Fausto - J.W. Goethe - E-Book

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J.W. Goethe

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Beschreibung

Queda siempre en el Fausto la fuerza de un pensamiento riquísimo y la plasmación de un mito, el último que nuestra civilización ha acuñado con el sello de la gran poesía. —Del prólogo de Francisco Ayala A partir de la figura medieval del doctor Fausto y su fatídico pacto con el diablo, Goethe dedicó varias décadas de su portentosa carrera literaria a la composición de una obra dramática en dos partes: un fragmento de la primera tuvo su edición original en 1790, pero la segunda sólo vería la luz de manera póstuma. Fausto dejaría una impronta definitiva en las ideas occidentales sobre la sed de conocimiento, la tentación, la culpa reincidente y la inmortalidad del alma. Pasto para lecturas y relecturas de la más diversa índole, e inspiración de compositores como Schubert, Schumann, Berlioz, Liszt, Mahler y Henze, Fausto es no solamente una de las obras cumbre de la lírica alemana, sino parte innegable del imaginario y la mitología del mundo moderno.

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Introducción

Hace ya algunos años un grupo señero de intelectuales, integrado por Alfonso Reyes (México), Francisco Romero (Argentina), Federico de Onís (España), Ricardo Baeza (Argentina) y Germán Arciniegas (Colombia), imaginaron y proyectaron una empresa editorial de divulgación sin paralelo en la historia del mundo de habla hispana. Para propósito tan generoso, reunieron el talento de destacadas personalidades quienes, en el ejercicio de su trabajo, dieron cumplimiento cabal a esta inmensa Biblioteca Universal, en la que se estableció un canon -una selección- de las obras literarias entonces propuestas como lo más relevante desde la epopeya homérica hasta los umbrales del siglo XX. Pocas veces tal cantidad de obras excepcionales habían quedado reunidas y presentadas en nuestro idioma.

En ese entonces se consideró que era posible establecer una selección dentro del vastísimo panorama de la literatura que permitiese al lector apreciar la consistencia de los cimientos mismos de la cultura occidental. Como españoles e hispanoamericanos, desde las dos orillas del Atlántico, nosotros pertenecemos a esta cultura. Y gracias al camino de los libros -fuente perenne de conocimiento- tenemos la oportunidad de reapropiarnos de este elemento de nuestra vida espiritual.

La certidumbre del proyecto, así como su consistencia y amplitud, dieron por resultado una colección amplísima de obras y autores, cuyo trabajo de traducción y edición puso a prueba el talento y la voluntad de nuestra propia cultura. No puede dejar de mencionarse a quienes hicieron posible esta tarea: Francisco Ayala, José Bergamín, Adolfo Bioy Casares, Hernán Díaz Arrieta, Mariano Gómez, José de la Cruz Herrera, Ezequiel Martínez Estrada, Agustín Millares Carlo, Julio E. Payró, Ángel del Río, José Luis Romero, Pablo Schostakovsky, Guillermo de Torre, Ángel Vasallo y Jorge Zalamea. Un equipo hispanoamericano del mundo literario. De modo que los volúmenes de esta Biblioteca Universal abarcan una variedad amplísima de géneros: poesía, teatro, ensayo, narrativa, biografía, historia, arte oratoria y epistolar, correspondientes a las literaturas europeas tradicionales y a las antiguas griega y latina.

Hoy, a varias décadas de distancia, podemos ver que este repertorio de obras y autores sigue vivo en nuestros afanes de conocimiento y recreación espiritual. El esfuerzo del aprendizaje es la obra cara de nuestros deseos de ejercer un disfrute creativo y estimulante: la lectura. Después de todo, el valor sustantivo de estas obras, y del mundo cultural que representan, sólo nos puede ser dado a través de este libre ejercicio, la lectura, que, a decir verdad, estimula -como lo ha hecho ya a lo largo de muchos siglos- el surgimiento de nuevos sentidos de convivencia, de creación y de entendimiento, conceptos que deben ser insustituibles en eso que llamamos civilización.

Los Editores

Propósito

Un gran pensador inglés dijo que «la verdadera Universidad hoy día son los libros», y esta verdad, a pesar del desarrollo que modernamente han tenido las instituciones docentes, es en la actualidad más cierta que nunca. Nada aprende mejor el hombre que lo que aprende por sí mismo, lo que le exige un esfuerzo personal de búsqueda y de asimilación; y si los maestros sirven de guías y orientadores, las fuentes perennes del conocimiento están en los libros.

Hay por otra parte muchos hombres que no han tenido una enseñanza universitaria y para quienes el ejercicio de la cultura no es una necesidad profesional; pero, aun para éstos, sí lo es vital, puesto que viven dentro de una cultura, de un mundo cada vez más interdependiente y solidario y en el que la cultura es una necesidad cada día más general. Ignorar los cimientos sobre los cuales ha podido levantar su edificio admirable el espíritu del hombre es permanecer en cierto modo al margen de la vida, amputado de uno de sus elementos esenciales, renunciando voluntariamente a lo único que puede ampliar nuestra mente hacia el pasado y ponerla en condiciones de mejor encarar el porvenir. En este sentido, pudo decir con razón Gracián que «sólo vive el que sabe».

Esta colección de Clásicos Universales -por primera vez concebida y ejecutada en tan amplios términos y que por razones editoriales nos hemos visto precisados a dividir en dos series, la primera de las cuales ofrecemos ahora- va encaminada, y del modo más general, a todos los que sienten lo que podríamos llamar el instinto de la cultura, hayan pasado o no por las aulas universitarias y sea cual fuere la profesión o disciplina a la que hayan consagrado su actividad. Los autores reunidos son, como decimos, los cimientos mismos de la cultura occidental y de una u otra manera, cada uno de nosotros halla en ellos el eco de sus propias ideas y sentimientos.

Es obvio que, dada la extensión forzosamente restringida de la Colección, la máxima dificultad estribaba en la selección dentro del vastísimo panorama de la literatura. A este propósito, y tomando el concepto de clásico en su sentido más lato, de obras maestras, procediendo con arreglo a una norma más crítica que histórica, aunque tratando de dar también un panorama de la historia literaria de Occidente en sus líneas cardinales, hemos tenido ante todo en cuenta el valor sustantivo de las obras, su contenido vivo y su capacidad formativa sobre el espíritu del hombre de hoy. Con una pauta igualmente universalista, hemos espigado en el inmenso acervo de las literaturas europeas tradicionales y las antiguas literaturas griega y latina, que sirven de base común a aquéllas, abarcando un amplísimo compás de tiempo, que va desde la epopeya homérica hasta los umbrales mismos de nuestro siglo.

Se ha procurado, dentro de los límites de la Colección, que aparezcan representados los diversos géneros literarios: poesía, teatro, historia, ensayo, arte biográfico y epistolar, oratoria, ficción; y si, en este último, no se ha dado a la novela mayor espacio fue considerando que es el género más difundido al par que el más moderno, ya que su gran desarrollo ha tenido lugar en los dos últimos siglos. En cambio, aunque la serie sea de carácter puramente literario, se ha incluido en ella una selección de Platón y de Aristóteles, no sólo porque ambos filósofos pertenecen también a la literatura, sino porque sus obras constituyen los fundamentos del pensamiento occidental.

Un comité formado por Germán Arciniegas, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Alfonso Reyes y Francisco Romero ha planeado y dirigido la presente colección, llevándola a cabo con la colaboración de algunas de las más prestigiosas figuras de las letras y el profesorado en el mundo actual de habla castellana.

