Pirata de fantasía - Jule Mcbride - E-Book

Pirata de fantasía E-Book

Jule McBride

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Beschreibung

Tanya Taylor creyó estar soñando cuando vio aparecer en su dormitorio al pirata Stede O'Flannery. Aquel guapo bucanero no llevaba más que su espada y unos pantalones que dejaban poco lugar a la imaginación...El problema era que se parecía demasiado al personaje que aparecía en un retrato que acababa de comprar. Stede disponía de sólo una semana para romper la maldición que llevaba tanto tiempo arrastrando. Tenía que enamorarse… y rápido. Afortunadamente, Tanya sabía muy bien cómo llegar al corazón de un hombre.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Julianne Randolph Moore

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pirata de fantasía, n.º 237 - octubre 2018

Título original: The Pleasure Chest

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-211-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Nueva York, 1791

 

—Baja el mosquetón, Basil Drake, y promete que no me dispararás —gritó Stede O’Flannery.

Se aventuró a mirar desde detrás del tronco de roble, entrecerrando aquellos ojos verdes que la prometida de Basil, Lucinda, juraba eran del color de los tréboles bajo el sol y sacudió la cabeza. Era incapaz de creer que Basil se hubiera presentado con un mosquetón en el bosque, un Charleyville francés, a juzgar por su aspecto, de calibre sesenta y nueve y equipado con una bayoneta. No era fácil competir con un arma como aquélla con un mísero trabuco.

—Sal de ahí, O’ Flannery —gritó Basil—. Eres un condenado granuja e insisto en que hablemos.

Oh, Dios mío, pensó Stede de mal humor. Alzó la voz y gritó:

—¡Yo no he deshonrado a Lucinda!

—¡Te descubrieron en su dormitorio con las manos en la masa!

Literalmente, además, porque estaba encima de ella, desatándole el corpiño.

—¡Lucinda estaba temblando, O’Flannery!

Y no precisamente de deseo. La había empapado la lluvia después de que se hubiera sumergido en las heladas aguas del río Hudson, tras haber jurado que prefería morir a casarse con Basil.

—Eres un despreciable sinvergüenza.

Y era cierto. Pero él no tenía la culpa de haberse enriquecido con la guerra. Ni de que su reputación excitara a las mujeres. Ni de que, además de ser un corsario, fuera capaz de pintar paisajes que les hacían derretirse. Además, Lucinda era su mecenas, nada más. Una de tantas. La madre de Stede había sido niñera de Lucinda, de modo que él la conocía desde siempre. Y había sido Lucinda la que le había animado a pintar, sí, ¿pero le amaba? Al parecer, eso era lo que Basil había deducido al leer las cartas de su prometida.

—Debería matarte y acabar con esto, Basil.

—¡Eres tú el que saldrá de aquí en una caja de pino!

—Lo dudo.

En Nueva York los duelos eran ilegales, así que habían cruzado el río Jersey. Stede miró la niebla que se elevaba desde las revueltas aguas del río Hudson. Vestido de blanco y con el pelo rubio, Basil parecía casi etéreo, como una vela apagada en las sombras del amanecer. Y, a juzgar por cómo le había visto manejarse en las cacerías del zorro con el padre de Lucinda, el general Barrington, sabía que Basil no sería capaz de acertarle a un saco de arpillera ni siquiera con un buen mosquetón.

—Vamos, Basil. De verdad, no quiero matarte en una mañana tan soleada como ésta.

Aunque tampoco representaría una gran pérdida. Aquel estúpido doblaba a Lucinda en edad, pero el padre de la joven estaba impresionado por su supuesto buen nombre y los rumores de una pronta herencia. Sin embargo, Stede había oído decir que la familia había huido a las colonias años atrás para escapar de las deudas de juego de Basil padre. En fin, pensó Stede, como decía Poor Richard, «bolsillo ligero, corazón duro». Quizá fueran aquellas deudas las causantes de la falta de humor de Basil.

—¡Sal de una vez, O’Flannery!

Stede acercó el dedo al gatillo de su pistola. La verdad era que todos y cada uno de sus amigos de McMulligan’s le agradecerían que matara a Basil.

—«Quien bebe rápido, paga despacio» —dijo Stede, sacando a relucir otro de los aforismos de Poor Richard.

