Una desconocida en mi vida - Jule Mcbride - E-Book

Una desconocida en mi vida E-Book

Jule McBride

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Beschreibung

Después de unos meses en el extranjero, el periodista Max Tremaine volvió a su nueva casa en las afueras, pero le abrió la puerta una atractiva mujer embarazada. Al parecer, la pelirroja había estado viviendo en casa de Max, vaciándole las cuentas bancarias y utilizando su nombre. Además, "Maxine Tremaine" se había convertido en un pilar de la comunidad, en la que declaró que él era sólo el guardaespaldas que había contratado para que la protegiese de su ex marido. Viviendo como un extraño en su propia casa, Max pronto se dio cuenta de que había tropezado con el mayor obstáculo de su vida. La justicia buscaba a aquella mujer por algo más que suplantar la identidad de Max. El problema era que ella, y los casamenteros del vecindario, estaban decididos a robarle también el corazón.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1997 Julianne Randolph Moore

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una desconocida en mi vida, n.º 922- agosto 2022

Título original: Who’S Been Sleeping in My Bed?

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1141-092-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Todo empezó con un Big Bang

 

Lo Lambert casi nunca tenía tiempo para pensar en la física, y mucho menos en la teoría del Big Bang o en la teoría de la Relatividad de Albert Einstein. ¿Pero no exponía el genio de cabellos canos que el tiempo se curvaba?

—Maldita sea —maldijo Lo en voz baja—, no es necesario que el tiempo se curve demasiado.

Lo único que quería era retrasar el reloj cinco minutos, al momento en el que aún no era una fugitiva. O al menos, a cuando todavía no sabía que era una fugitiva y a cuando Sheldon Ferris no le había destrozado el corazón.

Había estado cruzando el aeropuerto de La Guardia con apariencia de chica de Cosmo con su traje de chaqueta de seda verde y con el cabello pelirrojo acariciándole los hombros. Y debido a que estaba como en una nube, desde el maletín gris de piel al pequeño bolso de mano y el portafolios parecían llevar aires de primavera.

Había estado soñando despierta con Sheldon y, en su fantasía, él la había acompañado a celebrar el trato que acababa de cerrar en Los Ángeles. Después de la cena a la luz de las velas, Sheldon se había puesto de rodillas, le había dado un anillo de Tiffany's y le había susurrado: «vamos, Lo, te lo ruego, cásate conmigo».

Pero no era real.

Sólo era una fantasía que había empezado durante la larga y aburrida espera en Denver. Y ahora se encontraba otra vez en la dura y fría realidad, en el aeropuerto de La Guardia, con el teléfono celular en la mano y mirando su expresión de perplejidad reflejada en el vidrio oscuro de una ventana. «Soy una fugitiva. Sheldon no se va a casar conmigo y no le importa que lleve a su hijo en mi vientre. Ese sinvergüenza me ha puesto una trampa».

—¿Una pesadilla? —se preguntó a sí misma en un susurro.

Pero no era una pesadilla. Y la mente de Lo retrocedió en el tiempo con la intención de averiguar, paso por paso, dónde había empezado todo.

Hacía sólo cinco minutos, era una ciudadana respetable; de eso, estaba segura. Había empezado a cruzar el aeropuerto después de aterrizar, fantaseando con la proposición matrimonial de Sheldon al recordar lo feliz que él le había parecido por teléfono cuando, antes de salir de Los Ángeles, ella le había dicho que estaba embarazada.

De repente, se había dado cuenta de que lo que oía no eran campanas de boda, sino su teléfono celular. Con el corazón en un puño, segura de que era Sheldon que llamaba para proponerle el matrimonio, había contestado con la más ronca y susurrante de las voces de ejecutiva sensual de Wall Street:

—¿Sheldon?

—Créeme, es la última persona con la que quieres hablar en estos momentos.

Era la secretaria de Lo, B.B, una chica de Long Island con un corazón de oro y tendencia a dramatizar.

Antes de que Lo pudiera contestar, una nerviosa B.B. se le adelantó.

—Es el fin del mundo y tú eres carne muerta, Lo. Lo dijo totalmente en serio.

—Qué prometedor —consiguió contestar Lo.

—Escucha —dijo B.B. en un susurro de conspiración—, ¿te acuerdas cuando tú y Sheldon os encargasteis de la adquisición de Dreamy Diapars por Nice Nappies el mes pasado? ¿Y te acuerdas lo sorprendido que se quedó todo el mundo cuando Nice cerró Dreamy? Pues bien, ahora, SEC, la Comisión Controladora de Acciones y Valores…

—Sé qué es SEC, B.B. —interpuso Lo con un nudo en el estómago.

