Feminismo de barrio - Mikki Kendall - E-Book

Feminismo de barrio E-Book

Mikki Kendall

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Beschreibung

Una crítica potente y electrizante del movimiento feminista actual que anuncia una nueva voz del feminismo negro. El movimiento feminista actual tiene un punto ciego evidente y, paradójicamente, son las mujeres. Las feministas de la corriente principal rara vez hablan de la satisfacción de las necesidades básicas como una cuestión feminista, sostiene Mikki Kendall, pero la inseguridad alimentaria, el acceso a una educación de calidad, los barrios seguros, un salario digno y la atención médica son cuestiones feministas. Sin embargo, a menudo la atención no se centra en la supervivencia básica de la mayoría sino en el aumento de los privilegios de unos pocos. El hecho de que las feministas se nieguen a dar prioridad a estas cuestiones no ha hecho más que exacerbar el viejo problema tanto de las discordias internas como de las mujeres que se nieganl lamarse como tal. Además, las feministas blancas prominentes sufren en general de su propia miopía con respecto a cómo cosas como la raza, la clase, la orientación sexual y la capacidad se cruzan con el género. ¿Cómo podemos ser solidarias como movimiento, se pregunta Kendall, cuando existe la clara posibilidad de que algunas mujeres estén oprimiendo a otras? En su mordaz colección de ensayos, Mikki Kendall apunta a la legitimidad del movimiento feminista moderno argumentando que ha fracasado crónicamente a la hora de abordar las necesidades de todas las mujeres excepto unas pocas. Basándose en sus propias experiencias con el hambre, la violencia y la hipersexualización, junto con comentarios incisivos sobre la política, la cultura pop, el estigma de la salud mental, y mucho más, 'Feminismo de barrio' ofrece una acusación irrefutable de un movimiento en proceso de cambio. Un debut inolvidable, Kendall ha escrito una feroz llamada de atención a todas las aspirantes a feministas para que hagan realidad el verdadero mandato del movimiento con palabras y con hechos.

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Introducción

Mi abuela nunca se describió como feminista. Nacida en 1924, después de que las mujeres blancas consiguieran el derecho a voto, pero criada en plena segregación racial bajo las leyes Jim Crow, mi abuela no veía aliadas ni hermanas en las mujeres blancas. Ella creía a pies juntillas en ciertos roles de género, y no tenía paciencia para andar debatiendo sobre la incorporación de la mujer al mundo laboral cuando surgió el tema después de la Segunda Guerra Mundial. Había trabajado desde siempre, como lo habían hecho sus antepasadas antes que ella, y cuando mi abuelo quiso que dejara de trabajar fuera de casa para ser él el principal sostén económico de la familia, a ella le pareció lo más lógico del mundo. Porque estaba cansada y porque le daba lo mismo trabajar en casa cuidando de sus hijas que cuidando niños ajenos. Tal y como ella lo veía, todas las mujeres tenían que trabajar. La diferencia estaba en la cantidad de trabajo y el lugar. Además, como muchas otras mujeres en esa época, tenía otros medios para ganar dinero desde casa, creativos y a veces directamente ilegales, y no dudaba en ponerlos en práctica cuando la necesidad apretaba.

Decretó que sus cuatro hijas, que le dieron seis nietos en total, estudiaran, lo mismo que lo decretó para cualquiera; daba igual que fuera un primo, una amiga o un vecino del barrio. Su respuesta para casi todo era: «Ve a la escuela». En la familia a nadie se le ocurrió la posibilidad de abandonar los estudios, no solo por temor a su ira, sino porque su sabiduría era digna de respeto. La secundaria era obligatoria, la universidad era más que aconsejable y daba igual que fueras chico o chica. Al igual que creía que todo el mundo tenía que trabajar, pensaba que todo el mundo debía tener una educación, sin importar mucho cómo lo consiguieras o lo lejos que llegaras con tal de que supieras cuidar de ti misma.

Mi abuela continúa siendo —a pesar de sus esfuerzos inútiles por tratar de hacer de mí una señorita— una de las mujeres más feministas que he tenido el placer de conocer y, sin embargo, ella nunca se identificó con esa etiqueta. Ya que gran parte del discurso de las feministas de su época estaba plagado de suposiciones racistas y clasistas sobre las mujeres como ella, prefería concentrarse en lo que sí podía controlar, y desdeñaba abiertamente gran parte de la retórica feminista. No obstante, vivía su propio feminismo, y sus ideales eran semejantes a los postulados mujeristas sobre el bienestar individual y comunitario.[1]

Me enseñó que ser capaz de sobrevivir, de cuidar de mí misma y de mis seres queridos era más importante que parecer respetable. El feminismo, definido según las prioridades de las mujeres blancas, dependía de la disponibilidad de mano de obra barata en el hogar, suministrada por las mujeres de color. Trabajar en la cocina de una mujer blanca no ayudaba en nada a otras mujeres. Esos trabajos nunca habían faltado, nunca habían estado bien remunerados y siempre habían sido peligrosos. La libertad no consistía en hacer el mismo trabajo a cambio de una ínfima posibilidad de tener acceso a unas oportunidades que probablemente nunca llegarían. Que a las mujeres blancas les fuera mejor no era, ni sería después, el camino hacia la libertad para las mujeres negras.

Mi abuela me enseñó a ser crítica con cualquier ideología que afirmase que querían lo mejor para mí si quienes la enarbolaban no me preguntaban qué quería o qué necesitaba yo. Me enseñó a desconfiar. Lo que no comprenden las personas progresistas que ignoran la historia es que la desconfianza se enseña, igual que el racismo. Especialmente en los hogares como el mío, donde las dos generaciones anteriores habían vivido las leyes segregacionistas de la era Jim Crow, el COINTELPRO, el reaganismo y la «guerra contra las drogas»,[2] se les enseñaba a los niños desde bien pronto a no meterse en problemas. La poli te acosaba, pero nunca te protegía cuando había violencia en el vecindario, por lo que no necesitábamos lecciones de gente de fuera sobre qué era lo que no funcionaba en nuestra cultura y nuestra comunidad. Lo que necesitábamos era que se pusieran en marcha los privilegios económicos y raciales de los que carecíamos para protegernos. Mirar con escepticismo a quienes te prometen que se preocupan por ti pero no hacen nada por ayudarte es una lección de vida que puede serte útil cuando tu identidad te convierte en un objetivo. Ser de la clase media no equivale a tener un escudo mágico que te proteja por completo de las consecuencias de tener un cuerpo criminalizado solo por existir.

