14,99 €
Publicada en 1916, "Franziska", en la que se trenzan muchas de las obsesiones narrativas de su autor (el motivo del padre o la situación social de las mujeres), supone uno de los puntos más importantes en la trayectoria narrativa de Ernst Weiss, miembro del círculo praguense y amigo de Kafka.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 359
Veröffentlichungsjahr: 2022
Ernst Weiss
Franziska
La lucha
Edición y traducción de Carlos Fortea
Ernst Weiss
Durante los primeros treinta años del siglo xx, Centroeuropa bulló por muchas cosas, pero una de las menos reprochables fue que bulló de inteligencia. En tres décadas, dio a luz desde la teoría de la relatividad al cine, desde Los Buddenbrook hasta El castillo. Por desgracia, no fue lo único que produjo, pero lo hizo.
Particularmente, la ciudad de Praga y sus aledaños albergaron un foco fundamental de esa inteligencia. Los nombres de los autores que irradiaron su luz desde la vieja ciudad medieval están, por unas y otras cosas, en la mente de todos: Franz Werfel, Max Brod, Egon Erwin Kisch, Else Lasker-Schüler. Kafka.
Ernst Weiss.
En las imágenes que nos quedan de él, Ernst Weiss nos mira de manera frontal, un tanto desafiante, y aunque tanto en sus ojos como en sus labios hay siempre un apunte de sonrisa también parece haber en su mirada algo inquietante, algo que hace que a todos nos parezca lo normal que tantas veces se le mencione en relación con su amistad con Kafka. Son tal para cual: La misma frente ancha, los mismos ojos fijos, el mismo blanco y negro fantasmagórico del que ninguno de los dos es responsable.
Tal vez por eso a mí me gusta más una foto juvenil, en torno a sus treinta años, en la que se le ve con uniforme militar y bata de médico, con gafitas metálicas y un viejo estetoscopio de trompeta, un estetoscopio Pinard, en la mano derecha. A pesar de que tiene que coincidir con la Primera Guerra Mundial, en ella Weiss aparece relajado, con la mirada mucho más confiada, con el pelo un poquito alborotado. Es obvio que aún estaban por venir los peores días.
¿Quién era Ernst Weiss? Un amigo de Kafka, sí, todos lo dicen. Incluso uno de los más íntimos. Pero eso sería como definir la luna diciendo que es tan solo el reflejo del sol. Tratemos de acotar su personalidad: desde el punto de vista profesional, un médico, pero también un escritor. O al revés. Desde el punto de vista nacional, un checo, perdón, un austrohúngaro, un checo de habla alemana, pero también un judío, lo que sin duda en esa y en otras épocas significaba algo.
¿En qué época? Desde el punto de vista cronológico, la trayectoria vital de Weiss arranca en 1882 en el imperio austrohúngaro y termina en 1940 en París, es decir, arranca en un país que ya no existe cuando él muere y muere en un país que no es el suyo.
Pero, de hecho, el país en el que nace ya no es del todo suyo, es una Chequia que ya experimentaba las convulsiones nacionalistas que desembocarían en la independencia después de la Primera Guerra Mundial. El país se escinde por esas fechas en dos comunidades: checoparlantes y germanoparlantes. Dado que Weiss es germanoparlante, su horizonte vital se dirigirá a la Austria alemana y a Alemania. No será por elección propia. Es común a casi todos los centroeuropeos de aquel medio siglo que su destino les viene dado. Nadie les preguntó.
Weiss no viene al mundo bajo una buena estrella: Su padre muere durante su primera infancia (hecho que tendrá honda repercusión en su literatura), por fortuna el vínculo con su madre, persona sensible, dotada para la música, será intenso y satisfactorio. Weiss heredará de ella la sensibilidad musical, de hecho siempre tocará el piano como parte de su vida personal. De la muerte de su padre heredará un trauma de difícil cura, que se refleja en muchas de sus obras y que sin duda marca su personalidad.
Estudia Medicina en Praga, donde según sus compañeros pasaba tanto tiempo acudiendo a los actos de la sección literaria como en las aulas, y en Viena, donde asiste a las clases de Sigmund Freud; se doctora en 1908, y sus primeros destinos como médico son Berna, donde trabaja a las órdenes del famoso cirujano Theodor Kocher, que obtendría el Premio Nobel de Medicina en 1909, y Berlín, donde trabaja con August Bier, pionero de la anestesia epidural. Antes de la Primera Guerra Mundial, tendrá tiempo de hacer un viaje por el extremo Oriente como médico en un barco de la naviera Lloyd’s, aunque una vez más no será por decisión propia: Weiss ha contraído una tuberculosis, y el largo viaje es parte de la cura. Las experiencias acumuladas nutrirán más tarde parte de su obra literaria.
Su itinerancia profesional no le impide trabar relación intelectual con los miembros del círculo praguense que se congregaba en el Café Arco: ya hemos dicho algunos de sus nombres antes. Su amigo y compañero Hugo Hecht lo recuerda como un buen estudiante, y reseña el hecho curioso de que nadie sabía por aquel tiempo que también era escritor. «Tenía dotes para los idiomas, hablaba un buen francés y era buen pianista, bailarín y jinete».
Un hombre sociable, pues, un «buen burgués»… y un hombre discreto. O indeciso respecto a la escritura.
