Flavio - Rosalía de Castro - E-Book

Flavio E-Book

Rosalía de Castro

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Beschreibung

Flavio (1861) es una novela romántica donde prima el desengaño y la exaltación a la condición femenina, en una época donde la mujer estaba destinada a ser propiedad del hombre. En ella, la autora disecciona el mito romántico para luego destruirlo, llevando al borde del suicidio a su protagonista masculino. Mara, una escritora en la clandestinidad, a todas luces un trasunto de la Rosalía adolescente, es asfixiada por el amor posesivo y caprichoso de Flavio, y lucha, en aras de su independencia, contra los celos abrasivos, evadiendo su entrega incondicional a la voluntad de su persuasivo amante.

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FLAVIO

© autor: Rosalía de Castro

© edición 2021: Ediciones Garoé

Imágenes cubierta: Rosa Bonheur. Lienzo: Feria de caballo (1853)

Retrato Rosa Bonheur de Edouard Louis Dufube (1857)

Imágenes autor: Gonzalo Santana

Adaptación y actualización de la obra: María Ibaya Yuste González

Título de la colección: Ausencia, dolor y vanidad

Prólogo: Josefa Molina

Dibujo patrón floral: Paula Marian Amado

Vectores ilustraciones: Luxuryus

Maquetación y diseño de cubierta: Garoé Designer

Maquetación Ebook: CaryCar Servicios Editoriales

Corrector: Víctor J. Sanz

Impreso en España

ISBN Ebook:978-84-124013-9-4

ISBN: 978-84-124013-4-9

Depósito legal: GC 362-2021

Ediciones Garoé apoya la protección de derechos de autor.

El derecho de autor estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes de derechos de autor al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo, está respaldando a los autores y permitiendo que Ediciones Garoé continúe publicando libros para todos los lectores.

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Ediciones Garoé

Calle El Repartidor, 3, 3L

35400 Arucas, Las Palmas de Gran Canaria

Tlf.: (+34) 928 581 580

Islas Canarias, España

www.edicionesgaroe.com

Flavio

Rosalía de Castro

[Nota preliminar: Edición a partir de Obras completas, ed. V. García Martí, Madrid, Aguilar, 1944, t. II, pp. 203—473, cotejada con la de Mauro Armiño (Obra completa, Madrid, Akal, 1980, t. III, pp. 13—284) y la de Manuel Arroyo Stephens (Obras completas, Madrid, Fundación José Antonio Castro, 1993, t. I, pp. 217—463).]

Índice

Hojas marchitas

Arte con nombre de mujer

Marie-Rosalie Bonheur

Prólogo

— I —

— II —

— III —

— IV —

— V —

— VI —

— VII —

— VIII —

— IX —

— X —

— XI —

— XII —

— XIII —

— XIV —

— XV —

— XVI —

— XVII —

— XVIII —

— XIX —

— XX —

— XXI —

— XXII —

— XXIII —

— XXIV —

— XXV —

— XXVI —

— XXVII —

— XXVIII —

— XXIX —

— XXX —

— XXXI —

— XXXII —

— XXXIII —

— XXXIV —

Hojas marchitas

Las rosas en sus troncos se secaron,

los lirios blancos en su tallo erguidos

secáronse también,

y airado el viento arrebató sus hojas,

arrebató sus hojas perfumadas

que nunca más veré.

Otras rosas después y otros jardines

con lirios blancos en su tallo erguidos

he visto florecer;

mas ya cansados de llorar mis ojos,

en vez de llanto en ellos, derramaron

gotas de amarga hiel.

Rosalía de Castro

Invisibilización: conjunto de mecanismos culturales dirigidos a ocultar de forma interesada la existencia de determinado grupo social.

Cuando hablamos de arte de autoría femenina, la historia universal del arte se ha encargado concienzudamente de obviar, anular, olvidar e invisibilizar las obras de las mujeres que desarrollan su labor artística en el campo de arte plástico (y lamentablemente, en todos los campos artísticos) negando el nombre y, por tanto, la existencia a todas esas creadoras.

Visibilizar: hacer visible lo que normalmente no se puede ver a simple vista.

Desde Ediciones Garoé hemos querido hacer todo lo contrario, visibilizando a las mujeres artistas a través de la inclusión de sus obras pictóricas en las portadas de nuestros libros. Porque nombrar es un acto de presencia, nombrar es un posicionamiento activo y comprometido con el que queremos nutrir a nuestras colecciones.

1Sabemos que solo una de cada tres exposiciones individuales en los museos españoles es de una artista. Nuestro objetivo es que nuestra Colección clásicos Mujeres escritoras se llene de arte con nombre de mujer, no solo como un acto de reconocimiento, sino, sobre todo, de gratitud hacia las mujeres artistas y su legado.

Marie-Rosalie Bonheur

La foire du cheval (Feria de caballos), 1835 Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.

Es 1853, una pintora y escultora francesa llamada Rosa Bonheur abandona con paso firme el Salón de París. Acaba de impresionar a los presentes con un cuadro de estilo realista titulado Feria de caballos, y ahora su nombre se dispone a resonar en los círculos artísticos de la Ville Lumière. No solo ha venido al mundo para deslumbrar con la maestría de su pincel representando animales; también para quebrar los convencionalismos de la época que le ha tocado vivir. Mientras camina, intuye que es una mujer adelantada a su tiempo, y su alma es tan libre que a veces siente que levita a ras de suelo. Está convencida de que nació para nadar a contracorriente, y con valentía le planta cara, sin aspavientos, a esa sociedad donde la mayoría de las mujeres sucumbe al corsé, al miriñaque y al rol de madre y esposa. Realmente, ella no hace otra cosa que ser ella misma, por eso lleva el pelo corto, fuma habanos y prefiere la comodidad del pantalón. Además, le gustan las mujeres y no lo esconde. Mientras avanza, las miradas de desaprobación, tanto de damas como de caballeros, no logran traspasar su piel. Rosa Bonheur responde elevando la barbilla, se siente orgullosa, y sonríe porque de nuevo nota que sus pies se elevan unos centímetros del suelo, y esa sensación le encanta.

