La hija del mar - Rosalía de Castro - E-Book

La hija del mar E-Book

Rosalía de Castro

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La hija del mar es la primera novela de Ausencia, dolor y vanidad, una trilogía dedicada a la escritora gallega Rosalía de Castro, donde incluimos tres de sus obras seleccionadas. Publicada en 1853, cuenta la historia de Teresa y de Esperanza, su hija adoptiva, a quien rescataron de un misterioso naufragio. Se trata de dos mujeres que viven en Mugía, una pequeña ciudad de Galicia envuelta en la niebla, y que pasan de la pobreza más absoluta a una vida llena de lujos al regresar el marido de Teresa, que la había abandonado años atrás. Alberto Ansot, que así se llama, es un pirata sin escrúpulos que ha hecho fortuna comerciando con esclavos. Se enamora de Esperanza, y madre e hija acaban prisioneras en su propia casa, mientras su relación empeora por momentos y se dirigen, a la deriva, hacia un trágico y sorprendente final.

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CASTRO, Rosalía: La hija del mar

Biblioteca Nacional de España

Edición original CDU: 821.134.2-31 '18'

© obra: Rosalía de Castro

© edición 2021 Ediciones Garoé

© imágenes cubierta: José Sellier Loup fotografía a Rosalía de Castro (1880)

Adaptación y actualización de la obra: María Ibaya Yuste González

Título de la colección: Ausencia, dolor y vanidad

Sinopsis y textos cubiertas: Eduardo Reguera

Prólogo: Josefa Molina

Dibujo patrón floral: Paula Marián Amado

Vectores ilustraciones: Luxuryos

Corrección Víctor J. Sanz

Maquetado Ebook: CaryCar Servicios Editoriales

1ª edición: mayo 2021

2ª reimpresión: octubre 2021

Impreso en España

ISBN Ebook: 978-84-124013-9-4

ISBN: 978-84-121248-8-0

Depósito legal: GC 175-2021

Ediciones Garoé apoya la protección de derechos de autor.

El derecho de autor estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes de derechos de autor al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo, está respaldando a los autores y permitiendo que Ediciones Garoé continúe publicando libros para todos los lectores.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,

http://www.cedro.org) si necesitase fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Garoé

Calle El Repartidor, 3, 3L

35400 Arucas, Las Palmas de Gran Canaria

Tlf.: (+34) 928 581 580 Islas Canarias, España

www.edicionesgaroe.com

Índice

Prólogo de Josefa Molina

Prólogo

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Conclusión

Cuando los hijos mueren

[I]

¡Ay!, cuando los hijos mueren,

rosas tempranas de abril,

de la madre el tierno llanto

vela su eterno dormir.

Ni van solos a la tumba, ¡ay!,

que el eterno sufrir

de la madre, sigue al hijo

a las regiones sin fin.

Mas cuando muere una madre,

único amor que hay aquí;

¡ay!, cuando una madre muere,

debiera un hijo morir.

Rosalía de castro

Prólogo

Rosalía de Castro y el mar infinito

Adentrarse en la obra de una de las principales figuras de la poesía de la literatura española del siglo XIX, personalidad clave del rexurdimento gallego, Rosalía de Castro (Santiago de Compostela, 1837-Padrón, 1885), no deja de ser un gran atrevimiento y una osadía por mi parte, que afronto con el más profundo de los respetos y con la mayor de las ilusiones.

Cuando me dispuse a abordar la escritura de este prólogo sobre la autora gallega, lo primero que me vino al pensamiento fue el recuerdo de mi primer acercamiento a su obra en mi época como estudiante de secundaria. Por aquel entonces, la autora de La hija del mar, junto a la también gallega Emilia Pardo Bazán (1851-1921), cuyo centenario de fallecimiento se conmemora este año 20211, y a Fernán Caballero, seudónimo de Cecilia Böhl de Faber y Ruiz de Larrea (1796-1877), eran las únicas escritoras reseñadas y estudiadas en mis clases de Literatura Española.

Lo dramático del tema es que hoy en día siguen siendo estas mismas autoras las incluidas en el temario de secundaria. Han pasado más de treinta años y parece que las escritoras aún no han ganado el derecho a ser estudiadas y reseñadas en los libros de textos. De hecho, según un estudio realizado por la Universidad de Valencia sobre la presencia de personajes femeninos en los libros de textos de 1.º a 4.º de Educación Secundaria (ESO) en nuestro país, se constataba que la presencia de las mujeres se reducía a tan solo el 7,5 %.2

¿Casualidad? En absoluto. Se debe, más bien, a una estrategia perfectamente orquestada con el fin de invisibilizar la presencia de la mujer en todos los ámbitos profesionales, culturales y académicos. En el caso de la literatura, esta estrategia ha partido de los que han ostentando el poder literario, es decir, escritores, catedráticos, editores, ensayistas…, que históricamente han diseñado todo un conjunto de artificios dirigidos a situar las obras de autoría femenina fuera de los cánones establecidos.