Si te ven como una buena chica es probable que sirva de algo; es alguien que valora encajar, que acepta el statu quo. Hay recompensas, aunque menores, para quienes se asimilan al paradigma de la clase media, personas que aparentan respetabilidad y ninguna tosquedad. Yo nunca he pertenecido a ese grupo, tampoco pretendo evaluar ni juzgar a quienes sí encajan en ese molde. Ya he aceptado que nunca encajaré, ni siquiera si logro pulir todas mis asperezas. Me da igual no estar a la altura de las expectativas de una gente a la que no le gusto. Disfruto sabiendo que mis decisiones no son aceptables para cualquiera. Mi feminismo no vale para aquellas que están cómodas con el statu quo porque ese camino no conduce a la igualdad de las chicas como yo.

Cuando era niña pensaba que si era buena, si me comportaba como una señorita, entonces podría mantenerme a salvo del sexismo, del racismo y de otras violencias. Después de todo, mi abuela estaba tan decidida a que lo fuera que tenía que significar algo. Pero descubrí que ser así no me ofrecía ninguna protección, que la gente lo tomaba como una señal de debilidad y que, si quería hacer algo además de sobrevivir, tenía que defenderme. Las buenas chicas eran refinadas, calladas y nunca se ensuciaban la ropa, mientras que las chicas malas chillaban, peleaban y, aunque no siempre lograran detener a su agresor, sí que podían hacer que lamentara haberlas atacado. Intentar ser buena era aburrido, frustrante y en ocasiones incluso perjudicial para mi bienestar.

Aprender a defenderme, estar dispuesta a correr el riesgo de ser una chica mala, fue parte de la curva ascendente de aprendizaje. Pero, como con tantas otras cosas, aprendí a levantarme incluso cuando hubo gente convencida de que debía conformarme con quedarme sentada. Ser buena siendo mala ha sido pavoroso, divertido, gratificante y, sobre todo, el único camino posible para mí. Descubrí que ser una niña problemática significaba que podía convertirme en una adulta que se saliera con la suya y lograra cosas, porque no estaba pendiente de complacer a los demás a mi costa. Mi abuela era sabia para su época, pero no se le daba bien juzgar lo que me convenía. Se aferraba a sus ideales de la clase media; para ella ser una buena chica había sido la vía hacia la seguridad. A mí no me sirvió para prepararme, gracias a mi comunidad aprendí sobre la marcha a abrirme camino en el mundo exterior, fuera de la burbuja que ella había intentado crear para mí. No me avergüenzo de mis orígenes: el barrio me enseñó que el feminismo es algo más que teoría crítica. No consiste en decir las palabras adecuadas en el momento adecuado. El feminismo es el trabajo que tú haces y por quién lo haces, eso es lo más importante.

Las críticas al feminismo dominante tienden a atraer más la atención cuando provienen del exterior, pero la verdad es que los conflictos internos hacen que el feminismo crezca y resulte más efectivo. Los textos de este feminismo dominante tienen un problema fundamental: su forma de determinar qué cuestiones y problemas debe abordar el feminismo. Rara vez se habla de las necesidades básicas como una cuestión feminista. Problemas como la inseguridad alimentaria, el acceso a una educación de calidad, la atención médica, unos vecindarios seguros y unos sueldos dignos también son cuestiones feministas. En lugar de crear un marco destinado a que las mujeres consigan tener cubiertas sus necesidades básicas, estos textos a menudo se centran en fomentar el privilegio, no la supervivencia. Para ser un movimiento que supuestamente representa a todas las mujeres, se centra demasiado en aquellas que ya tienen todas sus necesidades resueltas.

Como le pasa a la mayoría o a todas las mujeres marginalizadas que trabajan con cuestiones feministas en el seno de su comunidad incluso cuando no usan esa terminología, mi feminismo emana del conocimiento de que la raza, el género y la clase influyen en cómo me educan, cómo recibo tratamiento médico, el dinero que gano y el tipo de empleo que tengo, aparte de cómo esos factores provocan que las figuras de autoridad me traten de determinada manera.

A través del recuerdo de un monitor de campamento blanco que se negaba a creer que mi vocabulario incluyera palabras como «lúcido» o de las microagresiones que experimento en mi día a día, sé que ser una chica negra del South Side de Chicago hace que la gente asuma ciertas cosas sobre mí. Lo mismo le sucede a cualquiera que exista fuera de los márgenes normativos y artificiales de la clase media, a las personas que no son blancas, ni heterosexuales, ni delgadas, ni con discapacidad, etc. Todas tenemos que vivir en el mundo que nos ha tocado, no en el que nos gustaría, y eso hace que el feminismo idealizado se centre en las preocupaciones de aquellas que acaparan más parcelas de privilegio.

Esta experiencia no significa que yo me tenga por una persona tan fuerte que no necesita para nada los sentimientos, ni creo que haya nadie así. Soy una persona fuerte, soy una persona con defectos. No soy una supermujer. Tampoco soy el estereotipo de mujer negra fuerte. Nadie puede vivir plegándose a estos estereotipos racistas que hacen de la mujer negra un ser fuerte que no necesita ayuda, ni protección, ni cuidados, ni interés. Esos estereotipos anulan a las mujeres negras reales y sus problemas reales. De hecho, incluso los tópicos más «positivos» sobre las mujeres de color son dañinos precisamente porque nos deshumanizan, e invisibilizan el daño que nos hacen quienes dicen preocuparse por nosotras, pero que muestran a través de sus acciones que no respetan nuestro derecho a decidir lo que se hace en nuestro beneficio.