Los Editores

Estudio preliminar, por Francisco Ayala

Pocas cosas tan ocasionadas a perplejidad y tan condenadas a insatisfacción como el intento -por otra parte ineludible- de presentar la obra de un gran poeta vertida a idioma distinto del original: el más abnegado esfuerzo y el mejor éxito sólo alcanzan a ofrecer una sombra suplantadora, un trasunto flojo de sus más externos caracteres. Con esto debe contar el lector de lengua castellana que enfrenta la creación de Goethe: la figura del poeta que, sin duda, conoce bien mediante la biografía y la crítica, se le da a través de la obra misma empañada por el medio turbio que ha debido cruzar para llegar hasta él. Sería preciso para que así no ocurriese, el milagro paralelo de una creación repetida en nuestra lengua -y eso, en el caso dudoso de que su genio propio consintiera paralelismo tal... Pues bien: aquellas palabras originales que el autor escribió, y a las que el lector de la traducción no tiene acceso, revisten en el caso de Goethe un significado muy excepcional. "El lenguaje es el material del poeta -escribe, estudiándole, el filósofo alemán Wilhelm Dilthey-. Pero es algo más que eso, pues la belleza sensible de la poesía en cuanto a ritmo, rima y melodía constituye un reino propio de altísimos efectos, separables de lo que dicen las palabras... La fantasía verbal del poeta consiste en modelar y plasmar estos efectos, haciendo fijar fuertemente la atención, como el pintor hace con los efectos de sus líneas y colores. Goethe mandaba como un rey en este mundo del lenguaje... Le brotaba así de dentro el arte de la gran estructura rítmica libre, con su curso natural y su vivacidad: jamás una voluntad así de triunfar sobre la vida se expresa en semejantes ritmos. Rompió en su juventud todo el lenguaje tradicional... Se remontó para ello a su dialecto natal. Puso a contribución la energía viva de los verbos. Utilizaba inauditas combinaciones de palabras. Unía en ellas, de un modo nuevo, los verbos con los prefijos, combinaba el sustantivo con una partícula y el verbo con su objeto, o reforzaba la energía sensible del verbo prescindiendo de la partícula... Cada estado interior se expresa en una melodía verbal propia... Sobre esta base se erige su gran estilo. Aquí, en estas realizaciones, es donde se revela toda la fantasía verbal de Goethe. Y su poder es tan ilimitado, que toda nuestra poesía se hallará dominada en lo sucesivo por él..." Es claro que el lector extranjero de Goethe necesita renunciar a ese tesoro de emoción estética vinculado al lenguaje, por muy fiel que pueda ser la versión mediante la cual se verifique su contacto con el poeta. Fidelidad rigurosa pretende, ante todo, la que se ofrece aquí del Fausto. Para prepararla se han compulsado con el texto alemán, no sólo las que ya existían en nuestro idioma (y de modo muy especial la excelente de don José Roviralta Borrell), sino también las mejores francesas e inglesas: de esta manera se ha procurado la máxima aproximación a los contenidos que el autor expresara. Aproximación semejante está conseguida, sin duda, cuando se consigue, al precio oneroso de poner en prosa el verso, cuyas esencias peculiares han de quedar, por consiguiente, desvanecidas. Sin embargo, se conserva y transmite todo lo transmisible, cosa que no ocurre, en cambio, con las traducciones en verso, forzadas por la necesidad de éste a parafrasear el original y deformarlo con el fin de que se adapte a la nueva horma técnico-literaria, violencia tolerable cuando el traductor es también, por su parte, un poeta que utiliza el texto traducido como pauta para una creación propia; pero risible empeño cuando, según suele ocurrir, el versificador sólo consigue una deleznable caricatura como resultado de sus afanes. La prosa, con su mayor flexibilidad, es más capaz de plegarse a la idea poética original, aunque tenga que reproducir su son como en sordina. El lector debe, pues, ampliar imaginativamente sus amortiguados efectos hasta representarse el juego espléndido con que el verso, acomodando cada vez sus medidas y poniendo a contribución siempre todos los recursos del arte poética, expresa los más variados matices del sentimiento, desde el famoso monólogo con que se inicia la primera parte:

Habe nun, ach! Philosophie,

Juristerei und Medizin,

und leider auch Theologie

durchaus studiert, mit heissen Bemühn.

... Zwar bin ich gescheiter als alle die Lassen,

Doktoren, Magister, Schreiber und Pfaffen...

hasta las levísimas jaculatorias del final de la segunda:

Alles Vergängliche

ist nur ein Gleichnis;

Das Unzulängliche,

hier wird's Ereignis...

pasando por las apasionadas palabras del amor y de la angustia de Margarita, por el islote de prosa, tan eficaz y extraña, en medio del poema, del "día sombrío", por los traviesos epigramas donde el poeta juega con los temas de su actualidad con un humor chispeante:

Sanssouci, so heisst das Heer

von lustigen Geschöpfen;

auf den Füssen geht's nicht mehr,

drum gehn wir auf den Köpfen.

Pero, aun despojado de estos valores formales, queda siempre en el Fausto la fuerza de un pensamiento riquísimo y la plasmación de un mito, el último que nuestra civilizacion ha acuñado con el sello de la gran poesía. Como todos los mitos, el fáustico permite descubrir en sus orígenes una leyenda, montada a su vez sobre algún núcleo de realidad. Se sabe, en efecto, que la leyenda del hombre que vende su alma al diablo a cambio del disfrute de la vida mediante el logro de todos los impulsos de la voluntad, en cuanto se concreta en la figura del doctor Fausto, encuentra su apoyatura histórica en un cierto doctor Johannes Faust, que vivió aproximadamente de 1480 a 1540, y que, según los testimonios de sus contemporáneos, era juzgado charlatán e impostor por los más cultos, aunque tenido por otros en concepto de verdadero mago, provisto de fuerzas sobrenaturales que un pacto con el diablo había puesto en su mano. Con el tiempo, esta última visión del personaje fue consolidándose en leyenda y adquiriendo hechura literaria, a través de historietas populares de amplio curso. La leyenda irradió de ahí hacia fuera de Alemania, encontrando en Inglaterra su primera gran elaboración poética. Lo fue The tragical history of the life and death of Dr. Faustus, escrita por Marlowe, el dramaturgo contemporáneo y rival de Shakespeare. Era, pues, plurisecular la leyenda fáustica cuando Goethe la tomó por su cuenta. Probablemente su primer conocimiento de ella fue adquirido muy precozmente, durante la infancia, en los teatros de títeres, por los que circulaba la figura del protagonista acompañada ya por la del diablo estilizado bajo una grotesca apariencia que permitía juzgarlo, según la vieja usanza teatral, como contraparte cómica...

Todos estos datos, la apoyatura histórica de una obra, sus precedentes, la anécdota sobre la cual hubo de cuajar la leyenda con que opera luego el genio poético para crear un mito, son elementos valiosos, sin duda, para la crítica literaria; quizá indispensables en muchos aspectos, pero que nada de esencial nos explican acerca de él. ¿Qué pueden aclararnos los posibles modelos de Cervantes acerca del Quijote; qué los don Juanes históricos acerca del Don Juan; qué el doctor Johannes Faust acerca del Fausto goethiano? Todas las figuras reales que puedan haber actuado como estímulos sobre la imaginación del poeta, reciben de su creación, retrospectivamente, plenitud de sentido, completando y redondeando su deficiente realidad -deficiente, por cuanto humana- con los perfiles del mito. Lo que importa, pues, es la capacidad del creador para fundir en un arquetipo humano los elementos de la leyenda, y el modo cómo, según su individual naturaleza, tuvo que cumplir su obra.