No sabemos desde cuándo escribe Weiss, pero nos consta que, en torno a 1910, empieza a escribir la que será su primera novela publicada. Una novela que se desarrolla en su medio profesional, la medicina, como sucederá con muchas de las siguientes (Stefan Zweig la calificará de autobiográfica, lo que Weiss se resistió a admitir más tarde), y que peregrina según él por 23 editoriales, cosechando un rechazo en cada una de ellas. Cuando ya cree que no logrará publicarla, «recibí la noticia de que las cuatro editoriales más grandes de Alemania, Fischer, Wolff, Müller, Rüttgen & Loening, aceptaban al mismo tiempo mi libro, que llevaban tres años rechazando».
En 1913 se publica La galera en la editorial Fischer, con una tirada inicial de mil ejemplares. La recepción crítica es muy favorable: El crítico Albert Ehrenstein saluda la llegada del nuevo autor con las palabras: «No se trata de una promesa, de una obra primeriza en el sentido habitual, sino de una obra plena como pocas veces se consigue». Paul Mayer habla de la lectura febril en la que se embarcó, de cómo «empezaba la lectura [de la novela] a primera hora de la tarde y la suspendía entrada la noche, olvidando el mundo a mi alrededor».
A pesar de este entusiasmo crítico, la novela no fue ningún éxito. Sin embargo, años después se reeditará con una tirada de 8000, ejemplares lo que da idea tanto de su valoración editorial como del lugar alcanzado entre tanto por nuestro autor en el panorama literario alemán.
Con ocasión de esta primera publicación, Weiss conoce a Kafka. Conocemos la fecha, porque figura en el diario de Kafka. Es el 29 de junio de 1913: «Anteayer, con Weiss, autor de La galera. Médico judío, de esa clase que más se acerca al tipo del judío de Europa occidental y del que, por eso mismo, enseguida se siente uno cerca» (entrada de diario de 1 de julio de 1913).
En ese mismo año, y en Berlín, Weiss conoce a la que será la mujer de su vida: Rahel Sanzara. Actriz de cine, bailarina, novelista, interpretará las dos obras de teatro firmadas por Weiss, y la relación entre los dos se mantendrá, sin llegar nunca a formalizarse, durante casi veinte años. Fue posiblemente la más duradera de sus relaciones humanas.
Ya solo por esto, sería fácil decir que 1913 se configuraba como año decisivo, pero lo es mucho más porque, en el momento en que decide publicar, Weiss decide también consagrarse a la literatura. Es probable que Kafka se sintiera reflejado en él y en su determinación vocacional, la determinación que él nunca se atrevió a tener, pero no tenemos constancia de ello. En cambio, sí sabemos que animó a Weiss en lo que entonces eran los comienzos de su obra literaria. El diario de Kafka se refiere frecuentemente a él, y da idea de un interés por el nuevo autor, no exento de crítica; en diciembre de 1913, Kafka escribe: «artificiosidades en la novela de Weiss […]. Debilitamiento del efecto cuando comienza el desarrollo de la historia». De que su amistad llegó a ser íntima, dan prueba los diarios una vez más: «El dr. Weiss intenta convencerme de que Felice es odiosa, Felice intenta convencerme de que Weiss es odioso. Yo les creo a ambos y amo a ambos o aspiro a ello» (entrada del Diario de 24 de enero de 1915).
La guerra no distancia a los amigos. Weiss se incorpora a su regimiento como médico, pero mantienen una intensa relación epistolar, se ven siempre que Weiss acude a Praga. Cuando Kafka publica La transformación, le envía un ejemplar con la dedicatoria «a mi querido Ernst».
Conocemos en detalle la opinión de Kafka respecto de Weiss. Así es como lo describe a Grete Bloch, en mayo de 1914: «Es un hombre muy amable, muy digno de confianza; en cierto sentido, pero solo en cierto sentido, muy juicioso, y en según qué meses felices magníficamente vital. A propósito, es enemigo de F. No dudo en desgarrar por usted un catálogo de la editorial Fischer (exagero, pues la página se desprende con facilidad) y enviarle la fotografía de Weiss. No tiene esa mirada rígida, pero es que los ojos acostumbrados a los lentes se abren asustados cuando uno se los quita».
Sin embargo, esa amistad se tuerce bastante pronto, por motivos literarios: en 1916, en plena guerra, Ernst Weiss publica su segunda novela, La lucha. Mientras la escribe, ha tenido a Kafka al corriente de su desarrollo, y Kafka ha respondido en términos entusiastas. Pero, cuando por fin se publica el libro y Weiss le pide una recomendación pública, Kafka se niega. Su biógrafo, Rainer Stach, da razones que tienen que ver con el peculiar carácter de Kafka, con el hecho de que para entonces ha dejado de escribir, pero, naturalmente, Weiss lo toma muy mal. En cartas a Rahel Sanzara, califica a Kafka de «perverso fariseo», dice que «cuanto más tiempo estoy alejado de él, se me hace tanto más antipático, con su viscosa maldad». En años posteriores Weiss siempre hablaría bien del escritor, pero muy duramente de la persona. Sin embargo, en los últimos años del mítico autor pragués, cuando ya está irreparablemente enfermo de tuberculosis, Weiss recuperará la relación con él, irá regularmente a visitarlo.
Que Stach tiene razón en sus conjeturas, y Kafka no se niega porque la novela no le haya gustado, está perfectamente registrado en sus cartas. En carta a Felice Bauer de 19 de abril de 1916, en la que da breve cuenta de su ruptura, dice:
No queremos tener nada que ver el uno con el otro mientras yo no me encuentre mejor. Una solución muy razonable. Un poco enturbiada, en todo caso, por el envío, que acaba de producirse, de su nuevo libro. Pero, ¡qué extraordinario escritor es! Tienes que leer el libro a toda costa.
