¡Cosas de hombres!...
I
Al
amanecer cesó la lluvia. Los faroles de gas reflejaban sus
inquietas
luces en los charcos del adoquinado, rojos como regueros de sangre,
y
la accidentada línea de tejados comenzaba á dibujarse sobre el
fondo ceniciento del espacio.Eran
las cinco. Los vigilantes nocturnos descolgaban sus linternas de
las
esquinas, y golpeando con fuerza los entumecidos pies se alejaban
después de saludar con perezoso
¡bòn día!
á las parejas de agentes encapuchados que aguardaban el relevo de
las siete.Á
lo lejos, agrandados por la sonoridad del amanecer, desgarraban el
silencio los silbidos de los primeros trenes que salían de
Valencia.
En los campanarios, los esquilones llamaban á la misa del alba,
unos
con una voz cascada de vieja, otros con inocente balbuceo de niño,
y
repetido de azotea en azotea vibraba el canto del gallo con su
estridente entonación de diana guerrera.En
las calles desiertas y mojadas, despertaban extrañas sonoridades
los
pasos de los primeros transeuntes. Por las puertas cerradas
escapábase, al través de las rendijas, la respiración de todo un
pueblo en las últimas delicias de un sueño tranquilo.Aclarábase
el espacio lentamente, como si arriba fuesen rasgándose una por una
las innumerables gasas tendidas ante la luz. Penetraba en las
encrucijadas, hasta en los últimos rincones, una claridad gris y
fría, que sacaba de la sombra los pálidos contornos de la ciudad; y
como un esfumado paisaje de linterna mágica con el foco de luz fija
lentamente en sus perfiles, aparecían las fachadas mojadas por el
aguacero, los tejados brillantes como espejos, los aleros
destilando
las últimas gotas y los árboles de los paseos, desnudos y escuetos
como escobas, sacudiendo el invernal ramaje, con el tronco musgoso
destilando humedad.La
fábrica del gas lanzaba sus postreros estertores, cansada del
trabajo de toda la noche. Los gasómetros caían con desmayo entre
sus férreos tirantes como estómagos fatigados por la nocturna
indigestión, y la colosal chimenea de ladrillo lanzaba en lo alto
sus últimas bocanadas negras y densas, que se esparcían por el
espacio con caprichoso serpenteo, cual un borrón resbalando sobre
una hoja de papel gris.Junto
al puente del Mar, los empleados de consumos paseaban para librarse
de la humedad, escondiendo la nariz en la bufanda; tras los vidrios
del fielato, los escribientes recién llegados mostraban sus
soñolientas cabezas.Esperaban
la entrada de los vendedores, chusma levantisca, educada en el
regateo y agriada por la miseria, que por un céntimo soltaba la
compuerta al caudal inagotable de injurias, y antes de llegar á sus
puestos del mercado sostenía un sinnúmero de riñas con los
representantes de los impuestos.Ya
habían pasado en la penumbra del amanecer los carros de las
verduras
y las vacas de leche con su melancólico cencerreo. Sólo faltaban
las pescaderas, el rebaño revuelto, sucio y pingajoso que
ensordecía
con sus gritos é impregnaba el ambiente con el olor de pescado
podrido y el aura salitrosa del mar, conservada entre los pliegues
de
sus zagalejos.Llegaron
cuando ya era de día, y la luz cruda y azulada de una mañana de
invierno recortaba vigorosamente todos los objetos sobre el fondo
gris del espacio.Oíase,
cada vez más próximo, un indolente cascabeleo, y una tras otra
fueron entrando en el puente del Mar cuatro tartanas, arrastradas
por
horribles jamelgos, que parecían sostenerse por los tirones de
riendas de los tartaneros, encogidos en sus asientos y con el
tapabocas arrollado hasta los ojos.Eran
negros ataúdes, que saltaban sobre los baches como barcos viejos y
despanzurrados á merced de las olas. El toldo con cuero agrietado y
tremendos rasguños, por donde asomaba el armazón de cañas; pegotes
de pasta roja cubriendo las goteras; el herraje roto y chirriante,
atado con hilos; las ruedas, guardando en sus capas de suciedad el
barro del invierno anterior, y todo el carruaje, de arriba abajo,
hecho una criba, como si acabase de sufrir las descargas de una
emboscada.En
la parte anterior lucían, como adorno coquetón, unas cortinillas de
rojo desteñido, y por la abertura trasera mostrábanse revueltas con
los cestos las señoras de la Pescadería, arrebujadas en sus
mantones de cuadros, con el pañuelo apretado á las sienes,
apelotonadas unas con otras, y dejando escapar un vaho nauseabundo
de
marisma corrompida que alteraba el estómago.Así
iban adelantando las tartanas en perezosa fila, cabeceando,
inclinadas á un lado, como si hubiesen perdido el equilibrio, hasta
que de pronto, en el primer bache, se acostaban sobre la otra rueda
con la violencia de un enfermo fatigado que muda de
posición.Detuviéronse
ante el fielato y fueron descendiendo por sus estribos zapatos en
chancla, medias rotas, mostrando el sucio talón, y faldas recogidas
que dejaban al descubierto los zagalejos amarillos con negros
arabescos.Alineábanse
ante la báscula los cestones de caña, cubiertos con húmedos
trapos, que dejaban entrever el plomo brillante de la sardina, el
suave bermellón de los salmonetes y los largos y sutiles tentáculos
de las langostas, estremecidas por el estertor de la agonía. Al
lado
de las cestas, las piezas mayores: los meros de ancha cola,
encorvados por la postrera contracción, con fauces circulares
desmesuradamente abiertas, mostrando la obscura garganta y la
lengua
redonda y blancuzca como una bola de billar, y las rayas, anchas y
aplastadas, caídas en el suelo como un trapo de fregar húmedo y
viscoso.La
báscula estaba ocupada por unos panaderos de las afueras, guapos
mozos, con las cejas enharinadas, cuadrado mandil y brazos
arremangados, descargando sobre el peso sacos de pan caliente y
oloroso que parecía esparcir una fragancia de vida en el ambiente
nauseabundo del pescado. Y aguardando su turno, las pescaderas
charlaban con los empleados y los papanatas que contemplaban
embobados los grandes peces. Otras iban llegando á pie, con cestas
en la cabeza y los brazos, engrosando el grupo; la línea de
banastas
extendíase hasta cerca del puente. Los empleados enfadábanse ante
la insolente algarabía de aquellas malas pécoras que les aturdían
todas las mañanas.Hablábanse
á gritos, mezclando entre cada palabra ese inagotable repertorio de
interjecciones que únicamente se adquiere en un muelle de Levante.