Prólogo

Rosalía de Castro (Santiago de Compostela, 1837-Padrón, 1885) publicó Flavio en 1861, cuando apenas contaba con veinticuatro años de edad. Supuso su segunda obra en prosa tras la publicación de La hija del mar en 1859. Son apenas dos años los que transcurren entre la publicación de las dos novelas, y, sin embargo, existe una evolución hacia la madurez en la prosa de la poeta gallega.

Efectivamente, en esta segunda producción literaria, la autora ya no recurre a las citas literarias al inicio de cada capítulo tal y como hace en La hija del mar; presenta personajes mucho más elaborados en cuanto a su descripción psicológica, indaga en los diálogos como recurso de interacción entre los personajes principales y hace uso de los soliloquios como técnica narrativa de presentación de los pensamientos y sentimientos de estos.

Estamos, pues, ante un trabajo literario que evoluciona hacia la novela moderna en la que se ofrece una descripción psicológica de los personajes mucho más trabajada, que permite a la persona lectora adentrarse en la visión y vivencia de los personajes en relación con temas siempre controvertidos como la pasión, el amor desgraciado, los celos o la vanidad.

Conformada en un total de treinta y tres capítulos, Rosalía de Castro desarrolla la novela siguiendo una estructura narrativa firmemente asentada en pares contrarios: hombre-mujer, amor sincero-amor ficticio, pasión-mesura, campo-ciudad, todo ello mediatizado por una trama en la que los vaivenes del amor apasionado y contradictorio entre Flavio y Mara marcan el desarrollo de la trama.

Flavio, joven criado en el campo, que vive su primer amor desde la pasión más irracional y los celos más viscerales, frente a Mara, una joven de ciudad, racional y fuertemente adaptada a las normas sociales de su entorno.

De hecho, el entorno social y natural cuentan con un considerable peso en esta obra en la que la autora gallega subraya una visión sencilla y bondadosa de la vida en el campo, frente a la hipocresía de las normas sociales que rigen la convivencia en la ciudad. «Voy viendo que las ciudades son un infierno, en donde es necesario educar hasta el corazón, y si esto es así, renuncio a civilizarme y prefiero vivir salvaje…», le dice Flavio a Mara en uno de los diálogos. A ello le suma amplias descripciones del campo y de la naturaleza, con la exaltación de lo salvaje y natural, elementos propios del género romántico.

En este contexto, el elemento de unión de mujeres y hombres, entre los géneros, se establece a través de las relaciones sentimentales. De esta forma, Rosalía de Castro describe cómo el enamoramiento desestabiliza a los protagonistas provocando dolor y sufrimiento, para poner de manifiesto que, al final, la pasión, personificada en Flavio, es incapaz de ser educada por la razón, cuya cualidad ostenta Mara.

Sin embargo, en mi opinión, lo que resulta de mayor trascendencia es el trabajo de profunda caracterización psicológica de los personajes, especialmente en sus personajes centrales, Flavio y Mara, que representan dos formas contrarias de entender y vivir el amor presente y plantearse el futuro de su relación como amantes.

En el caso de Flavio, se trata de un primer amor, arrebatado y apasionado, que le desconcierta y descoloca. El joven criado en el campo que, tras el fallecimiento de sus padres, busca conocer mundo —«la vida del hombre sin libertad no es vida»—, vive la exaltación de la libertad gritando «el mundo es mío», para, de repente, ver truncado su sueño de libertad al caer atrapado por los lazos de un amor apasionado.

Desde los primeros párrafos, las mujeres se perciben a través de los ojos de los personajes masculinos como perversas tentaciones que alejan al protagonista de su anhelado deseo de libertad. «Pero las mujeres, las hermosas mujeres, estaban otra vez allí; es decir, los demonios tentadores, que vagaban sin cesar en torno suyo». Es más, hay un desprecio explícito de la mujer por parte de los personajes masculinos de la obra, que definen a las mujeres como «el juguete que Dios ha puesto en medio de nuestro camino para amenizar nuestros momentos de ocio y hastío».

Flavio, joven impetuoso y fluctuante, al verse rechazado por Mara, llega incluso a plantear la violencia física. De hecho, no son pocas las referencias a la violencia ejercida hacia la mujer que Rosalía de Castro expone en Flavio, desde el férreo control ejercido a través de las normas sociales hasta el abuso sexual de la mujer al no contar con medios propios para subsistir, pasando por la violencia psicológica e incluso por el asesinato.

Frente a la pasión irracional de Flavio, Rosalía de Castro presenta a Mara que, tras sufrir un desamor, duda del sentimiento y plantea la liviandad y el carácter pasajero del mismo. Además, se muestra desconfiada hacia el futuro de la relación con Flavio: «… espantada ante su espantoso porvenir, temblaba a que llegase la hora de unir su suerte a la del viajero, y por lo mismo hallaba siempre ingeniosos medios para dilatar el casamiento con que Flavio soñaba eternamente».

Se describe a Mara como una joven «sensible y orgullosa como ninguna, prefería engañar a ser engañada, y soportaba mejor el nombre de coqueta que el de desgraciada y aborrecida». A través de la figura de Mara, la autora gallega, uno de los máximos exponentes del rexurdimento, realiza una crítica a las normas sociales y los prejuicios morales de la época, en la que la mujer debía de acatar lo que se esperaba de ella si no quería sufrir el escarnio social, algo contra lo que se revela Mara, que aspira a una relación de amor entre iguales basada en el respeto mutuo. Ello hace que su entorno, incluida su propia madre, la califique como soberbia y fría. La chica, que además es huérfana de padre (una vez más, la condición de orfandad paterna de la autora se pone de manifiesto en sus obras) se tiene que defender a sí misma.