Y, el 28 de mayo, añade:
Juzgas con cautela la novela de Weiss, y es correcto que lo hagas. Yo tampoco consigo obtener más que un movimiento inseguro, a medias entre el amor y la admiración. Sé que el fuego en el núcleo del libro es un elemento real; pero, para entregarse por completo a un elemento ajeno, hace falta locura. […] Pero es curioso que de tal origen surja una novela que no pocos creerán poder calificar casi únicamente como novela de entretenimiento. Así que no sienten su efecto de cuchillo. Tú sí lo sientes. «Quizá no pueda soportar esa verdad», escribes […]. Pero me gustaría oír tu opinión acerca de Franziska. Ahí reside la exigencia del libro. Si se agarra por ahí, se tiene al autor cogido por el cuello.
Me sorprende que no encuentres mucho de nuevo en él. Yo encuentro tanto que apenas puedo orientarme. Su aparente uniformidad no es más que la penumbra necesaria para hacer soportables ciertas cosas a los ojos humanos.
Weiss sigue escribiendo, durante la guerra y después de la guerra. Antes de empezar la década de los veinte ya ha publicado otras dos novelas, y estrena su primera obra dramática, Tanja (1919), que alcanza enorme éxito en Praga: al estreno, el 11 de octubre, le siguen otras siete representaciones, acompañadas de magníficas críticas en la prensa. Según un testimonio de la época, el éxito es tal que durante las semanas siguientes las jóvenes praguenses se peinan «a lo paje» para imitar al personaje interpretado por Rahel Sanzara.
Sin embargo, tres meses después, el subsiguiente estreno en Viena no solo es un fracaso, sino que se ve acompañado por una traumática experiencia, que Weiss no olvidará: a poco de empezar la obra, el autor deja el teatro para atender otras obligaciones, pero regresa a tiempo de salir a escena para recibir el aplauso del público, en el que confía después de la experiencia habida en Praga. Sin embargo, lo que se encuentra es una tempestad de pitos. Cree que el incidente ha puesto fin a su carrera como dramaturgo, pero aún escribirá dos obras más: Olympia (1923) y Leonore, ese mismo año. Las dos obras serán bien recibidas. Nótense los tres nombres de mujer. Volveremos sobre esto más adelante.
Las circunstancias, no solo económicas, empiezan a acosarlo. En 1921 abandona Praga. La razón principal (no debemos dejarnos engañar por las secundarias) la cuenta él mismo en su texto «Fragmentos de una autobiografía»: «Sin el conocimiento de la lengua checa, que ya no soy capaz de aprender, me sentía cada vez más extraño, más extranjero en Praga».
No solo abandona Praga. Abandona también la Medicina, para la que no se siente dotado (en los niveles en los que él se exige a sí mismo, hay que decir), y decide entregarse, pase lo que pase, al ejercicio de la literatura. Y se dedica solo a escribir. En cuerpo y alma. Los testimonios de la época dicen que no frecuenta los cenáculos literarios, no se deja ver, escribe, escribe. Percibe un estipendio de la editorial Ullstein, seguramente modesto, lo que no le supone un problema dada la austeridad de su carácter, la falta de vínculos familiares, la poca importancia que concede al dinero.
A pesar de escribir sin parar, Weiss no alcanza el éxito. En 1928, recapitula:
En el curso de quince años, he publicado nueve novelas, dos dramas, muchos relatos, un volumen de poemas y otro de ensayos […]. Resultado: soy completamente desconocido para la mayoría de los lectores […]. La crítica me toma menos en serio que cuando se publicaron mis obras iniciales, ni una línea mía ha sido traducida a una de las lenguas universales, a pesar de los muchos intentos por conseguirlo.
Sin embargo, es obvio que un lector afinado distingue sin género de dudas su categoría. No solo publica con editores de primera línea, como Kurt Wolff (el editor de Kafka, y de tantos otros), sino que la crítica le distingue con su atención, en muchas ocasiones de manera ditirámbica. No pocas veces, los propios críticos se preguntan en sus reseñas por qué un autor de tanta categoría no es más conocido.
Weiss no tarda en ser identificado como un escritor de las pasiones. Sus personajes siempre están animados por alguna pasión que les domina. Ya puede ser la pasión profesional, que anima a muchos de sus médicos, ya la pasión sexual (especialmente llamativa en Franta Zlin, una novela corta en la que un soldado que ha perdido el uso de los genitales por una herida en campaña enloquece por un deseo sexual imposible de satisfacer, pero no por eso desaparecido), ya una mezcla entre esta última y una incontrolable pasión por vivir. Los personajes de Weiss (lo veremos al hablar del libro que el lector tiene entre sus manos), viven continuamente arrebatados.
Es una década difícil. En una de sus cartas a Milena Pollak (23 de agosto de 1920), Kafka dice: «Hace poco he oído el rumor de que Ernst Weiss está gravemente enfermo y sin dinero, y de que en Franzensbad han hecho una colecta para él». Y semanas después (2 de septiembre de 1920), aclara: «De Weiss he vuelto a oír que probablemente no está enfermo, pero sí sin dinero, al menos así estaba este verano, por eso hicieron la colecta para él en Franzensbad».
Sin duda la situación hace mella en él. El escritor Ludwig Kunz dice haberlo visto en una lectura literaria en Berlín, a finales de los años 20. «Llevaba la amargura y la melancolía grabadas en su rostro. En cada uno de sus pesados movimientos se expresaba la vida de eremita que él mismo había elegido».
