GUERRAS DE TERRA LUNA - DR Fonseca - E-Book

GUERRAS DE TERRA LUNA E-Book

DR Fonseca

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Beschreibung

El destino de la humanidad está en juego  Año 2065. Después del cumplimiento de las profecías apocalípticas, los sobrevivientes del planeta Tierra se agrupan en la Ciudad fénix para defenderse. Científicos, militares y civiles, hacen alianza para resistir la inesperada invasión de su planeta natal y también de la Luna, su satélite natural, por parte de fuerzas alienígenas de procedencia desconocida. Esta misión lleva a los terrícolas al espacio profundo, a través de agujeros negros, y a bordo de naves fantasmas, para adentrarse en batallas épicas por todo el sistema solar. En «Ícaro», el primer tomo de la trilogía «Guerras de Terraluna», Ian Coller y su escuadrón descubrirán detalles de la invasión extraterrestre luego de encontrar una nave perdida cerca al planeta Marte. A su vez, el miedo y la desesperación se toman las mentes de los humanos al ver cómo los invasores derrumban las principales líneas de defensa en su búsqueda de dominio y expansión.

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ÍcaroGuerras de terraluna 1

©️2024 DR Fonseca

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Enero 2024

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-77-9

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: Diego Santamaría García

Corrección de estilo: Laura Puentes

Corrección de planchas: Ana María Sánchez Gutiérrez

Maqueta e ilustración de cubierta: Martin López Lesmes @martinpaint

Diagramación: David Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

… a mamá, por hacer de mis retos los tuyos y enseñarme a disfrutar de la vida.

PRÓLOGO

En el 2035, luego de la Tercera Guerra Mundial, el orden político y geográfico en el Planeta Tierra cambió. La llamada ‘Guerra Nuclear‘ inició con disputas entre las principales potencias mundiales tras la ofensiva militar para incluir a varias naciones africanas como parte de sus Colonias, la invasión de El Cairo en 2033, y luego de exacerbarse la exposición radioactiva en Europa y Asia como producto de los desastres naturales. Los Estados Unidos, como principal potencia del continente americano, tomaron parte activa en defensa de la soberanía del continente negro. Sin embargo, su poder armamentista no bastó para contrarrestar los embates de los países invasores, por lo que, a sólo meses de iniciado el conflicto, y ante la posibilidad de desaparecer, se alió con naciones del resto del continente. Esto culminó con la formación de la llamada República Americana, cuyas milicias combatieron junto con las de varios países de la Unión Europea y, finalmente, lograron retirar a las tropas invasoras del África y ganar la guerra. Como consecuencia de los meses de conflicto y del uso de armas de destrucción masiva, una buena parte del suelo africano quedó reducido a territorio desértico y tóxico, no apto para la vida. La radiación, a su vez, afectó irreversiblemente al ser humano y las mutaciones de novo en el área se incrementaron en un 500%. Los afectados fueron recogidos, estudiados, y algunos, aislados. Sin embargo, muchos otros pasaron desapercibidos y se esparcieron a lo largo del planeta. Para el 2040, la Tierra ya no era lo que solía ser; el calentamiento global, por el deterioro de la capa de ozono, había hecho de esta un territorio inestable y hostil. Aquello forzó el avance en la tecnología y la ciencia espacial que aceleró la formación de colonias en la Luna y, en un futuro cercano, en Marte…

CAPÍTULO 1: NOTICIAS INESPERADAS

En el 2065, septiembre 04 – Tierra, República Americana.

En una mañana nublada del que sería un día para recordar en la ya resonante vida del célebre Ian Coller, la voz de aquello que llevaba más de 10 años escuchando, fruto de su intelecto, a voces a veces, a gritos unas pocas, pero con el mismo tono de siempre, sorprendió al genio tecnocientífico, algo más que inusual, mientras se encontraba inmerso en sus pensamientos:

—¿Qué desea desayunar, señor Coller? —preguntó la voz femenina a través del holotransmisor del baño, donde se encontraba el sujeto dándose una ducha. Ni el repiquetear del agua, ni la música clásica que escuchaba el dueño de casa a un volumen no tan bajo, impidieron que la pregunta llegara pronta y adecuadamente a su sistema auditivo. Más pronto que tarde fue, para pesar de su sistema circulatorio, que sufrió un sacudón de padre y señor mío.

—Si, Emma, eh…reaccionó, por fin— quisiera unos huevos con tomate y cebolla y tostadas con mermelada de fresa, y de tomar, café negro tinto de cosecha sudamericana, por favor, no quiero más de ese café de las reservas lunares —respondió el señor Coller, ya vuelto el color a su facie, a Emma, nombre asignado a la inteligencia artificial personalizada diseñada por él mismo para su cómputo casero o HCI.

—Claro, señor, en cuanto salga de la ducha tendrá el desayuno servido en la mesa de su habitación —respondió la HCI (Home Computer Intelligence).

—No, Emma, prefiero desayunar hoy en el comedor, ¡ah, y Emma!, consígueme ropa de acuerdo con el pronóstico del tiempo, no muy formal, recuerda que hoy es día libre para mí.

—Como ordene, señor —terminó Emma y se escuchó un beep muy corto que indicó la finalización de la transmisión.

El sueño que lo había despertado antes de lo esperado la noche anterior le había causado una gran conmoción. Un viejo amigo suyo estaba en medio del fuego. No agonizaba, no gritaba, solo parecía desorientado, como si no supiera que el fuego lo quemaría. La silueta del sujeto era inconfundible. Ian llamó al sujeto, pero no respondió. Después de unos segundos, el fuego se disipó e Ian corrió a encontrarse con su amigo. Lo tomó por el hombro solo para ver que la cara que se volvía hacia él ya no era reconocible, sus rasgos estaban borrosos y solo los ojos verdes, brillando cual par de faros en la oscuridad, lo miraron mientras el sujeto lo agarró y levantó por el cuello. La sensación de falta de aire y muerte era inminente. Ian se despertó de su sueño cuando estaba a punto de perecer. Sudaba profusamente. Eran las 4 de la mañana.

