Heracles - Julio San Román - E-Book

Heracles E-Book

Julio San Román

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Cruz Rivera y Arturo Aguilar descubren un cadáver mutilado abandonado cerca de la Ciudad Universitaria de Madrid en 1987. Uno siente terror. El otro, fascinación. Y ambos se enredarán en los hilos de las Parcas hasta descubrir la identidad del Verdugo del Olimpo, aunque eso conlleve poner en peligro a sus seres queridos. Heracles es un thriller en el que el lector se sumergirá en un Madrid alocado, de focos multicolores y luces de neón, que esconde a un asesino con una misión trascendental.

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Heracles

Julio San Román Cazorla

ISBN: 978-84-19198-73-0 - [recurso eletrônico]

1ª edición, octubre de 2021.

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

Índice

Prólogo:

Hannibal ante portas

Primera parte:

Prometeo encadenado

Capítulo I:

Aquella noche sin dormir

Capítulo II:

Esferas de humo

Capítulo III:

Tira y afloja

Capítulo IV:

La joven de cabellos dorados

Capítulo V:

La luna y la farola

Capítulo VI:

Adentrándose en la mente de un asesino

Capítulo VII:

Infidelidad

Capítulo VIII:

La semana más difícil

Capítulo IX:

El Verdugo del Olimpo

Segunda parte:

Ícaro

Capítulo I:

Quid pro quo

Capítulo II:

Otro culpable

Capítulo III:

La caída de Ícaro

Capítulo IV:

Escrituras en la pared

Capítulo V:

El ojo del cordero o la premonición del Diablo

Capítulo VI:

El cementerio de coches y agujas

Capítulo VII:

El camello grasiento

Capítulo VIII:

La caza es solitaria

Tercera parte:

Edipo rey

Capítulo I:

La quema de los inocentes

Capítulo II:

Pedazos de cielo encerrados en diamantes

Capítulo III:

Destrucción

Capítulo IV:

Un acto de justicia

Capítulo V:

La mujer que se vistió con el sol

Capítulo VI:

El Hades aguarda

Epílogo:

Heracles

A Nuria.

Per labyrinthis verborum me duxit donec

secreti linguarum mortuarum detegavi.

A Ana.

Haec historia plena tenebris amore illustravisti.

Prólogo:

Hannibal ante portas

El humo del cigarro ascendía en surcos a través de la penumbra, que luchaba contra la luz escasa de la lámpara del salón. En el cenicero transparente se amontonaban los restos en blanco y negro de lo que antes había sido un perfecto cilindro de tabaco. El papel en el que estaba envuelto se consumía a cada segundo por una línea naranja luminosa que, al igual que Atila, por donde pasaba, arrasaba con todo.

Una mano amarillenta, en la que las venas se dibujaban como ríos en un mapa, agarró con el dedo índice y el pulgar a modo de pinza la colilla del cigarro y la llevó hasta unos labios secos envueltos por una barba de una semana, poco espesa y sin cuidar, desaliñada. El hombre bajó la mano; pasó por delante de una ventana en la que las gotas de lluvia, brillantes por los rayos de una luna parcialmente oculta por las nubes, se escurrían como si estuvieran intentando escalar por el hielo; y llegó hasta la puerta del piso, encajada en el fondo de la caja de cartón que era el recibidor, totalmente oscuro. Al abrir la puerta de madera, pesada y con bisagras chirriantes de oro, vio a través de sus gafas a un hombre de tez oscura y rostro semejante al de un mono con hocico de bulldog. Pese a que su edad rondaría los cincuenta años, la carne de su cara se arrugaba con grandes pliegues que sumían sus ojos en dos cuencas mullidas. Su frente era un edredón revuelto, un mar agitado de piel. El maxilar inferior, por su parte, estaba cubierto por una capa de pelusa negra que se hacía más abundante a medida que ascendía por el cráneo. Los ojos, dos pozos negros en una esfera de nieve, escondían la personalidad de aquel hombre tras dos cristales graduados y bajo unas cejas pobladas.

El inquilino del piso dio una calada a su cigarro, miró de arriba a abajo al extraño de la puerta, que vestía un holgado traje barato y llevaba doblada sobre el antebrazo una gabardina verde. Soltó el humo en un soplido que murió como si fuera su último aliento.

—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó con un ritmo de voz pausado.

—¿Arturo Aguilar? —No contestó. El interés por conocer su identidad hizo que inmediatamente Aguilar desconfiara del extraño.

—Así es. ¿Quién lo pregunta? —Volvió a darle una calada al cigarro y unas pocas cenizas cayeron al suelo, junto al felpudo.

—Wilson Mooney, periodista. Trabajo para una revista de sucesos, Le chat noir. —Extendió la manoy Aguilar la miró como si en realidad no tuviera cinco dedos sino un cuchillo apuntándole al abdomen. Aguilar se la estrechó tras cambiar el cigarrillo de mano.

—Como he dicho antes, ¿en qué puedo ayudarle? —Mooney apretaba con fuerza la mano y Aguilar no hizo menos que cerrar sus dedos con intensidad también, como si el gesto supusiera en sí mismo un desafío. Él no lo sabía aún: aquel saludo no era una batalla, sino el pacto previo a la lucha.

—Con motivo de la reciente entrega del premio Tierra, en el que ha ganado su cómic…

—Novela gráfica —le cortó Aguilar para aclarar este matiz, lo que consideraba necesario ante el uso del término ofensivo del reportero—. ¿Piensa tenerme aquí toda la noche? Vaya al grano.

—Mi revista está interesada en hacer un reportaje sobre su vida y los aspectos de la misma en los que se basó para crear Títeres rotos. —Aguilar dio otra calada para evitar que se reflejara en su rostro mueca alguna de disgusto por la petición del periodista. Absorbió el humo, a la espera de que Wilson Mooney acabara su explicación—. He estado todo el día esperando a que apareciera para pedirle esta entrevista. Por favor, concédamela.

—He pasado el día en casa de unos amigos a los que hacía tiempo que no veía… —aclaró Aguilar de forma inconsciente. Su nariz expulsaba humo, como si de un dragón se tratara. Dichas estas palabras, Arturo reflexionó sobre las del periodista— ¿Cómo ha sabido dónde vivo?

Mooney se golpeó con el dedo varias veces la punta de la nariz.

—Olfato de sabueso —se limitó a explicar.

Aquel periodista le daba malas sensaciones. Jugaba desde un punto aventajado pues Wilson Mooney conocía a Arturo Aguilar, situación que no se daba a la inversa. Aguilar se encontraba en una encrucijada vestido tan sólo con unos pantalones arrugados de pijama y una camiseta de tirantes ya amarillenta. Totalmente expuesto no sabía si debería aceptar la patética súplica del reportero o cerrarle la puerta delante de sus narices y terminarse el cigarrillo en soledad.

No podía evitar que su afán por los misterios, lo que le había llevado a dibujar Títeres rotos, le instara a aceptar la propuesta de Mooney: un reportero se presenta por la noche en casa de un dibujante con el fin de hacerle una entrevista para un boletín de la que nunca había oído hablar. Podría ser el inicio perfecto para una novela de suspense. Un joven menos concienzudo habría aceptado sin pensarlo dos veces. El ahora premio Tierra, uno de los galardones literarios más reconocidos a nivel nacional, no solo pensaba las cosas dos veces, sino que les daba una tercera vuelta también, por si acaso se cumplía aquello de que el hombre es el único animal que repite una y otra vez el mismo error.

