Fruto de la venganza - Jennie Lucas - E-Book
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Fruto de la venganza E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Su objetivo: atraer, seducir, rechazar. Diez años antes, cuando su padre fue detenido por fraude, Letty Spencer se convirtió en la mujer más odiada de Manhattan y se vio obligada a alejarse del único hombre al que había querido. Pero Darius Kyrillos ya no era el chico pobre al que conoció, el hijo de un chófer, y había vuelto para reclamarla como suya. En lugar de saciar su sed de venganza, Darius estaba consumido de deseo desde que volvió a probar los labios de Letty, pero nunca hubiera podido imaginar las consecuencias de sus actos. Iba a ser padre y Letty volvía a rechazarlo. Pero él no estaba dispuesto a permitírselo.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Jennie Lucas

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Fruto de la venganza, n.º 2561 - agosto 2017

Título original: The Consequence of His Vengeance

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-028-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

LETTY Spencer salió del restaurante de Brooklyn en el que trabajaba y bajó la cabeza para protegerse de la helada noche de febrero. Le dolía todo el cuerpo después de trabajar un turno doble, pero no tanto como el corazón.

No había sido un buen día.

Temblando bajo el raído abrigo, inclinó la cabeza para protegerse del helado viento que golpeaba su cara.

–Letitia –escuchó una voz ronca tras ella.

Letty irguió la espalda de golpe.

Ya nadie la llamaba Letitia, ni siquiera su padre. Letitia Spencer había sido la mimada heredera de Fairholme. Letty era solo una camarera de Nueva York que luchaba cada día para salir adelante.

Y esa voz sonaba como la de…

Apretando la correa del bolso, Letty se dio la vuelta lentamente.

Y se quedó sin aliento.

Darius Kyrillos estaba apoyado en un brillante deportivo negro. Los suaves copos de nieve caían sobre su pelo oscuro y sobre el elegante traje de chaqueta negro mientras la miraba, en silencio.

Letty intentó entender lo que veían sus ojos. ¿Darius? ¿Allí?

–¿Has visto esto? –había exclamado su padre por la mañana, colocando el periódico sobre la vieja mesa de la cocina–. ¡Darius Kyrillos ha vendido su empresa por veinte mil millones de dólares! –estaba emocionado, con los ojos un poco vidriosos por los analgésicos y el brazo que se había roto recientemente sujeto en un cabestrillo–. Deberías llamarlo, Letty. Deberías hacer que te quiera otra vez.

Después de diez años, su padre había vuelto a pronunciar el nombre de Darius. Había quebrantado una regla no escrita. Y ella había salido de casa a toda prisa, murmurando que llegaba tarde a trabajar.

Pero le había afectado durante todo el día, haciendo que tirase bandejas y olvidase pedidos. Incluso había dejado caer un plato de huevos con beicon sobre un cliente. Era un milagro que siguiera teniendo un empleo.

No, pensó, incapaz de respirar. Aquel era el milagro. Ese momento.

«Darius».

Letty dio un paso adelante, con los ojos abiertos de par en par.

–¿Darius? –susurró–. ¿Eres tú de verdad?

Él se incorporó como un ángel oscuro. Podía ver su aliento bajo la luz de la farola, como humo blanco en la noche helada. Luego se detuvo, imponente, con el rostro en sombras. Casi esperaba que desapareciese si intentaba tocarlo, de modo que no lo hizo.

Entonces él la tocó.

Alargó una mano para rozar el oscuro mechón que había escapado de su coleta.

–¿Te sorprende?

Al escuchar esa voz ronca, con un ligero acento griego, Letty sintió un escalofrío. Y supo entonces que no era un sueño.

Su corazón se volvió loco. Darius, el hombre al que había intentado olvidar durante la última década. El hombre con el que había soñado contra su voluntad noche tras noche. Allí, a su lado.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó, intentando contener un sollozo.

Él la miró de arriba abajo con sus ojos oscuros.

–No he podido resistirme.

No había cambiado en absoluto, pensó Letty. Los años que habían estado a punto de destruirla, a él no le habían dejado marca. Era el mismo hombre al que una vez había amado con todo su corazón cuando era una testaruda chica de dieciocho años atrapada en una historia de amor prohibido. Antes de tener que sacrificar su felicidad para salvar la de él.

Darius deslizó la mano por su hombro y Letty sintió su calor a través de la fina lana del abrigo. Estaba a punto de ponerse a llorar y preguntarle por qué había tardado tanto. Casi había perdido la esperanza.