Al verse juntas recrudecíanse los sentimientos del día anterior, la
cuestión sostenida al amanecer en la playa; contestábanse los
insultos con soeces ademanes; acompañábanse las palabras con
cadenciosas palmadas en los muslos ó enarbolando las manos con
expresión amenazante; y á lo mejor, estos furores trocábanse en
risas, semejantes al cloquear de todo un gallinero, si á alguna se
le ocurría una frase capaz de hacer mella en sus paladares
fuertes.Enardecíalas
la tardanza de los panaderos en dejar libre la báscula; llovían
insultos sobre aquellos mocetones, que no se mordían la lengua; y
en
el derroche de indecencias que se cruzaban con acompañamiento de
amigables risas, enviábanse á tocar lo otro y lo de más allá,
barajando con inocente tranquilidad las blasfemias más monstruosas
con los distintivos del sexo.En
este hervidero de risotadas é insultos, la que llamaba la atención
era Dolores la
del Retor,
una buena moza mejor vestida que las otras, que se apoyaba con
cierta
negligencia en una pilastra del fielato, con los brazos atrás,
arqueando la robusta pechuga y sonriendo como un ídolo satisfecho
cuando los hombres se fijaban en sus zapatos de amarillo cuero y el
soberbio arranque de las pantorrillas, cubiertas con medias
rojas.Era
una morena cariancha, con el rubio y alborotado pelo como una
aureola
en torno de la pequeña frente; ojos verdes que tenían la obscura
transparencia del mar, y en los cuales, en ciertos momentos,
reflejábase la luz, haciendo brillar un círculo de puntos
dorados.Reía
como una loca, entreabriendo sus mandíbulas poderosas de muchacha
de
sólida osamenta; y los labios carnosos, de un rojo tostado,
mostraban al separarse una dentadura igual, fuerte y tan brillante,
que parecía iluminar la cara con pálida claridad de marfil.Guardábanla
consideraciones como á moza de buenos puños é insolencia agresiva.
Influía además en tal respeto el ser mujer de Pascualo
el Retor,
un buenazo que la obedecía en todo y no chistaba dentro de casa;
pero que fuera, en el mar, sabía ganarse la vida mejor que otros, y
tenía, según opinión general, un
gato
enorme de duros oculto en los pucheros de la cocina; todo ganado,
peseta por peseta, en pescas afortunadas.Por
esto se daba ella sus airecillos de reina entre la turba
desvergonzada, y miserable de la Pescadería, y apretaba los labios
con satisfacción cuando admiraban sus pendientes de perlas, los
pañuelos de Argel ó los refajos de Gibraltar regalados por
el Retor.Únicamente
tratábase de igual á igual con cierta tía suya, la
agüela Picores,
una veterana de la Pescadería, enorme, hinchada y bigotuda como una
ballena, que hacía cuarenta años tenía aterrados á los alguaciles
del Mercado con la mirada de sus ojillos insolentes y las
palabrotas
de su boca hundida, centro al que convergían como rayos todas las
arrugas de su cara.
—
¡Recristo!
¿cuánt acabeu?—gritó
Dolores con los brazos en jarras, dirigiéndose á los
panaderos.Y
éstos, que ya retiraban de la báscula su último saco, contestaban
con soeces bromas á las mujeres que, con las manos cruzadas bajo el
delantal, aumentaban el volumen de sus vientres, presentando un
aspecto grotesco.Comenzó
el peso del pescado; surgieron las riñas de todos los días sobre á
cuál le tocaba ir delante. Amenazábanse sin llegar nunca á las
manos; la
tía Picores
intervenía con su vozarrón cascado, que disparaba los insultos como
cañonazos; pero Dolores no atendía y dejaba pasar su turno, mirando
fijamente al puente, por encima de cuyas barandas veíase avanzar el
busto de una rezagada con los brazos en jarras, encorvada bajo el
peso de las cestas.La
buena moza reía con expresión diabólica, y cuando aquella mujer
estuvo cerca del fielato, rompió en una carcajada insolente,
tocando
en un brazo á la
agüela Picores.¡Mírela,
tía! ¡Siempre llegaba tarde! ¡Claro! ¡con aquella pachorra!...
Cualquier día iba á caérsele lo que llevaba bajo del
delantal.La
mujer palideció, y con ademán de cansancio dejó en el suelo las
pesadas cestas. Miraba á Dolores con expresión de odio, como si á
su vista renaciesen terribles resentimientos, y las dos se midieron
de arriba abajo con ojos iracundos.Dolores
se pasaba una mano por bajo la nariz, aspirando con fuerza, como si
tomara rapé. Podía sentarse. Debía estar cansada y chorreando por
la caminata.Estos
insultos á media voz irritaron á la rezagada... ¿Sentarse?
¿Habráse visto desvergonzada? Ella no podía gastar tartana, pero
iba á pie con remuchísima honra; no era como otras que engañaban
al marido, dándose buena vida.¿Por
quién decía eso?... ¿Por ella?... Y la insolente pescadera, con
los hermosos ojos verdes moteados de oro por la ira, avanzó algunos
pasos. Pero allí estaba la tía para intervenir, agarrándola con
sus arrugadas manazas.Acababan
de pesar sus cestas. Ella no quería líos ni escándalos. ¡Á la
tartana! Que se matasen otro rato. Ahora era tarde, y en la
Pescadería aguardaban los pescadores. ¡Mirad que les estaba bien,
siendo cuñadas!Y
empujando á Dolores con el blanducho vientre, la condujo á su
tartana, donde ya estaban las cestas y las otras pescaderas.La
buena moza se dejaba conducir como una niña, pero le temblaban los
labios, y al mover el destartalado carromato, lanzó la última
amenaza:
—
Tú,
Rosario, ya se vorem.¿Verse?