Ésa era la razón por la que Mark McMulligan odiaba a Basil incluso más que Lucinda. Stede suspiró. La revolución podría haber terminado, pero el odio duraba eternamente. En aquel momento, había toda una flota en el puerto de Nueva York y los capitanes tenían derecho a interceptar barcos mercantes para saquearlos. Stede podría embarcarse en cualquiera de ellos aquella noche y escapar de la cólera de Basil, por no mencionar la del general Barrington. Pero tenía enterrado su botín de guerra cerca de la isla de Manhattan y quería emplear aquel tesoro en comprarse una casa y sentar cabeza.

—¿Es demasiado pedir? —explotó, sintiendo que sus sueños estaban a punto de convertirse en humo—. Sí, el hombre nacerá libre —¿no era eso lo que había dicho Rousseau?—, pero después todo son cadenas. Cuando no te recluta el ejército, te persiguen un puñado de pretendientes celosos y padres preocupados.

Pasaron varios segundos, como era habitual. Los duelos duraban eternamente.

Las hojas de los árboles susurraron. Los pájaros emprendieron vuelo. En el silencio, su corazón latía como un reloj, diciéndole que era demasiado temprano para estar en el bosque en una mañana tan fría cuando podría estar en el catre con alguna dulce muchacha. Cansado de esperar, decidió salir de detrás del árbol.

Lentamente, para que Basil pudiera verlo, Stede se presentó ante él y alzó el brazo, apuntando con la pistola hacia el cielo. El aire del otoño portaba ya los olores del invierno. Los colores estallaron en su mente y, por un segundo, se imaginó pintando aquella bóveda de hojas rojizas y doradas.

Apretó el gatillo. El retroceso fue fuerte, pero se mantuvo firme.

—Ah, así que lo admites —gritó Basil.

Basil se apoyó el mosquetón en el hombro y comenzó a caminar. Bien. Stede preferiría tragarse una cucharada de su orgullo antes que prolongar aquella imbecilidad. Pero a los veinte pasos, se detuvo con un brillo en la mirada que Stede podía distinguir incluso desde aquella distancia. De pronto, soltó un grito de guerra y cargó contra él. Si la bala no le mataba, lo haría la bayoneta montada sobre el mosquetón.

—¡Canalla sanguinario! —susurró Stede, dando media vuelta y corriendo hacia el bosque.

Él había reconocido su culpa al disparar hacia el cielo, ¡pero Basil iba a matarle de todas formas! Y no tenía tiempo de volver a cargar. Tendría que haber llevado testigos.

—¡Estúpido! —gritó Stede mientras Basil acortaba la distancia.

Giró sobre sus talones a tiempo de ver a Basil apuntando hacia su corazón, pero se tiró al suelo justo en el momento en el que sonaba la explosión. El aire silbó sobre su cabeza y al instante siguiente se oyó otro disparo. ¿Pero de dónde procedía? Basil tampoco podía haber tenido tiempo de volver a cargar. De hecho, le oyó gritar y dejar caer la pistola. ¡Estaba herido! Alguien le había disparado desde los árboles, ¿pero quién?

Stede buscó entre los árboles y vio a Basil. Se estaba tambaleando. Tenía la mano en el pecho y la sangre se derramaba entre sus dedos. Soltó una maldición. Basil era un asno, pero no merecía morir. Le vio caer hacia atrás. Mientras giraba en el suelo, Stede enfundó la pistola y se acercó hacia él corriendo de cuclillas. Se arrodilló a su lado y le tomó el pulso.

—Está muerto —continuaba sin oírse nada en el bosque—. ¿Quién anda ahí? —gritó.

Un instante después, Lucinda Barrington aparecía corriendo en el claro. Con el rostro pálido y envuelta en una capa blanca, parecía un fantasma. Antes de que Stede hubiera dicho nada, se oyó otra voz de hombre en el bosque.

—¡Lucinda!

Ignorando aquel grito, Lucinda corrió hacia Stede.

—Corre —le urgió mientras comenzaba a oírse el retumbar de los cascos de los caballos.

 

 

Lucinda fijó la mirada en Basil.