—Oiga, es muy tarde. Le agradezco su interés por mi vida privada pero yo no tengo ninguno en aparecer en su revista. Así que buenas noches.

Aguilar se retiró e intentó cerrar la puerta, pero el periodista fue más rápido e introdujo el pie en el umbral e impidió así que se cerrara. El golpe fue monumental y Mooney no pudo contener un quejido. Echó la cabeza hacia atrás, contrajo la cara y las arrugas de su frente se multiplicaron. Después se acercó al hueco de la puerta.

—En realidad, no me interesa mucho su vida privada. Más bien busco la verdad acerca de unos hechos ocurridos en 1987 en los que usted estuvo involucrado… Seguro que sabe a lo que me refiero.

Escondido tras la puerta, Aguilar perdió la vista en un punto no concreto entre el suelo y la pared del vestíbulo, ambos sumidos en la sombra. Se ausentó de la realidad durante unos segundos ante la llegada de recuerdos ya sepultados en el cementerio de su memoria. La curiosidad que antes sentía por aquel hombre se había transformado en un recelo poco sensato, casi suicida, que le tentó a actuar de manera imprudente. Los recuerdos y los sentimientos se liberaron dentro de él como los males al abrir la caja de Pandora. Se saltó la regla de pensar las cosas tres veces: ¿qué importaba reflexionar si la amenaza era inminente? ¿Qué sabía ese hombre acerca de su pasado?; ¿cómo lo había averiguado?; y, lo más importante, ¿sería Wilson Mooney quien decía ser en realidad? Unos granos de ceniza cayeron sobre su pie, descalzo, y reaccionó. Sacudió el miembro, lo apoyó de nuevo en el suelo y abrió la puerta. Cruzó una mirada poco amistosa con el reportero, que sonrió lo más educadamente posible, sin sentir ninguna clase de incomodidad, y después de esta marca de territorio, se echó a un lado y con una mano cedió el paso a Mooney.

—Pase. Haré café. Me parece que esta va a ser una noche larga.

Wilson Mooney se encontraba en el salón de un chalé adosado bastante grande, situado en un barrio residencial de Pozuelo, una localidad de la Comunidad de Madrid. Sus manos estaban vacías. Sin embargo, su bolsillo encerraba una libreta de anillas con las tapas descoloridas y sobre su oreja descansaba un bolígrafo sin más pretensión que la de ser útil, ligero y con un cartucho de tinta que dure más que una buena historia. El sillón sobre el que se había sentado en una postura que denotaba su incomodidad al encontrarse en un ambiente nuevo para él, tenía fundas de cuero que formaban alrededor de sus posaderas arrugas similares a las de su cara.

Wilson observaba la estancia que le rodeaba. Apenas había un rincón que no estuviera cubierto por algún mueble, todos ellos de madera oscura y de apariencia nada barata. Ningún centímetro estaba desaprovechado; tanto era así que en una de las paredes se había empleado la estructura de las escalera que ascendían tras ella para establecer una estantería improvisada con madera y ladrillo. La sala estaba iluminada por un acceso al jardín con puertas de vidrio.

A través de los cristales de las puertas del salón, translúcidos con algunas decoraciones florales, pudo ver una figura acercarse por el pasillo hasta el rellano. Entró en la sala un hombre rubio bien vestido con un polo, vaqueros de marca y pantuflas. Se sentó en el sofá que había frente al sillón, junto a la chimenea, protegida por un cristal con restos de hollín, aunque en ese momento estaba apagada.

—¡Cuánto tiempo! Hacía años que no te veía. —Tenía un rostro redondo y bien afeitado, aunque las entradas de la vejez comenzaban a hacerse notar sobre su frente. Sus ojos verdes enfocaban al periodista y transmitían cierto aire de melancolía por los viejos tiempos.

—Desde que dejé la carrera y me cambié a otra —contestó Wilson—. Cruz, he venido aquí porque necesito tu ayuda.

—No podía ser una visita de cortesía… Ya me parecía raro que después de treinta años te presentaras en mi casa. —Cruz Rivera, que se encontraba inclinado hacia delante apoyado en las piernas con los codos, se recostó sobre el sofá. Claramente el comentario de Wilson había hecho que se desanimara.

—Se ha reabierto un caso…

—Espera, —le interrumpió Cruz— ¿eres poli? No me lo puedo creer. ¿Cambiaste la filología inglesa por la policía?

Wilson asintió sin decir palabra. Después retomó su frase:

—Necesito tu ayuda porque se ha reabierto un caso, un caso ocurrido en 1987 en el que tú y tus amigos estuvisteis involucrados.

—¿Cómo? —exclamó Cruz— No entiendo nada. Se supone que descubrieron quién mató a esas personas.

—Y eso creíamos, pero ha aparecido algo que nos ha hecho pensar que tal vez la policía de aquellos años se equivocara…

Cruz estaba perplejo. Se había quedado sin habla. Momentos oscuros, sentimientos de miedo y terror y preocupaciones del pasado inundaron su mente y nublaron sus pensamientos. Quería echar a aquel hombre de su casa inmediatamente, no quería tener nada que ver con aquello, pero no podía moverse. Miró el reloj con preocupación. No quería que su familia llegara y los encontraran hablando de aquel tema. Esto encendió una chispa de determinación: acabaría con ello cuanto antes. Le contaría a aquel hombre todo lo que sabía y después le echaría de su casa para no volver a verlo nunca.

—Así que tiene curiosidad por los asesinatos de la Ciudad Universitaria…

Aguilar expulsó el humo de sus pulmones. El cigarrillo apenas resistiría un par de caladas más, pero Arturo lo aguantaría hasta el límite. No le gustaba desperdiciar ni una sola calada de sus pitillos.

—Tengo entendido que fue lo que le marcó para dibujar su cómic…

—Novela gráfica. Vuelva a referirse a mi obra como un cómic y le echo de mi casa —le amenazó con el dedo en alto, pero nada firme. De alguna forma Aguilar le intimidaba de una forma relajada, a sabiendas de que él tenía el control ya que se encontraban en su casa. Sin embargo, uno nunca está del todo seguro allá donde cree estarlo.

—Perdón. Los asesinatos de la Universidad Complutense de Madrid, ¿los utilizó para crear Títeres rotos? —Wilson sacó del bolsillo interior de su chaqueta su libreta desgastada y su bolígrafo. Lo destapó y comenzó a escribir en ella después de apartar sin cuidado alguno la tapa de la cubierta y un par de hojas ya garabateadas.

—Así es. —Aguilar se hartaba ya de la situación. Necesitaba saber qué sabía ese hombre acerca de lo ocurrido en 1987 y por qué se había presentado allí. Ni por un solo segundo Aguilar se había creído la patraña de que trabajaba para Le chat noir— ¿Sabe? He decidido ponerle las cosas fáciles. Me va a decir qué quiere saber y yo se lo cuento. Usted tiene toda la información que quiera y yo me voy pronto a la cama. Los dos ganamos y acabamos con esta tontería. Pongo una condición: antes de que acepte el trato, deje de tomarme por estúpido y vaya al grano.

Wilson sonrió. Dejó la libreta encima de la mesa entorno a la que se habían sentado y dio un sorbo a su café. Se relamió los labios con una gran lengua rosada y los frunció como si quedara algún resto de café por saborear. Levantó las palmas de las manos perpendiculares a su pecho, aunque con las muñecas apoyadas en la mesa, y meneó la cabeza.

—Como diga usted. Si le parece, me gustaría que me contara la historia en orden cronológico.