Cuando ella quisiera. No tardarían mucho. Y Rosario, mujercita
flaca
y nerviosa, temblaba también de ira; sus pobres brazos levantaron
como si fuesen una paja los pesados cestos que tanto la habían
abrumado, arrojándolos con fuerza sobre la báscula.Comenzaba
el día en la ciudad. Pasaban los tranvías repletos de madrugadores;
trotaban por parejas los caballos del relevo, dirigidos por
muchachos
que los montaban en pelo, y por ambos lados del camino desfilaban á
la conquista del pan los rebaños de obreros, todavía adormecidos,
camino de las fábricas, con el saquito del almuerzo á la espalda y
la colilla en la boca.Rasgábase
en densos jirones el vapor gris que entoldaba el espacio, y el sol
hacía su aparición triunfal como deslumbrante custodia, casi á ras
del suelo, convirtiendo en oro líquido los charcos de lluvia y
reflejándose en las fachadas de las casas con rojizo fulgor de
incendio.En
las calles comenzaba el movimiento. Iban por las aceras con paso
ligero las criadas con sus blancas cestas; los barrenderos
amontonaban el barro de la noche anterior; andaban por el arroyo
con
lento cencerreo las vacas de leche; abríanse las puertas de las
tiendas, empavesándose con multicolores muestras, y en su interior
sonaba el áspero roce de las escobas arrojando á la calle nubes de
polvo, que adquiría una transparencia de oro al filtrarse entre los
rayos del sol.Cuando
las tartanas llegaron á la Pescadería, acudieron solícitas las
viejas mandaderas á descargar las cestas, ayudando á bajar con
servil respeto á las que su miseria hacía considerar como
señoras.Fueron
entrando una tras otra, arrebujadas en su mantón, por las puertas
angostas, obscuras como rastrillos de cárcel: bocas fétidas que
exhalaban el húmedo tufo de la Pescadería.Ya
estaba el mercadillo en movimiento; bajo los toldos de cinc, que
todavía goteaban la lluvia de la noche anterior, vaciaban las
vendedoras sus cestas en las mesas de mármol, alineando los peces
sobre un lecho de verdes espadañas. Las enormes rodajas de los
grandes pescados mostraban su carne sanguinolenta; salía de los
toneles el
género
del día anterior, conservado entre hielo, con los ojos turbios y
las
escamas flácidas, y la sardina amontonábase en democrática
confusión junto al orgulloso salmonete y á la langosta de obscura
túnica, que agitaba sus tentáculos como si diese
bendiciones.Otras
vendedoras ocupaban el lado opuesto del mercadillo: mujeres
vestidas
de igual modo que las del Cabañal, pero de aspecto más mísero, de
rostro más repulsivo.Eran
las pescaderas de la Albufera; las mujeres de un pueblo extraño y
degradado que vive en la laguna sobre las barcas chatas y negras
como
ataúdes, entre espesos cañares, en chozas hundidas en los pantanos,
y que en las fangosas aguas encuentra la subsistencia. Eran las
hembras de la miseria, con el rostro curtido y terroso, los ojos
animados por el extraño fulgor de eternas tercianas y oliendo sus
ropas, no al salobre ambiente del mar, sino al tufo del légamo de
las acequias, al barro infecto de la laguna que al moverse despide
la
muerte.Vaciaban
sobre las mesas enormes sacos que palpitaban como seres vivientes,
arrojando por sus bocas la rebullente masa de las anguilas
contrayendo sus viscosos y negros anillos, enroscándose por la
blancuzca tripa é irguiendo su puntiaguda cabeza de culebra. Junto
á
ellas caían inanimados y blanduchos los pescados de agua dulce: las
tencas de insufrible hedor, con extraños reflejos metálicos,
semejantes á los de esas frutas tropicales de obscuro brillo que
encierran el veneno en sus entrañas.Entre
estas míseras mujeres existían también categorías, y algunas más
infelices sentábanse en el suelo húmedo y resbaladizo, entre las
filas de mesas, ofreciendo largos juncos, en los que estaban
ensartadas las ranas, patiabiertas y con los brazos levantados como
bailarinas desnudas.La
Pescadería entraba en movimiento. Comenzaba la afluencia de los
compradores, y entre las vendedoras cruzábanse señas misteriosas,
gritos de un
caló
especial que avisaban la llegada de los alguaciles y hacían
desaparecer con rapidez de prestidigitación, bajo los delantales y
zagalejos, las libras cortas de peso.Con
viejas y mohosas navajas iban abriendo el plateado vientre de los
pescados; caían las hediondas entrañas bajo los mostradores, y los
perros vagabundos, después de husmearlas, lanzaban un gruñido de
asco, huyendo hacia los inmediatos pórticos, donde estaban los
puestos de los carniceros.Las
pescaderas, que una hora antes se amontonaban amistosamente en la
misma tartana ó ante la báscula del fielato, mirábanse desde sus
mesas con hostilidad, cruzando provocativas ojeadas cada vez que se
arrebataban un parroquiano.Una
atmósfera de lucha, de ruda competencia, se extendía por el lóbrego
mercadillo, que rezumaba humedad y hedor por todas sus baldosas.
Gritaban las pescaderas con voces desgarradas; golpeaban sus sucias
balanzas por atraer compradores, invitándoles con palabras
cariñosas, con ofrecimientos maternales. Y momentos después, las
bocas melosas convertíanse con el regateo en orificios de retrete,
que arrojaban la inmundicia del lenguaje sobre el rebelde
parroquiano, con acompañamiento de insolentes carcajadas de todas
las vendedoras, unidas con instintiva solidaridad para insultar al
comprador.La
tía Picores
mostrábase majestuosa en la alta poltrona, con su blanducha
obesidad
de ballena vieja, contrayendo el arrugado y velloso hocico y
mudando
de postura para sentir mejor la tibia caricia del braserillo, que
hasta muy entrado el verano tenía entre los pies, lujo necesario
para su cuerpo de anfibio, impregnado de humedad hasta los huesos.