—Yo quería asustarle —susurró con voz temblorosa—. Pero no pretendía… —los ojos se le llenaron de lágrimas—. Le he dado, ¿verdad? ¡Le he disparado! Pero él iba a matarte. Y como no lo ha conseguido, ahora te matará mi padre. Oh, Stede. Todo el mundo cree que tú y yo…

«Somos amantes», terminó Stede mentalmente por ella.

—Tienes que salir de aquí —Lucinda miró hacia los árboles.

Se acercaban los hombres, probablemente con su padre.

—Basil contrató a esa bruja, doña Llassa —continuó explicando Lucinda con los ojos fijos en Basil—. Le pagó para que te hiciera un maleficio en el caso de que no te matara.

A Stede le dio un vuelco el corazón.

—¿Doña Llassa me ha hecho un maleficio?

—Pero tú nunca has creído en esas cosas —dijo Lucinda.

Stede nunca había dicho nada parecido. De todas formas, no hubo tiempo de discutir porque Jonathan Wilson, un carpintero de la zona, salió de entre la niebla con un sombrero alto y una capa negra, como si se hubiera materializado de pronto. Cuando vio a Basil, salió corriendo hacia él como lo había hecho Stede, se arrodilló a su lado y le tomó el pulso otra vez. Abrió los ojos como platos y miró a Lucinda.

—Le has matado, querida.

¿Querida? Así que el amante secreto de Lucinda era Jonathan Wilson. Bueno, bien por ella, pensó Stede. Hacía meses que Basil y el general Barrington habían anunciado el compromiso de Lucinda con Basil sin consultarle siquiera a ella. Pero, durante todo ese tiempo, la joven había tenido otros planes: casarse con Jonathan, o, al menos, eso era lo que deducía por las miradas que estaban intercambiando.

—Basil está muerto —susurró Lucinda atónita, haciéndole volver a Stede al presente.

Stede maldijo pensando en el botín de guerra que tenía enterrado a un tiro de piedra de allí, y después en la fría cólera del general Barrington si alguna vez llegaba a descubrir que su hija había matado a su prometido para salvar a un amante. Lo del maleficio de doña Llassa tampoco le daba mucha tranquilidad… Sí, seguramente en aquel momento estaría haciendo un muñeco idéntico a él y clavándole alfileres por todo el cuerpo. Sintió que la sangre abandonaba su rostro al recordar la historia de un pobre tipo cuya despechada amante había contratado a doña Llassa para que le diera una lección. Se rumoreaba que el pobre tipo jamás había podido volver a hacer el amor.

Intentando ignorar aquel horrible pensamiento, Stede miró a Lucinda y a Jonathan. Así que eran amantes, muy bien. Y aunque Stede tenía derecho a matar a Basil, puesto que éste le había desafiado a un duelo, a Lucinda podrían ahorcarla por lo que acababa de hacer. Una vez más, Stede maldijo en silencio.

Después, posó la mano en la de Lucinda. La tenía fría como el hielo y estaba temblando. Le quitó la pistola y fijó la mirada en el otro hombre.

—Sácala de aquí —le pidió.

Los caballos se estaban acercando entre los árboles.

—Son el general Barrington y algunos hombres del pueblo —le explicó Jonathan.

—¿Cuántos son?

—Unos diez. Quizá más.

—Saca a Lucinda de aquí —repitió.

Pero Jonathan parecía consciente del sacrificio que Stede estaba haciendo y lo miró dubitativo. Sin embargo, Stede no estaba dispuesto a permitir que Lucinda arruinara su vida cuando él había salvado la suya. Además, Lucinda era la única que le había animado a seguir su pasión por la pintura.

—Idos de aquí —le urgió.

Asintiendo bruscamente, Jonathan deslizó el brazo por el hombro de Lucinda y miró hacia el bosque.

—Si puedo, los interceptaré. A menos que quieras quedarte y decir…

Lucinda soltó un grito ahogado.

—¡La familia de Basil podría tomar represalias!

La gente daría por sentado que Stede había matado a Basil, simple y llanamente, y no quería que Lucinda y Jonathan respondieran por él, puesto que eso podría arruinar para siempre la reputación de Lucinda. Pero ella tenía razón. La familia de Basil intentaría salvar su honor. E, incluso en el caso de que no intentaran matarle, una familia tan influyente podía convertir su vida en un infierno.

Lucinda se desasió de Jonathan y voló a los brazos de Stede.