Ahora bien: la naturaleza de Goethe era, en verdad, singularísima, hasta el punto de constituir un enorme problema psicológico, según ha evidenciado Ortega y Gasset en páginas definitivas. Ya Dilthey -el pensador germano a quien hicimos referencia antes- trató de definir esa peculiar naturaleza del poeta alemán y universal, compulsándola con la del universal inglés Shakespeare, por entenderlas en cierto modo opuestas y complementarias: "Resumiendo todos los rasgos característicos de la obra poética de Shakespeare -dice-, vemos que iluminan por contraste la tendencia fundamental que informa la poesía de Goethe... Shakespeare vivía principalmente en la experiencia del mundo, tendiendo todas las fuerzas de su espíritu a lo que en torno a él sucedía en el mundo y en la vida. El don más genuino de Goethe es, por el contrario, expresar los estados de su propio espíritu, el mundo de las ideas y de los ideales que vive en él. Aquél tiende con todas sus fuerzas y todos sus sentidos a asimilarse, a disfrutar, a plasmar dentro de sí toda clase de vida, los caracteres de todas clases. Éste mira constantemente a su interior y quiere utilizar siempre en última instancia lo que el mundo le enseña, para elevar y ahondar su propio yo. El trazar formas artísticas fuera de sí es para uno la suprema ambición espiritual de su vida; para el otro, en cambio, lo más importante es plasmar en obra de arte la propia vida, la propia personalidad". Diríase que este contraste, tal cual ahí aparece expuesto, pidiera reducción al contraste entre el genio dramático y el genio lírico: todas las circunstancias históricas que, en uno y otro caso, de acuerdo con la respectiva biografía, favorecieron el despliegue de las correspondientes direcciones espirituales, no podían significar nada decisivo frente a la innata condición del poeta; y por más que Goethe lamentara la pobreza material de la experiencia de su vida, la verdad es que él tuvo libertad, en una medida excepcionalmente amplia, para elegir el camino de esa vida, y que lo eligió, en efecto, imprimiéndole una dirección acorde con las intrínsecas necesidades de su genio poético, es decir, con la exigencia mas íntima de su naturaleza. Como ese genio era de lírica índole, el poeta elabora siempre en formas de arte "la propia vida, la propia personalidad". Y esto coincide de modo muy significativo con aquella pasmosa condición que Ortega ha evidenciado en él tan sagazmente; con la sorprendente indecisión vital de Goethe, con la indefinición de su personalidad en cuanto individuo lanzado a vivir: la experiencia lírica es subjetiva, y no requiere ese comprometerse a fondo que se ha echado de menos en la dilatada existencia del poeta.

Por eso, creo que podría tal vez llevarse adelante con buenos frutos aquella comparación y contraste de ambas figuras, con vistas a la creación del Fausto, parangonando su respectiva capacidad de animar leyendas y forjar mitos provistos de sustancia dramática. Tanto uno como el otro, Shakespeare como Goethe, se sirvieron sin empacho alguno de materiales tradicionales para transformarlos, darles vuelo y alzarlos así a los más elevados planos del espíritu. En la creación artística lo anecdótico, el caso ejemplar, se convierte en una expresión transparente que, para el drama, es expresión del destino, encarnada su aterradora impersonalidad en las circunstancias concretísimas de un arquetipo. Portador de un destino que puede ser, y que sin duda lo es en parte, el de cada ser humano, ese arquetipo se presenta ante nuestra imaginación como desprendido de aquellas circunstancias a través de las cuales recibe su realidad artística: concebimos a don Quijote, o a don Juan, con independencia de sus respectivas aventuras, caballerescas o eróticas, y más aún: ocurriéndoles incluso otras peripecias diferentes de aquellas que nos son conocidas. Las diversas versiones del don Juan, o el Quijote apócrifo de Avellaneda, los capítulos olvidados de Montalvo, y hasta, en fin, el Quijote de los que nunca leyeron el libro, lo demuestran. Pero esa entelequia, ese prototipo tan cargado de significación, ha surgido y se mantiene y cobra eficacia espiritual, no en la descripción de sus caracteres, tal como pudiera hacérnosla un filósofo, un psicólogo o un moralista, sino precisamente en aquellas concretísimas circunstancias de las que se desprende para comparecer ante nosotros con autonomía soberana, pero en función de las cuales ha sido creado. El toque del artista consiste en expresar lo universal bajo la forma de lo concreto, de un destino concreto, cuando se trata del poeta dramático.

Pues bien: universalidad más plena que aquella a que apunta el mito de Fausto no se me ocurre que pueda haberla dentro de lo susceptible de plasmación dramática. En el legendario personaje que Goethe configuró definitivamente para la literatura cobra expresión el ansia vital, con su raíz metafísica; un ansia donde se entrecruzan todos los impulsos que forjan los destinos humanos -tanto, que a ella puede asignársele en abstracto el Destino prometeico del hombre, o por lo menos, el destino del Hombre moderno en general, de este hombre moderno que contempla el universo desde el centro de su individual existencia, como campo de su incesante actuación. Así, pues, el empeño de la creación goethiana puede calificarse, en lo literario, de titánico, y a servirlo concurren desde luego los recursos asombrosos que era capaz de poner en juego para realizar la obra. A través de ella, parece inagotable la intuición del artista, que escruta la naturaleza manifestándose en la vida bajo todas sus formas, desde el punto mismo en que, desesperado el protagonista, en su afán de conocimiento, de los medios proporcionados por la razón y la tradición intelectual, proclama la acción como principio del mundo, y se lanza, en efecto, a actuar con frenesí fáustico. Pero la acción, la vida, lo conduce siempre de nuevo hacia la misma experiencia fundamental, situada en el fondo de las más diversas peripecias, por causa del carácter inmutable de la naturaleza, postulado básico de la filosofía de Goethe.

La tragedia radica en el hecho de que todas las formas de la acción, que son irrenunciables y tenidas por valiosas en sí mismas, contienen, sin embargo, un destino de error, y están cargadas con las terribles consecuencias de ese error, a las que no es posible escapar. La constante recaída en el yerro, y la siempre renovada afirmación del valor de la vida, pese a esos sus ineludibles yerros y al séquito de dolor que comportan, puede ofrecer el mejor indicio de la concepción goethiana del mundo. Comparemos dos casos, ambos extraídos del Fausto, para evidenciar con ellos de qué modo se repite esa misma estructura con diversos materiales. Ante todo, el hecho cardinal de la primera parte: la seducción de Margarita, donde se anuda la tragedia del hombre renovado que enfrenta la vida con una fuerza original. El apetito erótico le ha conducido esta vez hacia la acción, echando mano de los poderes diabólicos -las artes de Mefistófeles-, poderes que, por su procedencia, no pueden dejar de ser nocivos. En efecto: vemos cómo el narcótico dado a la madre de la joven no se limita a adormecerla, sino que la mata; vemos que la afortunada defensa del galán mata igualmente al hermano que lo acosaba; y que su fuga ante la justicia deja a la muchacha en el abandono, llevándola a la demencia y al crimen. El principio mismo de la acción alojaba ya en su seno el error y, con él, el destino trágico... Pero si de ahí pasamos a la segunda parte del poema, volveremos a encontrar, repetido, el mismo esquema con el incendio de la casita de Filemón y Baucis. Ahí Fausto se encuentra ya en el extremo de la ancianidad, y también sus apetitos son ahora secos, descarnados: ya no se trata de los cálidos impulsos del amor; lo que ahora desencadena el mal es la fría ambición, la codicia, la sed de dominio, pasiones propias del hombre caduco. Ya no entregará el tósigo por sus manos, ya no matará con sus manos, ya no será su cuerpo el que, seduciendo, ocasione directamente el daño: dará órdenes, que serán obedecidas con aterradora celeridad, con una diligencia espantosa, que extermina las ancianas vidas inocentes y, todavía, la vida joven de un pasajero casual. Bajo las cambiadas circunstancias, el Fausto viejo reincide, puesto que aún sigue viviendo, en los mismos yerros de la plenitud de su vida -sólo que este episodio postrero tiene un carácter tanto más horrible cuanto mínima es la justificación vital del desastre ocasionado. Si la tragedia de la seducción conmueve, la tragedia de la ambición, más que conmover, repugna- aunque no sea difícil descubrir detrás de esa repugnancia el sentimiento de una desolación atroz: es la vida que opera sobre su propia oquedad.