—Thank you, Emma — agradeció en otro de los idiomas que dominaba.

Ian Coller era ya considerado uno de los hombres más acaudalados de la República Americana y la Tierra. De padre inglés y madre chilena, Ian nació un diez de abril, en medio del bullicio de una ciudad suramericana invadida por la tecnología y la guerra que, para aquellos días, apenas iniciaba y traía consigo los ecos de la formación de una República unificada continental que cada vez tomaba mayor fuerza. Desde joven, Ian siempre se había educado respetando las dos culturas, la europea y la americana, por lo cual adoptó para sí ambos idiomas natales de sus progenitores.

Al terminar de ducharse, se secó, se afeitó y se lavó los dientes. Se vistió de prisa con la ropa deportiva y abrigada que encontró sobre su cama tendida. Tal vez esté lloviendo, pensó, y era acertado, pues el invierno apenas iniciaba. Miró en dirección a la ventana para confirmar su sospecha. El aire soplaba con una inocente violencia que apenas movía, junto con una llovizna más parecida a un rocío, las hojas de los árboles ubicados en el frente de la casa. Dejó la habitación, bajó las escaleras principales adornadas a lado y lado con columnas que dejaban ver las cabezas marmoleadas, así como los escalones, de un león y un tigre, sus animales predilectos, y se dirigió al comedor, largo y rectangular, con espacio para diez invitados a un festín culinario, y hecho de madera de caoba. Encontró huevos, tostadas y café servidos, tal como había pedido. Recordó por un momento el aroma del cigarro que, día a día, mañana a mañana, le cobraba vigencia desde que un par de meses atrás había decidido dejarlo definitivamente luego de años de frustrados intentos. Ni su dentadura, ni sus uñas mostraban ya los datos de su alejado vicio pasado, ni mucho menos la sudoración profusa que hasta hace sólo un mes venía puntual a prender alertas de recaída en el otrora deteriorado físico de Ian. El científico había repuesto un par de kilogramos de peso y su facie se perfilaba más sana, al igual que sus pulmones, como lo arrojó el resultado del último escaneo de cámara multidiagnóstico que se había practicado hace poco. Sólo conservaba como producto de todo ello un fino temblor distal, muchas veces imperceptible y que poco a poco iba cediendo con el tiempo. Por fortuna para Ian, el paso del recuerdo de la nicotina fue fugaz y rápidamente lo dejó ir, se sentó a la mesa y dirigió unas palabras a la computadora:

—Emma, las noticias por favor.

—World News, señor —respondió la HCI y al instante una pantalla holográfica fue proyectada a través de una pequeña esfera que apenas sobresalía del centro de la mesa, y que poco o nada arruinaba la elegancia de la mueblería, como sí lo hacía la pila de partes mecánicas de robot abigarradas a un costado de la estancia del comedor y que hacían notar, además del desorden, que Ian había trabajado toda la noche, y como acostumbraba con peculiar frecuencia, sentado a la mesa.

—Sí, está bien —él respondió.

Ian se vio sin compañía en la mesa y se sintió solo, a pesar de estar hablando con Emma en el momento. Habían pasado sólo días desde la última vez que una dama amaneciera junto a él en su propia casa, en su cama y tomaran el desayuno. Fue con su actual pareja, Lisa, quien siempre había sido del agrado de su madre, Teresa, con quien Ian convivía en la mansión. Las había presentado hacía quince años. A pesar de la larga relación, todavía no llegaba el tiempo de considerar convivir el día a día con Lisa. Mucho menos el del matrimonio. Así lo veía él, y así lo había aceptado ella, aunque en el fondo ambos sabían que su corazón ya había sido robado.

Temiendo por demás el abatimiento de la soledad, decidió remediar su transitoria situación al instante.

—Emma, déjame verte, ¿sí? —dijo.

—Claro, señor —volvió a responder la HCI y ahora apareció otra proyección holográfica, esta desde una esfera en el techo del comedor, ubicada a metro y medio de la lámpara central de cristal, e idéntica a la de la mesa. La proyección era la de una mujer alta, de unos 1.75 metros de altura, de cabello largo y rubio, piel blanca bronceada, cara promedio, ni larga ni redondeada, nariz pequeña que terminaba en una elegante punta y otros atributos físicos que la hacían ver muy hermosa. Ian, por su parte, era un tipo de piel un tanto más trigueña que blanca, cabello liso color castaño, y en apariencia un tanto despeinado o desordenado, estatura mediana, de unos 1.80 metros, de contextura física más bien delgada aunque de hombros anchos, ojos café oscuro, nariz perfilada aunque de frente dejaba ver una pequeña desviación de tabique, producto de sus travesuras de la infancia, sin cicatriz aparente, y quien siempre lucía muy acertado en vestimenta para cada ocasión. Ese crédito se lo debía a Emma, quién escogía su ropa todo el tiempo e incluso le aconsejaba acerca de qué prenda comprar, teniendo en cuenta tendencias, ocasión, durabilidad y precio. La proyección de la HCI se acercó a la mesa y fue él quien le habló de nuevo.

—Eso está mejor. Ah, y ya te lo he dicho, por favor dime Ian —dijo, sabiendo que su HCI era especial, pues él mismo había diseñado para ella el chip de personalidad que tenía instalado.

