Febrero de 1933 - Uwe Wittstock - E-Book

Febrero de 1933 E-Book

Uwe Wittstock

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Beschreibung

Basándose en material de archivo inédito y con una ambientación digna de una novela, Febrero de 1933, traducido a trece idiomas, es un meticuloso relato histórico de la escalofriante rapidez con la que Hitler desmanteló el Estado de derecho y, con él, el mundo literario alemán. Todo sucedió en un instante. Febrero de 1933 fue el mes en el que se decidió el destino de los escritores alemanes, de Heinrich Mann a Bertolt Brecht, de Alfred Döblin a Else Lasker-Schüler, que pasaron de la brillante escena literaria de la República de Weimar a un largo y oscuro invierno. Este libro narra día a día el mes y medio de terror en el que se vieron envueltos los intelectuales, obligados a reaccionar ante la avalancha de acontecimientos que provocó, en un parpadeo, la destrucción de la élite cultural de Alemania. Lunes, 30 de enero: Adolf Hitler presta juramento como canciller del Reich. En Berlín, Joseph Roth no necesita esperar las noticias del día. Se marcha en el primer tren a París. Por el contrario, Thomas Mann apenas piensa en la política, absorto como está en su ensayo sobre Wagner, y se queda en Múnich, donde Klaus, su hijo, se ha levantado con resaca y de mal humor. Wittstock resucita la atmósfera de unas jornadas marcadas por el miedo y el autoengaño, en las que la pasividad y la traición de la mayoría hacen aún más luminosa la valiente determinación de unos pocos. ¿Quién se arrima a los nuevos dirigentes? ¿Quién debe temer por su vida y huir? «Febrero de 1933 fue el mes en el que se rompió un hielo sobre el que parecían reposar sólidamente las instituciones de la cultura alemana, pero que resultó ser muy fino. Wittstock describe día a día y con asombrosa viveza el terror nacionalsocialista que se desplegó inmediatamente después del nombramiento de Hitler como canciller del Reich. Cuando uno termina de leer, la pregunta es inevitable: ¿qué espesor tiene el hielo sobre el que hoy nos creemos seguros?». Bernhard Schlink «Hay pocos meses en la historia que puedan considerarse verdaderamente trascendentales y que den forma a toda una época. Febrero de 1933 fue sin duda uno de esos meses, y el apasionante relato de Uwe Wittstock sobre ese período es un tejido magistral de fuentes históricas, desde informes meteorológicos, periódicos y horarios de trenes, hasta diarios personales y registros policiales». Richard Ovenden

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Seitenzahl: 480

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Febrero de 1933

El invierno de la literatura

Colección

La espuma de los días

10

 

 

Título:Febrero de 1933. El invierno de la literatura

Título original:Februar 33. Der Winter der Literatur

© Uwe Wittstock, 2021

© Verlag C.H.Beck oHG, München, 2021

© De la traducción del alemán y de las notas: Berta Vias Mahou, 2025

La traducción de este libro ha sido posible gracias a una ayuda del Goethe-Institut

© De esta edición: Ladera Norte, 2025

Primera edición: mayo de 2025

Diseño de cubierta y colección: ZAC diseño gráfico

© Detalle fotográfico de cubierta creado con IA

Publicado por Ladera Norte, sello editorial de Estudio Zac, S.L. Calle Zenit, 13 · 28023, Madrid

Forma parte de la comunidad Ladera Norte.www.laderanorte.es

Correspondencia por correo electrónico a: info@laderanorte.es

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones que marca la ley. Para fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra, diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos), en el siguiente enlace: www.conlicencia.com

ISBN: 979-13-9903-960-3

Índice

Cubierta

Título

Créditos

Índice

Febrero de 1933. El invierno de la literatura

Al borde del precipicio.

El mes en el que todo se decidió

El último baile de la República.

Sábado 28 de enero

Gobierna el infierno.

Lunes 30 de enero

Hachas en la puerta.

Martes 31 de enero

Chapuzas de sangre extranjera.

Jueves 2 de febrero

La lengua cosida.

Viernes 3 de febrero

No sé qué hacer.

Sábado 4 de febrero

Entierro bajo la lluvia.

Domingo 5 de febrero

Reunión rutinaria.

Lunes 6 de febrero

Pequeñas criaturas, feas y violentas.

Viernes 10 de febrero

Schutzstaffel

para escritores.

Domingo 12 de febrero

Hombres de negro.

Lunes 13 de febrero

Fiebre y huida.

Martes 14 de febrero

Dar un portazo.

Miércoles 15 de febrero

La pequeña maestra.

Jueves 16 de febrero

Me voy. Me quedo.

Viernes 17 de febrero

Ningún tesoro en el lago de plata.

Sábado 18 de febrero

¿Para qué seguir escribiendo?

Domingo 19 de febrero

¡Pasen por caja!

Lunes 20 de febrero

Una tapadera bastante buena.

Martes 21 de febrero

Sobrevivir las próximas semanas.

Miércoles 22 de febrero

Un ministro entre el público.

Viernes 24 de febrer

o

Consejo de guerra civil y protección policial.

Sábado 25 de febrero

Recomendaciones de viaje.

Lunes 27 de febrero

La dictadura está aquí.

Martes 28 de febrero

Caído del mundo.

Miércoles 1 de marzo

La madre falsa.

Viernes 3 de marzo

No abra.

Sábado 4 de marzo

Votación.

Domingo 5 de marzo

La soledad del emigrante.

Lunes 6 de marzo

Coraje, angustia y fuego.

Martes 7 de marzo

Nada más que despedidas.

Miércoles 8 de marzo

Ataques inesperados.

Viernes 10 de marzo

Últimos días.

Sábado 11 de marzo

Partidas.

Lunes 13 de marzo

La visión de este infierno.

Miércoles 15 de marzo

Lo que ocurrió después.

33 semblanzas

Epílogo

Agradecimientos

Bibliografía

Guide

Cover

Índice

Start

En recuerdo de Gerta Wittstock (1930-2020),que en febrero de 1933 tenía dos años

Al borde del precipicio

El mes en el que todo se decidió

Las que ofrecemos aquí no son pequeñas historias de héroes. Son historias de personas a las que sorprendió un peligro extremo. Muchas entre ellas no lo quisieron reconocer, lo subestimaron, reaccionaron con demasiada lentitud. En suma, cometieron errores. Por supuesto, cualquiera que hoy en día hojee los libros de Historia puede decir que fueron unos necios al no darse cuenta en 1933 de lo que Hitler significaba para ellos. Pero ése sería un pensamiento ahistórico. Si la afirmación según la cual los crímenes de Hitler eran inimaginables tiene un sentido, debe aplicarse por encima de todo a sus contemporáneos. No podían imaginar —en el mejor de los casos pudieron intuir— de lo que eran capaces él y su gente. Probablemente forma parte de la esencia de una fractura en la civilización el hecho de que resulte difícil de imaginar.

Ocurrió con una rapidez vertiginosa. Entre la llegada al poder de Hitler y el Decreto de Emergencia para la Protección del Pueblo y del Estado, que suspendió todos los derechos civiles fundamentales, transcurrieron cuatro semanas y dos días. Sólo hizo falta ese mes para transformar un Estado de derecho en una dictadura sin escrúpulos. Los asesinatos en masa comenzaron más tarde. Pero en febrero de 1933 quedó claro a quién afectaría: quién debía temer por su vida y huir y quién dio un paso al frente para hacer carrera al amparo de los criminales. Jamás tantos escritores y tantos artistas han abandonado en tan breve espacio de tiempo su país. También hablaremos aquí de esa oleada de huidas hasta mediados de marzo.

