Fracaso sentimental en la calle 50 - Fernando Méndez-Leite - E-Book

Fracaso sentimental en la calle 50 E-Book

Fernando Méndez-Leite

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Beschreibung

Pedro Liniers, catedrático de Literatura Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, viaja a Nueva York para participar en un ciclo de conferencias invitado por la Universidad de Columbia. El tema es la obra de Truman Capote, sobre la que Liniers acaba de publicar un libro, El psicoanálisis en la obra de Truman Capote. Narrada en primera persona, los recuerdos de infancia en el Madrid de los 50, de los años de la Universidad en los 60, de su estancia en Barcelona trabajando como lector para la editorial Miralpeix, su decisión de cambiar de profesión para dedicarse a la enseñanza y regresar a Madrid en los 80, interrumpen y aplazan la narración de su viaje a Nueva York. Y en todos esos tiempos Liniers reflexiona sobre sus relaciones con las mujeres que se han cruzado en su vida, las reales y las inventadas. Su segunda mujer, Elisa Barcáiztegui, su traductora en Nueva York, Elvira Lagarde, y la actriz Sigourney Weaver, que se aloja en su mismo hotel, son el objeto en el presente de las maniáticas turbaciones sentimentales de este narrador que de vez en cuando pierde la palabra.

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Fernando Méndez-Leite

Fracaso sentimental en la calle 50

los cuatro vientos

serie narrativa

© Fernando Méndez-Leite

© 2023. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

tel.: (+34) 955998232•[email protected]

Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento sobre una imagen de Damián Flores (Mercadillo neoyorquino, 2007)

isbn ebook: 978-84-19791-62-7

Para Fiorella, porque you’re the top.

A mis hijos, Dagfinn y Clara para que sepan cómo se las gasta su padre.

A Manolo Matji, que inventó conmigo a Pedro Liniers cuando nosotros éramos unos pelagatos y él ya apuntaba maneras.

A Manolo Cuervo, mi primer lector y corrector, por lo que nos reímos el año de los tres papas.

«En los años sucesivos lo recordarás como un sueño que morirá, como mueren todos los sueños, al despertar».

Rex Harrison en El fantasma y el Sra. Muir

de Joseph L.Mankiewicz

«Me pregunté si un recuerdo es algo que tienes o algo que has perdido».

Gena Rowlands en Otra mujer

de Woody Allen

«Al contar la peripecia se pierde lo esencial».

Eduardo Mendoza

PARTE PRIMERA

INFORME SOBRE EL ESTADO DE MI ESPÍRITU

1.

DE LA SELVA MISTERIOSA A LOS ABISMOS DEL MAR

Me llamo Pedro Liniers Serrano de Osma, acabo de cumplir sesenta años el 14 de Agosto de 2004 y sin temor a equivocarme puedo afirmar que me va bien en la vida. Ya sé que esto parecerá una petulancia, pero acepto gustoso el riesgo de que cualquiera de ustedes pueda pensarlo ya que, si por un prurito de falsa modestia negara o simplemente silenciara esa apreciación, estaría faltando a la verdad y podría inducirles a confusión. Sería por mi parte una imprecisión imperdonable que haría tambalearse este informe nada menos que en su primer párrafo. De ese error inútil me sentiría enteramente responsable y ello afectaría sin duda a mi estado de ánimo en los próximos tiempos y pondría en duda el bienestar aludido. No es que dude de mi capacidad para convencerles de la anterior aseveración, pero conozco relativamente bien al ser humano y sé que determinadas afirmaciones que pueden parecer categóricas, y mucho más si encierran una valoración positiva de la propia existencia, provocan en los demás cierta desconfianza perfectamente comprensible, cuando no antipatía, y desde luego perplejidad. Pero, ¡qué demonios!, la mítica de los perdedores, tan en boga en mi ya lejana juventud, pasó de moda hace tiempo. Incluso la de los triunfadores ha quedado también arrumbada ante los despropósitos que se avecinan. Y si no lo creen así, ya me dirán de aquí a que pasen veinte años. Por lo tanto, espero que nadie con dos dedos de frente me tome por un intruso engreído y estúpido por el simple hecho de atreverme a decir en voz alta que me va bien en la vida. A lo que podría añadir, ya que hemos entrado en el terreno de las confidencias, que los sesenta años que figuran en mi carnet de identidad número 2.175.507 T no los represento. Y si he utilizado el término intruso, que de primeras puede haberles chocado,y lo he hecho a plena conciencia, es porque sé muy bien que entrar en sus vidas para contarles tontamente que ahora soy feliz y darles el número de mi D.N.I. sin que nadie me lo haya pedido, no puede tomarse sino como una intrusión. Quien se entromete es un intruso. O mejor dicho, un entrometido.

No crean que he llegado a esta primera valoración sobre el estado de mi espíritu de una forma gratuita o precipitada, sino como conclusión a muchas horas de serena y sincera reflexión dedicadas a recapitular con el mayor rigor de que he sido capaz los distintos episodios que componen mi vida y a sopesar cuidadosamente el balance entre mis más antiguos propósitos y los resultados que con el paso del tiempo he llegado a obtener. Esta tarea que algunos considerarán inútil y los más generosos una simple aproximación a una verdad inasible y siempre difícil de objetivar no ha sido ingrata como quizás ustedes se atrevan a suponer, porque su conclusión ha traído íntimamente aparejada la desaparición de un estado de inquietud, al que me habían llevado los sucesos de Nueva York, y, tal vez como consecuencia, a una relajante tranquilidad del alma. Y vaya por delante que yo estoy convencido de que el alma no existe, aunque sí algo parecido. Pero sí. Ha sido una tarea ardua, lo reconozco, pues en ese proceso me he visto forzado continuamente a despejar complejas incógnitas para poderlo llevar adelante científicamente.

La primera de esas incógnitas se presentó en el momento de definir en el plano teórico cuál era el momento en la vida de una persona en el que es aconsejable formular unos propósitos que puedan ser considerados con seriedad como tales y establecer asimismo en qué otro momento que no sea el de la muerte en que no suelen darse las condiciones de lucidez necesarias para ello se puede realizar un balance sin temor a que este sea desmedidamente parcial o responda exclusivamente a una euforia ocasional o a una depresión de temporada que en casi todos los casos a los que he tenido acceso por mi ya dilatada experiencia han sido pasajeras y me atrevería a aventurar que objetivamente ridículas. Las euforias y las depresiones.

Sobre las condiciones en que un moribundo puede valorar las experiencias vividas y los efectos que estas hayan tenido en la formación y evolución de su carácter en cada momento no es necesario que les haga ver su improcedencia. Una vida es muy larga, son muchas las cosas a recordar para su justa tasación y ya se sabe que la memoria es muy traicionera y tiende a deformar los hechos objetivos a favor del sujeto que los recuerda y valora. Más aún si los relata a un tercero o a una audiencia más amplia. Y eso sin contar con que el sujeto en cuestión no sufra en ese momento final algún deterioro cerebral que le impida coordinar debidamente, eventualidad desgraciadamente muy común una vez superada una cierta edad que, gracias a los avances de la ciencia y a la mejora de la alimentación, se ha ido ensanchando. Y si en esta penosa situación, puesto que casi nadie quiere extinguirse, el moribundo llegara a la conclusión de que ha sido completamente feliz o de que su paso por esta vida había alcanzado un óptimo porcentaje de agradable armonía, ¿no supondría cualquiera de estas revelaciones una diabólica contradicción ante la inmediatez del deceso? ¿Le quedaría siquiera tiempo al enfermo para comprender esa ironía del destino? Si el balance es negativo, ¿qué necesidad tiene el moribundo de que le amarguen la muerte? Deducir del análisis de nuestros propios recuerdos que nuestra vida ha sido un fracaso, ¿no es una redundancia con el hecho mismo de nuestra inminente extinción? Descartemos además la posibilidad de un fallecimiento repentino por infarto u otras causas similares. En esos casos, adiós a cualquier tentativa de recapitulación.