Ian era lo que se podría llamar ‘un creativo‘, quien desarrolló su intelecto inspirado en los antiguos libros de Julio Verne y en su héroe y amigo Lester Hamilton, su profesor de física en años universitarios y gracias a quien fue posible la existencia de las viviendas lunares hacía ya algún tiempo, antes de que desapareciera y fuera declarado su deceso, durante un viaje espacial en el que evaluaba la posibilidad de asentamiento humano en Marte.

Recordó al instante que odiaba el desorden que él mismo provocaba cada vez que llevaba trabajo a casa, al ver de nuevo la pila de libros tirados a un lado del comedor. Siguió la vista al olfato en este caso, pues si había un olor que encantaba a Ian más que el del tabaco, aún en su época de nicotinómano, era el de los libros. De igual forma, sabía que de no haber dado la expresa orden a Emma de no recoger sus proyectos cada vez que hacía su desorden, estos ya estarían colocados en las repisas y gabinetes de su oficina personal, ubicada en el ala oeste de la mansión. Esta vez tuvo que retractarse, y recordando que la noche anterior, como muchas otras, no había concebido una idea que valiera la pena desarrollar, ordenó a su HCI que enviase a los bots encargados del aseo a que limpiaran la basura y colocasen cada cosa en su sitio correcto. De inmediato un par de estos eficientes robots pareció que salieran de la nada y llevaron a cabo la tarea.

Estaba Ian ya casi por terminar de comer su desayuno, cuando escuchó al presentador de noticias decir:

—¡Atención! Tenemos noticias de última hora. Al parecer se han encontrado partes de la nave Sygma del Doctor Lester Hamilton, recordemos que la nave perdió contacto con la base lunar hace un año y un trimestre, cuando se encontraba en una misión camino a Marte. World News en la noticia, con nuestra corresponsal Claire Mathews desde el observatorio lunar. Adelante Claire.

—Gracias, David. ¡Así es!, astrónomos del Observatorio aquí en la Estación Delta han logrado captar imágenes de la nave Sygma o, mejor, de partes de esta, en la órbita de Marte. Aquí mismo tenemos al responsable de que podamos ver las imágenes a continuación, el Doctor Müller. Doctor, gracias por aceptar la entrevista —habló la corresponsal.

—Por nada, Claire, bienvenida —respondió el Dr. Müller, quien ya se ubicaba al lado de la periodista.

—Doctor, ¿puede decirnos cómo fue que lograron encontrar la nave, y si es posible que alguno de sus tripulantes siga con vida?

—Bueno, Claire, como bien sabes tú y la mayoría de las personas en la Tierra, la estación Delta, en donde nos encontramos, fue la primera de las estaciones lunares y desde aquí fue que la nave Sygma partió con el Dr. Hamilton a bordo, en busca de vida orgánica en el Planeta Rojo, intentando saber nuestras posibilidades de sobrevivir en Marte en un futuro. Es por ello que en el observatorio hemos seguido con el estudio de este planeta, con un grupo especial de astrónomos encabezado por mí, que también se ha encargado de investigar todo lo relacionado con la desaparición de la nave. Hoy por fin acabó la búsqueda... Hemos localizado a Sygma en la órbita de Marte, a unos seiscientos mil kilómetros de la zona donde perdimos contacto. En un primer momento, pensamos que la nave había caído en el horizonte de un agujero negro de masa estelar que ya había sido identificado muy cerca a Marte, pero la hipótesis fue refutada hace poco, cuando uno de los científicos de nuestro equipo logró establecer que el agujero en realidad se había desplazado en dirección opuesta a la trayectoria de la nave y las probabilidades de que su campo gravitatorio hubiese succionado a Sygma eran remotas. Fue en ese momento que sentimos otra vez esperanza de encontrar la nave, y hoy finalmente hemos tenido éxito. En cuanto a tu segunda pregunta, por el estado en que se encontraba, esto es: fragmentada en varias mitades y con enormes abolladuras, descartamos que se encuentre tripulada, aunque no sabemos con certeza qué le ocurrió… —Hubo una pausa de unos pocos segundos, tal vez dos o tres, pero para Ian Coller, quien escuchaba atento a la noticia, parecieron dos o tres vidas, pues hablaban no de cualquiera para él, hablaban de la supervivencia de Hamilton, su ídolo, mentor y amigo. En ese momento tragó saliva, y qué amarga y pesada le pareció, mientras sostenía una tostada con la mano a media altura. Después de un rato siguió el Dr. Müller.

—…Sin embargo, no hemos hallado dos de las cápsulas de reconocimiento y escape con las que contaba cada ala de Sygma para casos de emergencia. Su capacidad era de 10 tripulantes cada una, por lo cual, aunque es improbable, si tenemos en cuenta el tiempo de ocurrido el hecho y las circunstancias, no podemos descartar que haya sobrevivientes. Cada cápsula tenía micro provisiones para un año.

La entrevista siguió. Sin embargo, Ian no quiso escuchar más. Ordenó a Emma retirar la proyección de las noticias, dejó la tostada en el plato, se incorporó y se dirigió hacia un pequeño corredor al costado de la cocina, que se hallaba justo frente al comedor. La silla que había dejado vacía se recogió sola y se ubicó en su lugar, como movida por un fantasma. No era así, pues todos los muebles de la edificación funcionaban y se movían como un niño puede mover a su carrito de juguete, con esa facilidad y sin importar material del que estuviesen hechos, mediante la sinergia que tenían con un microchip controlado por la misma Emma, la HCI de la casa. Al final del corredor, por el que caminaba a gran velocidad, Ian llegó a una puerta que llevaba al garaje. Esquivó un par de anaqueles que contenían algunas de sus figuras de colección de las aeronaves del siglo anterior, las que miraba antes de abordar su propio auto, o dirigirse a su laboratorio en busca de algunas ideas, y las que ignoró por completo en el momento, porque seguía absorto en sus pensamientos referentes a lo acontecido con la nave Sygma. Cuando llegó a su destino, abrió la puerta automatizada y controlada por comando de voz, pero antes de atravesarla, la voz de Emma le detuvo.