Sin embargo, según otros testimonios, Weiss no da señales de abatimiento. Friedrich Walter escribe: «En el trato personal, era amable, abierto, jovial […]. Cuando pienso [en él], lo veo sonriendo y riendo, con un destello en sus ojos oscuros y tristes. Era […] un buen ‘conversationalist’, como se diría en Inglaterra. Hechizaba escucharle».
Cuando empieza la década de los 30, ya es un escritor totalmente asentado en el contexto de la literatura seria. En 1928, su novela Böetius von Orlamunde, obtiene el Premio Stifter. Georg Letham, médico y asesino, de 1931, le gana elogios que se extienden en muchos de los casos a obras anteriores, se le califica de producto más refinado del Expresionismo. En los años inmediatamente anteriores se reeditan varias de sus obras. Cuando publica El médico de la prisión, en 1934, el crítico Karl Schnog habla de su «línea ascendente»; en el momento de la publicación de El pobre derrochador, en 1936, Ernst Ottwalt se pregunta abiertamente «por qué este escritor de talla, que tiene a sus espaldas una obra en prosa importante, no goza en la opinión pública literaria alemana del conocimiento y vigencia a que sus logros le dan derecho».
No es el mejor momento para escribir eso… Como tantos escritores alemanes, en febrero de 1933 Weiss ha abandonado Berlín, después del incendio del Reichstag, y regresado a Praga para cuidar de su madre. Cuando esta fallece, al año siguiente, viaja a París con la finalidad de escapar al peligro cada vez más próximo de la persecución nazi. Cuando Ottwalt se plantea esa pregunta, ya no hay una «opinión pública literaria» alemana. Su siguiente novela, El pobre derrochador ya se publica en una de las editoriales del exilio, la fundamental editorial Querido, con sede en Amsterdam.
En la misma reseña de la que hemos tomado sus anteriores palabras, Ottwalt hace una afirmación de profundo calado: dice que la obra que está reseñando es uno de los mayores logros de la literatura antifascista. Y dice que la obra es sin duda un retrato psicológico, una biografía privada sin aspiración a generalizar, pero que se trata de una obra incompatible con los principios que el Tercer Reich considera válidos para las obras literarias, que se trata de una obra humanista. Cuánto se echa de menos hoy en día la afirmación del valor propio de la literatura en tanto que tal como sustento del humanismo, también y en primer término en un sentido político.
Se ha dicho a menudo, por otra parte, que a Weiss no le importa la realidad social, que su «especialidad» es una literatura psicológica, ajena al mundo que le rodea. Dejando aparte que el estudio del ser humano puede ser a su vez la más política de las opciones, es que además no es cierto. Weiss vive al hilo de los acontecimientos, como le ocurre a toda su generación, y es imposible ignorar la importancia de un texto breve como Franta Zlin a la hora de saber su opinión de la guerra, o no ver que El médico de la prisión es un retrato amargo de la Alemania de la hiperinflación, la desorientación de la juventud y el mercado negro. No es posible decir que no hay opiniones sociales en un texto como Böetius von Orlamunde (cuando se reedite, Weiss lo retitulará El aristócrata; a veces uno se pregunta, al hilo de esta idea de cambiar los títulos, si Weiss no salía al paso de los malentendidos que leía en la crítica; lo veremos más tarde al hablar de Franziska).
Tampoco elude el posicionamiento: «La fe de los pueblos que no tienen Dios se llama patriotismo. El nacionalismo nace del […] resentimiento, y no de la plenitud del alegre sentimiento de un pueblo» (Paz, Educación, Política, 1925).
En 1938 publica El seductor, dedicada a Thomas Mann, del que Weiss había escrito anteriormente que le había enseñado «con paternal benevolencia, que una novela expresionista es una contradicción en sí misma, y que había que elegir entre expresionismo y novela». En una carta dirigida a Weiss, que citaremos más adelante, Mann elogia en términos inequívocos no solo la novela en cuestión, sino la condición de gran narrador de Weiss. Lo mismo harán, a cuenta del mismo título, Stefan Zweig a título privado y Ludwig Marcuse en una reseña publicada ese mismo año.
Será la última obra que Weiss publique en vida. Pero no la última que escriba. También en 1938 escribe El testigo ocular, que tiene como personaje principal al propio Hitler, cuando convalecía de neurosis de guerra después de la Primera Guerra Mundial, y la envía a un concurso literario de la «American Guild for German Cultural Freedom», que ya le había otorgado una beca con la que subsistía a duras penas. Pero la novela no obtiene el galardón, y no llega a las prensas. El propio Weiss ha dicho, en carta a un amigo: «Me cuesta trabajo imaginar que una editorial, aquí o en Holanda, tenga el valor de publicar una cosa así». En 1939 la reelabora, pero en su correspondencia con Stefan Zweig se queja de que no consigue «dominar el personaje» de Hitler.
A finales de 1939 enferma gravemente; consigue superar la enfermedad, pero su situación económica es desesperada. A pesar de sus muchos intentos, no logra conseguir ingresos suplementarios mediante traducciones de sus obras, que nunca llegan a buen término. Sobrevive con la ayuda de algunos amigos, entre los que cabe destacar a Stefan Zweig y Thomas Mann.