Soy feminista. O casi. Soy una cabrona. O casi. Digo estas cosas porque son ciertas y, cuando lo hago, me suelen reprochar que mi forma de hacerlo no es agradable. Y es cierto: no soy una persona agradable. Soy (a veces) una persona amable. ¿Pero agradable? De eso nada, a menos que trate con gente a la que quiero, con gente mayor o con niñas o niños pequeños. ¿Cuál es la diferencia? Siempre estoy dispuesta a ayudar a quien lo necesite, tanto si son personas conocidas como si no. Pero ser agradable implica más que ayudar: es pararse a escuchar, a conectar, ser cuidadosa eligiendo las palabras. Reservo eso para la gente que es agradable conmigo o para quien sé que lo necesita por sus circunstancias.

En los círculos feministas hay mujeres agradables, diplomáticas, que saben tranquilizar a las demás con una personalidad cálida que les permite asumir la mierda ajena sin rechistar. Ellas tienen su camino, en general creo que se las arreglan bien. Pero mi camino es diferente. Soy la feminista a la que la gente recurre cuando ser dulce no basta, cuando decir las cosas con amabilidad, una y otra vez, no funciona. Soy la feminista que se planta en una reunión diciendo: «Eh, la estáis cagando por esto y por esto», y las feministas agradables fingen escandalizarse ante la rudeza de mis palabras. Ellas calman los ánimos, le dicen a la gente que entienden perfectamente por qué mis palabras les han molestado y, cuando surge la pregunta inevitable —«Ha herido nuestros sentimientos, pero tiene razón: ¿cómo hacemos con este compañero de trabajo, con nuestra comunidad, con nuestra empresa?»—, las mismas voces feministas amables repiten lo mismo que antes decían sin llegar a convencer.

Pero ahora la gente las escucha, porque mis gritos hacen que la gente asome la cabeza del hoyo. Después de muchos aspavientos sobre mis malas formas, solo les queda reconocer que han perjudicado a alguien, que no han sido tan buenas, tan atentas ni tan generosas como creían que habían sido todo este tiempo. De eso va este libro. No va a ser una lectura cómoda, pero será una oportunidad de aprender para aquellas que están deseando hacer el trabajo duro. No he escrito este libro para que sea fácil de leer, ni tampoco pretendo que sea una declaración de que las problemáticas de las comunidades marginalizadas no tienen solución, pero problemas como el racismo, la misogynoir[3] o la homofobia no van a desaparecer por mucho que los ignoremos. Ni tengo ni finjo tener todas las respuestas. Lo que sí deseo con firmeza es desplazar la conversación sobre la solidaridad y el movimiento feminista en una dirección que reconozca que una aproximación interseccional al feminismo es clave para mejorar las relaciones entre comunidades de mujeres, de manera que pueda darse un cierto grado de solidaridad auténtica. Ignorar no es igualitario, y menos en un movimiento cuyo argumento principal es que representa a la mitad de la población mundial.

Primero aprendí feminismo fuera de la universidad. La torre de marfil casi se veía desde mi porche, pero aunque alcanzarla fuera la supuesta meta, la interacción entre el estudiantado, el personal de la Universidad de Chicago y la gente de mi barrio, Hyde Park, era mínima. Entre la universidad, que advertía a sus estudiantes que no se inmiscuyeran en el barrio, y la falta de información sobre el acceso a las oportunidades que la universidad ofrecía a gente que no éramos nosotras, la torre de marfil bien podría haber estado en la luna. Conseguir trabajo allí como cuidadora, como vigilante o en los comedores era relativamente sencillo, pero ¿qué pasaba con lo demás? La vía no estaba clara. El feminismo que la Universidad de Chicago ofrecía a las mujeres negras de pocos recursos que vivían en el barrio podía estar sacado de una escena de la película Criadas y señoras. La idea de que podíamos tener aspiraciones más allá de servir las necesidades de quienes habían nacido con un nivel socioeconómico más alto no se le había pasado por la cabeza prácticamente a nadie; para una minoría que estaba decididamente a favor de la igualdad, el precio para acceder era la respetabilidad. Era como conseguir el billete dorado de Willy Wonka, y aun así tenías más probabilidades de que te tocara uno para la fábrica de chocolate que para la universidad.

Hyde Park ha cambiado mucho; ha ido a mejor en materia de servicios a medida que la población ha aumentado, pero ha ido a peor a nivel económico, ya que la gentrificación conlleva la subida de los precios de la vivienda y la expulsión de la gente que más necesita esos servicios. Los recursos para las personas residentes no paran de crecer mientras que los residentes de larga duración se ven obligados a marcharse. En la actualidad, la universidad es un poco más receptiva a la gente del barrio, pero sobre todo quiere ser accesible para quienes pertenecen (o aspiran a pertenecer) a la clase media o la clase alta. No sé cómo tratará el nuevo Hyde Park a los residentes de siempre que continúan siendo trabajadores pobres, pero por ahora todo apunta a más control policial y a una aplastante falta de interés por mantener la zona como un espacio de convivencia para personas de distinta etnicidad y poder adquisitivo.

En la actualidad, aunque me reciben bien por tener título universitario y, de hecho, he dado varias charlas en la Universidad de Chicago, dudo que la chica que fui fuera capaz de ver la torre de marfil, porque la gentrificación me habría expulsado lejos de esta preciosa zona. Hasta que fui a la Universidad de Illinois pensaba que los textos feministas no tenían utilidad para la vida, sino que formaban parte del mismo canon literario que el resto de los libros de la biblioteca, que reflejaban un mundo al que yo no tenía acceso. Con algunas excepciones, predominaban los textos feministas que describían a chicas como yo, no los escritos por chicas como yo. Cuando tuve los medios para contraponer el feminismo y el mujerismo (el primero ofrecía mucha palabrería y poca práctica igualitaria, el segundo más igualdad, pero sin propiciar la inclusión de trabajadoras sexuales o mujeres que traficaban con drogas como forma de pagar las facturas y como forma de vida), ninguno parecía encajar del todo ni conmigo ni con mis objetivos. Las chicas como yo éramos objeto de conversaciones en las que nunca participábamos, porque éramos un problema que solucionar, no personas de pleno derecho.