—¿Se encuentra bien, Señor?

—Estoy bien, Emma —Fue todo lo que él respondió sin siquiera dar vuelta y terminó por decir—. Estaré aquí a las 8 pm —Y la puerta se cerró a sus espaldas.

CAPÍTULO 2: DE PRISA A LA LUNA

Mientras oprimía un botón rojo en su reloj y luego bajaba unos tres escalones para llegar al nivel del garaje, Ian saludó a otra forma de inteligencia artificial presente en su hogar

—Buenos días, Gloria —dijo. No tuvo que encender las luces pues en cuanto abrió la puerta que daba al cuarto, éstas lo iluminaron de inmediato.

—Buenos días, Sr. Coller —le respondió una voz femenina, al mismo tiempo que dos luces en el centro del garaje se encendieron y una proyección holográfica apareció sobre ellas. También se trataba de una bella mujer, pero a diferencia de Emma, esta era de tez morena, con cabello oscuro y se presentaba muy diminuta, del tamaño de la palma de una mano adulta. Gloria, por supuesto, era una ACI (Automobile Computer Intelligence), que controlaba el funcionamiento del vehículo de Ian.

—¿A dónde se dirige, Señor?

—Al transbordador lunar, Gloria —respondió Ian al tiempo que entró en el vehículo por la puerta que Gloria había abierto automáticamente para él. No dudó en responder acerca de su destino, a pesar de que ya desde la noche anterior había planeado salir a la luz de la mañana a ejercitarse en el parque cercano a su residencia en compañía de su novia Lisa. Al parecer había nuevos planes.

En cuanto ingresó al vehículo, se encendieron luces interiores, el motor y un panel pequeño con un recuadro transparente, que se le presentó desde la mueblería frontal; ya la proyección holográfica había desaparecido. Una imagen de la cara de Gloria se comunicaba con él por medio de una pantalla hecha de un cristal irrompible, ubicada en el centro del panel delantero del vehículo, a su derecha.

—Verificación terciaria, señor —informó Gloria.

Al instante, Ian colocó el dedo medio de su mano derecha en el recuadro, y tras unos dos segundos, colocó el dedo índice de la otra mano. Dos segundos después Gloria confirmó—

Verificación completa, gracias, señor. Al trasbordador lunar entonces.

El sistema de verificación de los vehículos de última generación, que ya venía aplicándose en bóvedas personales y otros sistemas o equipos computarizados, consistía en un proceso de tres pasos: Activación manual: que se hacía con control remoto de un alcance de hasta diez metros, sin interferencia de espacio alguna; el de Ian era, desde luego, su reloj; confirmación de voz con contraseña: en su caso, era el saludo a la ACI; y, confirmación dactilar: que podía ser múltiple y a modo secuencial, como en el caso del vehículo de Ian, que sólo aceptaba la huella del medio derecho y luego del índice izquierdo para confirmar la verificación.

—Sí, Gloria, ¿cómo está el tráfico?

—Hay una cantidad exacta de ochenta y seis automotores por la vía más rápida, y otros dieciocho probablemente dirigiéndose hacia esta; de unos treinta y cinco a cuarenta minutos de viaje por ruta directa —respondió la ACI— ¿Desea tal vez que prepare su mochila propulsora y usar la ruta alterna, señor? —respondió Gloria, quien se encontraba siempre en línea con la central de dirección de vías, la cual procesaba la información de millones de microsensores de tráfico ubicados a lo largo y ancho de todas las principales ciudades del planeta. Estos sensores eran capaces de detectar señales de microsensores similares dispuestos en cada uno de los vehículos que transitaban por las calles. Eran implementados como sistema GPS, utilizando un identificador de códigos seriales (cada microsensor tenía un serial asignado, único e intransferible).

—No es posible, cuarenta minutos ya es mucho tiempo y no creo que pueda acortarse por la ruta aérea. Ya sabes, hace tiempo que perdí el beneficio de la exclusividad en ese rubro. ¡Maldición!, tardaría lo mismo en un viaje a Virginia —Se lamentó él, haciendo alusión a lo rápidos que eran ya para esos días los viajes internacionales, y sobre todo para personas con alta credencial diplomática.

— Bueno, Gloria, gracias por la información, partamos enseguida.

—A sus órdenes, señor.

La puerta se cerró y el auto comenzó a moverse, atravesó un pequeño trecho de camino, luego una rotonda con una fuente con la figura de un ángel en su centro y rodeada de bellas flores y sus androceos y anteras. Llegó a una reja que tenía un andamio en su parte alta y un robot G1 obrero (o de la primera generación de robots), encima de este. La entrada y salida del lugar era delimitada por una enorme muralla, a la cual le estaban haciendo reparaciones. Los barrotes metálicos se abrieron en cuanto el vehículo se acercó. En la pantalla del auto, en un pequeño recuadro, a un costado de la imagen de Gloria, aparecía Emma.

—Buen viaje, Ian.

—Gracias, Emma —dijo Ian a secas, convencido de que estaría de vuelta en casa para el anochecer. De haber sabido que no volvería a ver a Emma por un buen tiempo, de seguro algo más se le habría ocurrido decir.

Brillante y genial en sus estudios, el otrora adolescente Ian Coller siempre fue innovador en sus ideas. En su temprana adultez, se había hecho famoso por el desarrollo de la Inteligencia Artificial y su implementación en casi todos los campos laborales. Su parte como activista ambiental le hizo merecedor, además, de múltiples reconocimientos en su tarea por conservar el medio ambiente y hallar formas de energía no dependientes de combustibles fósiles; de hecho, todo el proceso de fabricación de las máquinas de Inteligencia Artificial se realizaba utilizando formas de energía renovables no fósiles.