Entonces vio que él miraba su viejo abrigo, con la cremallera rota, y el uniforme blanco de camarera que había sido lavado con lejía demasiadas veces y empezaba a deshilacharse. Normalmente solía llevar medias para evitar el frío, pero el último par tenía demasiadas carreras y aquel día iba con las piernas desnudas.

–No voy vestida para ir a ningún sitio…

–Eso no importa –la interrumpió Darius–. Venga, vamos.

–¿Dónde?

Él tomó su mano y, de repente, Letty dejó de sentir frío. Dejó de notar los copos de nieve cayendo sobre su cabeza porque había experimentado una descarga eléctrica desde el cuero cabelludo a las puntas de los pies.

–A mi ático, en el centro –Darius la miró a los ojos–. ¿Quieres venir?

–Sí –susurró ella.

Darius sonreía de una forma extraña mientras la llevaba hacia el brillante deportivo y abría la puerta del pasajero.

Letty subió al coche, inhalando el rico aroma de los asientos de piel. Aquel coche debía de costar más de lo que ella había ganado en la última década sirviendo mesas. Casi sin darse cuenta, pasó la mano sobre la fina piel de color crema. Había olvidado que la piel pudiera ser tan suave.

Darius se sentó a su lado y arrancó. El motor rugió mientras salían del humilde barrio para dirigirse a los más nobles de Park Slope y Brooklyn Heights, antes de cruzar el puente que llevaba a la zona más buscada por los turistas y los ricos: Manhattan.

Tragando saliva, Letty miró su fuerte muñeca cubierta de suave vello oscuro mientras cambiaba de marcha.

–De modo que tu padre ha salido de la cárcel –dijo él con tono irónico.

–Sí, hace unos días.

Darius se volvió para mirar su viejo abrigo y el deshilachado uniforme.

–Y ahora estás dispuesta a cambiar de vida.

¿Era una pregunta o una sugerencia? ¿Estaba diciendo que él quería cambiar su vida? ¿Sabría la razón por la que lo traicionó diez años atrás?

–He aprendido de la forma más dura que la vida cambia esté uno preparado o no.

Darius apretó el volante.

–Cierto.

Letty siguió mirando su perfil, como hipnotizada. Desde las largas pestañas a la nariz aquilina o los labios gruesos y sensuales. Seguía creyendo que aquello era un sueño. Después de tantos años, Darius Kyrillos la había encontrado y la llevaba a su ático. El único hombre al que había amado en toda su vida…

–¿Por qué has venido a buscarme? ¿Por qué hoy, después de tantos años?

–Por tu mensaje.

Letty frunció el ceño.

–¿Qué mensaje?

–Muy bien –murmuró él, esbozando una sonrisa–. Como tú quieras.

¿Mensaje? Letty empezó a sospechar. Su padre había querido que se pusiera en contacto con Darius y durante los últimos días, desde que se rompió el brazo en misteriosas circunstancias que no quería explicarle, estaba en casa sentado frente a su viejo ordenador y tomando analgésicos.

¿Podría su padre haber enviado un mensaje a Darius, haciéndose pasar por ella?

Letty decidió que daba igual. Si su padre había intervenido solo podía agradecérselo.

Su padre debía de haberle revelado la razón por la que lo traicionó diez años atrás. De no ser así, Darius no le dirigiría la palabra.

Pero ¿cómo podía estar segura?

–He leído en el periódico que has vendido tu empresa.

–Ah, claro –murmuró él con tono helado.

–Enhorabuena.

–Gracias. Me ha costado diez años.

«Diez años». Esas simples palabras quedaron suspendidas entre ellos como una pequeña balsa en un océano de remordimientos.

Poco después llegaron a Manhattan, con toda su riqueza y su ferocidad. Un sitio que había evitado durante casi una década, desde el juicio de su padre, pensó Letty, con un nudo en la garganta.

–He pensado mucho en ti. Me preguntaba cómo estarías… esperaba que estuvieras bien, que fueras feliz.

Darius detuvo el coche en un semáforo y se volvió para mirarla.

–Me alegro de que hayas pensado en mí –dijo en voz baja, de nuevo con ese extraño tono. En la fría noche, los faros de los coches creaban sombras sobre las duras líneas de su rostro.

Eran las diez y el tráfico empezaba a aminorar. Se dirigían hacia el norte por la Primera Avenida, pasando frente a la plaza de las Naciones Unidas. Los edificios se volvían más altos a medida que se acercaban al centro. Darius giró en la calle Cuarenta y Nueve hacia la amplia Park Avenue, y unos minutos después llegaron a un rascacielos de cristal y acero de nueva construcción situado frente a Central Park.