Definitivamente y a la luz de las revelaciones a las que me habían llevado las precedentes reflexiones y otras a las que por pudor no me he referido, de cara a hacer ese arqueo del significado de una vida, el momento de la muerte había que arrinconarlo y no me costó demasiado hacerlo apoyándome en el supremo argumento de que, figure o no en la famosa declaración, entre los derechos del hombre está el de que lo dejen expirar en paz.

Vayamos pues al otro extremo de la cadena de la vida para dilucidar cuál es el momento en que se pueden formular propósitos y a fijar metas a alcanzar. Es de sobra conocida la tendencia de los niños, instigados por la impertinente pregunta de las visitas ¿tú qué quieres ser de mayor?,a tomar decisiones para su futuro o, como poco, a formular verbalmente sus deseos en el pantanoso terreno de la profesión cuando todavía ni siquiera se alcanza a entender el significado de ese concepto, obsesiones en general ilusorias que hay que situar en el campo de los juegos y que los sujetos en cuestión abandonan en cuanto adquieren un mínimo de madurez y consistencia intelectual y que tan solo recuerdan luego como gracias infantiles o sencillamente como sandeces. ¿Qué niño de mi generación y mi clase social, educado como era preceptivo en un colegio religioso, no pensó alguna vez hacerse cura como sus profesores del colegio, alistarse en la marina americana como Richard Widmark, restaurar el honor perdido del capitán Lex y devolver a Gary Cooper las condecoraciones injustamente arrebatadas, irse a las Misiones a convertir infieles como Balarrasa o a pelear en las Cruzadas junto a Ricardo Corazón de León y Sir Wilfredo de Ivanhoe y de paso tratar de encontrar el Santo Grial como el triste de Perceval le Gallois? No conozco a nadie que hoy en día, iniciada la incierta recta sexagenaria sienta la menor frustración por no haber pisado las trincheras de Okinawa, oculta vergüenza de no haber blandido la espada Excalibur contra el malvado Mordred bajo la espesa neblina de Camelot u obsesiva culpabilidad por no haber convertido a la fe de Cristo al menos a un par de negritos del Congo Belga. Porque no se pusieron en su camino.

Yo mismo quise ser tranviario desde que Abilio, un amable conductor de la línea 49, que hacía el trayecto desde Ventas a Rosales por Goya, Génova y los bulevares, tuvo a bien revelarme los arcanos de aquel oficio. Me pregunto ahora qué habría sido de mi vida si, una vez superadas las naturales resistencias de mi familia, de inequívoca extracción burguesa e ideología conservadora como poco, según se puede fácilmente deducir de lo ya expuesto, hubiera seguido ese insensato impulso de mis ocho años. Mediados los sesenta, un alcalde sin alma tomó la resolución de desmantelar sin prisas pero sin pausa las líneas de tranvías de Madrid hasta su total desaparición. Aún recuerdo el renquear angustiado de los últimos coches de la línea 61 transitando cabizbajos por las vías residuales que el prócer tuvo a bien dejar en funcionamiento hasta su agonía triste, solitaria y final. No puedo concretarles si el responsable de la decisión política y/o administrativa que puso en marcha aquel exterminio fue el Conde de Mayalde, tan fino, tan remilgado, que dejó el cargo en 1965, o su sucesor, el temible tristón Carlos Arias Navarro, que firmaba los decretos en plena llantina, siempre tan compungido. Un fin de raza que bien podía ser también el hombre que acabó con los tranvías. Las lágrimas de cocodrilo de aquel hombre cerraron un largo y aburrido capítulo de nuestra historia unos años después en una inolvidable madrugada de Noviembre, pero antes se habían llevado a rastras los tranvías Fiat de la posguerra. Que fuera el conde o su sucesor es indiferente para lo que les quiero contar y por eso no me voy a tomar la molestia de investigarlo. En aquellos días de mi juventud, tal vez recordando mi remota primera vocación, contemplaba yo con mirada melancólica y solidaria los últimos tranvías trepando sudorosos desde Moncloa a Fernández de los Ríos, surcando Eloy Gonzalo, bajando por Martínez Campos para, tras cruzar la plaza de Castelar y superar la aristocrática cuesta de General Oraa y Hermanos Bécquer con la mirada puesta en alcanzar las cimas de Diego de León, torcer a la derecha por Conde Peñalver (antes Torrijos) para morir al final de Narváez. Y luego, después de un merecido descanso en la trasera del cine Ibiza, reemprender ya sin ganas el camino de regreso a la Moncloa.

De todas formas ni la compañía municipal de transportes ni la Compañía de María que regía el colegio del Pilar en que me eduqué me hubieran permitido conducir tranvías vestido con la sotana de sacerdote, como hubiera sido obligado en el caso de haber seguido yo esa otra vocación que me torturó en la infancia, en una supuesta pretensión de simultanear los dos oficios: Cura tranviario. Suena bien. Si aludo a esa orden religiosa y no a los jesuitas, los salesianos, los agustinos o los hermanos de la doctrina cristiana, es porque, habiendo yo estudiado el bachillerato con los marianistas, lo lógico habría sido que, de mantener viva la susodicha vocación en el momento procesal pertinente, hubiera ingresado en dicha orden al acabar el curso Preuniversitario si las mujeres no se hubieran cruzado en mis ensoñaciones de adolescente mariano.

Es más, la decisión de ser tranviario, que parecía firme e intocable en el tiempo en que con tanta euforia la tomé, no tardó en revelar su inconsistencia ya que sólo unos meses más tarde de mi conversación con Abilio y, como consecuencia de otra charla que mantuve con Manolo, el quiosquero cojo de Guzmán el Bueno, que a mí me pareció interesantísima, llegué a casa con la noticia fresca de que quería dedicar los mejores años de mi vida a vender periódicos y sobres de cromos a mis compañeros. Es evidente que hoy en día ninguno de mis amigos del colegio compraría cromos de Las minas del rey Salomón o De la selva misteriosa a los abismos del mar, embebidos, como los supongo, en sus actuales quehaceres profesionales o tal vez disfrutando de una prejubilación voluntaria o forzada por efecto de la globalización, los eres u otras zarandajas. Y si lo que yo pretendía era vender cuando fuera mayor el ABC, el Arriba, el Madrid, el Informaciones, el Ya o el Pueblo, la simpática Hoja del Lunes que cubría el incomprensible absentismo de las otras cabeceras ese día de la semana, o el 7 Fechas, el Garbo y el Radiocinema, por poner sólo unos ejemplos, ¿estaría hoy en día dispuesto a despachar con el mismo agrado El País, El Mundo, La Razón o el ABC en su nuevo formato? No quiero con ello decir que los periódicos de mi infancia fueran ejemplares ni mejores desde ningún punto de vista, no vayan ustedes a tomarme el número cambiado. Pero era otra la ilusión. No es imaginable que un hombre de 60 años, con muchas lecturas debido a su profesión real que, como ya habrán adivinado, no ha sido ni la de conducir tranvías ni la de quiosquero, se entretuviera en estos tiempos en despachar periódicos. Y aun suponiendo que a mi edad siguiera interesado en comerciar modestamente con el TBO, el DDT, el Yumbo y el Florita, tal vez como hobby en mis ratos libres, hoy no sería posible y enseguida les explicaré el porqué. Soy muy partidario de los hobbys, ya se lo adelanto, y siempre me han gustado más los hobbys que esos hobbies que propone la Real Academia, institución por la que siento el respeto justo, ni más ni menos y por eso sigo acentuando sólo adverbio y escribiendo whisky y no güisqui. Pero antes de avanzar por esa senda déjenme que les aclare que, dado que nunca he sido una persona violenta ni con sentido de la aventura, los esfuerzos que hice por interesarme por Diego Valor, Supermán, Batman, Roberto Alcázar y Pedrín o el Guerrero del Antifaz, más que nada por emular a mis compañeros más supuestamente viriles, fueron infructuosos y no tuvieron continuidad. Me gustaban las películas del Oeste pero curiosamente no sentí la misma curiosidad por los tebeos de Roy Rogers o Gene Autry. Nunca hubo tebeos de amor.