En cuanto el auto abandonó la cochera, Ian se percató que el leve rocío que había notado al salir del baño de su habitación ya se había tornado en una lluvia formal, e incluso relámpagos esporádicos surcaban los cielos locales, a no mucha distancia de su localización.

La casa del científico se encontraba en las afueras de ciudad Fénix, una de las grandes capitales de la República Americana. Se hallaba con exactitud en el extremo norte del continente Sudamericano, precisamente en la zona más golpeada por la violencia durante la Guerra Nuclear de la primera mitad del siglo. Por este motivo fue renombrada durante el período de restauración postguerra y se le conoció desde entonces con el nombre alusivo a la mítica ave que renace de sus cenizas. A Ian le pareció el mejor sitio para erigir su vivienda, a causa de esto, en primera instancia, al ser de las pocas que no recibieron gran impacto nuclear y radiación, a pesar de la gran destrucción que sufrió su infraestructura, y luego al notar el potencial de esta, pues se convirtió en el epicentro más importante de la República y el sitio donde yacería el primer transbordador lunar del continente.

El viaje duró lo esperado, lo calculado por la computadora del auto, treinta y ocho minutos y ya estaban en la entrada principal del transbordador lunar. Ian había aprovechado el viaje para avisar, vía videófono holográfico, al encargado de su nave, el capitán Lorenzo Casas, gran amigo y persona de su entera confianza, de su intención de viajar ese mismo día a la base Delta, al observatorio, de modo que todo estuviera listo a su arribo. Luego pestañearía un poco, pues caería amodorrado minutos después. El culpable fue el escaso tiempo que había tenido de sueño la noche anterior, apenas cuatro de las seis horas habituales. En cuanto arribó, no pudo evitar pensar en su madre. Así ha de sentirse, se dijo en cuanto la anquilosis pareció mortificar de más sus articulaciones. Por fortuna sólo fue momentánea.

La inmensidad de la estructura del Transbordador nunca dejaba de asombrar a Ian, aun siendo él responsable de toda la programación de la Central del complejo y siendo cliente regular de los viajes al satélite natural de la Tierra, siempre quedaba casi boquiabierto y por un microsegundo inmóvil ante la majestuosidad del lugar. El edificio constaba de cuatro torres, unidas por túneles, de modo que desde el cielo se vería como un tetraedro. Cada una de las torres se proyectaba hacia el firmamento con una terminación en platillo, separada una de la otra a gran distancia por un grueso muro decorado con barras horizontales de hierro, en pequeña escala a aquellas que tapizaban y rodeaban la hermosa fachada principal, que dejaba ver un mural alegórico a la conquista de las estrellas por parte del Hombre. Era multicolor, una obra del fallecido pintor y escultor español Fábregas De Ossa. En el mural se podía ver a un hombre sin nacionalidad determinada, sin señas o marcas de la NASA o la Agencia espacial europea o el Programa Espacial Ruso, vestía un traje de astronauta, sin casco puesto, y estaba ubicado en el borde de lo que sería un cráter lunar. El hombre en cuestión señala con una mano a la distancia, donde pueden verse varios orbes, conformando lo que sería el resto de nuestro sistema solar, objetivo de sus siguientes hazañas. En su otra mano carga a tres individuos miniaturizados, para que todos puedan caber en su mano. Se trata de una mujer y dos infantes, niño y niña, todos ellos representando a la familia. Encima del hombre, un enorme Sol que representa no sólo al astro rey, sino también a la conexión del hombre con Dios, y detrás de él, en parte como prolongación del mismo, una fina línea continua que asemejaba un cable que le conecta con tres esferas unidas por dos líneas, el símbolo tecnológicamente conocido como compartir; en el interior de cada esfera un motivo distinto: agua en la primera, aire en la segunda y circuitos en la tercera, simbolizando la tecnología que lo llevará la conquista del cosmos.

El clima había mejorado bastante, por lo que ya la función impermeable del suéter que llevaba puesto Ian se había desactivado de manera automática. El Sol ya daba paso de entrada, con la retirada de las grises nubes que por poco tiempo cubrieron el cielo, y golpeaban sus rayos de luz los árboles de roble que bordeaban el lujoso boulevard que indicaba la llegada al complejo y que emitían sus bellos colores al reflejo. El olor a pasto mojado, sin embargo, persistía.

—Gloria, estaré aquí a las 7 PM, aprovecha y ve al centro de diagnóstico de Collcorp para una evaluación de tu sistema, ya han pasado qué ¿dos años, desde tu último chequeo? —dijo Ian a la ACI mientras se disponía a bajar del vehículo.

—Así lo haré, señor. Estaré aquí a las 7pm. Buen viaje.

—Te veré entonces. Adiós, Gloria.

Antes de que Ian hubiese dejado el vehículo, Emma, en enlace continuo con Gloria, le habló.

—Señor, la señorita Lisa lo ha llamado, pero dejó su móvil, ¿desea la interconexión con su comunicador?

—No, dile a Lisa que he dejado mi móvil y que me dirijo a la Luna. Comentale que espero estar con ella esta noche, que me perdone por no haberle avisado antes —respondió Ian, quien se notaba que no quería tener ninguna distracción en el momento, sólo pensaba en llegar a la estación Delta cuanto antes.