Letty miraba de un lado a otro, asombrada.

–¿Vives aquí?

–He comprado las dos últimas plantas –respondió él con la despreocupación con la que cualquier otra persona diría: «He comprado dos entradas para el ballet».

La puerta del coche se abrió y Darius le entregó las llaves a un sonriente empleado que lo saludó respetuosamente. Luego dio la vuelta para abrirle la puerta y le ofreció su mano.

Tenía que saberlo, pensó, intentando disimular el estremecimiento que le provocó el roce de la mano masculina. De no ser así, ¿por qué habría ido a buscarla? ¿Por qué no seguía odiándola?

Darius la llevó a través de un asombroso vestíbulo con decoración minimalista y techos de siete metros.

–Buenas noches, señor Kyrillos –lo saludó el conserje–. Hace frío esta noche. Espero que vaya bien abrigado.

–Así es. Gracias, Perry.

Darius apretó su mano y Letty sentía como si estuviera a punto de explotar mientras abría la puerta del ascensor con una tarjeta magnética y pulsaba el botón de la planta número setenta.

Apretó su mano de nuevo mientras el ascensor los llevaba a su destino. Letty sentía el calor del cuerpo masculino al lado del suyo, a unos centímetros, y se mordió los labios, incapaz de mirarlo. Se limitaba a mirar los números en el panel mientras el ascensor subía y subía. Sesenta y ocho, sesenta y nueve, setenta…

Escuchó una campanita cuando se abrió la puerta.

–Después de ti –dijo Darius.

Mirándolo con gesto nervioso, Letty salió directamente a un ático de techos altísimos y él la siguió mientras la puerta del ascensor se cerraba silenciosamente tras ellos.

Las suelas de goma de sus zapatos rechinaban sobre el suelo de mármol mientras atravesaban el amplio recibidor, con una moderna lámpara de cristal en el techo. Letty torció el gesto, abochornada, pero en el hermoso rostro de Darius no había expresión alguna mientras se quitaba el largo abrigo. No encendió las luces y no dejó de mirarla.

El apartamento tenía dos plantas y pocos muebles, todos en color negro o gris, pero lo que más llamó su atención fue un ventanal de cristal que hacía las veces de pared en el enorme salón.

Mirando de derecha a izquierda podía ver el oscuro Central Park, los edificios situados frente al río Hudson y las luces de Nueva Jersey al otro lado. Al sur, los rascacielos del centro de la ciudad, incluyendo el Empire State, hasta el distrito financiero y el brillante One World Trade Center.

Aparte de las llamas azules que bailaban en la elegante chimenea, las luces de la ciudad eran la única iluminación.

–Increíble –murmuró, acercándose al ventanal. Sin pensar, se echó hacia delante para apoyar la frente en el cristal y mirar Park Avenue. Los coches y taxis parecían diminutos, como hormigas. Era un poco aterrador estar en un piso tan alto, cerca de las nubes–. Es precioso.

–Tú eres preciosa, Letitia –respondió él, con voz ronca.

Ella se volvió para mirarlo con más atención… y se llevó una sorpresa.

¿Por qué había creído que Darius no había cambiado?

Había cambiado por completo.

Con treinta y cuatro años, ya no era el joven delgado y alegre que había conocido, sino un hombre adulto, poderoso. Sus hombros eran más anchos, a juego con su elevada estatura, su torso impresionante. Su pelo oscuro, una vez desaliñado como el de un poeta, bien cortado y tan severo como su cuadrada mandíbula.

Todo en él parecía estrictamente controlado, desde el corte de su caro traje de chaqueta a la camisa negra con el primer botón desabrochado, los zapatos de brillante cuero negro o su imponente postura. Su boca había sido una vez expresiva, tierna y dulce, pero el rictus de arrogancia, incluso de crueldad, de sus labios era algo nuevo.

Era como un majestuoso rey en su ático, con la ciudad de Nueva York a sus pies.

Al ver su expresión, Darius apretó los labios.

–Letitia…

–Letty –dijo ella, intentando sonreír–. Ya nadie me llama Letitia.

–Nunca he podido olvidarte –siguió él en voz baja–. O ese verano en Fairholme…

Letty dejó escapar un gemido. «Ese verano». Bailando en la pradera, besándose, escapando de la curiosa mirada de los empleados para esconderse en el enorme garaje de Fairholme y llenar de vaho las ventanillas de los coches de colección de su padre durante semanas…

Había estado dispuesta a entregárselo todo.