Así pues, el personaje femenino protagonista manifiesta su deseo de ruptura con las normas sociales imperantes en su época. Mara es consciente de las consecuencias que tienen sus comportamientos y actitudes, unas consecuencias que Rosalía de Castro expone de manera antagónica en los personajes masculinos cuando se comportan de la misma forma. Una muestra de ello es el siguiente párrafo: «La falsedad de la mujer, si es verdad que existe, no nace en su corazón, más tierno y más amante que el de los hombres; ni anida en su alma, que naturalmente es inclinada a amar a aquel de quien es amada. Esa falsedad, que sin pudor alguno nos echáis en cara, es vuestra hija, puesto que, exasperando nuestra susceptibilidad, sin consideración alguna, nos provocáis en nuestra impotencia y nos obligáis a poder vengarnos de un modo más noble: a engañaros, como nos habéis engañado; a poner en práctica lo que nos enseñasteis un día, vosotros los reyes del universo, que en un solo momento, con una sola palabra destruís nuestra honra y nuestra felicidad, sin que hayáis establecido en favor nuestro ningún medio de reparación, ni noble ni digna. ¿Y os atrevéis a criticar después un instante siquiera lo que llamáis nuestros perjurios y nuestras coqueterías, tan solo porque hieren vuestro orgullo humillado? ¡Infamia…!».

Muy consciente de las normas sociales vigentes, nuestra protagonista sabe perfectamente los perjuicios que le supondría no asumir el papel socialmente establecido para ella y anhela que la considerasen algo más que un objeto «para amenizar los momentos de ocio y hastío del hombre».

Ante la condición fijada por la sociedad de la época, Rosalía de Castro nos muestra a una joven capaz de pensar y de decidir por sí misma, una joven consciente de que la supuesta inferioridad de la mujer es impuesta socialmente y no corresponde a la propia naturaleza y a la valía real de la mujer: «… con gusto me presentaré siempre ante ellos con la aguja en la mano, la cabeza inclinada sobre mi labor y fijo, al parecer, mi pensamiento en escuchar sus frases huecas y vacías… No hay ningún tirano que no guste de ser adulado, y solo por medio de la adulación llega hacérsele arrastrar hasta los pies de su esclavo. Venzamos, pues, al más fuerte como él pretende ser vencido. Yo no envidio la supremacía del hombre, y estoy satisfecha de haber nacido mujer. Los más altos estarán los más bajos… Los primeros serán los últimos…, y lo son ya».

Hay que tener en cuenta que la condición social femenina en el siglo XIX está mediatizada por la concepción de la mujer como ángel del hogar, una concepción del ámbito de lo moral apoyada por la literatura religiosa y los manuales de conducta. A la mujer se la concebía como un ser sufrido y abnegado, esposa fiel y devota, educadora de sus hijos, dispuesta siempre al sacrificio y a quedarse en segundo, tercer o cuarto plano.

Esa es una concepción de la que no escapa Rosalía de Castro en esta obra, donde hace continuas alusiones a la doble condición con la que se concibe socialmente a la mujer, musa o bruja, ángel o diablo, virtuosa o prostituta, a través de la descripción de los personajes femeninos secundarios como la madre de Rosa, quien, al enviudar y con una hija que alimentar, cede a los abusos sexuales de su casero como única vía para poder subsistir, o a través de las prostitutas que les muestran a Flavio el placer del sexo, conocimiento que le lleva a modificar su visión de la mujer y que le hace trasmutar de considerarla como un ángel a convertirla en un demonio perverso.

Como indican Sandra Gilbert y Susan Gubar en su mítico ensayo La loca del desván, en la novela del siglo XIX, «las mujeres solo existen para que actúen sobre ellas los hombres, tanto como objetos literarios cuanto como objetos sensuales». 2

La literatura, sin duda, es fiel reflejo de la cultura imperante en cualquier grupo humano y social, y, por tanto, está repleta de juicios y símbolos sexistas. El autor o autora vive en una época cuyas formas de vida y pensamiento asoman en sus escritos y en su proceso como persona creadora, reproduciendo los cánones sociales imperantes.

En Flavio también encontramos los estereotipos de los personajes femeninos: la mujer-madre, la mujer-musa, el adulterio (que solo cometen las mujeres), la prostituta o la rebelde que es tildada de soberbia cuando no sigue las normas sociales establecidas.

Escribir supone incluirse en el discurso, estar presentes, como Mara quiere estarlo cuando escribe y reflexiona sobre la creación poética (y Rosalía de Castro a través de ella): «Si mi pluma traza desiguales renglones…, que nadie sepa que aquellos renglones son versos… Los que creen que el universo ha creado tan solo para ellos sus bellezas, dicen que suenan mal en boca de una mujer los consonantes armoniosos; que la pluma en su mano no sienta mejor que una rueca en los brazos de un atleta…, y tal vez no les falte razón… Aunque difícil de convencer, soy débil para las grandes luchas, y solo hubiera levantado mi voz cuando hubiese alguno que dijera que para ser poeta se necesitaba, además del talento, mucha bilis, mucha sensibilidad nerviosa, propensión a la melancolía y un deseo innato hacia lo que no puede poseerse… Entonces…, ¿quién más que las mujeres tendrían condiciones de verdaderos poetas?».

La escritura es una forma de posicionarse en el mundo, de oponerse a la alienación; es una forma de resistencia ante la sociedad y ante la desaparición. Hablar, escribir, obtener voz pública a través de la palabra escrita constituye un ejercicio de poder a cuyo margen la sociedad patriarcal ha mantenido a la mujer hasta tal punto que, como indica Mary Beard, «no es fácil encajar a las mujeres en una estructura que, de entrada, está codificada como masculina, por tanto, lo que hay que cambiar no es a la mujer, sino la estructura».3

Afirmaba la escritora, historiadora e intelectual, Iris M. Zavala, que «el enfoque de nuestra mirada le pregunta a un texto no solo qué significa, sino qué formas de vida proyecta, qué epistemologías o conocimientos construye, y cómo y cuándo y quién los proyecta o reproduce».4

Siguiendo a la poeta puertorriqueña, en esta obra he interpelado a la autora gallega sobre qué nos quiere contar con Flavio y, en mi opinión, lo que busca Rosalía de Castro es dejar patente su reflexión personal en torno a la falsedad que encierra el denominado amor romántico. Y lo hace utilizando el marco de una obra literaria que sigue los cánones de la tragedia clásica, en la que los sentimientos humanos más profundos —como la pasión, los celos, el rencor o el deseo de venganza— movilizan a sus personajes para, tras otorgarles un punto de giro dramático, hacerles aprender de lo vivido.

En Flavio, la enseñanza final es la muerte de cualquier atisbo de amor idealizado. El fin del amor romántico.

Josefa Molina

Flavio

— I —

La verdadera patria del hombre es el mundo entero.

