Hermanas por elección - Susan Mallery - E-Book

Hermanas por elección E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

Tras quedar su negocio de artículos para gatos reducido a cenizas, Sophie Lane se ve obligada a volver a Blackberry Island, buscando el calor de su hogar. En el proceso de levantar su empresa, descubre que el verdadero desafío al que se enfrenta es interno: necesitará abrir su corazón y aceptar la ayuda de otros para hallar esa felicidad y amor que hasta ahora le han sido esquivos.Kristine, la prima de Sophie, siempre se ha identificado a través de su papel como esposa y madre. Pero anhela algo propio: una encantadora pastelería al borde del mar. Era consciente de que cambiar el rumbo de su vida no sería sencillo, sin embargo, jamás había pensado que se vería forzada a elegir entre su matrimonio y la realización de sus propias aspiraciones.Contada con el humor y el encanto característicos de Susan Mallery, Abre tu corazón es una narración emotiva sobre el amor, los lazos familiares y esas amistades que nos sostienen y ayudan a atravesar las adversidades.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2020, Susan Mallery, Inc.

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Hermanas por elección, n.º 294 - abril 2024

Título original: Sisters by Choice

Publicada originalmente por MIRA Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788410628755

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Tarryn.

Sé que te encantan mis libros de Blackberry Island, así que estoy encantada de poder dedicarte este.

Creo que vas a disfrutar conociendo a Sophie, Kristine y Heather.

Y, vale, incluso a Amber.

Espero que te diviertas tanto leyendo este librocomo yo escribiéndolo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A pesar de que ya habían pasado ocho años desde su divorcio, Sophie Lane aún no era muy diestra en el terreno de las citas. Tal vez su prima Kristine tuviera razón y, si fuera «más sociable», podría encontrar a alguien.

Pero desde el punto de vista de Sophie, había múltiples problemas para eso. En primer lugar, Kristine se había casado con su novio del instituto después de graduarse y llevaba dieciséis años de feliz matrimonio. No era precisamente la persona más adecuada para dar consejos sobre citas. En segundo lugar, Sophie no tenía mucho tiempo para socializar. Siempre estaba muy ocupada atendiendo su empresa. Era algo que le encantaba, incluido todo el trabajo duro que conllevaba mantenerla con éxito. Para ser honesta, su negocio le resultaba mucho más interesante que cualquier hombre, lo que podría ser una gran parte del problema con sus citas. Eso y, bueno, las citas en sí.

Arreglarse, quedar para cenar, escuchar a un hombre hablar de sí mismo durante tres horas no era exactamente como Sophie quería pasar las tardes que no estaba sola lidiando con alguna crisis en la oficina. Además, nunca había acabado de entender todas las reglas. Estaba bastante segura de que se suponía que debía haber sexo después de tener tres citas, pero eso no funcionaba para ella. Si le gustaba un chico y quería tener sexo con él, ¿por qué tenía que esperar? Era una mujer ocupada. Si tenía el interés y el tiempo en la primera cita, ¿por qué no hacerlo, despejar la mente, por así decirlo, y luego continuar con su vida tan feliz? Porque, si no quería hacerlo con él en la primera cita, tenía claro que no estaría interesada en que ocurriera en la tercera. Para entonces, el chico probablemente ya la habría molestado de cincuenta y siete maneras hasta llegar a Bakersfield.

Lo cual explicaba por qué, en la segunda cita con Bradley Kaspersky, estaba cien por cien convencida de que decir que sí había sido un error monumental. No es que su explicación de sesenta minutos sobre cómo funcionaban las miras láser no hubiera sido fascinante en su primer encuentro. En circunstancias normales, habría terminado la cita en cuanto llegara la cuenta —pagarían a medias, a petición de ella—, explicándole que él no era para ella y que, aunque le había agradado conocerlo, no tenían futuro juntos. Y no, no hacía falta que se molestara en llamarla, enviarle mensajes o correos electrónicos.

Habría hecho exactamente eso, si no fuera porque se sentía sola… CK ya no estaba, y todavía no podía creerlo. Volver a su apartamento vacío era muy doloroso. Había tomado la costumbre de dormir en el sofá de su oficina para evitar todos los recuerdos, pero luego tenía que ir a casa a ducharse y, en el momento en que cruzaba la puerta, sentía ganas de llorar.

Por eso no había rechazado a Bradley. Y ahora, ahí estaba, en la cena número dos, escuchando las aplicaciones prácticas de la mira láser calibrada. ¿O eran miras? En cualquier caso, estaba atrapada y, para ser honesta, quizás debería simplemente aguantar y volver a su casa y dejar que el dolor la inundara. Porque CK merecía ser llorado y tenía la sensación de que su terapeuta le diría que había estado evitando esos sentimientos durante demasiado tiempo. Eso suponiendo que tuviera un terapeuta. Lo cual no era el caso. Aunque más de una persona le había dicho que necesitaba uno. Generalmente un empleado al que había despedido o que había renunciado. Al irse, la despedida, a menudo gritada a través del vestíbulo abierto de la oficina, era algo así como: «Eres imposible. Crees que puedes hacerlo todo. Pues no puedes. No eres sobrehumana. Solo crees que eres mejor que todos los demás. Tienes un problema serio, Sophie, y deberías buscar ayuda». Y la mitad de las veces terminaban su discurso con algún insulto incluido.

—¿Sophie?