—¿Desde qué punto partimos? —preguntó Aguilar, con la colilla del cigarro en los labios.

—¿Qué le parece desde el principio de la historia? Desde aquella noche de fin de año.

Arturo le dio la última calada a su cigarro y resopló hacia lo alto. El humo y el cigarro murieron a la vez. Vertió la colilla en su taza de café, ya vacía, y los restos de ceniza se mezclaron con los granos que no se habían disuelto bien en la leche. La imagen era asquerosa, y Arturo lo sabía, pero no podía dejar de mirar el contraste entre la humedad de la porcelana y el papel seco del cigarro. Golpeó la superficie de madera con las uñas como si tocara un piano imaginario mientras escogía las palabras que iba a utilizar.

—Muy bien. Le advierto que lo que voy a contarle no es agradable y que lo que está a punto de descubrir es como la caja de Pandora: voy a desvelarle todos los males de la humanidad y lo único que le quedará al final del relato es la esperanza de que el mundo haya mejorado una pizca. Normalmente se oye que la movida madrileña fue el despertar de España, que trajo la modernidad a un país sumido en un régimen antiguo y austero. Voy a serle claro: los ochenta le vinieron a Madrid tan bien como un cigarro a un enfermo de cáncer de pulmón.

Primera parte:

Prometeo encadenado

«FUERZA: Hemos alcanzado la región extrema de la tierra, el rincón escítico, en un desierto nunca hollado. Hefesto, a ti te concierne cumplir las órdenes que te dio tu padre, en estas abruptas rocas sujetar a este malhechor con grilletes irrompibles y vínculos de acero. Porque robando tu flor, el resplandor del fuego, origen de todas las artes, se la entregó a los hombres. Ha de pagar la pena a los dioses por una falta como ésta, para que aprenda a soportar la tiranía de Zeus y renunciar a sus sentimientos humanitarios.»

Prometeo encadenado, ESQUILO

Javier Alcázar apenas se tenía en pie. Cualquier intento por caminar en línea recta quedaba descartado. Había salido de su casa engalanado aquella noche con un traje semejante al de John Travolta en la película de Grease, pantalones y chaqueta americana negros con una camisa rosa. Incluso se había peinado con el mismo tupé que el personaje. Para la década de los ochenta, aquella forma de vestir era hortera, pasada de moda. No obstante, a Javier Alcázar le gustaba llamar la atención de los demás, sobre todo si la fiesta de fin de año se celebraba en una discoteca con luces de neón que hacían que la ropa de colores chillones, como su camisa, brillaran entre la oscuridad y los destellos. Aunque eso poco importaba ya, pues se había largado de aquella fiesta enfadado y borracho. La parte baja de la camisa ya no se encontraba dentro de sus pantalones, sino que caía arrugada como una cascada de batido de fresa, y su peinado se había abultado y desencajado, como si él fuera un payaso con el pelo engominado.

Caminaba por el barrio de Argüelles a las cuatro de la mañana desorientado. Ni siquiera sabía hacia dónde iba. Simplemente sabía que debía llegar al final de la calle y entonces ya tomaría la decisión de ir hacia la derecha, hacia la izquierda o directamente esperar en un banco muerto de frío hasta que se le pasara la borrachera.

No caminaba en silencio. Tarareaba el Thriller de Michael Jackson, la última canción que habían pinchado en la discoteca antes de que él se marchara, pero lo hacía con rabia, como si de verdad se sintiera como un muerto viviente con ganas de bailar. Bailar no podía, pero el aspecto de muerto viviente sí que lo había conseguido.

Cuando había llegado a la mitad de la calle, los faros de un coche le deslumbraron. El auto frenó a escasos metros de él. Javier se cubrió la cara con la mano para poder ver al conductor del coche, pero los faros eran muy potentes y su visión se había emborronado a causa del alcohol.

Escuchó cómo una puerta se abría, cómo alguien salía del coche. Nadie sabe qué ocurrió después. Tan sólo se puede intuir un hecho a partir de los acontecimientos que deparaba el futuro: el conductor de aquel coche fue el último en ver a Javier Alcázar con vida.

Capítulo I:

Aquella noche sin dormir

La noche de fin de año de 1987 fue une velada que Cruz Rivera recordaba como un torbellino oscuro de personas iluminado intermitentemente con luces de neón rosas y azules. Se acordaba con vaguedad de la mayoría de eventos sucedidos aquella noche en la discoteca El Palacete pero el paso del tiempo había emborronado parte de su memoria, sobre todo en lo referente a los nombres de las personas y a sus rostros.

Se mojó los labios con saliva para empezar el relato de su noche mas no lo hizo. Recapacitó acerca de lo que podría interesar al inspector.

—¿Por dónde quieres que empiece? ¿Te hablo de la primera víctima? Cómo se llamaba… ¿Javier? Javier no sé qué.

—Javier Alcázar —le ayudó Wilson, que parecía muy serio.

Por primera vez desde que aquel hombre había entrado en su casa, Cruz se preguntó cuánto conocería acerca del caso. Al fin y al cabo, él también había sido partícipe de la vida universitaria en aquellos tiempos, ¡habían sido compañeros! ¿Cuál era el motivo que había arrastrado a aquel inspector hasta su salón? Cruz asintió con la cabeza a la vez que la despejaba de sospechas absurdas.

—De acuerdo. Me parece que Javier Alcázar era el típico chaval que iba detrás de todas las chicas. Y aquella noche en El Palacete no iba a ser menos…

***

El Palacete era una discoteca que se encontraba en Argüelles, a unas cuantas calles de distancia de donde desaparecería Javier Alcázar en las próximas horas. El interior de la discoteca seguía los cánones ochenteros: paredes cubiertas de espejos en los que rebotaban las luces de neón rosadas y azuladas, suelo enmoquetado donde los vasos que caían no se rompían pero ensuciaban demasiado y música de Alaska y Dinarama, Nacha Pop, Los Secretos y de vez en cuando cabía alguna del aclamado grupo Mecano (que aún no había llegado a lo más alto de su carrera) dentro del repertorio de las baladas lentas o las canciones más marchosas.

La estancia estaba repleta de personas vestidas de forma elegante, los chicos con traje y las chicas con vestidos de noche, que sostenían en sus manos sudorosas copas, vasos cilíndricos y alargados de cristal barato en su mayoría. Algunos decidían arriesgarse a elegir una bebida que supusiera llevar una copa abombada de cristal, lo que facilitaba mancharse la americana o el vestido de alcohol. No obstante, la noche era joven, era suya. ¿Qué importaba mancharse el vestido si se sentían como dioses, capaces de dominar el mundo nocturno? ¿Qué importaba tener los sentidos nublados por el alcohol si aquella noche estaban destinados a ser grandes y triunfar? La juventud aguardaba con ansia la llegada del nuevo año que, esperaban algunos, empezara con un beso de un futuro amor en la pista de baile, entre las sábanas de alguna cama ajena o en el mismo cuarto de baño de la discoteca si quienes entraban en él eran menos pudorosos e indiscretos.

Allí, en medio del gentío, que se movía como culebras perpendiculares al suelo en un baile contraído y rítmico, se encontraba una chica rubia perseguida por aquel que daría su último suspiro aquella noche. Javier Alcázar, en su afán de llamar la atención, se había vestido —las malas lenguas, críticas con cualquier anomalía de la moda, dirían que en realidad se disfrazó— al más puro estilo de los años sesenta y perseguía a sus víctimas con una chulería sólo vista en la noche madrileña, donde la gallardía de los «gatos» era famosa y más aún descarada. Su presa, elegida al azar entre todas las damas de la discoteca, era una rubia muy alta ataviada con un vestido negro adornado con flores de colores que resaltaba el azul de sus ojos. Ella aún no había percibido la presencia del joven, ni mucho menos conocía sus intenciones, que habían sido claras desde el momento en el que él había posado sus ojos de felino cazador en el pecho de ella, totalmente oculto por el vestido. Ya se sabe que la imaginación para un pervertido incita a la caza sexual de su objetivo.