Mas ¿qué hay de común entre el Fausto enamorado y su tragedia, y el Fausto decrépito de la segunda parte? Nada más que la comunidad estructural de la humana existencia. Pues la ambición inmensa del mito elaborado por Goethe, empeñado en personificar la raíz metafísica de la vida, hincada en el suelo de la naturaleza y nutriéndose de sus jugos, le obliga a encaminar la acción de su héroe en todas las direcciones imaginables, presentarla bajo todas las posibles manifestaciones, multiplicar al infinito sus episodios, con lo que la personificación se hace evanescente, tirando un poco al símbolo y a la alegoría. Fausto quiere ser la cifra de todas las potencias vitales reunidas en un haz individual; en verdad, si no presenta el perfil de un destino humano, es porque le falta la univocidad -lo que equivale a decir: la limitación- de la vida encarnada y concreta.

Todavía en la primera parte, el poeta se mantiene dentro de la forma dramática, que a duras penas basta a contener su ímpetu lírico: pensamiento y sentimiento brotan a raudales, la rebasan por todas partes, desbordando el acontecer de la acción. El núcleo es, sin embargo, teatral en un sentido plenario, tanto que muchas de las escenas pueden ser ofrecidas como ejemplo entre los más altos de la correspondiente técnica: baste recordar la entrada de Margarita en su alcoba recién visitada por Mefistófeles, la huella de cuya presencia percibe inexplicable y vagamente; el diálogo de la tentación en casa de Marta; el prodigioso artificio de la escena del jardín, cuando sucesivas pasadas alternas de las dos parejas marcan las etapas de una seducción fulminante y, a pesar de ello, graduada en el tiempo; la escena de la prisión, con la angustia de la fuga en lucha contra la pesada fatalidad que le pone pies de plomo... Pero en la segunda parte el lirismo ahoga al drama, dando la impresión de que, en medio de su esplendor, se hubiera disuelto la concentración mítica. El aspecto filosófico del drama se destaca a un primer plano, de manera que la intuición fundamental de la naturaleza y de la vida se traduce aquí en pensamiento más que en acción, en sentimiento más que en acontecimiento, en palabras más que en obras. Aquel postulado: en el principio era la acción, que Goethe había establecido con una intención muy honda y sobre cuya base se erige toda su concepción del universo, es, reducido en su alcance, lema indudable de toda poesía dramática. Acción, precisamente acción; y de este modo, por efecto de esta exigencia fundamental, el drama presenta una severidad de línea a la que sólo con mucha dificultad sería capaz de ajustarse la inspiración lírica; ésta requiere una libertad muy amplia para poder dar cauce a los variadísimos estados subjetivos que reclaman tal forma poética. Pues bien, puesto a hacer obra dramática, Goethe, lejos de ceñirse al rigor de su postulado, transporta la gran riqueza de sus estados íntimos, de lírica esencia, a la estructura de su poema dramático, que adquiere, bajo tan inaudito caudal, un brillo, una diversidad y un movimiento -en puridad, distinto del movimiento dramático- que arrebatan y suspenden el ánimo de una manera por completo ajena a la emoción del arte teatral.

Falta ahí, en efecto, el carácter unívoco por cuya virtud la criatura fingida supera a las de carne y hueso en punto a humanidad, al concentrar en sí con la intensidad desesperada de un puro destino aquello que presta calidad a la vida del espíritu y la eleva sobre la mera biología, lo que humaniza al hombre. El Fausto no nos da un arquetipo humano como don Juan o el rey Lear o Tartufo; la superhumanidad de Fausto consiste más bien en que todos los destinos posibles, que el dramaturgo nos ofrece vinculados al carácter singular de su héroe, pero que juntos coinciden en la común estructura de la vida y de la naturaleza, se encierran en él como pura potencialidad, de manera tal que, sin desmentir jamás la raíz metafísica postulada, el héroe -como su mundo- aparece dotado de una plasticidad descomunal y, por así decirlo, vertiginosa. En verdad, todo cuanto le acontece a lo largo del poema no tiene otra significación que la de meros episodios; no constituye su tragedia: su tragedia no es algo en que se realiza su vida, sino que es precisamente la vida misma. Se comprende bien, por ello, que tales episodios resulten en principio intercambiables, y que el esquema se repita, según hemos tratado de ilustrar con un ejemplo, bajo muy diversas circunstancias. Esa tragedia de la acción, esto es, del vivir, con su destino de error y dolor, pertenece por igual a cualesquiera circunstancias, y está en el fondo de cualquier caso concreto. Por eso, por arraigar en zonas tan profundas, el poema goethiano se inclina hacia lo filosófico y sus figuras toman ante nuestros ojos un carácter leve de ilusión, apareciéndose como fantasmas, arrebatados y arrebatadores, pero carentes de verdadera sangre humana: son imágenes líricas.

Mas todo esto ¿no corresponde exactamente -pensamos- a aquel asombroso modo de ser que Ortega reconoció en la individualidad de Goethe, al estudiarla desde dentro?, ¿no coincide con la perpetua indefinición vital que permitió al poeta, hasta el límite último de la ancianidad, sucesivas poderosas renovaciones y que, en el terreno práctico, le hacía retener en perpetuas vacilaciones la decisión acerca de su propia existencia, manteniéndola siempre fresca, siempre juvenil, siempre en disponibilidad, aunque -por contrapartida- siempre con algún indefinible son de falsedad?... De ser así, como pienso, Goethe habría expresado en esta su obra capital la esencia íntima de su ser, volcando ahí la subjetividad más honda. Es decir, que bajo la apariencia dramática nos habría legado un magno poema lírico, tan variado como exigía la expresión del sentimiento y de la experiencia de sí mismo.

Desde el centro de esa subjetividad tendida hacia todas las vivencias íntimas, pero remisa ante las alternativas de las decisiones vitales (precisamente por no renunciar a ninguno de sus términos, puesto que cualquier elección implica renuncia a lo no elegido), Goethe trabaja su poema aportando a él la riqueza inaudita de su mundo, y brindándonos de este modo un espectáculo incomparable y -también en este aspecto- eminentemente teatral, en el que la realidad escénica está creada mediante el don de la palabra con un poder de ilusión que por ningún artificio podría ser igualado. Para darse cuenta de lo que pretendo sugerir con esto, repásese, por ejemplo, el comienzo del segundo acto de la parte segunda, aquella escena en que Mefistófeles sacude, para cubrirse con ella, la vieja pelliza de Fausto, haciendo salir una nube de insectos: es la palabra de Mefistófeles la que extrae todas esas alimañas del abandonado abrigo, dispersándolas hacia los más diversos escondites; y su turbamulta, evocada por la magia del verso goethiano, presta por sí sola testimonio cabal del tiempo transcurrido...

Ahora bien: los tesoros aglomerados en el Fausto son para el lector un regalo lastrado de graves exigencias. Se trata -nada menos- de la plenitud de contenidos espirituales de un Goethe. El poeta ha abierto su obra a la diversidad incalculable de sus experiencias, incorporando a ella -¡cuán líricamente elaborado!- el anecdotario de la vida en torno, desde la introducción del papel moneda, que le sirvió de pretexto para escenas tan maravillosas, o la aventura romántica de Lord Byron, hasta la maledicencia mordaz de los círculos literarios, a la que da entrada mediante personalismos que la erudición se ha afanado por individualizar. Pero, al mismo tiempo, incorpora el saber humanista del hombre que ha consagrado la mayor parte de sus horas y de sus días a las letras clásicas y que trata con absoluta familiaridad -incluso con leve desenfado, puesto que su condición de artista le salva de la pedantería- a las imágenes de la Antigüedad que acuden en tropel a poblar su orbe poético. En éste como en tantos otros aspectos, Goethe representa el gozne entre dos épocas: es el último gran portador de la actitud renacentista, con su formación clásica y su interés activo por las ciencias naturales, previo todavía a la especialización; pero, desde otro punto de vista, se nos aparece ya, más que como un precursor, como un maestro de la sensibilidad moderna. Tampoco debe el lector dejar de tomar en consideración este emplazamiento de su figura en la historia del espíritu al enfrentar la que sin duda es su obra capital: el Fausto.