Su estado de salud nunca llega a ser del todo bueno, de sus cartas se desprende claramente que la depresión le acecha de manera constante. Cambia varias veces de domicilio. Thomas Mann, que ya se ha instalado en los Estados Unidos, intercede con éxito ante Eleanor Roosevelt para que sea incluido en la lista de artistas y científicos que van a obtener un visado preferente para emigrar a América. Parece abrirse un margen para la esperanza.
Pero es tarde. Cuando los alemanes llegan a las puertas de París, los escritores Walter Mehring y Hertha Pauli tratan de persuadir a Weiss de que huya con ellos. Weiss se niega. No se siente con fuerzas y no tiene recursos.
El 14 de junio de 1940, las tropas nazis entran en París, y Ernst Weiss se mete en la bañera de su habitación del Grand Hotel Trianon de París, ingiere veneno, se corta las venas, y pone fin a su vida. Según los testimonios, en su habitación queda una maleta llena manuscritos, entre ellos la edición de sus diarios, que ha estado preparando. Todos se perderán con él.
En 1924, con ocasión de la publicación del relato Atua, el crítico Paul Zech escribía en el Berliner Tageblatt que en las obras de Weiss se apuntaba «la novela del futuro. El estilo de la prosa de la próxima generación», y que por eso «Ernst Weiss quizá sea considerado dentro de veinte años aquel que ya es hoy».
Sus palabras resultaron proféticas, aunque optimistas. Porque Weiss aún tendría que esperar hasta 1963, y el camino que tuvo que recurrir su obra póstuma seguiría sin ser fácil.
Aunque el viaje de Ernst Weiss hacia eso que llamamos posteridad empezó pronto. Empezó, de hecho, del mejor modo que puede desear un escritor: convirtiéndose en personaje literario. Porque hay pleno acuerdo en varias fuentes en que las palabras con las que Anna Seghers abre en 1941 su novela Tránsito son un homenaje encubierto a Weiss: en la novela de Seghers, el leitmotiv inicial es el descubrimiento de los papeles de un escritor muerto, «Weidel», que se ha suicidado en un hotel del Quartier Latin al entrar en París los alemanes. Entre ellos hay una novela, que bien podría ser aquella de la que vamos a hablar más adelante. Seghers rinde homenaje a Weidel/Weiss con estas hermosas palabras: «estaba en posesión de la lámpara maravillosa con la que iluminaba para siempre todo aquello a lo que la dirigía».
Terminada la guerra, el agente literario Paul Gordon viaja a Europa con la intención de publicar El testigo ocular. Parece ser que la obra, enviada a aquel concurso que nunca llegó a fallarse, ha terminado en manos de su agencia.
Que el viaje de Gordon no pasa inadvertido lo sabemos porque, en 1950, Alfred Döblin, el famoso autor de Berlin Alexanderplatz, establece contacto con él. Döblin está empeñado en el esfuerzo, enmarcado en la que entonces se llama Academia Alemana de Literatura y Ciencia, por rescatar a los desaparecidos y olvidados de la literatura alemana, y quiere hablar con Gordon en relación al legado de Weiss.
No sabemos si aquella conversación terminó en algo, pero las gestiones de Gordon sí lo hicieron: Consigue un contrato con la editorial Herbig de Berlín, que en 1951 llega a imprimir la novela, pero no la publica. La editorial Aufbau de Berlín Este llega a tener las galeradas en 1955, pero tampoco se atreve a editarla.
Merece la pena detenerse en por qué no se atreven. No dispongo de datos concretos, pero es muy probable que la inhibición —cara inhibición, además, cuando los ejemplares ya estaban impresos— se debiera a uno de los secretos mejor guardados de la apacible «era Adenauer»: la pervivencia del nazismo. Quedan muchos testimonios de ella, desde la experiencia de Thomas Mann en su gira conmemorativa del centenario de Goethe hasta el trato sufrido por muchos de los judíos supervivientes que trataron de volver a su país, pasando por las dificultades del fiscal Fritz Bauer, enfrentado a sus propios compañeros en la persecución de los crímenes de guerra del nazismo. En 1955, todavía era preciso tener valor para retratar como un enfermo psiquiátrico a un Adolf Hitler al que muchos aún idolatraban en secreto. Aún cabía la posibilidad de levantar ampollas. La República Federal de Alemania todavía tardaría muchos años en llegar a ser el país que es hoy.
En el caso de la RDA, el entonces joven editor Rolf Schneider, encargado de aquella edición que no llegó a buen término, apunta una explicación propia: en 1955, en la RDA, el nazismo se explica como resultado de una conspiración del capital contra el pueblo; cualquier explicación que implique cuestiones psicológicas no encaja en la doctrina oficial del Estado, y no es bienvenida.
Solo en 1962, el pequeño editor Hermann Kreisselmeier compra los derechos de la obra, y al año siguiente imprime una tirada de cuatro mil ejemplares, no sin antes pasar por un último obstáculo que parece un estrambote cómico a las dificultades de la obra de Weiss: hace muy poco tiempo que se ha traducido una obra de Alain Robbe-Grillet que, por puro azar, llevaba por título El testigo ocular. Para evitar demandas por suplantación (hay, de hecho, una vista judicial), la obra se publicará inicialmente bajo el forzado título Yo, el testigo ocular.
Del prólogo se encarga Hermann Kesten, que había conocido a Weiss en Berlín. El prólogo de Kesten da testimonio de que el ambiente político ha cambiado, Kesten no tiene pelos en la lengua: «aprender cómo un tirano que hablaba, pensaba y se comportaba como un medio idiota pudo cautivar a todo un gran pueblo, o al menos a su mayoría […], cómo un histérico fue capaz de crear una histeria de masas, cómo un semianalfabeto arrastró ciegamente a los estratos instruidos, más inteligentes, más poderosos de un pueblo […]».
