Solo para mí - Jule Mcbride - E-Book
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Jule McBride

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Beschreibung

Ni más ni menos que cinco mujeres solteras se presentaron para responder al anuncio que Macon había puesto para buscar esposa. Y, en opinión de Harper Moody, todas ellas sobraban; de hecho ella ya había rechazado a escondidas a muchas otras mujeres. Para colmo de males, Macon insistió en que alojara a todas las candidatas hasta que él tomara una decisión. Claro que aquella era la oportunidad perfecta para que Harper se deshiciera de todas ellas y consiguiera recuperar el amor de Macon, un amor que quería para ella sola y para siempre...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Bj James

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Solo para mí, n.º 1173 - agosto 2017

Título original: A Way with Women

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-053-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

¿Macon McCann sigue poniendo anuncios buscando esposa? Algunas cosas deberían estar prohibidas –masculló Harper Moody. Se quitó la chaqueta azul marino del uniforme de Correos, se arremangó la blusa blanca, recogió su melena rubio ceniza en una cola de caballo y la ató con la cinta que, según el gobierno americano, debía utilizar como corbata. Dio un sorbo al café que acababa de traer del supermercado y echó una ojeada a su única cliente. Lois Potts intentaba decidirse entre la colección de sellos conmemorativos de John Wayne y la de Banderas.

Lois y ella habían tenido problemas en el pasado, y era la última persona con la que quería hablar. Por suerte, parecía ocupada, así que Harper bajó la vista hacia el papel de cartas rosa que había comprado con el café y volvió a mirar la revista Texas Men.

–No me puedo creer que dejen a Macon poner un anuncio buscando esposa. La revista asegura que investiga a los anunciantes ––murmuró. Sus ojos azul niebla recorrieron la imagen del padre de su hijo adolescente y el pie de foto: Ranchero rico y puro semental–. Una frase típica de él –musitó, molesta por la reacción física que le producía su imagen.

Pero ¿qué mujer no reaccionaría así? Fuertes músculos llenaban una camisa vaquera medio desabrochada, que dejaba entrever una maraña de vello color trigo en el pecho. Después, caderas estrechas y piernas largas y ligeramente arqueadas. Pantalones vaqueros, botas relucientes y un rifle Stetson apoyado en el pecho. Macon lucía una sonrisa traviesa, como si insinuara que las mujeres que contestasen al anuncio fueran a romperle el corazón.

–Cabello de ángel en el mismo diablo –espetó indignada. Las yemas de sus dedos anhelaban acariciar las sedosas ondas color miel que enmarcaban el rostro ancho y sugerente de Macon. Habría parecido un vaquero estúpido, como cualquier otro, si no fuera porque sus ojos eran agudos como cuchillos, despiertos e intensos, de color oro viejo; igual que la cerveza oscura que bebía todos los sábados por la noche en el Big Grisly Grill desde que había vuelto al pueblo.

Sus ojos se aventuraron por debajo del cinturón tachonado con turquesas y miraron los vaqueros, suaves como gamuza. Le quedaban lo suficientemente amplios para no coartar la imaginación pero, al mismo tiempo, lo que revelaban permitía esperar un final feliz.

–Sí, eso lo sé yo –gruñó Harper, que recordaba muchas cosas de Macon que ninguna cámara captaría–, y lo saben todas las mujeres de Pine Hill.

Esas manos de dedos esbeltos y bronceados que agarraban el Stetson habían dejado su huella en Harper, y cuando se sabían ciertas cosas de un hombre, no se olvidaban. Ella sabía demasiadas, entre otras que Macon había engendrado un hijo sin saberlo. «Mi hijo, Cordy».

Harper dio otro sorbo al café. Había hecho bien no contándole a Macon lo de Cordy, pero desde la inesperada muerte de Bruce, hacía dos años, tenía miedo. Se preguntaba qué ocurriría si ella moría y Cordy necesitaba saber la verdad por alguna terrible razón. Podría necesitar una transfusión de sangre o un transplante, o tener un accidente de coche… Hizo un esfuerzo para rechazar el miedo que la atormentaba. «¡Teníamos que envejecer juntos Bruce! ¡No debías morir!», pensó.