Llegaron a la barra. Allí me encontraba yo, esperando a la que por aquel entonces era mi novia, Carmen. Estaba decidiendo si abrir o no su bolso, que custodiaba mientras ella iba al baño, ya que la curiosidad por saber lo que las mujeres guardan en él por aquel entonces me traía de cabeza. Pura inconsciencia adolescente. ¡Tenía ya cumplidos los veinte años!

La chica rubia pidió una copa al camarero de un grito que se fusionó con el estribillo de Salta, de Tequila. Volvió a gritar, lo que me sacó de mis dilucidaciones, y no sólo a mí. El camarero, un gorila bien vestido y sin un solo pelo, se aproximó a ella, acercó la cabeza ladeada a la barra para que se lo repitiera por tercera vez y atendió su pedido con mucha rapidez. En cuanto la copa llegó a la mano de la chica, Javier entró al ataque con un cigarrillo en alzas. La chica pareció hacerse la despistada, aunque yo creo que más bien estaba incómoda por la intrusión del baboso engominado. Seguramente ella quisiera volver con sus amigas para seguir bailando en una esquina hasta que se decidiera a ligar con un chico, o una chica ya que en aquellos tiempos los límites de la sexualidad comenzaron a desvanecerse, pero algo hizo que esa incomodidad se perdiera en cuestión de segundos. Ella perdió la mirada entre los cuerpos ondulantes, o mejor dicho, clavó la mirada en un punto fijo durante unos segundos y después volvió a hablar con Javier, mucho más extrovertida, como si hubiera perdido la timidez en cuestión de segundos. Intenté ver lo que había provocado tal cambio en su carácter pero los bailarines borrachos me lo impidieron. Me giré de nuevo hacia la pareja, dándome por vencido, y vi cómo ella establecía contacto físico con el donjuán, cómo aceptaba el cigarrillo que él le ofrecía y cómo él se lo encendía con su propio mechero. A cada movimiento que hacían, ella desviaba la mirada sin girar la cabeza hacia la causa de esa actitud hasta que, en uno de esos vistazos al gentío, se produjo un cambio que trajo de vuelta la introversión de la mano y de la incomodidad, que encerraron el descaro en el interior de su cuerpo de nuevo. Entonces ella se apartó del chico, bebió su copa de un trago y se marchó, desapareció entre la multitud de color rosa. Javier se quedó con la palabra en la boca, miró a su alrededor —aparentemente, para encontrar a la chica; en realidad, porque temía que alguien hubiera visto su ridículo— y se topó conmigo. Me encogí de hombros y le sonreí con resignación. Él pidió una copa, el camarero se la sirvió mientras Javier me lanzaba miradas que contenían un cóctel de repulsión y vergüenza, se la bebió de un trago y se marchó de la barra, seguramente conteniendo sus fuerzas para no lanzarse contra mí y darme una paliza. Puede parecer una exageración pero, según mi experiencia, los borrachos suelen tener muy mal genio.

Carmen no tardó en aparecer. Iba preciosa aquella noche: se había alisado el pelo, aunque no lo llevaba totalmente liso, sino que se le formaban ondas que recordaban a los peinados de los años veinte que se veían en las fotos de los libros de historia; iba maquillada y destacaban sus labios de color escarlata, como su vestido y sus tacones. Era un atuendo un poco clásico. Carmen era así, una apasionada de las novelas de amor históricas, de época, como Cumbres Borrascosas, Orgullo y prejuicio o La señorita Dalloway. Momentos tradicionales como aquella noche, la última del año, en la que podía vestirse más elegante, le permitían recrearse en estas historias de amor y sentirse como una damisela que al final del libro encontrará a su amado, papel que por aquel entonces me tocaba ejercer a mí.

—¿Dónde está Arturo? —Fue lo primero que preguntó a la vez que me quitaba el bolso de las manos. Con el bolso tenía un aspecto muy pijo. Nunca hacía alarde de su dinero con ropa de marca o cara pero en los detalles residía su verdadero yo. Siempre temí que nos atracaran en la calle cuando salíamos de fiesta porque llevara su bolso de marca. Debido a esto, rehuíamos los barrios obreros, no por mí, sino por ella. Venía de Andalucía, de Sevilla. Antes de venir a Madrid vivía a las afueras de la ciudad, en un cortijo regentado por su madre. Ya en Madrid se buscó una habitación en una residencia donde el horario era muy estricto pero, por otra parte, la calidad de vida era inmejorable. En la capital era una princesa fuera de su castillo.

—Ha desaparecido justo cuando te has ido al baño —respondí, levantándome del taburete—. Has tardado lo que no está escrito… ¿Teníais que rellenar un formulario antes de mear?

—¡Qué había mucha cola! No es mi culpa —respondió con su acento andaluz. En sus palabras no quedaba «s» sin aspirar.

Me reí de su grito de niña exasperada y la besé en los labios. Después la agarré del brazo y sugerí buscar a Arturo.

Nos movimos entre el gentío agarrados por las manos. Yo la guiaba entre el tumulto, apartaba a los bailarines que se interponían en nuestro camino solo por ella. Evitaba cualquier posible empujón que pudiera recibir, aunque evidentemente no lo conseguía.

Llegamos hasta la entrada. Allí, dos hombres vestidos de negro con cara de brutos y de tener pocas neuronas charlaban sobre las chicas tan atractivas que entraban en la discoteca con palabras poco corteses. Nos vieron salir, nos sellaron la mano para que luego pudiéramos entrar.

En el exterior los jóvenes se arremolinaban en círculos independientes unos de otros mientras se pasaban botellas de alcohol que ellos mismos habían traído de sus casa para evitar pagar las copas de la discoteca. Una vez estuvieran borrachos, o al menos cuando el mundo se tambaleara un poco, entrarían al local para bailar y disfrutar del resto de la noche.

Aparte de los corros había otros tantos jóvenes que se aislaban, botella en mano, y bebían solos, quién sabe si para ahogar sus penas o por falta de amigos en aquella noche donde todo volvía a empezar; otros que iban de grupo en grupo porque su vida social era muy amplia o porque mendigaban hasta una gota de alcohol siempre y cuando que eso supusiera no pagar dentro de la discoteca. Generalmente estos eran chavales con aspiraciones comunistas que se basaban de esa ideología para fomentar el acto de compartir o chicas que querían ahorrarse su propia bebida y coqueteaban con los chicos para conseguirla. De las dos clases de parásitos alcohólicos, por lo general los comunistas solían quedarse sin beber y de vez en cuando algún golpe se llevaban si tenían la mala suerte de preguntar en un grupo lleno de fascistas; las chicas, sin embargo, tenían bastante éxito porque los hombres consideraban que cuanto más ebrias estuvieran, más opciones tendrían de conseguir ligar con ellas. Yo lo he hecho, todos lo hemos hecho. La juventud es así.

