Golondrina de todos los campos - Nicolás Manservigi - E-Book

Golondrina de todos los campos E-Book

Nicolás Manservigi

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Beschreibung

¿Se puede conservar la ternura atravesando el dolor? ¿Cuándo un niño se hace grande? Golondrina de todos los campos es una novela de gran colorido narrativo y extraordinaria fuerza que relata la historia de una familia a través de los ojos de Salvador, de 7 años, que con picardía, ensoñación, humor y ternura, nos regala a través de un lenguaje melodioso, un himno a la vida; donde haber perdido algo va a ocultar siempre la esperanza de volver a encontrarlo. Nicolás Manservigi escribe esta historia desmenuzando el dolor de un niño, invocando a la magia, la belleza y la amistad para inventar un mundo mejor.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: German Quiroga.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Manservigi, Nicolás

Golondrina de todos los campos / Nicolás Manservigi. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

120 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-765-6

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas de la Vida. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Manservigi, Nicolás

© 2023. Tinta Libre Ediciones

A mi madre

Nota del autor

Esta novela fue concebida durante la etapa dura de la pandemia, entre los primeros meses del año 2020 y finales del 2021. Todo empezó con unos viejos cuadernos que encontré de cuando era más joven y comprobé, tal como pensaba, que a pesar de estar desordenados y sin sentido, conservaban cierta inocencia contemplativa que puede tener un niño acerca de los hechos.

No sé cuánto de realidad o ficción hay en estas hojas; pero con certeza puedo decir que tienen verdad, que, de no estar, no habría historia. Entonces, me dispuse a ordenarlos y a escribir, para así tratar de encontrar lo que percibía oculto.

Al principio, las ideas y los recuerdos eran confusos, lejanos, pero la memoria es como una pequeña flor que se abre lentamente a los ojos de quien la invoca, la admira y la espera.

Las sensaciones se volvieron imagen, olor y recuerdos. Me dejé arrastrar por un río torrentoso de voces que me invitaban al pasado para recorrer un campo que pensé abandonado, pero no; ahí seguía, amplio y generoso. Observé el cielo de nuevo, a los perros, a la gente en los bares y a mis propios padres, pero jugando a ser niño. De nuevo.

Tenía —y allí sigue— la necesidad de sorprenderme, de entregarme al sentimiento más puro posible para observar el mundo con ojos amables; y en ese ejercicio entendí que, si le damos espacio, el niño siempre aparece.

Deseo compartir esta historia con ustedes porque solo así siento que estamos menos solos.

Golondrina de todos los campos

Una cosita importante:

Los demás siempre creen que yo estoy solo, pero nunca jamás es así. En mi familia están la Loba, papá, las mellizas, el abuelo, el Toto y Deolinda. Y también están los sueños, las preguntas, la música y las palabras.

Nunca me aburro —bueno, casi nunca— porque me gusta mirar el cielo, los árboles, las palomas y, después, los domingos, escribir algo y pensar.

En este cuaderno yo hablo de todos ellos, pero tiene que ser un secreto, por eso nadie que lea estas hojas tiene que decir que las ha leído.

Y debe ser una promesa, porque los sueños y las tristezas de los demás son sagrados, como las perlas del mar y los abrazos.

Salvador

Acabo de despertar y estoy mojado. En realidad, no estoy mojado con agua, creo que es pis. Todavía no me doy cuenta porque no estoy despierto del todo. Tengo miedo porque cuando me hago pis en la cama, mi mamá me reta y me pone en penitencia. No puedo salir a jugar, ni trepar al techo ni tampoco estar con mis hermanas. No hay televisión, no hay nada porque me hice pis, de nuevo. Otra vez en la cama y no en el baño. Pero ella no entiende que yo no lo hago por gusto, no puedo controlarlo. Está todo oscuro y, en el techo, brillan mis estrellas fluorescentes que me guían hacia la puerta que abro con cuidado. Primero, estiro el cuello para sacar la cabeza; después, casi todo el cuerpo; por último, los pies, y me quedo en el pasillo frente a la habitación de mis papás. Desde afuera se escucha el ronquido de papá que siempre me sirve para disimular los ruidos que hago cuando lo llamo bajito para que mamá no se dé cuenta.