—¿Mmm?

—Tu teléfono está sonando.

—Oh. Lo siento. Olvidé apagar el sonido.

Sophie bajó la vista hacia el teléfono que había colocado junto a su copa de vino y se dio cuenta de que, efectivamente, estaba sonando, vibrando y desplazándose sobre la mesa. Estaba a punto de enviar la llamada al buzón de voz cuando leyó la información del identificador de llamadas.

—Es de mi compañía de alarmas. Tengo que responder, lo siento.

Tomó su teléfono y su bolso y se encaminó hacia la entrada del restaurante.

—Sophie Lane al habla —respondió a la llamada con voz firme—. ¿Necesitan mi código de autentificación?

—Sí, señorita.

Dio el código y preguntó:

—¿Cuál es el problema?

—Hemos notificado al Departamento de Bomberos que se han activado varias alarmas de incendio. Nuestros sensores indican que hay un fuego, señorita Lane. No es una falsa alarma. Industrias CK está en llamas.

Veinte minutos más tarde, mientras esperaba impacientemente en un semáforo que nunca se ponía en verde, Sophie recordó que estaba en medio de una cita cuando salió corriendo hacia su coche. Activó la llamada en modo manos libres y dijo:

—Llamar a Bradley Kaspersky.

Segundos después, escuchó los tonos de llamada.

—Te has ido.

—Bradley, lo siento. Mi edificio de oficinas está en llamas. Voy hacia allá ahora mismo para encontrarme con el Departamento de Bomberos.

—¿Cómo sé que es verdad? ¿Cómo sé que no has huido de mí?

—Porque no lo he hecho. Porque… No lo sé, Bradley. Si eso es lo que realmente piensas, entonces esto no va a funcionar. Tengo que colgar.

Cortó la llamada e intentó ignorar la sensación de miedo y pavor que crecía en su pecho. Si había un incendio, podría perderlo todo. Su inventario, sus registros, las fotos de CK que guardaba en su escritorio.

Quizás no era tan grave, pensó. Quizás era…

Casi choca contra el coche que tenía delante. Sophie pisó los frenos en el último segundo y se detuvo a centímetros del parachoques trasero de la camioneta. Más adelante, a su derecha, el humo oscuro se elevaba en el cielo. No, elevarse era una palabra incorrecta. Se disparaba hacia arriba, como salido de un cañón, extendiéndose maliciosamente, presagiando el desastre.

Giró en la esquina, primero a la izquierda y luego tres giros más hacia la derecha antes de verse obligada a detenerse por una barricada custodiada por dos miembros del Departamento de Policía de Santa Clarita. Se detuvo y salió de su coche, tomando su identificación de la empresa y mostrándosela a los oficiales.

—Esa es mi empresa —dijo—. Yo soy la dueña. ¿Qué ha pasado? ¿Había alguien dentro? Oh, Dios, los limpiadores. ¿Lograron salir?

Los oficiales dejaron que pasara la barricada y señalaron hacia uno de los bomberos. Él parecía dedicarse a la gestión más que a subir escaleras para hacer un agujero en el techo.

Al principio no pudo moverse, no pudo hacer nada más que mirar lo que una vez había sido un gran almacén con oficinas. Ahora solo había fuego, humo y calor.

«Vamos», se dijo a sí misma. ¡Tenía que moverse!

Se apresuró hacia el hombre y se identificó de nuevo.

Él asintió.

—Por lo que sabemos, el equipo de limpieza descubrió el fuego. Todos lograron salir a salvo. Hicimos una búsqueda, lo mejor que pudimos, y no encontramos a nadie más. ¿Sabe de algún empleado que trabaje hasta tarde?

Sophie intentaba concentrarse en lo que él decía, pero le resultaba imposible. Nunca había visto un incendio real antes, solo en películas o en la televisión. Aquella imagen bidimensional no la había preparado para la realidad. El calor era increíble. Incluso a treinta metros de distancia, quería retroceder, alejarse del calor creciente.

Lo que más le impresionaba era el sonido. El fuego realmente estaba vivo. Respiraba, rugía y gritaba. Su edificio luchaba, pero no era rival para la bestia que lo consumía. Mientras observaba, el fuego clamaba victoria al derrumbarse una pared.

—Señorita, ¿hay alguien trabajando hasta tarde? —insistió el bombero.

Ella apartó su mirada de las llamas.

—No. Nadie trabaja hasta tarde. Solo yo. No me gusta que haya gente en mi edificio cuando no estoy. —Los limpiadores eran la excepción. Ella confiaba en ellos. Además, cualquier cosa importante estaba bajo llave.

La expresión del hombre se tornó compasiva.

—Lo siento. No va a quedar nada del edificio.

Asintió porque le era imposible hablar. Le dolía la garganta, y no solo por el humo y las cenizas en el aire. Le dolía porque estaba haciendo todo lo posible por contenerse.

Todo por lo que había trabajado, todo lo que había soñado, construido, sudado y luchado, se había esfumado. Simplemente desaparecido. Su madre siempre le había advertido que, si no tenía cuidado, la gente le rompería el corazón, pero nadie le había dicho que un edificio podría hacer lo mismo.

Se giró y empezó a caminar hacia su coche. La parte izquierda de su cerebro decía que necesitaba llamar a su agente de seguros, y tal vez a algunos de sus empleados. Gracias a Dios, sus registros contables y pedidos estaban respaldados externamente, pero Industrias CK no abriría sus puertas en mucho tiempo.