Hace muchos años que dejaron de editarse aquellos tebeos, los que me gustaban más o menos y los que no acababa de entender. Ahora los tebeos son de autor y su comprensión no está al alcance de cualquiera a pesar de que avasallan desde las estanterías de los grandes espacios comiendo terreno día a día a la literatura escrita como en aquel juego de la navaja de mi infancia precedente violento de futuras expropiaciones. Dibujos contra letras. Pero en el caso de que las viejas publicaciones a las que me estaba refiriendo hubieran sobrevivido milagrosamente al cambio de gustos y costumbres y siguieran publicándose hoy a comienzos del siglo XXI, lo que ya saben ustedes que no es cierto, sus supuestos destinatarios, los niños que ven en la televisión Compañeros, Los Serrano y Al salir de clase y que visitan las páginas pornográficas en internet, no vendrían a pedírmelas a mi quiosco, unos por ignorar su existencia y otros porque saben que yo no los vendo. No los vendo porque no salen ya y porque soy profesor universitario y no quiosquero. Tampoco creo que los chicos de hoy se lancen a la calle los domingos, crucen en metro medio Madrid hasta llegar a la Ribera de Curtidores con la finalidad de buscar en el Rastro o en alguna de esas enternecedoras tiendas de coleccionistas algunos viejos ejemplares cuyo precio de antaño en céntimos de las antiguas pesetas habrían de calcular los niños de ahora en antipáticos euros. No me veo vendiendo tebeos en Lavapies o en la Cuesta Moyano, sinceramente, mucho menos desde que volvió la turbación que me ha aquejado tras aquel viaje a las entrañas de Manhattan y al pozo sin fondo de mis contradicciones.

Y ahora que lo pienso: ni siquiera los tebeos de Hazañas Bélicas, con un componente mucho más realista, tan apegados a la guerra de Corea, atrajeron mi curiosidad. Si acaso, las portadas. Me da cierto apuro confesarles que yo en aquella época confundía la batalla de Guadalcanal con la toma de Sicilia y no acababa de entender por qué los sucios amarillos que habían sido barridos en la guerra mundial por Errol Flynn seguían dándole guerra a Robert Mitchum en Corea, seis o siete años después. Ese desconocimiento de las auténticas hazañas –así las llamaban– bélicas, perfectamente subsanable con la edad y los estudios en un colegio tan bueno como el Pilar, tampoco hubiera sido óbice que me impidiera ser quiosquero. Ni siquiera para un oficio noble pero tan poco reconocido socialmente, se hubiera admitido a un chaval de ocho años. Ni entonces ni mucho menos ahora en que el trabajo infantil ha sido justamente proscrito, gracias sin duda a la benéfica influencia de los movimientos obreros y de Oliver Twist. Intuí entonces que a mi edad no podía aspirar a ser quiosquero titular y que tendría que pasar por un forzoso periodo de aprendizaje y escalafón. Como en todas las carreras. No era Franco, que dormitaba en las monedas de una peseta, quien me iba a impedir compatibilizar el trabajo de repartidor de periódicos con los estudios de Ingreso de bachillerato, sino mis padres, que en eso eran bastante sensatos. Decididamente, hoy no me atrae lo más mínimo la profesión de quiosquero y esta renuncia, que se fue produciendo de forma natural e imperceptible al paso de mi crecimiento, no ha provocado la menor deformación en mi personalidad de adulto ni en mi carácter. Lamentablemente es una profesión destinada a desaparecer. Y no soy profeta.

No pienso que esas singularidades de la niñez sean diferentes en razón del sexo porque recuerdo bien que las niñas que entonces frecuentaban los tortuosos corredores del Loreto, la Asunción, las Esclavas, las Teresianas o el Jesús y María de la calle Juan Bravo soñaban con defender su virtud como María Goretti, morir en la hoguera como las cristianas en las películas de romanos, o redimir por amor a un hombre atormentado, romántico y misterioso que, a poder ser, escondiera un enigma en una habitación cerrada con siete llaves, como Jane Eyre. Alguna de ustedes –porque entiendo que me dirijo a una audiencia de carácter mixto– con la santa manía de poner las cosas en su sitio, me dirá que en esas actitudes de las niñas de aquel entonces no se aprecia una decisión profesional y que la posición social de la Santa Goretti, la devota Ligia que convertía al cristianismo al tribuno Marco Vinicio o la asustada segunda señora De Winter, eran meramente pasivas. No se puede interpretar el pasado con las reglas del presente. Así eran las cosas, mis queridas amigas, y no debe verse en ello una discriminación sexista por mi parte. Los chicos queríamos ser quiosqueros y las niñas mártires. De Nerón, de un vecino violador o de un rico terrateniente. Y si al darse la vuelta una de ellas se tropezaba con la oblicua Sra. Danvers, mejor que mejor. Más sufrimiento. Probablemente pensaban que cualquiera de esas inicuas torturas les abría el camino del cielo y de la salvación eterna, tan prestigioso en esos años. El sadismo de nuestra infancia lo llamó Terenci Moix, al que tanto traté en la Barcelona de los 70. El paso inexorable del tiempo y la liberación feminista impidieron que las muchachas en flor se perdieran por esos derroteros. Como prueba, les contaré que mi prima Paloma ambicionaba desde bien pequeña llegar a ser una escritora de éxito como Amy March, la mayor de las hermanas de Mujercitas, lo que no impidió que, por muchos profesores particulares que le pusieron sus padres, nunca llegara a aprobar la revalida de 6º –se le atragantaba la Literatura, fíjense– ni que ahora esté casada con un agente de seguros de Badalona, pese cerca de ochenta kilos sin haber vuelto a abrir un libro, y acabe de tener su primer nieto al que, paradojas de la vida, le han puesto el nombre de Tirant Lo Blanc, porque su hija vive en Gerona y su yerno es traductor de catalán en el Sindic de Greuges. Tirant Lo Blanc Farré, así se llama el muchachuelo. Todo ello sin que mi prima haya llegado a escribir una sola línea en su vida y no creo que tampoco lo haya echado de menos. Supongo que Paloma, a quien trato más bien poco, después de una vida tan plena ni siquiera se acordará de quién era Amy March ni se habrá molestado en perder un minuto preguntándose de dónde habrá sacado su yerno el nombrecito en cuestión. A mi prima Paloma lo que realmente le ocupa ahora son los flanes de coco.

