Hechizo de deseo - Jule Mcbride - E-Book
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Hechizo de deseo E-Book

Jule McBride

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Beschreibung

La vida de Signe Sargent era perfecta. Vivía en Manhattan, donde tenía unas amigas estupendas, un nuevo empleo y un fuerte encaprichamiento. Pero parecía que al guapísimo Garrity, el soltero más codiciado de la Gran Manzana, no le afectaba el poder de seducción de Signe; así que, para divertirse un poco, decidió hacerle un hechizo de amor. El resultado fue increíble porque esa misma noche consiguió llevárselo a la cama… Pero resultó que se había equivocado de hermano. James era un simple guarda forestal, no un ejecutivo de altos vuelos. Aunque lo cierto era que lo encontraba muy, muy atractivo. Mientras tanto, James no podía creer cómo había podido enamorarse de la sexy Signe después de pasar con ella sólo una noche.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Julianne Randolph Moore

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Hechizo de deseo, n.º 235 - septiembre 2018

Título original: Bedspell

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-209-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

—¿No crees que las fiestas del Museo son absolutamente fabulosas? —comentó C.C.

—Divinas —respondió Diane.

—Esas chicas de Sexo en Nueva York no tienen nada que envidiarnos —las apoyó Mara.

—Quedaos un rato más, por favor…

Signe Sargent miró a sus amigas, todas ellas disfrazadas de gatas, desde la barra provisional que habían instalado en una de las salas del museo, tras la que continuaba sirviendo copas a toda aquella gente disfrazada. A través de los ventanales que tenía tras ella, se filtraba la luz de una luna casi llena y de un cielo salpicado de estrellas. Su resplandor iluminaba las piedras milenarias del Templo de Dendur, un templo que había sido trasladado desde el Nilo y reconstruido en una de las alas del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York como parte de la colección permanente del museo.

—Nos encantaría quedarnos… —C.C. se fijó las orejas de gata sobre su sedosa melena—, pero será mejor que nos acerquemos al bar de Gus mientras los disfraces estén en condiciones.

—Me gustaría que no tuvieras que trabajar, Sig. Así podrías venir con nosotras —se lamentó Diane.

—Gracias por habernos colado en la lista de invitados —añadió Mara.

Diane alargó la mano hacia una copa de champán, la vació y la dejó en una bandeja que había al lado de Signe.

—Era arriesgado, pero, definitivamente, ha merecido la pena —comentó, mostrando la tarjeta que había conseguido de uno de los atractivos solteros que circulaban por la fiesta.

Temiendo que su jefe pudiera reconocer los nombres de sus amigas, puesto que aquella fiesta ofrecida por un magnate informático era estrictamente para lo más selecto de Nueva York, Signe las había apuntado con nombres falsos.

—Ha sido una de las mejores fiestas en las que hemos estado este mes —confirmó C.C. con un suspiro.

—Los entremeses eran increíbles —dijo Mara.

Después de dar un bocado a una tartaleta con forma de calabaza, Signe asintió sin dejar de masticar.

—Todavía no he visto a Gorgeous Garrity.

—Ya lo verás —le aseguró C.C.

Quizá. Signe fijó la mirada en los ventanales que daban al Central Park. En pleno esplendor otoñal, el parque era una auténtica belleza, un estallido de color. Los tonos rojizos y dorados de los árboles resplandecían con el rocío de la noche y se recortaban contra la luz de una luna tan romántica que incluso el mayor cínico de Nueva York se conmovería al verla. Era el escenario perfecto para hacerle una proposición a Garrity, pero, ¿dónde demonios estaba?

Signe volvió a fijar la mirada en aquella tenebrosa estancia, en las tumbas del antiguo Egipto y en las representaciones en piedra de sus divinidades. Tan místico como la propia luna, el templo se alzaba como lo había hecho durante miles de años, construido con sillares de piedra amarilla cubiertos de jeroglíficos.

—He conocido a un Rockefeller —anunció Diane.

Signe suspiró y buscó con la mirada a Gorgeous entre los invitados. Aunque no todo el mundo lo sabía, era posible organizar en el museo fiestas privadas, por lo menos cuando éstas eran ofrecidas por personajes importantes de la ciudad. Aquella noche, había por todas partes rostros reconocibles por las fotografías de las revistas y las noticias de la televisión.