Esa era la parte izquierda. La parte derecha de su cerebro solo sentía dolor. Primero CK y ahora esto. No podía soportarlo. No podía perderlos a los dos.

Toqueteó en su teléfono y buscó entre sus contactos hasta encontrar un número familiar. Lo marcó.

—Hola, eres tú —dijo su prima Kristine—. Esto es una sorpresa. Pensé que tenías una cita. Oh, Sophie, apenas son las ocho. No me digas que ya lo dejaste. Te juro que eres imposible. ¿Qué tenía de malo este chico? ¿Era muy alto? ¿No era lo suficientemente alto? ¿Respiraba de forma extraña? Espera un segundo… —La voz de Kristine se volvió amortiguada de repente—: Sí, JJ, tienes que hacer tu tarea de Historia. La Primera Guerra Mundial no es estúpida ni aburrida y necesitarás saber esa información más adelante en la vida. —Volviendo al tono de voz normal, Kristine continuó—: Seguro que cuando tenga treinta años me dirá que estaba completamente equivocada acerca de la relevancia cotidiana de la Primera Guerra Mundial.

—Kristine, todo se… se ha… —comenzó a decir Sophie con dificultad.

—¿Qué? Sophie, ¿qué ha pasado? ¿Dónde estás? ¿Estás bien? ¿Tu cita te hizo algo? ¿Necesitas que llame a la policía?

—No, no. Yo estoy bien. —Al principio, Sophie pensó que estaba temblando, pero luego se dio cuenta de que estaba llorando tan fuerte que apenas podía mantenerse en pie o respirar—. Hay un incendio en la oficina. En este momento, todo está ardiendo. No va a quedar nada. Se ha quemado, Kristine. Se ha desintegrado todo.

—¿Tú estás bien? ¿Alguien resultó herido?

—Nadie trabaja hasta tarde y el equipo de limpieza fue quien encontró el fuego, así que todos están bien. No sé qué hacer. No puedo con esto.

—Claro que puedes. Si alguien puede, eres tú, cariño. Ambas lo sabemos. Estás en shock. Mira, voy a tomar el primer vuelo de la mañana. Te enviaré la información por mensaje. Lo resolveremos. Podemos hacerlo juntas.

Sophie miró hacia las voraces llamas y supo que había sido derrotada. Se había preparado para una compra hostil o una rebelión de todos los empleados, pero no para una aniquilación total.

—Es todo lo que tengo y ahora no queda nada…

—Eso no es cierto. Tienes a tu familia y, conociéndote como te conozco, tienes más seguros de los que necesitas. Esto podría terminar siendo lo mejor que te haya pasado. Has hablado de trasladar tu negocio de vuelta a la isla durante años. Ahora puedes hacerlo. Será como en el instituto. Ya verás.

—Odio cuando te muestras tan optimista.

—Lo sé. Esa es principalmente la razón por la que lo hago. Estaré contigo mañana.

Sophie asintió y colgó, luego abrió la puerta del conductor de su coche y se hundió en el asiento. Había mil cosas que debería estar haciendo, pero en ese momento lo único que podía hacer era ver cómo su mundo entero se consumía literalmente en llamas.

 

 

La distancia entre Valencia, California y Blackberry Island, Washington, era de unos mil ochocientos kilómetros, más o menos, y Sophie podía hacer el viaje en dos días. Llenó su coche con ropa, su portátil, dos cajas de archivos que necesitaría mientras seguía lidiando con las consecuencias del incendio, junto con una gran bolsa repleta de fotos, mantas y una cama y algunos juguetes para mascotas. Los transportistas se encargarían de empaquetar todo lo demás y entregarlo en una semana. Había vendido su apartamento amueblado, así que solo tendría que ocuparse de veinte o treinta cajas de cosas personales. Mientras tanto, se las arreglaría con lo que tenía. De hecho, ese era su nuevo mantra.

Cerrar temporalmente Industrias CK había sido sorprendentemente fácil. Había contratado una empresa de cumplimiento de pedidos para gestionar la notificación a los clientes. Aquellos que quisieran esperar a que se reemplazaran sus pedidos podían hacerlo, y los que preferían que se les devolviera su dinero recibieron un reembolso rápido. Había ofrecido trasladar al personal clave con ella a Blackberry Island y había recibido exactamente cero aceptaciones. Aún demasiado aturdida para sentirse herida por eso, había escrito cartas de recomendación y ofrecido generosos paquetes de indemnización, todo mientras pagaba por adelantado cuatro meses de seguro de salud para todos.

Sus únicos amigos en la zona habían sido relacionados con el trabajo y, sin más trabajo, rápidamente se desvanecieron. Al final, no había nadie para despedirla, así que varias semanas después del incendio, a las siete de la mañana del viernes, se dirigió a la autopista y luego se incorporó a la I-5 hacia el norte.

Alrededor de las diez, Kristine la llamó.

—¿Dónde estás? —preguntó su prima.

—Al norte de Grapevine.

—Deberías haberme dejado tomar ese vuelo y conducir las dos juntas hacia el norte.

—Estaré bien. Tienes ocho niños de los que ocuparte. Morirían sin ti.

Kristine rio.

—Son tres niños.

—Cuando los visito, parece que son más.

—Eso es porque son ruidosos. —Su humor se desvaneció—. ¿Estás bien?