—No puedo permitir que te culpen de algo que no has hecho.

Stede posó un dedo en sus labios para silenciarla.

—Tú me has salvado la vida.

Lucinda miró el cadáver de Basil una vez más, miró por última vez a Stede y se volvió para agarrar a Jonathan de la mano mientras susurraba:

—¡Que Dios te acompañe!

Y, casi inmediatamente, Stede se encontró solo en medio del bosque junto al cadáver de un hombre que había intentado matarle. Sin soltar la pistola todavía humeante de Lucinda, deseó que doña Llassa, la más reputada bruja de los alrededores no le hubiera lanzado ningún maleficio.

Miró a Basil e intentó pensar cuál iba a ser su siguiente movimiento. Y en el instante en el que apareció el primer caballo, se inclinó, agarró el mosquetón de Basil y se perdió en el bosque.

1

 

 

 

 

 

—¡Mira! —Tanya Taylor sopló el polvo del lienzo y estornudó.

—Salud —le dijo May. La propietaria de Finders Keepers, una tienda de objetos de segunda mano, se acercó a Tanya—. ¿Qué has desenterrado, cariño?

—Un cuadro —lo apoyó en el piano, al lado de una lámpara de aceite—. ¡Es un duelo! —exclamó entusiasmada.

En un misterioso claro del bosque, las hojas de los árboles estallaban en una variada gama de rojos, dorados y naranjas.

—Tiene algo mágico —dijo mientras May se acercaba—. Algo mítico.

—Si la memoria no me falla, lo encontré apoyado en un contenedor de basura en la calle Bank —pensó un instante—. Sí, fue hace unos cuarenta años, justo cuando abrí la tienda.

—¿Y por qué habrán tirado un cuadro tan… —Tanya buscó una palabra adecuada para describirlo— cautivador?

Todo en él la atraía como un imán, aunque no sólo debía medir unos sesenta por sesenta centímetros.

—Ya sabes cómo es la gente rica. No tienen gusto. A lo mejor murió alguien y la familia decidió deshacerse del cuadro, ¿quién sabe?

—Es tan real —comentó Tanya.

Una niebla líquida y etérea parecía moverse con la misma brisa que hacía temblar las hojas de los árboles. Por un segundo, Tanya tuvo la sensación de estar oyendo el susurro del viento. Tras los árboles, se veían las aguas peligrosamente agitadas del río. De pronto, la energía de aquella corriente pareció penetrar en su propio torrente sanguíneo, anunciando la proximidad de una tormenta.

En el claro del bosque, había dos hombres: uno alto y rubio vestido de blanco. Otro moreno y vestido de negro. El rubio corría hacia éste apuntándole con un mosquetón. Pero entonces, Tanya distinguió un fogonazo procedente de los árboles, como si hubiera una tercera persona disparando al atacante.

—Ese tipo tiene un rostro de estrella —dijo May.

Se refería al hombre de negro, definitivamente. Había algo poco convencional en su semblante; la nariz era demasiado pronunciada y aguileña, la mandíbula demasiado rectangular. Tenía el pelo largo, recogido en una cola de caballo, y vestía una casaca negra sobre los pantalones. Los ojos parecían verdes, pero era difícil precisarlo porque el lienzo estaba sucio; aun así, fuera cual fuera el color, tenían la inquietante capacidad de seguir a la persona que lo miraba. Se moviera hacia donde se moviera, Tanya sentía aquella mirada sobre ella.

—No me vendría mal una cita con un hombre como ése —dijo May.

—A mí tampoco. Sobre todo la semana que viene —respondió Tanya, intentando no pensar en la inauguración de la exposición de su amiga Izzie.

Tenía que ir, por supuesto, lo que significaba que podría encontrarse con Brad, y como todavía estaba dolida por su ruptura, preferiría no tener que hacerlo. Una semana después, Brad tendría que acudir a la inauguración de su propia exposición y tenía la secreta sospecha de que su ex novio no iba a ser muy amable con ella en sus críticas.

Miró hacia un espejo biselado situado en una esquina y, al ver su rostro, esbozó una mueca. En un impulso, se había vuelto a teñir el pelo después de la ruptura, con tan mala suerte que su madre había llamado por teléfono antes de que tuviera tiempo de aclarárselo. Para cuando había querido hacerlo, tenía los rizos casi blancos. Incluso Izzie, y otra de sus mejores amigas, Marlo, estaban de acuerdo en que parecía que se había puesto una peluca de algodón.