Macon McCann no debía asentarse en Pine Hills con la mujer que respondiera a su anuncio. Había tenido mucho éxito como constructor en Houston; Harper no entendía por qué había vuelto a casa y por qué buscaba esposa anunciándose en la revista Texas Men cuando podía salir con quien quisiera.Harper echó una ojeada por la puerta de cristal. Afuera, aunque solo era media mañana, el sol derretía las aceras y la gente hacía cola en la tienda de helados.

–Buenos días, Harper. ¿Qué tal? –preguntó Lois, dándole un paquete. Harper tapó el anuncio de Macon.

–Bien, Lois. ¿Hoy no compras sellos? –dijo, pesando el paquete.

–No he podido decidirme –Lois señaló con la cabeza un anuncio que solicitaba un ayudante–. Veo que buscas sangre nueva.

–Mmm –murmuró Harper. Lois, heredera de Piensos y Semillas Potts, no necesitaba trabajo, pero Harper se estremeció al imaginar que pudiera interesarle.

–Supongo que te has enterado de que Macon McCann ha vuelto y está saliendo con todas las mujeres de la población. ¿No fuisteis amigos en el instituto?

–Solo platónicos –mintió Harper, consciente de que Lois, por supuesto, era una de esas mujeres.

–Igual que yo, entonces –afirmó Lois.

–He oído decir que la semana pasada estuvisteis en la bolera de Opossum Creek –dijo Harper, tragándose un risa irónica. En el pueblo aún no habían visto el anuncio de Texas Men y se planteó si contárselo a Lois, que no tardaría en propagar la noticia. A ningún hombre le gustaría que se supiese que había caído tan bajo como para anunciarse buscando esposa y, con un poco de suerte, Macon se avergonzaría tanto que se iría de Pine Hills para siempre.

–Sí que estuve Opossum Creek con Macon, pero fuimos con un grupo de amigos –aclaró Lois. Harper alzó las cejas, pero no dijo nada. Lois volvió a la zona donde estaban los sellos.

Harper miró por la ventana y sus ojos siguieron el recorrido de South Dallas, la calle principal. Tras llanear varios kilómetros, serpenteaba colina arriba y, convertida en camino de tierra roja, terminaba en Star Point, un aparcamiento que había en la cima de Pine Cone. Quizá Harper no habría pasado tantas noches allí con Macon si el cine de Pine Hills pusiera películas de estreno, la bolera más cercana no estuviera a sesenta kilómetros del pueblo o la heladería no cerrase a las ocho de la tarde.

Star Point había sido irresistible, un paraíso terrenal, con enormes robles y sicomoros cuya sombra era fresca incluso en los peores días del mes de agosto. A kilómetros del pueblo, las estrellas brillaban como diamantes sobre terciopelo negro, y parecían estar al alcance de la mano. En la cima de esa montaña, tan cerca de las estrellas, Macon y ella habían engendrado a su hijo, dos meses antes de que Harper se casara con Bruce.

–«Vaquero texano de treinta y cuatro años busca esposa. Propietario de un rancho ganadero en Texas Hill, promete a su mujer regalarle un caballo para montar» –leyó Macon con ojos críticos–. Hace que Pine Hill suene como La casa de la pradera –masculló, sintiendo lástima por la pobre mujer que se dejara engañar–. Un caballo… –movió la cabeza–. La mitad de la gente de Texas ni siquiera sabe montar, Macon. Si hay alguna mujer suficientemente tonta para casarse contigo, ¿no podrías hacer un esfuerzo y al menos regalarle un todoterreno?

–¿Preguntabas algo, Harper? –dijo Lois, con la mano en la puerta.

–Hablaba conmigo misma –se sonrojó Harper.

–Eso solo se convierte en problema cuando también empiezas a contestarte tú –se burló Lois, saliendo. Harper asintió educadamente y siguió leyendo.

–«Esta es mi oferta, mujer. Ven al rancho Rock ’n’ Roll, en Pine Hill, Texas, y disfruta de la paz de la naturaleza mientras te enamoras de mí y del viejo Oeste. Disfruta de los ciervos y armadillos, pasea, pesca y nada en los lagos. Tenemos piscina y espero que te guste el ambiente familiar porque compartirás una espaciosa casa rústica con tus futuros suegros, Cam y Blanche McCann. Así que escribe a Macon McCan pronto. Este vaquero quiere ser tu amante esposo ya. No lo olvides, atenderé por orden de llegada».