—Mejor que nunca. —Si no tenía en cuenta su corazón roto y su espíritu desgarrado.

—Estás mintiendo.

—Sí, pero no pasa nada.

Kristine suspiró.

—Me alegra que vuelvas a casa. Estoy preocupada por ti.

—Estaré bien.

—Creo que el almacén todavía está en alquiler. Quiero que lo veas en cuanto llegues. Esto es Blackberry Island. No es como si tuviéramos más de un almacén. Si no consigues ese, tendrás que tener tus oficinas en el continente, y conducir allí todos los días sería un fastidio —dijo Kristine con cierto tono de urgencia.

Sophie sintió que su sensación de tristeza aturdida se aliviaba un poco.

—Ya está hecho.

—¿Qué?

—Firmé el contrato de arrendamiento la semana pasada.

—¿En serio? —La voz de Kristine sonó como un chillido—. Pero si no lo has visto.

—Lo sé, pero dijiste que estaba bien. Además, tienes razón. No es como si hubiera seis almacenes para elegir.

—Dije que estaba disponible, pero no sé qué necesitas. Sophie, ¿firmaste un contrato de arrendamiento? ¿Y si lo odias?

—Entonces estaré molesta contigo —respondió Sophie con una sonrisa—. Estará bien. Haré que funcione. De verdad. Ahora mismo solo quiero estar en casa.

—Has alquilado un almacén sin haberlo visto. Increíble. Lo siguiente que me dirás es que alquilaste una casa sin verla también.

—Técnicamente, vi fotos en Internet.

—¡Sophie!

—Es solo por unos meses, mientras resuelvo las cosas.

—Eso es una locura —le dijo Kristine—. Nunca te entenderé. Bien, concéntrate en conducir. No puedo esperar a que llegues mañana. Los chicos están muy emocionados por verte.

—Yo también tengo ganas de verlos. Dijiste que son seis, ¿verdad?

—¡Sophie!

—Te quiero.

—Yo también te quiero.

 

 

—Piensa en ello como un rito de paso —dijo Kristine Fielding alegremente—. Ahora tienes doce años. Te mereces asumir más responsabilidades.

—Dices eso como si fuera algo bueno —murmuró Tommy, su hijo de doce años—. Soy un niño muy bueno, mamá. Quizás me merezca no hacer la colada.

—¿Preferirías que la hiciera yo por ti?

—Bueno, sí. Claro. Nadie quiere hacer tareas domésticas.

Estaban en la habitación de Tommy, frente a un montón gigante de ropa para lavar. Kristine había estado haciendo todo lo posible por convencer a su hijo mediano de que era hora de aprender algunas habilidades para la vida. Como su hermano mayor antes que él, Tommy se resistía. Al final, tuvo que amenazar a JJ con la pérdida de los privilegios de la Xbox antes de que estuviera dispuesto a asumir la tarea. Esperaba no tener que recurrir a medidas tan drásticas con Tommy.

—Entonces, ¿está bien para ti que me ocupe de toda la casa, cocine y haga tu colada, mientras tú no haces nada?

Tommy sonrió.

—Es tu trabajo, mamá. El mío es la escuela. ¿Recuerdas cómo saqué un sobresaliente en mi último examen de Matemáticas? Ser un estudiante excelente lleva mucho tiempo. —Su expresión se volvió astuta—. ¿Qué prefieres? ¿Que haga mi propia colada o tener un hijo superinteligente que saca sobresalientes?

—No es cuestión de una cosa o la otra. Ahora tienes doce años. Es hora de que empieces a hacer tu propia colada —dijo Kristine con firmeza.

—Pero ya ayudo a papá con el jardín.

—Todos hacemos eso. Mira mi cara. ¿Hay algo en mi expresión que te haga pensar que voy a cambiar de opinión? Recordemos el triste verano de hace dos años cuando JJ se negó a hacer su colada. Piensa en la capa de polvo sobre el mando de su Xbox y cómo lloró, puso mala cara y dio golpes con los pies.

—Fue vergonzoso para todos nosotros.

—Sí, lo fue. Ahora, puedes ser un ejemplo para tu hermano menor o puedes proporcionarme una historia muy divertida para contar a todos los que te conocen, pero en ambas opciones acabarás haciendo la colada igualmente. ¿Qué prefieres?

—Quizá debería preguntarle a papá qué piensa.

Kristine sabía que Jaxsen tomaría partido por Tommy, no por malicia, sino porque, cuando se trataba de sus hijos, era el más indulgente.

—Podrías, y luego tendrías que enfrentarte a mí. —Mantuvo su tono alegre—. ¿Me equivoco?

—No… —dijo Tommy tras un suspiro—. Me rindo a lo inevitable.

—Ese es mi chico. Estoy orgullosa de ti. Ahora, recoge tu ropa sucia y ven conmigo a la lavandería. Vas a aprender a usar la lavadora y la secadora. He hecho un horario. Tendrás ciertos días y horas en los que tendrás el privilegio de usar la lavadora y la secadora. Si las usas en otros momentos, cuando están programadas para JJ o cuando yo quiera, no te gustarán las consecuencias.

—¿Sin Xbox?

—Sin monopatín.

—¡Mamá! ¡Sin mi monopatín no!