Era Darius quien quería esperar al matrimonio para consumar su amor.

–No hasta que seas mi mujer –le había susurrado mientras se abrazaban, medio desnudos, jadeando de deseo en el asiento trasero de una limusina–. No hasta que seas mía para siempre.

Para siempre no había llegado nunca. El suyo era un romance ilícito, prohibido. Ella apenas tenía dieciocho años y era la hija del jefe. Darius, que tenía seis años más, era hijo del chófer de su padre, que se enojó como nunca al descubrir el romance. Furioso, había ordenado que Darius se fuera de la finca y durante una horrible semana habían estado separados. Y entonces Darius la llamó por teléfono.

–Vamos a escaparnos –le había propuesto–. Conseguiré un trabajo para salir adelante. Alquilaremos un estudio en la ciudad… cualquier cosa mientras estemos juntos.

Letty temía que eso arruinara su sueño de hacer fortuna, pero no fue capaz de resistirse. Los dos sabían que no podrían casarse porque su padre lo evitaría, de modo que planearon escapar a las cataratas del Niágara.

Esa noche Darius la esperó frente a la verja de Fairholme, pero Letty no apareció.

No había devuelto ninguna de sus frenéticas llamadas y al día siguiente convenció a su padre para que despidiese a Eugenios Kyrillos, que había sido su chófer durante veinte años.

Incluso entonces, negándose a aceptar la ruptura, siguió llamando hasta que Letty le envió un frío mensaje.

 

Solo estaba utilizándote para conseguir la atención de otro hombre. Es rico y puede darme la vida de lujo que merezco. Estamos comprometidos. ¿De verdad pensabas que alguien como yo podría vivir en un estudio diminuto con alguien como tú?

 

Con ese mensaje había conseguido su objetivo.

Pero era mentira. No había ningún otro hombre. A los veintiocho años, Letty seguía siendo virgen.

Durante todos esos años se había prometido a sí misma que Darius nunca sabría la verdad. No sabría que se había sacrificado para que él pudiera cumplir sus sueños sin sentirse culpable ni tener miedo. Aunque de ese modo se granjease su odio.

Pero Darius debía de haber descubierto la verdad. Era la única explicación posible.

–Entonces, ¿sabes por qué te traicioné hace diez años? –le preguntó, incapaz de mirarlo a los ojos–. ¿Me has perdonado?

–Eso ya da igual –respondió él con voz ronca–. Ahora estás aquí.

A Letty se le aceleró el corazón al ver el brillo de ansia de sus ojos.

–No puedes seguir… deseándome.

–Te equivocas –Darius, en un gesto increíblemente erótico, le quitó el bolso y el abrigo y los tiró al suelo de mármol–. Te deseaba entonces –afirmó, tomando su cara entre las manos– y sigo deseándote.

Letty, involuntariamente, se pasó la lengua por los labios y la mirada de Darius se clavó en su boca.

Enredando los dedos en su pelo, deshizo la coleta, dejando caer la larga melena sobre sus hombros.

Era mucho más alto que ella, más fuerte en todos los sentidos, y Letty sintió mariposas en el estómago, como si tuviera dieciocho años otra vez. Estando con él, la angustia y el dolor de los últimos diez años desaparecían como si hubiera sido un mal sueño.

–Te he echado tanto de menos… –murmuró Darius–. Solo sueño contigo…

Cuando puso un dedo sobre sus labios, el contacto provocó una descarga que viajó desde su boca hasta sus pechos. Saltaban chispas entre ellos en el oscuro ático.

Apretándola contra él, Darius inclinó la cabeza.

El beso era dominante y el roce de la barba masculina arañaba su delicada piel, pero Letty le devolvió el beso con impaciente deseo.

Un gemido ronco escapó de la garganta masculina mientras la empujaba contra la pared y, con una mano, desabrochaba los botones del uniforme. Letty cerró los ojos cuando descubrió el humilde conjunto de sujetador y bragas blancas.

–Eres preciosa –susurró mientras desabrochaba el sujetador, que cayó al suelo. Agachándose delante de ella, le quitó los zapatos blancos. Estaba casi desnuda, de pie frente al ventanal.

Darius se incorporó luego para besarla. Se apoderó de su boca como si quisiera marcarla y, casi sin darse cuenta, Letty empezó a desabrochar la camisa para tocar su piel. Acarició su torso cubierto de vello oscuro, temblando. Era como acero envuelto en satén, duro y suave a la vez.