No tenía sentido, Macon había abandonado Pine Hills dieciséis años antes, en busca de sus sueños. Nunca había vuelto, ni había parecido interesado en el matrimonio. Harper se preguntó si sería capaz de casarse con una extraña y, si era así, por qué estaba saliendo con tantas mujeres.

Con un nudo en la garganta, Harper miró los sobres que había apilado junto a la revista. Esa mañana habían llegado dieciséis respuestas al anuncio, de todo el mundo. La mayoría de los días había incluso más.

«Es sencillo, saca la carta de la saca, abre el buzón de Macon McCan. Pon la carta de la candidata a esposa dentro. Cierra el buzón», se decía todas las mañanas. Pero era incapaz de hacerlo. En vez de eso, abría las cartas para leerlas. Algunas la hacían reír, otras le llenaban los ojos de lágrimas. Escribían desde lugares tan remotos como China, Rusia y los Países Bajos y contaban historias terribles de padres, amantes y esposos, de países destrozados por la guerra y de situaciones de pobreza insoportable que querían dejar atrás. Querían un marido que las ayudara a criar a sus hijos o experimentar la vida en un rancho, pero sobre todo, buscaban a alguien a quien amar y que las amara.

Harper levantó una carta cuidadosamente escrita en una hoja de cuaderno. La letra era juvenil y redondeada.

 

Querido señor Macon McCann:

Su rancho suena muy bonito y tengo muchas ganas de ser su esposa. Le prometo que soy una buena persona, pero mi familia está enfada conmigo porque me quedé embarazada. Consideré otras posibilidades, pero voy a tener el bebé aunque mi novio me mintió cuando dijo que me quería. Tengo miedo. Solo tengo diecisiete años y no tenemos mucho dinero porque mi padre es limpiabotas en el aeropuerto. Por favor, señor McCann, si no tiene nada en contra de casarse con una chica afroamericana que acaba de dejar el instituto porque va a tener un niño dentro de dos meses, espero que me escriba. Ahora mismo odio a mi familia y quiero irme de Missouri. Aunque sacaba sobresalientes en el instituto, he tenido que dejarlo porque las chicas que consideraba mis amigas ya no lo son. Pegaban notas desagradables en mi mesa. Me siento muy desgraciada, señor McCann. Ayúdeme por favor.

Aunque sé que es demasiado pronto para decirlo, reciba todo el amor de su futura esposa,

Chantal Morris

 

Harper se preguntó si Macon era tan egoísta que no le importaba engañar a chicas confusas y desesperadas. Chantal Morris, como tantas otras de las que habían escrito, estaba muerta de miedo y, si no tenía cuidado, podía acabar a merced de Macon.

Harper alzó los ojos hacia Star Point, recordando que ella tenía solo dieciséis años cuando se quedó embarazada. Pensó en las mujeres con las que había salido Macon desde que volvió de Houston; desde la nueva maestra, Betsy, que era de Idaho, a Lois Potts, por no mencionar a Nancy Ludell, una recién divorciada con fama de chismosa, que se pegaba a Macon como una lapa.

–Chantal Morris tiene que acabar el bachillerato –murmuró, sintiéndose obligada a hacer entrar en razón a Chantal–. No es mucho mayor que mi hijo, y sin título le será aún más difícil hacerse cargo de un bebé.

Golpeó la carta de Chantal con el bolígrafo, preguntándose cómo ayudarla. Manipular el correo era un delito federal, pero Harper era miembro de la junta directiva del colegio y el equipo de fútbol de Pine Hills subsistía gracias a sus donativos. Supuso que las personas importantes del pueblo evitarían que fuera a la cárcel si Macon se enteraba de lo que estaba haciendo. Además, lo hacía por una buena causa. Chantal no era la primera menor de edad que había pensado que quería casarse con Macon. Harper también había cometido ese error.