—¡Papá! —le digo en la oreja, le toco el hombro izquierdo y repito tres veces, porque si no, es mala suerte. Una vez dije cuatro veces “papá” y mamá me escuchó y se pelearon una semana entera por mi culpa. Pero ahora no falla, son tres veces y él se despierta. Sin preguntar, me agarra la mano bien fuerte y me lleva de nuevo a la habitación. Las estrellitas desaparecen porque prende la luz. Me alza y me sube a la cama, yo levanto los brazos y me saca la parte de arriba del pijama; después, me apoyo en sus hombros mientras me saca el pantalón y el calzoncillo, y quedo desnudo frente a él que me abraza y me da calorcito con su panza grandota. Después me separo, él busca ropa nueva y me ayuda a vestirme. Después saca las sábanas, la colcha, el cubrecama, da vuelta el colchón y pone sábanas limpias y la misma colcha, que nunca se moja. Me da vergüenza mirar y no pregunto nada y rezo para que mamá no se despierte. Me da la mano, me meto en la cama, él se agacha y me da un beso en la frente y se queda ahí un ratito porque tiene sueño, y antes de irse, me mira a los ojos y dice lo mismo todas las noches:

—Yo también me hacía pis, es cosa de varones. —Me guiña el ojo y se va. Tiene una camiseta blanca gastada y calzoncillos rojos. Apaga la luz y me quedo mirando las estrellitas fluorescentes. Abajo de la cama está Toto, mi perro vagabundo que es más viejo que mi abuelo.

El viernes es el mejor día de la semana porque no voy más a la escuela hasta el lunes. No me gusta ir porque no tengo amigos, pero no porque no quiera, sino porque ellos no me dejan. Ellos dicen que yo soy como una nena, que hablo como una nena y que no se juntan con nenas. Yo no sé qué tengo de malo, si todos tenemos 7 años, pelo corto, si corremos, tenemos olores y hacemos pis de parados… pero bueno, el abuelo me dijo que no les llevara el apunte y le hice caso; ahora nadie me habla.

Por suerte tengo a Toto y sé hacer un montón de cosas que ellos no, como cantar y pintar con acuarelas. Cuando cumplí 6 años, mamá me llevó al coro de niños de la ciudad para dar una prueba y quedé seleccionado. La señorita directora nos contó que hay tres cuerdas: contraltos, mezzosopranos y sopranos, y en todas hay niños y niñas, salvo en la mía, no sé por qué; soy el único varón entre todas las nenas. La señorita directora también dice que hasta los 12 años todos los niños tienen voces blancas por eso cantamos en ese registro.

Lo más lindo del coro es que, cuando cantamos, nadie se burla de nadie porque lo más importante es la música; después, si alguien es gordo, bajo, alto, pelirrojo, fea o linda, no importa. Lo que importa es la música que sale de adentro, así nos enseñaron. Pero la escuela no es como el coro, ahí sí importan las otras cosas. Yo soy flaco, con ojos saltones, blanco, con voz de nena (como me dicen) y muy tranquilo. Tan tranquilo soy que cuando me pegan, no sé qué hacer, y cuando me dicen “puto” o “nena”, me quedo pensando en qué estará haciendo Toto, aburrido en casa sin mí. Pero como sea, a las 12:30 tocan el timbre y nos vamos a casa y ahí todo es silencio, todo es más lindo porque no los veré más hasta el lunes. Los chicos hacen mucho ruido.

—Hay cremita de vainilla —me cuenta Deolinda, que la hace todos los viernes porque mamá nos dice que es el premio por el esfuerzo de la semana. El viernes es el único día que los papás no almuerzan con nosotros; pero antes no era así, antes todos los días estaban en la mesa. Pero desde hace unos meses papá acompaña a mamá a ver al doctor, entonces nos quedamos con Deolinda que viene a casa a ayudar. Deolinda es buena y tiene un ojo que se va al techo cuando habla. Al principio no sabía qué ojo mirar, pero ahora cuando me habla le miro el centro de las cejas, ahí donde se amontonan los pelitos, entonces, ella deja de buscarme con la mirada. Una noche le pregunté qué le había pasado, por qué se le iba el ojo y ella me dijo que nació con el ojo malo.

—¿Y el otro es bueno? —le pregunté, y largó una risotada que se agarraba la panza y no paraba de repetir:

—¡El otro es bueno, el otro es bueno! —Pero yo no entendí.

La cosa es que Deolinda, además, tiene las encías negras. Ella dice que es porque fumaba de chica, pero yo creo se manchó con carbón y no se lava los dientes. A veces miramos la tele y le hago trenzas en el pelo, porque es largo y duro, parecido a los pelos de los caballos, y sus manos siempre están ásperas —qué palabra rara— y con olor a lavandina. Mamá le presta cremas, pero las manos de Deolinda ya son así, no se pueden arreglar. Yo pienso que ella me quiere más a mí que a mis hermanas porque las chicas no le hacen caso, siempre les termina pidiendo por favor que no tiren los juguetes por toda la casa, que ya limpió y no sé cuántas cosas más; entonces, yo la ayudo a juntar y me dice que soy un santo, un niño bueno. A veces me cocina crema de vainilla un domingo antes de irse a su casa, pero la comemos a escondidas de mamá y de mis hermanas, me dice que es nuestro secreto. Ya tengo dos secretos, el de papá cuando me da vuelta el colchón y el del postre que me hace Deolinda. Me gustan los secretos, pero solo si son lindos.