Este libro va sobre la salud de toda la comunidad, pero pone especial atención en apoyar a sus miembros más vulnerables. Repasa las experiencias de las mujeres marginalizadas y expone los temas que afectan a la mayoría de las mujeres, no los que afectan a unas pocas —la práctica habitual hasta la fecha de las feministas—, porque abordar esos temas más amplios es fundamental para alcanzar la igualdad entre todas.

Este libro explica que si una mujer pobre pugna por llevar comida a la mesa, si una mujer de barrio lucha por mantener los colegios abiertos, si una mujer rural lucha por tomar las decisiones más básicas sobre su cuerpo, todos sus problemas son cuestiones feministas y deben ser ejes fundamentales de este movimiento. Investigo por qué, incluso cuando se tratan estos temas, rara vez se hace desde la posición de las más afectadas. Por ejemplo, cuando hablamos de la cultura de la violación, casi siempre se hace referencia a las violaciones potenciales de las adolescentes de los barrios residenciales, no a los altos índices de acoso sexual y maltrato que sufren las mujeres nativas americanas y las mujeres de Alaska. El maltrato a las trabajadoras sexuales, cis y trans es completamente invisible porque no son el tipo de víctimas «adecuadas». El feminismo en el barrio es para todo el mundo, porque todas lo necesitamos.

[1]El término mujerismo(womanism) fue acuñado por la escritora negra Alice Walker a finales de 1979 en uno de sus relatos. En el contexto social estadounidense, se ha considerado en ocasiones una alternativa al feminismo (dominado tradicionalmente por mujeres blancas de clase media) que tiene en cuenta la realidad, la experiencia y las historias de las mujeres negras. (N. de la T.).

[2]COINTELPRO fue el programa de contrainteligencia que llevó a cabo el FBI de manera encubierta e ilegal entre 1956 y 1971 destinado a vigilar, desactivar y desacreditar diferentes movimientos civiles y organizaciones considerados subversivos, entre ellos el Black Power o las movilizaciones contra la guerra de Vietnam. Las políticas económicas de Reagan perjudicaron especialmente a las familias negras al criminalizar la pobreza. Se conoce como «guerra contra las drogas» (war on drugs) la campaña global que lanzó Nixon en 1971 para luchar contra el tráfico y el consumo de drogas. Una de sus consecuencias fue la criminalización de las personas negras como presuntas consumidoras y traficantes de heroína. (N. de la T.).

[3]Término acuñado por la teórica negra y queer Moya Bailey que hace referencia a la misoginia contra las mujeres negras. (N. de la T.).

La solidaridad sigue siendo

cosa de blancas

A medida que los debates sobre el cambio de apellido, el vello corporal y la mejor forma de llegar a ser primera ejecutiva de una compañía han tomado el protagonismo en el discurso feminista contemporáneo, no resulta difícil comprender que haya gente que cuestione la legitimidad de un movimiento de mujeres que solo sirve a los reducidos intereses de las mujeres blancas de clase media y alta. Mientras tanto, los problemas a los que se enfrentan las mujeres marginalizadas no han hecho más que aumentar, pero cuestiones como la inseguridad alimentaria, la educación y la atención sanitaria —más allá de las necesidades reproductivas más básicas— apenas aparecen en la agenda feminista. Ya es hora de que mantengamos una conversación con más matices, más inclusiva, más interseccional, que refleje las preocupaciones de todas las mujeres, no solo de un puñado de privilegiadas.

En 2013, cuando puse en marcha el hashtag #solidarityisforwhitewomen, que quería demostrar que los llamamientos a la solidaridad del feminismo dominante se centraban no solo en los problemas, sino en el bienestar de las mujeres blancas de clase media a expensas de otras mujeres, muchas feministas blancas afirmaron que yo estaba creando división y que alimentaba la lucha interna, en lugar de reconocer que el problema era real y no se solucionaría solo. Argumentaban que airear los supuestos trapos sucios en público no era forma de arreglar el feminismo. Pero, desde su concepción, el feminismo dominante ha insistido en que hay mujeres que tendrán que esperar más para alcanzar la igualdad, que una vez que un grupo (las mujeres blancas, casi siempre) logre la igualdad, entonces abrirá el camino a todas las demás. Sin embargo, cuando llega la hora de la verdad, el feminismo blanco dominante suele fallar a las mujeres de color. El feminismo blanco puede aceptar nuevas cotas de poder, puede considerar una prioridad el número de directoras ejecutivas, pero falla cuando no da la cara por las mujeres negras a las que nadie contrata por su nombre o que son despedidas por su peinado. Guarda silencio cuando los colegios discriminan a las niñas de color. Ya sea porque prioriza a las mujeres blancas incluso cuando las mujeres de color sufren más riesgos, o porque ignora por completo las cuestiones que más afectan a estas, el feminismo blanco tiende a olvidar que un movimiento que afirma ser para todas las mujeres ha de reconocer los obstáculos que sufren las mujeres no blancas.

Las mujeres trans suelen ser ridiculizadas o ignoradas, mientras algunas reconocidas voces feministas repiten como loros las palabras de los conservadores fanáticos, que defienden que el género es biológico y que se nace mujer, en lugar de considerarlo un constructo social fluido y a menudo arbitrario. Las mujeres trans de color, que son objeto de violencia recurrente, ven estadísticas que reflejan que su realidad se enarbola para impulsar la idea de que todas las mujeres se enfrentan al mismo tipo de peligros. Pero el apoyo de las feministas blancas a las cuestiones que tienen un impacto directo en las vidas de las mujeres trans siempre ha sido mínimo, si es que alguna vez existió. Desde causas tan básicas como el acceso a los baños públicos o la protección en el trabajo, son pocas las voces del feminismo blanco que denuncian las políticas y las leyes transexcluyentes. Ver el feminismo como una opción de talla única es perjudicial, porque aliena a las personas a las que debería servir, no logra apoyarlas. Muchas mujeres de color nos sentimos aisladas cuando se prioriza género sobre raza o cuando se considera que el patriarcado dota a todos los hombres del mismo poder.