Releyó la carta lentamente y después, convenciéndose de que cumplía con su deber cívico, sacó una hoja de papel. Por desgracia, era rosa y perfumada con olor a chicle, pero no creyó que a Chantal le importase. Tampoco le importaría a las demás mujeres a las que pensaba escribir. Cerró los ojos para inspirarse y escribió:

 

Querida Chantal:

Por experiencia personal, imagino lo mal que lo estás pasando en Missouri y espero que sigas mi consejo: ¡acaba tus estudios! No te arrepentirás de tener el niño y el título te será de gran ayuda en el futuro. Tuve a mi hijo poco después de cumplir los diecisiete y fue divertido ser una madre joven. Ahora tengo treinta y tres años, mi hijo va a empezar el bachillerato y me ha hecho feliz todos estos años; sé que a ti te ocurrirá lo mismo. El hombre adecuado llegará en algún momento, sé fuerte y espéralo. No dejes que te hundan esas horribles chicas del instituto. ¡Debes acabar los estudios, tener tu bebé y esperar al hombre de tus sueños!

 

lHarper se mordisquéo el labio. Había amado a su marido, lo quiso de veras, pero… Hizo un esfuerzo para convencerse de lo que había sentido por Macon no era más que un capricho pasajero y continuó escribiendo.

«Por suerte para ti, estoy revisando las respuestas al anuncio del señor McCann. Te aseguro que tienes un futuro maravilloso por delante, pero no en Pine Hills, Texas. Macon McCann no es el hombre para ti, no sería un buen padre para tu hijo, ni para el de nadie…

Capítulo Uno

 

Debería haberme imaginado que la jefa de Correos era la culpable de esto –gruñó Macon Mccann, paseando por el despacho del rancho como un gato montés persiguiendo a una presa, a punto de saltar.

–Debería, habría, podría… –comentó pensativamente Diego, el capataz del rancho, limpiándose el sudor de la frente con un pañuelo.

Macon pensó que esas tres palabras definían perfectamente su relación con la viuda Moody. Ya era bastante malo que su padre lo hubiera obligado a buscar esposa, pero no recibir ninguna respuesta a su anuncio en Texas Men era aún peor. Al principio, incluso había pensado en alquilar otro buzón de correos para el aluvión de cartas que esperaba. Macon suponía que a algunas mujeres les interesaría cocinar y limpiar la casa nueva que pensaba construir en el rancho.

Para acelerar el proceso, Macon había enviado una foto a la revista. Era más guapo que la mayoría de los hombres que se anunciaban en Texas Men, y más rico. Pero nadie había contestado y ahora sabía por qué.

–Harper Moody –masculló, intentando ocultar sus sentimientos. Se recostó, puso las botas sobre la mesa y miró con frialdad las hojas que había encontrado una hora antes en el escritorio de Harper. Ni siquiera el olor a heno y a caballos apagaba el aroma a chicle que emitían; a Macon lo irritaba percibir, además, otro perfume que preferiría olvidar. El perfume de Harper.

Macon debería haber supuesto que, como todo el correo de Pine Hills pasaba por sus manos, ella vería el anuncio, pero no la había creído capaz de abrir sus cartas y contestar a las interesadas. La puerta se abrió y entraron Cam, el padre de Macon, y Ansel Walters, el dueño del rancho que lindaba con el Rock ’n’ Roll.

–Cuando Macon puso el anuncio buscando esposa –bromeó Ansel, mirando las cartas y luego a Diego y a Cam–, esperaba que las mujeres llegaran corriendo.

–Claro que sí –dijo Diego, con ojos chispeantes, tan negros y brillantes como los rizos que asomaban bajo su sombrero de paja–. Todas las mujeres del mundo están desesperadas por cazar a un ranchero tan rico y viril como él, ¿no, Macon?

–Casarse con mi hijo es el sueño de cualquier mujer. No imagináis cuántas futuras esposas he tenido que apartar esta mañana para ir el trabajo –bromeó Cam. Macon le lanzó una mirada asesina–. Vamos, no te enfades, Macon –rio–. Yo no te dije que pusieras un anuncio buscando esposa.

–No, eso es verdad –Macon se pasó la mano por el pelo–. Pero sí dijiste que no me cederás el rancho legalmente hasta que me case.

–Cierto –Cam se dio una palmada en la rodilla con la mano derecha; tenía la izquierda casi paralizada a causa de una embolia–. No quiero que dirijas el Rock ’n’ Roll todavía. Es mi rancho y, diga lo que diga tu madre, no pienso retirarme.