Allí donde respire aire y libertad, allí donde pose con seguridad su planta, allí es el reino de un alma libre, allí su amada patria, el lugar bendecido, la tierra santa, que puede regar con el sudor de su frente.

¿Por qué detenerme un instante más?

Un mismo sol ¿no da vida y calor a todo el universo?

Adiós, pues, lugares a quien no amo.

Casa que me ha visto nacer.

Jardín en donde por primera vez aspiré el aroma de las flores.

Fuentes cristalinas, bosque umbroso, en donde gemía el viento en las tardes del invierno, prado sonriente bañado por el primer rayo del sol, ¡adiós!

Adiós, tranquilo hogar, techo amigo, sobre el cual han rodado tantos huracanes sin arrancar una sola hierba de esas que nacen solitarias y solitarias mueren, en las grietas que forman una y otra pizarra desunidas.

Yo me ahogo en las blancas paredes de tus habitaciones mudas y sin ruido.

Tu silencio y tu tranquilidad pesan sobre mi alma como la fría losa de un sepulcro.

Y es que no hay nada tan triste y melancólico como el silencio que se sucede al armonioso murmullo de voces queridas, que fueron a apagarse para siempre en los abismos de la eternidad; pues no existe nada más lúgubre que el eco que responde a nuestra voz, bajo las bóvedas desiertas, cuando pronunciamos un nombre querido, que ya está borrado del número de los vivos.

¡Un padre…!

¡Una madre…!

¡Desde el instante en que estas palabras dulcísimas no son ya más que un recuerdo, el espíritu se agita inquieto y temeroso, en los lugares en donde esas palabras han resonado un día, como un reclamo, al cual respondía otro dulce reclamo!

Al atravesar el oscuro salón en donde tantas veces la trémula voz de mis padres interrumpió el silencio en las noches tranquilas del estío, me parecía sentir aún el murmurar suave de sus labios y la tranquila respiración de su seno cariñoso.

Me estremecí.

Las campanas de la vieja capilla que tan tristemente habían doblado el día de sus funerales tocaban a la oración, produciendo ese sonido prolongado que semeja un ¡ay! lanzado al mundo de los vivos desde otro mundo desconocido. La luna brillaba en el cielo como un globo que arde encerrado en un fanal opaco, y los árboles del parque movían blandamente sus ramas a impulso de las ligeras brisas de la noche.

Algunas nubes pasaban de cuando en cuando, velando los rayos pálidos de la casta diosa y dibujando sobre la llanura sombras fantásticas y ligeras.

Nada tenía de lúgubre, en verdad, aquel hermoso cuadro, cuadro apacible que tantas veces había contemplado con la sonrisa de la inocencia en los labios y la alegría en el corazón.

Sin embargo, tan dulce tranquilidad me causaba entonces profunda tristeza, y me sentía conmovido como si presintiese una cercana tormenta.

Aquel estado de temor que se había apoderado de mi espíritu llegó a causarme una inquietud extraña y me arrodillé para alzar a Dios la oración de la tarde, la oración de las melancolías, esperando hallar en ella el reposo que necesitaba mi alma; mas en aquel instante mis oídos zumbaron, mi corazón dejó de latir y, flaqueando mis rodillas, caí sobre el pavimento.

La puerta del salón acababa de abrirse con violencia, impulsada por una fría ráfaga de viento, que pasó azotando mi rostro; las colgaduras, que pendían inmóviles de las altas ventanas, se agitaron; se ocultó la luna tras de una negra nube, y el salón quedó sumido en la más completa oscuridad, apoderándose de mí un temor invencible.

Entonces, el miedo y mi conciencia, sin duda, hicieron resonar en mi oído aquellas voces tan amadas que ya no podían hablarme sino desde el sepulcro y me pareció que lanzaban sobre el hijo que quería abandonar la que fue su morada terribles anatemas y predicciones que me llenaron de espanto.

Despavorido, reuní mis fuerzas y me puse en pie para huir. Las colgaduras se agitaron de nuevo, viniendo a herir mi rostro aquella ráfaga de aire glacial, que me hizo estremecer; el maderaje estalló dolorosamente, y con paso apresurado salí del salón para no volver nunca, resuelto a no escuchar jamás la voz de mis preocupaciones.

Mis padres han muerto, y las cenizas de los muertos no son más que tierra que vuelve a la tierra.

El mundo es mío.

Nada me liga ya a estos lugares sombríos, que han sido por espacio de veinte años la cárcel de mi libertad.

Desde hoy podré recorrer el mundo entero sin escuchar una voz que me detenga, y sin tener que volver los ojos llenos de lágrimas al lugar que dejo tras de mí.

Cenizas de mis padres…, adiós…

Yo os lloro, pero sonrío a la libertad, que me abraza y me saluda.

¡Yo la bendigo!

— II —

¡Ea, pues, postillón! ¡Agita el látigo!

Hieran los fogosos caballos con su duro casco la tierra humedecida por las primeras lluvias del otoño.

Sienta yo sobre mis mejillas el aire de otras montañas, en tanto las ruedas del carruaje se deslizan con sordo rumor por caminos desconocidos y errantes.

Vea yo nuevos campos, nuevas ciudades, que pueda dejar al otro día sin lanzar un solo suspiro, ni derramar una sola lágrima.

Que no pesen sobre mi corazón más que afecciones ligeras, de esas que nacen y mueren a impulsos de la voluntad.

Que las impresiones que reciba mi alma se disipen fácilmente, como se disipa en el fino acero el templado hálito con que se pretende empañarle.

¡Aprisa…, aprisa, postillón!, el crujido del látigo agita mi sangre. Él me recuerda que huyo de la casa que tanto tiempo he tenido que habitar bajo el poder de un padre amado, pero que esclavizaba mi espíritu.

¡Aprisa, postillón! Todo el espacio que ocupa la tierra no basta a llenar mi ambición de libertad.

La vida del hombre sin libertad no es vida.

El día en que me abandones, ¡oh, libertad!, permita el cielo que el soplo de la última caricia resbale sobre mi sepulcro.

— III —

Y quedó abandonado el viejo palacio, triste y abatido como el anciano que solo puede contemplar en su último hijo el fruto maldecido de una juventud coronada de sacrificios.