La situación política que hizo posible la subida al poder de Hitler ha sido descrita desde ángulos diferentes por historiadores de diversas tendencias. Todos los análisis coinciden en unos cuantos factores. La creciente influencia de los partidos extremistas, que dividieron al país. Una propaganda exacerbada, que ahondó cada vez más la brecha y bloqueó cualquier posibilidad de compromiso. La indecisión y la debilidad del centro político. El terror guerracivilista de la derecha y de la izquierda. El odio desenfrenado a los judíos. La miseria de la crisis económica mundial. El ascenso de regímenes nacionalistas en otros países.

Hoy día las circunstancias son distintas, por fortuna. Aunque hay paralelismos en muchos aspectos. La creciente división de la sociedad. La indignación permanente en las redes, que hace que la brecha sea cada vez más profunda. El desconcierto del centro burgués a la hora de frenar el ansia de extremismo. El creciente número de actos terroristas de la derecha y a veces de la izquierda. El aumento del odio a los judíos. Los riesgos para la economía mundial derivados de las crisis financiera y del coronavirus. El ascenso de regímenes nacionalistas en otros países. Tal vez no sea un mal momento para tener presente lo que puede ocurrir con una democracia tras un error político fatal.

En febrero de 1933 no sólo los escritores y los artistas estaban en peligro. Tal vez la situación resultó incluso más amenazadora para otros. La primera víctima mortal de los nazis, la noche misma después de que Hitler jurara su cargo como canciller del Reich, fue el sargento mayor de la Policía prusiana Josef Zauritz, un republicano leal y un sindicalista, como escribió el Vossische Zeitung. También aquí hablaremos de su asesinato. Pero tenemos incomparablemente más datos personales de los escritores y de los artistas en febrero de 1933 que de cualquier otro grupo. Sus diarios y cartas han sido recopilados. Sus notas, conservadas en archivos. Sus recuerdos, impresos y examinados por los biógrafos con afán detectivesco.

Sus experiencias son representativas de lo que les ocurrió a quienes intentaron defender el Estado de derecho y la democracia. Muestran lo difícil que resulta darse cuenta de cuándo una vida normal se convierte en una lucha por la supervivencia y cuándo un momento histórico exige decisiones personales acerca de la propia existencia.

Hay pruebas de todo lo que contamos aquí. Se trata de un relato auténtico, aun cuando se tome algunas libertades de interpretación, sin las cuales no es posible narrar contextos históricos o biográficos. Por supuesto, en este mosaico no se puede reflejar todo lo que entonces les ocurrió a los escritores y a los artistas. Thomas Mann, Else Lasker-Schüler, Bertolt Brecht, Alfred Döblin, Ricarda Huch, George Grosz, Heinrich Mann, Mascha Kaléko, Gabriele Tergit, Gottfried Benn, Klaus y Erika Mann, Harry Graf Kessler, Carl von Ossietzky, Carl Zuckmayer o la Academia de las Artes en Berlín, todos los que aparecen aquí, no son más que ejemplos. Un panorama global resultaría demasiado extenso para cualquier libro.

Alguna carrera que comenzó llena de esperanza no se recuperó jamás de aquel mes. Demasiados escritores enmudecieron y desaparecieron casi sin dejar rastro. Para todos ellos fue un punto de inflexión que cambió sus vidas.

El último baile de la República

Sábado 28 de enero

Hace ya semanas que Berlín está congelado. Poco después de Nochevieja cayó una fuerte helada. Hasta los lagos más grandes, el Wannsee y el Müggelsee, han desaparecido bajo compactas capas de hielo. Y ahora además ha nevado. Carl Zuckmayer está de pie frente al espejo de su ático junto al parque municipal de Schöneberg. Lleva puesto el frac y se endereza la pajarita blanca sobre el cuello de la camisa. La idea de salir hoy de casa vestido de etiqueta no resulta tentadora.

A Zuckmayer no le entusiasman las grandes fiestas. Casi siempre se aburre y se queda el tiempo justo hasta que, sin llamar demasiado la atención, puede desaparecer con amigos en alguna taberna de cocheros. Pero el Baile de la Prensa es el acontecimiento social más importante de la temporada de invierno en Berlín, un escaparate para la gente rica, poderosa y guapa. Sería un error no dejarse ver allí. El baile resultará útil para su reputación de estrella emergente y muy solicitada en el mundo literario.

Zuckmayer se acuerda demasiado bien de la miseria que padeció durante sus primeros años de autor como para dejar pasar una oportunidad semejante. Cuando estaba sin un céntimo, trabajó como gancho, pescando en las calles a los visitantes de Berlín sedientos de aventura después de la hora del cierre para llevarlos a los cafetuchos clandestinos de los patios traseros. En algunos, las chicas estaban medio desnudas y no se andaban con remilgos a la hora de satisfacer los deseos de los clientes. En una ocasión incluso probó suerte como camello en el Tauentzien nocturno, la calle comercial del Berlín oeste, con un par de bolsitas de cocaína en el bolsillo. Pero pronto lo dejó. Es un tipo fuerte y nada asustadizo, pero aquel negocio le resultaba demasiado peligroso.

Eso se acabó desde La viña alegre. Tras cuatro dramas muy patéticos y por completo fallidos, que en general fracasaron, se atrevió a abordar su primera obra cómica, una especie de screwball-comedy1 alemana sobre la hija de un viticultor que quiere casarse en la provincia de Rin-Hesse, la tierra natal de Zuckmayer, quien conoce cada detalle del ambiente de los viñadores y de los comerciantes del vino. El conjunto se convirtió en sus manos en una especie de pieza de teatro popular. Cada entonación resultaba afinada. Cada broma daba en el clavo. Al principio, los escenarios berlineses se consideraban demasiado selectos para una comedia tan rural. Pero cuando el Teatro am Schiffbauerdamm2 se arriesgó a estrenarla poco antes de las Navidades de 1925, la farsa en apariencia ligera como una pluma de repente mostró sus garras. La mayor parte del público aulló de risa, pero otra pequeña parte lo hizo de rabia por el satírico mordisco con el que Zuckmayer se burlaba de la verborrea populista3 de los obcecados veteranos de guerra y de los miembros de las corporaciones estudiantiles. Su furia contribuyó a que La viña alegre se hiciera tanto más famosa y a que el triunfo fuera mucho mayor. Se convirtió en un verdadero éxito de taquilla, tal vez la pieza más representada de los años veinte, que además se llevó a la pantalla.

Ahora, siete años después, tres obras de Zuckmayer figuran en el repertorio de los teatros berlineses: la Freie Volksbühne representa Schinderhannes. El Teatro Rose en Friedrichshain, El capitán de Köpenick, un éxito sensacional. Y el Teatro Schiller, Katharina Knie. Zuckmayer está trabajando para Tobis Film en una película de cuento de hadas. Y pronto el diario Berliner Illustrirte empezará con el adelanto por entregas de su narración Una historia de amor, que se publicará como libro inmediatamente después. Las cosas le van de maravilla. No hay muchos escritores que mediada la treintena arrastren al público como él.