—He conocido a Ghardi —estaba diciendo Mara—. ¿Sabéis quién es? Ese diseñador de zapatos famoso por esos diseños retro con lazos en la punta.

—Vamos, chicas —las urgió C.C.—, si no salimos ya, no va a quedar nadie en el bar de Gus cuando lleguemos y yo quiero ver los disfraces.

—Hay tantas fiestas —se lamentó Diane—, y tan poco tiempo.

—Y todavía habrá más la noche de Halloween —aquella noche estaban celebrando la víspera de la festividad.

Signe le tendió un martini a la peluda garra de un hombre disfrazado de oso, miró de nuevo a sus amigas y sonrió al verlas con aquel aspecto; se habían hecho los disfraces con unos monos negros y unas diademas con las orejas de gato. Los bigotes se los habían pintado con el lápiz de ojos. Unos antifaces negros les cubrían los ojos.

Pero aun así, cada una de ellas era perfectamente reconocible. C.C. era una mujer pequeña con el pelo rojizo mientras que Diane era una rubia alta y escultural. Mara, de huesos fuertes y piel clara, era suficientemente guapa como para poder llevar el pelo muy corto, prescindir del maquillaje y vestir con un estilo que Diane definía como «inspirado en el grunge» sin perder un ápice de su atractivo.

—De verdad, me encantaría ir con vosotras —dijo Signe con pesar—. ¿Sigue en pie lo de desayunar mañana juntas?

C.C. asintió.

—¿Queréis que quedemos en Sarah’s? Tienen unas tartas de manzana fabulosas.

Todas ellas se mostraron de acuerdo.

—¿Y qué va pasar con el encuentro de brujas? —preguntó Signe.

En el negocio que había abierto un año atrás, Fines de Semana Diferentes, Diane ofrecía escapadas originales para aquellos que se aburrían en Manhattan; se había enterado de que un grupo de mujeres de New Jersey iba a celebrar una ritual para celebrar el solsticio en las montañas Catskill. Como aquel tipo de encuentros podían resultar atractivos para su clientela, les había pedido a sus amigas que la acompañaran para comprobarlo.

—Es el fin de semana que viene —dijo Diane—, así que será mejor que vayamos concretando los planes.

—Yo alquilaré el coche —dijo C.C.

Era la única de las cuatro amigas a la que le gustaba conducir.

—Que sea un descapotable —sugirió Signe—, todavía hará calor para entonces.

—Sí, el buen tiempo va a durar hasta el fin de semana que viene —comentó Mara—. Por lo menos eso han dicho en las noticias.

—Y el coche lo pagaremos entre todas —continuó Diane.

—¿Qué nos llevamos? —preguntó Signe.

—Aspirinas —bromeó C.C.—. Dicen que esas mujeres de New Jersey sirven un brebaje de raíces que te tumba.

—Olvídate de las aspirinas —rió Diane—. Yo llevaré un litro de bloody mary.

—Y olvídate del traje de baño, Sig —comentó Mara—, si hace calor, todo el mundo se bañará desnudo en el lago.

C.C., que odiaba la naturaleza casi tanto como Signe, arqueó una ceja.

—¿Lago? ¿Qué lago?

—Las cabañas están en un lago —le explicó Mara.

C.C. y Signe arrugaron la nariz e intercambiaron miradas.

—Eso quiere decir que hay que llevarse repelente para los insectos. Creo que me queda algo de la última vez que me arrastrasteis al campo —dijo Signe.

—¡Ah! —añadió C.C.—. Y nos olvidéis de llevar algo perteneciente al hombre al que queréis hechizar. Al parecer, el sábado por la noche, las iniciadas colocan un caldero en medio del círculo mágico…

—Y se supone que todas tenemos que echar en él un objeto mientras leemos un hechizo escrito por nosotras mismas.

—¿Para que un hombre se enamore de ti? —preguntó Signe, pensando en Gorgeous.

—O para llegar a acostarte con él —repuso C.C., poco amiga de los compromisos.

En ese momento, Signe fijó los ojos en Gorgeous Garrity, que estaba en el otro extremo de la habitación, y contuvo la respiración. Desde que había dejado Wall Street para ocupar el puesto de su padre, hasta entonces al mando de Garrity Enterprises, un conglomerado de empresas repartidas por todo el mundo, Gorgeous había salido en las portadas de las revistas New York, New York Business y People. Y también parecía haberle tomado cierto afecto a Signe.

—Hablando del rey de Roma —dijo Mara.