Fausto

Dedicatoria

¡Otra vez próximas, sombras vacilantes, que una vez, hace mucho, os mostrasteis a mi turbada vista! ¿Intentaré yo reteneros esta vez? ¿Siento mi corazón inclinado todavía a aquel delirio? Estáis pugnando por acercaros a mí. Pues bien: podéis prevalecer, tal como del seno de los vapores y de la niebla os alzáis en torno mío. Mi pecho se siente juvenilmente estremecido por el aliento mágico que envuelve vuestro desfile.

Aportáis con vosotras las imágenes de placenteros días, y se alzan muchas sombras amadas; igual que una añeja leyenda medio olvidada, resurge con ellas el primer amor y la primera amistad; renuévase el dolor, y el lamento vuelve a seguir el laberíntico y extraviado curso de la vida, nombrando los bienes queridos que, engañados por la dicha, en horas risueñas, desaparecieron antes que yo.

No oyen los siguientes cantos las almas para quienes yo entoné los primeros; desperdigada está la multitud amada; extinguido, ¡ay!, el primer eco. Mi canción resuena para una muchedumbre desconocida, cuyo aplauso mismo inquieta a mi corazón, y aquellos que en otro tiempo se deleitaron con mi canto, si alientan aún, vagan por el mundo dispersos.

Y de mí se apodera un ansia largo tiempo ha no sentida, por esa plácida y augusta región de los espíritus; fluctúa ahora en imprecisos sones mi canción susurrante, parecida a las modulaciones del arpa eólica. Un estremecimiento me invade; las lágrimas suceden a las lágrimas; el apretado corazón siéntese blando y tierno; lo que poseo, me parece lejano, y lo desaparecido truécase para mí en realidad actual.

Preludio en el teatro

PERSONAJES

El Director

El Poeta Dramático

El Gracioso

DIRECTOR

Vosotros dos, que tantas veces me habéis asistido en apuros y tribulaciones, decidme: ¿qué esperáis de nuestra empresa en tierras alemanas? Bien quisiera yo complacer a la multitud, antes que todo, porque vive y hace vivir. Armados están postes y tablas, y todo el mundo espera una fiesta. Ahí están ya, sentados, con las cejas altas y muchas ganas de asombrarse. Yo sé cómo concitar el favor del espíritu del pueblo; no obstante, jamás estuve tan perplejo. Verdad es que no están habituados a lo mejor, pero han leído atrozmente. ¿Cómo haremos para que todo sea fresco y nuevo, y resulte, al par que significativo, ameno? Porque, a decir verdad, me gusta ver cómo el gentío afluye en torrente a nuestra barraca, y con penalidades violentamente repetidas, se estruja en la angosta puerta de la Gracia; cuando en pleno día, ya desde antes de las cuatro, anda a empellones hasta la taquilla, y, como en tiempo de hambre para obtener pan a las puertas de la tahona, casi se desnuca por un billete. Milagro tal, sólo el poeta puede obrarlo sobre gente tan heterogénea. ¡Oh! Hazlo hoy, amigo mío.

POETA

¡Ah! No me hables de esa abigarrada multitud, a cuyo aspecto huye de nosotros el espíritu. Aparta de mi vista la ondeante masa, que a despecho nuestro nos arrastra al remolino. No; llévame a aquel apacible rincón del cielo, donde sólo para el poeta florecen goces puros; donde el amor y la amistad hacen brotar y cultivan con mano divina bendiciones en nuestro corazón. ¡Ah! Lo que surge allí del fondo de nuestro pecho, lo que el labio balbucea tímido para sí, ya frustrado, ya tal vez logrado, desaparece tragado por la fuerza del impetuoso momento. Con frecuencia, no aparece la obra en su forma cabal sino después de haber estado presionando durante años. Lo que brilla, ha nacido para el instante; lo auténtico permanece intacto para la posteridad.

GRACIOSO

¡Ojalá no oyese hablar siquiera de la posteridad! Suponed que yo quisiese hablar de ella: ¿quién divertiría a los contemporáneos? También quieren ellos, y es justo. Además, la presencia de un gallardo mozo, creo yo, es siempre algo. Aquel que sabe expresarse con facilidad, no se inquietará por el humor del público; desea para sí una numerosa concurrencia a fin de impresionarla con mayor seguridad. Tened valor y mostraos ejemplar. Dejad que se oiga la fantasía con todos sus coros: razón, inteligencia, sentimiento y pasión; mas, advertidlo bien: no sin la locura.

DIRECTOR

Pero, ante todo, procurad que haya bastante acción. Se viene aquí para mirar, y lo que se quiere en primer término es ver. Haced desfilar muchas cosas ante los ojos, de suerte que el público se quede embobado mirando con la boca abierta, y al punto habréis sacado provecho en grande; sois un hombre muy bienquisto. A la masa no podéis dominarla sino por medio de la masa; cada cual escoge al fin algo para sí. Quien aporta mucho, aportará un poco a varios, y todos se van contentos a casa. Si dais una pieza, dadla también en piezas. Semejante guiso os saldrá bien; tan ligeramente servido como imaginado. ¿De qué vale presentar un todo? El público os lo desmenuzará al punto.

POETA

No sabéis cuán mezquino es un oficio tal. ¡Cuán poco digno del verdadero artista! La chapucería de esos pulcros señores, bien lo veo, es ya vuestra norma.

DIRECTOR

Un reproche tal no me hace mella alguna: el hombre que se propone trabajar bien, debe contar con los mejores instrumentos. Haceos cargo de que tenéis madera tierna que cortar, y mirad sólo para quién escribís. Si al uno le empuja el tedio, llega el otro ahíto de una comida opípara, y lo peor de todo es que muchos acaban de leer los periódicos. Corren hacia aquí distraídos, como si fuesen a una mascarada, y la curiosidad es lo único que presta alas a sus pasos. Las damas se exhiben poniendo el mayor esmero en su persona y atavío, y desempeñan de balde su papel. ¿Qué soñáis en vuestras alturas poéticas? ¿Por qué os regocija un teatro lleno? Mirad de cerca a los espectadores. La mitad están fríos; la otra mitad son toscos; éste, después del espectáculo, espera una partida de naipes; el otro, una noche de libertinaje en brazos de una mujerzuela. ¿Por qué importunáis, pobres insensatos, para tal fin a las graciosas Musas? Os lo repito: dad más y cada vez más, y de esta suerte nunca dejaréis de lograr vuestro objeto. No busquéis sino aturdir a la gente; el satisfacerla es difícil... Pero ¿qué sentís: entusiasmo o dolor?

POETA

Anda a buscarte otro criado. ¡No faltaba más que, por complacerte a ti, el poeta olvidara impíamente el supremo derecho, el derecho humano que le concedió la Naturaleza! ¿Cómo mueve él todos los corazones? ¿Por qué medios domina todos los elementos? ¿No es por la armonía que brota de su pecho y reconstruye el universo en su corazón? Cuando la Naturaleza, retorciéndolo con indiferencia, sujeta al huso el hilo sin fin; cuando la inarmónica multitud de seres deja oír una ingrata mezcolanza de sonidos, ¿quién divide el curso de esta siempre uniforme sucesión, vivificándola para que se mueva de un modo rítmico? ¿Quién llama lo particular a la consagración universal, donde vibra en magníficos acordes? ¿Quién hace desatarse la tormenta de las pasiones? ¿Quién enciende los crepúsculos en la mente grave? ¿Quién esparce todas las bellas flores primaverales al paso de la mujer amada? ¿Quién teje con insignificantes hojas verdes las honoríficas coronas para toda suerte de méritos? ¿Quién sostiene el Olimpo?, ¿reúne a los dioses? El poder del hombre revelado en el Poeta.