—Bueno, pues ahora dicen que te dejaste sobornar por Nice Nappies para amañar los precios de los pañales en contra del tratado internacional… —la voz de B.B. se convirtió en un susurro ininteligible hasta que volvió a alzarla—. Resulta que, en tu contabilidad, no salen las cuentas. Y como resultado, el Departamento de Policía de Nueva York, SEC, el FBI y…

—Vamos, todos —murmuró Lo.

—Pues sí, se han presentado todos. Y Sheldon les ha empezado a dar pruebas: archivos y discos, listas de llamadas telefónicas y papeles de la oficina. Y luego, un tipo del FBI ha llamado a tu banco y te ha congelado la cuenta bancaria y…

Lo se quedó inmóvil en ese momento, las piernas apenas podían sujetarla. Sin acceso a su cuenta, estaba en la ruina.

—Había pedido un taxi para que fuera a recogerte al aeropuerto —continuó diciendo B.B. en un susurro urgente—. Pero ahora, los de SEC quieren el número del taxi por si acaso no consiguen arrestarte en el aero…

B.B. lanzó un gemido antes de añadir:

—¿Dónde estás ahora?

—En el aeropuerto —admitió Lo con voz temblorosa, aunque intentó razonar mientras continuaba—. Escucha, puede que el amor sea ciego, pero Shel y yo, los dos juntos, no habríamos podido dejar de notar que los precios no cuadraban… Lo que quiero decir es que los dos revisamos y repasamos…

—Lo —gruñó B.B.—, Sheldon les ha dado pruebas. Ha dicho que llevaba meses recogiendo pruebas. Ha dicho que estaba tan enamorado de ti que no podía soportar la idea de descubrirte hasta no estar seguro al cien por cien de que eras culpable.

—Ponme con el señor Meredith —dijo Lo—. O con el señor Gersham.

B.B. emitió un sonido ahogado.

—Sé que no has hecho nada malo, pero todo el mundo cree a Sheldon. Meredith se ha puesto tan contento de que Sheldon te haya descubierto que lo ha ascendido a vicepresidente del consorcio. Y luego, después de que yo asistiera a los de SEC, me ha pedido que recogiera mis cosas y que me marchara; todo eso, antes de despedirte a ti.

—Sheldon no puede hacer eso… —murmuró Lo.

«Esta noche se va a arrodillar delante de mí, me va a besar la garganta y me va a susurrar que vamos…»

Pero no iban a hacer nada.

Se cortó la línea.

Y ahora, minutos más tarde, Lo seguía con el teléfono en la mano mirándose en el cristal de la ventana. Shell Ferris, Coraza de Hierro, pensó Lo con amargura. Coraza, porque no era un ser humano de carne y hueso, y de hierro porque pasaba por encima de lo que fuese aplastándolo.

Pero la realidad era que seguía allí, en el aeropuerto, donde los de SEC iban a arrestarla. Peor aún, sus compañeros de viaje habían empezado a mirarla. Al darse cuenta de que el teléfono celular estaba emitiendo un sonido alto e intermitente, Lo apretó el botón que lo desconectaba; después, se lo metió en el bolso.

Tenía que irse a alguna parte, a cualquier parte. Ignorando el temblor de piernas y el nudo que tenía en el estómago, se obligó a seguir andando. Los tacones castañetearon como los dientes a una temperatura de cero grados. ¿Adónde podía ir?

Delante estaba la cinta transportadora con el equipaje y un semicírculo de taxistas que mostraban grandes señales blancas con nombres impresos en ellas. Cuando Lo vio su propio nombre escrito, se dio un sobresalto.

«Pasa por su lado como si nada, Lo; luego, toma otro taxi. Y continúa negándote a ti misma la verdad sobre Sheldon para que no se te rompa el corazón». Pero era imposible. Recordó las numerosas reuniones a las que Sheldon había asistido por las noches y las misteriosas conferencias que había puesto desde casa de Lo y desde sus teléfonos de la oficina.

Sí, podía oírlo como si lo tuviera al lado: «tengo problemas con mi disco duro, Lo. ¿Te importaría que utilizara tu ordenador un momento?»

Sin duda, el padre de su hijo había estado metiendo documentos que la incriminaban a ella en su ordenador. Durante todo el tiempo había estado realizando actividades ilegales, había tenido cuidado de hacer que las culpas recayesen en ella si lo descubrían.