—Está mirando hacia la barra —observó C.C—. Está a punto de venir hacia acá, así que será mejor que nos esfumemos.

Signe bajó la mirada hacia la blusa dorada y los pantalones de seda de su disfraz y se pasó la mano nerviosa por la peluca que cubría su pelo, esperando que a Gorgeous le gustara aquel disfraz de Cleopatra.

—Es tan rico… —suspiró.

—Intenta no pensar en eso —le aconsejó C.C.—. Tú piensa en él como en el hombre americano medio.

Pero Gorgeous Garrity no tenía nada de americano medio.

—Viene hacia acá —murmuró Diane—, o vendrá en cuanto esa mujer disfrazada de lechera le deje.

—Pero sólo a buscar una copa —respondió Signe.

—¡No lo creo! —se burló C.C.—. Con lo ocupado que está con Garrity Enterprises, es absurdo que venga todos los días al museo para tomarse un café al mediodía. Está intentando ligar contigo, Sig.

Eso era exactamente lo que pensaba Signe.

—Me dijo que lo llamara George.

—¿George? —repitieron las tres mujeres.

C.C. abrió los ojos como platos.

—No sabía que se llamaba George.

—Nadie lo sabe. Desde hace años, todo el mundo lo llama Gorgeous.

—Y definitivamente, es tan maravilloso como dice su nombre en inglés —dijo Mara—. ¡Ya viene!

—No quiero darle demasiada importancia —dijo Signe nerviosa.

Signe era la única camarera de la cafetería del restaurante. En realidad, no era un trabajo que contribuyera a levantar su autoestima. Intentaba no compararse con sus amigas, pero durante el año anterior, había visto cómo cada una de ellas veía cumplidas sus aspiraciones profesionales. Diane había abierto Fines de Semana Diferentes, C.C. había empezado a tener sus propios clientes como contable y Mara había llegado a ser agente inmobiliario.

Pero Signe no perdía la esperanza. Había estudiado arte y biblioteconomía en la universidad. Durante el tiempo que había pasado trabajando en una biblioteca pública de Nueva York, había continuado presentando solicitudes para trabajar en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, pero no había tenido suerte, así que estaba intentando una nueva táctica. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conocer a los conservadores del museo y conseguir que la tuvieran en cuenta para alguno de los codiciados puestos de trabajo del departamento de archivos.

Signe adoraba aquel museo: los pasillos oscuros, las escaleras de mármol y el olor a pintura eran música para su corazón. Le bastaba respirar el aire de aquel oscuro templo para que el pulso se le acelerara casi tanto como cuando veía a Gorgeous Garrity. Además, los seis meses que llevaba trabajando en la cafetería y ayudando en aquellas fiestas privadas, habían tenido su recompensa.

Aquella noche, su jefe, Edmond Styles, le había dicho que una de las ayudantes del archivo había dejado su puesto. El lunes por la mañana, cuando la noticia fuera oficial, a Signe iban a ofrecerle el trabajo de sus sueños. Estaba tan emocionada… Edmond sabía todo lo que había que saber sobre arte y eran de sobra conocidas sus relaciones con los Garrity a través del museo, al que la familia había donado numerosas obras de arte.

Signe tomó aire. Sería tan maravilloso poder compartir algo con Gorgeous… aunque sólo fuera una ardiente noche de sexo.

Era una fantasía, por supuesto. Sólo un sueño. Pero veía brillar su estrella en el horizonte. Suspiró satisfecha y desvió la mirada hacia las figuras que el magnate había prestado para la fiesta de aquella noche. La mayor parte de ellas procedía de coleccionistas privados de la ciudad; Signe las había colocado sobre unos pedestales iluminados. Sí, podía enorgullecerse de haber hecho un gran trabajo. Aquella noche, presumiblemente anticipando su ascenso, Edmond le había confiado la responsabilidad de inventariar las piezas prestadas, colocarlas sobre los pedestales e incluso de conectar el sistema de alarmas que las protegía de cualquier intento de robo.

—Esas figuras son increíbles —comentó Diane al advertir el rumbo de su mirada.

—Y la mayor parte de ellas están muy bien dotadas —añadió Mara.

Signe sonrió. Casi todas ellas eran representaciones de dioses de la fertilidad y portaban miembros viriles de un tamaño desproporcionado.

Diane señaló uno de ellos y se echó a reír.