A la entrada del transbordador, Ian era esperado por un sujeto joven, de piel blanca pero no en exceso, de unos 1.78 metros de altura, cabello negro corto, nariz fileña, perfilada, no muy grande, cara bien afeitada y cuadrada, que no ocultaba una vieja cicatriz de combate cerca de la unión temporomandibular del lado izquierdo, lineal y casi imperceptible, no obstante, lo irregular que podía ser hacia la parte inferior, ubicada a no más de un dedo de la línea del cabello y de no más de diez centímetros de longitud. Su corpulencia era media, más bien delgada, y lucía el traje de servicio verde militar de pies a cabeza, adornado con medallas doradas en la zona pectoral. Era el capitán Casas, quien gozaba de corta edad para ser la persona encargada de liderar un crucero lunar, apenas tenía treinta y un años, uno menos que su amigo, pero a pesar de esto, su experiencia en viajes espaciales era asombrosa y envidiada muchas veces por capitanes de otros cruceros, cuyas edades no bajaban de los cuarenta años, en ningún caso.

Lorenzo había dedicado casi trece años a la milicia, donde recibió su grado de odontólogo con énfasis en cirugía especializada robótica maxilofacial, a lo cual dedicaba todavía al menos dos fines de semana mensuales, como parte de obra social y ‘para no perder la práctica‘, como solía decir a sus amigos y conocidos. El resto, un trabajo de tiempo completo con Ian como su piloto, una tarea que lo había llevado en varias ocasiones a las estaciones Lunar y espaciales y a reuniones de Concejo parlamentarias alrededor del mundo, ya que su empleador no sólo era un genio tecnológico sino también activista ambiental y político en crecimiento (alguien llamado a ser, en corto tiempo, presidente de la República Americana: un concepto conocido y, por lo general, aceptado en la mayoría de los medios).

—Buenos días, Ian. Ya casi está todo listo, pero tendrás que esperar un poco por la carga nuclear —dijo el capitán a su arribo. Su voz era grave y el tono fuerte y audible, como estaba acostumbrado a usar en la milicia y contrastaba con la voz más aguda, aunque no menos masculina de su amigo Ian Coller.

—Buenos días, Lorenzo, ¿Qué problema hubo con la carga?

—Pensé teníamos suficiente, pero parece que he visto mal. Nada más ayer que revisé teníamos carga. De seguro se me ha pasado por alto algo. Los sistemas están operativos, ya corrí la máquina de diagnóstico. Me ha costado un poco conseguir el combustible nuclear, eso sí. Ya sabes, el conflicto que han armado los exiliados por el surgimiento de la ley que les prohíbe volver a las zonas de baja exposición a radiación. Ahora invadieron la planta nuclear y robaron las reservas, pero no es algo para preocuparse, encontré en el sector F lo necesario para arribar a la estación central. Envié a un G3 a buscarla.—‘Pobres, tremendo castigo en el exilio es una pena muy grande‘ —meditó Ian, pero sabía que al exilio no mandaban a nadie por cargos menores a homicidio y que el mismo Lorenzo ya sabía que aquellos sujetos no se andaban con muchos rodeos en materia de llamar la atención. De hecho, aquella mella en el rostro del capitán Casas la había adquirido durante una misión de reconocimiento en la república sureña Argentina, casi una década atrás, y le fue infringida por el líder de una secta rebelde que se hacían llamar proactivistas de los grupos marginados mutantes, mientras se ocultaba en un paso subterráneo donde planeaba hacer estallar unos explosivos.

Para el año 2025 nació la llamada Era Robótica Humana. Al ponerse en el mercado la primera generación de robots multifunción para uso doméstico, los G1. Varios modelos de G1 salieron a la luz, incluso con progresivas mejoras que les permitían a estos bots llevar a cabo algunas tareas más especializadas como las de obrero, e incluso maestros de obra. Con la guerra se avanzó hacía los G2, cuyas funciones no se limitaban a lo doméstico o la construcción, sino que podían servir como ayudas en casi cualquier campo laboral, con ciertas restricciones. Máquinas óptimas para tareas simples. Los G3, por su parte, eran los robots más sofisticados creados por el hombre. De apariencia física o externa idéntica en cuanto a fisonomía a la de un ser humano, estos robots poseían un chip inteligente que les permitía tomar decisiones, discernir, e incluso ayudar a los humanos sin que esto proviniera necesariamente de una orden dada con anticipación. Poseían fuerza y eficacia de los modelos anteriores, además de inteligencia. Eran, sin lugar a duda, una obra de arte, una máquina ideal y confiable. Saber esto tranquilizó en el momento a Ian, pero solo un poco.

—¿Hace cuánto lo has enviado? —preguntó con un dejo de desespero.

−Um… van a ser casi diez minutos —respondió el capitán, echando un vistazo a su reloj color verde con negro y fina copia original de los usados por los soldados de la Alianza que combatieron contra la invasión de El Cairo durante la Tercera Guerra, la guerra Nuclear.

—Espero no demore —dijo Ian, más calmado.

—Pronto estará aquí, ya verás. Será mejor que me des tu equipaje para ingresarlo en la nave y así evitarás demoras en el abordaje. Ve tú a la zona de descanso, relájate y yo te avisaré cuando estemos listos para partir.

—Está bien, tal vez tengas razón. Esperaré tu llamada ahí.

Así se despidieron de manera transitoria. Ian Coller se dirigió hacia donde el capitán le aconsejó, mientras este se encaminó al hangar con un robot G2 a su lado, que llevaba el equipaje en un carrito motorizado.