Los padres de Lo habían muerto hacía años, pero por fin se había abierto a un hombre… a Sheldon. Y ahora, él había matado dos pájaros de un tiro: que las culpas por los actos delictivos que había cometido recayeran en ella, y deshacerse de ella al haberse quedado embarazada. ¿Cómo había podido confiar en él, entregarse a él?

«No sigas pensando en eso, Lo; al menos, no lo hagas hasta no estar fuera de aquí y a salvo».

Respiró profundamente y se juró en silencio no volver a enamorarse nunca. Al llegar donde estaban los taxistas, recordó que tenía menos de veinte dólares en el bolsillo.

Con los ojos llenos de lágrimas, parpadeó para contenerlas. Había estado tan ocupada con su trabajo y con Sheldon que ya no le quedaba ni un amigo en el mundo. Bueno, tenía a su abuela que la adoraba, pero su abuela seguía en esa residencia al oeste de Virginia.

Cerca, oyó comentar a un taxista.

—El tipo al que he venido a recoger debería haber llegado hace una hora.

Los ojos de Lo se fijaron en el nombre impreso. Max Tremaine.

El conductor con su nombre la estaba mirando.

—¿Es usted Loraine Lambert?

—Max —respondió Lo impulsivamente—. Yo… soy Maxine Tremaine. Siento llegar tarde, mi vuelo…

El conductor arqueó una ceja.

Lo enrojeció.

—He llegado tarde, lo siento, ¿de acuerdo?

Fue así de sencillo. Al instante siguiente, el taxista de Max Tremaine, un hombre de cuarenta y tantos años de edad, le había colocado el equipaje en el asiento trasero de un Lincoln Town de color azul. Una foto del conductor en la guantera lo identificaba con el nombre de Jack Bronski. Mientras Jack conducía hacia Manhattan y hacia el apartamento de Lo en East Fifties, Lo repasó mentalmente los acontecimientos que había conducido a aquel momento.

Aunque no tuvo mucho tiempo para ello. En menos de veinte minutos, Jack paró el coche delante del edificio donde estaba su apartamento.

—¿Es aquí? —preguntó Jack.

Lo miró por la ventanilla y se quedó atónita cuando vio a la policía y a gente de los medios de comunicación en la acera.

—Por favor, sáqueme de aquí —rogó Lo en un susurro.

—¿Es usted una estrella de cine o algo así?

Lo volvió la cabeza en el momento en que Jack comenzó a alejarse de allí.

—Yo… sí, algo así.

Jack asintió sin demostrar estar impresionado.

—De todos modos, me habían ordenado que la llevara a Connecticut. ¿Le parece bien que la lleve allí?

Lo consiguió adoptar un tono de voz que conllevaba autoridad, como si supiera exactamente adónde iba.

—Por supuesto. Connecticut está bien.

¿Pero quién era Max Tremaine? ¿Y cómo le explicaría su presencia allí? Sin duda, el avión en el que iba ese hombre aterrizaría más tarde ese mismo día. ¿Debía esperarlo en el porche de su casa y pedir ayuda a un desconocido? Lo tragó saliva. Quizá estuviera casado. Quizá hubiera estado fuera mucho tiempo y su esposa le tenía preparada una fiesta de bienvenida y…

Lo cerró los ojos, se puso las yemas de los dedos en los párpados e intentó calmarse.

«¿Por qué no te tranquilizas? Esto no es nada comparado con lo que te ha pasado».

Entonces, el taxi se detuvo una vez más y Lo se encontró en una calle sin salida. Jack describió un círculo y gruñó:

—¿Va a salir o no?

Aunque quería desesperadamente seguir en el coche, contestó:

—Por supuesto que voy a salir. ¡Vivo aquí!

Jack se limitó a lanzar otro gruñido antes de agarrar una tablilla de pinza con una hoja de papel, que le entregó a Lo. Mientras ella falsificaba la firma de Max Tremaine, empequeñeció los ojos. ¿No había oído ese nombre antes?

No estaba segura. Lo único que sabía era que la casa de piedra de ese hombre era el garbanzo negro del bonito vecindario. Al lado, luces acogedoras brillaban dentro de las casas; pero la de Max estaba oscura, iluminada sólo por la luz de la farola de la calle.