Tal vez lo suyo haya sido cosa de familia porque su hermana Esther, un escuerzo, quedó tan marcada por las tres películas sobre la emperatriz Isabel de Austria que arrasaban en los cines españoles a mediados de los 50 que durante años anduvo la pobre buscando por los arcones familiares viejos trajes de la abuela con los que se disfrazaba –o eso pensaba ella, que era un retaco– de Sissi y hacía ridículas reverencias frente al espejo cada vez que se imaginaba que iba a entrar en el cuarto de estar su alteza el emperador. Naturalmente nunca encontró su Francisco José ni dio un palo al agua para facilitar cuando llegó el momento la restauración de la monarquía en España a la muerte de nuestro insignificante pero eterno Caudillo. En sus afanes de emulación de la juventud de aquella princesa bávara que asombrosamente no se traducían en convicciones monárquicas reales como hubiera sido consecuente, mi prima Esther –Esterina, le decían– dedicaba sus ratos libres a triscar por la sierra de Guadarrama con las chicas de la Sección Femenina a los acordes berreados de Montañas nevadas y, ya en su mocedad, cayó en sus manos un ejemplar de Mundo Obrero y rodando, rodando se lió con Curro Jiménez, un chico de Comisiones Obreras, que sufriría en los años siguientes el calvario sobrevenido de ser tocayo de uno de los más populares personajes de la televisión de los años setenta. De nada le valió a Curro intentar por todos los medios que sus amigos le llamaran Francisco que, como ya habrán deducido era su auténtico nombre, ni siquiera Paco; ni que sus compañeros de lucha le conocieran por el alias de Beria, que se le había asignado en su célula del Partido Comunista de España. Argumentaba el camarada Beria que su nombre era más de cinco años anterior a la invención del personaje de la tele, pero sus argumentos para acallar la chufla caían siempre en saco roto. Se quedó con Curro Jiménez para los restos. Esther se fue alejando de él porque bebía y su carácter se agriaba día a día. Sissi había abandonado el imaginario de mi prima, decepcionada por la deriva desdichada que había tomado la biografía de aquella emperatriz traviesa y prometedora. Me he enterado recientemente de que, tras el fracaso de la huelga general de Diciembre del 88, Curro dejó su doble militancia y cambió de ciudad y profesión pero sigue siendo conocido en los ambientes que ahora frecuenta como Curro Jiménez y las chacotas a su costa continúan a pesar del tiempo que ha pasado desde que la serie de los bandoleros se emitió por la tele. Su hijo, que no es de mi prima Esther sino de alguna otra mujer que conocería después, también se llama Curro, pero firma con k, y en el bar del barrio se le conoce como el hijo del Bandolero.

De todos modos, y volviendo a mi caso particular, que es el que aquí interesa, convendrán conmigo en que nadie en su sano juicio me puede exigir una vida aventurera que no he tenido y a la que tampoco he aspirado nunca. Ni me he encontrado en mi infancia con Long John Silver, ni hice amigos como Huckleberry Finn en las orillas del Mississipi –nunca me acerco a los ríos– ni he padecido los incontables sufrimientos del Marco de De los Apeninos a los Andes, mi primer héroe de ficción por riguroso orden de aparición en escena. Tampoco he tenido amores como los de Fabrizio Del Dongo con la Sanseverina ni amado en la distancia con la furia de Jay Gatsby, aunque haya quien lo piense así porque alguna Daisy Buchanan sí se ha cruzado en mi vida. Yo no soy un mitómano y mi vida no la van a encontrar ustedes ni en el cine ni en las novelas. Mis sueños de infancia, el quiosco, los raíles, la sotana, las luces de candilejas, como los de mis compañeros de entonces… los soplamos al viento.

Sin embargo, un hombre privado de su entero raciocinio, como Perry Smith, uno de los dos asesinos de la familia Clutter, que había visto hasta ocho veces El tesoro de Sierra Madre, seguía manteniendo en su edad adulta la ilusión y el firme aunque descabellado proyecto de encontrar oro en las arcas de algún viejo galeón español hundido en los mares de México. Y probablemente fue la perseverancia en esa obsesión, nacida en la infancia, uno de los motivos que lo llevaron a terminar sus días en la horca. Y hacerse famoso por ello. (¡¡¡Una advertencia!!!: Por favor, no se despidan ustedes de Perry Smith ni se inquieten por su intempestiva entrada en el plano ni por su inmediata salida de escena porque, debido a su involuntaria pero decisiva presencia en mi viaje a Columbia, va a volver más adelante. No es un capricho mío, sino un personaje secundario, arrebatado a la realidad pero con un peso específico en la ficción que ahora tienen en sus manos).

También quise ser cura en varios momentos de mi niñez y ese ensueño volvería con insistencia en la adolescencia. No reparé en el primero de esos ataques en la incompatibilidad práctica entre la impartición de los sacramentos y la dedicación que exigiría conducir un tranvía por aquellos raíles que tanto llamaban mi atención. Lo que es evidente es que en mis primeros años –los del quiosquero cojo y del cura Balarrasa– no estaba dispuesto a renunciar ni al tranvía ni a la sotana y no recuerdo qué planes me habría trazado para compaginar ambas pasiones. Estaba muy lejos de adivinar que años más tarde el movimiento de los curas obreros y luego la teología de la liberación habrían hecho perfectamente posible que el supuesto Padre Pedro Liniers S.M. fuera simultáneamente tranviario y quiosquero, como los «prochinos» de mi juventud cuyo afán cotidiano tan bien describe en un libro que todavía no ha escrito Ana Puértolas. Ella vivió de cerca aquel curiosísimo fenómeno fruto de los tiempos convulsos que siguieron al 68. Un cura prochino que conduce tranvías cuando estos ya han desaparecido de las calles de Madrid… ¡qué buena idea! Nuestra Señora de Entrevías, estación término.

Mis sueños de entonces estuvieron muy cerca de convertirse en realidad cuando cada domingo del año en que cursaba 2º de Bachillerato, disfrazado de Cruzado de la Eucaristía acudía ilusionado a unas muy exóticas representaciones organizadas por P.P.C. (Propaganda Popular Católica), protagonizadas por tres chicos cuyas iniciales coincidían con la pía entidad organizadora: Pepe, Paco y Colás. Pero tampoco esa experiencia satisfacía enteramente mis ansias de notoriedad porque, como ya habrán adivinado, yo no era ni Pepe, ni Paco, ni Colás, privilegio reservado a mis compañeros Longares, Sagaz y Zamarripa, a los que se suponía actores ya consumados, y que lo ostentaban sin compasión alguna por la sufrida figuración y por mis remotas ensoñaciones. Yo aquel año quería ser actor. A lo largo de esos domingos del 56, mientras ellos escenificaban aquellos diálogos, que con casi seguridad ahora me parecerían una ristra de estupideces, yo permanecía en segundo término, erguido bajo mi vestido de cruzado a pesar de mi desviación de columna, blandiendo mi lanza de madera con escasa donosura, muerto de envidia y esperando, como Eva Harrington, que una mañana Margo Channing se quedara atrapada en una nevada y no llegara a tiempo a la representación. Pero ya se sabe que en Madrid nieva poco y Longares, Sagaz y Zamarripa, que tenían una salud de hierro, no tuvieron la cortesía de coger el sarampión o la varicela, ni siquiera una vulgar gripe para proporcionarme la ocasión de sustituir a cualquiera de los tres y saborear así, aunque fuera por un domingo de cuaresma, las mieles de la gloria pepecera. Si quieren que les diga la verdad, yo no quería ser Paco ni Colás, sino Pepe, mucho más fino, más discreto, una especie de Clifton Webb de la calle Núñez de Balboa, pero me hubiera dado por contento incluso si hubiera sido Sagaz quien cogiera la tos ferina y eso me hubiera permitido hacerme provisionalmente con el papel de Colás que, me parece recordar, era gordo y paleto y remotamente inspirado en el Fileto de El villano en su rincón. Un Jack Carson, vaya.

