Filosofía de la apariencia física - Ángel Octavio Álvarez Solís - E-Book

Filosofía de la apariencia física E-Book

Ángel Octavio Álvarez Solís

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Beschreibung

La apariencia física encierra uno de los problemas filosóficos más relevantes y poco discutidos por la filosofía contemporánea. Este ensayo defiende que la apariencia física es una cuestión filosófica porque constituye un problema moral, pues de ella depende la construcción material del sujeto ético. El sujeto inicia su relación ética consigo mismo y con los otros por medio del cuidado, consciente o inconsciente, de su apariencia externa. Además, la apariencia física es un asunto abiertamente político, ya que la política contemporánea es una expresión de las nuevas formas de aparición y desaparición. La política depende cada vez más de las formas de exposición, de los modos vestimentarios, de los sujetos construidos cosméticamente en un afán por hacer visibles sus propios cuerpos. La piel, el género y el rostro son hoy los vértices articuladores de las demandas políticas. Por último, la apariencia, la vestimenta o el estilo representan una de las formas de estetización más democrática de la vida contemporánea. La elección de cualquier objeto, incluso una apreciación epistémica o metafísica, pasa previamente por un criterio estético de selección. Por consiguiente, las tres dimensiones de la apariencia física —ética, política y estética— constituyen el núcleo filosófico de la cosmética: la producción del sujeto mediante estrategias cosméticas que prueban que el ser es superficie, que la esencia es la apariencia.

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Ángel Octavio Álvarez Solís

Filosofía de la apariencia física

© Taugenit S. L., 2021

© Ángel Octavio Álvarez Solís, 2021

Diseño de cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

ISBN digital: 978-84-17786-32-8

1.ª edición digital, 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

www.taugenit.com

Índice

Prólogo

Exordio. La cosmética como problema filosófico

1. Arqueología del vestido

I. El contrato vestimental

II. La prótesis cosmética

III. Fenomenología del vestir

IV. La escena teológica de la desnudez

V. Lo que nos viste, lo que nos mira

2. Metafísica de la apariencia

VI. Contra Platón

VII. Physiognomica

VIII. Historia epitelial del rostro

IX. El dispositivo de la perfección

X. El aparato quirúrgico o de la plasticidad

3. Ética de la edición de sí

XI. El diseño de sí

XII. Ontología del estilo

XIII. La manera que habito

XIV. Neodandismo

XV. El monopolio de los cuerpos voluptuosos

Epílogo. El capital cosmético

Bibliografía

Prólogo

El sueño profesional de los hijos puede generar pesadillas en los padres. Al menos eso pensó Denis Diderot cuando se negó a trabajar el oficio de su padre. Cuchillero y fabricante de herramientas quirúrgicas, el padre de Diderot intentó, sin éxito alguno, que su vástago cumpliese con la noble labor de diseñar objetos para abrir cuerpos. No lo consiguió. Diderot prefirió hacer incisiones en las almas, y con la razón empleada como fino escarpelo, logró ser el editor general de uno de los proyectos intelectuales más ambicioso de la especie humana: la Enciclopedia. Sin embargo, pocos saben que este apasionado ilustrado tenía una fascinación inaudita por la moda y una obsesiva compulsión por las compras. Lejos del desdén contra el lujo que tanto admira de la vieja Roma. Precisamente, frustrado por su guardarropa austero digno de cualquier aristócrata consumado por los años, Diderot escribió un relato filosófico fundamental: Lamento por mi vieja bata o advertencia para aquellos que tienen más gusto que fortuna (1765).

En el relato, una fábula filosófica con profundas lecciones económicas y morales, Diderot expresó la suma de males que vinieron tras él una vez que perdió su vieja bata. Nada volvió a ser igual. Ni sus cuadros de Poussin ni su hermoso escritorio volvieron a tener el brillo de la madera orgullosa por almacenar los más sublimes pensamientos. La nueva bata se había apoderado de su cuerpo. Una bata fría, tiesa y pesada, ajena a las cualidades de sus músculos. La vieja bata, en cambio, era una segunda piel para su cuerpo, una envoltura de tela para cubrir su espíritu. Diderot lo supo con la lucidez que sólo pueden tener las almas caídas en desgracia: nadie sabe lo que puede una bata. «¡Maldito sea aquél que inventó el arte de poner un precio común tiñéndolo de escarlata! ¡Maldita sea la preciosa vestimenta que venero! ¿Dónde está mi antiguo, mi humilde, mi cómodo jirón de lana? Amigos míos, conserven a sus viejos amigos»1, exclamó el viejo Diderot, con el dolor profundo de quien cae en desgracia.

La historia de Diderot ha tenido continuos intérpretes. Para los lectores conspicuos, el cuento de Diderot representa un elogio de la frivolidad. Los economistas lo asumen como una prueba de la necesidad, acaso infinita, de adquirir un bien tras otro. Los psicólogos decimonónicos y los psicoanalistas heterodoxos como un síntoma o como una falta que identifica al objeto con el sujeto. En contraste, los sociólogos de los hábitos modernos interpretan la pieza narrativa con una descripción acerca de cómo las cosas nuevas causan tristeza. No obstante, ¿qué puede significar este relato para las filósofas y los filósofos, para los adalides del pensamiento? Una respuesta tentativa, por lo menos la conjetura que viste este libro, es que el Lamento por mi vieja bata es un cuento cosmético.

La cosmética es una ciencia filosófica interesada en explicar y justificar la importancia de la apariencia física. La cosmética no es algo nuevo. La cosmética no es una excentricidad filosófica ni una disciplina moderna preocupada por el embellecimiento del cuerpo. La cosmética es un modo, profundamente filosófico, de interrogación acerca de la correlación entre ética, estética y apariencia física. Por esta razón, la cosmética es una disciplina filosófica autónoma. Una variante filosófica que no pertenece a la ética ni a la estética ni a la fisiognomía. Por el contrario, la cosmética es un saber filosófico, que dista de ser reconocido por el encorsetado etiquetamiento disciplinario, precisamente porque no dispone de un campo de reflexión acotado. Aunque tiene por objeto a la apariencia física, la cosmética no dispone de certeza institucional como podría tenerla la epistemología o la metafísica. Esta plasticidad de la cosmética, su ubicuidad, la convierte en un lugar de sospecha para los guardianes de la tradición, pero también en un espacio fértil para la reflexión más vigorosa.

De hecho, la reflexión cosmética ha estado presente en cada fase de la filosofía occidental y, me atrevería a sospechar, que de la misma intensidad en las formas básicas del pensamiento asiático, americano y africano. La cosmética antigua, por ejemplo, era el conjunto de prácticas de sí con la cual se normó el cuerpo griego o romano. La cosmética antigua se preocupó por embellecer la apariencia física por medio de recursos naturales y artificios médicos debido a que la apariencia formaba parte de la identidad profunda de cada ser humano. Ovidio, conocido por ser el poeta que pintó el manual de seducción para las elites romanas, escribió Medicamine faciei femineae: un poema filosófico acerca de la cosmética del rostro femenino. En este poema de tan solo cien versos, las recetas de embellecimiento se combinan fruitivamente con las exhortaciones al cuidado de la apariencia: culta placent, lo cuidado gusta. En el oficio del cuidado —el cuidado de las maneras, el cuidado del rostro, el cuidado del caminado y el peinado—, la mujer y el varón adquieren una cosmética, una ordenación según los modos de perfección del orden natural.