Pronto fue capaz de discernir toques de excentricidad en la propiedad: ventanas en forma de rombo a ambos lados de la puerta, persianas con diseños geométricos y una valla de hierro forjado con finos postes. La naturaleza se había apoderado del desordenado jardín alrededor de viejos árboles, cubriéndolo todo con extraños y desaliñados hierbajos que se curvaban al lado del porche y que cubrían el sendero de entrada del coche. También había periódicos enrollados por todas partes.

No, no había ninguna esposa, decidió Lo. Ninguna mujer en su sano juicio se casaría con el propietario de esa desmadejada casa.

El conductor lanzó un suspiro.

—¿Está esperando a que la cruce en brazos el umbral de la puerta?

A Lo se le encogió el corazón. «Gracias por hablarme de bodas».

—No.

Al momento, Lo recogió sus pertenencias y salió del coche. Y después de cerrar la puerta de un golpe, dijo:

—Gracias por el paseo.

Después, cuando Jack Bronski la dejó en la oscuridad del anochecer, Lo miró a su alrededor. A excepción de aquella casa, el resto del vecindario parecía tan normal que le destrozó el corazón. Sí, ojalá Albert Einstein pudiera ir a rescatarla con una máquina del tiempo. Ojalá pudiera hacer que los relojes se retrasaran…

—Para asesinar a Sheldon a sangre fría.

Había caído la noche. La ranura de la puerta para correo estaba rebosante de sobres. Cuando Lo abrió la puerta de rejilla, todos los sobres y cajas que ha-bían quedado atrapadas entre las dos puertas cayeron a la alfombrilla.

Impulsivamente, Lo levantó la alfombrilla y casi no dio crédito a lo que vio. Las llaves y una nota de un agente inmobiliario. Al parecer, el misterioso propietario, Max, había comprado aquella casa pero aún no había tomado posesión de ella. Y como no lo había hecho, quizá no se presentara aquella noche.

De repente, una idea hizo que un escalofrío le recorriera el cuerpo: ¿y si le había ocurrido algo malo a ese hombre…?

Se quedó mirando la llave con sentimiento de culpa.

Tenía un millón de cosas en las que pensar: evitar que los de SEC la encontrasen, probar su inocencia y… vengarse.

No estaba dispuesta a dejar que Sheldon se saliera con la suya.

Lo miró fijamente la puerta de Max Tremaine.

—Es sólo por una hora, mientras pienso qué es lo que voy a hacer.

Decidida, metió la llave en la cerradura. Después, la giró y la abrió.

Y entonces Lo entró en aquella casa como si fuera su dueña.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Está seguro de que usted es Max Tremaine?

Max estaba seguro, y no estaba de buen humor. Apoyó un codo en el equipo verde del ejército y se limitó a emitir un gruñido desde el asiento trasero del coche. Cuando alzó la mirada y vio sus castaños ojos reflejados en el espejo retrovisor del coche, casi no se reconoció; ni la piel bronceada, ni el revuelto cabello rubio a mechones ni la mandíbula con barba incipiente.

Sólo le resultaban familiares el sombrero y la chaqueta safari. Llevaba meses con esa maldita ropa y, tan pronto como llegara a casa, la iba a quemar. Cuando sus ojos se encontraron con los del conductor, un tipo de nombre Jack Bronski según la tarjeta de identificación con la foto, Max asintió por fin.

—Sí, soy Max.

Bronski lo miró con dureza.

—¿Está seguro?

Entonces, con un ligero sentimiento de culpa, se preguntó si Bronski sería un fan. Debido a que los artículos de Max en el New York Times eran descritos con frecuencia como «ilimitadamente creativos y exuberantemente humanos», algunas personas esperaban que Max fuera más amable.

¡Qué demonios! A veces, lo era.

Pero últimamente se había visto atrapado en otro de esos infernales lugares destrozados por la guerra, y le había amargado. De hecho, quizá llevaba amargado varios meses, desde que los de la mudanza lo llamaron para decirle que ya tenía todas sus posesiones en cajas en Connecticut. Pero Max no había tenido siquiera la oportunidad de desembalar antes de que el editor le rogase que fuera como reportero al concurso de Miss Georgia. Después de eso, Max volvió a su antiguo apartamento y sólo le dio tiempo a estar allí diez minutos antes de encontrarse en otro avión; esta vez, con destino a Sudamérica.

En el avión, escribió rápidamente un artículo sobre una mujer de Wall Street llamada Lo Lambert que, al parecer, se había visto envuelta en un escándalo. Después, durante meses estuvo envuelto en la lucha guerrillera en las montañas hasta que lo dejaron medio muerto a palos.