Macon observó a su padre con el estómago encogido. Cam tenía la espalda encorvada, el pelo ralo y gris y el rostro arrugado como unas botas viejas y Macon deseó no haberse ido nunca de casa; había echado de menos el rancho. Macon era hijo único y tardío y su padre ya tenía setenta y tres años.

«¿Por qué me obligaste a irme, Harper?», se preguntó Macon. Los años habían volado. Tenía la sensación de que había sido ayer cuando tuvo a la mujer que amaba entre sus brazos, y de que anteayer había perseguido a Cam por los prados con pantalones cortos, diciendo: «¿Cuándo vas a dejarme montar el caballo grande, papá?»

Recordó las palabras de su madre: «No puedo razonar con él. Tiene la tensión altísima y el médico dice que si no deja el rancho le dará otra embolia». Intentar evitar la muerte de Cam era lo único que podía haberlo convencido de volver al pueblo donde vivía Harper.

–El médico dice que con esa tensión debes jubilarte.

–Mi única tensión es que intentas quitarme el rancho –masculló Cam–. Por suerte, las mujeres tienen el sentido común de no casarse contigo.

–Prometiste jubilarte si me caso –dijo Macon.

–Cam siempre cumple su palabra –aseveró Ansel.

–Cierto –asintió Cam–. Pero no confío en oír campanas de boda, ahora que Harper ha escrito a todas las mujeres de China para prevenirlas sobre ti.

–Y las de Pine Hills son demasiado listas para liarse contigo –añadió Ansel.

–No exageres –se burló Cam–. Nancy Ludell lo sigue intentando. Y Betsy, esa profesora tan mona de Idaho. Y la esposa de tu amigo… ¿cómo se llama?

–Lois Potts –contestó Ansel.

–Eso es. Fuiste a la bolera con ella –dijo Cam con voz insinuante–. Lois es un buen partido, heredará Piensos y Semillas. ¿Por qué no te casas con ella?

–Quizá lo haga –farfulló Macon, aunque le daría igual casarse con una extraña. No contaba con enamorarse; ni siquiera sabía si era capaz de volver a hacerlo.

–¡Corre, Macon! –Ansel giró en redondo y miró por la ventana–. ¡Unas mujeres con traje de novia vienen hacia aquí!

–¡Se levantan el velo para sacarse los ojos unas a otras! Pelean por Macon como perros y gatos –Diego corrió hacia la puerta. Con voz chillona continuó–. Por favor, dejadme que me case con Macon para que planche sus camisas y le haga el amor.

–Dejadlo ya –advirtió Macon. Bostezó y estiró los brazos, maldiciéndolos entre dientes. Llevaba desde el amanecer arreglando una valla que había derrumbado una estampida de ganado. Solo había parado para ir al pueblo por el correo; así había descubierto las cartas.

–¿Qué cosas malas dicen de ti esas cartas? –preguntó Diego, entrecerrando los ojos. Macon se encogió de hombros y levantó una de las hojas de color rosa.

–«Querida Gong Zhu: –rezongó, ignorando el pinchazo de dolor que sintió al ver la caligrafía de Harper–. Te convendría pensar en qué razones puede tener Macon McCann para buscar esposa en una revista. Piénsalo. ¿Qué clase de hombre puede ser un americano que necesita buscar novia en China?».

Ansel, Diego y Cam soltaron una carcajada.

–Aquí hay otra: «Querida Carrie Dawn Bledscone: Te aviso de que en Pine Hills, Texas, hay una proporción de tres mujeres por hombre. Si Macon McCann fuera tan buen partido, ¿no crees que ya se habría casado con él una chica de aquí? Tiene treinta y cuatro años, así que han tenido tiempo de sobra» –Macon no pudo evitar una sonrisa, a pesar de su enfado–. No os perdáis esto, firma la carta: «Sinceramente, por solidaridad femenina».

–Hay que admitir que tiene buena mano para las palabras –rio Ansel.