Según el crítico estadounidense, Harold Bloom: «El canon occidental existe precisamente para poner límites». Y se reafirma indicando que «Shakespeare es el canon. Él impone el modelo y los límites de la literatura»3. Es decir, todo lo que se escribiera fuera de las pautas establecidas por el citado canon no puede ser considerado literario ni mucho menos universal. O, lo que es lo mismo, todo lo que no fuera escrito por un autor varón, europeo, heterosexual y de clase media-alta, queda al margen de lo considerado como alta literatura. Se trata, pues, de una visión heteropatriarcal eurocentrista sesgada e interesada que sitúa en el margen no solo las obras escritas por la mujer, sino también las obras literarias no europeas o aquellas generadas por colectivos no heterosexuales. Afortunadamente, el discurso sobre un canon universal que define lo que es o no literario está más que entredicho gracias, sobre todo, a la crítica literaria feminista.

En mi opinión, el sesgo que establece un canon como el anterior solo provoca el empobrecimiento de la propia producción literaria que, además, no se corresponde con la libertad artística y creativa del ser humano. Creo que la capacidad de crear a través de la palabra y la escritura no debería verse afectada por el género, la raza o la condición social, sino por la propia capacidad humana para imaginar, fabular, narrar o poetizar y plasmarlo con la calidad suficiente para llegar al público y emocionarlo. Para mí, ese es el objetivo de escribir.

Por todo ello, resulta de vital importancia la reedición de textos de autoras como Rosalía de Castro, cuya publicación a través de una trilogía, rescata Ediciones Garoé bajo el lema «Ausencia, dolor y vanidad», y ello, por un doble motivo. Por un lado, porque no solo nos permitirá acercarnos a tres de las obras menos conocidas de la escritora gallega para la mayoría de las lectoras y los lectores, más acostumbrados a sus imprescindibles Cantares gallegos (1863) y, por otro, porque nos recuerda la importancia, siguiendo a la poeta e intelectual feminista estadounidense Adrienne Rich, de recuperar a nuestras madres literarias.

No podemos ni debemos olvidar de dónde procedemos ni quiénes fueron nuestros referentes literarios. El avance hacia el reconocimiento de las mujeres escritoras en igualdad de condiciones y oportunidades que los escritores varones exige afrontar la creación literaria de acuerdo con unos criterios literarios no sexistas que definan la calidad de los textos. En ese camino, las creaciones literarias de nuestras escritoras tienen, sin duda, mucho que aportar.

Centrándonos en la obra que nos ocupa, fue publicada en 1859, cuando su autora contaba con veintidós años. Se trata de una novela de corte romántico, de lectura fluida y rico léxico que enseguida nos da muestras de la descomunal capacidad descriptiva, rica en metáforas y figuras literarias, de la que hace gala la poeta gallega.

Especialmente subrayables son los pasajes en los que la autora realiza una contundente denuncia de la violencia ejercida contra la mujer por razón de su género.

Quien se adentre un poco en la obra de Rosalía de Castro podrá advertir la denuncia reiterada de la concepción intelectual y social sobre la mujer escritora. Ejemplo de ello lo encontramos en el breve y sublime ensayo de corte marcadamente feminista, Las literatas. Carta a Eduarda, publicado en 1865, dirigido a su amiga íntima, Eduarda Pondal, fallecida de tifus en 1853. Rosalía y su amiga habían acudido ese año a la romería de Nuestra Señora de la Barca en el municipio de Muxía, donde ambas contrajeron la enfermedad. Eduarda no pudo superarla. Fue precisamente en Muxía, municipio de La Coruña, donde Rosalía de Castro situó, seis años después, la trama de La hija del mar.