—Creo que un día salí con ése.

—Ya te gustaría —bromeó Mara.

C.C. endureció el tono de voz.

—¡Gorgeous Garrity viene hacia acá!

Signe se preparó para el encuentro.

—Está tan fuera de mi alcance…

Aunque sus padres eran dos profesionales de Minneapolis, su padre, abogado y su madre, profesora de Historia, su nivel de vida era muy modesto comparado con el de Gorgeous.

—No te tengas en tan poca estima —la animó Mara—. Si hasta te han confundido con Winona Ryder.

—Es cierto —todo el mundo pensaba que era idéntica a la actriz—, pero a lo mejor eso no juega a mi favor. La detuvieron por robar en una tienda, ¿no os acordáis? —Signe suspiró nerviosa.

—Eso fue hace años —le aseguró Diane.

Signe apenas las oía. Notaba cómo se le iban debilitándose las rodillas a medida que se acercaba Gorgeous. Definitivamente, estaba maravilloso con aquel traje de la corte del XVII. Llevaba una capa bordada de color morado sobre una blusa blanca con gola. Bajo la capa, sobresalía la espada que llevaba pegada a las caderas. Signe clavó la mirada a la altura del cierre de los pantalones, un cierre acordonado sobre un bulto que Gorgeous apenas se molestaba en esconder.

Las tres amigas suspiraron al unísono y C.C. susurró:

—Adelante, muchacha.

Signe se obligó a respirar hondo mientras alzaba la mirada y la fijaba en la peluca rubia que descendía sobre los anchos hombros de Gorgeous.

—Bueno, nosotras nos vamos —susurró C.C.

—Y no te olvides de conseguir un objeto suyo —le aconsejó Mara—. Un bolígrafo o algo así.

—Algo que puedas echar al caldero de las brujas —dijo Diane.

Al pensar en la posibilidad de hacerle un hechizo a Gorgeous Garrity, a Signe se le pusieron los pelos de punta. ¿Debería desear casarse con él o una relación basada solamente en el sexo?

—Lo del hechizo no funcionará.

—Probablemente, pero merece la pena intentarlo —la animó Mara.

C.C. les estaba indicando con los dedos que cortaran la conversación al tiempo que se despedía de ella.

—Te veremos mañana por la mañana en el Sarah’s. Hemos quedado a las diez.

Signe asintió sin apartar los ojos de Gorgeous.

El corazón continuaba latiéndole violentamente en el pecho cuando Gorgeous se inclinó sobre la barra unos segundos después. Sin saber muy bien cómo, consiguió decir:

—¿Qué puedo hacer por ti, George?

George le dirigió una embriagadora sonrisa de mil vatios digna de una película.

—Lo que puedes hacer es sacarme de aquí —le dijo en tono confidencial—. Si vuelve a acosarme otra mujer para conseguir una cita, creo que voy a empezar a gritar.

Mientras se estiraba para oírlo por encima de los latidos de su propio corazón, Signe se preguntó vagamente por el poder que tenía aquel hombre sobre ella.

—¿Sacarte de aquí? —repitió—. ¿Y adónde te gustaría que te llevara?

—A cualquier sitio al que pueda llevarme una mujer como tú —respondió él con una sonrisa—. Podríamos empezar por el cielo y continuar a partir de allí.

Cada vez que aquel hombre se acercaba a ella, Signe se sentía como la Cenicienta. Y en aquel momento, habría sido capaz de tirar por la borda el sueño de su vida profesional para poder despojar a aquel hombre de su disfraz. ¿Qué le importaba en aquel momento lo que su jefe pudiera pensar? A pesar de su nerviosismo, le dirigió a Gorgeous lo que ella esperaba fuera una sonrisa seductora.

—Bueno, por lo menos tendrás que admitir que el entorno artístico es interesante.

—Mucho. Creo que mi tío Harold le envió a Jack algunas piezas —Jack era el magnate de los ordenadores.

Mientras intentaba imaginarse una vida en la que la gente podía prestarse piezas de un valor incalculable para celebrar una fiesta, Signe reparó en la cantidad de niños disfrazados que habían ido a la fiesta con sus padres.

—¿De verdad? —consiguió decir.

Gorgeous asintió.

—Una de ellas es la figura de Eros.