De haber sido Fileto, digo Sagaz, quien hubiera tenido la amabilidad de enfermar, lo que es impepinable –y perdonen el vulgarismo– es que eso me habría obligado a una cierta caracterización porque yo no era ni gordo ni paleto. Pero no hubo caso, porque no enfermaron, ya lo he dicho. Para mi posterior consuelo, debo consignar que no tengo constancia de que ninguno de los tres haya hecho carrera en las tablas, aunque a decir verdad, no sé qué ha sido de Longares, sí de su hermano que es un escritor famoso y de acerada pluma, ni de Sagaz. Zamarripa es aviador. General de Aviación, nada menos. Y escribe sesudos artículos en el ABC que, aunque no acabo de entender, tienen muy buena pinta. En cualquier caso, pueden estar ustedes seguros de que no guardo el menor rencor a Longares, a Sagaz ni mucho menos a Zamarripa, al que sigo viendo y es un triunfador muy simpático. En primer lugar porque yo no soy rencoroso y además porque en la madurez que ahora disfruto no tengo la menor aspiración de interpretar a otros personajes, que nada tienen que ver conmigo, en el teatro, en el cine ni mucho menos en un anuncio de hojas de afeitar. Bastante tengo yo con interpretarme a mí mismo con toda la dificultad que eso conlleva por el carácter complejo de mi personaje. Se me ocurre sobre la marcha que ya no deben fabricarse hojas de afeitar. El recuerdo de mis amigos de PPC me ha hecho confundir los tiempos.

Esta vocación teatral, hoy olvidada, que afloraba en los escenarios sucesivos de aquellos cines de barrio, el Alcalá, el Europa, el América o el Lusarreta, no era tal, puesto que por entonces mi conocimiento del teatro era mínimo. Aparte de un espectáculo de variedades encabezado por la estrella de la canción española Antoñita Moreno, ya saben, la de Sortija de oro y El cordón de mi corpiño, una función infantil titulada La Tomasica y el mago, patrocinada por la Sociedad Española de Radiodifusión y protagonizada por Pedro Pablo Ayuso y Matilde Conesa, y aquella otra vez en que la abuela Mercedes nos llevó en las vacaciones de Navidad a ver Los sobrinos del capitán Grant al Fontalba, hace mil años desaparecido, prácticamente no había pisado un teatro antes de subirme disfrazado de cruzado de la eucaristía al escenario del cine Lusarreta, un desvencijado coliseo de barrio en el Paseo de las Delicias. Mi afición al teatro siempre obtuvo como balance la frustración. No conseguí colarme en el reparto de La venganza de Don Mendo, que se representó en el salón de actos de mi colegio cierto tiempo después, ni obtuve más que papeles muy secundarios en las funciones de teatro leído que montaba en el salón de actos un marianista aggiornato.

El recuerdo del marianista teatrero que acabo de evocar, me ha hecho fantasear sobre qué habría sido de mi futuro eclesiástico de haberme dejado llevar por aquel impulso adolescente de tomar los hábitos porque aquel hombre bueno y sabio que nos daba Griego y Sociología, después de pasar cuatro o cinco años en el seminario de Friburgo con el sueño de ordenarse, perdió la fe por el camino y en un arrebato sacó un billete en el expreso de Andalucía, dejó la Compañía de María, y se casó con una profesora de Latín malagueña en una iglesia del Perchel con la que vive hoy feliz dando clase de Griego en algún instituto del sur de la península. Entiéndase que eso de tomar los hábitos no es sino una fórmula literaria puesto que, si hubiera ingresado en la Compañía, habría vestido el sobrio conjunto de traje negro, camisa blanca, corbata y zapatos negros y, sólo en la eventual decisión de dar un paso adelante y cursar los cinco años del seminario en Suiza, habría accedido a la sotana tradicional de los sacerdotes. ¿Es pertinente describir con la tosca construcción de tomar los hábitos el hecho de vestir con el debido decoro, higiene y buen gusto la sencilla sotana negra sacerdotal? No lo creo. Para ser más exactos, no tengo reparos en corregirme. Sotana negra es casi una redundancia porque las sotanas –excepción hecha de las blancas de los misioneros y las marrones de algunas órdenes de frailes– siempre han sido negras, que yo sepa. Los clergy, no. Enseguida los hubo grises y poco después se convirtieron en un terreno abonado a la fantasía y a los colorines.A punto de que entremos en tiempos de memoria histórica, no es banal precisar que después del Concilio, del Padre Llanos, del 68 y la píldora antibaby, ni sotana, ni hábitos ni el elegante traje negro de los marianistas consiguieron sobrevivir.¡Fuera el latín, la tonsura y la misa de culo! Los curas se empezaron a vestir como a ellos les daba la gana y Dios les daba a entender. Que era rematadamente mal. Como si compraran las camisas en Muebles López. Eso no impedía que se les notara a la legua que no eran personas normales. O sea, que eran curas. Y de lo que pasó con las monjas, mejor no hablar. Con los datos de que ahora dispongo puedo deducir que hice muy bien abandonando a tiempo la idea de tomar los hábitos.

Yo quería ser actor de cine, no sé con exactitud en qué tiempo, pero entendía que para ello era imprescindible empezar por los peldaños más bajos, es decir, superada la prueba de llevar con dignidad la lanza de cruzado, acceder a un mayor protagonismo sustituyendo a Longares, Sagaz o Zamarripa en las funcioncillas de PPC en el supuesto de que alguno de ellos enfermara repentinamente. Lo que hoy llamaría el síndrome de la calle 42, por la que tantas veces he pasado en mis viajes a Nueva York. Y de Nueva York trata este escrito, ya lo verán. No vayan a impacientarse… Esto no es un memorial de mi infancia, no teman, sino el relato minucioso y autocrítico de un fracaso sentimental acaecido a muchos kilómetros de los cines del paseo de las Delicias. Pero no adelantemos acontecimientos ni tomemos el desaconsejable camino de los cerros de la calle 42. Paso a paso y sin atajos.

Las sesiones matinales de P.P.C. se completaban con una película ejemplar que se proyectaba una vez que Longares, Sagaz y Zamarripa terminaban sus gracietas y los cruzados de la figuración nos alejábamos con paso marcial, pero cabizbajos, de las tablas del escenario. No sé si por motivos religiosos, por razones económicas o sencillamente por falta de imaginación de los misteriosos dirigentes de aquella organización, a lo largo de aquel año el catálogo de proyecciones se redujo a dos títulos, La señora de Fátima y El pórtico de la Gloria, cuyos diálogos podían recitar de memoria no solo los eminentes comediantes Longares, Sagaz y Zamarripa, sino también todo el coro de cruzados de la eucaristía que, una vez terminada la representación del juguete cómico y nuestro oscuro papel de escoltas de los protagonistas, asistíamos a esas proyecciones sentados en las desvencijadas butacas de los palacios de las pipas, sosteniendo la lanza con nuestra derecha y procurando no tapar la visión del compañero de detrás, siempre bajo la mirada vigilante de un tal Padre Abós, cuerpo y alma de aquellos singulares espectáculos tan completos, probablemente inspirados en la política de programación del New York City Music Hall. Y háganme el favor de detectar la ironía de esta última frase, porque mal quedaría yo si ustedes pensaran que ni siquiera se me pueda pasar por la cabeza que aquellos santos varones hubieran viajado a Nueva York a buscar ideas para diseñar la propaganda popular católica. Simples coincidencias. El Padre Abós nunca pisó la calle 50 ni ha tenido ocasión de cruzarse con el negro que cada noche silba Stormy Weather en la esquina de Madison Avenue porque uno y otro son personajes de tiempos y escenarios distintos, ni totalmente reales ni completamente inventados. En los años 50 no iba nadie a Nueva York. Lo he comprobado mucho después. Las ucronías tienen sus reglas y sus límites.