La dura crítica que la literata recibió de la sociedad de la época fue puesta de manifiesto por la propia autora en el prólogo de la novela que nos ocupa. Lo primero que llama la atención es el contenido marcadamente reivindicativo del mismo. En él, la escritora gallega hace patente su denuncia de la peyorativa concepción social e intelectual que en la época se tenía de la mujer que escribía porque, tal y como señala en el mismo prólogo: «… todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben». En este pequeño texto, la autora de Follas novas realiza una defensa de la escritura de obra femenina, nombrando a mujeres de distintas disciplinas artísticas que la han precedido como madame Roland, Rosa Bonheur, santa Teresa de Jesús y George Sand —seudónimo de la periodista y escritora francesa Amantine Lucile Dupin de Dudevant—, con cuyas citas comienza algunos de los capítulos de esta magnífica novela.

Destaco el tono irónico y lleno de sarcasmo que utiliza la autora gallega para dejar patente su disconformidad ante estos hechos en los siguientes términos: «Se nos hace el regalo de creer que podemos escribir algunos libros, porque hoy, nuevos Lázaros, hemos recogido estas migajas de libertad al pie de la mesa del rico, que se llama el siglo XIX».

Con esta exposición de intenciones inicial, la autora desarrolla una novela que divide en un total de veinte capítulos, a los que añade un capítulo final a modo de conclusión. Se trata de un texto de carácter marcadamente romántico acorde con el género literario imperante a principios y medianos del siglo XIX, donde priman las emociones, la idealización de lo tradicional y la muerte, el amor y la pasión como temas principales, entre otros elementos. No son pocas las citas de uno de los máximos exponentes del Romanticismo, el británico Lord Byron, con las que Rosalía de Castro encabeza los capítulos de la obra. También da cabida a citas de escritores españoles como Luis de Góngora y Zorrilla, así como del alemán Goethe y de los franceses Victor Hugo y George Sand, entre otros.

Resulta magnífica la descripción de acuerdo con los más clásicos cánones románticos que realiza la autora para describir el paisaje de las costas gallegas y sus gentes, especialmente de las formas de vida de la zona de Muxía, en la denominada Costa de la Muerte, a los que califica de «lugares malditos por Dios».

La hija del mar es una dignificación de las gentes de la mar. Frente a los marinos, a los que describe de corazón noble a pesar de su tosquedad en costumbres y tradiciones, sin faltar alguna referencia al ideario mitológico gallego como la procesión de la Santa Compaña, contrapone a las clases pudientes, centralizadas en la figura de Alberto Ansot. Es a este hombre, opresor y malvado, al que se enfrentan las dos protagonistas de la novela, Teresa y Esperanza.

Son ellas, dos mujeres que han crecido huérfanas en ausencia de la figura paterna, las protagonistas frente a los varones de la obra, circunscritos al papel de secundarios necesarios. Encontramos aquí cierto paralelismo con la biografía de Rosalía de Castro, quien, al nacer como hija ilegítima del sacerdote José Martínez Viojo (1798-1871) y de María Teresa de la Cruz Castro y Abadía (1804-1862), de familia noble venida a menos, fue registrada en su partida de nacimiento como hija de padres desconocidos.

Existe, como vemos, un trasfondo autobiográfico en esta novela que no puede pasar desapercibido para el lector, centralizado en un padre ausente y ajeno a la vida de las protagonistas, quien, además, resulta ser un hombre depravado y amoral que intenta seducir a Esperanza, lo que encubre la posibilidad de una relación incestuosa tal y como se descubre según se avanza en la obra.

Hay que señalar, así mismo, la denuncia que realiza la autora de la condición de sometimiento al hombre por parte de la mujer de su época y, muy especialmente, de la capacidad del hombre de regir como dueño y señor sobre la vida y la voluntad de la mujer por el solo hecho de ser mujer, sobre la que llega, incluso, a ejercer violencia física y psicológica.

La hija del mar pone de manifiesto una relación entre las dos protagonistas entrelazadas por el amor, la solidaridad y la sororidad, que las unen frente a un hombre que se escuda en su posición social para abusar de ellas y humillarlas. Se trata, pues, de una novela que podríamos considerar feminista, dado que está protagonizada por mujeres, se centra en temáticas propias del universo literario femenino como la relación madre-hija y contiene una clara denuncia de la violencia machista ejercida contra la mujer.

No quiero culminar este prólogo sin hacer una referencia al mar, un elemento esencial en esta novela desde su mismo título. La idealización del mar como espacio para el reposo definitivo es una constante de la literatura española y muy especialmente en la literatura gallega en la que son casi inevitables las referencias de los naufragios de navíos y barcos pesqueros. La hija del mar comienza con la llegada de una niña casi recién nacida que fue abandonada sobre una roca y culmina con el cuerpo de esa misma niña, ya adulta, mecido por el arrullo de las olas. El mar como inicio y fin, como lugar de nacimiento y de muerte.

