Fuego Enemigo - Carlos Almira - E-Book

Fuego Enemigo E-Book

Carlos Almira

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Beschreibung

Este libro no tiene una historia única, son más de cien microrrelatos que crean a su vez microuniversos que usted puede visitar en apenas dos minutos. Una visión única de este y otros universos. Uno de estos fantásticos microrrelatos, como ejemplo de lo que te vas a encontrar dentro de esta novela: El inmortal Al igual que otras veces, fue la casualidad la que le desveló que era inmortal. Un domingo por la mañana, mientras podaba en el jardín, aspirando el fresco de la calle, Carlos Frías se hizo un corte en la mano. Un hilo de sangre casi transparente, apenas líquido, asomó por la herida, que cicatrizó al instante. Entonces levantó la cabeza como si acabase de oír un pájaro. Se contempló la mano lastimada, sin huella ya de cicatriz; y suspiró: -¿Qué ocurre cariño?, oyó a Elena a su espalda. Néstor y Aquiles flanqueaban a su madre, con un vago gesto de burla. -Nada, dijo, creí que me había cortado.

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Créditos

Fuego Enemigo (Microrrelatos visionarios)

© 2010 Carlos Almira Picazo

© Diseño Gráfico: nowevolution

Primera Edición

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2010

© nowevolution 2012 eBook

ISBN: 9788493826604

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, sin la expresa notificación por escrita del editor.

Todos los derechos reservados.

Más información www.nowevolution.net

 

 

 

 

 

 

 

A mi amigo y maestro en el gran arte de lo pequeño, Ángel Olgoso.

 

137 Microrrelatos

SUEÑOS

Todo le iba de maravilla hasta que un día soñó que lo arrollaba un tren. ¿Un tren? Por si acaso, Victorio decidió encerrarse unas semanas en su villa. No en vano todo el país, estrecho y montañoso, estaba taladrado de túneles y vías férreas.

Años atrás había soñado con el premio de la Lotería y con el dinero se había comprado aquella villa en la que, sólo la biblioteca, ocupaba una sala dos veces mayor que su antiguo piso, y a la cabecera de la cama le guiñaba un ojo el retrato de Federico de Montefeltro.

El tren que lo arrollaba en su sueño era una máquina enorme y negra que producía un ruido espantoso. Por otra parte, la villa de Victorio estaba rodeada de jardines, y disponía de un lago y un pinar. Podía pasear, leer, escuchar música, y solazarse sin traspasar sus muros.

Aunque el sueño no se repitió y Victorio lo olvidó, la costumbre lo mantuvo retenido durante años. Un día que rebuscaba un libro raro en una estantería alta, resbaló y cayó de las escaleras. Las piernas ya no eran lo que fueron y la vista, fatigada, le obligaba a acercar los libros a un palmo de la cara.

Mientras estaba inconsciente en la ambulancia volvió a soñar con el tren: la máquina negra y pesada de cuarenta años atrás se había convertido en un tren moderno, de alta velocidad, ahusado y de morro puntiagudo, que lo arrollaba igualmente. Victorio se sonrió al comprobar que también el progreso llegaba a los sueños.

Lo despertó el traqueteo de la ambulancia atascada en las vías del paso a nivel.

•••

EL BELÉN

Al día siguiente me las arreglé para volver solo. Esperé a que el Belén estuviera a punto de cerrar, pensando ingenuamente que entonces habría menos público. Se trataba de una figurita muy secundaria en la que normalmente no me hubiese fijado. Esa noche me informé de que tales figuritas están articuladas pero no pueden variar de expresión. “Estás loco”, se burlaba Palencio, “Cómo te va a mirar una figura”. “Aquel carpintero que desbasta una tabla, allí”, hasta que la gente nos empujaba hasta la Plaza. Así que empecé a ir solo.

El carpintero salía de su ensueño en cuanto me veía. Con aquella mirada parecía invitarme a compartir su desprecio por lo que le rodeaba. Entretanto, la gente me empujaba. “Estás loco”, “Ven y verás”, conseguí arrastrarlo, y esta vez la figurita nos miró a los dos: “¿Ves allí?”

Palencio no se burló: el maligno carpintero, terminado su trabajo, nos miraba sonriente, mostrando orgulloso la cruz al fondo del taller.

•••

EL INMORTAL

Al igual que otras veces, fue la casualidad la que le desveló que era inmortal: Un domingo por la mañana, mientras podaba en el jardín, aspirando el fresco de la calle, Carlos Frías se hizo un corte en la mano. Un hilo de sangre casi transparente, apenas líquido, asomó por la herida, que cicatrizó al instante.

Entonces levantó la cabeza como si acabase de oír un pájaro. Se contempló la mano lastimada, sin huella ya de cicatriz; y suspiró:

—¿Qué ocurre cariño? —oyó a Elena a su espalda.