Por lo menos tenía la suerte de tener un buen cutis. Pero era tan rubia que por mucha máscara de ojos que utilizara, sus pestañas jamás parecían suficientemente oscuras. Se había comprado vestidos nuevos para las dos inauguraciones, pero no le apetecía ponérselos porque le hacían parecer demasiado joven. El nuevo capricho de Brad, Sylvia Gray, era una de esas mujeres sofisticadas que parecían haber nacido con un vestido negro pegado al cuerpo. Se le hizo un nudo en la garganta. Sólo dos meses atrás se había sentido en la cima del mundo. Brad no era muy bueno en la cama, y aquello había mermado en parte su autoestima. Aun así, pensaba que las cosas estaban mejorando… Hasta que él la había dejado.

Era una pena que él hubiera llegado a entablar amistad con sus amigos. Pero Brad se había ido y ella todavía no tenía los cuadros terminados. Además, había pasado la depresión posterior a la separación comiendo chocolate, de modo que hasta era posible que no le valieran sus vestidos nuevos. Cada vez que miraba sus cuadros, tenía la sensación de que les faltaba algo…

—Esa viveza —susurró en aquel momento, con el corazón encogido.

Quienquiera que hubiera pintado aquel cuadro había conseguido esa cualidad. Era un don. Técnicamente, ella era mejor, pero aquel artista había sabido infundir vida a su trabajo.

—Está abandonando el duelo —le oyó decir a May—. Pero el otro tipo parece querer dispararle de todas formas, y después alguien dispara desde los árboles, aunque no se le ve.

—Sí —musitó Tanya, acercándose al cuadro.

El lienzo estaba sucio, la pintura descascarillándose, pero podía distinguir algunas figuras en el bosque. Un hombre con una casaca, quizá. Una mujer de blanco. ¿O sería un fantasma? ¿Quién estaría disparando al hombre rubio?¿Y qué habría ocurrido después? ¿Habría muerto?

Sólo era un cuadro, sí. Pero casi podría jurar que tenía vida. Sentía el calor de la mirada del duelista moreno. Era un hombre admirable, deseable. Todo lo que Brad no había sido. El calor fluyó por su piel y sintió que sus pezones se erguían bajo la camiseta. Y, aunque la idea era una locura, tuvo la sensación de que aquel hombre estaba observándola…

—Ese tipo podría ser tuyo por sólo tres mil dólares —dijo May.

Era más de lo que podía permitirse. La compra de los dos vestidos la había dejado sin dinero y su jefe, James, había insinuado que tenía que dejar el apartamento que había encima de Mapas del Tesoro, la tienda de la que era propietario, para poder renovarlo. Además, necesitaba alquilar una casa mejor, aunque sólo fuera porque sus padres estaban amenazando con ir a visitarla. Ellos jamás comprenderían que su hija estuviera viviendo en un apartamento minúsculo en el que la ducha y el váter tenían que estar en habitaciones separadas. Sin embargo, James no le cobraba prácticamente nada, y de esa forma podía dedicarse a pintar si miedo a arruinarse, un lujo que no habría podido permitirse en ningún otro lugar. Además, la seguridad del edificio era total y adoraba trabajar para James, aunque sus clientes no pagaran mucho. Aun así, pronto tendría que mudarse.

—No puedo comprarlo.

—Dos mil quinientos.

Tanya deslizó la mirada por el hombre del cuadro, fijándose en los músculos de sus piernas, y de pronto se sobresaltó. Habría jurado que había visto los músculos moverse. Sacudió la cabeza, intentando aclarar su confusión y parpadeó.

—¿Dos mil quinientos?

—Acepto tarjetas de crédito, si eso te sirve de ayuda.

Intentando no pensar en sus ahorros, Tanya metió la mano en el bolso, sacó la tarjeta de crédito y se la dio a May, que se dirigió con ella hacia la caja registradora. Tanya alzó el cuadro con delicadeza. No valía más que los mapas que tenía May en el despacho, pero de pronto, ese cuadro significaba todo un mundo para ella.