La casa museo dedicada a la figura de Rosalía de Castro, ubicada en el municipio gallego de Padrón, acoge una frase escrita en la pared en la que se apoya el cabezal de una solitaria y sencilla cama de hierro que reza: «Abride esa fiestra, que quero ver o mar» (Abrid esa ventana, que quiero ver el mar).

Esas fueron las últimas palabras de una mujer que imaginaba ver el mar en el río Ulla, dado que desde aquella ventana no se puede ver el mar pero sí el río. Allí, desde aquella cama, mientras vivía sus últimos momentos, Rosalía de Castro, yacente, víctima de un cáncer de útero que se la llevó el 15 de julio de 1885, con tan solo cuarenta y ocho años, pedía volver a ver el mar, su reposo infinito. «¡Ahí voy! Yo les dije. / Dame dulce muerte / aguas donde las plumas / duermen para siempre…». (Follas novas).

A Rosalía de Castro le debemos esta visión terrible y romántica del mar y de sus gentes. Su novela La hija del mar constituye una maravillosa manera de adentrarnos en el esplendoroso universo creativo en torno al mar, el amor entre madre e hija y la lucha por la libertad, de una de las principales figuras de la literatura gallega, española y universal.

Josefa Molina

La hija del mar

Rosalía de Castro

[Nota preliminar: Edición a partir de Vigo, Impta. de J. Compañel, 1859, cotejada con la de Mauro Armiño (Obra completa, Madrid, Akal, 1980, t. II, pp. 11—240) y la de Manuel Arroyo Stephens (Obras completas, Madrid, Fundación José Antonio Castro, 1993, t. I, pp. 43—216).]

A Manuel Murguía

A ti que eres la persona a quien más amo, te dedico este libro, cariñoso recuerdo de algunos días de felicidad que, como yo, querrás recordar siempre. Juzgando tu corazón por el mío, creo que es la mejor ofrenda que puede presentarte tu esposa.

La autora

Prólogo

Antes de escribir la primera página de mi libro, permítase a la mujer disculparse de lo que para muchos será un pecado inmenso e indigno de perdón, una falta de que es preciso que se sincere.

Bien pudiera, en verdad, citar aquí algunos textos de hombres célebres que, como el profundo Malebranche y nuestro sabio y venerado Feijoo, sostuvieron que la mujer era apta para el estudio de las ciencias, de las artes y de la literatura.

Posible me sería añadir que mujeres como madame Roland, cuyo genio fomentó y dirigió la Revolución francesa en sus días de gloria; madame Staël, tan gran política como filósofa y poeta; Rosa Bonheur, la pintora de paisajes sin rival hasta ahora; George Sand, la novelista profunda, la que está llamada a compartir la gloria de Balzac y Walter Scott; Santa Teresa de Jesús, ese espíritu ardiente cuya mirada penetró en los más intrincados laberintos de la teología mística; Safo, Catalina de Rusia, Juana de Arco, María Teresa, y tantas otras, cuyos nombres la historia, no mucho más imparcial que los hombres, registra en sus páginas, protestaron eternamente contra la vulgar idea de que la mujer solo sirve para las labores domésticas y que aquella que, obedeciendo tal vez a una fuerza irresistible, se aparta de esa vida pacífica y se lanza a las revueltas ondas de los tumultos del mundo, es una mujer digna de la execración general.

No quiero decir que no, porque quizá la que esto escribe es de la misma opinión.

Pasados aquellos tiempos en que se discutía formalmente si la mujer tenía alma y si podía pensar —¿se escribieron acaso páginas más bellas y profundas, al frente de las obras de Rousseau que las de la autora de Lelia?—, se nos permite ya optar a la corona de la inmortalidad, y se nos hace el regalo de creer que podemos escribir algunos libros, porque hoy, nuevos Lázaros, hemos recogido estas migajas de libertad al pie de la mesa del rico, que se llama siglo XIX.

Yo pudiera muy bien decir aquí cuál fue el móvil que me obligó a publicar versos condenados desde el momento de nacer a la oscuridad a que voluntariamente los condenaba la persona que solo los escribía para aliviar sus penas reales o imaginarias, pero no para que sobre ellos cayese la mirada de otro que no fuese su autora.

No es este, sin embargo, el lugar oportuno de hacer semejantes revelaciones.

Al público le importaría muy poco el saberlo y por eso las callo.