Néstor y Aquiles flanqueaban a su madre, con un vago gesto de burla.

—Nada —dijo —creí que me había cortado.

•••

EL SUELO

Chico Riquelme sintió el mordisco, la quemazón de la bala. Las piernas dejaron de ser suyas y los ojos se le velaron de fantasías de fiebre. Cayó al suelo extrañado de que no fuera tan duro como en su niñez. Conforme se desangraba, las caras, los olores y los ruidos de su vida escapaban por el diminuto agujero: nubes, anillos, sus padres, un columpio, un perro, un libro, un beso. Nunca lo hubiera pensado. El suelo estaba duro y frío bajo su cuerpo.

 

EL UKASE

En mi juventud había un zar, cuyo nombre no recuerdo, que ordenó en un ukase ejecutar a un hombre. Al darse cuenta de que había sido víctima de una intriga y condenado a un inocente, y cómo ya no podía volverse atrás, ordenó que cada uno de los mensajeros que debían llevar la sentencia hasta Siberia fueran a su vez, envenenados junto a su caballo por el posadero que los hospedara.

A continuación dispuso que cada uno de los posaderos envenenadores, entre Moscú y Vladivostok, muriese a su vez de un disparo en una calle oscura, por un policía; y que el tal policía fuese estrangulado en pleno sueño por un oficial; y que dicho oficial muriese empujado por su ayudante desde una ventana del Salón de Baile del Palacio del Gobernador de su Provincia, etcétera

La lista debía extenderse a los Ministros y los Consejeros que habían dispuesto el decreto injusto; a sus respectivos Secretarios que lo habían copiado con pulcra caligrafía; a los Ujieres que lo habían llevado y traído, tal vez fisgoneando tras las puertas, por el Palacio; a los Impresores que lo habían estampado en sus talleres; y en fin, a todos los familiares, amigos, conocidos y allegados de estos infelices, que pudieran tener, aunque fuese una remota y difusa noticia del ukase.

De tal modo la condena se abatió desde las cocinas hasta las cuadras, desde las casas de verano de los nobles hasta los arrabales, y desde las Iglesias Metropolitanas hasta los Monasterios más pobres y remotos. Y se extendió por toda Rusia.

Entretanto, el último mensajero, el que debía entregar el ukase al verdugo encargado de ejecutar al reo inocente, dormía plácidamente antes de su última jornada de viaje, en una posada cerca de Vladivostok.

Aprovechando su sueño, vertí cierto narcótico infernal en su oído, me deslicé a su cuarto, forcé su valija, y cambié el ukase por otro redactado por mi mano maestra.

Al día siguiente cuando el verdugo al fin lo leyó, se llenó de estupor: el zar le ordenaba ejecutar en el acto al mensajero que se lo entregaba y luego quitarse discretamente la vida.

•••

PANGEA

Una noche de verano el famoso astrónomo Gregovius examinaba el firmamento desde la azotea de su casa, cuando de pronto vio el raigón de una planta allá arriba, cerca de Orión. Naturalmente el telescopio se le cayó de las manos. Ahogando una exclamación, calculó la distancia aproximada a la que debía colgar aquello, y su asombro ralló la demencia al anotar: Está a sólo diez kilómetros.

Sin pérdida de tiempo decidió construir una máquina voladora. Por ese tiempo yo era mecánico y le ofrecí mis servicios. Sólo pedía discreción.

Al cabo de un mes, trabajando con denuedo todas las noches (con las herramientas envueltas en terciopelo), dispusimos la astronave en El Jardin des Plantes: cargamos todo lo necesario para un viaje quizás sin retorno, y partimos hacia lo alto.

Allí estaba el raigón del baobab celeste. Siguiendo mis indicaciones, el sabio alineó la nave junto a él y comenzamos a excavar pacientemente un túnel en el cielo. Entretanto comprobamos admirados cómo las raíces del baobab absorbían la humedad, el polvo y el calor de nuestra atmósfera dejando el aire exhausto y azulino.

Al fin pudimos asomarnos al mundo que empezaba al otro lado, junto al tronco que el sabio Gregovius, maravillado, bautizó con el nombre de Pangea.

Durante meses recorrimos sin descanso sus continentes y océanos; atravesamos sus ciudades, bosques, desiertos, y montañas; ascendimos a sus polos; registramos sus costumbres, sistemas políticos, y climas; lo anotamos en fin, todo; e hicimos un mapa bastante decente.

Llegados de vuelta junto al baobab, Gregovius me invitó a observar por última vez el firmamento de Pangea que se admiraba desde allí: me iba indicando, Venus, Mercurio, Júpiter, la Osa Mayor, la Menor, la Luna, el Sol, Orión

De pronto enmudeció: había un raigón en el cielo, justo encima de nosotros. Empezó a temblar y cayó muerto en el acto.