GRACIOSO

Utilizad, pues, esos bellos poderes, y llevad adelante los asuntos poéticos como se lleva una intriga amorosa. Uno se aproxima por casualidad, siente, se detiene, y poco a poco queda enlazado. Aumenta el placer, luego vienen las contrariedades; está uno embelesado; en esto, aparece el dolor, y antes que uno se dé cuenta de ello, he ahí una novela. Demos también nosotros un espectáculo parecido. Meted la mano en plena vida humana. Todos la viven, pero pocos la conocen, y dondequiera que la cojáis, allí ofrece interés. En abigarrados cuadros, escasa luz, mucho error y una chispita de verdad. Así se confecciona la mejor bebida que a todo el mundo conforta y reanima. Entonces se congrega la flor de la juventud ante vuestra pieza y presta oído a la exposición; entonces cada alma delicada chupa de vuestra obra para sí melancólico sustento; entonces se aviva ya éste, ya aquel afecto del ánimo, y cada cual ve lo que lleva en el corazón. Además, están dispuestos lo mismo a llorar que a reír, hacen honor a los vuelos del Poeta y gozan en la ilusión. Al hombre hecho nada hay que le satisfaga; aquel que está en camino de serlo, será siempre agradecido.

POETA

Devuélveme, pues, también aquellos tiempos en que yo mismo estaba todavía en camino, en que un copioso manantial de cantos brotaba de nuevo sin cesar, en que la niebla me velaba el mundo, en que el capullo me prometía aún maravillas, y cogía yo miles de flores que con profusión llenaban todos los valles. Nada tenía entonces, y, sin embargo, tenía bastante: el afán de verdad y el goce de la ilusión. Tórname aquellos indómitos impulsos, la honda, dolorosa felicidad, la fuerza del odio, la potencia del amor; ¡devuélveme mi juventud!

GRACIOSO

Desde luego, amigo mío, buena falta te hará la juventud si te acosan los enemigos en la pelea; si jóvenes encantadoras se cuelgan con vigor de tu cuello; si a lo lejos la corona de veloz carrera te aguarda desde la meta difícil de alcanzar, si tras violenta danza vertiginosa vienen noches de festín y bebida. Pero pulsar con brío y donaire las cuerdas de la lira familiar, dirigirse vagando con dulce extravío hacia el ideal que uno mismo se trazara: he aquí, viejos señores, vuestra tarea, y no por eso os respetamos menos. La vejez no nos vuelve infantiles, como dicen, sino que nos encuentra todavía cual verdaderos niños.

DIRECTOR

Ya se han cambiado bastantes palabras; mostradme al fin también hechos. Mientras os deshacéis en recíprocos cumplidos, puede hacerse algo de provecho. ¿De qué sirve tanto hablar de inspiración? A los hombres irresolutos nunca les llega. Si de poetas os preciáis, dad órdenes entonces a la Poesía. Bien sabéis lo que nos hace falta: queremos saborear bebidas fuertes; disponeos ahora mismo a preparárnoslas. Lo que no se hace hoy, estará por hacer mañana, y no hay que desperdiciar un solo día. Agárrese la resolución a lo posible con osadía y sin demora alguna, y luego no lo suelte y siga obrando, puesto que puede. Ya sabéis que en nuestros escenarios alemanes cada cual ensaya lo que le place; por lo tanto, no me escatiméis en este día ni decoraciones ni tramoya. Utilizad el grande y el pequeño luminar del cielo; podéis prodigar las estrellas. Agua, fuego, escarpadas rocas, animales, aves; nada falte. Así, pues, recorred a grandes pasos en la estrechez del escenario todo el círculo de la creación, y con prudente rapidez idos, desde el cielo, pasando por la tierra, hasta el infierno.

Prólogo en el cielo

PERSONAJES

El Señor, las Falanges Celestiales

Después Mefistófeles

Los tres Arcángeles se adelantan

RAFAEL

El sol, según antigua usanza, entona su cántico en competencia con las esferas hermanas, y con la rapidez del rayo sigue su prescrito curso hasta el fin. Su aspecto infunde fortaleza a los ángeles, aunque ninguno pueda sondearlo. Las obras sublimes hasta lo inconcebible son espléndidas como en el primer día.

GABRIEL

Y rápida, con inconcebible rapidez, gira en derredor la magnificencia de la Tierra, alternando los esplendores paradisíacos con la noche profunda llena de espantos. Salta espumante el mar en anchas oleadas al batir los profundos cimientos de las rocas; y rocas y mar son arrastrados en el raudo curso eterno de las esferas.

MIGUEL

Y rugen a porfía las tormentas desde el mar a la tierra y desde la tierra al mar, formando furiosas en torno una cadena de la más profunda acción. Relumbra el rayo devastador precediendo en su vía al estampido del trueno. Mas tus mensajeros, Señor, veneran el apacible curso de tu día.

LOS TRES

Tal espectáculo infunde fortaleza a los ángeles, aunque ninguno pueda comprenderte; y todas tus altas obras son espléndidas como en el primer día.

MEFISTÓFELES

Ya que de nuevo te llegas acá, ¡oh, Señor!, y preguntas cómo andan las cosas entre nosotros, y ya que en otro tiempo solías verme con agrado, aquí me ves también entre la servidumbre. Perdona, yo no sé decir palabras elevadas, aunque me escarnezca el corro entero. Mi énfasis te movería ciertamente a risa si no hubieras perdido la costumbre de reír. Del sol y de los mundos, nada sé yo qué decir, y sólo veo cómo se fatigan los mortales. El pequeño dios de la tierra sigue siendo de igual calaña y tan extravagante como en el primer día. Un poco mejor viviera si no le hubieses dado esa vislumbre de la luz celeste, a la que da el nombre de Razón y que no utiliza sino para ser más bestial que toda bestia. Se me figura, con perdón de vuestra Gracia, uno de esos cigarrones de largas patas, que sin cesar vuelan y saltan volando y cantan invariablemente en la hierba su vieja cantinela. ¡Y si al menos pudiera siempre estarse quieto en la hierba! No hay inmundicia donde no hunda la nariz.

EL SEÑOR

¿Nada más tienes que decirme? ¿Has de venir siempre a acusar? ¿Nunca hay para ti algo bueno en la tierra?

MEFISTÓFELES

No, Señor; encuentro lo de allá deplorable como siempre. Lástima me dan los hombres en sus días de miseria, y hasta se me quitan las ganas de atormentar a esos pobres.

EL SEÑOR

¿Conoces a Fausto?

MEFISTÓFELES

¿El doctor?

EL SEÑOR

Mi siervo.

MEFISTÓFELES

¡Singular manera tiene de serviros! ¡Caramba! No son terrenas la comida ni la bebida de ese insensato. El frenesí le lleva lejos, y sólo a medias tiene conciencia de su locura. Pide al cielo sus más hermosas estrellas y a la tierra cada uno de sus goces más sublimes; y ninguna cosa, próxima ni lejana, basta a satisfacer su pecho profundamente agitado.

EL SEÑOR

Aunque ahora me sirve sólo en medio de su turbación, presto le guiaré a la claridad. Bien sabe el hortelano, cuando verdea el arbolillo, que la flor y el fruto serán su adorno en años venideros.

MEFISTÓFELES

¿Qué apostáis? Aun le perderéis si me dáis licencia para conducirle poco a poco a mi camino.

EL SEÑOR

En tanto que viva sobre la tierra, no te está prohibido. El hombre yerra mientras tiene aspiraciones.

MEFISTÓFELES

Y os lo agradezco, porque con los muertos nunca me ha gustado meterme. Prefiero las mejillas carnosas y frescas. Para cadaveres no estoy en casa. Me pasa lo mismo que al gato con el ratón.

EL SEÑOR

Pues bien, es cosa tuya. Desvía de su origen a este espíritu, y si en él puedes hacer presa, llévatelo contigo por tu senda abajo; pero caiga sobre ti la confusión si te ves obligado a confesar, que, en su oscuro impulso, un hombre bueno sabe discernir bien el recto camino.