Digno de sospecha, los fragmentos del Medicamine no tuvieron un interés filológico apropiado y menos filosófico, incluso el traductor al español se disculpa por el atrevimiento de la edición del poema. Lejos del juicio estético del elegante filólogo, el Medicamine es importante no por su valor literario o por su impacto poético, sino por servir de dato filosófico que prueba el grado de refinamiento de la cosmética romana. El verso primero indica el lugar de importancia de la cosmética en la vida y de la relación originaria entre la belleza y el cuidado: Discite quae faciem commendet cura, puellae et quo situ o bis forma tuenda modo. Cultus humum sterilem Cerealia pendere iussitmunera, mordaces interiere rubi [Aprended, muchachas, los cuidados que hermosean el rostro y el modo de proteger vuestra belleza. El cultivo obligó al suelo estéril a producir los frutos de Ceres; con él perecieron las zarzas espinosas2].

Evidentemente, Medicaminae no es la Eneida ni De rerum Natura, ambos poemas altamente comentados por la tradición filosófica. Pero tampoco es útil y digno relegar los poemas «menores» de Ovidio al arcano de los recetarios de maquillaje. Para algunos filólogos, Ovidio es un poeta menor y la prueba es su frívolo interés por la cosmética femenina. ¿Por qué la crítica es tan severa si Ovidio ilustra, con una elegancia supina, una notable preocupación por el cuidado? ¿La filosofía y la filología están por encima de las vulgares determinaciones cosméticas? La respuesta no es obvia. Quizá este juicio negativo se deba a que la filosofía y la filología contemporáneas guardan un profundo menosprecio cosmético por la cosmética.

La cosmética plantea una tesis simple, aunque debatible: la apariencia física encierra uno de los problemas filosóficos más relevantes y poco discutidos por la filosofía contemporánea. Para confirmar este supuesto, el ensayo argumenta que la apariencia física es un problema filosófico por las siguientes razones. Primero, la apariencia física constituye un problema moral, pues de la primera depende la construcción material del sujeto ético. El sujeto inicia su relación ética consigo mismo y con los otros por medio del cuidado, consciente o inconsciente, de su apariencia externa. Segundo, la apariencia física es un asunto abiertamente político, ya que la política contemporánea es una expresión de las nuevas formas de aparición y desaparición. La política depende cada vez más de las formas de exposición, de los modos vestimentarios, de los sujetos construidos cosméticamente en un afán por hacer visibles sus propios cuerpos. La piel, el género y el rostro son hoy los vértices articuladores de las demandas políticas. Tercero, la apariencia, la vestimenta o el estilo representan una de las formas de estetización más democrática de la vida contemporánea. La elección de cualquier objeto, incluso una apreciación epistémica o metafísica, pasa previamente por un criterio estético de selección. Por consiguiente, las tres dimensiones de la apariencia física —la dimensión ética, política y estética— constituyen el núcleo filosófico de la cosmética: la producción del sujeto mediante estrategias cosméticas que prueban que el ser es superficie, que la esencia es la apariencia.

Para la escritura de este libro elegí un tono metafísico, la forma del tratado que muestra el rendimiento filosófico del objeto de estudio. Elaborar una filosofía de la ropa tal como la imaginó Thomas Carlyle, pronunciar una estética del vestido como lo anticipó Oscar Wilde, justificar una fenomenología de la apariencia física para denunciar a los teólogos de la desnudez, fueron algunos de los impulsos que detonaron la escritura de este libro. Por tal motivo, Cosmética. Filosofía de la apariencia física aspira a ser un tratado filosófico sobre el fenómeno vestimentario, sobre la apariencia física, sobre la imagen sensible de los cuerpos. Por esa íntima razón, el lector no encontrará en este ensayo una teoría de la indumentaria ni una sociología de la vestimenta, pues ya existen varios textos con esta perspectiva disciplinaria, y pocos, salvo escasas excepciones, se detienen en mostrar el lado filosófico de la vestimenta.

El problema con postular una filosofía de la apariencia física es que la filosofía no es suficiente para acariciar tal objeto de deseo. El tratado filosófico no puede escribirse únicamente con «filosofía». El tratado requiere de «algo más» que lo dote de los insumos necesarios para pensar. Por ello, Leibniz escribió sus tratados filosóficos con las matemáticas discretas que le ofreció el cálculo infinitesimal o con el aparato semiótico de la teología china; Spinoza, con la Torá y la geometría analítica de su remitente predilecto, René Descartes; o más próximo a nosotros, Ortega conciliando la idea de principio en Leibniz con el espíritu del periodismo especulativo. Por consiguiente, ese «algo más» necesario para escribir este tratado está basado en argumentos filosóficos, comentarios filológicos, conceptos estéticos, genealogías de pensamiento, películas ocasionales y, sobre todo, la búsqueda de implicaciones éticas y posibilidades políticas, contra la pulsión neoliberal por acelerar todo, incluso la propia filosofía.

El autor de este libro lo sabe de antemano: no son tiempos para el tratado filosófico. El discurso universitario susurra con voz policiaca: «No hay tiempo para escribir tratados». Nuestro tiempo es el tiempo del paper. El mercado editorial responde similarmente: «No hay tiempo para leer tratados». Por esta razón económica, existen pocas editoriales en nuestro medio que se animen a publicar libros que, ya sea por su extensión, por la manufactura o por su destino, estén destinados al lector pausado, al lector febril, al lector que no está capturado por la lógica inquisitiva del tiempo de Twitter. La escritura filosófica no puede depender necesariamente de las exigencias inmediatas de la coyuntura. La filosofía nunca calla, a pesar del intento de silenciarla.

En un artículo publicado el 29 de diciembre de 2018 por El País, un año en el que aún no sabíamos que existía la «normalidad», Pedro Feal se preguntó si «son malos tiempos para la filosofía». Una especie de respuesta epocal a una columna homónima publicada por José Luis Aranguren en mayo de 1988. Con la frialdad descriptiva que ofrecen los datos estadísticos, el autor respondió de manera categórica: «La publicación de libros de filosofía se reduce un 62% en siete años»3. ¿Qué significa filosóficamente este dato empírico? El análisis del autor es interesante, aunque poco filosófico: cada día se publican más libros de literatura, de historia, pero de filosofía no hay más interés. La razón ofrecida es sencilla: se ha ido perdiendo el criterio —¿estético o filosófico?, ¿cosmético?— para distinguir entre libros de filosofía, textos de ensayo, crónica cultural y análisis de coyuntura con sofisticaciones teóricas. La crítica cultural triunfó en las formas de la escritura filosófica. Sin entrar en el terreno de la gendarmería filosófica, esa que tanto se cultiva en los exámenes de grado o aquella que militan los viejos profesores cuando se convierten en el tribunal del gusto filosófico, lo cierto es que el tratado filosófico goza de mala salud. ¿Por qué la filosofía renunció a escribir con el tono del tratado, con la voluntad de forma y pensamiento? Sospecho que la mutación del registro filosófico no se debe a razones filosóficas, sino a una consideración de tipo cosmético: el tipo de lector cambió. El lector neoliberal está más interesado en leer en su smartphone un testimonio, en responder en textos de una cuartilla las sendas para transitar el momento. El lector neoliberal busca discutir ideas profundas en 280 caracteres. En sintonía, el escritor o la escritora neoliberal busca la celebridad por medio de las políticas del like o del retweet. No quiere más lectores: quiere seguidores. La coyuntura es absoluta y los blogueros de ocasión lo saben. Las redes sociales orientan el pensamiento. Nadie está por fuera de la coyuntura y nadie pretende estarlo.