La novela es un éxito inmediato. Consciente de lo que hemos mencionado anteriormente, un crítico de la época elogia a la editorial Kreisselmeier por su decisión, y se formula la pregunta retórica: «¿Y las otras, las grandes editoriales, por qué no se han atrevido?». Es reeditada en numerosas ocasiones (1966, 1973, 1977), y traducida al inglés, al italiano, al holandés, al checo y al castellano. Todo lo que Weiss constataba «sin amargura» que no había alcanzado su obra anterior, lo alcanza desde este momento. Georg Letham, médico y asesino, la novela que en vida había sido comparativamente su mayor éxito, es reeditada en 1950, y lo será más tarde en numerosísimas ocasiones, El pobre derrochador se reedita en 1965, Böetius von Orlamunde en 1966, El seductor en 1967, El médico de la prisión en 1969, Franziska en 1979. En 1982, con ocasión del centenario de su nacimiento, Ernst Weiss se incorpora al canon literario alemán con la publicación de sus Obras completas en 16 volúmenes, a cargo de la prestigiosa editorial Suhrkamp.
Faltaba un colofón. En 1995, en el Archivo Literario de Praga-Strahov, aparece la copia mecanografiada de una novela corta, que lleva el título de Jarmila. Sabemos que fue escrita en el verano de 1937, y que el autor confió el manuscrito a su amiga Mona Wollheim para que lo copiase a máquina. Es la copia, perdida en los avatares de la guerra, que de un modo u otro fue a parar a aquel archivo. Publicada en 1998, es, según todos los indicios, la obra final de nuestro autor.
¿Qué habría sentido Weiss de haber sabido que su destino, su tan perseguido éxito, su reconocimiento general, estaba en algún punto del futuro, situado más allá de su vida?
Tal vez se habría desesperado. La historia es el paraíso de los laicos, pero sin la conciencia de ir a entrar en él no hay disfrute del mismo. La recompensa, que es una de las formas de la justicia, no es justicia ni es recompensa cuando llega tarde.
Pero tal vez se hubiera limitado a asentir, porque siempre estuvo seguro del valor de su obra. Es digno de mención —creo que a él le hubiera gustado que así fuera— que su caso no fue, o no fue solo, como el de tantos otros, el de un tardío redescubrimiento: el éxito llegó con su última obra, le habría llegado igual de haber seguido vivo. Fue el justo premio a una trayectoria impecable, constante, fiel a sí misma.
La fortuna de Weiss en España es reciente, más no por eso menos relevante. Como él mismo decía en sus apuntes autobiográficos, en vida no había sido traducido prácticamente a ninguna lengua, y lo mismo ocurrió con el español.
Cabe pensar que su momento llegaría con su resurrección en Alemania, pero incluso entonces se hizo esperar. En términos políticos, España no estaba en 1963 mucho mejor que la Alemania de Adenauer —de hecho, estaba muchísimo peor—, por lo que no era fácil contar con que Weiss encontrara cabida en nuestras letras.
De hecho, no la encontró. Tampoco la encontró, como si la encontraron otros autores germanoparlantes, con la llegada de la transición. Tendrían que pasar aún varios años para que nuestro sector editorial se lanzara a abordar su descubrimiento. Es en 1988 cuando Ediciones B publica por vez primera El testigo ocular en su colección Narradores de hoy, en traducción de Alfonsina Janés, traductora importante, con una trayectoria que incluye traducciones de Heinrich Böll, Hanns Helmut Kirst y clásicos como Goethe, Von Arnim y Eichendorff.
En aquel momento, el libro pasa ampliamente inadvertido, aunque se reedita dos años después en Círculo de Lectores. Podría pensarse que Weiss no ha tenido éxito, y que su destino ha quedado sellado, pero el nuevo siglo va a serle más propicio. En el año 2002, la editorial Minúscula publica la recién encontrada Jarmila, una historia de amor de Bohemia, en versión de otro de los grandes de la traducción en España, Feliú Formosa, y en 2003 Siruela reedita El testigo ocular. Esta vez sí despierta la atención de la crítica. En El País, Cecilia Dreymüller habla de «la prosa vigorosa y plástica» de Weiss, de la «trama apasionante» de El testigo ocular y de «la construcción del personaje principal, tan complejo y creíble en sus contradicciones». Ana María Moix escribe, refiriéndose a Jarmila: «precisión, sutileza y unidad interna son las cualidades de Jarmila, una narración cuyo argumento […] difícilmente podría dar pie a la joya literaria que es de no haber sido escrita con la maestría de que Weiss hace gala». En La República cultural, José Ramón Martín Largo califica Jarmila de «obra maestra».
El éxito anima a Siruela a continuar con las publicaciones, y en 2005 edita El pobre derrochador, de nuevo en traducción de Alfonsina Janés. En 2019, la editorial independiente Hjckrrh! publica Franta Zlin, con prólogo y traducción del autor de estas líneas.
La historia de editorial de Ernst Weiss en España no ha terminado. Cuando se escribe este breve estudio, está en prensa El médico de la prisión (Ginger Ape, traducción de Carlos Fortea), al que seguirá la Franziska que tienen en sus manos. En la misma línea que marcó su vida y su trayectoria, Weiss se abre paso con lentitud, pero con insistencia, hacia el lugar que le corresponde.