Asomado a la terraza de su ático Zuckmayer ve las luces de Berlín: desde la Torre de la Radio hasta la cúpula de la catedral. La vivienda, que ha comprado junto con su casa cerca de Salzburgo con los derechos de autor de La viña alegre, es su segunda residencia. Resulta manejable: un cuarto de trabajo, dos dormitorios minúsculos, una habitación para niños, una cocina, un baño. Nada más, pero le gusta mucho. Y, sobre todo, la vista sobre los tejados de la ciudad. Se la compró a Otto Firle, el arquitecto y diseñador gráfico, autor, entre otras imágenes, de la grulla en vuelo que es el logotipo de Lufthansa. Con el tiempo, Firle ha progresado hasta convertirse en el arquitecto preferido de los adinerados burgueses de clase alta y culta de Berlín y ya no construye áticos, sino que proyecta villas en serie. Dentro de dos años, en el Darß, a orillas del mar Báltico, Firle construirá —aunque eso, como es natural, Zuckmayer no puede saberlo esta noche— una casa de campo para un ministro que se ha hecho con dinero y poder llamado Hermann Göring.

El último sábado de enero es el día del Baile de la Prensa. Una tradición en Berlín desde hace años. A Zuckmayer las invitaciones de honor se las ha enviado su editorial, Ullstein. Su mujer, Alice, ha emprendido de inmediato la búsqueda de un nuevo vestido de noche. Este año la madre de Zuckmayer ha venido de visita desde Maguncia para pasar una semana. También ella lleva hoy un vestido nuevo. Se lo ha regalado él por Nochebuena. Gris plateado con aplicaciones de encaje. Es su primer gran baile en Berlín. Y él percibe su emoción.

Pero antes quieren ir a un buen restaurante. La velada será larga. Es mejor no empezar una noche de baile como ésta demasiado pronto y de ninguna manera hay que hacerlo con el estómago vacío.

***

Klaus Mann ha elegido un caballo perdedor en sus planes para esta velada: una fiesta de disfraces en casa de una tal señora Ruben, en el Westend, muy normal y horrible. Se siente fuera de lugar.

Está en Berlín desde hace tres días y se aloja en la pensión Fasaneneck. En el cabaret Katakombe de Werner Finck conoció a su hermana, Moni, quien le lio con esta invitación para ir a casa de la señora Ruben. El programa de Finck le pareció flojo, sin gracia, aunque por lo menos volvió a ver sobre el escenario a Kadidja, la tímida de las dos hermanas Wedekind. Le gusta. Es casi como una excuñada para él.

En los últimos tiempos Klaus Mann ha visitado más a menudo los cabarets por motivos profesionales. Después de todo, él mismo participa en uno en Múnich, el Pfeffermühle4, fundado por su hermana Erika junto con Therese Giehse y Magnus Henning. Él escribe cuplés y escenas cómicas con su hermana. Erika, Therese y otras dos personas actúan en el escenario. Magnus se encarga de la música. A Klaus le podría haber venido bien algo de inspiración para escribir nuevos textos, pero los números del Katakombe no le valieron para nada. Y cuando los actores de Finck empezaron a tomarle el pelo desde el escenario con ocurrencias fuera del guion y chistecitos improvisados, la cosa le pareció demasiado necia y se marchó antes de que acabara la función.

Con la fiesta de disfraces de la señora Ruben también corta por lo sano. En lugar de seguir aburriéndose, se marcha muy pronto, aunque sabe lo impertinente que resulta. Una velada fallida… Así que mejor regresa a la pensión, donde para terminar la noche se regala con una dosis de morfina. Y, por cierto, de las generosas.

***

En el Teatro Reichshallen de Erfurt se estrena hoy la pieza didáctica de Brecht titulada La medida, con música de Hanns Eisler. Pero la policía interrumpe la función de la Comunidad de Lucha de los Obreros Cantantes, alegando que la obra es «una representación comunista-revolucionaria de la lucha de clases para la puesta en marcha de la revolución universal».

***

Cuando Carl Zuckmayer llega con Alice y su madre a los salones del Zoo, a primera vista nada ha cambiado con respecto a los años anteriores. Se esperan más de 5.000 asistentes, de los cuales 1.500 son invitados con entradas de honor, como él. Los demás son los curiosos, que pagan precios desmesurados para, por una noche, mezclarse con las personalidades del país.

En el vestíbulo, los que llegan pasan junto a dos lujosos automóviles, un Adler Trumpf descapotable y un DKW Meisterklasse, ambos pulidos hasta alcanzar un brillo intenso, los premios gordos del sorteo del Fondo de Bienestar Social de la Asociación de la Prensa de Berlín. Justo después de la entrada la corriente humana se divide. Desde los distintos salones y pasillos se escuchan tangos, valses y boogie-woogies. Zuckmayer dirige a sus dos damas hacia el vals. Se ha tenido en cuenta casi cada preferencia gastronómica. Hay bares con atmósfera de club, acogedoras cafeterías y barras de cerveza o salas laterales más pequeñas y tranquilas, en las que tocan músicos solistas.

El más lujosamente decorado es el gran Salón de Mármol, de dos pisos de altura. Hay flores frescas por todas partes y magníficas alfombras persas antiguas colgando de las balaustradas. Sobre la pista de baile, delante del escenario con la orquesta, giran las parejas. Desde arriba, desde la galería, se puede observar cómo el desfile de los asistentes avanza entre los palcos laterales de la sala y las largas filas de mesas en el centro.

Las damas más elegantes llevan este año colores vivos. No se puede pasar por alto. Y el último grito lo constituye al parecer el largo vestido de noche con un pequeño escote delantero, pero un pronunciado corte en la espalda hasta la cintura o incluso más allá.

Zuckmayer se sale de la corriente de invitados en cuanto alcanzan el palco de Ullstein, donde el ambiente está más aireado, menos concurrido, y los camareros enseguida les consiguen a él y a sus acompañantes una mesa, vasos y bebidas. «Beban, beban», les saluda uno de los directores de la editorial. «Quién sabe cuándo volverán a beber champán en un palco de Ullstein». Así expresa lo que todos más o menos sienten, aunque nadie lo quiera admitir de modo tan abierto.

Hacia el mediodía ha dimitido el gabinete de Kurt von Schleicher, canciller sólo desde principios de diciembre. Un mandato de una brevedad ridícula, de ni siquiera dos meses, que no ha aportado al país literalmente nada más que nuevas intrigas de poder. Un tiempo perdido durante una de las peores crisis económicas. Después, por la noche, llegó la noticia de que Paul Hindenburg, el presidente del Reich, ha encargado al predecesor de Schleicher, Franz von Papen, que forme un nuevo Gobierno. La confusión de los políticos resulta palpable. Papen es miembro del Partido de Centro, pero no dispone de una base de poder digna de mención en el Parlamento. Al igual que Schleicher, ha obtenido el cargo por obra y gracia de Hindenburg y por un decreto de emergencia, después de que los partidos no pudieran ya alcanzar una mayoría frente a los extremistas del Partido Comunista Alemán y del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán5. Pero el arrogante y políticamente despistado Papen es más capaz de dar un golpe de Estado que de reconducir la República a unas condiciones democráticas hasta cierto punto estables.

El verano pasado depuso al Gobierno prusiano, amparándose sólo en un decreto de emergencia. Desde entonces el mayor estado del Imperio lo administran gabinetes provisionales que dependen del Gobierno imperial. Eso ya fue una especie de Putsch, el llamado «golpe de Estado de Prusia», que socavó los cimientos federales del Reich, con el resultado de que ahora, tras la dimisión de Schleicher, también Prusia se encuentra sin dirección.