Por lo anterior, no cabe duda de que el capitalismo financiero, que la acumulación contemporánea organizada bajo el principio general de equivalencia, es una forma de capitalismo cosmético. Un tipo de capitalismo que aprendió a convertir la identidad en mercancía; en hacer del «yo» o de «los otros» una manifestación de la renta de sí. Por esta razón, resulta necesario pensar la cosmética, activarla, no denostar su impacto en el mundo. Con una velocidad inusitada, la acumulación originaria se obtiene ahora por medios cosméticos: cantidad de likes, seguidores de Instagram, visitas en YouTube, capacidad para aspirar a ser trending topic, y tal velocidad es propia de consumidores, no de lectores cuidadosos. Vivimos en la época de la expresión. El capitalismo cosmético no permite la escritura pausada, la reflexión ralentizada y la lectura atenta capaz de encontrar el pathos de la distancia para pensar el presente. Nunca hay malos tiempos para la filosofía. Si acaso son «malos tiempos» (editoriales) para la filosofía es porque existen algunos lectores impacientes, acelerados o motivados por la lógica equina que no desea cultivar la virtud de la concentración. Los «malos tiempos» para la filosofía aparecerán cuando renunciemos a pensar con la pausa, la distancia y la parsimonia que amerita la complejidad de nuestro mundo.

En atención a esta atenuante sociológica, la filosofía no tiene una respuesta específica. A las filósofas y los filósofos se les conmina a encontrar formas concretas de intervenir en la sociedad, de ser más «activistas» y menos «académicos»; a «sacar a la calle» el pensamiento como si la universidad o las aulas fuesen un claustro medieval o un asilo. En definitiva, existe una voz interior, cada vez más acuciante, que solicita que los que profesamos estos nobles oficios dejásemos de ser «filósofos» para convertirnos —en el mejor de los casos— en «críticos» y, en el peor, en «activistas». Sin embargo, esta operación —una operación indudablemente bien intencionada— es la muerte de la reflexión, la crisis económica del pensamiento, la extensión neoliberal de la filosofía. Pensar sin más. Escribir sin miras a la self-promotion. Leer sin consumir.

Por esta consideración intempestiva, Cosmética busca ser una apología del tratado, un elogio del sistema, a pesar del carácter fragmentario con el que está zurcido. Porque el tratado también es histórico. Porque el tratado tiene modalidades argumentativas. Porque escribir un tratado no es repetir el esfuerzo monumental de la Crítica de la razón pura o la nebulosidad sintáctica de la Fenomenología del espíritu. El tratado tiene sus formas, sus variaciones estéticas y, pese a todo, confecciona un estilo. En consecuencia, este tratado es un intento —espero no pueril—de identificar la universalidad del objeto: la apariencia física, la unidad de la ética y la estética, agrupada bajo el nombre de cosmética. Y en este suave y quizá fracasado intento subyace la dignidad epistémica del tratado: pensar lo que no está permitido pensar. Pensar filosóficamente lo que los guardianes de la filosofía no consideran filosófico. Escribir lo que no publica el mercado. Reflexionar el presente, aunque sea equivocadamente, a partir de un tono, de un estilo, de una forma en la que el rigor conceptual no esté distanciado de la licencia poética. La metafísica es siempre buena poesía y la poesía, si cala profundo, invoca a la filosofía.

En suma, Cosmética. Filosofía de la apariencia física es un tratado filosófico cuyo centro argumentativo radica en la relación metafísica entre la filosofía y la apariencia física. En general, el lector encontrará una respuesta acerca de por qué la filosofía contemporánea redujo el problema de la apariencia física a un asunto menor, a una frivolidad de la sociedad de masas, a un fenómeno sociológico sin densidades normativas. En particular, el lector podrá intuir la renovación de una disciplina filosófica, tan antigua como vigente: la cosmética. Como el nombre sugiere, la cosmética surgió de la interacción entre la ética, la estética y la política en relación con la apariencia física, con el exterior. Un saber presente en la filosofía antigua y moderna, pero olvidado por los pensadores contemporáneos, al justificar, como dictum incuestionable, la agencia moral como resultado del fuero interno. La cosmética, su supervivencia histórica, devela una vez más el inconsciente aristocrático de la democracia occidental.

Quisiera concluir este prólogo con una dedicatoria encubierta en forma de agradecimiento, tal como Aldo Manuzio camufló prólogos en forma de epístola a sus coetáneos en Venecia. Este libro alberga un sincero agradecimiento a los primeros lectores del manuscrito, quienes, con sus consejos y sugerencias, evitaron que tuviese más errores y equivocaciones de los dados de antemano. Carlos Hernández Mercado leyó este libro en su fase de borrador y, con sus finas anotaciones retóricas, ayudó a restar imprecisiones y mejorar el estilo. Gerardo Muñoz apoyó algunas intuiciones iniciales y, con el juicio del lector pausado, me permitió precisar la importancia de la cosmética como una forma de exilio. Raimund Herder y Carlos Javier González Serrano, quienes, sin conocerme previamente, apoyaron la lectura y promovieron la publicación del libro. Finalmente, este libro va dedicado a mi esposa, mis amigos y familiares, quienes alientan mi trabajo de escritura sin que ellos lo sepan directamente. Pero si este libro merece un agradecimiento personal, una deuda privada convertida en virtud pública, es a mi abuelo Francisco («Panchito»), quien, quizá sin saberlo ni desearlo, me enseñó desde la infancia que la cosmética lo es todo, quien con sus cuidados gratuitos me indicó que el todo es lo que aparece.

1 Diderot, Denis, «Lamento por mi vieja bata o advertencia para aquellos que tienen más gusto que fortuna», Esto no es un cuento, UNAM, México, 2018, p. 26.

2 Ovidio, Medicamine faciei femineae, 1-5.

3 Feal, Pedro, «¿Malos tiempos para la filosofía?, El País, 28 de diciembre de 2018.

Exordio. La cosmética como problema filosófico

El siglo XX es el siglo del cuerpo. No es que antes no existiese una preocupación filosófica explícita o una reflexión sociológica acerca del cuerpo, pues el cuerpo siempre ha estado presente en el inhóspito terreno de la teoría, ya que el humano es inevitablemente un ente corpóreo. La invención del cuerpo, el descubrimiento de la corporalidad, supone enunciar el cuerpo como un productor de sentido, como un lugar de conocimiento y como un espacio para la acción política. Metafísica, epistemología, política: tres formas filosóficas para dar cuenta de un mismo asunto: el cuerpo es un problema. De tal manera, lo que descubrió el siglo XX fue que el cuerpo no sólo puede ser pensado o que constituye un elemento secundario respecto del alma, la psique o la mente: el cuerpo conforma el centro de la existencia humana. El cuerpo es la forma de vida, de nuestra vida. El dato anterior indica que el ser humano conoce y habita el mundo a partir del cuerpo, de nuestro propio cuerpo, del cuerpo de los otros, del cuerpo común, por lo cual no existe pensamiento o vida sin un anclaje corporal.