Pero como el objeto de este prólogo es sincerarme de mi atrevimiento al publicar este libro, diré, aunque es harto sabido de todos, que, dado el primer paso, los demás son hijos de él, porque esta senda de perdición se recorre muy pronto.

Publicados mis primeros versos, la aparición de este libro era forzosa casi.

La vanidad, ese pecado de la mujer, de que ciertamente no está muy exento el hombre, no entra aquí para nada: un libro más en el gran mar de las publicaciones actuales es como una gota de agua en el océano.

El que tenga paciencia para llegar hasta el fin, el que haya seguido página por página este relato, concebido en un momento de tristeza y escrito al azar, sin tino, y sin pretensiones de ninguna clase, arrójelo lejos de sí y olvide entre otras cosas que su autor es una mujer.

Porque todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben.

Capítulo I

¡Buena pesca!

Era amable y graciosa como un ángel…

Van der Welde

La tarde era calurosa y el viento soplaba con violencia hacia el sudoeste.

En la playa se oían voces y algazara.

—¡Fuerza!, ¡fuerza! —gritaban enronquecidos los marineros en tanto envolvían apresuradamente en sus nervudos brazos las gruesas cuerdas de cáñamo empapadas de agua salada.

—¡Ea!, ¡valor! —repetían haciendo inauditos esfuerzos por atraer la red ya próxima a la orilla—. La tarde es buena, la pesca parece abundante y una buena cena nos espera; con tal de que Andrés nos dé de aquel vino que tiene en su bodega y que alegra las cabezas como un rayo de sol alegra estas olas de maldición.

—¡Soberbio vino!, —gritó uno—. Y si nuestro buen compañero quiere regalarnos con él y darnos un día de fiesta, juro por todos vosotros y por mí también que beberemos, aunque sea una azumbre.

—Somos veinte y cinco —añadió un segundo—. Somos veinte y cinco, Andrés…, suma… y es cuenta redonda, veinte y cinco azumbres…, nosotros en cambio llevaremos…

Y al decir esto hizo una seña maliciosa, a la que sus compañeros contestaron con una alegre carcajada.

—¡Silencio!, —interrumpió en tono de zumba una voz robusta que dominó la algazara, como la voz de Júpiter de quien dice Homero, el poeta divino, que serenaba las tempestades—; la frente de Andrés se torna de roja en pálida y sus labios se comprimen. ¡Mirad…, mirad sus ojos inyectados de sangre! Una palabra más y le veréis atacado de apoplejía por una indigestión de dichos atrevidos que conspiran contra su hacienda.

Y esas palabras eran acompañadas de risas y de miradas significativas que se cruzaban de una y otra parte con suma rapidez.

—¡Fuego sobre mis compañeros! —exclamó amostazado el personaje a quien iban dirigidas aquellas palabras—. Si tenéis sed, yo os zambulliré de buena gana en el mar para emborracharos a mi placer, pero nunca con mi vino añejo, a no ser que se convirtiese en veneno.

Algunos puños se levantaron a un tiempo mismo para contestarle; pero volvieron a bajarse en un instante por ser necesario detener las cuerdas que el peso de la red y el oleaje arrastraban hacia el mar.

Presentaron entonces un aspecto casi salvaje.

Ellos se animaban unos a otros con imprecaciones y juramentos, con apodos y con aullidos que retumbaban entre las peñas, en tanto sus atezados rostros eran azotados por el viento, así como sus crespos y enmarañados cabellos.

Los unos en pos de los otros, el cuerpo inclinado hacia atrás y los anchos pies hincados fuertemente en la arena de la playa, parecían nuevos Hércules dispuestos a combatir con los elementos.

La mar se agitaba sordamente resolviéndose en su profundo lecho, las olas empezaban a estrellarse contra las rocas y salpicaban las camisetas azules de los marineros, a través de las cuales se descubrían aquellas pronunciadas y nerviosas musculaturas capaces de resistir la intemperie y crudeza de las estaciones, que en aquel desolado rincón del mundo, más que en parte alguna, suelen ser crueles y rigurosas.

Las pescadoras iban en tanto apareciendo por los tortuosos caminos que conducían a la playa, y, posando sus cestos de mimbre en la arena, se sentaban sobre ellos y charlaban juntas, y murmuraban; feo vicio en el que, a pesar de que siempre se achaca a las mujeres, se me antoja creer, y, lo que es más, decirlo, incurren los hombres con demasiada frecuencia.