En el marco de un ciclo de conferencias en el que una serie de narradores hablaban de sí mismos, Ernst Weiss declaraba en 1928 que lo único importante era la obra, que el escritor se expresa a través de ella y que sus circunstancias personales y privadas tenían que pasar a un segundo plano. La elección del tema y su tratamiento, decía entonces, no eran una decisión voluntaria del escritor, sino una imposición creativa.
Digo esto porque puede llamar la atención que alguien publique en plena guerra una novela que nada tiene que ver con la guerra, pero la explicación, en el caso que nos ocupa, es bien sencilla: La lucha (el primer título del libro que el lector tiene en este momento entre sus manos) fue escrita entre 1913 y 1914, antes del estallido de la contienda, probablemente la terminó en febrero de 1914. En julio de ese año, durante unas vacaciones que pasan juntos en Dinamarca, Weiss y Kafka repasan las galeradas. Es decir, la novela ya está lista antes de que estalle el conflicto. Es precisamente la guerra mundial la que impedirá su publicación hasta el año 1916. Es la guerra la que hará que, para no confundir al comprador, Weiss cambie su título en la segunda edición, en 1919, por el actual, con el que ha pasado a la historia: Franziska. La obra aún tendrá una edición más en vida de Weiss, volverá a publicarse en 1926, en versión revisada (en la que se basa la presente traducción), con un prólogo escrito por Guido K. Brand.
Contábamos al principio que Kafka estuvo desde un primer momento al corriente de esta obra, y tenemos constancia de que la apreciaba. En mayo de 1914, escribe a Grete Bloch: «Tengo aquí el manuscrito de una nueva novela de Ernst Weiss, tan cálida y hermosa como La galera, más hermosa y más coherente, y todo ello sin esfuerzo alguno».
La última frase llama especialmente la atención, porque las novelas de Weiss resultan cualquier cosa menos fáciles. A partir de aquí, recomiendo al lector que posponga el resto de este epígrafe hasta después de haber leído la novela, porque es inevitable desentrañar, al analizarla, algunas de sus claves argumentales.
El argumento de la novela no resulta, en principio, difícil de sintetizar, pero vamos a tener ocasión de comprobar que hasta la sinopsis es muy discutible. Empezaremos (privilegios de quien escribe) por la que yo propongo: una joven aspirante a pianista, Franziska, se lanza al esfuerzo por alcanzar una carrera propia como intérprete. Sin embargo, en ese esfuerzo se cruza un hombre, Erwin, al que conoce fugazmente desde la adolescencia, pero al que reencuentra en ese momento crucial en el que va a iniciar su carrera. Entre ellos se establece una tensa relación, que se complica notablemente a causa de una relación anterior del propio Erwin: Hedy, una joven oficinista de Berlín. Indeciso entre ambas mujeres, Erwin se convierte en desencadenante de un campo de tensiones en el que Franziska se ve obligada a elegir entre él y su carrera. Al final ganará su carrera, pero el resultado del pulso entre las dos mujeres no será la victoria de la otra (el lector verá por qué cuando haya leído la novela).
Sin embargo, la sinopsis que hace Reiner Stach, biógrafo de Kafka, es bien distinta: «La lucha cuenta la desgracia devastadora que un hombre incapaz de vivir y decidir trae al mundo: un hombre que oscila entre dos mujeres, de las cuales la más débil finalmente sucumbe, mientras que la más fuerte, Franziska, se libera de él […] y encuentra su destino como pianista».
Por su parte, el prestigioso crítico alemán Marcel Reich-Ranicki sintetiza de este modo la novela en 1979: «[en ella] se cuenta la historia de la carrera de una pianista, una joven de extracción humilde, que está poseída por una ambición: ‘esperaba de si algo sobrehumano, de la vida algo ilimitado’».
Que no suponga el lector que recurro a Reich-Ranicki como apoyo frente a Stach. Simplemente expongo su opinión para introducir por qué Stach interpreta el libro de otro modo. La explicación nos la da, precisamente, Kafka, cuando escribe a su novia, Felice, en carta de 28 de mayo de 1916: «También a mí me parece que yo salgo en el libro, pero no más que muchos otros, pues a decir verdad no se me hace objeto de individualización».
Stach (y Felice, según se desprende de la carta de Kafka) no son los únicos en ver similitudes. La periodista Margarita Pazi también opina que el personaje masculino, Erwin, «no tiene nada de autobiográfico, en cambio a lo largo del relato la similitud con Kafka se vuelve cada vez más clara».
Sea como fuere, y aunque no fuera ese su principal motivo (¿quién sabe?), Weiss resuelve la duda cuando en la segunda edición del libro cambia el título original de La lucha por aquel con el que ha llegado hasta hoy: el de su indiscutible protagonista.
Porque la lucha a la que se hace referencia no es la de Erwin, sino la de Franziska. La narrativa de Weiss cuenta con muchos protagonistas masculinos, pero ya en 1920 el crítico literario Walter Michalitschke observa: «Es característico de Ernst Weiss que ninguno de sus personajes masculinos […] logra provocar empatía en nosotros. Solo nos interesan en la medida en que ejercen influencia sobre los personajes femeninos […]. El autor logra mucho mejor dar forma a las mujeres […] que a los hombres».
En la novela que nos ocupa ocurre exactamente eso, Erwin solo interesa en la medida en que condiciona durante un tiempo «la lucha» de Franziska.