Cuando los obstáculos a los que te enfrentas varían debido a cuestiones raciales o de clase, tus prioridades también cambian. Al fin y al cabo, para las mujeres que pugnan por tener un techo, comida y ropa no es cuestión de esforzarse más en el trabajo. Ellas también apoyan, pero no buscan la igualdad de salarios o la oportunidad de «tenerlo todo». Su búsqueda de la igualdad salarial comienza por la igualdad de oportunidades y de acceso a la educación. Necesitan que el feminismo reconozca que todo lo que afecta a las mujeres es susceptible de ser una cuestión feminista, se trate de seguridad alimentaria, de acceso al transporte, de colegios o de salarios dignos. ¿Significa que todas las feministas deben asistir a todos los eventos o conocer los detalles de cada lucha? No.

Significa que cuando las feministas aborden cualquier problema deberían tener en cuenta cómo afecta ese problema a cada mujer según su situación socioeconómica. Los debates laborales, por ejemplo, deberían asumir que trabajar para sobrevivir es un hecho para muchas mujeres. No podemos dejar que las políticas de respetabilidad (a saber, un intento de que los grupos marginalizados supervisen internamente a sus miembros para que estos encajen en las normas de la cultura dominante) generen la impresión de que solo algunas mujeres merecen respeto o protección. Las narrativas de la respetabilidad no nos ayudan a afrontar las necesidades de las trabajadoras sexuales, de las mujeres encarceladas o de cualquiera que haya tenido que enfrentarse a decisiones difíciles en la vida. Ninguna mujer tiene que ser respetable para ser válida. No podemos exigir que las personas trabajen para vivir, y exigir que sean dignas de respeto solo si trabajan y si no desafían las ideas anticuadas sobre los derechos de las mujeres a controlar sus cuerpos. El feminismo dominante suele asumir que, para que su trabajo importe, las mujeres deben seguir una trayectoria laboral dictada por hombres blancos cisgénero. Todas, sin importar si necesitamos cuidados, si somos amas de casa o si somos trabajadoras sexuales, importamos y merecemos ser respetadas, estemos en casa o en una oficina.

Esta tendencia que asume que todas las mujeres están experimentando las mismas luchas nos ha conducido a un lugar donde la salud reproductiva se trata como si fuera el ámbito exclusivo de las mujeres cisgénero, excluyendo a trans, intersexuales u otros cuerpos no normativos que no encajan en la idea trasnochada de que los genitales condicionan el género. Sí, se puede ser mujer sin útero. Las estadísticas de igualdad laboral proyectan la idea de que todas las mujeres obtienen setenta centavos por cada dólar que ganan los hombres, cuando en realidad solo las mujeres blancas ganan eso, pues las mujeres de color ganan menos que ellas. Las políticas de discriminación positiva (también las impulsadas por mujeres blancas) se basan en la idea de que las mujeres de color salen más beneficiadas, aunque la realidad es que las mujeres blancas se benefician más de la mayoría de las medidas de discriminación positiva. La triste realidad es que, aunque las mujeres blancas sean un colectivo oprimido, ostentan más poder que cualquier otro colectivo de mujeres y, por tanto, tienen el poder para oprimir a hombres y mujeres de color.

El mito de la mujer negra fuerte ha dado lugar a que las mujeres blancas crean que no pasa nada si tenemos que esperar a ser iguales que ellas, porque ellas lo necesitan más. El hecho de que las mujeres negras sean presuntamente más duras que las blancas significa que estamos construidas para hacer frente a los abusos y la ignorancia, y que nuestras preocupaciones o nuestras necesidades son menos urgentes.

En general, a las mujeres blancas se les enseña que la piel blanca es la opción por defecto, como si la raza fuera algo que pudieran ignorar. Sus problemas para entender que la raza y otras formas de marginalización afectan a la gente surgen muchas veces de la cultura popular; por ejemplo, la cagada épica de Lena Dunham en la serie Girls, de la HBO, protagonizada por un elenco blanco de veinteañeros y veinteañeras de Brooklyn, anunciada como una serie para todas las jóvenes a pesar de que no incluía a ninguna mujer de color. O, en fecha más reciente, la conversación grimosa entre Dunham y Amy Schumer criticando el comportamiento de Odell Beckham Jr. por no interesarse en Dunham ni ligar con ella mientras estaban cenando durante la Gala Met.

Por algún motivo, el hecho de que Beckham estuviera absorto en su teléfono significaba que estaba juzgando el atractivo de Dunham, no que estuviera distraído con otras cosas. A pesar de que nunca dijo una palabra negativa, se vio arrastrado a su narrativa personal, en parte porque se daba por hecho tácitamente que le debía algo a una mujer blanca que quería atraer su atención. No, no espero que Dunham, Schumer u otras feministas como ellas escuchen a mujeres negras u otras mujeres de color. Para las personas blancas no es algo innato, pero para las feministas blancas que están acostumbradas a callar a los hombres puede ser muy difícil entender que tienen el poder de oprimir a un hombre. Pero eso no cambia la historia de todos los hombres negros que han sido demonizados o asesinados por expresar algún interés por mujeres blancas. Tampoco cambia el impacto negativo que todavía tienen las lágrimas de una mujer blanca en la carrera de un hombre negro, y también en su vida. El hecho de que Dunham se disculpara y dijera que no pretendía hacer nada malo carece de sentido. El daño estaba hecho y sus comentarios racistas le granjearon a Beckham varios días de apariciones en los medios por críticas imaginarias al cuerpo de Dunham.