El ser humano es el único ente que pregunta por su cuerpo. El viviente asombrado por la gracia o la tragedia de no ser un animal o una cosa. El viviente que siente terror por tener un cuerpo. El siglo XX, el siglo de la obsesión corporal, invitó a enunciar el cuerpo no desde una abstracción teológica ni desde la especulación filosófica, sino a partir de una materialidad radical: la inmanencia del cuerpo. Esta consideración supone que no existe «el cuerpo» como tal, acaso existen «cuerpos» o «fragmentos de cuerpo» que, en conjunto, constituyen «un cuerpo». Cuerpos que demandan materia. Cuerpos que reclaman salud y bienestar. Cuerpos que aparecen adjetivados como cuerpos delgados, cuerpos obesos, cuerpos alegres, cuerpos heridos, cuerpos abyectos, cuerpos bellos, cuerpos siniestros, cuerpos imaginados y, como en la vieja tradición árabe, cuerpos insurrectos. Cuerpos y más que cuerpos. O quizá sólo eso, cuerpos. Cuerpos sin más.

El problema filosófico es que los regímenes de corporalidad contemporánea imposibilitan una teoría del cuerpo. Una teoría de tales pretensiones ontológicas, una filosofía del cuerpo como totalidad, comete un error de principio: sustituye a «los cuerpos» por «el cuerpo». En esta operación, el cuerpo emerge como una categoría o como un residuo teológico, pues el único acceso de que dispone el ser humano es a los cuerpos en plural, los cuerpos en su manifestación fenomenológica. Por consiguiente, la teoría del cuerpo no permite probar que, si el cuerpo es un almacén de experiencias, no todas las experiencias son corporales ni toda experiencia corporal es comunicable. El cuerpo no lo es todo. El cuerpo no lo puede todo, a pesar de ser la condición fundamental de lo viviente. El cuerpo sin adjetivos, entonces, es una abstracción teológica o una aspiración filosófica que es mejor eliminar. Por el contrario, una filosofía del cuerpo debe advertir que existe un reducto metafísico difícilmente superable para la tradición, pues quizá si se invierte la vieja advertencia nietzscheana, el cuerpo no sea más que un malentendido de la filosofía. El cuerpo es un error filosófico.

Contrario a la espontaneidad orgánica de la vida animal, el humano es el único viviente que experimenta un doble malestar por el cuerpo: por la experiencia directa del dolor y por saber que puede experimentar dolor. La razón de este malestar, la primicia antropológica de ser-un-cuerpo, reside en que el humano no está satisfecho con ser-un-cuerpo-en-el-mundo, ya que es el único animal que se pregunta por el sentido de tener un cuerpo. Por esta razón, la fórmula antropológica originaria «qué es un cuerpo» o «por qué somos un cuerpo» es, invariablemente, la extensión de una pregunta ontológica fundamental: «qué es el mundo» o «por qué el mundo existe». El mundo comienza donde el cuerpo termina. El cuerpo inicia donde el mundo acontece. No es extraño, entonces, que la filosofía del cuerpo recurra a los ropajes de la metafísica clásica: la estructura metafísica del mundo puede ser explicada por medio de la estructura antropológica del cuerpo. La metafísica clásica —ya sea el nous platónico o la phantasia aisthetike de Aristóteles— produjo múltiples explicaciones de la relación entre cuerpo y mundo, y generó un problema mayor: una jerarquía de lo viviente a partir del cuerpo humano. La única ventaja analítica que esta metafísica legó fue una lección epistemológica: asumió que no existe definición alguna que responda para quésomos un cuerpo.

En contraste, la filosofía del cuerpo contemporánea asume el ribeteo originario de la metafísica clásica1 y se pregunta por la relación entre cuerpo y mundo, por lo menos, desde tres modalidades: (a) el cuerpo como un ente metafísico, (b) el cuerpo como un lugar de conocimiento y (c) el cuerpo como un actor semiótico. La primera modalidad conduce a la ontología del cuerpo; la segunda a la epistemología corporal; la última, a la filosofía política de los afectos. Para el presente, el cuerpo es la sustancia del mundo y determina, como no hubiese imaginado el más avisado Hegel, el espíritu absoluto. El problema es que ninguno de estos tres ámbitos, por sí mismo, puede dar respuesta a la pregunta fundamental que intenta responder este ensayo: ¿para qué vestir un cuerpo? Por lo tanto, la premisa fundamental que defiende este tratado es simple: aunque todos los vivientes tienen cuerpo, sólo los humanos tienen acceso a la corporalidad. No obstante, existe un problema filosófico que debe ser anticipado sin menor premura: la condición básica para advertir la corporalidad humana es la vestimenta. Esto implica que, aunque «el cuerpo» es un problema exclusivo del ser humano, el cuerpo acontece fenomenológicamente cuando está desnudo o cuando es desnudado. El cuerpo emerge en el momento que es despojado de sus ropas. El humano es el único animal que advierte su corporalidad por medio de la vestimenta. El humano es un animal vestido.

Filosóficamente, el cuerpo vestido es un enigma poco misterioso. La filosofía del cuerpo no está demasiado interesada en responder por qué el cuerpo vestido es, quizá, la única forma corporal en la que tienen control los individuos. La única forma estética que condiciona una vida ética. Si bien las investigaciones sobre el cuerpo se incrementaron de manera desmesurada a principios del siglo XXI, pues nunca se había escrito o investigado con tanta intensidad sobre el cuerpo, aún no existe una filosofía del cuerpo como totalidad. La teoría unificada del cuerpo está por venir. Por ejemplo, la mayoría de las tesis defendidas en los departamentos de ciencias sociales y humanidades participan, directa o indirectamente, sobre asuntos dirigidos a los problemas del cuerpo. Las formas de la política contemporánea no dudan en zurcir sus demandas con argumentaciones bordadas con un vocabulario corporal. Las artes visuales no tienen mayor objeto de representación que el cuerpo y algunos mercaderes de la academia no dudan en llamar a este proceso el giro corporal de las humanidades. El cuerpo está por todas partes. El cuerpo otorga «sentido» al sentido común. Lo relevante de estos datos es que, probablemente, una teoría unificada del cuerpo es teóricamente inviable; filosóficamente imposible. Aunque quizá no sea necesaria o indispensable. De tal manera que el problema metodológico no es que existan pocos estudios filosóficos dedicados al cuerpo vestido, sino que no exista hasta el momento una crítica de la razón corporal. Es más, quizá no sea necesaria una empresa intelectual de tal calado para que el mundo siga funcionando exactamente igual. Los filósofos están poco interesados en pensar los límites y las condiciones de posibilidad de una razón corporal, aunque celebren entusiastamente el retorno del cuerpo. Salvo excepciones recientes, el cuerpo en general y el cuerpo vestido en particular no tienen hegemonía filosófica respecto de otros objetos de estudio filosófico, a pesar del regreso de la metafísica, el interés por elaborar una ontología orientada a objetos o las declaraciones políticas por instituir un materialismo salvaje. Por tal motivo, este tratado confeccionado con escritura corporal tiene el interés filosófico explícito por responder la pregunta «para qué vestir», «por qué aparecer con prendas» y qué es ese extraño objeto llamado cuerpo vestido.