Cuando era un bebé, no hablaba nada ni tampoco tenía hambre, entonces, mi mamá me decía que, si no comía, me llevaría el viejo de la bolsa, por eso yo comía todo y dejaba limpito el plato porque no quería que ese viejo me llevara. Lo que mi mamá no sabe es que yo no comía toda la comida, sino que se la daba alToto, que siempre se echaba debajo de mi silla. AlToto lo encontré una vez en la calle, era callejero —según mi papá—. Un perro feito porque no era de raza, pero era bueno y también inteligente; entonces, lo trajimos. Yo le doy de comer y, a veces, cuando me acuerdo o cuando ya estornudo por su feo olor, lo baño con jabón de pan, ese que es de color blanco y que no tiene olor a nada, pero ese es otro tema.

Nosotros somos tres, yo soy el hijo número 1 y después vienen las mellizas, que tienen 4 años. Ellas no van a la escuela, porque son chiquitas y algo tontas, pero la tontera también se va, dice mi abuelo, pero a mis hermanas les dura mucho porque se pelean todo el tiempo. Yo, en cambio, no soy tonto (si mamá me escucha que digo tantas veces la palabra tonto, me va a dar un chirlo en la boca) porque voy a la escuela para aprender a leer y a escribir, pero no a cantar, porque eso no me enseñó nadie, yo aprendí solo.

Mi mamá me contó que yo estuve 7 meses en su panza y que tuvo que hacer reposo y estar todo ese tiempo en la cama porque si no yo me moría; entonces, como ella no quería perderme, se quedó quietitapara que yo naciera sano. Pobre mi papá, tenía que hacer de todo en la casa porque mamá estaba tirada en la cama como una vaca sedada. Yo nací a los 7 meses casi por accidente. Luego, estuve un mes en incubadora y todo estaba mal: la respiración, no tenía hambre y era flaquito y tan chiquitito que entraba en una caja de zapatos. Mi mamá dice que ella estaba tan hinchada y gorda que yo le quedaba como un llavero. Pero bueno, de eso no me gusta hablar porque la gente se ríe, pero a mi mamá le encanta contar cómo fueron sus embarazos. Una vez le pregunté qué era una incubadora, pero se quedó muda y después los ojos se le llenaron de agua. A los 2 años, yo todavía no hablaba ni tampoco caminaba, entonces, mis papás me llevaron a todos los médicos de Tucumán para ver si yo era tonto; porque solo un tonto no puede hablar a esa edad. Pero los médicos les dijeron que yo era especial. Siempre fui especial. No sé por qué. La cosa era que a los 2 años yo no hacía nada y mi mamá lloraba todo el día porque pensaba que yo no era como los otros chicos... Pero bueno, eso fue hasta que de pronto un día me desperté. Comencé a hablar y a caminar, pero en andador porque si me lo sacaban yo no caminaba más. No comía nada, pero lo que sí comía eran los huesos que la perra enterraba en el fondo de casa. La perra se murió y yo no. Pobrecita. Un día me enojé con mamá porque la mandó al doctor para que no tenga perritos y decía que ella no iba a andar levantando la caca de ocho perros por toda la casa, que ella no iba a vivir en un chiquero —¿qué será un chiquero?— y le dijo a papá, levantando la mano en el aire y a los gritos: “Sos vos o los perros, elegí”. Entonces, no se habló más y papá llevó a la perra al médico y le sacaron todas las tripas. A la noche, papá me contó que estaba todo bien y que debíamos ayudar a mamá porque estaba nerviosa; entonces, le pregunté si mamá estaba enojada y me dijo que no, que solamente necesitaba dormir más.

—No sé, no sé dónde está tu Pequeño Pony —me dijo Deolinda levantando los hombros, con un ojo me miraba a mí y con el otro buscaba telarañas en el techo. Y yo no sabía ya dónde buscarlo, era de color blanco, en una de las patas tenía una estrella rosa y el pelo era de color violeta. Las mellizas me juraban que ellas no lo tenían escondido y el Toto no juega con esas cosas porque no tiene dientes para agarrarlas, además, es más viejo que mi abuelo, pero ese es otro tema. Yo no sé por qué los grandes cuando se hacen más grandes ya no juegan más y te miran raro cuando se te pierde un juguete…

—Te compro otro —me dijo papá, pero él no entendía que yo quería ese pony.