Cuando el feminismo blanco ignora la historia, cuando ignora que las lágrimas de las mujeres blancas tienen el poder de matar a las personas negras e insiste en que todas las mujeres están en el mismo bando, nada se resuelve. Fíjate en Carolyn Bryant, que mintió cuando afirmó que Emmett Till le había silbado en 1955. A pesar de saber quién lo había matado y que era inocente de cualquier falta de respeto, continuó mintiendo durante cincuenta años más después de que lo lincharan. Aunque su familia afirma que lo lamentó el resto de su vida, continuó ocultando la verdad durante décadas y permitió que los asesinos se libraran de todo castigo. ¿Cómo se reconcilia el feminismo con esa fractura entre colectivos sin abordar el racismo que la provoca?

No hay nada feminista en tener un montón de recursos al alcance de la mano y preferir permanecer ignorantes. No hay nada empoderador ni revelador en decidir que la intención vale más que las consecuencias. Sobre todo cuando tú no vas a experimentarlas, sino que las sufrirá alguien de una comunidad marginalizada.

No ayuda en absoluto que algunas feministas blancas les exijan unilateralmente sororidad a las mujeres de color y lo llamen solidaridad. La sororidad es una relación entre iguales. Cualquiera que tenga hermanas te puede confirmar que lo normal es que se peleen entre ellas o intenten herir sus sentimientos. La familia (sea o no biológica) está para apoyarte. Pero eso no significa que nadie pueda decirte que te equivocas. O que cualquier forma de crítica sea vista como un ataque. Y sí, a veces se emplean palabras duras. Pero somos adultas, somos personas que trabajamos duro, no puedes esperar que tus sentimientos sean el centro de la lucha de otra persona. De hecho, la manera más realista de afrontar la solidaridad es aquella que dicta que a veces no es tu turno de dominar la conversación.

Cuando los fundamentos de la retórica feminista están sesgados por el racismo, la discriminación contra las personas con discapacidad, la transmisoginia, el antisemitismo y la islamofobia, se están usando automáticamente contra las mujeres marginalizadas y contra cualquier concepto de solidaridad. No basta con saber que existen otras mujeres con experiencias diferentes, también debes comprender que ellas tienen su propio feminismo basado en esa experiencia. Ya sea con el argumento de que las mujeres que llevan hiyab deben ser «salvadas», o con argumentos sobre justicia reproductiva que aducen que tener un bebé con discapacidad es inadmisible, la realidad es que el feminismo no puede servir para marginalizar. Si las representantes de un movimiento de liberación se oprimen las unas a las otras, ¿qué progresos puede hacer ese movimiento sin antes arreglar ese problema interno?

El feminismo no puede basarse en sentir lástima por mujeres que no tuvieron acceso a los colegios adecuados ni las mismas oportunidades, ni convertirlas en proyectos objeto de estudio, ni exigirles una mayor respetabilidad a cambio de hacerlas plenamente partícipes del movimiento. La respetabilidad no ha salvado a las mujeres de color del racismo; tampoco salvará a ninguna mujer del sexismo o de la misoginia. Y sin embargo las feministas blancas ignoran su conducta nociva y prefieren centrarse en el enemigo externo. No obstante, «el enemigo de mi enemigo es mi amigo» no es más que un cliché: en realidad, el enemigo de mi enemigo puede ser también mi enemigo. Estar atrapada entre grupos que te odian por distintos aspectos de tu identidad implica que ninguna mujer está a salvo.

¿Cómo vamos a afrontar una realidad mucho más compleja sin que esta nos arrastre? Para empezar, todas las feministas, sin importar su procedencia, debemos expresar nuestros deseos a nuestras posibles aliadas. Y cuando actuamos como aliadas, las feministas deben estar dispuestas a escuchar y respetar a aquellas a quienes aspiran a ayudar. Cuando la solidaridad está en construcción no hay mitos salvadores que valgan. La solidaridad no es para todas —no es realista pensar que pueda incluir a todo el mundo—, por eso la respuesta quizá sea establecer metas comunes y trabajar de manera colaborativa. Cuando somos copartícipes hay espacio para la negociación, el compromiso e incluso, a veces, para la amistad verdadera. Construir estas conexiones lleva tiempo, esfuerzo y voluntad para aceptar que algunos espacios no son para ti. Aunque el hashtag #solidarityisforwhitewomen surgió de un problema particular dentro de la comunidad feminista virtual en ese momento, alude a un problema mucho mayor: qué significa mostrar solidaridad en un movimiento que supuestamente aglutina a todas las mujeres cuando existe una alta probabilidad de que algunas estén oprimiendo a otras. En resumen, la realidad es que las mujeres blancas pueden oprimir a las de color, que las mujeres hetero pueden oprimir a las lesbianas, que las mujeres cis pueden oprimir a las mujeres trans, y así sucesivamente. Y esas identidades no son compartimentos estancos; a veces se solapan, de la misma manera que las mujeres se ayudan o se perjudican las unas a las otras bajo el paraguas del feminismo.

Se tiende a debatir quién es una «auténtica» feminista basándose en sus inclinaciones políticas, su procedencia, sus acciones e incluso los tipos de medios que crea o que consume. Es la clase de debate que acribilla a Beyoncé o a Nicki Minaj por su atuendo y las acusa de no ser lo bastante feministas mientras celebran que Katy Perry exhiba una actitud empoderada, aunque sea a costa de la fetichización y la apropiación de las culturas y los cuerpos de color. El feminismo de verdad (si es que hay algo que pueda definirse así) no puede limitarse a replicar normas racistas, tránsfobas, clasistas o contra las personas con discapacidad. Pero somos humanas, todas tenemos nuestros propios defectos y, además, nadie es inmune al entorno. Somos parte de una sociedad y luchamos para cambiarla, pero no podemos absolvernos de nuestro papel en ella.

La retórica de la liberación no puede ser un lubricante para el avance de un grupo de mujeres a expensas de otros. El privilegio blanco no sabe de género. Y aunque no prometa una vida perfecta libre de trabajo duro y de problemas, te facilita las cosas en una sociedad donde la raza siempre ha importado. La rabia que bulle en los hashtags, las entradas en los blogs y las reuniones es la muestra de que las mujeres de color declaran ante las mujeres blancas: «No estoy aquí para recoger tus platos rotos, llevar tu lanza, cogerte de la mano o animarte mientras yo sufro en silencio. No estoy aquí para criar a tus hijos, aliviar tu culpa, construir tus plataformas o librar tus batallas. Estoy aquí para mi comunidad porque nadie dará la cara por nosotras salvo nosotras».