¿Cómo pensar el cuerpo vestido? ¿La vestimenta es el opuesto de la desnudez? Para comenzar, cabe recordar las enseñanzas de Heidegger: si todo preguntar es un buscar, todo buscar tiene su dirección previa a partir de lo buscado2. Esto significa que el punto de partida de este tratado es admitir que el cuerpo vestido es un objeto de pensamiento, suponer que la pregunta por la vestimenta puede ser contestada como una pregunta filosófica. De modo que, más que justificar que el cuerpo vestido es el prolegómeno antropológico del estudio filosófico de la apariencia física, la apuesta escritural es probar que la cosmética constituye un tipo de saber filosófico genuino y legítimo capaz de servir como una ontología crítica del presente. Lo anterior es posible en la medida que la diferencia entre el cuerpo vestido y su antípoda, el cuerpo desnudo, no puede ser elucidada si previamente no es orientada por dos problemas diferentes vinculados entre sí: la aparición cosmética del cuerpo del siglo XXI como un efecto antropológico del cuerpo vestido.

El siglo XX confinó el cuerpo a ser un problema cosmético: el cuerpo embellecido, saludable, atlético, delgado, perfecto, como el tipo de cuerpo deseable para cualquier sujeto racional. El cuerpo cosmético emergió como un tipo de cuerpo en el que no existe, o no debe existir, la enfermedad, la fealdad y la gordura. El cuerpo cosmético expulsó a su otro: el cuerpo desordenado, el cuerpo imperfecto. La razón de esta expulsión es que la apariencia física constituye el archai, el principio que articula al cuerpo con el mundo durante el siglo XX y, por extensión, el sujeto trascendental que sintetiza los recursos corporales en el mundo de la vida cotidiana. La apariencia física condicionó el principio de subjetividad durante el último siglo y convirtió el cuerpo cosmético en una forma corporal sustentada como vida ética. Nancy Huston, la feminista canadiense que tuvo la osadía de casarse con Tzvetan Todorov, relató la condición especular de la subjetividad contemporánea como resultado de elevar la apariencia física a un valor universal:

Cada uno de nosotros es ahora la estrella de la película de su vida. Empezamos cada día como si entrásemos en un plató de rodaje: maquillados, disfrazados, dispuestos a ser observados desde cualquier ángulo. Con el objetivo de la cámara interiorizada, imaginando que lo tenemos dirigido hacia nosotros continuamente, registrando nuestro menor parpadeo, mostrando y celebrando nuestra belleza, nuestra juventud, nuestro encanto, nuestro sex-appeal, la elección de nuestra ropa, de nuestros zapatos.3

Aunque la preocupación por el embellecimiento del cuerpo es una constante antropológica, nunca había ocurrido una preeminencia profunda, ontológica y sociológica por hacer del cuerpo un cuerpo ordenado, un cuerpo altamente embellecido, un cuerpo normado por las reglas cosméticas del presente. El cuerpo cosmético es así uno de los últimos eslabones de la antropogénesis capitalista. No es extraño, entonces, que el cuerpo despreocupado por la apariencia física —al final de cuentas el cuerpo del filósofo o el alma bella incontaminada del mundo— sea considerado un infracuerpo, un cuerpo por venir, un cuerpo en falta. El cuerpo cosmético es uno de los máximos referentes éticos para pensar la contemporaneidad y, a su vez, un modo fecundo para vincular la acción política con la experiencia estética. El cuerpo es el statu quo. La condición absoluta del cuerpo y su relación con la belleza permiten vislumbrar a la cosmética como una de las preocupaciones filosóficas fundamentales para incidir en las formas de vida contemporáneas. La apuesta fundamental es que el aparato cosmético capitalista representa uno de los puntos ciegos de nuestro tiempo histórico.

En este sentido, la historiografía del cuerpo occidental confirmó el momento cosmético de la historia del cuerpo al indicar que el cuerpo ordinario en el siglo XX corresponde con un tipo de cuerpo medido con el baremo de la estética, la medicina preventiva y el espectáculo. El historiador Pascal Ory documentó este proceso civilizatorio para probar que el cuerpo en el siglo XX puede ser explicado con mayor holgura mediante un análisis de los hábitos corporales de tipo cosmetológico4. Esto significa que, antes que una historia de las mentalidades o una historia material de la cultura, es necesario escribir una historia de las corporalidades para registrar el modo, los lugares y los momentos en el que las transformaciones corporales implican, necesariamente, transformaciones sociales. Sin embargo, para mostrar que el cuerpo en el siglo XX tuvo una aceleración cosmética nunca antes registrada, es necesario describir y pensar las condiciones técnicas que hicieron posible el siglo XX como el siglo del cuerpo, el siglo menos cartesiano de la historia: la aparición de un aparato cosmético que apuntó más hacia un cambio de corporalidad que a un cambio de mentalidad sobre el cuerpo. La concepción filosófica sobre el cuerpo cambió porque el cuerpo cambió técnicamente. El cuerpo comenzó a ser modificado sin anclajes sociales ni determinaciones biológicas, motivado por la técnica cosmética de su tiempo.

En consecuencia, el cambio de corporalidad del siglo XX no sólo implicó que se haya pensado diferente el cuerpo, sino que el cuerpo transformó tan radicalmente su proceso ontogenético que las categorías filosóficas que servían para dar cuenta de este proceso resultaron insatisfactorias. El vocabulario filosófico se agotó. El cuerpo y la filosofía nunca estuvieron tan lejos o tan cerca de comenzar un amasiato deseable, una conjuntura productiva. La mutación antropológica no devino directamente en una transformación filosófica. El agotamiento del vocabulario filosófico para pensar el cuerpo demanda, por consiguiente, un vocabulario cosmético que explique por qué las condiciones técnicas del pensamiento son condiciones vinculadas con la apariencia física. Cabe advertir que este déficit filosófico fue subsanado epistemológicamente por la historia material, la sociología del cuerpo y los estudios de género, pero no por la filosofía en un sentido tradicional. Por ejemplo, la historiografía del cuerpo describió la manera en que los valores corporales del siglo XX fueron diseminados por un sentido común corporal proveniente de la prensa femenina, la medicina popular, la cultura deportiva y el prestigio social del saber médico. En cambio, la sociología del cuerpo explicó las razones por las cuales los hábitos corporales del siglo XX fueron posibilitados por el advenimiento de la sociedad de masas y una cultura corporal basada en la competitividad del capital erótico5. Finalmente, los estudios de género probaron que la puesta en escena del cuerpo no es más que el retorno de lo reprimido —lo femenino o lo queer—, para argumentar que el cuerpo es siempre un cuerpo sexuado, un cuerpo violentado por estructuras simbólicas y formas políticas, un cuerpo que in nuce aparece subalternizado6. Pero en estos registros epistémicos, el cuerpo vestido no aparece como un lugar central del análisis: emerge como un síntoma o como un efecto no deseado de las sociedades corpo-capitalistas. El cuerpo vestido, con ropajes, fue confinado al ámbito de la fantasmagoría y no al espacio constitutivo de la forma de vida. El cuerpo vestido no es sólo una mercancía: representa el clivaje de la forma de vida que acompaña la estructura metafísica del mundo. El vestido registra la historicidad del mundo porque indica la forma en que la técnica modela los cuerpos.