Esperé a que anocheciera. Luego lo enterré junto al baobab, boca abajo sobre su amado París; desarmé pacientemente, una a una, las piezas de la astronave y el telescopio; las envolví en un paño de terciopelo negro; cubrí el túnel de tierra azul y esponjosa, y me dirigí a la ciudad más próxima para ofrecerme como mecánico.

•••

EL PATIO

Había un hombre tan enamorado que cuando murió su mujer se encerró en su casa. Sus hijos quisieron llevárselo pero no consintió. No permitió que le tocaran nada. Al cabo de un mes al fin, aceptó salir aunque a regañadientes.

Tenemos prohibido molestar a los locos y a los niños, pero en rigor el señor Piñón no era ni una cosa ni la otra, ni tampoco se podían definir sus sentimientos como amor verdadero.

Un día aprovechando uno de esos paseos, me introduje en el patio: la señora Piñón había sido una mujer extremadamente esmerada y puntillosa que apenas si dejaba a su marido moverse del sofá. Un orden estricto, pulcro, fanático, férreo, gobernaba la casa entonces.

Pero sobre todo el patio, con sus macetones de helechos, azaleas y limoneros y sus jaulas, era su santuario intocable. Entonces comprendí al señor Piñón.

Cada día éste disfrutaba viendo cómo se ennegrecían los muebles, se soltaban las baldosas, se ajaban y apolillaban las cortinas, se deshilachaban los paños, se oscurecían los espejos donde aún parecía flotar el fantasma de la difunta tirana; cómo se arruinaban sin remedio los odiosos electrodomésticos; pero sobre todo, se deleitaba contemplando la agonía de las plantas en sus macetas y los canarios en sus nichos.

Cuando al fin la casa se arruinó por completo y desapareció el último vestigio de vida del patio, el señor Piñón se fue a vivir con sus hijos.

•••

EL CONTRATO

Señor Belfegor: he dedicado toda mi vida a medrar, a labrar mi beneficio en perjuicio de los otros; todo mi talento y mi arte y mi experiencia, sencillos y modestos, los he puesto al sólo y exclusivo servicio de mi mismo y en contra del resto de la Humanidad. Sin embargo, ¡ya van más de veinte años y no paso de Inspector de Educación! Con todos mis respetos, ¡protesto por esta situación injusta, chocante y arbitraria!

Desde que les entregué mi alma hace ya más de cuarenta años, lleno de esperanzas, no he hecho más que albergar y fomentar los peores sentimientos de que soy capaz hacia todos mis semejantes. ¡Ustedes son una Empresa seria y antigua, se acerca el momento de rendirnos cuentas!

No podrá acusárseme de tibieza ni menos aún de vacilación o desidia: ¡díganme un solo caso, uno solo, en que yo haya desperdiciado la ocasión de perjudicar a alguien, de adularle para obtener una ventaja, de ponerle la incomparable zancadilla!

¡Cítenme a un solo individuo, aún dentro de mi círculo más íntimo, entre mi propia familia, adelante, a quien yo haya ayudado desinteresadamente o favorecido alguna vez! ¡Pero sí he utilizado a mis propios hijos, por no hablar de mi mujer, para abrirme camino hacia arriba! Francamente, no entiendo lo que ha pasado.

Por ejemplo: mi ex compañero de Facultad, Agustino Fraile, ¡ya es Jefe de Servicio! Mi antigua Secretaria, la divina Mariola, ha alcanzado los últimos Despachos. ¿Qué tienen ellos que no tenga yo? Todos han hecho carrera de un modo u otro.

¿Es que pesa mi alma menos que la de ellos, es de un oro más burdo? Si es así, tásenmela en su justo valor y pónganle un precio razonable.

¡Yo estoy dispuesto a todo!

Me falta sólo un año para jubilarme. Necesito un ascenso, o al menos una mención especial. ¡Ahora o nunca!

No pretendo culparles del desbarajuste que reina en el mundo. Al fin y al cabo, el mundo no es obra de ustedes sino de Él. ¡Pero eso no son más que generalidades, vaguedades, justificaciones de mal pagador! ¡Yo no les pido ni pretendo que alteren el orden de las cosas, sino sólo que cumplan su parte! ¡Tengo un contrato, firmado con sangre! ¡Exijo que se me tenga en cuenta y que se cumpla escrupulosamente!

No en vano voy a pasar el resto de la Eternidad en la Gehena.

Mañana nos visita al fin, el Director General de nuestra Sección. ¡Es necesario que yo le cause una buena impresión, una impresión inmejorable, excelente, que le deslumbre, le cautive, y me apodere de su voluntad, por otra parte simple!