El palco del Gobierno en el Salón de Mármol se encuentra justo al lado del de Ullstein. Desde su asiento Zuckmayer puede mirar cómodamente hacia allá. Está casi desierto. Los camareros merodean ociosos entre los confortables sillones vacíos. Las botellas de champán sin abrir sobresalen de las cubiteras. Estos últimos años los ministros o secretarios de Estado se reunían aquí para, como por casualidad, entablar conversación con editores y columnistas y explicarles el mundo desde su punto de vista. Pero ahora está claro que nadie parece sentirse en condiciones de poder tratar ni unos asuntos públicos tan distendidos como ésos.

Queda el placer de buscar con la vista rostros de personajes destacados entre la multitud. La silueta alta y ascética de Wilhelm Furtwängler, director de la Orquesta Filarmónica de Berlín, es fácil de distinguir. Lo mismo Arnold Schönberg, de aspecto severo y mirada siempre un tanto melancólica, quien, en medio del tumulto de la fiesta, da en todo momento la sensación de estar curiosamente fuera de lugar. Gustaf Gründgens y Werner Krauß, por lo visto, han venido directamente nada más terminar su actuación en el Teatro de Berlín en la plaza Gendarmenmarkt, donde estos días salen a escena como Mefisto y Fausto. También se aprecia el cráneo pelado de Max von Schillings, un compositor del que desde hacía tiempo no se escuchaba nada nuevo y que ahora desempeña el cargo de presidente de la Academia de las Artes de Prusia.

Un fotógrafo irrumpe y pide a Zuckmayer que salga un momento del palco para hacer una foto de grupo con un equipo singularmente heterogéneo: dos jóvenes actrices, además de la diva de la ópera Mafalda Salvatini y el profesor Bonn, un hombre de negocios y asesor del Gobierno que, como rector de la Escuela Superior de Comercio, lleva en el pecho la cadena de oro de su cargo con un medallón bastante absurdo.

Josef von Sternberg, director de El ángel azul, surge un instante entre la multitud. Como corresponde, rodeado de jovencísimas estrellas de cine rubias. Marlene Dietrich se ha quedado en Hollywood. Zuckmayer colaboró en su momento en el guion de El ángel azul y fue entonces cuando conoció a Heinrich Mann, autor de El profesor Unrat, la novela en la que se basa la película. Le gusta el viejo y envarado muchacho. Y admira su libro. Aunque, a su modo de ver, Mann hizo el ridículo al intentar imponer a su entonces amante Trude Hesterberg para el papel principal, en lugar de Marlene Dietrich. Con su caligrafía excesivamente formal escribía cartitas a los productores que revelaban más sobre su chaladura por la Hesterberg que acerca de las cualidades de ella como actriz.

De vuelta en el palco de Ullstein, Zuckmayer se topa con un hombre robusto y vivaracho. Es Ernst Udet. Con su acompañante, Ehmi Bessel. Udet y Zuckmayer están entusiasmados. Se conocen desde la guerra. Por entonces a Zuckmayer a menudo le enviaban como observador a primera línea del frente. O reparaba líneas telefónicas rotas bajo la artillería enemiga. Es un hombre con nervios de acero. Pero con Udet no se atrevería a compararse jamás. Udet es un piloto de caza con el porte de un torero. Elegante, presuntuoso, despreocupado. Una mezcla de granuja y matón. Cuando se encontraron por primera vez, Udet, a los 22 años, ya se había convertido en el jefe de una escuadrilla de pilotos y los generales le llenaban de condecoraciones como a un animal de sacrificio al que se adorna con flores. Disparaba a sus adversarios en los combates aéreos hombre a hombre. Un caballero moderno, que cabalga hacia la justa, ávido de adrenalina. Al terminar la guerra había derribado sesenta y dos aviones. Sólo un aviador alemán había tenido más éxito que él en aquella mortal empresa: su comandante Manfred von Richthofen, el «Barón Rojo». Pero murió un par de meses antes del final de la guerra a consecuencia de una de las balas que le dispararon desde tierra y fue sustituido por un comandante llamado Hermann Göring, el cual, aunque no era un piloto con tanto talento, tenía el don de establecer las relaciones políticas adecuadas.

Sobre todo la madre de Zuckmayer está fascinada con Udet. Alice hace tiempo que lo conoce y sabe de su temerario encanto. Siendo un auténtico talento del espectáculo, Udet no depende de su sombría gloria de guerra. Ahora actúa en shows de vuelos acrobáticos por toda Europa y América, ejecutando picados, espirales y bucles, durante los que desconecta la hélice. O vuela tan cerca del césped que recoge pañuelos del suelo con el ala. Fue y sigue siendo un alegre amante del riesgo. La UFA6 le descubrió y lo emparejó con Leni Riefenstahl en algunas películas de aventuras, para las que aterrizó en glaciares de alta montaña o pasó volando con su avión a través de un hangar, mientras los presentes, horrorizados, se tiraban al suelo. La prensa amarilla de Berlín adora a Udet. Sus romances con actrices como Ehmi Bessel, su deportivo americano, un Dodge, conocido en toda la ciudad, y sus amistades, públicamente celebradas, con estrellas del cine como Riefenstahl, Lilian Harvey o Heinz Rühmann.

Con Udet no puede uno aburrirse. Zuckmayer nunca habla con él de la guerra. En cambio, cuando se encuentran, beben. También ahora pasan del champán al coñac. A Udet le sorprende cuántos invitados al baile llevan sus condecoraciones e insignias en el frac. «Mira los candelabros», dice. En años anteriores en el Baile de la Prensa todo resultaba más civil. De pronto la gente parece dar valor al pasado militar. También Udet luce la más alta de sus distinciones, Pour le Mérite. Pero, como no le gusta hacer lo mismo que todos, la esconde en su bolsillo. «¿Sabes qué?», le propone a Zuckmayer. «Ahora nos bajamos los dos los pantalones y colgamos nuestros traseros desnudos por encima de la balaustrada del palco».

Alice y Ehmi se alarman de inmediato. Piensan que son capaces de hacerlo, sobre todo si están borrachos y se enardecen el uno al otro. De hecho, se desabrochan enseguida los tirantes del pantalón. Pero Alice sabe cuál es ahora su papel. Ruega encarecidamente a los dos que no monten un escándalo. Y así los hombres, sin quedar mal, renuncian a seguir adelante con el número de exhibicionismo.

En algún momento pasada la medianoche circulan las especulaciones sobre si Hitler será nombrado canciller del Reich. Se trata de un simple cálculo. Si por fin Hindenburg quiere dotar al Gobierno de una base parlamentaria medianamente sólida, sin que de ninguna manera participe el Partido Socialdemócrata Alemán7, a él y a Papen sólo les queda como socio el Partido Nacionalsocialista. Sin embargo, Hitler no está dispuesto —y esto lo ha dejado claro de manera categórica— a conformarse, siendo el líder de la mayor fracción del Reichstag, con un puesto de ministro. Exige la cancillería. O se queda en la oposición. O todo o nada.