Kristine sonrió. Tanto su madre como su suegra le habían enseñado que la clave para conseguir que los niños hicieran lo que uno quería era averiguar sus debilidades y utilizarlas como moneda de cambio. Para JJ era su Xbox, para Tommy era su monopatín y para Grant era estar al aire libre. Intentaba utilizar su poder para el bien, pero nunca dudaba en hacerlo.

—Y el sábado cambiarás las sábanas y las lavarás —dijo contenta—. Va a ser genial.

—No es justo.

—Lo sé. ¿No es fabuloso?

—¿Y si no me importan las sábanas limpias?

—Creo que te importan las sábanas limpias tanto como a mí llevarte a Marysville a ese parque de patinaje que te encanta.

Los ojos marrones de Tommy se abrieron de par en par, horrorizados.

—¿No me llevarías, verdad?

—Por supuesto que no. Aunque cualquier chico de doce años que haya lavado sus propias sábanas merece ser llevado a un parque de patinaje.

—¿Es un chantaje? —preguntó él.

—Yo lo considero persuasión —respondió ella con una sonrisa.

—No quiero crecer. Es demasiado trabajo.

—Interesante. Alguien debería escribir un libro sobre un niño que se niega a crecer. Suena como una gran historia.

—Ya existe… Es Peter Pan.

—¿En serio? ¡Sorprendente! —Señaló la pila de ropa en el suelo—. En diez minutos te daré lecciones de colada. Si no estás allí, empezaré sin ti. Y si empiezo sin ti, lo haré con tu monopatín favorito en mi poder.

—Cuando tenga hijos, les dejaré hacer lo que quieran.

Kristine se acercó a su hijo y le besó la parte superior de la cabeza, algo que no podría hacer por mucho más tiempo.

Había crecido al menos cinco centímetros en el último año. JJ ya la superaba en altura y tenía solo catorce años. En un par de años sería más alto que su padre. Incluso el pequeño Grant ya no era tan pequeño. Cuando se quedaba dormido afuera, estudiando las estrellas, ya no podía cargarlo hasta la cama. Tenía que llamar a Jaxsen para que lo levantara y lo llevara adentro.

—Estoy segura de que lo harás —dijo ella con una risa.

—No me crees —sacudió la cabeza Tommy—. Estás equivocada. Voy a ser el mejor padre del mundo.

—Ajá. Estoy esperando esa primera llamada de pánico. —Bajó la voz—: «Mamá, el bebé está llorando y no sé qué hacer».

—Yo nunca haré una llamada así. Estaré en el trabajo.

—Oh, yo creo que tú serás un papá de los que se quedan en casa —le dijo para chincharlo. Él parecía horrorizado ante la idea.

Hasta ahora, había logrado enseñar a sus chicos a limpiar su baño y ayudar en la cocina. Estaba trabajando para que aprendieran a lavar su propia ropa. Pero no había podido convencerlos de que la crianza de los hijos debía ser compartida. Probablemente porque ella siempre había sido una madre que se quedaba en casa, al igual que la mayoría de las madres de los amigos de sus hijos. Jaxsen era un padre muy involucrado, pero más en llevar a los chicos a aventuras que en comprarles ropa para la escuela o ayudarles con los deberes. No estaba dando un ejemplo muy feminista.

Necesitaban ver a más mujeres fuertes con carreras impresionantes a su alrededor. Ahora que su prima Sophie había vuelto a la isla, podrían cenar todos juntos y ella podría hablarles sobre lo que era dirigir un imperio empresarial. Porque una cosa era enviar a sus hijos al mundo con habilidades para la vida, pero otra muy distinta era hacerlo inculcándoles que una mujer podía estar al mando.

Aun así, eran buenos chicos, amables y respetuosos. Al menos en público y con los adultos. Entre ellos eran monos salvajes que ponían a prueba su paciencia todos los días.

—Debería haber tenido niñas —dijo con un suspiro. Tommy puso los ojos en blanco.

—Habrías odiado tener niñas.

—Son limpias, bonitas y huelen bien.

—Sí, los chicos huelen mal —admitió su hijo—. Y algunas chicas son realmente inteligentes. Pero nos tienes a nosotros y ya no hay vuelta atrás, mamá. Pase lo que pase, tienes que querernos.

—Sí, eso es lo que se rumorea. Está bien, hijo del medio. Te veo en la lavandería en diez minutos o me llevo tu… ya sabes qué a dar una vuelta.

—Te caerías a los tres metros.

—De ninguna manera. Podría aguantar seis metros sin problemas.

Su hijo le dio un abrazo rápido y luego comenzó a cargar la pila de ropa sucia en la cesta que su madre le había traído. Ella lo dejó a su trabajo y se dirigió a la cocina.

La cena estaba en la olla de cocción lenta. Se había encargado de eso esa mañana. Echó un vistazo al calendario —un gran rectángulo enmarcado, del tamaño de una pared, con cuadrados grandes para cada día del mes y simpáticas imágenes de gatos alrededor— y vio que JJ terminaría su práctica de béisbol a las cuatro y Grant estaría en casa de su amigo Evan hasta las cuatro y media. Jaxsen recogería a ambos niños por ella, lo que significaba que hasta la hora de la cena solo tenía que doblar toallas, preparar su lista de la compra semanal, decidir un menú para su cliente de catering y escribir una lista de la compra para eso, revisar sus suministros de repostería porque pasaría toda la noche del jueves haciendo galletas para el próximo fin de semana y recordarle a Jaxsen que tenían que tomar una decisión sobre los campamentos de verano para los chicos. Solo era abril, pero los campamentos se llenaban rápidamente. Y hablando de abril, en dos semanas serían las vacaciones de primavera y necesitaba saber si él aún planeaba llevar a los chicos a la montaña.