Signe se sonrojó. Teniendo en cuenta el tamaño del pene de aquella estatua, no quería quedarse mirándola durante mucho tiempo, pero tampoco le apetecía desviar la mirada demasiado rápidamente. Si lo hacía, Gorgeous Garrity podría pensar que era lo que tantas veces la habían acusado de ser sus amigas: una mojigata.

—Leí algo sobre esa figura de Eros en las clases de Historia del Arte —dijo, volviendo la mirada hacia los ojos azules y chispeantes de Gorgeous Garrity—. Al parecer, aportaba vigor sexual a su poseedor.

—¿De verdad? Bueno, quizá sea cierto. Mi tío Harold se ha casado más de una vez.

—En la tienda del museo se venden reproducciones de esa estatua. Y son un gran negocio.

—¿Hasta las reproducciones garantizan una gran potencia sexual?

—Por lo visto, sí.

Gorgeous ensanchó su sonrisa.

—¿Y tú tienes una?

—¿Una figura de Eros?

El corazón dejó de latirle durante un instante; no sabía cómo debería responder. Últimamente, la imagen de Gorgeous en su apartamento, desnudo y entre las sábanas, había ocupado la mayor parte de sus sueños. Aun así, a pesar de los consejos de sus amigas, que le pedían que se tomara las cosas más a la ligera, no quería dar la impresión de ser una chica fácil.

—No, no tengo ninguna reproducción de Eros. Sin embargo, puedo ofrecer brebajes potentes.

Gorgeous parecía muy intrigado.

Signe levantó una botella de vino y arqueó una ceja con expresión interrogante.

Gorgeous consideró la propuesta.

—¿Y qué tal un vodka con tónica?

—Ahora mismo.

Mientras preparaba el cóctel, Signe deslizó la mirada por el disfraz de Gorgeous. Los complementos, la espada, el sombrero y el cinturón, eran demasiado grandes y pesados como para que pudieran servirle para el hechizo. Podía pedirle que le prestara un bolígrafo. O que le diera una tarjeta… Reparó entonces en el pañuelo de seda roja que llevaba colgado en la cintura. Le bastaba mirar a Gorgeous para estremecerse. Todo en él era grande. Debía de tener el cuerpo cubierto de vello, rubio en su caso. Las piernas parecían muy musculosas, probablemente de jugar al polo, Signe sabía que era un deporte que le gustaba.

Gorgeous le dirigió una sonrisa radiante. Ella se la devolvió. Apenas podía creer lo que estaba ocurriendo. Antes de comenzar su inocente coqueteo con Gorgeous, apenas pensaba en el sexo. Por lo menos no de esa manera. Se consideraba una persona sexualmente saludable, por su puesto, pero en lo relativo a los hombres, era mucho más pragmática. Pero Gorgeous, y al margen del tamaño de su cuenta bancaria, tenía un aspecto que la hacía estremecerse.

Obligándose a dejar de temblar, le tendió la copa, retrocedió y fingió un estornudo. Gorgeous, sin vacilar, le ofreció el pañuelo. Signe se sonó la nariz y sonrió. La estrategia había funcionado.

—Yo te lo lavaré —le ofreció—, como vienes tan a menudo por aquí, podrás llevártelo otro día.

—Y tú siempre estás aquí —respondió él con una de aquellas sonrisas que la hacían sentirse como si fuera la única mujer de la fiesta—. ¿Nunca tienes tiempo libre?

¡Estaba a punto de pedírselo! ¿Sería posible que uno de los solteros más codiciados de Nueva York estuviera a punto de pedirle una cita?

—Claro que sí. Este fin de semana me voy a las montañas Catskills.

—¿Adónde exactamente?

—Al parque nacional. A una zona llamada Campos de Tréboles.

—Vaya, un lugar con suerte.

—Quizá —se echó a reír—. Y además estoy en la cabaña siete, ¿no dicen que ese es un número que da suerte?

—Seguro que sí.

Las cabañas eran solamente para tres personas, así que había decidido que sus amigas se quedaran juntas y ella compartiría habitación con alguna de las mujeres de New Jersey.

Podrían ser imaginaciones suyas, pero Signe habría jurado que algo había cambiado en la mirada de Gorgeous.

—¿Vas sola?

—Con unas amigas —como pareció decepcionarlo su respuesta, Signe tomó aire y le provocó—: A no ser que te decidas tú a aparecer por allí.

—¿Yo?

—Sí, bueno, si vas a estar por esa zona.