De todas formas, no nos desviemos. Encontramos a Arturo apoyado en un seiscientos amarillo, situado en la fila de coches que había aparcados cerca de la discoteca. Cruzamos la calle para llegar a él. De cerca le vimos mejor: la farola que había junto a él proyectaba una luz anaranjada que volvía sus cabellos más oscuros pero con destellos de color ámbar, aunque su pelo, bajo una luz normal, era del típico color castaño que no destacaría para nada en una foto de una calle llena de cabezas de viandantes. Tenía el pelo bastante largo, aunque no llegaba a formar ni media melena. Además, como caía en mechones ondulados, se le abultaba bastante y se formaban tirabuzones que intentaba contener pero rara vez conseguía. El rostro era alargado, fino, pero no tenía facciones marcadas, salvo unas ojeras ya asentadas de por vida bajo sus gafas. Levantó la cabeza para mirarnos cuando nos pusimos a su lado y vimos el intento de perilla que adornaba su barbilla. Siempre andaba diciendo que quería dejarse barba, pero la genética había decidido ponerse en su contra y únicamente le crecía bello en la barbilla, rota por una cicatriz de la infancia casi invisible, lo que parecía conformarle. No tenía ninguna botella pero parecía el más miserable de los beodos. Tenía la corbata aflojada, la camisa por fuera del pantalón y el cuello de la chaqueta arrugado por detrás de la nuca. Al lado del zapato tenía una lata de refresco, lo único que podía beber en noches como estas debido a una intolerancia hepática al alcohol que en más de una ocasión habían usado en su contra para llevar a compañeros que apenas se tenían en pie a sus casas en coche. Era el conductor más seguro en noches de fiesta.

Le puse una mano en el hombro y le miré a los ojos a través de las gafas.

—¿Qué pasa, tío? Tienes mala cara —le pregunté. Él se agachó, cogió su refresco de cola y dio un sorbo.

—No me encontraba bien. El ambiente está muy cargado ahí dentro. —Sabía que mentía. Compartíamos piso, íbamos a todas partes juntos, éramos como uña y carne. Casi se podría decir que hermanos. Por tanto, le conocía tan bien como se conoce uno a sí mismo. Acepté su embuste pues Arturo nunca contaba nada si no era esa su voluntad— ¿Vosotros cómo estáis? ¿Estáis disfrutando?

—Sí. Se está animando la fiesta ahora —dijo Carmen con una sonrisa en los labios. No parecía nada preocupada por nuestro amigo, como si no se diera cuenta de que estaba ocurriendo algo que Arturo no nos quería contar—. Me ha dicho Belén que unos chavales le han pedido al pinchadiscos el Thriller, de Michael Jackson. Vamos para allá antes de que nos la perdamos, que esa se os da muy bien bailarla.

En eso no le faltaba razón —no como en otros muchos aspectos de la vida— ya que Arturo y yo pasábamos la mayor parte del tiempo haciendo tonterías, como imitar a cantantes famosos. Yo tenía predilección por Masiel y su La La La o por Frank Sinatra con cualquiera de sus canciones, mientras que él prefería una voz más grave como la de Miguel Bosé (su imitación de Super, Superman era perfecta) o Alaska.

—¿Los demás siguen dentro? —Yo asentí y pregunté por el porqué de la cuestión.

Arturo se agachó de nuevo para recoger la lata del suelo otra vez, se la bebió de un trago, alzando la cabeza tanto como pudo y mostrándonos su nuez unida a una gran garganta que sobresalía de su cuello fino y largo. Cuando se acabó el refresco, bajó la cabeza y habló mientras comprimía la lata entre sus manos con una fuerza demasiado intensa para esas horas de la noche.

—Me parece que me voy a ir. —Lanzó la lata compactada a la calle, sin importar sus principios ecologistas, y nos dio la espalda a la vez que buscaba en el bolsillo de su pantalón las llaves del seiscientos.

—¿Cómo que te vas, tío? Que estamos en lo mejor de la noche —exclamé y le rogué que se quedara por dos motivos: el primero, que aquella retirada suponía que estaba en lo cierto y no me gustaba la idea de dejarle conducir solo por la noche en ese estado de preocupación; el segundo, que no me apetecía volver a casa andando.

—Me voy. No me encuentro bien. Nos vemos mañana —dijo sin darse la vuelta. Abrió la puerta del coche y antes de introducirse en él, se giró y apoyó el brazo sobre la ventana de la puerta—. Despedíos de los demás por mí y tened cuidado al volver. Me gustaría quedarme, en serio, pero no me encuentro bien.

Carmen guardó silencio y lo miró con ternura. Yo le sonreí con resignación y cariño. Arturo siempre trataba de demostrar que le importábamos y cada vez que tenía un comportamiento egoísta nos hacía ver que contaba con nosotros antes de tomar cualquier decisión. Aquella era su forma de disculparse por pensar en sí mismo antes que en todos nosotros, actitud que rara vez adquiría.

—Tranquilo, volveremos dando un paseo. —Carmen le restó importancia al hecho de volver andando.

—O mejor dicho, yo volveré andando y tú volverás en brazos, porque como sigas bebiendo no vas a poder mantener el equilibrio —le comenté a Carmen entre risas y ella me golpeó el brazo repetidamente sin llegar a hacerme daño.

—Ojalá tengas que cargar conmigo todo el camino. Así tendrías motivos para quejarte.

Arturo nos miraba con una sonrisa forzada que ocultaba una profunda tristeza. Volvimos nuestras miradas hacia él para hacerle partícipe de nuestros chistes, pero él no habló. Tan sólo se acercó a nosotros, nos abrazó a los dos al mismo tiempo y susurró:

—Feliz Año Nuevo, chicos.

—Feliz Año Nuevo, Arturo —respondió Carmen con voz maternal.

Arturo se separó y se sentó en el asiento del conductor. Cerró la puerta, arrancó el coche y nos apartamos para ver cómo aquella cáscara de nuez se volvía cada vez más pequeña según avanzaba por las calles de asfalto mojado naranja, entre los edificios coloridos que según ascendían hacia el cielo desaparecían difuminados en una noche sin luna.

***

—Entonces, esa noche Arturo Aguilar se fue a casa pronto. —Wilson resaltó ese hecho interrumpiendo a Cruz. Éste entornó un poco las cejas y asintió, sin saber cuál era la relevancia de ese hecho.

—¿Importa?

Wilson, que estaba reclinado hacia delante en el asiento, como muestra de interés, se recostó al sentirse amenazado por el tono de Cruz. Cruz por su parte interpretó este gesto como un signo de relajación del policía en este inciso del relato.

—Según tengo entendido, Arturo Aguilar se vio muy involucrado en el caso tiempo después. Demasiado diría yo. Es una figura a la que no me gustaría perder de vista en esta historia.

Enfurruñado, Cruz comprimió sus labios al sopesar si confiar o no en el policía. A medida que avanzaba la entrevista, la situación se le hacía más extraña. ¿A quién había dejado entrar en su casa?

Wilson volvió a reclinarse hacia delante y estiró las palmas de las manos hacia el techo con calma.

—¿Ocurre algo?

Cruz decidió darle un voto de confianza. Este sentimiento de repulsión hacia el interrogatorio venía dado por los recuerdos y las experiencias vividas en aquella época. Se juró hacía años que no volvería a hablar sobre los hechos acontecidos en 1987 y ahora estaba rompiendo esa promesa.

—Nada… ¿Por dónde íbamos? —Restó tensión al asunto al cambiar de tema.