Porque, si era así, debía sacar el equipo y asegurarse de que todo estuviera en funcionamiento.

Esa noche, después de la cena y los deberes, tenía que terminar su libro para el club de lectura y preparar el calendario de mayo, pedir más bolsas para sus galletas y hacer la contabilidad de marzo de sus ventas, porque aún no lo había hecho y, si se atrasaba demasiado, nunca se ponía al día. Y en esos cinco segundos entre cepillarse los dientes y quedarse dormida, le gustaría calcular los números de ese pequeño espacio junto a Island Chic que se había puesto en alquiler hacía una semana. Porque si alguna vez conseguía tener tiempo y juntaba el dinero suficiente, quería hablar con Jaxsen sobre abrir una pastelería. Nunca le había parecido el momento adecuado, pero ahora que los niños eran mayores…

—Mamá, estoy listo. He clasificado mi ropa por colores, como dijiste. Pero ¿realmente importa si no lo hago?

—Chicas —murmuró ella, caminando hacia la lavandería—. Las chicas habrían sido mucho más fáciles.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

El Hostal Blackberry Island ofrecía camas cómodas, vistas al mar y una decoración con motivos de margaritas que Sophie no estaba segura de comprender del todo. Las margaritas no eran precisamente un símbolo característico de la isla. Si un negocio quería atraer a turistas, cuantas más moras, mejor. Sin embargo, había margaritas en la habitación, margaritas en el papel tapiz y cientos, posiblemente miles, de margaritas plantadas a lo largo del camino de entrada desde el estacionamiento hasta la carretera principal.

Mientras Sophie caminaba hacia su coche, temblaba por el aire húmedo y frío. Había olvidado cómo la isla estaba sujeta a estaciones reales, a diferencia de Los Ángeles, donde casi siempre había sol. Ese día el cielo estaba gris y las olas del Sound eran agitadas y negras.

En circunstancias normales, y un lunes por la mañana, Sophie no habría notado nada de eso. Habría estado totalmente centrada en su negocio y en lo que tenía que hacer ese día. Pero —y nunca se lo admitiría a nadie excepto a sí misma— en los últimos días se sentía un poco frágil y desorientada.

«Es por el incendio», se dijo a sí misma. Perder su negocio, no tener a ninguno de sus empleados dispuestos a mudarse. De acuerdo, y la pérdida de CK. Esa realidad aún tenía la capacidad de hacerla caer de rodillas emocionalmente. Y tal vez el hecho de que tenía treinta y cuatro años y no estaba más cerca de tener su vida organizada de lo que había estado a los veinte. Todo giraba en torno al trabajo y, con Industrias CK en el limbo, se sentía perdida.

«Pero nunca más a partir de hoy», se dijo a sí misma mientras giraba a la derecha al final del camino y se dirigía hacia la muy pequeña zona industrial de la isla.

Se iba a encontrar con la agente inmobiliaria en el almacén a las nueve. Sophie recibiría la llave y echaría un vistazo al espacio que había alquilado para los próximos cinco años.

Condujo más allá de tiendas turísticas y bodegas antes de dirigirse hacia el interior. Había un pequeño centro comercial, un colegio y algunos edificios médicos. Detrás de todo eso, había algunos bloques de oficinas y un puñado de pequeñas empresas que hacían de todo, desde reparar tu coche hasta limpiar tus alfombras. Y al final de la calle estaba el gran almacén.

Aparcó junto a la puerta principal. Llegó temprano y el lugar parecía cerrado a cal y canto, así que caminó alrededor del exterior del edificio.

Sophie se sentía afortunada de haber conseguido el único almacén disponible en la isla, consciente de la importancia de esa adquisición para el futuro de Industrias CK. El espacio era grande, con ventanas amplias en la oficina de recepción y suficiente estacionamiento para los empleados. Además, el muelle de carga era lo bastante espacioso para la logística de entrada y salida de productos.

Al regresar a su coche y esperar a la agente, Sophie reflexionaba mientras tomaba su café para llevar. A pesar de haberse saltado el desayuno por sentirse indispuesta y de las dudas sobre cómo se adaptaría al clima tras sus años en Los Ángeles, sabía que, con las largas jornadas de trabajo que solía hacer, el tiempo sería lo de menos. Lo importante era que el techo no tuviera goteras.

Cuando finalmente tuvo las llaves en sus manos, se sintió un poco decepcionada al no sentir el alivio o incluso la euforia que esperaba. El espacio era enorme, casi el doble de lo que tenía en Valencia, con una docena de oficinas, varios baños y un área abierta donde soñaba con instalar estanterías y tener el centro de envíos perfecto. Era más que genial, era…

«Horrible», susurró Sophie, al darse cuenta de la magnitud del vacío que la rodeaba.

Recordó cómo había comenzado Industrias CK en el segundo dormitorio de un apartamento que alquiló mientras aún estaba en la universidad, y cómo había evolucionado desde su habitación de estudiante de primer año. Había pasado por diferentes espacios, cada uno marcando un hito en su vida, como el traslado a Valencia después de su divorcio, que en aquel momento fue como una huida hacia una nueva vida.