Necesitaba desesperadamente apretarse contra él, sentirlo. Quería perderse en él…

Mientras la besaba, Darius pasaba las manos por sus hombros, sus caderas, sus pechos. Letty se sintió mareada y anhelante cuando la apretó contra la pared, besándola con salvaje deseo, mordiendo sus labios hasta hacerle daño.

Solo llevaba las bragas mientras que él estaba vestido, pero no le importó. Cuando inclinó la cabeza para acariciar sus pechos con los labios, Letty se agarró a sus fuertes hombros, gimiendo de gozo.

Darius envolvió un pezón con la boca y lo chupó con tanta fuerza que se le doblaron las piernas.

Pero entonces se apartó y Letty abrió los ojos, mareada. Abrió la boca para preguntar, pero antes de que pudiese hacerlo él la tomó en brazos para llevarla a un enorme dormitorio. También allí había un ventanal desde el que podía ver un bosque de rascacielos entre dos oscuros ríos, con sus iluminadas barcazas.

Manhattan brillaba en la oscura noche mientras Darius la tumbaba sobre la cama, con el rostro en sombras. Sin decir nada, se quitó la camisa y la dejó caer al suelo. Y Letty pudo ver por primera vez el ancho y poderoso torso, los fuertes bíceps, los abdominales marcados.

Después de quitarse el cinturón y los zapatos se tumbó a su lado para apoderarse de su boca. Letty sentía su deseo por ella, sentía su peso sobre ella. Darius la deseaba… le importaba…

Algo se rompió dentro de su corazón.

Estaba convencida de que su amor había muerto para siempre, pero nada había cambiado, pensó mientras enredaba los dedos en su oscuro pelo. Nada. Eran las mismas personas, aún jóvenes y enamoradas…

Darius la besaba lentamente sin dejar de acariciarla y Letty se estremeció, impotente. La besaba aquí y allá mientras rozaba con la punta de los dedos las bragas blancas de algodón.

–Eres mía, Letty –susurró–. Al fin.

Luego la aplastó con su cuerpo de una forma deliciosa, sensual. Letty deslizó los dedos por la cálida piel de su espalda, tocando sus músculos, su espina dorsal mientras él empujaba las caderas hacia delante para hacerle sentir lo enorme y duro que estaba por ella, provocando un torrente de deseo entre sus piernas.

Un segundo después tiró hacia abajo de las bragas, que desaparecieron en un suspiro. Darius se puso de rodillas sobre la cama y Letty contuvo el aliento, cerrando los ojos en la oscura habitación mientras él besaba tiernamente sus pies, sus pantorrillas, sus muslos.

Cuando metió las manos bajo su cuerpo para levantar su trasero, ella sintió que se derretía. Por fin, con agónica lentitud, inclinó la cabeza para colocarla entre sus piernas y besó el interior de sus muslos, primero uno, luego el otro. Letty sintió el aliento masculino rozando su parte más íntima e intentó apartarse, pero él la sujetó con firmeza.

Cuando la abrió con los dedos el placer era tan intenso que Letty dejó escapar un grito. Apretando sus caderas, Darius la obligó a aceptar el placer, acariciándola con la lengua, rozando el ardiente capullo escondido entre los rizos para lamerlo después, haciéndola suspirar.

Letty se olvidó de respirar, atrapada por el placer como una mariposa pinchada en un corcho. Sus caderas se movían involuntariamente y se agarró al edredón blanco porque temía salir volando.

Nunca había dejado de amarlo y Darius la había perdonado. La deseaba. También él la amaba…

Retorciéndose y jadeando de gozo, Letty explotó con un grito de pura felicidad que pareció durar para siempre.

De inmediato, él sujetó sus muñecas contra la almohada y se colocó entre sus piernas. Y, mientras ella seguía volando entre el éxtasis y la felicidad, la empaló despiadadamente.

Pero, cuando el enorme miembro masculino se hundió hasta el fondo, Letty abrió los ojos, dejando escapar un gemido de dolor.

Él se quedó parado cuando encontró una barrera que, claramente, no había esperado.

–¿Eras… virgen? –le preguntó, casi sin voz.

Ella asintió con la cabeza, cerrando los ojos para que no pudiese ver las traidoras lágrimas. No quería estropear la belleza de esa noche, pero el dolor la había pillado por sorpresa.

Darius se quedó inmóvil dentro de ella.

–No puede ser –dijo con voz ronca–. ¿Cómo es posible… después de tantos años?

Letty, con un nudo en la garganta, dijo lo único que podía decir; las palabras que había guardado durante diez años, pero que habían quemado en su corazón durante todo ese tiempo.

–Porque te quiero, Darius –susurró.