—Lo siento —dijo May cuando Tanya se acercó a la máquina registradora—, pero no me lee la tarjeta—. Al ver la expresión compungida de Tanya le aseguró—: El problema es de la máquina, no de tu tarjeta. Apuntaré el número y haré la transferencia más adelante. Te conozco y conozco a tu jefe, así que sé dónde puedo encontrarte si surge algún problema.

El alivio que sintió Tanya era desproporcionado para la situación.

—Gracias —consiguió decir.

No tenía la menor idea de lo que habría hecho si no hubiera podido comprarlo. De pronto, se había sentido en la obligación de comprar aquel cuadro.

 

 

 

—Tanya, estamos preocupados.

La voz de su madre sonó en el contestador, pero Tanya apenas la oyó. Estaba contemplando uno de los cuadros que iba a exponer, El mundo hecho añicos. Todos ellos eran paisajes de Nueva York vistos desde perspectivas poco habituales.

Había pasado mucho tiempo en la cama, contemplando el cuadro del duelo que había colgado en la pared y, de pronto, había sentido la inspiración. Cada vez estaba más convencida de que había comprado algo muy especial.

—Tu padre está tan preocupado como yo —continuaba diciendo su madre—. Ya sabes cuántas ganas tenía de ver a Brad, pero han pasado dos meses desde que vinisteis a cenar.

—Hemos cortado —le dijo Tanya al contestador.

—Venid la semana que viene —continuó su madre—. ¿Y por qué tienes puesto el contestador? Tu padre y yo pensamos que podría ser para evitar nuestras llamadas, pero nos cuesta pensar que puedas hacernos algo así.

—Intentando hacerme sentir culpable —dijo Tanya.

Retrocedió un paso del cuadro mientras su madre colgaba el teléfono. Sí, era como si todo su mundo interno estuviera hecho añicos, pero, al mismo tiempo, tocado por una luz y una energía salvajes.

Sonrió de pronto. Incluso en aquel momento podía sentir sus ojos en la espalda. Miró por encima del hombro y le dirigió a su misterioso admirador del cuadro una mirada provocadora. Sólo llevaba encima una bata. Solía pintar de esa forma para no terminar manchando la ropa.

De pronto, frunció el ceño e inclinó la cabeza. ¿Había alguien en el piso de abajo? No, la tienda estaba cerrada. Hizo una mueca y pensó en las dos semanas que la esperaban. James había decidido cerrar la tienda por vacaciones.

—¿James? —le llamó.

No obtuvo respuesta. Pero había algo extraño. Tenía la sensación de que había alguien con ella. Miró a su alrededor, dejó el pincel y se acercó al cuadro que había comprado. En un impulso, tomó una vieja Polaroid que tenía en la mesilla de noche, le hizo una instantánea al cuadro y rió suavemente, preguntándose por lo que estaba haciendo.

—¿Todavía me estás mirando? —bromeó justo cuando el teléfono volvió a sonar.

El contestador se puso en marcha.

—Soy Izzie. Marlo y yo queremos saber qué te ha pasado. No has ido ni a yoga ni a clase de danza. ¿Cómo se llama el chico?

—¿Quién sabe? —dijo Tanya sonriente.

—Aunque pensamos que más que estar saliendo con algún hombre de verdad, te estás dedicando a divertirte con todos esos juguetes que compramos —bromeó Izzie—. De todas formas, en el caso de que fuera real, recuerda que tus amigas tienen derecho a conocer todos los detalles. Pero ya nos los darás esta noche, se supone que dentro de una hora estaremos celebrando el aniversario de Marlo.

¡La cena! A Tanya nunca se le olvidaba un acontecimiento de ese tipo. Hacía un año que Marlo se había divorciado y era eso lo que celebraban. Se abalanzó hacia el teléfono y lo descolgó, pero ya no había nadie al otro lado.

—A lo mejor todo el mundo tiene razón. He desaparecido del mapa. Y la culpa es tuya.

Fulminó al hombre del cuadro con la mirada mientras se desabrochaba la bata, la dejaba caer al suelo y se quitaba después las bragas. Los ojos del cuadro la seguían. Había visto ojos como aquellos en otros cuadros, pero normalmente eran imágenes religiosas que tenían como objetivo hacer que el observador se sintiera culpable y vigilado.