Sin embargo, esta nueva reubicación no era como aquella. Había sido forzada por un mal cableado eléctrico y no había estado preparada para la devastación, tanto física como emocional, que eso conllevó. Para ser sincera, no estaba emocionada con el trabajo que tenía por delante. Se sentía abrumada.

Sophie quería golpear el suelo con los pies y exigir una segunda oportunidad. O al menos un recuento. Pero no había a quién quejarse. Ese era su proyecto y solo ella podía hacer que fuera un éxito. «Lidera, sigue o quítate del camino», se recordó a sí misma. «Los ganadores ganan. Soy la campeona. Depende de mí. Puedo hacerlo».

Ninguna de las palabras parecía surtir efecto, pero al menos decirlas era mejor que admitir la derrota. Se dirigió a una de las enormes puertas del muelle de carga y presionó el botón para abrirla. El aire fresco entró. Sophie bajó su mochila al suelo, se sentó con las piernas cruzadas y se preparó para trabajar.

Necesitaba de todo. Empleados, producto, estanterías, suministros de envío, suministros de oficina, muebles de oficina y wifi. Cuando aún estaba en Los Ángeles, ya había elegido todo lo que quería, pero había esperado para hacer el pedido hasta saber el tamaño de todos los espacios. También tenía un gran cheque del seguro en su cuenta bancaria para pagarlo todo.

Sacó su ordenador portátil y, usando su teléfono como punto de acceso, buscó al proveedor de Internet local y solicitó la instalación del servicio. Pediría todo lo demás cuando estuviera de vuelta en su habitación del hostal. La casa que había alquilado no estaría disponible hasta finales de semana. Una vez instalada allí, podría centrarse completamente en el negocio. En un par de meses, todo funcionaría sin problemas y sería como si el incendio nunca hubiera ocurrido. O eso esperaba.

—¿Hay alguien aquí? —dijo una voz.

Vio a un hombre alto, de pecho ancho, entrando en el almacén. Tenía el cabello gris y la cara bronceada, y llevaba una camisa a cuadros metida por dentro de unos vaqueros. Sostenía una carpeta en una mano.

Sophie se levantó rápidamente.

—¿En qué puedo ayudarle?

—¿Sophie Lane? —preguntó el hombre.

Ella asintió.

—Bear Gleason —se presentó él, acercándose y estrechándole la mano. Ella medía un metro sesenta y cinco y él era al menos veinte centímetros más alto.

Supuso que tendría unos cincuenta años.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Gleason? —insistió ella, esperando que quisiera un trabajo y que tuviera experiencia que pudiera utilizar.

—Bear, por favor. He oído que está trasladando su negocio a la ciudad. Industrias CK —dijo él.

—Así es.

—Mi mujer y yo hemos vivido toda la vida en el este de Washington. Yo dirigía una de las mayores empresas de almacenamiento de fruta del país. Cuando un conglomerado internacional nos compró el año pasado, trajeron a su propia gente. Entonces, nuestra hija se quedó embarazada de trillizos y mi mujer quiso mudarse aquí para estar cerca de los nuevos nietos y ayudarla.

Sophie sintió un susurro de esperanza y anticipación. Era la misma sensación de expectativa que otras mujeres debían de sentir al enterarse de que había rebajas en zapatos de marca. Tenía el presentimiento de que acababa de encontrar a su gerente de almacén.

—Pensé en jubilarme —continuó Bear—. Pero llevo dos meses sin trabajar y la verdad es que me estoy volviendo loco en casa. Mi hija está embarazada de ocho meses y en reposo absoluto. Mi esposa está siempre fuera y yo deambulo por nuestra nueva casa como un cachorro perdido. He hecho todos los proyectos domésticos que se me ocurren y mi esposa no para de decirme que si toco su cocina me matará mientras duermo.

El hombre miró a su alrededor.

—No tengo ni idea de qué es lo que compras o vendes, pero si necesita ser traído, contabilizado y luego enviado a los clientes, yo soy tu hombre. —Le entregó una carpeta delgada—. Mi currículum y referencias.

«¡Sí!». Sophie se contuvo para no empezar a bailar de alegría.

—¿Cómo te enteraste de que he alquilado el almacén?

—En un pueblo tan pequeño, es de lo único que todos hablan. Si yo fuera tú, pondría ya una fecha para el día de la selección de personal. De lo contrario, la gente no parará de venir a cualquier hora.

—¿Como has hecho tú?

—Exactamente como he hecho yo —dijo él con una sonrisa, pero pronto se desvaneció—. También he oído lo del incendio. Tenías un seguro, ¿verdad?

—Vaya…, veo que quieres asegurarte de que tu cheque tendrá fondos.

—Diablos, no voy a trabajar gratis.

—Está bien, respeto eso.

Estaba a punto de comenzar la entrevista cuando un camión de dieciocho ruedas entró en el aparcamiento y comenzó a retroceder hacia el muelle de carga.

Bear miró del camión a su almacén.

—Ni siquiera tienes estanterías. Ni escritorios. ¿Hay alguien más trabajando aquí aparte de ti?

—No, pero los habrá. Mejor tener producto y ningún lugar donde ponerlo que no tener nada.

Bear no parecía convencido. Aun así, se movió hacia la puerta del muelle de carga y ayudó a guiar al camión hasta su lugar.

