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"Fusilados", segundo capítulo de Cartucho, está compuesto por veintiocho relatos breves en los que una niña cuenta los enfrentamientos y las muertes que ve pasar en Parral, Chihuahua. Los continuos combates, fusilamientos y ejecuciones provocan en la pequeña narradora cierta insensibilidad a la violencia y cierta fascinación por la muerte. El estilo ágil y directo de Nellie Campobello, cierto carácter autobiográfico y el tratamiento del tema revolucionario hacen de "Fusilados" una lectura indispensable.
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Seitenzahl: 60
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Ilustraciones JESSICA OCAMPO
Primera edición, 2019 [Primera edición en libro electrónico, 2020]
Coordinador de la colección: Luis Arturo Salmerón Sanginés Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios: [email protected] Tel.: 55-5227-4672
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ISBN 978-607-16-6542-3 (ePub)ISBN 978-607-16-6437-2 (rústico)
Hecho en México - Made in Mexico
Cuatro soldados sin 30-30
El fusilado sin balas
Epifanio
Zafiro y Zequiel
José Antonio tenía trece años
Nacha Ceniceros
Las cinco de la tarde
Los 30-30
Por un beso
El corazón del coronel Bufanda
La sentencia de Babis
El muerto
Mugre
El centinela del mesón del Águila
El general Rueda
Las tripas del general Sobarzo
El ahorcado
Desde una ventana
Los hombres de Urbina
Las tristezas del Peet
La muerte de Felipe Ángeles
La muleta de Pablo López
La camisa gris
La sonrisa de José
Tomás Urbina
El Jefe de las Armas los mandó fusilar
Las águilas verdes
Las tarjetas de Martín López
Y pasaba todos los días, flaco, mal vestido, era un soldado. Se hizo mi amigo porque un día nuestras sonrisas fueron iguales. Le enseñé mis muñecas, él sonreía, había hambre en su risa, yo pensé que si le regalaba unas gorditas de harina haría muy bien. Al otro día, cuando él pasaba al cerro, le ofrecí las gordas; su cuerpo flaco sonrió y sus labios pálidos se elasticaron con un “yo me llamo Rafael, soy trompeta del cerro de La Iguana”. Apretó la servilleta contra su estómago helado y se fue; parecía por detrás un espantapájaros; me dio risa y pensé que llevaba los pantalones de un muerto.
Hubo un combate de tres días en Parral; se combatía mucho. “Traen un muerto —dijeron—, el único que hubo en el cerro de La Iguana.” En una camilla de ramas de álamo pasó frente a mi casa; lo llevaban cuatro soldados. Me quedé sin voz, con los ojos abiertos abiertos, sufrí tanto, se lo llevaban, tenía unos balazos, vi su pantalón, hoy sí era el de un muerto.
Catarino Acosta se vestía de negro y el tejano echado para atrás; todas las tardes pasaba por la casa, saludaba a Mamá ladeándose el sombrero con la mano izquierda y siempre hacía una sonrisita que, debajo de su bigote negro, parecía tímida. Había sido coronel de Tomás Urbina allá en Las Nieves. Hoy estaba retirado y tenía siete hijos, su esposa era Josefita Rubio de Villa Ocampo.
Gudelio Uribe, enemigo personal de Catarino, lo hizo su prisionero, lo montó en una mula y lo paseó en las calles de Parral. Traía las orejas cortadas y, prendidas de un pedacito, le colgaban; Gudelio era especialista en cortar orejas a las gentes. Por muchas heridas en las costillas le chorreaba sangre. En medio de cuatro militares, a caballo, lo llevaban. Cuando querían que corriera la mula, nada más le picaban a Catarino las costillas con el marrazo. Él no decía nada, su cara borrada de gestos era lejana; Mamá lo bendijo y lloró de pena al verlo pasar.
Después de martirizarlo mucho, lo llevaron con el güero Uribe. “Aquí lo tiene, mi General —dijeron los militares—, ya nada más tiene media vida.” Dicen que el güero le recordó ciertas cosas de Durango, tratándolo muy duro. Entonces dijo Uribe que no quería gastar ni una bala para hacerlo morir. Le quitaron los zapatos y lo metieron por en medio de la vía, con orden de que corrieran los soldados junto con él y que lo dejaran hasta que cayera muerto. Nadie podía acercarse a él ni usar una bala en su favor; había orden de fusilar al que quisiera hacer esta muestra de simpatía.
Catarino Acosta duró tirado ocho días. Ya estaba comido por los cuervos cuando pudieron levantar sus restos. Cuando Villa llegó, Uribe y demás generales habían salido huyendo de Parral.
Fue un fusilado sin balas.
El pelotón sabía que era un reo peligroso. Espiaba todos sus movimientos; vestía un traje verde y sombrero charro. Enfrente de él había un grupo como de veinte o treinta individuos, tipos raros, unos mucho muy jóvenes y otros de barba blanca. Era un hombre delgado, moreno, muy inquieto.
Un fusilamiento raro.
Maclovio Herrera, con su Estado Mayor, después de discutir mucho, dijo al pueblo que Epifanio tenía que morir porque era un traidor, porque engañaba a las gentes quitándoles sus hijos a sus padres, en contra de Villa o de Carranza; gritó mucho en contra del reo, que ya en el paredón del camposanto, frente al pelotón, se levantó el sombrero, se puso recto, dijo que él moría por una causa que no era la Revolución, que él era el amigo del obrero. Algo dijo en palabras raras que nadie recuerda. De la primera descarga sólo recibió un tiro en una costilla, se abrazó fuerte y, recostándose sobre la pared, decía: “Acábenme de matar, desgraciados”. Otra descarga y cayó apretándose el sombrero tan recio que fue imposible quitárselo para darle el tiro de gracia; se lo dieron por encima del sombrero, deshaciéndole un ojo.
Las gentes se retiraron para sus casas; los compañeros de Epifanio llevaban en la mano todos los objetos que el fusilado les había regalado.
Dijo que él era amigo del obrero.
Dos mayos amigos míos, indios de San Pablo de Balleza. No hablaban español y se hacían entender a señas. Eran blancos, con ojos azules, el pelo largo, grandes zapatones que daban la impresión de pesarles diez kilos. Todos los días pasaban frente a la casa, y yo los asustaba echándoles chorros de agua con una jeringa de esas con que se cura a los caballos. Me daba risa ver cómo se les hacía el pelo cuando corrían. Los zapatos me parecían dos casas arrastradas torpemente.
Una mañana fría fría, me dicen al salir de mi casa: “Oye, ya fusilaron a Zequiel y su hermano; allá están tirados afuera del camposanto, ya no hay nadie en el cuartel”.
No me saltó el corazón, ni me asusté, ni me dio curiosidad; por eso corrí. Los encontré uno al lado del otro. Zequiel boca abajo y su hermano mirando al cielo. Tenían los ojos abiertos, muy azules, empañados, parecía como si hubieran llorado. No les pude preguntar nada, les conté los balazos, volteé la cabeza de Zequiel, le limpié la tierra del lado derecho de su cara, me conmoví un poquito y me dije dentro de mi corazón tres y muchas veces: “Pobrecitos, pobrecitos”. La sangre se había helado, la junté y se la metí en la bolsa de su saco azul de borlón. Eran como cristalitos rojos que ya no se volverían hilos calientes de sangre.
Les vi los zapatos, estaban polvosos; ya no me parecían casas; hoy eran unos cueros negros que no me podían decir nada de mis amigos.
Quebré la jeringa.