En consecuencia, si la historiografía del cuerpo postuló el siglo XX como el siglo cosmético, ya que inició con la aparición de los primeros institutos de belleza (1900) y concluyó con la exhibición de Niptuck —la primera serie televisiva dedicada a la cirugía cosmética (2003)—, cabe preguntarse en qué momento la filosofía comenzó a pensar la cosmética como un campo filosófico autónomo capaz de justificar la relación entre ética, estética y apariencia física. A partir de estas consideraciones sociológicas surge la tentación de responder que la filosofía ha estado preocupada —casi siempre— por la cosmética, aunque el punto por probar es que la filosofía en el siglo XX abandonó la capacidad de discutir abiertamente los problemas cosméticos y, por extensión, descuidó la especulación directa sobre la apariencia física. ¿Por qué la filosofía contemporánea tiene un desinterés por la cosmética? ¿A qué responde el silencio filosófico por el cuerpo vestido? ¿Será la cosmética la filosofía política del siglo XXI?

La primera hipótesis tiene relación con el linaje patriarcal del discurso filosófico occidental. Esto supone que la filosofía virilizó en exceso su imagen de sí que la preocupación por la apariencia física le parece una preocupación poco filosófica, poco masculina, indigna como objeto de estudio, ya que los «asuntos femeninos» no forman parte constitutiva del corpus de la musculosa filosofía occidental. Al tropo «natural» de lo masculino se antepone el tropo del «ornamento» como objeto femenino. Algunas filósofas feministas tienen bastante claro este arcano patriarcal: la mujer ha sido filosóficamente pensada como una abyección, como un sujeto liminal, un cuasi-sujeto del cual no es posible extraer consecuencias universales7. La mujer y las asociaciones de lo que tiene que ver con esta fantasía patriarcal no ingresan al campo filosófico8. Lo extraño es que algunas filósofas feministas reproducen este imaginario patriarcal al reducir el vestido a un problema de cosificación del cuerpo femenino. Sumada a esta cripto-misoginia del discurso filosófico tradicional, añádase que el cuerpo en el siglo XX fue pensado análogamente como cuerpo de mujer, como un cuerpo sometido a la tiranía de un triple régimen (cosmético, dietético y háptico), que obligó a que el cuerpo fuese tipificado por la filosofía con las mismas propiedades que «la mujer»: incompletud, materia sensible, deseo desbordado, vulnerabilidad, impureza, contaminación, desviación, frivolidad. Por lo tanto, la imagen virilizada de algunas filosofías contemporáneas impidió pensar el cuerpo vestido, puesto que representaba un riesgo teórico y una frivolización al introducir «lo femenino» en los más altos estándares de la racionalidad.

La segunda hipótesis del rechazo filosófico del cuerpo vestido está vinculada con el eterno retorno de la cosmética. Históricamente, la cosmética tiene una larga data, ya que aparece intermitentemente en la historia filosófica: los griegos denominaron kosmetikeia a la dimensión filosófica que normaba el cuerpo, el alma y las pasiones siguiendo el orden natural previamente establecido por el cosmos. El vínculo entre el orden (kosmei) y la presentación ante los otros (ethos) fue así una de las mayores preocupaciones prácticas de los filósofos antiguos. Por esta razón, la cosmética tuvo su mayor incremento en el periodo helenístico, momento de aparición de una de las primeras crisis civilizatorias ocasionadas por la disolución del mundo antiguo y acentuadas por el cristianismo imperial. Este dato sugiere que la cosmética tiende a emerger en los momentos de mayor crisis civilizatoria, ya sea por el advenimiento de las fuerzas imperiales o por los frenos a las potencias republicanas, pues se trata de un modelo civilizatorio que intenta salvar a los individuos frente al peligro de la homogeneidad cultural que, en el fondo, encubre uno de los máximos mecanismos de la servidumbre voluntaria.

La cosmética aparece ocasionalmente, entonces, para salvaguardar al individuo de un mundo en descomposición ética. La cosmética acontece como una prótesis colectiva. Frente al orden neoliberal organizado bajo el principio general de equivalencia, la cosmética no sería más que la confirmación de que todo, incluso el cuerpo, tiene un precio, un valor de intercambio, una medición ética, un plusvalor estético. Por el contrario, como disciplina republicana, la cosmética inaugura la potencia del vestido plebeyo en el momento que atisba que la insurrección concluye con un cambio en la vestimenta: cedant arma togae. La crítica cosmética es, finalmente, una operación desmitologizadora (Entmythologisierung), una ortografía de la insurrección por venir. Un símbolo de vestidos y prendas de la revuelta9.

Como podrá notarse, ambas hipótesis, aunque reductoras, revelan algunos de los prejuicios filosóficos recurrentes contra la cosmética. Para poder salir de esta escena impúdica y comenzar a pensar el cuerpo vestido es necesario, entonces, cumplir con dos condiciones prudenciales. Primero, destruir la misoginia filosófica que asocia la cosmética con la frivolidad, lo cual implica abandonar la noción —difundida ampliamente— de filosofía pura o Hard Philosophy. Atreverse a diseminar problemas, trasvestir el canon y aprender a contaminarse de otras disciplinas, objetos culturales y estilos de razonamiento. Escribir filosofía con otra sensibilidad: la sensibilidad cosmética de nuestro tiempo. Segundo, advertir que las crisis civilizatorias son una constante antropológica y la oportunidad para generar un umbral de cambio epocal, de manera que la cosmética siempre ha estado presente y no tiene como finalidad la reclusión del individuo en tiempos de la catástrofe. La preocupación por la apariencia no es una forma de naufragio burgués, tal como lo codificó Thomas Mann en LosBuddenbrook. Las crisis civilizatorias muestran que la preocupación por la apariencia física no es una cuestión banal ni un asunto «femenino» ni un problema surgido de la razón neoliberal. Por el contrario, la sospecha es que quizá detrás de la apariencia física se asoma una de las formas de dominio más sutiles del tiempo presente y, por ende, una de las condiciones fundamentales para pensar la emancipación de nuestros cuerpos. La cosmética es el índice primario de la contemporaneidad en la medida que la negación de su impacto es su principal forma de diseminación política. La cosmética oculta lo que reservamos para el secreto.

1 El ribeteo originario de la metafísica clásica consiste en postular una gradación de lo viviente en la que lo humano adquiere mayor preminencia ontológica respecto de los animales y las plantas. Por ejemplo, Platón argumentó que la superioridad ontológica del humano radica en que, a diferencia del animal, que posee un impulso instintivo (thumos), o de las plantas, que sólo admiten deseo (épithumia), el humano es un ente privilegiado porque posee la razón (nous), que lo dota de superioridad intelectual. Cfr. Platón, Timeo, 72e-79a.

2 Heidegger, Martin, Ser y tiempo, Ediciones de la Universidad de Chile, Santiago, 2015, § 2.

3 Huston, Nancy, Vosotras bellas, vosotros fuertes, Meleuisna, Madrid, 2018, p. 30.

4 Ory, Pascal, «El cuerpo ordinario», Corbin A., Courtine J. J. y Vigarello, G. Historia del cuerpo. Volumen III. Las mutaciones de la mirada. El siglo XX, Taurus, Madrid, 2006, p. 138.