***

Gracias al sello de nuestra mano, una mancha borrosa de tinta azul que se suponía que representaba el logo de la discoteca, pudimos entrar de nuevo en ella. El calor del local nos golpeó la cara y nuestras pieles sintieron el contraste con el frío, no sólo invernal, sino húmedo y nocturno del exterior. La discoteca, que tenía un recibidor que daba a un vestíbulo más amplio y después a la pista de baile, estaba repleta de humo, como si una niebla con olor a tabaco y a marihuana hubiera invadido la sala con el fin de hacer más borrosa la imagen de un ambiente que ya era totalmente difuso.

Carmen me agarró la mano y tomó la delantera. Sin mirarme se cruzó en mi camino contorneándose aunque, la verdad sea dicha, le faltaban curvas y esos movimientos, que pretendían ser atractivos y provocativos, se quedaban en pequeños saltos acompasados de forma elegante. Después se giró y en sus ojos vi una chispa de lujuria, de ferocidad, que pretendía que atrapara su cuerpo entre mis brazos mientras bailábamos. Así que la seguí sin apartar mis ojos de los suyos, dos esferas completamente negras rodeadas por párpados rasgados. Nuestros cuerpos, rodeados de muchos otros sudorosos, se juntaron y nuestras manos paseaban por cada pliegue de nuestra ropa. Mientras tanto seguíamos mirándonos.

De repente, noté un empujón por la espalda tan fuerte que tropecé con Carmen, que cayó al suelo, húmedo por el alcohol derramado a lo largo de la noche. Me giré para ver quién me había propinado semejante golpe y vi que se trataba de Javier Alcázar, despeinado y con las ropas arrugadas. En su mejilla, pese a la poca luz que había en el local, se apreciaba la forma de una mano impresa en la piel.

—¡Hijo de puta! Mira por dónde vas —le grité. Después me giré hacia Carmen y le ayudé a levantarse. Me aseguré de que estaba bien. Entonces noté una mano en el hombro.

—¿Qué me has dicho? —Era Javier Alcázar. Sus ojos mostraban una cólera irracional, contenida por la mandíbula apretada. Los pelos engominados que caían por su frente como lianas de la jungla y el sudor que bañaba su cara mezclados con las arrugas de la ira le daban un aspecto temible, aunque yo traté de contener la calma y, ni mucho menos, dejarme intimidar.

—¿Sabes qué? Déjalo. No quiero líos.

Me volví a girar hacia Carmen, le puse una mano en la cintura y la invité a caminar hacia el gentío. Pero Javier no se dio por vencido: según nos alejábamos, me escupió en la nuca. Me llevé una mano al cuello y noté el líquido pegajoso con algún que otro grumo de la flema que llevaba el escupitajo. Carmen se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasar cuando dejó de notar mi mano en la espalda. Encaré a Javier, que balbuceaba palabras incoherentes por la borrachera, y lancé un derechazo que aterrizó en su mandíbula, justo debajo de la marca de la mano. Rotó sobre su cuerpo y cayó al suelo. Iba a lanzarle una patada pero un chico grande me detuvo, me rodeó con sus brazos y me sujetó. Trataba de tranquilizarme con frases que yo no escuchaba. En mis oídos, sus palabras se fundían con la música que el pinchadiscos había puesto a todo volumen.

Javier Alcázar se levantó con torpeza y se marchó sin mirar atrás y profiriendo maldiciones por todo el recorrido hasta la salida de la discoteca. Ni siquiera recordó coger su abrigo del guardarropa.

Aquella fue la última vez que vimos a Javier Alcázar vivo.

***

—¿Ya está? —preguntó Mooney.

—¿Cómo que si «ya está»? —Cruz no entendía a qué se refería Wilson.

Éste se aclaró:

—¿Esa fue la última vez que visteis a Javier Alcázar? ¿Sabes qué hora podía ser? ¿Sabes adónde fue? —Wilson enumeraba las preguntas que surgían en su mente, preguntas que Cruz sólo se había planteado años atrás, antes de que decidiera olvidar.

—No tengo ni idea de qué hora podría ser. ¿Acaso crees que tengo tan buena memoria? —se molestó Cruz por la insistencia del hombre.

—Necesito recapitular todo lo ocurrido entonces. Me convendría que intentaras recordar. Todo lo que me digas puede serme de ayuda.

—En esa noche no vas a descubrir nada más —le aseguró Cruz, aunque después hizo una aclaración—. Al menos por mi parte.

Wilson golpeó su libreta con el bolígrafo un par de veces.

—Háblame de lo que ocurrió después de la desaparición de Javier Alcázar.

Cruz se mojó los labios con la lengua. Asintió un par de veces, según recordaba y organizaba toda la información.

—¿Has oído hablar de la fatalidad del destino? A Arturo y a mí nos golpeó como huracán que removió todo en nuestras vidas.

Capítulo II:

Esferas de humo

Arturo Aguilar tintineaba sus dedos contra las uñas, destrozaba el nácar de sus uñas al estamparlas contra la mesa. Sus manos, que años atrás podrían haberse asemejado con las de una estatua renacentista, ahora estaban arrugadas por las venas que hacían de su piel un mapa topográfico, cubiertas en su totalidad de poros abiertos y vellos negros y duros, enredados como hierbas secas. Tenía la mirada perdida en las estrías de la mesa, que le recordaban a ríos de aguas rojizas por el alto nivel de hierro que poseían las tierras por las que corrían.

—¿No tiene nada más que contar acerca de aquella noche? —insistió por enésima vez Wilson Mooney.

Arturo levantó la cabeza como si estuviera expulsando humo imaginario por la boca, emitió un sonido largo, sin significado, desde el fondo de la garganta y esculpió en sus labios un arco con el que indicó al periodista que, en efecto, había acabado su explicación de los hechos de aquella noche. Por si acaso, lo explicó con palabras:

—Ya le he dicho que me fui pronto de la fiesta. Yo no vi salir a Javier Alcázar de la discoteca. Es más, ni siquiera le vi aquella noche. Me dijeron que estuvo en el local días después cuando se encontró el cuerpo.

—Así que no hizo nada más: fue a la discoteca, estuvo un par de horas y se marchó porque se encontraba mal —repitió con ahínco Wilson.

—¿Está sordo o es estúpido? —le espetó Arturo con un nivel de alteración que comenzaba a elevarse sin freno— Pasemos a otro tema antes de que cambie de opinión y le eche de mi casa.

Wilson suspiró con la boca cerrada, expulsando el aire por la nariz, se rascó la sien y pasó la página de su libreta. Golpeó varias veces con la punta del boli uno de los renglones dibujado en el papel y, tras dejar varios puntos diminutos de tinta en él, comenzó de nuevo con sus preguntas:

—¿Cuándo se enteró de la desaparición de Javier Alcázar?

***

La mañana del 1 de enero de 1987 la recuerdo con bastante claridad. Me desperté antes que nadie y salí de mi cuarto tratando de no hacer ruido al andar sobre la madera reluciente. El piso estaba ordenado y limpio por lo que no parecía un habitáculo de estudiantes. Esto se debía a que tanto Cruz como yo éramos bastante ordenados, aunque Cruz era mucho más meticuloso —casi maniático— en este aspecto. Mi compañero de piso era incapaz de vivir entre la suciedad, el polvo en las estanterías le ponía nervioso y siempre fregaba los platos después de comer y los metía en el lavavajillas. Ni siquiera rompía sus hábitos de limpieza cuando tenía asuntos más importantes que tratar. Yo, por otro lado, era más descuidado y muchas veces dejaba mis pertenencias en desordenaparente pero a la vista, de manera que pudiera disponer de ellas cuando las necesitara sin tener que buscarlas o recordar dónde las había puesto. Cruz jamás entendió mi orden personal, así que yo lo limitaba a mi cuarto y trataba de llevar la limpieza de la casa con un rigor semejante al suyo, lo cual habría sido una hazaña si lo hubiera conseguido.