Sus manos amoratadas no estaban un momento quietas. Una picazón
eterna parecía martirizar su arrugada epidermis, y los gruesos
dedos
hurgaban en los sobacos, se deslizaban bajo el pañuelo, hundiéndose
en la maraña gris, y tan pronto hacía temblar con sus tremendos
rascuñones el enorme vientre que caía sobre las rodillas cual
amplio delantal, como con un impudor asombroso remangábase la
complicada faldamenta de refajos para pellizcarse en las hinchadas
pantorrillas.Tenía
de antiguo sus parroquianos, y no se esforzaba gran cosa en atraer
nuevos compradores, pero gozaba diabólicamente cuando torciendo el
ceño podía escupir alguna terrible palabrota á las señoras
regañonas que acompañaban á sus criadas al mercado.Su
vozarrón cascado era siempre el que decía la última palabra en las
disputas de la Pescadería, y todas reían sus chistes horripilantes,
las sentencias de filosofía desvergonzada que pronunciaba con
aplomo
de oráculo.Frente
á ella vendía su sobrina Dolores, arremangados los hermosos brazos,
jugueteando con los brillantes y dorados platos de su balanza,
mostrando su deslumbrante dentadura con sonrisa coquetona á todos
los parroquianos, buenos burgueses que hacían la compra por sí
mismos y acudían con el limpio capazo ribeteado de rojo, atraídos
por la gracia de la buena moza.Separada
de la
tía Picores
por dos mesas, estaba Rosario, ocupada en arreglar su pescado de
modo
que el más fresco quedase á la vista. Las dos cuñadas se miraban
frente á frente. Torcían el gesto afectando desprecio; volvíanse
las espaldas, pero sus miradas se buscaban para cruzarse con
expresión iracunda.Faltaba
el pretexto para entablar el diario combate, y pronto lo hubo,
cuando
la soberbia moza, con sus sonrisas y repiqueteos de balanza, se
atrajo á un parroquiano que estaba en regateos con Rosario.¿Podía
sufrirse aquello? ¡Miren la mala piel! Á una mujer honrada le
quitaba sus más antiguos parroquianos. ¡Ladrona, más que
ladrona!Y
Rosario, la mujercilla enjuta, nerviosa y enfermiza, encrespábase
como un gallo flaco, con las huesudas mejillas lívidas de rabia y
los ojos brillantes de fiebre.¿Y
la otra?... Había que verla haciéndose la reina, sorbiendo viento
por su nariz corta y graciosa... ¿Quién era la ladrona? ¿Ella?...
No había para irritarse tanto, hija mía. Allí todas se conocían;
la gente sabía quién era cada una.La
Pescadería se animaba. Las vendedoras comunicábanse su entusiasmo
con maliciosos guiños, y olvidando la venta avanzaban el busto
sobre
sus pescados para ver mejor. Los compradores formaban grupos y
sonreían complacidos por el espectáculo; un alguacil que acababa de
entrar en el mercadillo, escurríase prudentemente como hombre
experto, y la
tía Picores
miraba á lo alto, como escandalizada por aquella rivalidad que no
tenía término.
—
Sí;
una ladrona—continuaba Rosario—. Bien público era. Tenía la
manía de quitarle todo lo suyo. Se lo podía probar. En la
Pescadería le robaba los parroquianos, y allá en el Cabañal le
robaba otra cosa... otra cosa; ya lo entendía ella... ¡Como si la
gran mala piel no tuviese bastante con su
Retor,
un
lanudo
más ciego que un topo, incapaz de saber dónde tenía la
frente!Pero
este vómito de insultos no conseguía desvanecer la calma desdeñosa
de Dolores. Veía cómo apretaban todos los labios para contener la
risa que les causaban las alusiones á ella y á su marido, y por lo
mismo se mostraba serena, no queriendo divertir á la
Pescadería.
—
¡Calla,
loca!—decía
con acento despreciativo—.
¡Calla, envechosa!Pero
Rosario replicaba.¿Envidiosa
ella? ¿Y de quién? ¿De una
tirada
que tenía la peor fama en el Cabañal? Muchas gracias; ella era una
mujer honrada, incapaz de quitarle á ninguna su hombre.Y
á continuación la desdeñosa respuesta de Dolores. «¿Qué has de
quitar tú?... ¿Con esa cara de sardina?... Eres demasiado fea para
eso, hija mía.»Y
así seguía el tiroteo de insultos; Rosario, cada vez más lívida,
enarbolando al hablar sus manos crispadas; y la otra, puesta en
jarras, soberbia y sonriente, como si por su fresca boca saliesen
lindezas.Una
fiebre belicosa invadía el mercadillo. Habíanse formado grupos en
las puertas, y todas las vendedoras echaban fuera de las mesas sus
bustos de furias desgreñadas, chasqueando las lenguas como si
azuzasen perros, celebrando con carcajadas las cínicas respuestas
de
Dolores y golpeando las balanzas con las pesas para acompañar con
un
metálico
retintín
la rociada de insultos.La
buena moza apeló á su supremo argumento de desprecio.
—
¡Mira!...