5 Le Breton, David, La Sociologie du corps, Presses universitaires de France, Paris, 2002.

6 Irigaray, Luce, Speculum. De l’autre femme, Éditions de Minuit, Paris, 1974.

7 Magallanes, Fernanda, Psychoanalysis, the Body, and the Oedipal Plot. A critical re-imaging of the body in psychoanalysis, Routledge, London, 2019.

8 Pages, Anna, Cenar con Diotima. Filosofía y femineidad, Herder, Barcelona, 2018.

9 Jesi, Furio, Spartakus. Simbología de la revuelta, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2014.

1. Arqueología del vestido

«Del mismo modo que se delinque quitándole el vestido a una persona, otro tanto ocurre al esquilar una oveja, pues la lana es su vestido». Porfirio

En el Blue Book, el cuaderno azul en el cual Wittgenstein escribió las notas de su curso de 1933-1934 en la Universidad de Cambridge, aparece una extraña analogía entre la notación y la vestimenta. Wittgenstein escribió: «Olvidamos fácilmente cuánto puede significar para nosotros una notación, una forma de expresión, y que cambiarla no es siempre tan fácil como suele serlo en matemáticas o en ciencias. Un cambio de vestidos o de nombres puede significar muy poco y puede significar muchísimo»1. Precisamente, la vestimenta no es una preocupación oficial en la historia de la filosofía, aunque esté presente como recurso metafórico, como analogía productiva o como un principio de rechazo a la vida cotidiana. La filosofía y el vestido no son históricamente compatibles. Incluso, el rechazo a la vestimenta ya está presente en el inicio de la disciplina: en el siglo I, Éufrates, el filósofo estoico del que Plinio cuenta que hablaba y vestía de manera suntuosa, desmintió con su presencia la imagen del filósofo profesional: un varón con barba mal cuidada y con ropa repugnante incapaz de servir para la vida pública. Plinio no se equivocó: una apariencia física cuidadosa no es digna de una vida filosófica genuina. ¿A qué se debe este rechazo entre la vestimenta y la práctica filosófica? ¿El desdén por la apariencia física es un prejuicio histórico o forma parte profunda del saber filosófico? La respuesta a tales preguntas tiene relación con lo que Wittgenstein sospechó en el curso mencionado: la vestimenta puede significar muy poco o muchísimo para los filósofos, para las instituciones y para el común de las personas. La vestimenta, quizá contrario a lo que pensó Plinio, encierra uno de los problemas filosóficos más relevantes y poco discutidos por la filosofía. Para probar tal relevancia, el capítulo plantea una arqueología del vestido y responde a la pregunta sobre por qué el cuerpo en general y el cuerpo vestido en particular representan un problema para la filosofía2.

I. El contrato vestimental

La diferencia entre el cuerpo desnudo y el cuerpo vestido no es equivalente a la diferencia entre la dimensión biológica y dimensión cultural del ser humano. Confusión decimonónica. El cuerpo desnudo supone una incursión en el debate antropológico acerca de si el humano es un animal vestido o si, en un lenguaje más cercano a las biopolíticas contemporáneas, el humano es el único viviente capaz de vestirse: un zoon endumata echon. Como exploración antropológica, la co-pertenencia entre el vestido y el ser humano es indudable, pues ni los animales ni los dioses cambian de ropa. El problema con esta relación es que la vida en sociedad y el cuerpo vestido no son equivalentes. Como con la prohibición del incesto, todos los seres humanos se visten, pero no todos se visten igual. No existe forma de organización humana que no codifique una forma de cubrir el cuerpo ni sociedad que no establezca, directa o indirectamente, un contrato vestimental. La razón de este pacto para ocultar la desnudez y protegerse del exterior está motivado principalmente por causas antropológicas: la vestimenta inaugura una primera relación entre el cuerpo y el medio con la que el vestido comunica un mensaje corporeizado. La vestimenta, por lo tanto, es una constante antropológica que supone la historia material y espiritual de las costumbres y las técnicas humanas. La filosofía puede derivar en una antropología de las técnicas vestimentarias. Sin vestimenta, el humano no se hubiese consolidado como especie ni hubiese mantenido su control simbólico sobre los animales y las plantas. Sin vestimenta, el homo erectus no hubiese abandonado definitivamente el reino animal. Sin vestimenta, no hay mundo humanamente relevante.

El contrato vestimental es la explicación hipotética en la que los seres humanos ingresan al orden social por medio de la aceptación de la distinción corporal entre el cuerpo desnudo y el cuerpo vestido. Esto supone que el contrato vestimental es normativamente anterior a la división sexual del trabajo, división ficcionalizada por el contrato social como modelo explicativo del origen del orden social3. El empleo de esta noción permite postular a la vestimenta como una condición trascendental del habitar humano, como el modo en el que el humano establece un principio de individuación basado en la apariencia física: el individuo gestiona su singularidad a partir de la distinción con los demás entes de la comunidad por medio de la aceptación del abandono de desnudez. La condición de socialización del individuo —la ontogénesis— depende, entonces, de que el humano acepte ir vestido, que asuma cubrir su cuerpo para mostrarlo y, a su vez, para ocultarlo de las partes que cada contexto considera impresentables. El humano cubre con telas o pieles su cuerpo y con ello produce un orden, un mundo, una escala donde comparar y comparecer frente a los otros y sus semejantes.

Contrario a la sociología de la moda que explica la vestimenta en el contexto de la modernización —la sociología relaciona la moda con la modernidad y no con los modos arquetípicos de las formas de vida—, la antropología del vestido intuye que la capacidad de vestirse es una de las formas más arcaicas que dispone el animal humano para habitar el mundo. Quizá la más longeva de la antropogénesis reflexiva. Si el vestido responde a la necesidad humana basada en el principio de cubrirse de la intemperie, tal artefacto es una de las condiciones básicas de la antropogénesis. Sin vestimenta, el ser humano perece en el medio. Sin vestimenta, el ser humano no logra distinguirse de los animales. Sin vestimenta, la diferencia sexual no operará simbólicamente. No existe humano que se encuentre en su hábitat completamente desnudo. El humano no es un mono desnudo, sino un animal vestido. «Vestirse es lo propio del ser humano. Afirmar que el hombre es un “mono desnudo” no pasa de ser un juego de palabras, pues en la naturaleza no se encuentra un solo hombre desnudo: siempre será un “mono vestido” o al menos adornado»4.

Algunos estudios antropológicos recientes sugieren que el Hombre de Cromañón —nombrado de esta manera por su aparición en una cueva de la región de la Dordoña francesa— ya poseía un tipo de vestimenta sofisticada, pues existen indicios materiales de la existencia del hilo. El hilo, ese artefacto humano poco valorado pero que representa la primera tecnología textil, está elaborado de la unión trenzada de dos fibras naturales y tiene una datación de más de cuarenta mil años. El Hombre de Cromañón, si bien no estaba a «la moda» ni articulaba la distinción social con base en la ropa, poseía vestidos y prendas que servían para cubrirse, dormir, cuidar el alimento y obtener ventajas que otros animales no disponían. El vestido fue un potente mecanismo evolutivo. Incluso Ötzi, la momia del ejemplar humano encontrado en los Alpes del sur del Tirol en 1991, y del cual sabemos que había muerto hace unos cinco mil años en un combate con otros humanos, estaba vestido con prendas altamente tecnificadas. La ropa de Ötzi, junto con su ADN, el colon y su cráneo, lo convirtieron en el ser humano más estudiado por la antropología forense hasta el momento. En este caso, la ropa de Ötzi incluía una capa de fibra vegetal, un sombrero de piel de oso, un chaleco y calcetas de piel de cabra doméstica, un «taparrabos» de piel animal y unos zapatos tejidos con cuero y cubierto con piel de oso que incluían un diseño sofisticado para evitar la entrada del agua de nieve.