¿Y si la respuesta de las mujeres blancas a esto es la misma que ha sido hasta ahora, protestar porque no hacemos su activismo más fácil? Nos da igual. Nos seguirá dando igual. No nos lo podemos permitir, porque mientras a Patricia Arquette se la alaba por su discurso sobre la igualdad salarial durante la ceremonia de los Óscar de 2015, donde alentaba «a todas las personas gais y de color por las que hemos luchado» a «luchar ahora por nosotras», un sinnúmero de mujeres de color luchaba y continúa luchando por recibir un salario. Exigir solidaridad así, además de insensibilidad, muestra las mismas expectativas egoístas de siempre.

Negarse a que el confort de otra persona sea más importante que nuestras vidas o las de nuestros hijos e hijas no es silenciar, ni acosar, ni tóxico. No estamos en este mundo para hacer de Mammy[4] o de cualquier otro arquetipo conveniente que películas como Criadas y señoras a menudo refuerzan. No somos los personajes secundarios del feminismo, y no podemos permitirnos esperar a que la igualdad nos llegue poco a poco. No podemos creer que si ayudamos a las mujeres blancas a conseguir la paridad con los hombres blancos, los ideales blancos feministas dominantes tendrán en cuenta nuestras necesidades algún día. Más de un siglo de experiencia y el día a día nos han enseñado a las mujeres marginalizadas que ayudar a que las mujeres blancas sean directivas no es lo mismo que hacerles la vida más fácil a todas las mujeres.

Las normas culturales que priman el progreso individual a costa de la comunidad hacen que ese modelo de feminismo sea inaceptable. Para muchas mujeres marginalizadas, los hombres son nuestros compañeros en la lucha contra el racismo en nuestras comunidades, incluso cuando algunos de ellos son el origen de los problemas con el sexismo y la misoginia. No podemos abandonar a nuestros hijos, hermanos, padres, maridos y amigos, y no los abandonaremos, porque para nosotros no representan al enemigo. Tenemos nuestros problemas con el patriarcado, pero ellas también, pues sus estandartes no son hombres de color precisamente.

Puede que mi marido no siempre entienda cómo me afecta la misoginia, pero comprende perfectamente que el racismo de un jefe o de un compañero de trabajo es un impedimento. Nos sentamos juntos a la misma mesa, aunque no libremos las mismas batallas en todos los aspectos de la vida. Las mujeres de las comunidades de color deben encontrar un equilibrio para luchar contra las voces externas problemáticas y educar a aquellos considerados malos actores en el seno de sus comunidades, de la misma manera que esperamos que el feminismo haga lo propio. No se puede hacer de la interseccionalidad una palabra de moda borrando a la profesora Kimberlé Williams Crenshaw, que acuñó el término para describir la forma en la que la raza y el género influyen en el sistema judicial cuando se trata de mujeres negras. Un enfoque interseccional en el feminismo pasa por entender algo que el feminismo dominante suele ignorar: que las mujeres negras y otras mujeres de piel oscura[5] son siempre los canarios en la mina del odio.

No siempre es fácil afrontar un problema cuando este se presenta, pero ignorarlo es peligroso. Veamos el caso del escritor y profesor universitario Hugo Schwyzer, quien, con su conducta depredadora y maltratadora, prendió la chispa del debate sobre la solidaridad en el feminismo. Cuando Schwyzer, conocido referente del feminismo, admitió en Twitter que había pasado años cometiendo abusos contra sus parejas y estudiantes y acosando a mujeres de color, la respuesta de los medios de comunicación feministas que habían publicado sus textos fue distanciarse de él. Muchas mujeres blancas, representantes del feminismo dominante, afirmaron que no conocían los hechos; ese argumento no se sostenía porque durante años él publicó entradas de blogs, mensajes y artículos en sus revistas donde detallaba con todo lujo de detalles su historia. Era un relato redentor que no precisaba de ningún cambio real ni rendir cuentas sobre su conducta. Ya no es que el emperador estuviera desnudo, es que toda la corte lo estaba. Lo que nos pasa a nosotras primero les acabará pasando tarde o temprano a las mujeres blancas, por eso dar alas a agresores como Schwyzer siempre conduce a lo mismo. Cuando unas mujeres que podrían haber sido aliadas no condenan el racismo, participan del abuso hasta que se convierten también en objetivos.

Avancemos un poco hasta el Gamergate, una campaña de ciberacoso a mujeres de la industria de los videojuegos que aunaba misoginia y racismo. Zoë Quinn fue su primer objetivo, pero los hombres que fueron a por ella, que alimentaron la rabia y el odio, practicaron primero con mujeres negras, porque se cree que las mujeres negras no son sujetos dignos de ser defendidos; solo estábamos nosotras apoyándonos las unas a las otras mientras las feministas blancas miraban hacia otro lado. Cuando las amenazas viraron hacia nombres importantes del feminismo blanco como Sady Doyle, Jessica Valenti y Amanda Marcotte, la pregunta no debería haber sido: «¿Cómo ha podido suceder esto?». Debería haber sido: «¿Por qué no hicimos algo antes para impedirlo?».

Muchas eminentes feministas blancas se mostraron conmocionadas en 2016 cuando Trump ganó las elecciones, porque a pesar de su abyecto historial con las mujeres, la raza, la clase, el género y la educación, la mayoría de las votantes blancas (en torno al 53 por ciento) decidieron votar a un hombre que prometió maltratarlas. Un tipo que bromeaba con agarrarlas del coño porque estaba seguro de que su fama le absolvería de su conducta atroz. Trump no ofrecía un futuro color de rosa e igualitario para todo el mundo. De hecho, la mayor parte de su campaña propugnaba la idea de que la inmigración era el verdadero problema. Prometía un futuro donde la competencia fuera menor, donde las mujeres blancas que vivían atemorizadas por el proverbial hombre negro o el musulmán de turno pudieran sentir que sus miedos tenían justificación, así como su racismo. En lugar de atraer a las mujeres con la promesa de la igualdad, se apoyó en el miedo, y muchas feministas blancas descubrieron con sorpresa que la solidaridad que nunca habían ofrecido tampoco se la habían brindado.