Franziska es un personaje de una pieza. Una mujer fuerte, independiente, que desde las primeras páginas de la novela no solo muestra una voluntad de hierro, sino una frialdad digna de un dirigente en dificultades. Frialdad ante la muerte de su madre, frialdad ante sus hermanas, tanto respecto a Henriette, con la que mantiene un tenso enfrentamiento, como respecto a Minna, la única estampa dulce de la novela. Frialdad ante el mundo profesional al que se encamina y, finalmente, respecto a Erwin y respecto a la muerte.
Pero sería equivocado pensar que el personaje se define en términos de insensibilidad. Esta mujer es una mujer que sufre, un personaje castigado por la vida, cuya frialdad deriva de la necesidad de endurecerse. Cuando Franziska y Erwin empiezan su relación amorosa, nuestra protagonista se despoja de todas sus defensas para entregarse a un amor ideal, y se ve ásperamente desengañada. Solo entonces recobra su armadura, solo entonces retorna a ser fría.
En una espléndida semblanza, Paul Mayer, antiguo lector de la editorial Rowohlt, habla de su visita a casa de Weiss, del día en que le conoció, precisamente mientras estaba escribiendo Franziska:
La habitación, uno se siente tentado a llamarla celda, estaba ocupada casi por entero por un piano de cola. El hombre bajito que me abrió la puerta no parecía entusiasmado con mi visita […]. Molesto ante sus evasivas, ya iba a despedirme cuando de pronto cambió el tono: «Disculpe mi conducta. Desconfío de todo y de todos. Cuando alguien viene a verme me pregunto: ¿Qué quiere de mí? Ha sido usted amable y comprensivo, y yo lo he tratado como a un enemigo».
Cualquiera pensaría que es Franziska quien habla. No es en absoluto el único momento de la vida de Weiss que nos recuerda pasajes de esta obra. En una carta del poeta Hans Sahl a Margarita Pazi, Sahl cuenta que un día Weiss se presenta en su hotel a las siete de la mañana para reclamarle que le devuelva un libro que le ha prestado. «Se veía que había pasado toda la noche pensando en mi ‘traición’. Le gustaba atraer hacia sí a jóvenes que lo admiraban, pero los desechaba igual de rápido cuando pensaba que solo querían ‘explotarle’».
Porque los personajes de Weiss son Weiss. No —o no solo— porque respondan a patrones autobiográficos, sino porque su atormentado carácter impregna la tempestad interior de sus figuras. Si algo puede decirse de ellos es que no son en absoluto planos. Son seres humanos que se parecen a los seres humanos: irracionales y contradictorios, impulsivos a veces y calculadores otras. Movidos en distintas proporciones por fuerzas encontradas como el amor, el interés o el odio.
Personajes, además, enfrentados a obstáculos que no son tanto obstáculos concretos, como la vida misma. Si algo puede decirse de Franziska, es que se trata de un ejemplar representativo de la narrativa de Weiss. Refiriéndose a otra de sus novelas, Animales encadenados (1918), Hermann Broch decía que «ese título podría encabezar todos sus trabajos […], todos sus personajes luchan dolorosamente por encontrar un camino hacia ‘arriba’, desde la oscuridad a la claridad, desde lo intrincado e inexplicable hacia lo claro».
Los títulos de sus obras son elocuentes: La galera, La lucha, Animales encadenados. Kurt Pinthus escribe en 1923: «Asistimos al espectáculo, nunca visto en la historia de la literatura, de que en el curso de una década Weiss escribe doce obras sucesivas en las que trata siempre el mismo tema».
Así ocurre también en la obra que nos ocupa. Franziska es una mujer en combate contra una variedad de circunstancias, y eso es lo que le da su valor protagónico, pero la otra mujer que ocupa el centro de esta narración de personajes, Hedy, no se ve enfrentada a menos luchas. En el caso de Hedy no hay un objetivo externo, sino que su pelea es simplemente por ser feliz. Por ser querida. Su debilidad es la sensación de la falta de afecto. Y es, al final, la que va a conducirla a la ruina.
Comparado con ellas, el tercer personaje en discordia es inane y pálido. Erwin, a quien Stach creía protagonista de la novela, es un triste pelele llevado por su propia debilidad, un hombre que sabe oscuramente lo que querría para sí mismo desde una perspectiva que casi no nos atrevemos a llamar profesional —Erwin echa de menos los tiempos en que estudiaba, quiere volver a estudiar, admira la vertiente tecnológica de la ciencia, en sus sueños quisiera ser inventor—, pero no sabe ni aproximadamente qué es lo que desea en su vida afectiva. El destino le lleva primero a conocer a Hedy, su inseguridad y debilidad, a romper con ella. El destino es de nuevo el que trae hasta él a Franziska. Es siempre ella la que toma la iniciativa, y la única reacción que eso suscita en Erwin es huir, escapar de toda posible decisión.
Hay en el texto infinidad de temas y de subtemas dignos de comentario. El motivo del padre por ejemplo, central en la obra de nuestro autor, no puede quedar más explícito en esta novela. Como hemos comentado en su semblanza, Ernst Weiss nunca conoció a su padre. Tenía apenas cuatro años cuando Gustav Weiss falleció, y la ausencia del padre se convierte en leitmotiv de toda su narrativa. El médico de la prisión, el recorrido personal de Weiss por la I Guerra Mundial y por el período de entreguerras, arranca no por nada con la muerte de un padre, y de hecho lleva en la cubierta, como título compartido —en absoluto como subtítulo—, Los huérfanos. Y habría más ejemplos.
En Franziska este tema se lleva tan lejos como para que todos
