una clínica de desintoxicación, lo tóxico, esa sustancia de la que no podemos desprendernos nosotros solos, sin ayuda, esa sustancia que se ha metido tan dentro de nosotros que tenemos que aniquilarnos y renacer como otra persona ya ajena a eso que era parte inseparable de nosotros, qué es, qué va a ser: nosotros, nuestra identidad, nuestro yo. Somos adictos a nosotros mismos. Todos nosotros, los catorce fantasmas que desayunamos y comemos y cenamos en silencio en este hotel abandonado del fin del mundo. “Hola, me llamo Gustavo, y soy egohólico”, algo así sería el chiste que tendríamos que contar si estuviéramos un poco más vivos, un poco menos absortos en nuestra propia mierda. “Te queremos, Gustavo”.

Nunca he estado en una clínica de desintoxicación. Nunca me han dicho “Te queremos, Gustavo”. Solo tengo imágenes de películas. Películas americanas. Ni siquiera sé si en España las clínicas son así. Tampoco sé si los Alcohólicos Anónimos de España funcionan igual, con los siete pasos o los diez pasos. Con Jesucristo al final del camino, con Jesucristo como la metadona para llenar el inmenso hueco que deja la droga al salir de uno, todo lo que la droga se lleva de uno mismo al irse a otra parte. Podría saberlo, porque si he de contar mi historia o mi alma, entonces tengo que contar también la historia de mis drogas. Siempre he tomado drogas. No sé si he sido adicto. Nunca he tenido que dejarlas, y nunca han implicado situaciones de degradación social como las que en las películas llevan a sus protagonistas a recluirse en esos centros que tanto se parecen o no se parecen a este sitio. Lo que las drogas han hecho conmigo, o lo que yo he buscado en las drogas ha sido siempre algo parecido a lo que estoy buscando ahora aquí: un descanso de mí mismo.

El alcohol, por ejemplo, mi primera droga; lo usaba para ser menos yo y más como los demás. Tenía trece o catorce años cuando empecé a beber. Era lo normal en Ávila, en España. Íbamos a aquel quiosco cerca de la muralla y la señora Francisca se metía en la parte de atrás y salía con una Fanta de limón de litro en la que ya había mezclado el ron. Fernando, David, Mario y yo. Comprábamos la botella y nos la bebíamos escondidos en un pilar de la muralla. Bebíamos sin ganas, bebíamos cada uno para el otro, para demostrar a los demás cómo y cuánto bebíamos, y era algo grandioso, y ridículo también: los cuatro chavales bebiendo contra ellos mismos y contra sus padres y contra los profesores, bebiendo cada uno para el otro, mirando el horizonte. Nos sentíamos mirados por el horizonte. Fingíamos estar borrachos, hasta que lo estábamos de verdad. Y éramos una estampa costumbrista, éramos una novela de Delibes, éramos la pura esencia de la España alcohólica de nuestros padres también bebedores desde bien jóvenes, casi niños todavía. Pero nosotros ni siquiera imaginábamos que eso existiera, que nosotros pudiéramos ser unos chavales bebiéndonos España a tragos calientes y asquerosos, porque nosotros, en cada trago, pensábamos que nos estábamos bebiendo nuestros discos de AC/DC y de IronMaiden y, por qué no decirlo, nuestros discos, sí, de BonJovi, las cosas como fueron, y nos pasábamos la botella y nos insultábamos, cabrón, que te la vas a acabar tú solo,