¡parla en éste!Y
volviéndose de espaldas con vigorosa rabotada, dióse un golpe en
las soberbias posaderas, temblando bajo el percal la enorme masa de
robusta carne con la firme elasticidad de los cuerpos duros.Aquello
tuvo un éxito loco. Las pescaderas caían en sus asientos, sofocadas
por la risa; los tripicalleros y atuneros de los puestos cercanos,
formados en grupo, sacaban las manos de los mandiles para aplaudir,
y
los buenos burgueses, olvidando su capazo de compras, admiraban
aquellas curvas atrevidas de tan sonora robustez.Pero
su triunfo duró poco. Al volver el sonriente rostro recibió en los
ojos y las narices dos puñados de sardinas que le arrojó Rosario,
ciega de furor... ¿Á ella tal insulto? Que saliera aquel pendón;
quería verle la cara.Y
Dolores se echó fuera de su puesto, remangándose aun más los
brazos, con los ojos moteados por el extraño fulgor de sus puntos
de
oro.Allá
iba la otra: con la cabeza baja, mascullando las más atroces
palabrotas; temblando de pies á cabeza por la rabia y atropellando
á
cuantos intentaron detenerla.Se
agarraron en medio del pasadizo húmedo y pegajoso, entre las dos
filas de mesas.La
mujercita nerviosa y débil chocó con ímpetu contra la buena moza
sin lograr abatirla. Eran el nervio chocando contra el músculo; la
ira azotando á la fuerza, sin causarla la menor emoción.Dolores
esperó á pie firme, acogiendo á su rival con una lluvia de
bofetadas que enrojecieron lívidamente las enjutas mejillas de
Rosario; pero de pronto lanzó un alarido, llevándose ambas manos á
una oreja.Por
entre los dedos brotaban hilillos de sangre... ¡Ah, la grandísima
perra! La había desgarrado la oreja tirando de uno de aquellos
pendientes de gruesas perlas que admiraba la Pescadería
entera.¿Era
este un modo digno de reñir? ¿No resultaba propio de quien tiene el
alma atravesada? ¡En la galera estaban muchas con menos
motivo!Y
la hermosa pescadera lloriqueaba, agarrándose la oreja con graciosa
expresión de niña dolorida.El
choque sólo había durado unos segundos.Dos
manotadas de la
tía Picores
bastaron para separar á las feroces combatientes; y mientras la
vieja increpaba á Rosario, pálida y asustada por lo que había
hecho, un grupo de pescaderas consolaba á Dolores y la contenían,
pues la gallarda moza, al sentir los agudos pinchazos del
desgarrado
lóbulo, intentaba arrojarse de nuevo sobre su enemiga.Por
encima del gentío asomaban los kepis de los municipales, pugnando
por abrirse paso... La vieja dio órdenes. Todas á sus puestos,
y
mutis.
No era cosa de dar gusto á aquellos vagos para que las fastidiasen
con citaciones y juicios. Allí no había pasado nada.Dolores
vió su cabeza cubierta con un pañuelo de seda que le tapaba la
ensangrentada oreja; las pescadoras ocuparon sus mesas con cómica
gravedad, pregonando el pescado á todo pulmón, y los municipales
fueron de puesto en puesto entre la algarabía infernal sin merecer
otra respuesta que airadas palabras.¿Qué
buscaban allí? En otra parte estaba su ocupación. Allí nada había
ocurrido. Siempre acudían donde no les llamaban.Y
tuvieron que salir de la Pescadería con las orejas gachas,
perseguidos por el vozarrón cascado de la
tía Picores,
indignada ante la oficiosidad de tales mequetrefes y por el irónico
retintín de las balanzas, que parecían darles una
cencerrada.Se
restableció la calma. Las pescaderas sólo pensaron en atraer
compradores. Rosario quedó erguida en su asiento, con los brazos
cruzados, la mirada torcida é inmóvil, sin preocuparse de vender,
como una esfinge irritada, marcándose cada vez más en sus mejillas
las huellas violáceas de las bofetadas recibidas, mientras Dolores,
volviéndole la espalda, hacia esfuerzos para contener las lágrimas
que le arrancaba el dolor.La
tía Picores
mostrábase preocupada; hablaba en voz alta, como si sostuviera un
diálogo con los yertos pescados que tenía delante... ¿Pero iban á
estar así las grandísimas arrastradas toda su vida? ¿Siempre
mátame ó te mataré?... Y todo por cuestión de hombres...
¡Animales! Como si no los hubiera de sobra en este mundo. Ella
debía
evitarlo; vaya si lo evitaría. Y si se resistían, las emprendería
á bofetadas, pues le sobraban agallas para ello.A
las once se zampó el almuerzo que le trajo la mandadera: un rollo
de
pan moreno con dos chuletas chorreantes, que despachó en unos
cuantos bocados, y después, limpiándose con el mugriento delantal
la profunda estrella de arrugas, relucientes de grasa, fué á
plantarse ante la mesa de su sobrina, sermoneándola
agriamente.Aquello
se había de arreglar. No le gustaba que la familia fuese en
lenguas,
dando que reír á toda la Pescadería. ¡Se había de arreglar!
¿Entiendes? Ella tenía empeño, y cuando ella se empeñaba en algo,
se hacía por encima de la cabeza de Dios, aunque tuviera que ir á
bofetadas con medio mundo. ¡Bonita era cuando se enfadaba! Lo de
antes no valía nada comparado con lo que ocurriría si ella se
echaba el alma atrás.
—
No,
no—gimoteaba Dolores, cerrando los puños y moviendo la cabeza con
enérgica negativa.¿Cómo
que no?... Pues aunque su sobrina no quisiera, había de acabar una
enemistad tan escandalosa. Eran cuñadas, y lo que había ocurrido no
resultaba irremediable... ¿Que le había desgarrado la oreja? Anda,
hija mía, que buenas bofetadas la había largado ella antes. Váyase
lo uno por lo otro, y haya paz. Lo dicho; mucho
mutis
y á obedecer á la tía.Y
de allí pasó á la mesa de Rosario, á la que habló aun más
fuerte. Era una fiera de mala baba, sí señor; una perra rabiosa. Y
que no le replicara ni la mirase con tanta cólera, porque le
tiraría
una libra á la cabeza. Ya era sabido cómo las gastaba ella, y
además, para haber sido amiga de su madre, la tenía muy poco
respeto.
Aquello
había de acabar. Lo decía ella, y basta. Allí estaba la pobre
Dolores llorando de dolor. ¿Era aquella manera de reñir? ¿Le
parecía decente estirar así las orejas? Eso era propio de un mal
bicho. Para reñir se procedía con más nobleza; pegar fuerte y
donde no salta sangre. Allí estaba ella, que había ido á la greña
con todas las de su época. La que más podía le remangaba los
zagalejos á la otra, y allí... en lo blando, zurra que te zurra,
para que tuviera que sentarse de lado durante una semana; y
después,
tan amigas, á jurar la paz en la chocolatería. Así procedían las
personas decentes, y así sería ahora, porque ella lo decía... ¿Que
no? ¿Que Dolores le quitaba el marido?... ¡Cordones con el marido!