Esas reflexiones no contribuyen a que la velada resulte más divertida. La gente baila y bebe como en años anteriores, pero persiste la desagradable sensación de que a todos se les viene encima algo enorme. Reina una alegría extrañamente artificial. Mientras, hace rato que ha despuntado el domingo. Udet invita a Zuckmayer y a sus dos acompañantes a seguir la fiesta en su casa. Su llamativo Dodge está aparcado frente a los salones del Zoo como un cartel publicitario a mayor gloria suya. En el frío helado de ahí fuera hace un efecto inofensivo, pero todos saben que no lo es. Zuckmayer y su mujer prefieren coger un taxi. Sólo Ehmi y la madre de Zuckmayer tienen el valor de dejar que Udet las lleve en su coche. Y después, muy divertidas, cuentan que en realidad no han ido por las calles, sino que han volado a través de ellas.

La vivienda de Udet se ve abarrotada de trofeos de los países en los que ha estado rodando. Ya en el pasillo cuelgan una cabeza de rinoceronte y otra de leopardo disecadas, además de unas cuantas cornamentas. Hay en la casa también un campo de tiro. Algunos periódicos han contado que Udet a sus amigos, que tienen una confianza ciega en él, les quita el cigarrillo de la boca de un disparo. Pero eso es algo para veladas de caballeros. Hoy Udet invita a sus huéspedes al pequeño bar que ha montado en su casa, un «Propellerbar»8, y entretiene a las damas con anécdotas de su vida como aviador y del mundo del cine. Entretanto, Zuckmayer coge de la pared la guitarra de Udet y canta unas cuantas canciones de bebedores, como cuando recorría las tabernas de Berlín para ganarse una comida como trovador.

Es de madrugada y reina el buen humor, aunque no libre de preocupación, pues al fin y al cabo se trata de una despedida. Después de esta noche Zuckmayer y Udet sólo volverán a verse una vez más. En 1936 Zuckmayer necesita un valor considerable y una dosis de temeridad para viajar desde su casa de Salzburgo hasta Berlín. Los nazis no han olvidado con qué eficacia se burló de los militares en La viña alegre y en El capitán de Köpenick. Hace tiempo que han incluido sus piezas de teatro y sus obras en las listas de libros prohibidos. A pesar de eso, Zuckmayer no se deja amilanar y viaja para encontrarse con sus amigos actores, Werner Krauß, Käthe Dorsch y Ernst Udet, quien, aun cuando siempre se define como una persona apolítica, tres meses después de la noche del Baile de la Prensa ha ingresado en el Partido Nacionalsocialista y ha hecho carrera en el ministerio de Aviación bajo las órdenes del antiguo comandante de escuadrón Göring.

Se trata de un triste último encuentro en un pequeño y discreto restaurante. Ambos se deleitan otra vez con sus recuerdos, pero después Udet conmina a su amigo a abandonar el país tan rápido como le sea posible: «Vete por el mundo y no vuelvas jamás». A la pregunta de Zuckmayer de por qué se queda él, Udet le responde que la aviación lo es todo para él y habla de las fabulosas oportunidades que como piloto le ofrece su trabajo para los nazis: «Ya no puedo salir de ahí. Pero un día el diablo nos llevará a todos».

En noviembre de 1941 Udet se pega un tiro en su casa de Berlín. Göring le ha hecho responsable de los fracasos de la Luftwaffe en la Batalla de Inglaterra. Alguien tiene que ser el chivo expiatorio. «¡Hombre de hierro, me has abandonado!», escribe Udet con tiza roja en la pared encima de su cama, como reproche contra Göring, antes de suicidarse.

Los nazis hacen pasar su muerte por un accidente. Y Zuckmayer se entera en el exilio, en su granja de Vermont. La noticia no se le va de la cabeza, como recordará él mismo más tarde, durante mucho tiempo, hasta que al final se sienta a su escritorio y en poco menos de tres semanas escribe el primer acto de su obra El general del diablo. Es la historia de un carismático general de la Luftwaffe que desprecia a Hitler, pero al que sirve por un malentendido amor a Alemania y a la aviación. Cuando acaba la guerra, la obra está terminada. Se convierte en uno de los mayores éxitos de Zuckmayer.

***

Kadidja Wedekind se siente incómoda. Se deja empujar por la corriente de los invitados a través de las salas de baile, orgullosa de encontrarse a sus escasos 21 años entre las celebridades del mundo literario. Aunque no le agrada la multitud en los pasillos. Le gusta quedarse sola y en segundo plano. Prefiere observar desde la distancia a tener que abrirse camino entre los demás.

Una timidez como ésa es desconocida en su familia. Sus padres, Tilly y Frank Wedekind, se contaban en otro tiempo entre los más grandes del mundo del teatro alemán. Siempre fueron buenos a la hora de dar un poco de espectáculo. A su padre, Frank, un provocador incansable, un gigante del teatro9, que murió en 1918, le gustaba en sus obras demonizar las rígidas reglas de decencia de los buenos ciudadanos. No había tema tabú que él no llevara a escena: la prostitución, el aborto, el onanismo, el sadismo, la homosexualidad. Tenía un talento infalible para desatar un escándalo en cualquier momento y en cualquier parte, improvisando. Ni siquiera los amigos estaban a salvo frente a sus temperamentales arrebatos. Tilly, una actriz muy solicitada hace algunos años, aparecía sobre todo en las obras de su marido y brilló en el papel de la Lulu de Wedekind, una chica desinhibidamente sensual, que maltrata a los hombres por su propio placer tanto como se deja maltratar por ellos. Juntos Tilly y Frank podrían haber disfrutado de la vida de una admirada y también temida pareja teatral. Pero Wedekind, con sus ataques furiosos de celos, convirtió la existencia de su mujer —y con ello la suya propia— en un infierno. En dos ocasiones arrastró a Tilly hasta el punto de intentar suicidarse. Ahora hace quince años que es viuda.

Pamela, la hermana de Kadidja, cinco años mayor, ha heredado algo del temperamento y también de los talentos de sus padres. Desde muy pronto se sintió cómoda sobre el escenario, tiene buena voz y le gusta salir a escena con las canciones de su padre, que canta con el laúd como lo hacía él mismo en otro tiempo. Posee todo lo que le falta a Kadidja: valor, iniciativa y seguridad en sí misma. «Pamela tiene», apunta en una ocasión Kadidja en su diario, «una personalidad muy fuerte y está increíblemente dotada. Yo ante ella debo pasar a un modesto segundo plano».

Tras la muerte de su padre en 1918 Pamela y Kadidja conocieron en Múnich a los hijos mayores de los Mann, Erika y Klaus. Vivían casi en el mismo barrio. De una casa a la otra se tardaba a pie menos de media hora. Los hermanos Mann estaban encantados con las habilidades de Pamela y enseguida se enamoraron de ella. Kadidja era aún demasiado joven y no podía seguir el ritmo de los demás. Los tres formaron un trío precoz que para los adultos resultaba un tanto inquietante. Y ellos se enardecían adoptando siempre nuevas y extravagantes poses. Klaus, que se maquillaba y no ocultaba que era homosexual, se prometió en 1924 con Pamela y en dos semanas escribió una obra de cámara, Anja y Esther, llena de alusiones a la relación lésbica entre Pamela y Erika. La obra no valía gran cosa, tan sólo era un esbozo, no un trabajo bien pensado: dos alumnas de un internado se entregan a su melancólica búsqueda del amor y del sentido de la vida. Pero a Gustaf Gründgens, uno de los grandes talentos teatrales del país, le entusiasmó. Envió un efusivo telegrama y convenció a los tres para llevar aquella obra juvenil a escena con él y de gira por toda Alemania.