Frente a esta indumentaria «sofisticada», cabe preguntarse si tales «aditamentos», si tales «equipos» merecen el nombre de «prendas de vestir» o, por el contrario, si con la ropa comienza la historia de las significaciones humanas, lo que Hans Blumenberg denominó historia espiritual de la técnica5. ¿Acaso lo que Ötzi portaba en la cabeza puede ser entendido como un sombrero, un gorro, un trofeo de caza o un artefacto de protección térmica? ¿La capa servía, además de calentar, para proteger de la lluvia o instalar una cama portátil? ¿Sigue siendo ese objeto de Ötzi una capa? Más que responder a estas preguntas, que suponen la elaboración de una prehistoria de la vestimenta, lo interesante filosóficamente es postular lo contrario: una archi-historia del vestido, una arqueología que incluya la vestimenta como principio, como arje de la existencia común. Una arqueología que parta de la pregunta por el vestido como una condición trascendental de la existencia humana. Asimismo, esta archi-historia conduce la discusión acerca del vestido a un ámbito altamente especulativo debido a que postula un presunto comienzo de la racionalidad vestimentaria, una antropología trascendental del vestido6.

Por lo anterior, la pregunta epistemológica que este tratado responde hiperbólicamente es si la antropología trascendental del vestido es una indagación arqueológica —indagación análoga al tipo de investigaciones realizadas por Michel Foucault y continuadas por Giorgio Agamben— o si constituye una historia filosófica de la vestimenta. Por lo pronto, cabe precisar que una historia filosófica de la vestimenta es un estudio de las nociones vestimentarias utilizadas por los filósofos para explicar el origen de la sociabilidad. En cambio, una investigación arqueológica es un tipo de investigación histórica con pretensiones filosóficas en la que el estudio genético de los conceptos permite explicar cómo es posible el presente filosófico. El problema es que la arqueología abona a la ontología del presente pero no es, todavía, una crítica del presente. Por tal razón, la antropología filosófica del vestido es una arqueología que no está interesada en responder acerca del origen empírico, histórico o genético, de la vestimenta —aunque necesite de esta información para poder construir su verdad—, sino en pensar las condiciones trascendentales que hacen posible que el humano aparezca vestido y, mejor aún, en cuestionar si la vestimenta es un tipo de archai, un principio de la antropogénesis.

Finalmente, las ventajas de una antropología del vestido es que no pone en duda el supuesto del vestido como una constante antropológica ni lo condena a ser una tecnología de la evolución de la especie. La antropología trascendental del vestido es la forma que adopta la arqueológica filosófica de la vestimenta. Tal arqueología responde no sólo a la pregunta de si el vestido es una constante antropológica o si es una condición sine qua non para la aparición de los seres humanos, sino que prueba que el vestido es el archai con el cual el humano ingresó a la cultura por medio de un pacto de sujeción ética. El vestido constituye el comienzo de la vida ética. El vestido es la forma originaria con la que el humano aparece ante sí y ante los otros.

Análoga a la distinción entre desnudo y desnudez, el vestido no es lo mismo que la vestimenta. El vestido es un símbolo de protección. El vestido es la palabra empleada habitualmente por la antropología para remitir a la protección del cuerpo, al cuidado por la exposición de la piel a medios naturales hostiles. En cambio, la vestimenta es una alegoría de la cultura. La vestimenta sintetiza las condiciones en las que los seres humanos pactan codificaciones morales para asegurar el trato con los otros y poder llevar una vida sin riesgos a ser eliminados. De tal suerte, que si el vestido conduce a una antropología empírica, la vestimenta posibilita una arqueología filosófica. Ambos registros ofrecen diferentes explicaciones étnicas y sociológicas del vestir como acto humano y de la vestimenta como forma arquetípica de la experiencia humana. La arqueología del vestido es la única forma de pensamiento que puede dar cuenta, con profundidad ontológica y rigor conceptual, del impacto filosófico del contrato vestimental.

Por un lado, la antropología del vestido insiste en que, por lo menos, existen tres razones antropológicas del origen del vestido: la necesidad de protección del clima, el sentimiento de pudor y el mejoramiento de la apariencia. En primer lugar, la necesidad de protección de la intemperie fue evolutivamente crucial, pues al ser la piel expuesta el principal órgano de contacto con el mundo, no cabe duda de que debió ser muy difícil mantener el cuerpo humano sin protección de un medio sumamente hostil e indomesticado. La «piel» como metáfora del primer vestido no deja de ser una «metáfora poética», ya que los medios naturales constituyen una amenaza para la vida del ser humano y, para tal fin, dispone de un órgano de la totalidad: la piel. En este sentido, el vestido surge antropológicamente como la primera forma de protección del cuerpo y la piel para asegurar el límite entre el mundo exterior y la vida interna de los individuos. La piel es nuestro umbral. El cuerpo es «investido» cutáneamente para dar cuenta de la existencia del ser humano en el mundo.

Por esta razón, la piel, antes que ser un productor semiótico del orden social, constituye la vestimenta «natural» más fina, más débil, mayormente expuesta y vulnerable con la que el ser humano detecta el peligro y enfrenta las inclemencias del medio ambiente. La piel como recubrimiento corporal, como dermis contigua a una epidermis, identifica el mundo y recibe los estímulos provenientes tanto del interior como del exterior para desarrollar el soporte físico y el aparato psíquico que le permitirá al ser humano sobrevivir. La piel es el primer vestido humano. No es extraño, entonces, que desde la Odisea hasta las primeras formulaciones de la teoría de la evolución o el psicoanálisis freudiano, la piel sea explicada como ropaje, como manto, como el primer vestido humano, como la prenda liminal que produce la escisión entre la psique y el mundo, como la «corteza exterior» que procesa y limita los estímulos externos. La piel es el órgano de la totalidad porque es el receptor que abre el mundo como campo de sentido7. En el Canto XIX, en su retorno a Ítaca, Ulises es identificado por su nodriza Euriclea, quien lo reconoce por su cicatriz en el muslo:

La vieja tomó un reluciente caldero en el que acostumbraba lavar los pies, echóle gran cantidad de agua fría y derramó sobre ella otra caliente. Mientras tanto, sentóse Ulises cabe al hogar y se volvió hacia lo obscuro, pues súbitamente le entró en el alma el temor de que la anciana, al asirle el pie, reparase en cierta cicatriz y todo quedara descubierto. Euriclea se acercó a su señor, comenzó a lavarlo y pronto reconoció la cicatriz de la herida que le hiciera un jabalí con su blanco diente, con ocasión de haber ido aquél al Parnaso, a ver a Autólico y sus hijos.8