MEFISTÓFELES

Perfectamente; sólo que no durará esto mucho. No paso el menor cuidado por mi apuesta. Si alcanzo mi fin, permitidme proclamar mi triunfo a pleno pulmón. Tendrá que comer polvo, y con delicia, como mi prima, la famosa serpiente.

EL SEÑOR

Puedes aparecerte, pues, también a tu albedrío. Jamás odié a tus semejantes; de todos los Espíritus que niegan, el burlón es el que menos me molesta. Harto fácilmente puede relajarse la actividad del hombre, y éste no tarda en aficionarse al reposo absoluto. Por esta razón le doy gustoso una compañía que lo seduzca, e influya y obre como diablo. (A los Ángeles.) Pero vosotros, verdaderos hijos de Dios, regocijaos en la espléndida belleza viviente. Lo que deviene en una eterna acción y vida, os circunde con dulces barreras de amor, y a lo que se cierne cual flotante aparición afirmadlo con pensamientos duraderos.

El cielo se cierra. Los Arcángeles se dispersan.

MEFISTÓFELES

(Solo.) De tiempo en tiempo pláceme ver al Viejo, y me guardo bien de romper con él. Muy linda cosa es, por parte de todo un gran señor, el hablar tan humanamente hasta con el diablo.

Primera parte

La noche

En una estancia gótica, estrecha y de alta bóveda. Fausto, inquieto, en su sillón ante un pupitre.

FAUSTO

Con ardiente afán, ¡ay!, estudié a fondo la filosofía, jurisprudencia, medicina y también, por desgracia, la teología; y heme aquí ahora, pobre loco, tan sabio como antes. Me titulan maestro, me titulan hasta doctor, y cerca de diez años hace ya que llevo de las narices a mis discípulos de acá para allá, a diestro y siniestro... y veo que nada podemos saber. Esto llega casi a consumirme el corazón. Verdad es que soy más entendido que todos esos estultos doctores, maestros, escritorzuelos y clérigos; no me atormentan escrúpulos ni dudas, no temo al infierno ni al diablo... pero, a trueque de eso, me ha sido arrebatada toda clase de goces. No me imagino saber cosa alguna razonable, no me imagino poder enseñar algo capaz de mejorar y convertir a los hombres. Por otra parte, carezco de bienes y dinero, de honores y grandezas mundanas. Ni un perro quisiera seguir viviendo. Por esta razón me entregué a la magia, para ver si mediante la fuerza y la boca del Espíritu, no me sería revelado algún arcano, merced al cual no tenga que seguir explicando con fatigas y sudores lo que ignoro yo mismo, y pueda conocer lo que en lo más íntimo mantiene unido el universo, contemplar toda fuerza activa y todo germen, sin verme así precisado a hacer más tráfico de huecas palabras.

¡Oh, luna, que brillas en toda tu plenitud! ¡Ojalá vieras por vez postrera mi miseria!, tú, a quien tantas veces a la medianoche esperaba yo velando junto a este pupitre; entonces, inclinado sobre papeles y libros, te me aparecías, consternada amiga mía. ¡Ah! ¡Si a tu dulce claridad pudiera al menos vagar por las alturas montañosas o cernerme con los espíritus en derredor de las grutas del monte, moverme en las praderas a los rayos de tu pálida luz, y, libre de toda la densa humareda del saber, bañarme sano en tu rocío!

¡Ay, dolor! ¿Todavía estoy metido en esa mazmorra? Execrable y mohoso cuchitril, a través de cuyos pintados vidrios se quiebra turbia la misma grata luz del cielo. Oprimido por esa balumba de libros roídos por la polilla, cubiertos de polvo, a los que rodea, hasta lo alto de la alta bóveda, ahumado papel; cercado por todas partes de redomas y botes; atestado de aparatos e instrumentos; abarrotado de cachivaches, herencia de mis abuelos... ¡He aquí tu mundo! ¡Y a eso se llama un mundo!

¿Y aún preguntas por qué tu corazón se oprime ansioso en tu pecho, por qué un dolor indecible paraliza en ti todo movimiento vital? En lugar de la naturaleza viviente en cuyo seno creó Dios a los hombres, sólo ves en torno tuyo esqueletos de animales y osamentas de muertos, todo confundido entre el humo y la podredumbre.

¡Huye! ¡Fuera de aquí! ¡Al ancho campo! ¿Acaso no es para ti suficiente salvaguardia este misterioso libro de la propia mano de Nostradamus? Entonces conocerás el curso de los astros, y si la Naturaleza te alecciona, entonces se te abrirá la potencia del alma, y te hablará como habla un espíritu a otro espíritu. Inútil es que la árida meditación te descifre aquí los sagrados signos. ¡Vosotros, espíritus que flotáis junto a mí, respondedme, si oís mi acento!

Abre el libro y ve el signo del Macrocosmos.

¡Ah! ¡Qué deleite invade súbitamente todos mis sentidos a la vista de este signo! Siento circular por mis nervios y venas, otra vez enardecida, una nueva y santa dicha de vivir. ¿Fue un dios quien trazó estos signos que calman el hervor de mi pecho, llenan de gozo mi pobre corazón, y mediante un misterioso impulso descubren en torno mío las fuerzas de la Naturaleza?

¿Soy un dios? ¡Se me hace tan claro! En estos simples rasgos veo expuesta ante mi alma la Naturaleza activa. Ahora, por vez primera, comprendo lo que dice el Sabio: "El mundo de los espíritus no está cerrado; tu sentido está obtuso, tu corazón está muerto. ¡Ánimo, discípulo, baña sin descanso tu pecho terrenal en los rayos de la aurora!"

Contempla el signo.

¡Cómo se entreteje todo en el Todo, obrando y viviendo lo uno en lo otro! ¡Cómo suben y bajan las potencias celestes pasándose unas a otras los áureos cubos! Con alas que difunden bendiciones, penetran desde el cielo en la tierra, llenando de armonía el Universo entero.

¡Qué espectáculo! Mas, ¡ay!, ¡sólo un espectáculo! ¿Por dónde asirte, Naturaleza infinita? Tus pechos, ¿dónde? Manantiales de toda vida, de quienes están suspendidos el cielo y la tierra, y contra los cuales se oprime el lánguido seno. Turgentes, manando, ¿y yo me consumiré así en vano?

Vuelve con despecho la hoja del libro, y percibe el signo del Espíritu de la Tierra.

¡Cuán diversamente obra en mí este signo! Estás más cerca de mí, Espíritu de la Tierra; siento ya más exaltadas mis fuerzas; ya hiervo como un vino nuevo. Siento bríos para aventurarme en el mundo, para afrontar las amarguras y dichas terrenas, para luchar contra las tormentas y permanecer impávido en medio de los crujidos del naufragio.

Anúblase el ambiente sobre mí... la luna vela su luz... mi lámpara se extingue. Exhálanse vapores... rojas centellas surcan el aire en derredor de mis sienes... un frío estremecimiento sopla desde la bóveda y se apodera de mí. Lo percibo: eres tú que flotas en torno mío, Espíritu implorado. ¡Descúbrete! ¡Ah!, ¡cómo se sobresalta mi corazón! Todos mis sentidos pugnan por abrirse a nuevas impresiones. Siento cómo mi corazón se entrega por completo a ti. ¡Aparece!, ¡aparece!, aunque me cueste la vida.

Coge el libro y pronuncia misteriosamente el signo del Espíritu. Surge de pronto una llama rojiza, y aparece el Espíritu en la llama.

ESPÍRITU

¿Quién me llama?

FAUSTO

(Volviendo la cabeza a otro lado.) ¡Espantosa visión!

ESPÍRITU

Me has atraído con fuerza; largo tiempo aspiraste en mi esfera, y ahora...

FAUSTO

¡Ay de mí! No puedo resistir tu presencia.