Ian no tardó en llegar al área señalada. En su camino, y para su pesar, tuvo que presenciar cómo un fanático religioso, que quién sabe cómo llegó a pasar el primer control de seguridad del Transbordador, sostenía una especie de pergamino en su mano y amenazaba con condena eterna a un montón de crédulos que de seguro terminarían por darle dinero a cambio de la fórmula para obtener la salvación. El tono del sujeto era tan alto que, a pesar de pasar a varios metros de distancia del amontonamiento de personas, su voz llegó nítida y perfectamente audible al oído interno de Ian. Patrañas, pensó mientras aceleraba el paso para llegar al sitio de descanso. Pasó por el centro mismo del edificio, donde confluían los 4 túneles del tetraedro y que era conocido como la Rotonda Peatonal de Azulejos, finamente decorada con dicha cerámica y en cuyo centro emergía una bella escultura metálica, en acero, en el centro de una fuente, abstracta en su concepción, que mostraba con claridad la imagen de un reloj de arena, simétrico, en cuyo centro, en una esfera perfecta, y en su interior en un trono sentado, un hombre barbado y alado, cruzado de piernas y con los brazos cruzados que representaba a una deidad, Cronos, personificación divina del tiempo en la cultura griega antigua. Tras dejar la Rotonda y dirigirse al ala sur del complejo. Al fin Ian divisó el área de descanso, donde un G2 le recibió su abrigo a la entrada.

—Tenemos un cubículo para usted, señor Coller, por favor sígame —le dijo.

Ian lo siguió. El área no era muy grande, pues en cada una de las alas de la configuración cruzada que tenía el Transbordador lunar, había al menos una de estas dependencias. El tránsito hasta su cubículo no se dilató mucho más y la entrada al mismo se presentaba muy elegante, con una mesita que contenía una vasija de mediano tamaño color plateado y que tenía grabados nombres en una letra muy diminuta, eran los nombres de varios de los soldados de la fuerza aérea caídos en combate durante la guerra nuclear. En cada una de las entradas a los cubículos, así como grabados del mismo color plateado en el suelo de piedra tallada de algunas otras áreas del transbordador, se podían apreciar los nombres de los demás soldados muertos en batalla. Ya en el interior y a la izquierda, Ian vio un lector de credenciales color ocre, y más adentro, un sillón reclinomático de cuero y una mesita de mármol de la más fina calidad, un mueble de cedro frente al sillón, con una pantalla plana ajustable al gusto de la persona; en cuanto a tamaño, paredes laterales con opción de ajuste de color y luminosidad y un holoproyector en el techo desplegable de la pared frontal, mediante el cual la asistente holográfica saludaba y atendía al viajero.

—Gracias —dijo Ian al G2 que lo condujo a la entrada del cubículo, y luego se aproximó al sillón, se sentó y se reclinó.

—Buenos días, señor Coller, soy Amy, su asistente en el día de hoy, ¿desea ver una película mientras descansa o prefiere escuchar música? —le habló a Ian el holograma que había aparecido a su derecha.

—No, estoy bien. Además, no tardaré mucho. Gracias —dijo él.

—¿Tal vez alguna bebida de nuestro bar o comida del restaurante? —insistió el holograma, mostrando el menú en pantalla.

—No, sólo me recostaré un rato. Gracias, Amy —respondió él, pues no quería dilatar más tiempo, pero en el fondo deseaba un vaso con vodka o tal vez un shot de tequila, sus preferidos en las contadas ocasiones que tomaba. Decidió no tomar para evitar posibles molestias durante el viaje, era conocido de padecer vértigo y mareos, el holograma se despidió y desapareció.

En efecto, la estancia de Ian en aquel cubículo fue corta, apenas unos quince minutos, que por lo general habría aprovechado para hacer algo útil, como consultar electrónicamente los últimos detalles del lanzamiento de los llamados GA o Androides, en cuyo desarrollo participó de manera constante en sus fases iniciales o, tal vez, informarse de los últimos reportes de la nave Sygma, pero no hizo nada de eso y optó por no pensar, cerró los ojos y puso su mente en blanco. En breve, estaría en la Luna, en el observatorio, y de primera mano conocería detalles de lo acontecido con su amigo Hamilton. Alcanzó a quedarse dormido, sin embargo, soñó con metal, sintió frío, y vio oscuridad. Poco lograba divisar. Una sombra logró avistar. Una silueta humana. Aparecía en un rincón y cubriéndose el rostro. Se acercó a ella, temeroso. No distinguía nada de su propio ser, nada de su anatomía, no veía sus extremidades, no escuchaba sus pasos. Era como un fantasma que se preparaba para acechar a un temeroso. No sentía nada de sí, pero sí parecía sentir lo que el sujeto, lo que la sombra. El frío y la sensación de temor se acrecentaban en la medida que se acercaba a la silueta que de pronto comenzó a gemir, o esto se confundía con sollozos. De cierta forma, reconoció al sujeto. Había pasado mucho tiempo con aquella persona en sus años de juventud como para olvidarlo. Temió ahora por la suerte de aquel, que ahora sería la propia, pues el sentir de este era el suyo. Deambulaba en frente de él, como siendo su propio fantasma, como si fuera su propia alma que había abandonado su cuerpo recién desprovisto de vida. Se acercó, temible y temeroso a la vez, a la silueta humana en la penumbra, ya consciente de quién se trataba —Lester, Lester! —le llamó y a la vez no escuchó más que su propio eco, o acaso el de aquella voz quejumbrosa. Buscó apartarle las manos de la cara, pero el sujeto se resistió, como si no quisiera que le viera, o tal vez no queriendo verle. Notó que unas esposas mantenían unidas las manos, suspendidas por una cadena que unía sus muñecas. Esperaba vencer la resistencia de aquel que lucía como un prisionero y que gemía cada vez más alto. Por fin lo logró y sólo para llevarse una sorpresa mayor. El rostro que vio descompuesto, herido, pero aún reconocible no era el de su amigo Lester. Era el suyo propio.

—Pi…pi…pipi… —Sonó el reloj comunicador de Ian. Enseguida una voz se escuchó.