Por una senda oculta y extraviada apareció una joven que fue recibida por todos con muestras de particular predilección.

En sus brazos traía un niño al que muy pocas primaveras habían sonreído, y que, a juzgar por el cariño con que le cuidaba, no cabía duda alguna de que era su hijo, a pesar de que ella contaba apenas dieciocho años.

Tenía el rostro oscurecido por ese color tostado que presta el mar, y sus ojos de un brillo casi luminoso daban a su fisonomía delicada, y un tanto marchita, cierto reflejo extraño e incomprensible que llamaba la atención de todo aquel que la veía, aun cuando fuese por primera vez.

Traía los brazos y los pies desnudos, y estos, así como todo su cuerpo, tenían una forma casi aristocrática que era fácil distinguir a pesar de su desaliño.

No obstante, el color pálido que teñía sus facciones se adivinaba, gracias al aspecto de su construcción, que debía ser robusta y de pasiones exaltadas.

La languidez de su mirada y las largas pestañas que hacían sombra sobre sus mejillas no bastaban a ocultar el rayo brillante que despedía su pupila oscura y fosforescente.

Al llegar cerca de las demás pescadoras, tomó asiento entre ellas y les dirigió la palabra con un aire modesto y gracioso, al mismo tiempo que prestaba a su fisonomía un tinte especial, conjunto de tristeza y de alegría, de melancólicos y de risueños pensamientos.

Diríase que dos rayos de luz, sombrío el uno y brillante el otro, iluminaban alternativamente su semblante prestándole un aire extraño y sobrenatural.

La pobre niña había adquirido desde sus primeros años cierta apartada reserva para con los que la rodeaban, que rayaba ya en severidad y algunas veces en fiereza; triste efecto de una vida solitaria y errante como los vientos de aquellas comarcas.

Hija de un momento de perdición, su madre no tuvo siquiera para santificar su yerro aquel amor con que una madre desdichada hace respetar su desgracia ante todas las miradas, desde las más púdicas hasta las más hipócritas.

Hija del amor, tal vez, apenas la luz del día iluminó sus inocentes mejillas, fue depositada en una de esas benditas casas en donde la caridad ajena puede darle la vida, pero de seguro no le dará una madre; así fue que las únicas caricias que halagaron la existencia de aquella criatura fueron las de un marido que la abandonó en medio de sus sueños de ángel, cuando empezaba a comprender que la vida tiene más encantos que la soledad de los bosques y el canto de los pájaros en una mañana de primavera.

Su belleza y hasta aquella grave reserva con que las más de las veces evitaba hablar con los que la buscaban, la hicieron querida para todos y recibida siempre, aun a pesar suyo, con muestras de regocijo allí a donde quisiera que se acercase.

Risas estrepitosas y voces alegres llenaron bien pronto el silencio de aquella ribera, en tanto vagaban por la playa las frescas y robustas hijas de aquellas montañas que comunican su salvaje belleza a sus moradores.

Los marineros, más animados que nunca en su trabajo, juraban, cantaban y reían, escarneciéndose sin compasión, pero también sin que, como solía suceder, pasaran de palabras sus amenazadoras promesas y sus juramentos, que escandalizarían los oídos menos castos si algunos hubiese por aquellos lugares.

Cubríase el cielo poco a poco de nubes plomizas, y los relámpagos, reflejándose en las olas que empezaban a rugir sordamente, prestaban un aspecto asolador a aquel vasto océano que parecía extenderse hasta la inmensidad.

Pasaron desapercibidos al principio aquellos tristes augurios de una próxima tempestad, no cesando, por tanto, ni las risas ni el tumulto de aquella loca alegría, pero tan pronto como el ruido del trueno pasó rodando sobre las olas y, llenando la playa, hirió el oído de aquellas pobres mujeres, que creen reconocer en él la ira de Dios que de este modo se muestra visiblemente a los pecadores, se acercaron temblando las unas a las otras como si quisiesen de este modo amparar su flaqueza con el miedo y la flaqueza ajena, y entonando cada vez y en voz baja sus oraciones se arrodillaban y guarecían sus cabezas de la lluvia con los cestos todavía vacíos.

Los marineros, sin embargo, no tomaban parte en aquellas oraciones, cuidaban, sí, de terminar su trabajo con la mayor presteza.

Las olas cada vez más gruesas llegaban irritadas hasta sus rodillas y, estrellándose contra las peñas, formaban una armonía lúgubre, mezclándose al rugido de la tempestad y al rezo de aquellas temerosas mujeres.