ESPÍRITU

Suspiras anhelante por contemplarme, oír mi voz y ver mi rostro; la poderosa instancia de tu alma me obliga a ceder. Aquí me tienes... ¡Qué mezquino terror se apodera de ti, criatura sobrehumana! ¿Qué fue del clamor de tu alma? ¿Dónde está aquel pecho que se creaba un mundo dentro de sí, lo llevaba y mantenía con esmero; aquel pecho que se henchía con estremecimientos de gozo para encumbrarse al nivel de nosotros, los Espíritus? ¿Dónde estás, Fausto, tú, cuyo acento llegaba hasta mí, y que con todas tus fuerzas pugnabas por alcanzarme? ¿Eres tú quien, al sentirse envuelto en los efluvios de mi aliento, tiembla en las profundidades vitales, un gusano que huye medroso y encogido?

FAUSTO

¿He de retroceder ante ti, engendro de la llama? ¡Soy yo, soy Fausto, tu igual!

ESPÍRITU

En el oleaje de la vida, en el torbellino de la acción, ondulo subiendo y bajando, me agito de un lado a otro. Nacimiento y muerte, un océano sin fin, una actividad cambiante, una vida febril: así trabajo yo en el zumbador telar del Tiempo tejiendo el viviente ropaje de la Divinidad.

FAUSTO

Tú, que vagas por toda la redondez de la vasta tierra, atareado Espíritu, ¡cuán cerca me siento de ti!

ESPÍRITU

Te igualas al Espíritu que tú concibes, no a mí.

Desaparece.

FAUSTO

(Anonadado.) ¡No a ti! ¿A quién, pues? Yo, imagen de la Divinidad, ¿ni tan siquiera me igualo a ti?

Llaman a la puerta.

¡Qué castigo! Lo conozco... es mi fámulo. Mi más bella felicidad, aniquilada. ¿Por qué ha de venir ese árido socarrón a desbaratar este mundo de visiones?

Entra Wagner con bata y gorro de dormir, llevando una luz en la mano. Fausto le vuelve la espalda con enojo.

WAGNER

Perdonad; os oí declamar. ¿Leíais, sin duda, una tragedia, una tragedia griega? Algo quisiera yo aprovechar en este arte, porque hoy día es cosa de gran efecto. No pocas veces he oído decir en son de elogio que un comediante podía instruir a un clérigo.

FAUSTO

Cierto, si el clérigo es un comediante; como ocurre a veces.

WAGNER

¡Ah! Cuando uno se halla así como encantado en su museo, sin ver apenas el mundo algún día festivo, y sólo de lejos, casi no más que con un anteojo, ¿cómo podrá dirigirlo por medio de la persuasión?

FAUSTO

No lo conseguiréis con todos vuestros afanes si no lo sentís, si ello no surge de vuestra alma y con encanto muy poderoso y sostenido no subyuga los corazones de todo el auditorio. Ya podéis estar siempre clavado en una silla, hacer una amalgama de todo, aderezar un guiso con los relieves de ajeno festín y sacar a fuerza de soplo mezquinas llamas de vuestro puñado de cenizas. Podréis así excitar la admiración de los niños y de los monos, si tal es vuestro gusto, mas nunca haréis llegar el corazón a los corazones si ello no os sale del corazón.

WAGNER

Sólo el discurso labra el éxito del orador. Me doy bien cuenta: todavía estoy muy atrasado.

FAUSTO

Buscad la ganancia honrada; no seáis un loco agitando sus cascabeles. La razón y el verdadero sentimiento se expresan ellos mismos con escaso artificio; y si deseáis decir algo serio, ¿qué necesidad tenéis de ir a caza de palabras? Sí; vuestros discursos, que tan brillantes son, y en los cuales rizáis recortes de papel para la humanidad, son pesados como el brumoso viento de otoño que murmura a través de las secas hojas.

WAGNER

¡Ay, Dios! El arte es largo y breve es nuestra vida. En mis esfuerzos de crítica llego a temer no pocas veces por mi cabeza y mi pecho. ¡Cuán arduos de conseguir no son los medios por los cuales se remonta uno a las fuentes! Y sin duda ha de morir el pobre diablo antes de haber andado sólo la mitad del camino.

FAUSTO

¿Crees tú que un árido pergamino es la fuente sagrada que, con sólo beber un trago de ella, apague la sed para siempre? No hallarás refrigerio alguno si no brota de tu propia alma.

WAGNER

Perdonad; es un vivo deleite transportarse al espíritu de los tiempos para ver cómo pensó algún sabio antes que nosotros, y considerar después qué lejos hemos llegado al fin.

FAUSTO

¡Oh, sí!, hasta las estrellas. Los tiempos pasados, amigo mío, son para nosotros un libro de siete sellos. Lo que llamáis espíritu de los tiempos no es en el fondo otra cosa que el espíritu particular de esos señores en quienes los tiempos se reflejan; y a decir verdad, todo ello resulta muchas veces una miseria tal que uno se aparta con asco al primer golpe de vista. Es un cesto de basura, un cuarto de trastos viejos, y a lo sumo un mal dramón histórico con excelentes máximas pragmáticas, de esas que tan bien cuadran en boca de títeres.

WAGNER

Pero, ¿y el mundo?, ¿y el corazón, y el espíritu humano? ¿Quién no desea saber de ello alguna cosa?

FAUSTO

Cierto; ¡lo que llaman saber! ¿Quién se atreve a nombrar al niño por su nombre verdadero? Los pocos que supieron algo de esto, y, bastante insensatos para guardarlo en su corazón, y descubrieron a la plebe sus sentimientos y sus ideas, fueron desde siempre crucificados o quemados. Pero dispensadme, amigo, la noche está muy avanzada, y es menester que por hoy hagamos punto aquí.

WAGNER

Con gusto hubiera seguido en vela para continuar con vos una plática tan instructiva; pero mañana, como primer día de Pascua, permitidme haceros alguna que otra pregunta. Con celo me he consagrado al estudio; verdad es que ya sé mucho, pero quisiera saberlo todo.

Vase.

FAUSTO

(Solo.) ¡Cómo nunca desaparece toda esperanza de la cabeza de aquel que siempre se aferra a cosas insulsas! Con ávida mano escarba la tierra buscando tesoros, y se da por satisfecho cuando encuentra lombrices. ¿Es posible que se deje oír semejante voz humana en este sitio, donde me rodeaba un mundo de visiones? Mas, ¡ay!, por esta vez te lo agradezco, ¡oh, tú, el más mísero de todos los hijos de la tierra! Tú me arrancaste de los brazos de la desesperación, que amenazaba trastornar mis sentidos. ¡Ah! Tan colosal era la aparición que a su lado no pude menos de juzgarme un pigmeo.

Yo, imagen de la Divinidad, yo que me figuraba estar ya muy cerca del espejo de la verdad eterna, que gozaba de mí mismo, bañado en la luz y el esplendor celeste, y había despojado al hijo de la tierra; yo, superior al querubín, yo, cuya libre fuerza, llena de presentimientos, ya pretendía osadamente correr por las venas de la Naturaleza, y, creando, aspiraba a gozar de la vida de los dioses, ¡cómo debo expiarlo! Una palabra potente como el rayo me ha anonadado.

No puedo pretender igualarme a ti. Si tuve poder para atraerte, no lo tuve para conservarte junto a mí. En aquellos felices instantes ¡sentíame a la vez tan pequeño y tan grande! Me rechazaste, despiadado, hacia la incierta suerte humana. ¿Quién me instruirá? ¿Qué debo evitar? ¿Tengo que ceder a aquel impulso? ¡Ay! Nuestras mismas acciones, lo mismo que nuestros sufrimientos, entorpecen la marcha de nuestra existencia.

En las más sublimes concepciones del espíritu se ingiere de continuo materia cada vez más extraña. Cuando llegamos a lo bueno de este mundo, lo mejor se califica entonces de engaño e ilusión. Los nobles sentimientos que nos dieron la vida se amortiguan en medio del bullicio mundanal.