Ciertamente esas dos películas, en buena medida protagonizadas respectivamente por niños pobres mexicanos y portugueses, estaban muy bien elegidas para los fines que perseguía el Padre Abós. Sin ir más lejos, La señora de Fátima, que chupaba rueda de La canción de Bernadette, era pura y depurada propaganda / popular / católica línea integrista y hay que reconocer que su repetición no estaba exenta de sentido, puesto que no era yo, ni siquiera lo eran mis compañeros más distinguidos de aquel elenco, los destinatarios de la selección, sino los niños madrileños de los barrios populares en que estaban ubicados aquellos cines. No es arriesgado presumir que el Padre Abós tuviera serias razones para pensar que sería muy raro que los chicos que hubieran visto La señora de Fátima un domingo en un cine de la populosa calle de Bravo Murillo, fueran a desplazarse la semana siguiente al Paseo de las Delicias para seguir las desangeladas aventuras de Pepe, Paco y Colás o para comprobar si la niña Lucía, acompañada de sus primos menos despiertos, conseguía que la Santísima Virgen, que se presentaba a sí misma como Nuestra Señora del Rosario, le devolviera la vista al niño de Pepe Nieto o las piernas a María Rosa Salgado en aquella noche de intensa lluvia del 13 de Octubre de 1917. ¡Ay, amigos! Aquí sí que hay un asunto en el que detenerse.

2.

MIRANDO AL MAR SOÑÉ

FueMaría Rosa Salgado el comienzo de muchas cosas. En los años en que nos llevaban al cine las tardes de los jueves María Rosa, con sólo dos películas, ya se había convertido en mi actriz española favorita y se preguntarán ustedes, como yo que no he dejado de hacerlo hasta ahora mismo, el porqué de esta preferencia. Hay que descartar la idea de que fuera por los papeles que desempeñaba en La señora de Fátima y en Balarrasa, la sufrida esposa católica de un político comunista en el Portugal de 1917 siempre encerrada en el salón de su casa, y una descerebrada burguesita de la calle Goya que coqueteaba con peligrosos delincuentes, probablemente elementos de la cáscara amarga, en plena posguerra. No eran esos personajes como para despertar la sensualidad de un niño del curso Elemental de la sección de Pequeños del colegio de Nuestra Señora del Pilar. Hay que buscar algo más consistente. Después de darle muchas vueltas, he llegado a la conclusión de que María Rosa Salgado me gustaba por una razón ontológica, por ella misma, por un halo de malicia que guardaba celosamente detrás de aquella aparente inocencia de su mirada. Cuando reapareció en los 70 en un par de películas para volver a sumergirse en un doloroso silencio artístico, aún no había cumplido los 50 y ese dulce mal se había hecho más patente. Eso es lo que me gustaba de María Rosa Salgado. Una mera intuición porque a esa edad no se tiene la capacidad de discernir las diferentes variantes de la maldad de las mujeres. A mis siete años consideré sin realizar las aconsejables verificaciones que aquella artista de la pantalla era un objetivo alcanzable aunque había que ir con cuidado. Le pasó también a Manuel Vicent, aunque de eso no me he enterado todavía. Siempre sería más probable cruzarse con ella en la acera de la iglesia de la Concepción que coincidir con Loretta Young que andaba enzarzada en la construcción de un establo en Bethlehem (Nueva Inglaterra). Pero desgraciadamente no fue así y nunca tuve la fortuna de encontrarme con ella ni a comienzos de los 50 ni a mediados de los 70 y así poder manifestarle mi admiración incondicional, lo que en los últimos estertores del franquismo no habría sido raro ya que eran tiempos en que los del mundo editorial nos cruzábamos frecuentemente con los del cine. Pero ella no era del cine porque era de otro mundo y sus películas se rodaban en Madrid y yo vivía en Barcelona. Cuenta la leyenda que después de una tormentosa relación sentimental con el director más prestigioso de la postguerra que había puesto en serio peligro el matrimonio del regista, el cine español en un ataque agudo de hipocresía la puso en cuarentena. Leyenda o verdad, lo cierto es que María Rosa Salgado, la dama joven más prometedora del cine español al doblar la década de los 50, no volvió a tener un personaje a la altura de sus cualidades en los años que siguieron. Yo no, pero mi alter ego sí llegó a conocerla y se deshace en elogios y melancolía.

Me gustaba tanto María Rosa Salgado que durante años la he recordado como la pareja de Cantinflas en El portero. El azar me hizo dar de carambola con una copia en betamax de aquella película y la decepción fue morrocotuda aunque no exenta de un cierto sentimiento contradictorio: María Rosa Salgado no aparecía por ningún lado. Ni en los títulos de crédito ni luego a lo largo de la película. Y eso no podía ser cosa del formato. No me quedó otra que aceptar que mi memoria había fallado. Un fake de la memoria, dirán nuestros descendientes cuando ese término se ponga de moda, lo que ocurrirá inevitablemente por la imparable decadencia de la lengua. Un trampantojo arrumbado en el almacén de decorados de mis recuerdos. Pero, ¡ojo!, mi memoria tonta no es. En algún momento de la proyección de El portero a la que asistí en mi infancia el espíritu de María Rosa Salgado se había instaladoapaciblemente en el centro de la sábana blanca sin romperla ni mancharla.Y así la había custodiado mi memoria errática hasta el maldito invento del video reparador de mitomanías. Había reemplazado a la actriz mexicana protagonista de El portero por mi admirada María Rosa Salgado. Sí, lo reconozco y me disculpo por ello. Pero en mi descargo someto a la consideración de ustedes las siguientes eximentes de responsabilidad:

1º. El personaje de la comedia mexicana al que yo había atribuido las facciones y características interpretativas de la chica de Balarrasa se llamaba Rosa María. O sea, María Rosa al revés.

2º. Rosa María era una vecina de Cantinflas a la que él ayudaba y protegía porque estaba impedida y siempre sentadita en su sillón y…, bueno, porque estaba enamorado de ella hasta las cachas. El muy ingenuo, por más de analfabeto funcional, emulando a Cyrano de Bergérac del que seguramente nada sabía, se prestaba a escribir cartas de amor dirigidas al hombre de sus sueños que ella, más o menos, le dictaba. Y permítanme que me detenga en la consideración de que este aspecto argumental resultaba cuando menos caprichoso porque la chica tenía toda la pinta de haber cursado cuando menos la enseñanza primaria mientras que sabido es que Cantinflas le daba patadas sin cuento al idioma y esa era una de sus gracias. Hubiera sido más verosímil que la chica, siempre sentada y sin nada que hacer, fuera quien le escribiera misivas amorosas o de otros asuntos a Cantinflas. Claro que… eso hubiera provocado toda una revolución interna en el guión de la película. ¿Por qué? Pues porque las supuestas cartas de amor de Cantinflas tendrían como destinataria única a María Rosa de la que, como ya he dicho, estaba locamente enamorado. ¿No habría sido raro que María Rosa –o Rosa María, que ya me estoy liando– se escribiera cartas a sí misma que luego Cantiflas echaría al buzón y que un par de jornadas después le llegarían a Rosa María…? ¿O a María Rosa?

3º. María Rosa Salgado, como ya he dicho, interpretaba a una paralítica en La señora de Fátima, que yo había visto por la misma época en que ví El portero. Una María Rosa, una Rosa María y dos paralíticas.