No parecía sino que su sobrina era la que iba á buscarle.Los
hombres son los que buscan; y si ella quería tener seguro el suyo,
que no fuese boba y se pusiera bien las enaguas en su casa. Cuando
se
quiere guardar un hombre hay que tener muchas agallas, ¡recordones!
y sobre todo arreglarlo de tal modo que antes que salga de casa no
le
queden ganas de buscar nada en la del vecino. ¡Ay qué chicas las de
ahora! ¡Y qué poco saben! En la piel de Rosario debía estar ella,
y ya vería si su hombre cumplía la obligación... Nada; lo dicho.
La cosa se arreglaría. Ella y la otra tenían que obedecerla y
respetarla, ó de lo contrario...Y
mezclando amenazas con rudas expresiones de cariño, la
tía Picores
volvió á su puesto á continuar la venta.Aquél
día terminó pronto. La gente deseaba pescado, y á mediodía
comenzaron á vaciarse las mesas. La pesca sobrante fue metida en
toneles entre capas de nieve y trapos mojados, y comenzaron los
tartaneros á recoger cuévanos y banastas, apilándolos en las
traseras de sus desvencijados carromatos.La
tía Picores
se arreglaba el mantón de cuadros en medio de la Pescadería,
rodeada de algunas amigachas de su época, fieles compañeras que le
ayudaban á pagar á escote al tartanero.Había
que arreglar lo de las chicas. Y cuando estuvieron ya en la tartana
todas las cestas, fué á las mesas de las dos rivales, sacándolas á
pellizcos y á empujones.Dolores
y Rosario, vencidas por la tenacidad terrible de la vieja, estaban
una junto á otra con la cabeza baja, como avergonzadas y pesarosas
por el contacto, pero sin atreverse á chistar.
—
Espéramos
en la chocolatería—ordenó
la vieja al tartanero.Y
el respetable grupo de mantones á cuadros y faldas de insufrible
tufo salió de la Pescadería, conmoviendo las losas con su rudo
chancleteo.Iban
una tras otra á la desfilada por la plaza del Mercado, donde se
estaban realizando las últimas ventas. La
tía Picores
al frente, abriendo paso á empujones; detrás sus viejas amigas, de
hocico arrugado y ojos amarillentos; Rosario, que como había venido
á pie iba cargada con sus cestas vacías, y Dolores, que á pesar de
su dolorida oreja sonreía por costumbre al oir los chicoleos que
provocaba su rostro moreno asomando bajo el pañuelo de pita.Tomaron
posesión de la chocolatería, como antiguas parroquianas, dejando
sobre las mesitas de mármol las cestas de Rosario, que apestaban,
mezclando su olor de podredumbre con el perfume de chocolate barato
que salía de la cocina inmediata.La
tía Picores
bufaba de satisfacción al verse en la fresca sala que constituía su
mayor lujo, contemplando todos los detalles, que le eran tan
conocidos: el zócalo de pintarrajeada esterilla; las paredes de
blancos azulejos; la mampara de cristales helados con cortinillas
rojas; en la puerta las heladoras, inmóviles, con la panza
enfundada
en corcho y puntiaguda caperuza de metal; más adentro el mostrador,
con sus dos urnas de cristal para los bizcochos y los azucarillos,
y
tras él la dueña dormitando, moviendo perezosamente la caña con su
cabellera de rizados papeles para espantar el enjambre de
moscas.¿Qué
iban á tomar? ¡Lo de siempre!... eso no se pregunta. Jícara de á
onza por barba y vaso de refresco.Con
este eran cuatro chocolates los que había engullido la
tía Picores
en la mañana; pero su estómago y el de sus amigas estaban á prueba
del Caracas falsificado, que sorbían con sibarítico placer. ¿Había
cosa mejor en el mundo? Aquello alargaba la vida. Y las arrugadas
narices de las viejas contraíanse con expresión ansiosa, aspirando
el humillo azulado que exhalaban las blancas jícaras.Salían
los pedazos de ensaimada chorreando obscura pasta para sumirse en
las
bocas desdentadas, mientras que las dos jóvenes apenas si comían,
permaneciendo con la cabeza baja para no cruzar sus miradas.Pero
como ya la jícara de la
tía Picores
estaba casi vacía, intervino su vozarrón en el penoso
silencio.¡Pero
qué tontas eran! ¿Aun les duraba el disgusto? Había que reconocer
que las pescaderas de ahora eran muy diferentes á las de antes.
¡Qué
morros se ponían! ¡Qué rencores se guardaban! ¡Ni que fuesen
señoritas! Antes la gente tenía mejor corazón. Y si no, vamos á
ver: ¿no se había tirado ella del moño con todas las de su edad
que estaban presentes? (Aquí un movimiento afirmativo de las seis
amigas de la vieja loba.) De seguro que si se arremangasen los
zagalejos, aun encontrarían tal vez más abajo de la espalda la
señal de algún taconazo traidor; y sin embargo, tan amigas, tan
dispuestas á hacerse un favor, á remediarse en una desgracia. Y así
debe ser la gente, ¡recordones! Todas tenemos un pronto, pero
después que nos pasa se olvida, como hacen las gentes de buen
corazón. Las rabietas se dejan á la puerta de la chocolatería, y
aquí dentro buenas amigas. Lo que decía su madre y se ha dicho
siempre en la Pescadería. Los pesares no han de pasar de la
garganta.Pesar,
d' así no has de pasar.Chocolate,
bollet y gòt de quinset.Y
aunque el vaso no fuera de
quinset,
por no ser aún época de helados, todas las viejas, aprobando la
filosofía de su compañera, se sorbieron los vasos de tisana dulce,
expresando algunas su satisfacción con ruidosos eructos.Pero
la
tía Picores
iba indignándose ante la silenciosa reserva de las dos rivales.