Fui a la cocina hambriento, sin pasar por el cuarto de baño antes para llevar a cabo el típico ritual de micción matutina. Allí cogí un par de mandarinas, llené un vaso con leche y busqué en vano algún posible rastro de croissants. Suspiré y me froté los lacrimales bajo las gafas para terminar de quitarme las legañas. Salí de la cocina y llegué al recibidor. Abrí un cajón del zapatero donde guardaba mi calzado y me enfundé los primeros zapatos que encontré. Cogí las llaves que se encontraban encima del zapatero y las guardé en uno de los bolsillos de la bata. Me miré en el espejo que había sobre el mueble: pelo ondulado y abultado, bata y pijama combinados con zapatos, ojeras que ocupaban la mayor parte de mi cara. Era la imagen perfecta para ir a comprar croissants aquella mañana.

Salí del piso lo más rápido que pude para no hacer ruido al cerrar la puerta. Bajé las escaleras de madera chirriante y barandilla de hierro, que descendían por todo el edificio en espiral. Llegué al vestíbulo, donde el suelo pasaba a cubrirse por baldosas romboidales de granito negro y blanco, como si fuera un tablero de ajedrezenorme. Toqué el pomo de la pesada puerta principal y aparté la mano con rapidez. Estaba helado, frío como el hielo. Entonces, y solo entonces, se me pasó por la cabeza la idea de que salir a la calle vestido con un pijama y una bata tal vez no fuera la mejor de mis ideas. No obstante, ya era tarde para echarse atrás. Me calenté la mano con el aliento y salí a la calle. El invierno me felicitó la entrada del nuevo año con una ráfaga de viento glacial. Antes los inviernos en Madrid eran duros. La ciudad se veía envuelta en un frío seco que obligaba a los madrileños a achinar los ojos para poder ver bien sin sentir molestias y que resecaba la piel haciendo que en su superficie aparecieran grietas como en el suelo de un lago seco. Crucé la calle corriendo y llegué a la pastelería. Al entrar, sonó una campanilla que se encontraba suspendida sobre la puerta y la panadera, que ejercía el oficio de pastelera a la vez, lanzó un vistazo a la entrada de la tienda mientras despachaba a una señora de avanzada edad que recogía una barra de pan con la mano temblorosa. La despidió con una felicitación por el nuevo año y ella se la devolvió acompañada de una sonrisa.

—Menudas pintas tienes esta mañana, Arturo —comentó cuando me acerqué al mostrador. Ella tampoco tenía un aspecto muy agradable: ojeras, el pelo castaño despeinado y una bata blanca de algodón que cubría un jersey de lana hecho a mano.

—Ya… ¿Cómo es que abres en Año Nuevo? —Quise saber mientras ojeaba los estantes repletos de barras de pan integral, baguettes, croissants, magdalenas, colones…

—¿Si no abro yo quién va a dar pan a todo el vecindario? Me da igual que nadie abra esta mañana. Así me gano yo un dinero extra. —Sin preguntarme se giró hacia los estantes donde mis ojos se habían posado y cogió dos croissants que metió en una bolsa de papel marrón. Me los ofreció y yo le di el dinero que costaban los bollos de manera automatizada. Aquel ritual se había repetido tantas mañanas que sobraban las palabras en el proceso.

Me despedí con los croissants recién hechos y calientes en la mano y, justo ates de salir de la tienda, me encontré cara a cara con Rosa Alcázar, a la que conocía por la universidad, ya que coincidíamos en algunas clases, y con la que nunca había tenido una buena relación, pese a la brevedad de nuestras conversaciones. Tras evitar chocarnos en la puerta, me saludó con la cabeza. Estaba horrible: llevaba el vestido arrugado y cubierto por un abrigo que tenía una función más bien decorativa; el pelo, corto con un peinado muy moderno para la época, grasiento y los rizos del flequillo desafiaban a la gravedad; el maquillaje se le había emborronado por toda la cara, sobre todo el pintalabios, que le daba a su boca el aspecto de la de un payaso, y la sombra de ojos, que los asemejaba a los de un mapache. El resultado final era el de una chica que olía a alcohol, perfume de mujer mezclada con colonia de hombre y que, a juzgar por el pelo, había mantenido relaciones sexuales con un desconocido. Y digo desconocido porque era demasiado temprano como para volver a casa, la hora apropiada para huir de camas ajenas y de errores cometidos por el alcohol.

—Arturo… Joder… —hablaba con voz ronca por haber bebido y gritado mucho la noche anterior. Se llevó la mano a la cabeza y se frotó un ojo. Se manchó la mano con el maquillaje sin darse cuenta. Paseó su mirada con soberbia por mi atuendo— Al menos, tú tienes peores pintas que yo.

—Pero yo no huelo a vergüenza y arrepentimiento. —Dejé que pasara a la panadería y ella alzó uno de los lóbulos de la nariz con descaro para mostrarme su enfado. En otras circunstancias me habría contestado con un comentario hiriente, pero tendría un dolor de cabeza que le impediría decirme todo lo que se le pasaba por la mente acerca de mí.

Me disponía a marcharme, cuando me detuvo llamándome por mi nombre.

—¿Sabes dónde está mi hermano?

—¡Yo qué voy a saber! —Meneé la cabeza. La última persona en la que quería pensar en aquel momento era en ese joven egocéntrico y narcisista— Seguramente se haya metido en la cama de cualquier desconocida. Le viene de familia, al parecer.

Le dediqué una sonrisa y me marché de la panadería. Volví corriendo a mi edificio, muerto de frío. Todo mi cuerpo temblaba al subir las escaleras y, cuando entré en mi casa, noté el calor de los radiadores penetrar por los poros de mi cuerpo y erizar desde la raíz hasta la punta los pelos de mis brazos. Suspiré aliviado por la temperatura, me descalcé, dejé las llaves sobre el zapatero —no como los zapatos, que los tiré en una esquina— y fui de nuevo a la cocina.

***

Wilson terminó de escribir en la libreta. Posó el boli con lentitud sobre el papel.

—Así que aquella mañana fue la primera vez que se percató de que Javier Alcázar había desaparecido.

—Efectivamente —asintió Arturo—. La verdad es que para ser periodista repite mucho lo que digo. ¿Le cuesta enterarse de la historia? ¿No me explico bien?

—Veo que tiene muy poca paciencia —Wilson parecía estar burlándose de Arturo, como si disfrutara con la desconfianza del inquilino, incluso podría decirse que se sentía cómodo siendo un extraño.

Arturo gruñó, como un perro al que molestan cuando duerme.

—Yo no supe que Alcázar había desaparecido hasta días después, cuando la noticia se hizo pública en la prensa y el telediario. Sólo sé que aquella mañana ya no se sabía dónde estaba, por lo que la policía dedujo que desapareció la noche anterior.

***

Me fijé en una paloma enorme que se había posado en la barandilla del balcón mientras desayunaba. Estaba entretenido en untar crema de chocolate en el interior de los croissants, cuando como por arte de magia apareció la criatura volando y se situó frente a la puerta. Con el ojo naranja del lateral izquierdo de su cabeza miraba mis croissants con deseo.