4º a). La chamaca de la película de Cantinflas, cuya discapacidad había sido originada por un accidente de tráfico, se curaba gracias a una intervención quirúrgica y dejaba sus muletas. Y, ya de paso, a Cantinflas por un teniente de Guadalajara, más guapo y de futuro prometedor en el ejército mexicano, en un final que no tenía nada que envidiar al de El tercer hombre. Compruébenlo ustedes mismos: Cantinflas, que había pagado a tocateja la carísima operación haciendo malabares en sus economías y en la lógica interna del guión, esperaba a Rosa María en el patio de su casa con un modesto ramo de flores y la emoción contenida del enamorado que está a un paso de ver compensadas las mil y una muestras de amor que ha puesto en juego según las reglas intemporales del melodrama. Tras descender de un cochazo –un haiga, se decía entonces– que no se sabe quién ha costeado, en el quicio del portalón aparece sonriente Rosa María, ya completamente curada, la gran triunfadora de la película. Mirándolo fijamente, amorosamente, se aproxima a Cantinflas con los brazos extendidos en un adelanto del anhelado beso que cierre para siempre la historia. De los ojos de Cantinflas salen estrellitas como en las comedias de Tony Curtis. Pero detrás del portero, oculto a ojos del espectador, a mis ojos, a los de ustedes en el caso remoto de que estuvieran viendo la película…, espera por obra y gracia del decoupage… el teniente de Guadalajara, auténtico destinatario de las miradas arrobadas de Rosa María. Naturalmente, Cantinflas no lo ha visto y la situación se estira de tal forma que el espectador, siguiendo las reglas del suspense del viejo maestro, sabe mucho antes que Cantinflas que a quien quiere Rosa María es al teniente y no al portero. Lo que por otro lado ya había quedado claro mucho antes porque a buen entendedor pocas imágenes sobran. Pero, amigos, así es el cine. El niño que fui yo nunca pudo olvidar el momento en que María Rosa Salgado avanzaba hacia Cantinflas y al llegar a él lo sobrepasaba como si fuera un espíritu y se arrojaba en los brazos del teniente tapatío, que así se llaman los habitantes de Guadalajara en México. A los de España se les dice arriacenses pero eso no tiene la menor trascendencia para el fondo de la cuestión. De esta cuestión. Mucho más peliagudo es que no fuera María Rosa Salgado sino una actriz mexicana quien había dejado a Cantinflas compuesto –mal, porque hay que ver cómo vestía Cantinflas– y sin novia. Tal vez fue entonces cuando a mis seis o siete años intuí, o pude hacerlo, el auténtico drama de la decepción amorosa o tal vez, de forma más general, de la pérdida. Aunque el perdedor fuera Cantinflas y no yo que por esa época no andaba todavía metido en amores.

4º b). La inválida de La señora de Fátima, que no era de muletas sino de silla de ruedas,echaba a andar en medio de un aguacero torrencial por la intervención milagrosa de la virgen portuguesa, después de sucesivas operaciones quirúrgicas fracasadas, según supongo por libre deducción porque la película no trataba ese aspecto. En este caso de la paralítica de Fátima, parecido pero no idéntico al anterior entre otras cosas porque El portero era un juguete cómico con leves gotitas melodramáticas y la película de Rafael Gil un dramón de tomo y lomo que desembocaba en una cascada de milagros, ignoro si, una vez recuperadas sus piernas, mantendría intacta su fe, seriamente amenazada por un entorno de ateísmo comunista, o acabaría apostatando ante la presión ambiental, por la sencilla razón de que dudo mucho que el personaje hubiera existido en la realidad y aún más que se hubiera curado de una manera tan impúdica. La señora de Fátima era una ficción sin pretensiones de rigor histórico alguno y me temo que tampoco de verosimilitud. La ingratitud es un sentimiento muy común aquí y en México y, según he oído, mucho más acentuado en los alrededores de Fátima.

5º. A mis siete años vi El portero y La señora de Fátima en el cine Vergara, situado en la calle Goya semiesquina a General Mola y retengan el nombre de este cine porque jugará un papel esencial en otro episodio trascendental de mi vida posterior, ya a punto de superar la adolescencia. Esta circunstancia probablemente cooperó a la confusión. Al volver al Vergara, después de verla en La Señora de Fátima y en Balarrasa, mi subconsciente no quiso olvidar a María Rosa Salgado que, obediente a esos designios, sin pedir permiso a nadie se subió a la sábana blanca y protagonizó la película de Cantinflas. Sólo para mí.

Creo que estas razones y estos datos aportados son suficientes para justificar ese error tantos años guardado en mi memoria enredada, aunque en el momento de descubrirlo no pudiera evitar un sentimiento de vergüenza. El problema de fondo, ya lo he dicho, es que me inventé que María Rosa Salgado salía en El portero de Cantinflas. Pero… volver a ver recientemente El portero me reportó en cambio un placer añadido e inesperado. La paralítica auténtica era nada menos que Silvia Pinal. No es necesario, porque les supongo un mínimo nivel de cultura general para interesarse en este informe, que les aclare que Silvia Pinal es una de las más eminentes estrellas del cine de México y musa del mejor Buñuel, aunque nada de eso supiera yo cuando la abuela Mercedes me llevó aquella tarde al cine. El portero era su sexta película y en ella es imposible predecir el brillante futuro de esta comedianta. Y no me pidan ahora que elija entre María Rosa Salgado y Silvia Pinal. Son amores distintos, aparecidos en muy distanciados momentos de mi vida y que cubren en mi imaginario ansias incomparables, aunque en un caso y en otro están relacionadas con el deseo carnal. El deseo de un niño y el deseo de un adulto. De ahí la contradicción antes aludida. En los años 50 los niños españoles nos enamorábamos de las artistas. Sin esperanza, eso sí. Nunca le conté a nadie que estaba enamorado de María Rosa Salgado. Más que nada para que no se ríeran. Y de Silvia Pinal nunca me enamoré. Era otra cosa

(Nota orientativa para el editor: En el momento que parezca conveniente pueden sustituirse las palabras paralítica, impedida e inválida referida a los personajes femeninos de El portero y La señora de Fátima por el término genérico personajes con capacidades diferentes en el andar. Asimismo, sería procedente averiguar si en el caso de la Virgen de Fátima de quien no se puede determinar el estado de sus piernas porque en la película y tal vez en la realidad histórica no se movía de la encina para arengar a aquellos pobres niños, la palabra señora no debería escribirse con mayúscula tal como he hecho con Nuestra Señora del Rosario. Esta nota no debe desaparecer en la edición).

Dejemos a María Rosa Salgado por ahora con el reconocimiento de haber sido mi primer amor de ficción. Dejemos aquel olvido en el olvido y recuperemos, que ya es hora, la trama de los espectáculos domingueros de PPC y de mis anhelos de convertirme en una estrella de la pantalla o, subsidiariamente, de la escena. De la televisión, nada hay que decir porque ni estaba ni se la esperaba, como a los marcianos. Sólo Lolita Garrido pensaba en ella: La televisión pronto llegará, yo te cantaré y tú me verás. El caso es que de haber sido otra la programación de los domingos de PPC, y sobre todo más variada, mi incipiente formación dramática habría sido más global y hubiera avanzado más deprisa. Pero, ¿qué enseñanzas dramáticas iba yo a extraer de aquellos niños portugueses que se expresaban en correcto castellano y que iban el 13 de Mayo a Cova de Iría a escuchar a la Virgen María disertar sobre las amenazas del comunismo en Rusia? ¡Avé, avé, avé, María! Además yo no quería ser actor infantil como Pablito Calvo, Miguelito Gil, Pepito Moratalla o Manolito García, ni como los niños de la coral mexicana de El pórtico de la gloria, sino que aspiraba a papeles adultos como el Capitán Horacio Hornblower, el aventurero Allan Quattermain, o el Gran Caruso porque ya les contaré que también quise ser cantante. Cantante de boleros, más concretamente. Más en la línea de Jorge Sepúlveda que en la de Mario Lanza, todo hay que decirlo. Con más autoridad pero menos salero que los pastorcitos de Fátima me hubiera podido enseñar el oficio de cantor el Padre José Mojica, que no era un cura de P.P.C., sino un actor y tenor de Jalisco que iba para agricultor, hizo escala en Hollywood y acabó metiéndose a fraile después de una juventud peligrosamente escorada a las mundanidades. Parece ser que en esa extraña evolución de su conciencia algo tuvo que ver el estallido de la revolución mexicana, pero no he podido concretar en qué medida ni por qué. En su radical conversión a la fe de nuestros padres hasta el punto de tomar los hábitos sí se sabe que influyeron decisivamente el fallecimiento de su madre y una aparición de Santa Teresita del Niño Jesús que le encomendó encarecidamente que dijera adiós a todo eso y entregara su vida y su canto a Jesucristo, nuestro Señor. En El pórtico de la gloria, con los votos de pobreza, obediencia y castidad de la orden franciscana ya en su poder o en el de la orden referida desde hacía cinco años, llevaba a los niños cantores mexicanos a visitar Santiago de Compostela. Por mucho que cambiara su nombre mundano por el mucho más pomposo de Fray José de Guadalupe Mojica, sus supuestas cualidades interpretativas se limitaban a desplegar una pegajosa y beatífica sonrisa de oreja a oreja, ya lloviera, ya hiciera calor. Ni desde el punto de vista actoral ni desde el musical, porque estaba mucho más cerca de Mario Lanza que de Jorge Sepúlveda, aquel cura de Jalisco era para mí un ejemplo a seguir. Mirando al mar soñé que estaba junto a ti…