La obra fue brutalmente vituperada. La crítica no perdonó al hijo del gran Thomas Mann un pecado de juventud. Pero el efecto en el teatro fue sensacional y se agotaron las entradas en todas las salas. La impetuosa actividad de los hijos del escritor y sus enredos eróticos difícilmente comprensibles avivaron la curiosidad del público, sobre todo cuando Erika además se casó con Gründgens, a pesar de que se sabía que se sentía más atraído por los hombres. Durante unas cuantas semanas los cuatro aparecieron en todos los suplementos culturales y en todas las revistas en color. Ellos tiraban de los hilos y todos los periodistas saltaban como si fueran marionetas. ¿Quién o qué habría personificado mejor los salvajes, ávidos y volubles años veinte sino este ménage-à-quatre?

Kadidja no puede ni quiere seguir el ritmo de vida de su hermana. También su madre, a la que cada vez contratan menos para los grandes escenarios y los papeles importantes, entabla relaciones amorosas siempre nuevas. Durante un tiempo, Udet, el aviador, al que Kadidja ha visto en el palco de la editorial Ullstein, fue el favorito de Tilly. También Zuckmayer, que está sentado con Udet, visitó alguna que otra vez a su madre. Kadidja entonces tenía 12 años y Zuckmayer jugaba con ella a indios y vaqueros. En una ocasión ella se le abalanzó nada más entrar en el pasillo medio en penumbra, saltándole al cuello desde el armario de la ropa blanca con un largo cuchillo de cocina en la mano para arrancarle la cabellera.

Pero ahora, desde hace un par de años, su madre tiene una relación más estable con un médico que también es escritor. Se llama Gottfried Benn. Tilly está bastante chiflada por él, pero Benn la mantiene a distancia. Cuando por fin dispone de tiempo para ella y salen juntos, a Tilly se la ve excitada como una niña. Se ha sacado incluso el carnet de conducir, ha comprado un pequeño descapotable, un Opel, y en verano ha hecho excursiones al campo con Benn. Una vez fue con ellos también Nele, la hija de Benn. Y Kadidja se llevó muy bien con ella.

Pero a Kadidja no le gusta el sombrío Benn. En una ocasión le visitó en su casa de Berlín, en la calle Belle-Alliance, esquina con la de Yorck, que utiliza también como consulta. Es cierto que es un hombre interesante, pero en el fondo lo encuentra repulsivo. Pensándolo bien, no entiende nada de la relación entre Benn y su madre. Cuando una noche llegó a casa sin anunciarse, todas las habitaciones estaban iluminadas, pero no encontró a nadie, hasta que Hans Albers salió del dormitorio de su madre.

Para ella esas aventuras no son nada. Kadidja piensa de otra manera. Ella quiere, por encima de todo, ser una buena persona que haga la vida más fácil a los demás. En realidad, a menudo le falta la energía necesaria para ello, no comprende de dónde sacan los demás la fuerza para ir a su trabajo. Ya en el colegio eso era un problema para ella y más aún cuando en 1928 asistió a la Escuela Superior de Arte en Dresde. Podría, le aseguraron sus profesores, llegar a convertirse en una pintora notable si trabajara más. Pero le resulta terriblemente difícil. La autodisciplina y la aplicación no están entre sus puntos fuertes. Eso lo sabe.

Cuando más feliz se ha sentido fue durante las vacaciones en Ammerland junto al lago de Starnberg. Una actriz amiga de su madre, Lilly Ackermann, tiene allí una casa, en la que hace unos años Kadidja pasaba regularmente el tiempo soñando o jugando con Georg, el hijo de Lilly. Él entonces tenía sólo 10 años, pero eso a Kadidja no le importaba. Con él fundó para divertirse un imperio llamado Kalumina. Allí, en aquel reino de ensueño, las cosas acabarían por salir como ella esperaba. Su voluntad era la ley. Y así, se hizo coronar por Georg y sus amigos como la emperatriz Carola I. Juntos diseñaron una bandera y redactaron una Constitución. Georg fue nombrado jefe del Estado Mayor y tuvo que organizar un ejército. Todo esto duró tres semanas. Y cuando volvieron a verse en las vacaciones del año siguiente continuaron trabajando en su mundo de fantasía.

Cuando tiene que prepararse para seguir sus estudios en la Academia de Berlín se acuerda de esa época. La han recomendado a Emil Orlik, entre cuyos alumnos estuvo George Grosz. Pero sólo la idea de reunir una carpeta con sus trabajos de Dresde le da horror. Cada una de las láminas le asquea, provocándole la más pura aversión. Mejor se sienta y escribe la historia de su imperio Kalumina. Podría ser una novela, se le ocurre. Al fin y al cabo, trata temas muy antiguos y clásicos: el adiós a la juventud, las dificultades de hacerse adulto, las primeras intuiciones del amor. Su padre siempre quiso escribir una novela, pero no lo consiguió nunca. Por eso su ambición es aún mayor, de modo que por primera vez desprende autodisciplina y fuerza de voluntad. Siente que en su manuscrito los viejos temas adquieren por sí mismos una magia nueva, ligera y airosa.

Para su propia sorpresa, Kadidja ha descubierto un talento en sí misma del que no tenía idea. Sabe escribir. Tiene, si le dejan tiempo, poesía. También la editorial Scherl está convencida de su capacidad y ha incluido en el programa su libro: Kalumina. La novela de un verano. ¡Mil marcos de anticipo! De esa suma le da novecientos a su madre, que cada vez gana menos como actriz y ya ha tenido que empeñar joyas a escondidas para pagar el alquiler.

Mucho más importante que el dinero es para Kadidja su talento recién surgido, junto a la esperanza de que en el futuro pueda encontrar unas condiciones favorables y progresar. Cada una de las personas que conoce y que le sale al encuentro en el bullicio del baile, entre los palcos y las mesas, la anima. Al principio no quiere creer lo que oye, se siente cohibida y avergonzada como tantas otras veces. Pero luego se divierte cada vez más. Por un momento se deja convencer de que quizá también ella pueda ser algo especial. Siente una confianza en sí misma insospechada, es más, desmesurada. Soy, piensa, la emperatriz del Baile de la Prensa.

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Tampoco Erich Maria Remarque se ha podido resistir a la invitación. Sobre todo, porque acaba de terminar el borrador de una nueva novela, Tres camaradas. Se concede un poco de esparcimiento tras un duro trabajo. Desde hace semanas ya no vive en Alemania, aunque sigue habiendo un montón de cosas que tiene que despachar en Berlín. De modo que ha viajado hasta aquí para encontrarse con gente, resolver asuntos y al final luchar por abrirse paso entre la multitud que ha acudido al baile.

Ve a Zuckmayer en el palco de Ullstein, aunque esta noche no parece tener ojos ni oídos más que para Ernst Udet. Remarque y Zuckmayer se conocen desde hace cuatro años. Cuando en 1928 Remarque tenía casi terminada su novela bélica titulada Sin novedad en el frente, envió el manuscrito en primer lugar a la editorial alemana más importante, S. Fischer, pero la rechazaron. En Ullstein, en cambio, los editores quedaron entusiasmados y pusieron a todo el grupo en marcha para hacer posible el lanzamiento que a sus ojos merecía. Primero se publicó una preimpresión por entregas en el Vossische Zeitung, que pertenecía a Ullstein. Cuando la novela llegó a los estantes de las librerías, la Berliner Illustrirte también parte del grupo Ullstein, adelantó unos días su fecha habitual de aparición, del domingo al jueves, para sacar justo el primer día de la venta un artículo de Zuckmayer, autor de Ullstein, sobre el libro de Remarque.