Cada hombre que pasa dirige una mirada melancólica a la abandonada vivienda, recordando su historia, o procurando adivinarla a través del musgo sombrío que cubre sus ennegrecidas paredes, y el labrador que un tiempo hizo resonar alegremente su voz en el interior de aquellos bosques, va a sentar a la puerta solitaria, y las aves nocturnas hacen sus nidos en las cornisas de las ventanas sin temor a que vengan a inquietarlas ningún humano ruido, y lanzan tristes graznidos posadas sobre las veletas enmohecidas, que a su vez parecen gritar con voz lastimera cuando el viento fuerte de las tormentas las hace voltear sobre sus goznes.

Y aparecerá la aurora, y llegará la hora del anochecer, sin que se escuchen en el palacio ni el canto del gallo, ni el ladrido del perro, ni el relinchar de los caballos.

El silencio, ese dios que habita las grutas y las selvas, ha dejado su retiro para ir a extender sus dominios en el palacio solitario, y los desiertos salones, los parques umbrosos, los floridos jardines, yacerán, de hoy más, bajo su influjo poderoso y sombrío.

¡Oh! ¡Con qué tintas tan melancólicas cubre el olvido todo aquello sobre lo cual extiende sus alas hermanas de la muerte!

Esas mismas murallas que se conservan erguidas, despreciando las injurias del tiempo, y que parecen desafiar a las tormentas que retumban bajo las ruinosas bóvedas, desahogan también su dolor en las verdosas gotas que destilan de cada losa y que dejan resbalar lentamente hasta la tierra que las enjuga. Todo tiene sus lágrimas, y ese humor verdoso y amargo que brota como un manantial de cada piedra que contiene un recuerdo, del que ya nadie hace memoria, es el llanto de las ruinas, el único compañero de su amarga soledad.

¡Ay! Bien pronto el palacio que vio nacer a Flavio, y todo lo que existe en él, se revestirá de ese tono severo, que nos sorprende tristemente, cuando tocamos el polvo con que los años han cubierto objetos por largo tiempo abandonados.

Muy triste es, en verdad, a la hora del crepúsculo contemplar aquel vasto edificio, en el que no se siente el ruido más leve, destacándose sobre un cielo sereno, al cual parece demandar justicia por la amarga soledad a que le ha condenado el último de sus habitantes. Los árboles parecen gemir con el viento, en el silencio de la noche; los cristales de las ventanas despiden un brillo melancólico reflejando la luz de la luna, que ilumina débilmente algunas de las solitarias habitaciones, y a la mañana, cuando la aurora baña la tierra con su luz virginal, los pajarillos revolotean, cantando en vano, a sus puertas, esperando el grano que Flavio les repartía y que ellos llevaban al nido de sus pequeñuelos.

¡Ya todo es tristeza y soledad, menos para el que ha nacido en él, y que se aleja de su abrigo cariñoso sin derramar una sola lágrima ni volver atrás la cabeza para decirle adiós!

Pero corramos un velo.

El tiempo pasa así sobre las cosas, como sobre los hombres, y los marca tristemente con su mano de hielo; mano terrible aquella, que nos señala la senda que conduce al sepulcro.

¡Feliz ese lugar que habitan los bienaventurados, en donde ni existe el tiempo ni se cuentan las horas, ladronas descaradas que nos dicen sin compasión, y a su antojo, que se nos llevan la vida!

— IV —

Flavio había emprendido su marcha a medianoche, hora peligrosa cuando se tienen que atravesar caminos desiertos; pero más romancesca que ninguna para emprender un viaje bajo el amparo de la divinidad que había invocado, y a quien desde niño rendía un verdadero culto.

Partió, pues, con la alegría en el corazón, sin que la más ligera sombra de temor inquietase su espíritu, y satisfecho de haber elegido con acierto, para emprender su largo e indefinido viaje, la hora más bella y la que estaba más en armonía con sus locos proyectos.

En efecto, salir de su palacio en medio del profundo silencio de una noche clara y apacible, cuando los insectos dormitaban en las plegadas hojas y los pájaros se cobijaban en sus nidos; lanzarse entonces en rápida carrera, cuando la tierra entera se abandonaba al reposo y a la tranquilidad más profunda, era toda la felicidad a que podía aspirar el loco viajero.

Al sentir cómo las gruesas puertas se cerraban dejando fuera de su alcance al león que tantas veces habían aprisionado, al recordar en medio de su emoción que ninguna voz podía ya detenerle, ninguna voluntad oponerse a su voluntad, Flavio creyó enloquecer de alegría sintiendo que se animaba su corazón con un placer ardiente y desconocido.

Y cuando el aire fresco de la noche se deslizó con suavidad sobre sus ardorosas mejillas, cuando aquel aire lleno de agrestes aromas gimió en torno suyo y meció blandamente sus cabellos como haciéndole una caricia, aquel aire que la continua vigilancia de sus padres no había dejado llegar hasta él sino a través de las estrechas rejas de su dormitorio, Flavio no pudo menos de lanzar un grito de salvaje alegría y dar la señal de partida con un tan fuerte latigazo que los cimientos del palacio parecieron conmoverse y crujir a impulsos de aquel estallido diabólico.

Las palabras de «¡Aprisa, aprisa, postillón!» resonaron seguidamente en las gargantas de las montañas, en las concavidades de las rocas, en las cañadas, en los altos riscos. Todo se estremecía de alegría al repetir sus ecos, y nada respondía a su voz con gemidos. ¡Ah!, una voz juvenil y llena de entusiasmo halla acogida en todas partes; vibra con armonía aun en medio de los desiertos, y va a mezclarse alegremente al murmullo de las olas que combaten en el océano. Pero ¡esto es solo un instante, porque las alegrías de la juventud son como nubes blancas que aparecen con la aurora y que disipa el viento de la tarde!

¿Por qué no había de ser eterno el ardiente espíritu que llena la primavera de la vida con sus sonrisas, la alegre diosa de la juventud que aprisiona un instante con flores nuestro corazón y cubre con sus vapores rosados todo lo que puede aparecer lúgubre y melancólico ante nuestras miradas, que solo respiran animación y amor?