Parecía una sinfonía infernal con sordos rumores y silbos agudos, con murmullos tenebrosos y maldiciones y agitados suspiros.

El cielo oscurecido, las rocas peladas, la mar hirviente y amenazadora, iluminada al vivo lampo y deslumbrador del rayo que aparece y desaparece a nuestros ojos, como una mirada de fuego que brilla y se oculta rápidamente deslumbrándonos más y más con su movilidad incesante; todo esto presentaba un aspecto de luz y de tinieblas, de desorden, si así puede decirse, y de grandiosidad, difícil de comprender si causaba espanto o admiración.

Hay cuadros sublimes en la naturaleza que conmueven de una manera extraña e indefinible, sin que nos sea posible juzgar de nuestros mismos sentimientos en aquellos instantes en que no nos pertenecemos.

Un poeta, un artista, que de repente se hallara transportado a aquellas riberas salvajes, enmudecería de admiración al ver un tan grandioso desorden, al escuchar aquellos acentos gemidores de la naturaleza que no sabemos si se irrita, o si reza o llora, implorando al ser que la gobierna; y, sin embargo, todos los que se hallaban allí, mudos testigos de tan conmovedor espectáculo, no veían más que truenos y relámpagos que les causaban miedo y una mar irritada que amenazaba romper la red en que tenían todo su tesoro.

Teresa era la única que con una extraña mezcla de miedo y de curiosidad seguía ansiosa con su mirada aquellas ráfagas brillantes que, iluminando cuanto la rodeaba, mostraban la grandeza del océano con sus abismos profundos y con su cólera que recuerda la de otro ser más poderoso que nosotros.

Por fin, un grito de alegría se escuchó en medio de aquel tumulto y las pescadoras, levantándose presurosas, se acercaron a la orilla para recoger en sus cestos la pesca plateada y brillante que la red acababa de traerles.

Los esfuerzos de los marineros habían conseguido vencer a la tormenta.

La lancha que traía el cabo de la red acababa de doblar el peñón inmenso, parecido a un castillo feudal con sus almenas y sus torres, llamado el peñón de la Cruz, presentándose triunfante a la vista de los que se hallaban en tierra.

Reinaba a bordo una algazara y alegría no acostumbrada y mucho más cuando la tormenta amenazaba todavía destrozar sus jarcias y sus remos.

—¡Eh! —preguntaron entonces los de la playa—. ¿Qué novedad ocurre? Pues, a fe que no está el tiempo para chanzas y risas; acabad pronto, que la tormenta arrecia más y más y amenaza confundirnos.

—¿Qué queréis? —replicaron los de la lancha—, nuestra pesca ha sido admirable…, sobre todo, hemos cogido este pequeño pescado que seríais capaces de comerlo crudo…, mirad… —Y uno de los más robustos marineros mostraba oculto casi entre sus grandes y callosas manos un objeto sonrosado que desde tierra no se podía distinguir por ser demasiado larga la distancia.

—¡Qué diablos enseñas tú! —gritaron los de tierra—. ¡Eh! Tú, el de los pantalones tan negros como esta noche de maldición, ¿es alguna azucena monstruo cogida en la peña encantada?

Sí —repitieron los interpelados—, una azucena más hermosa que las que florecieron en la vara de nuestro patrono san José.

Y volviendo al silencio y a la faena interrumpida dejaron a los de tierra tan ignorantes acerca de lo que pasaba entre sus compañeros como al principio.

Ellos, sin embargo, formaran por su parte mil extrañas conjeturas sobre un lance al parecer tan extraordinario.

Las mujeres, sobre todo, serían capaces de dar toda su pesca de aquel día por enterarse cada una la primera de lo que pasaba en la lancha vecina.

Por fin tocó esta la orilla y algunos marineros saltaron a tierra llevando uno de ellos en sus brazos un bulto cuidadosamente cubierto.

Verle y abalanzarse todos hacia él fue obra de un instante, y, rodeándole y haciendo mil curiosas preguntas, en poco estuvo que hiciesen pedazos la no muy fuerte camiseta del pobre Lorenzo que, pavoneándose lleno de una inocente vanidad, como aquel que va a hacer una revelación que ha de dejar suspensos a sus oyentes retarda el momento decisivo para que de este modo parezca más interesante su narración. Pero la mano harto rechoncha de una muchachuela de quince años, de aire picaresco y maneras atrevidas, osó posarse sobre el pañizuelo y, frustrando de un modo cruel los planes de Lorenzo, dejó descubierto, en un abrir y cerrar de ojos, el arcano misterioso a todos los circunstantes, que lanzaron una misma exclamación de sorpresa.