–Esta otra va directo al grano –siguió Macon, recordando que Harper tenía buena mano para bastantes cosas más–. «Querida Ana González: ¡No vengas a Estados Unidos! Quédate en México, lejos de Macon McCann. Él es un diablo y Pine Hills un agujero polvoriento. Nunca llueve y el calor es insoportable» –Macon buscó otra carta–. «Pine Hills parece un lugar tranquilo, ¿verdad, Mirabella Morehead? Pues en cuanto se refiere a animales salvajes, Macon es solo el principio. Esto no es como Los Ángeles, aquí abundan las serpientes venenosas. Y la cultura es inexistente. No verás una película de estreno, ni un concierto.

–Tiene razón –a Diego se le saltaron las lágrimas de risa–. Aquí solo se oyen ranas y cigarras.

–Es culpa suya si odia esto –discutió Ansel–. Podría haberse ido, como decían su madre y ella. Iba un año adelantada y tenía una beca para irse a estudiar al Este.

–Se quedó para fastidiar a Macon –sugirió Cam.

–Por eso me fui a Houston –replicó Macon, aunque ninguno de los presentes sabía lo seria que había sido su relación con Harper.

–Bueno, amigo… –Diego lo miró compasivamente–, ahora has vuelto. Y lo único que se interpone entre este rancho y tú es Harper.

–Una adversaria temible –sonrió Ansel.

Macon, inquieto y harto de las burlas, se levantó, fue hacia la puerta y dejó que su mirada recorriera las verdes colinas y riscos que se veían a lo lejos.

–¿Por qué no me dejas en paz, Harper? –se preguntó.

Había puesto el anuncio en Texas Men para heredar el rancho, pero cuando nadie le contestó Macon sintió un vacío inesperado y tuvo que admitir la verdad: quería una esposa. Llevaba demasiados años intentando olvidar a Harper. Se merecía encontrar a una mujer a su lado cuando se despertara por la noche, poder tocar cada centímetro de su piel. Ella había disfrutado del calor de un hombre a su lado durante catorce años. Ella había disfrutado viendo crecer a un hijo. Ahora que no los separaban cientos de kilómetros, Macon necesitaba tener una mujer a su lado, aunque solo fuera para probarle a Harper que aún era capaz de hacerlo.

Ella tenía treinta y tres años y probablemente no se parecía nada a la chica que quiso, pero ni la distancia ni el tiempo habían hecho que la olvidara. Algunas navidades la veía paseando con Bruce y con su hijo, Cordy, y se le encogía el corazón; rodeaba con un brazo a la mujer que lo acompañara en ese momento, para dar la impresión de que iba en serio, y después volvía a Houston. Había tenido relaciones pero ninguna lo convenció, y, aunque echaba de menos Pine Hills, se sentía incapaz de vivir en el mismo pueblo que ella. Pero Bruce había muerto y Macon estaba allí para quedarse.

La primera vez que se vieron en la oficina de correos acordaron, sin palabras, evitar todo contacto. Desde entonces, él recogía su correo en silencio, pero con plena consciencia de que ella estaba tras el mostrador.

Esa mañana, cuando había llegado a la oficina de correos, un reloj de papel sobre el mostrador indicaba que Harper había tenido que salir unos minutos. Tras mirar el buzón, Macon no pudo resistir el impulso de echar una ojeada a su escritorio. Se quedó anonadado al ver las respuestas que había escrito a sus pretendientes. Agarró las cartas y se las llevó para leerlas con tiempo.

Harper no tenía derecho a interponerse, ella se había casado. Aunque le caía bien su hijo Cordy, que había empezado a echar una mano en el rancho poco después de que Bruce muriera, Macon seguía odiando el hecho de lo hubiera tenido con otro hombre. Macon sabía que sexualmente había hecho feliz a Harper, pero suponía que Bruce le había ofrecido una relación más profunda y satisfactoria, que la llevó a casarse con él.

–¿Por qué no pude ser yo, Harper? ¿Por qué no me dejaste romper la cadena con la que te ataba tu madre? –se preguntó Macon, apretando los labios. Tenía que enfrentarse a ella por lo de las cartas, pero no había querido hacer una escena en la oficina de correos, el centro del cotilleo de Pine Hills, y tampoco quería ir a su casa. Estar cerca de la cama en la que se había entregado a su marido, le provocaba tanta tensión como la que sintió al verla por primera vez.