Pero no era ése el caso de aquel tipo. Sintió un cosquilleo en la nuca y maldijo a Izzie por haber mencionado los juguetes que tenía a los pies de la cama. Después de su ruptura con Brad, Izzie y Marlo habían insistido en que se comprara juguetes con los que divertirse y habían pasado una tarde riendo y buscando todo tipo de objetos. Tanya se había comprado de todo, desde medias hasta vibradores que nunca había utilizado. Sin embargo, aquellos dedos vibradores…

Un segundo después, tenía en los dedos diez manguitos diminutos que comenzaron a vibrar delicadamente en cuanto puso el aparato en marcha. Se le hizo un nudo en la garganta mientras se acariciaba el vientre con los ojos fijos en el hombre del cuadro. ¿Habría existido aquel hombre? ¿O sería un producto de su imaginación? Y si había sido real… ¿quién sería?¿Estaría casado? ¿Soltero? ¿Y cómo se ganaría la vida?

Apretó los ojos con fuerza y echó la cabeza hacia atrás, aunque sabía que aquella ridícula indulgencia le haría llegar tarde a la cena. Se le aceleró el pulso al imaginar al hombre del cuadro acariciándole con los dedos. Sí… en aquel momento estaba en el cuadro con él. Él era su amante y estaban solos en el cuadro. Él ya se había desnudado y Tanya lo imaginó urgiéndola a tumbarse y abrir las piernas.

Segundos después, alcanzaba el éxtasis.

 

 

—Notable —decía Eduardo, uno de los clientes de James, días después.

Tanya había bajado el cuadro a la tienda con la esperanza de que pudiera sugerirle alguien que lo limpiara.

—Sólo quiero que lo limpien —le aseguró, apoyando el cuadro en una barra bien surtida de bebidas situada en una esquina de la tienda—. No puedo pagar una restauración. Además este cuadro sólo tiene valor sentimental.

—Estaba en Finders Keepers —le dijo James a Eduardo.

A Tanya se le aceleró el corazón al ver la mirada de admiración de Eduardo.

—Cuando termines de mirar el cuadro de Tanya, deberías echarle un vistazo a un mapa de mil setecientos que…

Se interrumpió al oír el silbido de Eduardo.

—Increíble —volvió a decir éste una vez más—. Creo que se puede distinguir una firma —miró a James—. ¿Podrías cerrar hoy la tienda?

—¿Por qué?

—Así Tanya y tú podrías venir a Weatherby’s. Mi equipo de restauradores puede utilizar rayos infrarrojos y otro tipo de técnicas que pueden mostrarnos lo que nuestros ojos no ven.

A Tanya le dio un vuelco el corazón.

—¿Crees que este cuadro puede tener valor?

Eduardo asintió.

—Estoy seguro de que es un Stede O’Flannery.

 

 

Tanya no había oído hablar nunca de ese pintor, pero en Weatherby’s todo el mundo le conocía. Tanya miró alrededor de la habitación de la sala de subastas mientras Eduardo entraba en la habitación con una carpeta bajo el brazo.

—Enhorabuena. No hay firma, pero debajo de la pintura, nuestro equipo ha encontrado un sello que muestra que es de O’Flannery. La marca del lienzo y el estilo de la pintura nos permitirán autentificarlo, así que podrá venderlo como si fuera una auténtica obra de arte.

¿Estaba de broma? Aquélla era la clase de descubrimiento por el que James y Eduardo vivían. Izzie y Marlo se iban a poner verdes de envidia. De pronto, se sintió culpable.

—Pero la propietaria de Finders Keepers no me lo habría vendido si hubiera sabido…

Eduardo le dirigió a Tanya una mirada de resignación que evidenciaba los muchos años que había pasado trabajando para una casa de subastas.

—Finders Keepers es una tienda de segunda mano, un lugar para dar con grandes hallazgos, como su propio nombre indica. Todos los propietarios de ese tipo de tiendas han vendido alguna vez cosas por debajo de su valor. Así es como funciona el negocio, Tanya —Eduardo miró a James—. No la estás preparando suficientemente bien.

James le guiñó el ojo a Tanya.

—Estamos investigándole el código genético para encontrarle el gen de los grandes tiburones de los negocios, pero todavía no lo hemos encontrado.