No se trataba de una reseña en el sentido habitual. Tampoco del acostumbrado peloteo entre colegas. El artículo de Zuckmayer era un redoble de tambor, una fanfarria, una señal y, además, una profecía: «Hay ahora un libro, escrito por un hombre llamado Erich Maria Remarque, vivido por millones, que será leído también por millones, en la actualidad y en todos los tiempos… Este libro debe estar en las aulas escolares, en las salas de lectura, en las universidades, en todos los periódicos, en todas las emisoras de radio. Y todo eso aún no es suficiente».

Sin novedad en el frente cuenta la historia de un soldado durante la Primera Guerra Mundial, desde su examen de emergencia10 en 1914 hasta su muerte en 1918. Remarque lo escribió con frases breves, sin poesía y, aun así, cargadas de emoción. Hablaba del pánico y la muerte en las trincheras, sobre el horror de pasar noches enteras bajo el fuego nutrido de las explosiones de granadas, sobre la locura de las operaciones de asalto en medio de las ametralladoras enemigas y sobre las carnicerías con bayoneta en el combate cuerpo a cuerpo.

El propio Zuckmayer había vivido mucho de todo eso, pero no encontró el lenguaje conveniente para expresarlo. Por eso Sin novedad en el frente le entusiasmó aún más: «Esto es lo que Remarque nos ofrece aquí, por primera vez muy claro e imborrable: lo que estaba pasando con aquellos hombres, lo que ocurría en su interior». La novela dio forma literaria a las confusas, mortales y desgarradas experiencias de toda una generación y de ese modo hizo que por fin resultaran comunicables. Eso para Zuckmayer fue —y se dio cuenta de que no sólo lo sería para él— algo así como liberarse de una pesadilla: «Todos hemos sentido una y otra vez que no se puede decir nada sobre la guerra. No hay nada que resulte más lamentable que cuando uno se pone a contar sus experiencias en el frente. Por eso callamos y aguardamos… Aquí, sin embargo, en la novela de Remarque, el destino mismo por primera vez ha cobrado forma. Entero. Lo que había detrás, lo que ardía por debajo… Lo que queda. Y escrito de tal manera, elaborado de tal modo, vivido de tal forma, que se convierte en algo más que realidad. En verdad. Pura, auténtica verdad».

De hecho, a cientos de miles de personas les ocurrió lo que a Zuckmayer. No sólo a los antiguos combatientes, también a otros que no fueron soldados, pero que querían comprender las experiencias con las que vivían esos veteranos. Al cabo de pocas semanas se habían impreso medio millón de ejemplares de la novela. Y en el mismo año se tradujo a veintiséis idiomas. Un éxito mundial.

Y una provocación para todos aquellos que trataban de embellecer la guerra y la muerte en el frente, en especial, por lo tanto, para los nacionalistas alemanes y para los nacionalsocialistas. Lucharon contra el libro y contra el autor con mentiras populistas, que repetían con tozudez hasta que retumbaron en la mente de la opinión pública. Que la novela degradaba a los caídos. Que se mofaba de su sacrificio por la patria. Que arrastraba por el fango todo lo noble del hecho de ser soldado. Que Remarque, como sólo había estado siete semanas en el frente y después en un hospital herido de gravedad, era un impostor que en realidad no había participado en la guerra. Como en origen se apellidaba Remark, le tachaban de ser un traidor al pueblo, pues había tomado su seudónimo, Remarque, precisamente de la lengua de los franceses, la lengua del enemigo histórico. Alguien así no tenía ningún derecho a escribir sobre el heroísmo de los hombres que habían entregado su joven vida por el honor de Alemania.

La ofensiva propagandística se intensificó cuando en 1930 llegó a las grandes pantallas alemanas la versión cinematográfica estadounidense de Sin novedad en el frente. Al día siguiente del estreno, Goebbels envió a las salas de Berlín y de otras ciudades a sus matones de las SA, quienes lanzaron bombas fétidas, soltaron ratones blancos, amenazaron o golpearon a los espectadores hasta que no hubo más remedio que interrumpir las funciones. Y es que, en lugar de proteger la película y al público, las autoridades doblaron la rodilla y al cabo de cinco días prohibieron que se siguiera proyectando «porque ponía en peligro la reputación de Alemania». Goebbels celebró triunfalmente el primer gran éxito de una campaña de presión de los nazis: «Fue una lucha por el poder entre la democracia de asfalto11 marxista y la moral de Estado conscientemente alemana. Y por primera vez hemos registrado en Berlín el hecho de que la democracia de asfalto ha sido obligada a ponerse de rodillas».

Meses después la película se vuelve a proyectar en una versión significativamente más corta. Pero eso ya no puede mitigar la decepción de Remarque con respecto a su país. Y da igual lo que haga, diga o escriba. Sigue siendo el enemigo predilecto de la derecha. Por fortuna, Sin novedad en el frente le ha convertido en un hombre rico. Compra una villa en el lago Mayor, en Suiza, a pocos kilómetros de Ascona, y deja atrás Alemania, que cada vez le resulta más ajena.

Por eso, tras el Baile de la Prensa, Remarque sólo se queda una noche en el hotel. Quién vaya a ser el nuevo canciller después de Schleicher en el fondo ya no le afecta, como tampoco la cuestión de si este baile ha sido el último de la República. El domingo por la mañana temprano, justo después de desayunar, se sienta al volante de su coche, un Lancia Dilambda —le encantan los coches rápidos y las grandes velocidades— y pone rumbo a la frontera suiza. Es un largo y frío viaje, de norte a sur, a través de la invernal Alemania. No volverá a ver su patria hasta casi veinte años después.

En un par de semanas los emigrantes ya se dan unos a otros su dirección en el lago Mayor como si se tratara de un secreto para iniciados. A Remarque se le tiene por un hombre generoso. Cobija a los refugiados, les pone dinero en la mano y les consigue billetes para Italia o Francia. Ernst Toller va a visitarle. También el periodista judío Felix Manuel Mendelssohn está entre los huéspedes. Vive desde hace unos días en su casa. A mediados de abril lo encontrarán muerto en una zanja muy cerca de la finca de Remarque. Fractura de cráneo. ¿Se ha caído? ¿O le han asesinado? Los periódicos suizos hablan de un accidente. Thomas Mann, que lee los comunicados, está seguro: fue un atentado nazi fallido. En la oscuridad los asesinos al joven Mendelssohn «probablemente lo tomaron por Remarque».

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1. Subgénero cinematográfico de la llamada comedia romántica, en el que se satirizaban las historias de amor tradicionales. Fue muy popular en Estados Unidos desde principios de la década de los 30 y hasta finales de los 40 del siglo XX. (Todas las notas son de la traductora).

2. Famoso teatro berlinés situado en la calle Schiffbauerdamm, la orilla derecha del río Spree. Se inauguró en 1892 con una obra teatral en verso de Johann Wolfgang von Goethe, Ifigenia en Tauride.

3. Wittstock emplea con frecuencia el término «völkisch», de difícil traducción, pues puede significar «populista», «folclórico», «popular», «racista», «patrio», «nacionalista», etcétera. En general, y aunque en alemán existe el término «populistisch», que el autor utiliza también un par de veces, lo hemos traducido por «populista» y en alguna ocasión, cuando el contexto lo exigía, por «patrio», «popular» o «racista».