—Ian, todo está listo, te esperaré en el hangar 16 —Era el capitán Casas.

El científico salió de su letargo de tajo. Del miedo pasó a la alerta extrema. Se vio sudoroso en el sillón, e incluso secó unas cuantas gotas de fluido de su frente. La ropa no estaba empapada. Sentía frío. El sudor, más que respuesta a una sensación térmica de aumento de la temperatura corporal por condiciones externas, provino como una respuesta psicosomática a la pesadilla de la que recién había logrado escapar. Fueron sólo diez minutos los que transcurrieron mientras Coller se encontraba en el área de descanso y recordaba, como nunca, detalle a detalle, los pormenores del sueño. No sabía cómo interpretarlo. Poco dejaba él desde siempre a la especulación o el pensamiento mágico. Premonición o no, no tenía tiempo de pensar mucho en aquello.

—En un momento estaré ahí —respondió Ian, aturdido, al momento que dejó de ver su comunicador e inició la marcha hacia el lugar de encuentro.

CAPÍTULO 3: EL IMPOSTOR

Ian Coller se dirigió al encuentro del capitán Casas. Era guiado por un robot G3 que se había ofrecido a llevarlo al hangar en cuanto fue a recoger su abrigo a la entrada de la zona de descanso. Se acercó y le preguntó:

—¿A dónde se dirige, señor?, ¿puedo ayudarlo a buscar su nave?

Qué extraña conducta en un G3 pensó Ian, de más precavido por experiencias vividas que le habían alimentado un carácter en extremo desconfiado, si bien para la fecha desconfiaba más de los humanos que de un robot. Sin embargo, observó el logo de los transbordadores lunares en su peto metálico y esto lo tranquilizó. Optó por responder.

—Al hangar 16.

—Claro, señor, ¿me permite escanear su permiso de abordaje?

—Por supuesto, aquí tiene —Ian sólo extendió la mano, y con sus huellas dactilares, el robot pudo tener acceso a la base de datos para la identificación.

—Sígame por favor, señor Coller.

Mientras el G3 lo llevaba al lugar señalado, Ian, aunque más aplomado, seguía sintiéndose incómodo con su guía. Los G3 poseían chips inteligentes, eran capaces de adquirir conocimientos y destrezas comparables a las de los humanos, puestas para el servicio y beneficio de los humanos. No obstante, los prototipos iniciales habían mostrado tendencias a la autoconservación por encima de órdenes humanas; debido a esto, Ian decidió retirarse del proyecto pronosticando consecuencias funestas de este seguir. A pesar de ello, los G3 fueron desarrollados, sobre todo por intereses militares, y se habían consolidado en casi todos los campos en que se encontraban como máquinas confiables, sin fallas. Tanta perfección no gustaba a Ian y de ahí sus reservas.

A medida que pasaban los hangares numerados, y recorriendo un camino más o menos largo y sólo aminorado por la rara disminución del tráfico de gente en el transbordador, hecho en el cual no meditó ni reparó el científico, Ian sentía una sensación peculiar de ansiedad y calma. Ansiedad, pues ya quería librarse de ese G3, y calma porque esto no tardaría mucho en pasar. Mientras seguía al robot, dirigió su mirada hacia arriba con atención.

Hangar 8, 9, 10… leía y a la vez miraba con el rabo del ojo a la máquina guía.

Cuando llegó al hangar 15, poco a poco la ansiedad se apoderó de él y ganó terreno a la calma. Los letreros numerados acababan en el 15, y en frente de él solo se divisaba una pared de granito finamente tallada y una puerta de vidrio polarizado que poco dejaba ver a través de ella, pero sí lo suficiente como para notar que seguían unas escaleras. A sólo unos metros de la puerta Ian se detuvo.

—¿A dónde me llevas? —preguntó desconfiado.

—Al hangar 16 como me lo comunicó usted, señor —respondió el G3, quién ya se había detenido y dado media vuelta.

—Aquí solo hay quince hangares —dijo Ian, quien conocía muy bien el transbordador, pero siempre se dirigía directamente al hangar señalado por su capitán que, hasta ese momento, nunca había sido el número 16.

—Tras esa puerta hay una escalera que lleva al último hangar, el 16. Es un hangar especial para reabastecimiento nuclear, señor Coller. De seguro su nave no contaba con la carga necesaria para el viaje.

—De seguro su capitán le habrá informado algo al respecto.

En efecto, el capitán Lorenzo planeaba reabastecer la nave con la carga nuclear y esto Ian lo sabía. Sin embargo, y aunque todo concordaba, prefirió confirmar. Apretó un botón de su reloj comunicador y vio al capitán en pantalla.

—Lorenzo, ¿estás en el hangar 16?

—Sí, te estoy esperando, ¡date prisa que estamos en turno!

—Ok, ya casi estoy ahí.

—¿Seguimos, señor? —preguntó ahora el robot.

—Sí —respondió a secas el científico.

Cruzaron la puerta y subieron las escaleras eléctricas para luego caminar por un corredor de más o menos veinte metros de longitud, de ancho suficiente como para que pasaran por él cuatro adultos de la contextura de Ian sin incomodidades. No había ventanales en ese pequeño tramo del camino, solo un par de cilindros de distribución de energía a lado y lado, las rendijas de ventilación y una puerta a un costado y, al final, una idéntica a la que daba fin al hangar 15, pero en la parte superior y central tenía un 16 encerrado en un círculo, ambos de color amarillo con un fondo negro. Lo desierto del corredor, sumado al control térmico muy mal graduado del mismo, eso pensó Coller, le habían dado una inusual sensación de soledad, apoyada, claro está, por el frío que comenzaba a sentir de nuevo.

Por fin llegamos, pensó Ian al notar el número 16.