¡Qué! ¿Iban á estarse así toda la vida? ¿Es que sus palabras no
valían nada? Á ver: Rosario, que era la más culpable.Y
la mujercita, siempre con la cabeza baja, tirando de los flecos de
su
mantón, masculló algo confusamente sobre su marido, y al fin dijo
con lentitud:Yo...
si esta me promet...
ferli mala cara...Dolores
saltó inmediatamente, irguiendo su soberbia cabeza.¡Hacer
mala cara! ¿Era ella acaso algún coco, algún
butòni
para asustar á las personas? Además, Tonet, el dichoso marido de la
otra, era hermano de su hombre, y á un cuñado no se le puede cerrar
la puerta ni recibirlo con cara de vinagre. Pero al fin... ella era
buena; ella no tenía ganas de ruidos; ella quería vivir en santa
paz y no le gustaba tampoco que la llevaran en lenguas. Todo eran
líos, mentiras de la gente que no sabe cómo
enguerrar
á los buenos matrimonios. ¡Que ella había sido novia de Tonet
antes de casarse con su hermano!... ¿y qué? ¿Era la primera vez
que ocurría esto? ¿Y qué otro motivo había para que la
armasen
tales calumnias?... Lo volvía á repetir: quería paz y
tranquilidad. Hacer mala cara, eso no; pero prometía que si alguna
confianza se tomaba con Tonet, como á cuñado que era, no volvería
á repetirla para que las malas lenguas no tuviesen donde
agarrarse.La
tía Picores
estaba radiante. Así le gustaban á ella las personas. Buen corazón
ante todo. ¡Qué! ¿estaba contenta Rosario? ¿No era bastante?
Ahora un abrazo y todo se acabó.Y
de mala gana, casi empujadas por las viejas, las dos cuñadas se
abrazaron sin levantarse de las sillas.La
tía, satisfecha de su triunfo, hablaba por los codos. Era una
locura
que las mujeres riñesen por un hombre. Lo que ella decía. ¿No
había de sobra hombres en el mundo? Eso es lo que querían los muy
granujas; que riñesen por ellos, para crecerse y hacer su santa
voluntad.La
mujer debía tener
agallas,
sí señor; muchas
agallas.
Ser como ella, que cuando su difunto le hacía una, sabía traerlo al
orden, y hasta si era preciso, obligarle á que le pidiese
perdón.Además,
buenos eran ellos para tenerles celos. ¿Para qué mayor infierno?
¿Sabía una siempre dónde pasaba las horas el marido al salir de
casa? No; por lo mismo era una tontería enrabietarse por sus
pilladas y no darse buena vida. Cuanto más fiera es una, más la
quieren. Lo que hacía ella con el difunto cuando sospechaba algo.
¡Fuera de la cama; y donde has pasado el verano pasa el invierno!
Siempre la cara de perro; nada de mimos ni
cucamonas;
así la respetan á una.Dolores,
seria y estirada, contraía los labios como si contuviera la risa
que
le escarabajeaba en el paladar.Rosario
protestaba. No; ella no estaba conforme con la
tía Picores.
Vivía honradamente con su marido y tenía derecho á que Tonet la
imitara. No le gustaban líos ni enredos.La
vieja la interrumpió. Todo aquello eran músicas,
hipocresías
que la daban asco. Había que tomar á los hombres tal como eran.
¿Verdad, chicas?...Y
todas las amigachas afirmaban moviendo sus cabezas de indio
viejo.La
tía Picores
continuó. Todos los hombres eran unos bestias, que cuanto más mal
los trata una, mejor la siguen como perros. Además, la que quisiera
tener seguro á su hombre, que lo atase á una pata de la cama con
las cintas de las enaguas... Y no decía más.El
tartanero había asomado su cabeza varias veces. Esperaba impaciente
y manifestaba su prisa con un gran acompañamiento de interjecciones
contra aquellas viejas que tomaban su tartana como una carroza
propia.
—
¡Aguárdat,
cara de palleta!—gritó
la ronca vieja—.
¿Qué no te paguem?...Y
al ver que sus amigachas rebuscaban en sus bolsas, extendió su
brazo
majestuosamente. Allí no pagaba nadie, ¡recordones! La fiesta era
cosa suya. Había que celebrar la reconciliación de las
chicas.Poniéndose
en pie, se arremangó falda y zagalejo, buscando sobre las enaguas
una gran bolsa ceñida á la cintura, de la que fue sacando unas
tijeras de destripar pescado cubiertas de escamas, una navaja
mohosa,
y por fin un puñado de calderilla, que arrojó sobre la mesa.Algunos
minutos pasó contando y recontando las piezas pegajosas, saturadas
de olor de marisco, y por fin dejó el montoncito sobre el mármol,
saliendo de la chocolatería cuando ya todas las amigachas se habían
encaramado en la vieja tartana.Rosario,
con sus cestas vacías, estaba en la acera, frente á Dolores,
mirándose las dos y sin saber qué decirse.La
tía Picores
la invitó á subir en la tartana. Se apretarían un poco y la
llevarían hasta casa.... ¿Que no? Bueno, pues ya sabía lo dicho:
mucha paz y tranquilidad.
—
Adiós,
Rosario—dijo
Dolores sonriendo graciosamente—.
Ya saps que som amigues.Y
saludándola con amistoso ademán, subió seguida de su tía,
inclinándose quejumbrosamente la tartana bajo el peso de las dos
soberbias moles.Se
alejó el carromato con suspiros de desvencijamiento y chirridos de
hierro viejo, y la mujercita, con sus cestas al brazo, quedó
inmóvil
en la acera, como si despertase asombrada, no creyendo en la
realidad
de una reconciliación con su rival.
II
Habían pasado muchos años, y sin embargo, unos por
referencia y otros como testigos presenciales, todos se acordaban
en el Cabañal de lo ocurrido un martes de
Cuaresma.
El día fué de los más
hermosos. El mar estaba tranquilo, terso como un espejo, sin la más
ligera ondulación, reflejando el inquieto triángulo de oro que
formaba el sol sobre las muertas aguas.
Vendíase el pescado como
una bendición de Dios. La demanda era mucha en el mercado de
Valencia, y las barcas arrastraban sus redes frente al cabo de San
Antonio sin la menor inquietud, fiadas en la calma y deseando sus
patrones llenar las cestas cuanto antes para regresar al Cabañal,
en cuya playa esperaban impacientes las
pescaderas.
Á mediodía cambió el
tiempo. Sopló el viento de Levante, tan terrible en el golfo de
Valencia; el mar se rizó levemente; avanzó el huracán, arrugando la
tersa superficie, que tomaba un color lívido, y un montón de nubes
corriéronse desde el horizonte, cubriendo al sol.