Cada vez que leo informaciones sobre el Camino de Santiago ahora tan de moda, hasta el punto de que incluso los líderes de los sindicatos obreros y los personajes franceses de Buñuel se visten de tiroleses para ganar el Jubileo, pienso en la actualidad que debería haber cobrado esta película de la que nadie se acuerda. Un Jubileo laico, digo yo el de los sindicalistas y el de los gabachos. Tal vez sea esta una moda pasajera si es que O Bloque adquiere mayores cuotas de poder en las próximas elecciones antes de que lo barran las Mareas que en el momento en que les hablo a ustedes todavía no han llegado, y excúsenme la distopía que tampoco ha venido todavía. Mientras llegan o no las Mareas y las distopías, me pregunto, quién sabe por qué extraña asociación, si don Manuel Fraga, cuando cada mañana cruza la plaza del Obradoiro para ir a su despacho en la Xunta, se acordará de aquella película tal como hago yo cada vez que viajo a Santiago para encontrarme en agradables tertulias literarias y cinematográficas con mis colegas, los profesores Garrido de la Dehesa, Arsenio Iturmendi y Ursicino Torralba, para cenar con Ignacio Aspas con el que preferentemente hablo de chicas o, lo que es menos frecuente, para dar alguna conferencia en la Universidad. Mi amigo Aspas, aunque es rojo de toda la vida, tiene mucha mano en la Xunta de Don Manuel y cada vez que puede me reclama.

En Santiago son muy fieles a Truman Capote y he notado un especial interés por Otras voces, otros ámbitos entre mis compañeros del Departamento de Literatura, vaya usted a saber por qué. Y a pesar de que ella pertenece a otro mundo, mi amiga Luz Palafox, que además es prima de mi actual mujer, vive entregada al culto de Plegarias atendidas.Yo, si les soy sincero, cada vez que llego a Santiago me doy de narices con el fantasma del Padre José Mojica. Eso me ha quedado de la infancia. Se me aparece, se aloja en mi mismo hotel, me sigue. Yo, como si nada. Pienso en otra cosa. La verdad es que dudo que don Manuel viera en su momento El Pórtico de la Gloria a pesar de que cuando se estrenó ya había superado sus muchas oposiciones y gozaba de una saneada economía. Tiempo y recursos tenía por aquel entonces para dar un salto al Palacio de la Prensa en donde se estrenó el 14 de Enero del 54 aquella película aunque, como sólo estuvo siete días en cartel, igual se le escapó. Y Don Manuel no era un hombre de ir a los cines de barrio por los que entonces vagabundeaban durante unos años en copias cada vez más agujereadas y a precios cada vez más baratos las películas que tiempo atrás tuvieron sus días de gloria en la Gran Vía porque, como ya he dicho, entonces el futuro ministro de la Gobernación ya estaba situado. En todo caso, no hay dato alguno que avale la teoría de que Fraga Iribarne no viera El pórtico de la gloria ni tampoco su contraria. Y en los cientos de entrevistas que se le han hecho nadie se lo ha preguntado nunca, que yo sepa. Aunque ahora no viene al caso, permítanme que les cuente que hace ya años tuve un sueño protagonizado por tan singular prócer.

Estaba yo en Londres con motivo de un curso de verano sobre Henry James organizado por mi amigo Vicente Molina Foix y había quedado citado con otros compañeros españoles de la edición en Picadilly Circus. Salí apresuradamente del hotel porque llegaba tarde a la cita con los profesores José Enrique Gaiztarro y Paco Carranceja. En el sueño pasaba por Trafalgar Square aunque no puedo determinar si ése era el itinerario correcto a seguir. Tampoco sé por qué andaban por allí Gaiztarro y Carranceja, auxiliares de la cátedra de latín en mis tiempos de la facultad y con los que apenas tuve trato. Ya se sabe que la lógica de los sueños es sumamente antojadiza. Adrede, para desconcertar al durmiente. El caso es que después me veía caminando a buen paso por una ancha avenida que bien podía ser la parte sur de Regent Street, no esa otra que hace una bonita curva más allá de Piccadilly, hondamente preocupado porque no me acordaba si tenía que hablar de Las bostonianas o sobre Otra vuelta de tuerca, cuando de pronto me sobrevino una revelación: ¡Fraga se me había metido en la bañera!

Inmediatamente volvía sobre mis pasos para intentar impedir semejante violación de mi intimidad, pero cuando llegaba a la habitación del hotel Wilding Taylor descubría que todo había sido inútil. Fraga, el ceño fruncido, se estaba dando un baño de espuma en mi bañera y no parecía tener la menor intención de interrumpirlo pese a mi presencia. Como es tan frecuente en las pesadillas, quería decir algo, mostrar mi indignación, el baño es mío, pero las palabras no salían de mi boca. Él tampoco dijo nada, pero mantenía una mirada altiva, desafiante, amenazadora. Como es él en la vida real. Dado que el burbujeo de la espuma me lo impedía, no pude ver si le cubría el meyba de la bomba. Es posible que estuviera desnudo y en ese trance mi humillación habría sido mayor. El sueño se cortaba ahí dejando un desenlace abierto. Mis conocimientos de las técnicas del psicoanálisis adquiridos posteriormente por razones que no vienen al caso me han llevado a la interpretación de que en realidad Fraga, que se había bañado no hacía tanto tiempo en las aguas de Palomares por lo que la asociación fraga-bañera era muy pertinente, era mi madre, cuyo recuerdo seguía pesando en mis decisiones aunque hacía tiempo que había fallecido. Mi madre, transmutada en el político gallego, se interfería sin autorización alguna en mis asuntos aún después de muerta. Mi bañera, ahora ocupada por aquella mole, era mi vida. Y ya es raro porque yo no me baño, me ducho.

Fue aquella fiel asistencia a los domingos de PPC. una oportunidad desaprovechada, cuya principal consecuencia fue que mi vocación teatral se fuera apagando hasta desvanecerse, ya que durante todo el curso ni Longares, ni Sagaz ni Zamarripa cogieron una miserable gripe y sólo este último y en una sola ocasión se torció un pie entre cajas pero salió a escena cojeando ostentosamente como si en vez de Paco fuera Ricardo III en la batalla de Bosworth sin que nadie entre el público elevara la menor protesta mientras yo, sujetando la lanza de cruzado bajo el sobaco, me mordía los puños de pura rabia en la primera fila repitiendo entre dientes ¡mi reino por un caballo! Otra ocasión perdida fue la función teatral que vi al fin del año escolar en el colegio de mi prima Paloma, una pamema remotamente inspirada en Fabiola, que me produjo una impresión lastimosa, principalmente porque los personajes masculinos eran interpretados por niñas de doce años con las mejillas tiznadas de carboncillo para simular barbas que las niñas no tienen a esa corta edad y también por el pavor general que provocaba a tirios y troyanas la Madre María Eulalia, encarnación de la soberbia metida a monja y conocida por aquellos claustros como la Hija del Altísimo