Gorgeous sonrió y respondió, como si fuera a las montañas Catskills todos los días:

—Sí, a lo mejor nos encontramos.

La miró a los ojos; los suyos eran del color azul del mar en una tarde soleada y bajo un cielo sin nubes. Signe se quedó sin aire en los pulmones y tuvo la sensación de que pasaban años antes de que pudiera volver a parpadear. Cuando lo hizo, fue porque alguien había gritado en medio de la sala.

—¿Qué ocurre? —preguntó, desviando por fin la mirada.

—¡La figura de Eros! —gritó una voz, como si estuviera respondiéndole.

Con el corazón encogido por la preocupación, Signe desvió la mirada hacia el pedestal en el que minutos antes estaba la figura y pestañeó, viendo su vida pasar ante sus ojos. Vio a Edmond Styles retirándole el prometido ascenso. Por un momento, se hizo incluso la ilusión de que la figura estaba todavía allí. Casi podía verla: una figura de cerca de treinta centímetros de altura y tallada en una madera oscura.

Y entonces susurró:

—¡Ha desaparecido!

 

 

A la mañana siguiente, Signe estaba sentada en una de las salas de reuniones del museo, encerrada con el detective Alfredo Pérez, que acababa de dejar de caminar para dirigir una mirada recelosa a la bolsa que la joven tenía a sus pies. El detective era un hombre alto y delgado, con el pelo oscuro y muy corto, los ojos negros como la tinta y un bigote que le hacía parecer un ladrón mexicano de un spaguetti western. Sin apartar la mirada de la bolsa de Signe, le advirtió:

—Iba a decirle que no saliera de la ciudad.

No era buena señal.

—¿Estoy detenida?

No se molestó en contestar.

—¿Adónde pensaba ir?

Signe no sabía si admitirlo.

—A un encuentro de mujeres wiccan.

—¿Wiccan?

—Eh, sí, ya sabe, de brujas.

—Ah. ¿Entonces es usted una bruja?

Genial. Signe casi podía ver el movimiento de los engranajes de su cerebro. El detective Pérez estaba relacionando aquella información con el robo de la figura egipcia.

—No, la verdad es que no —se lanzó a explicarle rápidamente la excursión y terminó con una sonrisa radiante—: que yo sepa, las brujas no existen.

Al detective no le hizo ninguna gracia.

—¿Y qué me dice de los gatos?

Le tendió una fotografía de baja calidad, probablemente reproducida a partir de las imágenes de las cámaras de seguridad. Aparecía ella de espaldas, hablando con C.C., Diane y Mara. Signe decidió eludir aquella pregunta. Ya era suficientemente malo que pensaran que no había conectado la alarma como para admitir que había ayudado a entrar a sus amigas a la fiesta con nombres falsos.

—Sé que conecté la alarma.

El detective la miró en silencio.

—¿Quiénes son estas mujeres?

Aquella actitud desconfiada empezaba a ponerle nerviosa.

—No lo sé.

Seguramente, terminaría demostrándose que había conectado la alarma. Y si era así, demostraría su inocencia. Además, sus amigas no podían estar involucradas en el robo.

—Quienquiera que haya robado la figura intentará venderla —aventuró—. ¿No cree? ¿No cree que terminará apareciendo en el mercado negro y…? —se interrumpió al advertir el tono suplicante de su voz.

—Quizá.

Decidió tomar esa respuesta como un sí y suspiró aliviada. No, no iba a poner en peligro su futuro en el museo admitiendo que había añadido el nombre de sus amigas a la lista de una fiesta privada con el único fin de que tomaran unas copas y conocieran a algunos de los hombres más ricos de la ciudad.

El detective Pérez la miraba con frialdad.

—¿De qué estaban hablando esas chicas disfrazadas de gato?

Signe pensó rápidamente una respuesta.

—Del trabajo voluntario.

—¿Esas mujeres son voluntarias? —endureció la voz.

—No estoy segura —consiguió decir—. Pero estaba claro que eran buenas personas. No eran de ese tipo de gente que se dedica a robar, ¿sabe? —continuó. No le estaba resultando fácil mentir—. Por lo que hablaban, podía decirse que les gustaban… los niños. Y los perros y los gatos. Creo que incluso comentaron que solían hacer donaciones para gente menos afortunada que ellas.

—Ladronas disfrazadas de gatas —musitó el detective—. Genial.

—Parecían buenas personas —repitió Signe.