Acababan de darle el alta la noche anterior en un hospital de la frontera, tras haber pasado allí otro mes recuperándose de sus heridas físicas. Y le había llevado al médico todo ese tiempo diagnosticarle que también sufría estrés.

No era ninguna broma.

Durante meses, lo único que Max quería era irse a su nueva casa. A parte de eso, no le pasaba nada. Y ahora, su editor, sin duda comido por el remordimiento, le había ordenado que se tomara unas vacaciones para curarse el estrés. El problema era que a Max le gustaba el estrés.

Qué demonios, le encantaba.

En cualquier caso, ya estaba poniendo en marcha su ilimitada creatividad e imaginando varios divertimentos… como encontrar una mujer de sangre caliente que estuviera dispuesta a darle la bienvenida aquella noche.

Después, al día siguiente, quizá se afeitara y se cortara el pelo.

O quizá se pusiera a arreglar la casa.

Y por supuesto, aún no había conseguido averiguar el paradero del listo que había tomado prestada su identidad.

La noche anterior, cuando Max volvió a la cantina donde solía recoger el correo, encontró un montón de cartas de innumerables compañías de tarjetas de crédito. Por lo que sabía, un tipo había entrado en su casa de Connecticut, había abierto todo su correo y después, en nombre de Max, había pedido que renovasen las tarjetas de crédito.

Pero lo peor era que probablemente le hubiera robado su preciado Corvette rojo descapotable del sesenta y siete, ya que había una cuenta de Exxon. Y lo más seguro era que tuviera una novia muy gorda, ya que había recibos de tiendas de mujeres llamadas Extra y Sixteen Plus.

Max había llamado a la policía la noche anterior, pero entre el problema con el lenguaje y la mala conexión, no consiguió llegar muy lejos. Además, los delitos llevaban cometiéndose meses, así que Max supuso que un día más no importaba.

Pero ahora había vuelto y tendría que enfrentarse a lo que se encontrara. Sin duda, la casa estaría hecha un desastre. ¡Dios, cómo le gustaba viajar! Odiaba volver a casa, incluso en circunstancias normales; la casa solía estar oscura, llena de cartas sin abrir… Y luego, para colmo, venía la búsqueda en las páginas amarillas de algún pizza exprés…

¡Pizza!

No, lo que realmente le apetecía era un ave al horno. Eran finales de junio, pero volver a casa siempre le hacía pensar en el Día de Acción de Gracias.

Y en un pavo.

Le sonaron las tripas. ¡Qué diantre! Aunque fuera el Día de Acción de Gracias, sus padres vivían en Montana. Su hermana pequeña, Suzie, prepararía un pavo… pero no haría más que besuquearse con su prometido, Amis. Y eso lo deprimiría aún más. No, esa noche Max iba a pedir algo de cena por teléfono y después llamaría a un policía para enseñarle el lugar donde en el pasado había estado su coche.

Ausentemente, Max se preguntó si el policía no resultaría ser una curvilínea pelirroja a la que, por fortuna, le gustaban el queso, los pimientos verdes y las aceitunas. Pero lo dudaba.

—¿Está seguro de que me ha dado la dirección correcta? —volvió a preguntarle Jack Bronski.

—Sí, soy…

No terminó. Su casa estaba iluminada como un árbol de navidad. Parecía tan acogedora que le dio un vuelco el corazón. La siempre irresponsable Suzie debía haber puesto en orden la casa tal y como le había prometido. Quizá incluso le tuviera preparada una cena…

No, Suzie no era así. Siempre le prometía ir a echar un vistazo a su casa, pero nunca lo hacía. Además, Suzie ni siquiera sabía que volvía esa noche.

Cuando Bronski paró el coche, Max firmó el papel y luego salió. Atravesó sigilosamente la puerta de hierro de la verja. Todo estaba tan perfecto… que algo malo tenía que estar pasando. El jardín estaba inmaculado. Que el supiera, ni siquiera tenía una cortadora de césped.

Entonces, en silencio, Max cruzó el jardín. Al fijarse en las ventanas en forma de rombo a ambos lados de la puerta, vio que tenían cortinas nuevas.

De repente, se iluminó una bombilla en su cabeza.

El tipo que le había robado la identidad seguía en su casa. ¿Llevaba allí todos esos meses?

No, imposible.

Miró a su alrededor mientras consideraba la posibilidad de ir a la casa de algún vecino para llamar a la policía. Entonces recordó que uno de sus vecinos, Dotty Jansen, era policía.