Pero ¡ay!, las flores se deshojan, los horizontes se cubren de nubes… ¡La venda cae de nuestros ojos!

— V —

Serían las dos de la madrugada cuando los caballos, fatigados de una carrera violenta y rápida, tomaron un trote cansado que desesperaba a Flavio e impacientaba al postillón. Pero tuvieron que resignarse al fin a dejar a los caballos su marcha lenta, que el mal camino hacía más trabajosa, y Flavio, en cuyo espíritu ejercían poderosa influencia las bellezas de la naturaleza, cediendo insensiblemente al encanto de aquella noche apacible, sintió despertarse en su alma una tranquilidad melancólica y llena de dulzura.

Su vista vagaba errante por las misteriosas hondonadas que se extendían al pie del camino, pareciendo dilatarse hasta lo infinito, y por los bosques sombríos, en donde se creería percibir cómo los robles corpulentos procuraban mezclarse y confundirse en un abrazo eterno. Un vapor sutil bañaba la tierra, sobre la cual la luna dejaba caer sus pálidos rayos, como queriendo ocultar a su claridad importuna los amores misteriosos de las plantas; y las lucernas, brillando entre el musgo, parecían mirar con ojo tenaz, velando en medio de la noche a Flavio, a las estrellas, a la naturaleza entera.

En tanto, el coche rodaba lentamente dejando en pos de sí bosques tras bosques, praderas tras praderas, cañadas florecientes y riachuelos que se veían deslizar tranquilos por entre la hierba murmurando mansamente. Sus aguas brillaban a veces como diamantes; otras, semejaban una negra y movible sombra que se agitaba bajo las inclinadas ramas de los álamos; y otras, en fin, cinta plateada que alguna hada hubiese extendido graciosamente al pie de las colinas, como queriendo hacerlas sus prisioneras.

Ya era un torrente que se despeñaba arrastrando en pos de sí las hojas secas que el viento arrebataba a los árboles que crecían a su orilla; ya un lago tranquilo que, como bruñido espejo, reflejaba en su fondo la luna y las estrellas, que parecían estremecerse inquietas; ya una cigarra que, cantando, iba oyéndose cada vez más lejano el eco monótono de su voz. Y todo lo dejaba en pos de sí el carruaje que, andando lentamente, a los ojos de Flavio parecía que volaba. Graciosas colinas aparecían y volvían a desaparecer en lontananza, como si no fuesen más que una ilusión óptica, sucediéndose otras nuevas a las pasadas, ya más bellas, ya más fantásticas, y pasando algunas veces por su imaginación conturbada la idea de si todo aquello no era más que un sueño.

«¿Por qué caminar siempre? —decía—. Todo esto que contemplo con una avidez insaciable, con un placer desconocido, va infundiendo en mi alma una apatía melancólica, un deseo de quietud eterna… Tal vez morir en medio de una de estas selvas agrestes, en donde no se escucha el más leve ruido que anuncie la existencia del hombre, morir en medio de esta dudosa claridad parecida a la del crepúsculo, y antes que la aurora descorra el velo que la oculta, sería la mayor felicidad a que yo pudiese aspirar en estos momentos de dulce melancolía».

He aquí cómo los pensamientos de Flavio, bañándose, si así puede decirse, en la fría tristeza de aquella noche de otoño, acababan de sufrir una transformación repentina, porque empezaba a sentirse dominado por la misteriosa melancolía que esparce en el alma el silencio y la meditación; melancolía que muchas veces degenera en inercia profunda y doliente.

La agitación y el movimiento incesante con que había soñado tantas veces en su estrecho gabinete y solitario parque, nada eran entonces para el voluble niño. El silencio que domina los retirados lugares, la inalterable y perpetua armonía de la naturaleza le encantaban, y quizás el recuerdo de aquel mismo palacio que acaba de abandonar pasaba entonces por su pensamiento como una dulce visión de reposo y de calina.

En tanto el viajero empezaba a experimentar esa contrariedad de deseos que en la monótona quietud de su retiro no habían podido llegar a conmoverle, sintió el más vivo placer citando el carruaje, doblando un ángulo del camino, se internó de improviso en una explanada, desde la cual se descubría la más bella perspectiva que hubiera deseado contemplar la más poética imaginación.

Era una inmensa vega cubierta de arbolado, con pequeñas aldeíllas agrupadas aquí y allá en medio de los bosques y regada por un ancho río, que seguía su lento curso entre las orillas del césped, yendo a perderse al pie de lejanas montañas que parecían, a la amarillenta luz de la luna, sombras vaporosas y gigantescas. Percibíase el sonoro murmullo del agua que caía de varios molinos ocultos entre frondosos castaños, y se mezclaban al canto de las cigarras y al soplo del viento, que agitaba suavemente las hojas de los árboles, su ruido monótono y expresivo.

Flavio abarcó con una sola mirada todos los encantos de aquel cuadro grandioso y respiró con fuerza, como si quisiera recoger en sí mismo los ecos, los perfumes y el espíritu que fecundizaba tantas bellezas; pero aquel suspiro fue contenido cuando iba a expirar en sus labios.

Sobre el ruido que formaba el agua de los molinos, sobre el canto de las cigarras y las brisas de la noche se alzó otra armonía más sonora y vibrante. Era una música lejana que acompañaba un coro de voces frescas y suaves, voces de mujer que esparcían al viento sus ecos dulcísimos.

Nada más nuevo y sorprendente para el viajero que aquellas voces, que jamás hasta aquel instante habían herido sus oídos; nada más conmovedor que aquella música resonando en medio del silencio de los campos en las altas horas de una noche serena.

Bajo la primera influencia de aquellos sonidos sus labios murmuraban palabras inconexas, y llevando la temblorosa mano al corazón, trató en vano de contener sus latidos. Un frío sudor inundaba su cuerpo, y, estático y casi sin fuerzas, seguía escuchando aquellos acordes que parecían resonar en el cielo.

Su corazón, virgen aún, y que hasta entonces no había conocido los ardientes incentivos que dan el primer grito de alarma a las pasiones, acaba de despertarse a una nueva vida, trémulo y lleno de alegría como el que abre sus ojos a la luz después de una noche de vagas tinieblas.