Después, se hizo de noche y nos fuimos todos a dormir, pero yo seguía pensando en mi Pequeño Pony. A veces, entre las estrellas fluorescentes, lo veo correr hacia mí y me da besos con esa boca suavecita olor a frutilla, pero cuando lo abrazo está muy caliente, mojado. Entonces, me despierto y estoy mojado, otra vez.

Me guío por las estrellas y camino en busca de la mano de papá, y volvemos a hacer lo mismo que hacemos todas las noches, pero nadie entiende —yo tampoco— por qué me hago pis. No me gusta hacerme encima, me da asquito y mamá se enoja, y no hay que hacerla renegar porque todos dicen que tiene que dormir más. El abuelo me contó que la nona era igual que mamá, tenía la misma voz y no podía soñar. Qué feo debe ser no soñar nada, pero el abuelo dice que los que tienen ese problema al menos pueden soñar despiertos.

—¿Y cómo es soñar despierto, abuelo? —le pregunté mientras caminábamos a la heladería de Roberto, y me dijo:

—Es como reírte de la nada, como pisar algodones, como ser dueño de una heladería. — Entonces, pienso que Roberto debe haber soñado tanto que era heladero que se le cumplió y ahora vive su sueño.

—Roberto ¿usted soñaba con ser heladero? —le pregunté mientras la crema me chorreaba por el brazo.

—Pero no, pibito. Esta heladería era de mi tatarabuelo, yo quería fabricar vinos —me dijo con esa voz rasposa que tiene y después miré a mi abuelo sin entender.

—A veces puede fallar —me dice y se sienta en un banquito de madera, con el sol en la frente, a comer su helado de pistacho. Siempre pide pistacho y me contó diez mil veces qué es un pistacho, pero sigo sin entender cómo de eso puede salir un helado verde. «¿Se podrá hacer helados de vino?», pienso mientras miro a Roberto que ahora está como perdido con los ojos hacia el piso.

—Abuelo, mirá. Roberto mira el piso, así como mamá. —Y el abuelo deja de comer su helado de pistacho y, por no cerrar la boca, empezó a toser y a temblar tanto que se le cayó todo al suelo.

—¡Pero la repu%$%& madre que me parió!

—Ahora le hago otro —le gritó Roberto. Y yo repetí lo que dijo mi abuelo, a ver si me daban otro, pero solo me dio un coscorrón en la cabeza.

—No, para decir esas cosas hay que tener barba.

Mi mamá era tremenda de mala, entonces le pusimos la Loba porque nos gritaba todo el día y yo me imaginaba que me ladraba y me mostraba sus dientes grandes y blancos, y me hacía acordar a una loba poderosa, entonces, le quedó así. Era más lindo decirle loba que mamá globito, por lo gorda. Pero ella decía que no estaba gorda, sino que estaba hinchada, que era muy diferente. Siempre fue coqueta y por eso llegaba tarde a todos lados, pero sí que valía la pena, porque cuando en la escuela había reunión de padres, todos se daban vuelta a mirarla; sobre todo los papás, porque mamá, además de oler rico, era hermosa. Tenía el pelo negro como las encías de Deolinda y brilloso como la luz de mis estrellas del techo. A veces me gustaba apoyarme sobre la pileta de lavarse las manos en el baño y mirar cómo se maquillaba, pero cuando se daba cuenta, me corría, me decía que esas son cosas de mujeres, que me fuera a jugar a la pelota. Pero no tenía con quién y tampoco sabía jugar a la pelota, me parecía lo más aburrido del mundo entero. Yo jugaba conmigo o con el Toto. Y cuando se iban de casa, jugaba con las muñecas de las mellizas, las peinaba, les cambiaba los vestidos, las hacía pasear por el jardín y hasta las perfumaba, pero solo cuando no había nadie en casa, porque, sino, se enojaban. Más la Loba, que me repetía a los gritos mientras guardaba como una loca las muñecas dentro del baúl de madera que esos juegos eran de nena y yo era varón, y me decía que ella tuvo 3 hijos: “1 varón y 2 nenas, no 3 nenas”. Después de que me dijera todo eso, se iba y no me hablaba por muchas horas. No sé cuánto eran “muchas horas”, pero eran muchas, hasta el infinito del tiempo; y, a veces, solo a veces, volvía y me pedía perdón.