Me sacó de aquel trance un gemido que rompió el silencio del piso. A continuación se escucharon varias risas tiernas intercaladas con vacíos de sonidos en los que, imaginé, mis compañeros de piso hablarían en susurros. Sexo matutino, ese era el motivo de los gemidos. Si se cumpliera la leyenda aquella de que las primeras horas del año reflejan cómo va a transcurrir el resto del año, Carmen probablemente se quedaría embarazada de Cruz.

Miré mi croissant, reblandecido por la leche, y me lo llevé a la boca. Por la puerta de la cocina apareció Cruz en calzoncillos y con una camiseta interior blanca y arrugada. Su rostro paliducho estaba más ojeroso que de costumbre, el gris bajo sus párpados hundía sus ojos verdes en su cráneo redondo y le daban un aspecto enfermizo. Tenía el pelo alborotado, aunque solía llevarlo muy despeinado, pero estaba grasiento y caído, como el de Rosa. Se rascó la entrepierna y se acercó a la nevera para beber agua de una botella de cristal que sacó del interior. Me fijé en que tenía las articulaciones de los dedos enrojecidas. Puso una mueca de desagrado, se acercó al lavabo y escupió el agua.

—No me gusta el sabor que se te queda por la mañana en la boca.

Dejó la botella en su sitio y sacó la leche. Por un momento temí que también fuera a beber del cartón sin utilizar un vaso, pero no fue así. Volví a fijarme en la paloma.

—¿Qué les dan de comer a las palomas? —Cruz se unió a la observación del pájaro— Parece un halcón de lo grande que es.

Cruz, como de costumbre, contestó con un comentario sin sentido y gracioso:

—Invítala a entrar y la preguntamos.

—«Le» —le corregí. Cruz no podía evitar ese deje madrileño.

—¿Cómo?

—Es «le preguntamos», no «la preguntamos» —me llevé de nuevo el croissant a la boca. Él meneó a la cabeza.

—¡Qué obsesión con el español! Por si no te has enterado, estudiamos inglés. —Lanzó un rápido vistazo al reloj que había sobre la puerta— ¡Por el amor de Dios! ¡Son las once de la mañana! Ya sé que es muy tarde pero me acabo de levantar. Ten un poco de compasión.

Acercó su mano a la bolsa de croissants y, antes de que la introdujera en busca del bollo que quedaba, le di una palmada en los dedos. Él la apartó rápidamente.

—Me gusta corregir a la gente. Además, así hago de ti un hombre bienhablado. —Cogí el croissant que quedaba— Vas a ser el próximo Cervantes.

Se sentó a mi lado con una taza de café que quedaba del día anterior, con la vista clavada en el bollo que me estaba comiendo, deseoso de hincarle el diente. Le pregunté cómo habían acabado la noche Carmen y él, aunque la respuesta era obvia: baile, Carmen alcoholizada, sexo y sueño.

—Estuvimos bailando un rato pero, cuando la fiesta empezó a decaer, cogimos un taxi (porque Carmen llevaba un buen pedo encima), vinimos a casa, nos acostamos y ya después a sobar —resumió.

—Sí —asentí— me enteré de la parte del sexo. Sin embargo, no sé si fue porque las paredes son de papel o porque gritáis como simios en celo.

—Las paredes son de papel, aunque me gusta más la opción de ser un simio, así que escojo la segunda.

Nos reímos y después comenzamos a desayunar en silencio. Cruz y yo teníamos la teoría de que los españoles solo callábamos cuando nuestras bocas estaban ocupadas en comer. Además, los dos estábamos roncos. Nuestras voces carraspeaban al emitir palabras, aunque no se trataba de afonía sino de falta de sueño. En un par de horas volveríamos a ser los mismos charlatanes que se preguntaban cómo era posible que ningún vecino se hubiera quejado de las risotadas y los gritos que proferíamos durante todo el día.

Carmen apareció hambrienta por la cocina y con una imagen muy desmejorada. Yo ya había acabado mi taza de leche y estaba dispuesto para vestirme, asearme y dedicarme a cualquier tarea productiva. Carmen besó a Cruz en la mejilla mientras este comía unas galletas que le habían manchado el bigote y la barba de migajas de pan. A mí me saludó con la mano pero sin mirarme, más centrada en uno de los armarios de pared de la cocina en el que guardábamos las galletas. Se preparó el desayuno y a la vez que yo me levantaba a fregar mi taza, ella se sentaba con la suya junto a Cruz.

—Te perdiste ayer una buena —comentó Carmen mientras mojaba una galleta en la taza.

—Lo siento, no me interesa participar en vuestras sesiones conyugales nocturnas —bromeé.

—¡No seas tonto! Me refiero en la discoteca.

—¿Cruz pegó a algún alma caritativa?

—¿Cómo lo has sabido? Te has encontrado con alguien esta mañana cuando has ido a comprar los cruasanes y te lo han dicho —aventuró Cruz. Yo dejé la bayeta con la que estaba limpiando la taza en la encimera y señalé mis nudillos, después los suyos. Él se miró la mano sin comprender y entonces vio el enrojecimiento de las articulaciones.

—Aunque sí me he encontrado a esta chica… —chasqueé los dedos para recordar su nombre— Rosa Alcázar. Estaba buscando a su hermano y tratando de disimular su vergüenza. Me pregunto a quién se habrá tirado. Debe de arrepentirse mucho. La he visto bastante afectada.

—¿Buscaba a su hermano? Creo que no se fue con nadie, así que estará en algún portal durmiendo la borrachera —dijo Carmen.

—¿No consiguió ligarse a ninguna chica? —pregunté sorprendido.

—A ninguna. Y menos después del puñetazo que le dio Cruz.

—¿Le noqueaste? —me dirigí a Cruz. Este asintió con la boca llena de comida. Me mostró sus dientes manchados de galleta viscosa y babeada.

—Definitivamente, tenía que haberme quedado. —Aclaré la taza con el agua del grifo y la sequé con una toalla de cocina. Después la coloqué en su correspondiente armario y salí de la cocina frotándome las manos.

Mientras Cruz y Carmen desayunaban, me dio tiempo a asearme, con ducha incluida, y a vestirme. La ducha ayudó a que el dolor corporal por el frío de la noche anterior se pasara. Las gotas caían sobre mi espalda como pequeños guijarros blandos que masajeaban cada surco de mi espalda y relajaban la tensión de mis trapecios, donde más notaba el cansancio acumulado por los estudios que las vacaciones de Navidad se veían incapaces de sofocar. Cuando salí de la ducha, entre el vaho que nublaba mi imagen en el espejo, me encontraba en un estado de trance que me hizo perder la noción del tiempo. Miré mis manos, mis brazos y después una visión panorámica de mi cuerpo entero, desde mi pecho hasta las puntas de mis pies. La humedad se adhería a mi piel como el rocío a la hierba en una mañana primaveral. Me invadió un sentimiento de melancolía, una sensación poco común. Ideas y recuerdos amargos vinieron a mi cabeza y, cuando me quise dar cuenta, noté una lágrima que se balanceaba en la cuerda floja de mi párpado inferior y que peligraba según avanzaba por ella con caerse al vacío de mis mejillas huesudas. Entonces me di cuenta de lo ridículo que me parecía a mí mismo llorar sin razón aparente, cogí la toalla y me sequé todo el cuerpo. Tras esto me aseé rápidamente y me vestí sin demora, para evitar enfriarme. Por aquel entonces yo solía vestirme con camisas, vaqueros y jerséis para el invierno: un estilo tal vez demasiado clásico para los miembros de mi generación. No obstante, siempre he sido muy clásico en cuanto a mis gustos.