Nunca en el apartado retiro en donde se había deslizado su vida, como un río que sigue silencioso su carrera por la llanura, se escuchara el rumor de una fiesta, ni acento alguno de regocijo y de algazara. Tan solo el canto de los campesinos o el ladrido de los perros se hacía sentir en lugares tan apartados del resto del mundo. Silenciosos aquellos vastos salones, así a la mañana como a la tarde, así el año que concluía como el que empezaba de nuevo, era aquella existencia fría y metódica, en la que podían contarse los latidos de cada corazón.

Flavio había dormido en medio de una calma imperturbable un prolongado sueño de inocencia, coronado de ilusiones de libertad y de puras creencias. El despertar de este sueño, cuando aún niño por su corazón era ya hombre, debía arrastrar en pos de sí un turbión de inmoderados deseos, una fiebre de temibles sensaciones que harían trabajosa y difícil la carrera de su vida.

Concentrados hasta entonces todos sus pensamientos en la idea de poder abandonar el sombrío palacio para correr como un loco por aquel mundo que su viejo maestro le describiera, con la benevolencia propia de un anciano para los recuerdos de su juventud, no le habían dejado adivinar ni la pasión, ni el amor, y aún mucho menos ese abismo profundo y resbaladizo que se llama sociedad, y en la que dicen que necesita vivir el hombre para purificarse de su sencilla ignorancia.

Flavio, pues, entraba en el mundo con el corazón dispuesto a recibir todas las sensaciones, todos los sentimientos imaginables, sin pensar siquiera que pudiera haber alguno contra el cual tuviese que combatir con armas que no conocía.

Su maestro le había dicho: «El hombre que quiere ser siempre dueño de su voluntad y de sí mismo no debe dejarse sorprender por sentimientos que le liguen a objeto alguno, porque entonces será esclavo en vez de ser libre; pero el que con resolución firme y valor en el corazón rechaza todo aquello que pueda aminorar sus fuerzas, para ese es tan fácil la senda de la vida como lo son a la gaviota las encrespadas olas sobre las que boga eternamente».

Y Flavio creyó firmemente en las palabras de su maestro, no dudando un instante de que poseía en sí mismo aquel valor que haría tan fácil y amena esa senda, por la que deseaba lanzarse con todo el ardor de sus ilusiones primeras.

«Yo soy fuerte en mi voluntad —dijo—. Ninguna cosa habrá que me seduzca hasta el punto de arrebatarme mi querida independencia, suspirada y apetecida en tan larga cautividad».

Y partió con ánimo tranquilo, sin temor a los obstáculos que pudiese hallar en su camino. No obstante, Flavio, a pesar de su ignorancia, leyera algunos libros, entre los cuales había algunos que hablaban de este mundo con más desprecio y amargura de la que se necesita para llegar a aborrecer el objeto más digno; pero la lectura de los mejores libros en ciertas épocas de la vida no queda más indeleble en el espíritu que las iniciales grabadas en la corteza de un árbol que se cubre de musgo cada año. Todo lo que había leído no había sido suficiente para formar en él un carácter fijo, un modo de pensar conforme; cada libro dejara en su espíritu una idea como un adorno postizo, y podemos decir que Flavio, respecto a esto, nada tenía suyo sino una imaginación de fuego, un carácter dado generalmente a la melancolía y un talento poco vulgar.

Sus meditaciones solían ser sombrías, y sus sensaciones eran violentas y expansivas. Pero creemos que esto último, más bien que hija de su carácter, era un efecto de su educación y de su ignorancia. Flavio era una planta virgen, un ser extraño a los placeres del mundo que con los ojos vendados corría en pos de ellos buscando su amada libertad. ¡Infeliz…! ¡Qué infierno de sensaciones, qué invisibles cadenas le esperaban para sujetar su espíritu indomable! Pero ¿cómo evitar esas amarguras, que antes de hacernos derramar las frías lágrimas del desencanto nos sonríen cariñosamente y bañan con miel nuestros labios?

— VI —

La música proseguía llenando el viento con sus armonías, y llegando hasta Flavio parecían querer enloquecerle por medio de su oculta magia.

La luna se presentaba tan clara y brillante que su luz hubiera podido confundirse con los primeros resplandores del alba, y sus rayos pálidos iluminando de lleno el río prestaban tal transparencia y encanto al paisaje, que Flavio pensó que no era tan difícil creer que las sílfides y ondinas moraban en el fondo de las aguas o vagaban en la apacible sombra que reinaba en la espesura. Entonces pensó recorrer aquellos lugares tan bellos y misteriosos, perseguir aquellos armoniosos ecos que le enloquecían, y el inclemente carruaje ya no seguiría indiferente su marcha, abandonando de nuevo tantas bellezas como se presentaban ante sus áridas miradas, cual si le convidasen a gozar placeres desconocidos. Mandó detener el carruaje, y, abriendo la portezuela y saltando con rapidez, se ocultó entre los castaños que ocultaban los molinos y desapareció a los ojos del postillón.

Era este un hombre de treinta años, poco más o menos, cachazudo, resuelto y que, habiendo sido militar, conservaba todavía parte del valor que le distinguiera en el ejército. Tenía buen corazón, a pesar de su natural fiereza, se amoldaba a todas las circunstancias de la vida y profesaba a Flavio particular afecto, porque solía decir que amo poco ceremonioso y suelto de mano era digno de que un criado honrado le guardase inalterable adhesión pese a todas las vicisitudes imaginables. De profunda penetración, y hallándose al servicio de Flavio hacía más de dos años, le tenía por un grande hombre; pero en su interior le pronosticaba mal fin, a pesar de lo cual se había jurado a sí mismo no abandonarle jamás. «Él es valiente —se decía—, y mis puños son de hierro… Marchemos, pues, a recorrer el mundo, que con dinero, paciencia y buen humor el peor mal que pueda sucedernos es morir hoy en vez de morir mañana».

Convencido de tan excelentes ideas, miró si los revólveres que a prevención llevaba estaban bien cargados, y apoyando la cabeza en su ancha mano, en actitud de dormir, vio, al parecer con la mayor indiferencia, la marcha de Flavio, murmurando entre dientes: «¡Él lleva también pistolas!».