Fue un shock descubrir que el 53 por ciento de las mujeres blancas votaron por Trump, un shock tristemente divertido. Las mujeres blancas comprobaron que la solidaridad no era cosa de todas ellas. Para las mujeres de color, las negras sobre todo, no fue una sorpresa. Era el mismo racismo de siempre disfrazado de feminismo y proyectado a tiempo real. Un feminismo que ignoraba la brutalidad policial que mataba a las mujeres de color, que ignoraba la privación de derechos continua y el abuso de las políticas locales y nacionales contra algunas mujeres basándose en la raza y la religión. No era un feminismo que impulsara la igualdad y la equidad para todas; era un feminismo que beneficiaba a las blancas a expensas de las demás mujeres. Parecía que, incluso cuando las oprimidas no eran blancas, no pasaba nada por votar a Trump pensando en la «situación económica» en lugar de en la solidaridad con otras mujeres. Como se ha demostrado, las políticas resultantes solo han servido para empeorar la situación y la vida de cualquiera que no sea un hombre blanco y rico.

Cuando conocí a la guionista de cómic Gail Simone, le regalé mis madalenas de triple chocolate sin gluten. Mientras hablábamos ese día me preguntó si me interesaría hacer cómics. La industria del cómic es un espacio eminentemente blanco y masculino, y Gail podría haberse reservado el nicho que se había labrado para sí misma. Por el contrario, cuando le dije que sí, hizo lo posible para ayudarme a entrar en la industria. Después he sabido que no he sido la única. Sabe que tiene poder y privilegio y lo usa para ayudar a las demás cuando puede. A veces, para ser una buena aliada, solo necesitas abrirle la puerta a alguien en lugar de insistir en que tu voz es la única que cuenta.

Gail es una gran guionista y editora. Ha luchado para que el estereotipo de las mujeres asesinadas en los cómics no sirva para justificar las historias de los héroes masculinos. Antes fue peluquera y probablemente no encaje con la definición de mujer respetable. Pero trabaja duro y está cambiando el funcionamiento de la industria para las mujeres y con las mujeres, cómic a cómic. A veces la solidaridad es así de simple. Da un paso adelante, tiende la mano a quien está atrás y continúa avanzando.

[4]Quizá la caricatura racial más frecuente e indeleble en el imaginario de Estados Unidos: la representación de Mammy durante y después de la esclavitud como una mujer negra, rolliza y sonriente, leal, servicial y conforme con su estatus inferior fue perpetuada en películas como Lo que el viento se llevó (1939), y utilizada para «humanizar» y justificar la misión civilizadora de la esclavitud. (N. de la T.).

[5]En este y otros casos Kendall usa el término Black and Brown women en el original, literalmente, «mujeres negras y marrones». El término Brown, empleado en referencia a personas que tienen la piel más oscura que las personas blancas, es utilizado por algunas comunidades en Estados Unidos para autodefinirse, englobando a las de origen hispano-luso, del Sudeste Asiático y de Oriente Medio. No entrarían en esta categoría otras identidades étnicas o raciales, como las personas nativas americanas o del resto de Asia. Cuando quiere englobar a todas las comunidades no blancas, Kendall usa la expresión people of color, o «personas de color», que se ha conservado en la traducción, y que no debe confundirse con el eufemismo que se emplea en España para referirse a las personas negras. (N. de la T.).

Violencia armada

Mi abuelo me salvó la vida cuando tenía seis años. Me sacó agarrándome de los pelos de un tiroteo entre dos desconocidos cuando salía de la peluquería. Recuerdo que una bala me pasó rozando el flequillo (quería un flequillo corto quién sabe por qué) y me importó más el trasquilón que la distancia milimétrica que habría hecho que mi peinado diera igual. No me dan miedo las armas. De hecho, me encantan. Para ser más precisa, me encanta disparar con ellas. Voy al campo de tiro para disparar armas que no querría ver en la calle; en internet hablo de vez en cuando de mi época en el Ejército, una época en la que tenía acceso a una gran variedad de armas, desde pistolas a granadas. De vez en cuando incluso menciono a mi abuelo y sus armas. Para mí, las armas son herramientas; las personas que las empuñan son quienes deciden si se hace un buen o mal uso de ellas. Eso no significa que piense que deberías ir armada a tomar el brunch, ni al súper ni al cine.

¿Qué tiene que ver el feminismo con las armas? Al fin y al cabo, las armas no son un problema feminista, ¿verdad? Pues sí, lo son. Quizá no sean un problema feminista en tu vida. Quizá no lo sean ahora. Pero muchas mujeres, sobre todo aquellas procedentes de comunidades pobres, se enfrentan a la violencia armada todos los días. La presencia de un arma en una situación de violencia de género hace que sea cinco veces más probable que la mujer sea asesinada.[6] Las mujeres son asesinadas por estas armas porque son accesibles, porque sus parejas son violentas y porque un accidente con un arma es comúnmente letal, o por una docena de razones triviales agravadas por lo fácil que resulta adquirirlas. Aunque nos solemos centrar en el impacto que sufren los hombres jóvenes expuestos a la violencia armada, las chicas también se ven afectadas, y mucho. En zonas donde los tiroteos son frecuentes, la tasa de abandono escolar entre niñas y niños es similar porque ambos evitan atravesar esas zonas para sobrevivir.[7] Las madres entierran a sus hijos e hijas por culpa de la violencia con armas. Las armas cambian radicalmente a las familias. El feminismo dominante tiene que entender que la violencia armada es un problema diario en las vidas de algunas mujeres. No se puede tratar