—Antes ha dicho que no hablaron con usted —la taladró con la mirada.

—Bueno —tragó saliva—, sólo cuando pidieron sus copas.

—¿Y concluyó todas esas cosas por las copas que le pidieron?

—No hablaban como ladronas.

—¿Y cómo hablan las ladronas?

Signe se devanaba los sesos buscando una respuesta.

—No como… si fueran buenas personas.

—Tengo la sensación de que nos estamos repitiendo.

Por lo menos lo había notado. Signe agarró su bolsa. Y mientras lo hacía, se acordó de Gorgeous por primera vez desde que había comenzado el interrogatorio. Cuando se había descubierto el robo, había sido muy amable con ella y, aunque en ningún momento había hecho referencia a su invitación, Signe estaba segura de haber visto algo prometedor en su mirada. Y apostaría diez contra uno a que aquella noche aparecería por Catskills.

—Mire, detective Pérez, me gustaría ayudarle, de verdad, y si necesita hablar conmigo otra vez…

El teléfono móvil eligió aquel momento para ponerse a sonar. Signe hizo un gesto de disculpa, metió la mano en el bolso y sacó el teléfono.

—¿Diga? —preguntó en un susurró.

—Estoy en un descapotable amarillo —dijo C.C. riendo—. Ya he ido a buscar a todo el mundo. Sal a la puerta del museo en diez minutos.

Mientras colgaba, Signe desvió pesarosamente la mirada de la fotografía de sus amigas. El detective continuaba escrutándola con la mirada y, sin necesidad siquiera de un espejo, Signe sabía que tenía una expresión de absoluta culpabilidad. Nunca había sabido mentir.

—Si ya hemos terminado —se atrevió a decir—, tengo que irme.

—Una pregunta más.

—¿Qué?

—¿Cómo va su vida sexual, señorita Sargent?

Signe abrió los ojos como platos.

—¿Mi vida sexual?

—Sí, su vida sexual. Me refiero a si…

Signe levantó rápidamente la mano y murmuró:

—Eh, no necesita explicármelo —tras un momento de estupefacción, exclamó—: ¡Ah!

¿Se estaría preguntando Pérez si sería su vida sexual el móvil del robo? ¿De verdad pensaba que había robado la estatua para mejorar su vida sexual?

Sintió fluir el calor a sus mejillas.

—Mi vida sexual es… —prácticamente inexistente, si dejaba al margen sus sueños con Gorgeous Garrity—. Va bien —añadió—, no tengo ningún problema en ese sentido.

A no ser que pudiera considerarse un problema el que su madre la llamara todos los jueves para preguntarle si había conocido a algún hombre interesante, lo que quería decir un hombre con un buen empleo y un futuro brillante.

Antes de que el detective pudiera hacerle más preguntas, Signe levantó la bolsa. El estómago le dio un vuelco al pensar en el pañuelo de Gorgeous Garrity, que llevaba justo al lado de sus bragas.

Cuando estaba llegando a la puerta, el detective comentó:

—¿No le han dicho nunca que se parece a Winona Ryder?

—Sí —esbozó la más inocente de las sonrisas, segura de que el detective estaba relacionándola con los robos de la actriz—. Me lo han dicho, señor.

Suspiró aliviada, salió de la sala y siguió a algunos de los pocos turistas que quedaban hasta las puertas giratorias. Iba a llegar tarde. Rodeó la escalera principal, miró hacia arriba y los ojos se le llenaron de lágrimas al ver el cuadro de Tiépolo en el piso de arriba. ¿Y si su sueño de trabajar en el museo no llegaba a hacerse realidad?

Pero tenía que conseguirlo. Ella adoraba aquel lugar. El público, los turistas, aquellos pasillos interminables y oscuros que se perdían en las sombrías escaleras de mármol. No había nada que deseara más que pasar el resto de su vida en aquel edificio, catalogando objetos artísticos, pero de pronto, tanto ella como sus amigas eran sospechosas de haber dado un golpe. Las cosas no podían ir peor. O al menos eso pensaba hasta que oyó a Edmond Styles tras ella.

—¿Signe? —la llamó—. ¿Puedo hablar un momento contigo?

Definitivamente, aquello no presagiaba nada bueno. Tomó aire, mantuvo la mirada fija en los guardias de seguridad que custodiaban las puertas giratorias del edificio y se obligó a dar media vuelta.

—Por supuesto, señor Styles.