Y después de decir esto se dejó sorprender por uno de esos sueños de centinela que desaparecen a la primera voz de alerta.

— VII —

Cuando Flavio, después de atravesar las encrucijadas que conducían al primer molino, pudo ver la multitud de luces de apariencia fantástica que se percibían en un bosque no muy lejano, se creyó verdaderamente transportado a aquel lugar por alguna mano invisible para ser testigo de cosas misteriosas y extraordinarias.

Una vaga sombra de temor resbaló por su pensamiento… Las historias de encantamientos con que le habían entretenido en su niñez se presentaban de improviso a su memoria, y vaciló pensando si aquellas ficciones, que eran casi una creencia para los sencillos campesinos, no tendrían algún fondo de realidad. Diremos, en honor de la verdad, que nuestro valiente joven estuvo casi a punto de retroceder, temiendo alguna traición de las hadas… ¿Quién sabe si alguna misteriosa Amida trataría de atraerle con tan dulces sonidos para sorprenderle en medio de su sueño?

Mas como Flavio tuviese talento y fuese, en realidad, valiente, desechó bien presto tan necios y absurdos temores, persuadido de que debía observarlo todo sin extrañarse de nada y posar con seguridad su planta doquiera hubiese un palmo de tierra habitado o no por el hombre.

Aquellos habían sido sus sueños, su eterna ambición, y era necesario por lo mismo marchar con valor y sin retroceder ante ningún obstáculo.

—¿Será posible —dijo enojado consigo mismo— que vacile y me conmueva al primer paso que doy en mi camino? ¡Oh!, no; tanto valdría ver caer la primera piedra que indicase la ruina de mis más caras ilusiones. ¡Adelante, pues!

Y se puso en camino hacia el lugar adonde su paso errante le llevaba, siguiendo un estrecho sendero marcado a orillas de un bosque de espesos robles.

A medida que caminaba, oía más distintamente aquellos sonoros ecos, que llenaban el aire y parecían repetirlo, en confuso, los árboles del bosque.

Pero, apenas había dado los primeros pasos, un grupo de jóvenes pasó a su lado con alegre algazara, saludándole.

—¡Buenas noches! —le dijeron en un acento que revelaba quizá demasiada franqueza.

—Buenas noches —les contestó Flavio secamente y mirando hacia otra parte.

Sin embargo, ni su aire adusto ni su acento algún tanto despreciativo pudieron librarle de que el más hablador o más curioso se acercase a Flavio y le dijese:

—Perdonad, amigo mío; sin duda alguna, hoy es la primera vez que recorréis estos hermosos lugares, y no sabéis, por lo mismo, que la estrecha senda por que camináis con tan seguro paso está llena de peligros que no podéis adivinar. ¿Queréis permitirme que os sirva de guía?

Flavio no contestó, miró a su interlocutor de la manera más impertinente, y haciendo un gesto de fría indiferencia, siguió por el mismo camino.

—A lo que veo —prosiguió el joven desconocido con un acento de fina reconvención—, sois como aquel muchacho de la fábula, que dormía tranquilo a la orilla de un pozo, y a quien la fortuna le despertó, llamándole al mismo tiempo insensato; pero advierto que no os agrada la compañía de los desconocidos; os dejo, pues; pero tened entendido…

—¿Qué? —preguntó Flavio.

—Que si es la primera vez que venís a estos sitios, no debéis marchar con tanta tranquilidad; hay peligros en estos caminos, y, creedme, la fortuna os dice por mi boca como al niño: ¡tened cuidado!

—¿Tantos son, pues, y tan grandes esos peligros de que habláis?

—No, ciertamente; no son muchos ni muy grandes; pero son peligros, al fin.

—¡Es posible! —replicó Flavio con ironía.

Y siguió silenciosamente su camino.

Su nuevo compañero hizo otro tanto.

—¿Queréis decirme —preguntó Flavio, volviéndose bruscamente— qué peligros corro?

—¿Vais al baile? —le preguntó aquel a su vez.

—Ciertamente; pero no sé qué queréis darme a entender con semejante pregunta.

—¡Bueno! Vais al baile; es la primera vez que recorréis estos sitios en que la mano pródiga de la naturaleza vertió todos sus preciosos dones, y no creéis que hay peligro en esto. ¡Ah!, ya veo que sois confiado como un niño.

—Puede ser, amigo mío —se atrevió a decir Flavio—; pero, o me engaño —añadió con cierta infantil alegría—, o hemos llegado al lugar encantado.

Una alegre multitud, dispersa por las frondosas alamedas, se movía a la claridad semifantástica de las luces de colores, como un río que mezcla su murmurio al armonioso ruido de los cañaverales.

Los rayos de la luna, filtrándose a través del espeso follaje, y las estrellas, que, como si quisiesen prestar también sus encantos a la fiesta nocturna, aparecían brillando como pálidos diamantes en medio de la oscuridad, daban a este cuadro toda la hermosura y poesía de que están llenas las tranquilas noches del otoño.

Mujeres hermosas pasaban y repasaban como un ejército de fantásticas hadas, pálido el semblante y armoniosa y fresca la voz. Crujían débilmente sus leves vestidos, temblaban a su paso las ramas de los pequeños árboles, el viento venía cargado de sus perfumes y lo llenaban todo con su presencia. Frescas rosas que abrían sus hojas al primer beso del sol, así eran ellas; verlas y no amarlas era imposible.

Flavio las vio, Flavio las sintió pasar a su lado: alguna vez el tibio aliento de la más hermosa llegó hasta su rostro, sus leves vestidos le rozaron al pasar, su voz resonó en su corazón como una música dulce y conmovedora, sus miradas se cruzaron.

—He aquí las mujeres —exclamó en tanto las seguía con sus ávidas miradas—, las mujeres en quien no había pensado aún, y de quien mi maestro me habló vagamente y como de una cosa mezquina y débil… ¡Mezquina! —repetía—. ¡Mi maestro estaba loco! ¿Por ventura esas frentes tersas y blancas como el marfil, esos talles ligeros y esbeltos como el tronco de un álamo joven, esa belleza perfecta, son una cosa mezquina? ¡Oh!, no; jamás. Yo creo que no hay nada más sublime que la mujer, nada más bello, más digno de nuestros pensamientos.