En la playa fué grande la
alarma. Aquel viento anunciaba para las pobres gentes, duchas en
las desgracias del mar, una tempestad de las que dejan rastro en
los hogares de los pescadores.
Alborotábanse las pobres
mujeres, y con las faldas azotadas por el viento corrían por la
playa sin saber dónde ir, dando espantosos alaridos y
encomendándose á todos los santos de su devoción, mientras que los
hombres, pálidos, ceñudos, chupando sus cigarrillos y poniéndose al
abrigo de las barcas varadas en la arena, examinaban el horizonte,
cada vez más obscuro, con la mirada concentrada y poderosa de las
gentes del mar, y se fijaban con inquietud en la entrada del
puerto, en la avanzada escollera de Levante, rojos pedruscos sobre
los cuales comenzaban á romperse las primeras moles de agua,
cubriéndolos de hirvientes espumarajos.
La suerte de tantos
padres á quienes la tempestad habría sorprendido ganándose el pan,
hacía temblar á la gente de la playa; y á cada mugido del viento,
todos, bamboleándose sobre la arena, pensaban en los robustos
mástiles, en las triangulares velas que tal vez en el mismo momento
se hacían trizas.
Á media tarde en el
horizonte, cada vez más obscuro, comenzó a marcarse una línea de
velas, como inquietos copos de espuma, que tan pronto se remontaban
como desaparecían.
Llegaban como rebaño
asustado y en dispersión, dando tumbos sobre las lívidas olas,
perseguidas siempre por el mugido feroz, que parecía divertirse
arrancándolas en cada papirotazo una vela, un trozo de mástil ó el
timón, hasta que levantando una montaña de agua verdosa, cogía de
través á la desmantelada barca y se la sorbía.
La última y más terrible
lucha fué á la entrada del puerto. En las barcas que consiguieron
entrar, los tripulantes, mojados de pies á cabeza, recibían los
abrazos de sus familias con ojos de idiota, como resucitados que se
asombran al verse de pronto en plena vida. Aquella noche dejó
memoria en el Cabañal.
Grupos de mujeres
desmelenadas, frenéticas de dolor, roncas de gritar sus
aclamaciones al cielo, corrían por el muelle de Levante, expuestas
á ser devoradas por las olas que escalaban los peñascos, mojadas
por el polvo de amarga agua que escupía la furiosa marea, y miraban
ansiosas el horizonte, como si en la sombra pudieran distinguir la
lenta y horrible agonía de las últimas barcas.
Faltaban muchas á llegar.
¿Dónde estarían? ¡Ay Dios!... ¡qué felices eran las mujeres que
estaban en el puerto abrazando á sus maridos é hijos, mientras los
otros, más infortunados, corrían dentro de un ataúd al través de la
noche, saltando de ola en ola, rodando á lo más hondo de hirvientes
simas, sintiendo bajo los pies el crujir de las quebrantadas tablas
y sobre la cabeza la lívida montaña de agua próxima á
desplomarse!
Llovió durante toda la
noche, y muchas mujeres esperaron el amanecer en el muelle,
combatido por el oleaje, envueltas en el calado mantón, en
cuclillas sobre el barro negruzco del carbón de piedra, rezando á
gritos para ser oídas mejor por los sordos de arriba, é
interrumpiendo algunas veces su oración para tirarse de los
revueltos pelos, lanzando á lo alto, en un arranque de odio y
resentimiento, las terribles blasfemias de la
Pescadería.
¡Hermoso amanecer! El sol
asomó su hipócrita cara tras la tranquila línea del mar, matizada á
trechos por las espumas de la noche anterior; extendió sobre las
aguas su ancha faja de reflejos dorados é inquietos,
embelleciéndolo todo; allí no había pasado nada; y lo primero que
doraron sus rayos en la playa de Nazaret, fué el casco destrozado
de un bergantín noruego encallado la noche anterior, hundido en la
arena, mostrando á flor de agua sus costados despanzurrados, hechos
astillas, y los palos rotos tremolando todavía jirones de
velas.
Su cargamento era madera
del Norte; y mansamente empujados por los suaves estremecimientos
del mar, iban hacia la playa las enormes vigas, los aserrados
tablones que, pescados por el revuelto enjambre de puntos negros
que pululaba en la playa, desaparecían como tragados por la
arena.
Bien trabajaban aquellas
hormigas. Para ellas era la tempestad. Y por los caminos de la
huerta de Ruzafa deslizábanse arrastradas las hermosas maderas del
Norte, que habían de convertirse en techumbres de nuevas
barracas.
Los piratas de la playa
arreaban alegremente sus caballerías como legítimos poseedores del
botín, sin pensar que tal vez estaba salpicado con la sangre de los
infelices extranjeros que dejaban á sus espaldas tendidos sobre la
arena.
En la playa, los
carabineros y la muchedumbre inactiva formaban corros más curiosos
que aterrados en torno de unos cuantos cadáveres tendidos entre el
agua y la arena, hermosos mocetones rubios y fornidos, mostrando
por entre los jirones de sus ropas la carne dura, de blancura
femenil, mientras sus ojos azules, turbios é inmóviles, miraban al
cielo con misteriosa expresión.
El naufragio del
bergantín noruego fué lo más notable de la tempestad. Los
periódicos hablaron de la catástrofe. Acudió la gente de Valencia
como en romería para ver de lejos el buque náufrago hundido hasta
la borda en la movediza arena, y todos olvidaron las barcas
pescadoras, acogiendo con gestos de extrañeza las lamentaciones de
aquellas mujeres que no veían volver á los suyos.
La desgracia no era tan
grande como en un principio se creyó. Al serenarse el mar fueron
volviendo al puerto muchas barcas, á las que se tenía por
perdidas.
Habíanse refugiado
huyendo de la tempestad en Denia, en Gandía ó en Cullera, y cada
una de ellas, al llegar al puerto, provocaba alaridos de alegría,
exclamaciones de gozo, votos de gracias á todos los santos
encargados de cuidar los hombres que se ganan en el mar la
subsistencia.
[...]