4. Legendario conjunto de cabaret político que presentó su primer programa en el Bonbonnière de Múnich, cerca de la Hofbräuhaus, el 1 de enero de 1933. El nombre de «Kabarett» se aplica tanto a la compañía artística como al local en el que actúa.

5. KPD (Partido Comunista Alemán) y NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán). A partir de ahora y respectivamente, Partido Comunista y Partido Nacionalsocialista, excepto cuando sea oportuno mantener el nombre completo para mayor claridad o se trate de una cita literal.

6. La UFA o Universum Film AG (AG es la sigla de Aktiengesellschaft, es decir, «sociedad anónima») nació en 1917 de la unión de varias empresas alemanas del sector del cine. Fue el estudio cinematográfico más importante de Alemania durante la República de Weimar, responsable de obras maestras del cine mudo como Nosferatu, El gabinete del doctor Caligari, El doctor Mabuse, Los nibelungos o Fausto, y de otros éxitos como El ángel azul, primera película en lengua alemana, que lanzó a la fama a Marlene Dietrich. Cuna de directores como Friedrich W. Murnau, Robert Wiene, Josef von Sternberg, Fritz Lang, Ernst Lubitsch, Max Ophüls o Douglas Sirk, la represión nazi liderada por el ministro de Propaganda Joseph Goebbels hizo que la mayoría de esos profesionales emigraran, sobre todo a Estados Unidos. Al integrarse en la industria de Hollywood, la «fábrica de sueños» estadounidense pasó de ser una competidora a beneficiarse de su talento.

7. Fundado en 1875 como Partido Socialista Obrero de Alemania, en 1890 pasó a llamarse Sozialdemokratische Partei Deutschlands (SPD). Se definía como obrero, revolucionario y de ideología marxista. Actualmente —y desde 1959— el SPD defiende la economía de mercado. En el libro, a partir de ahora y excepto cuando se trate de una cita literal, Partido Socialdemócrata.

8. Probablemente una barra de bar que imitaba la parte frontal de una aeronave con su hélice («Propeller»), como alguna de la época que se conserva.

9. En alemán, «Theaterberserker». Los berserkers eran guerreros vikingos que entraban en combate bajo trance hipnótico y de esa forma eran casi insensibles al dolor. Se dice que a estos luchadores salvajes, fuertes como osos, no había fuego ni acero que los detuviera. Un «Theater-Berserker» sería un «gigante del teatro». Más adelante, Wittstock emplea otra vez el término para calificar a Heinrich George de «gigante del escenario» («Bühnenberserker»).

10. Notabitur, «examen de emergencia» (llamado también Kriegsabitur, «examen de guerra») que se estableció en Alemania en las dos guerras mundiales para que los alumnos de los institutos pudieran aprobar antes el examen final y así tener vía libre para alistarse como voluntarios.

11. Los nazis, obsesionados con la naturaleza y la ecología, abusaron del término «asfalto» para referirse a todo lo que consideraban metropolitano y, por tanto, desarraigado: democracia de asfalto, intelectualismo de asfalto, cultura de asfalto, prensa de asfalto, literato judío de asfalto, etcétera. El filólogo Victor Klemperer, en su cuaderno de notas (LTI. La lengua del Tercer Reich, Minúscula, 2001), sitúa el primer uso metafórico de la palabra en la poesía naturalista de hacia 1890. Joseph Goebbels utilizó el término en su discurso del 10 de mayo de 1933 a propósito de la quema de libros en la plaza de la Ópera de Berlín y así lo popularizó. En la llamada literatura de asfalto se incluyeron las obras de, entre otros muchos autores, Alfred Döblin, Bertolt Brecht, Lion Feuchtwanger o Erich Kästner. Todos ellos aparecen en este libro y fueron perseguidos por el Tercer Reich.

Gobierna el infierno

Lunes 30 de enero

Joseph Roth no quiere esperar a las noticias. Ya por la mañana se marcha a la estación y toma el tren a París. Despedirse de Berlín le resulta fácil. Hace años que trabaja como reportero para el Frankfurter Zeitung. Estar siempre de viaje se ha convertido para él en una costumbre. Hace años que vive en hoteles o pensiones. «Creo», escribió en una ocasión con cierta arrogancia, «que no podría escribir si tuviera una residencia fija».

Hace cuatro meses, a finales de septiembre de 1932, se publicó La marcha Radetzky de Roth. Una novela magistral que, como Los Buddenbrook de Thomas Mann, narra la decadencia de una familia a lo largo de varias generaciones: la de los Trotta, que prosperan bajo el reinado de Francisco José I, el emperador de Austria-Hungría, y se extinguen con él en la Primera Guerra Mundial. Es uno de sus libros más importantes. Roth ha trabajado duro en él y por tanto tiene motivos para abstenerse de hacer declaraciones políticas, no enemistarse con nadie y no poner en peligro la venta de la novela en Alemania.

Pero la prudencia táctica no se encuentra entre sus talentos. En asuntos de moral tiende a tomar decisiones radicales. Tal vez también se deba a una querencia oculta a la autodestrucción. Cuando se trata de los nazis, Roth no está dispuesto a morderse la lengua. Quiere luchar contra ellos, sin condiciones, incluso sabiendo que son infinitamente más poderosos: «Hay que abandonar toda esperanza, definitiva, serena, enérgicamente, como corresponde». En una de sus cartas desde París le escribe a Stefan Zweig: «A estas alturas le habrá quedado claro que nos enfrentamos a grandes catástrofes. Aparte de las privadas —nuestra existencia literaria y material está destruida—, todo conduce a una nueva guerra. No doy un céntimo más por nuestra vida. Hemos logrado que gobierne la barbarie. No se haga ilusiones. Gobierna el infierno». La iniciativa de Roth no apunta a la supervivencia. Va a la batalla, armado con lápiz y papel y firmemente convencido de su destrucción.

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Relevo de la guardia entre periodistas. Joseph Roth abandona la ciudad. Llega Egon Erwin Kisch. Una vez más rinde todos los honores al apodo de «reportero frenético» que se ha puesto a sí mismo. El año pasado estuvo en la China desgarrada por la guerra civil. Vio algunos de los lugares más miserables que hay allí. Visitó un asilo de ancianos para antiguos eunucos imperiales. Se encontró en la calle con las mendigas desamparadas a las que ni siquiera aceptan en el gremio de los indigentes. Le mostraron el hospicio de tuberculosos para jóvenes obreras, aún medio niñas, que aguardan la muerte sin esperanza. Después viajó a Moscú, donde con febril precipitación registró sus experiencias en el libro China secreta. Y enseguida volvió a ponerse en marcha para estar hoy presente durante el ascenso al poder de Hitler en Alemania.

Kisch es una celebridad mundial. Incluso en China —es lo que dice él— le reconocían, aunque sus libros no están traducidos a ninguna de las lenguas del país. Es un judío de Praga. Pertenece, como Kafka y Rilke, a la minoría de lengua alemana de la ciudad. Le gusta hacer de sí mismo el personaje central de sus historias y da a los lectores la sensación de encontrarse codo con codo con él en los escenarios más importantes del mundo. Tiene una gran habilidad para caracterizarse como la quintaesencia del aventurero y del hombre duro: siempre en movimiento hacia algún foco de crisis o campo de batalla, siempre fumando como un carretero, siempre tras la pista de algún secreto, empleando métodos al borde de la ley.



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