El quejido de una criatura recién nacida, lánguido, dulce y suave como una melodía, se dejó oír al mismo tiempo que el zumbido del trueno que resonó cercano, así como la luz fosfórica del relámpago iluminara antes la imagen de la inocencia, reposando en brazos de la fuerza.

Lo que pasó entonces en el alma de aquellos sencillos pescadores y en la de aquellas mujeres, poetas las más sin que lo conozcan e impresionables hasta la sublimidad sin que puedan percibirse de ello, la extraña sensación que experimentaron sus corazones ante aquellas dos imágenes de calma y tempestad, de pureza infinita iluminada por una luz llena de miasmas devastadoras, sería imposible describirlo, porque hay cosas que solo la inspiración puede crearlas, pero no descifrarlas.

Imaginaos una criatura medio dormida en los brazos de aquel rudo marinero que, insensible a las tempestades, se conmueve profundamente con la sonrisa de un inocente que le mira como pidiéndole compasión; imaginaos un ángel bajado del cielo con sus cabellos dorados, sus mejillas rosadas, su boquita diminuta como la hoja del capullo de las rosas margaritas, una cosa sin nombre, en fin, pero que embriaga a la par que purifica con la aureola de inocencia y santidad que vierte en torno suyo, y os podréis formar una idea incompleta de aquel cuadro digno de trasladarse al lienzo por el pincel de Murillo y Rembrandt, tan opuestas son las tintas que deberían emplearse en él.

—¿De dónde diablos traéis esa criatura? —preguntaron algunos a un mismo tiempo—. ¿La ha dejado alguna meiga en vuestro regazo, o la hallasteis dormida sobre la cubierta de la lancha?

—Nada de eso —respondió Lorenzo, vuelto por esa sola pregunta a su posición interesante—, escuchad y os admiraréis. Doblábamos el pico de la peña Negra en donde, como sabéis todos, hay siempre más abundancia de sardina, cuando nos pareció percibir, entre el rumor del viento, el débil y apagado llanto de un niño sin que por eso descubriésemos en torno nuestro objeto alguno que nos hiciese creer que no era ilusión de nuestros sentidos, sino realidad; mas no bien nuestra lancha dobló hacia el sur dejándonos percibir perfectamente el plano que rodea aquel negro, triste y solitario picacho, a cuyos pies se arremolinan y saltan las olas, cuando el llanto se dejó sentir más cercano, pudiendo notarse entonces que hacia la parte más musgosa de la peña se movía una cosa blanca como las perlas, y que contrastaba notablemente con el verde oscuro de las algas esparcidas en torno suyo. Entonces nos miramos unos a otros y, quizá impulsados por un mismo pensamiento, nos pusimos a bogar en silencio y hacia el sitio indicado. Llegamos, y a nuestra vista se apareció una niña, recostada sobre el musgo húmedo, la más hermosa que he visto en mi vida, y que tiritaba de frío, la pobrecilla, a pesar del calor sofocante que se iba extendiendo por la costa. La cogí entonces para acercarla a mi pecho y darle el calor que su madre le había negado…

—¡Su madre…!, prorrumpieron todas las que allí había. ¿Es posible que esa pobre criatura tenga madre?

—Pues qué, ¿pensáis acaso —repuso el marinero con ciertas pretensiones de sabiduría— que ha nacido por obra y gracia de la roca negra?

—¡Quién sabe! ¡Quién sabe! Es demasiado hermosa para ser de este mundo.

—¡Bah! ¡Bah! —añadió el pobre pescador con una sonrisa de un contento inefable—. ¡Qué tontas son estas mujeres…! ¿No ha salido un santo del vientre de una ballena tan vivo y tan listo como si saliera del de su madre? Pues esta niña pudo salir también del de un tiburón, por ejemplo, y quien dice tiburón dice otra cosa cualquiera que no es del caso averiguar…, pero —añadió besándola con cariñosa dulzura—, gracias a Dios, tendrá desde hoy un padre…

—¡No, no! —gritaron muchas voces descontentas que aturdieron al buen Lorenzo—. Reflexiona, le dijeron, que tienes muchos hijos y que esa niña causará un perjuicio a tu familia. Aquí estamos bastantes que no tenemos ninguno, y podemos mejor que tú encargarnos de ella, porque al fin, por hermosa que sea, tendrá dientes y comerá andando el tiempo como tú y como yo…