Les llevó casi una hora mover el cargamento del camión al almacén. Sophie se detuvo varias veces para añadir cosas a su lista de suministros necesarios. Carretillas de mano, por ejemplo. También una elevadora. Guantes, gafas de seguridad, conos.

Cuando el repartidor de UPS se marchó, Bear se quedó mirando las cajas apiladas.

—Comida para gatos. Arena para gatos. Juguetes para gatos —dijo con una mirada de desaprobación—. ¿Qué es todo esto?

—Lo que vendemos. ¿Qué creías que se hacía aquí?

—Se llama Industrias CK. No da muchas pistas para saber de qué se trata.

Ella sonrió.

—CK significa Clandestine Kitty. Empecé el negocio cuando estaba en la universidad.

Bear parecía horrorizado.

—¿Vendes cosas de gatos? ¿Necesitas todo este espacio solo para vender cosas de gatos?

—¿Es que no te gustan?

—No mucho. Soy más de perros. Maldición. Clandestine Kitty. Nunca lo habría adivinado. Espero que nadie de mi tierra natal se entere de que trabajo aquí.

—Técnicamente, aún no te he contratado.

—Lo harás. No vas a encontrar a nadie más cualificado. Además, ahora vivo aquí cerca, eso ayuda. Si hay una emergencia, estoy a seis minutos.

El hombre echó un vistazo a las pilas de cajas y luego el almacén.

—Las cosas llegan, tú las empaquetas de nuevo y las envías a los clientes. Entiendo. Vamos a necesitar estanterías y una zona para los envíos.

—Lo sé.

—Necesitaré que me expliques tu flujo de trabajo actual. Probablemente no sea tan eficiente como podría ser, pero empezaremos con eso y lo cambiaremos sobre la marcha. Me ayudaría ver los pedidos de los últimos seis meses para hacerme una idea. Urge conseguir una carretilla elevadora. Y, para empezar, necesitaré un ordenador, una zona para organizar todos los pedidos y una tarjeta de crédito de la empresa.

—Aún no estás contratado.

Él suspiró profundamente.

—Está bien. ¿Qué quieres saber?

Ella tenía su currículum, que hablaría de las funciones que había desempeñado y de lo que había sido responsable. Sin embargo, lo que a ella le interesaba más era saber cómo era Bear.

A Sophie le habían dicho multitud de veces que su forma de trabajar era… un tanto difícil. ¿Podría él soportarla?

—Háblame de tu mejor y tu peor día —le pidió ella.

—Hablas de cosas de trabajo, ¿verdad? —preguntó Bear, estrechando la mirada—. Porque si quieres hablar de mis sentimientos, no nos vamos a llevar bien en absoluto.

Ella rio.

—Bear, te juro que nunca te preguntaré por tus sentimientos, y te aseguro que no te hablaré de los míos. Solo quiero saber si eres bueno en lo que haces y si tienes algún problema trabajando para una mujer.

—¿Traerás algún gato al trabajo?

Sophie reflexionó sobre cómo CK había sido parte de su mundo durante casi dieciocho años. Cómo sus suaves maullidos y su ronroneo gentil eran tan familiares como el propio latido de Sophie. Recordó cómo sostuvo a CK en sus últimos momentos y cómo aún no podía creer que su dulce gata ya no estuviera con ella.

—No —dijo en voz baja—. No traeré ningún gato al trabajo.

—Entonces, no me importa si eres mujer o un zombi. Tengamos una entrevista y aclaremos esto. Si te parece que nos vamos a llevar bien, entonces comenzaré a redactar una propuesta sobre lo que voy a necesitar.

—Ya he escogido estantes y mesas.

—Ajá. Como dije, redactaré una propuesta y la revisaremos juntos. Usaré mi ordenador de casa hasta que consigas los nuevos para el almacén y las oficinas. Está bien. El peor día. Eso es fácil. Cuando un idiota trajo un montón de fruta de casa de su madre, al norte de aquí. La trajo al almacén sin detenerse a pensar que podría tener moscas de la manzana. Y las tenía. Maldito tonto. ¿Sabes lo que pueden hacer un par de docenas de moscas de la manzana reproduciéndose en un almacén lleno de cultivos de primera calidad?

Era algo en lo que realmente no quería pensar.

—Fue malo, ¿eh?

—Decir que fue malo ni siquiera se acerca a describirlo. Perdimos millones. Siempre he creído que la estupidez es para siempre. No tengo idea de dónde estará ese chico ahora, pero seguro que nunca más trabajará para mí. —Se quedó pensando un segundo—. El mejor día. Si te gusta lo que haces, entonces todos los días son buenos.

El corazón emprendedor de Sophie sintió un pequeño latido de felicidad.

—Voy a revisar tu currículum y a comprobar tus referencias —le comunicó Sophie—. ¿Quieres empezar a descargar las cajas?

Él miró las pilas de mercancía y suspiró.

—Gatos. Nunca hubiera imaginado que serían cosas para gatos…

 

 

Heather Sitterly llevó dos platos a través del comedor del Hostal Blackberry Island. Como de costumbre, había mucha gente desayunando, incluso siendo un lunes por la mañana. Los clientes eran una mezcla de visitantes y lugareños, que iban allí por la deliciosa comida a precios razonables. La frittata de beicon y verduras de primavera se vendía muy bien esa mañana.

—Aquí tienen —dijo, colocando los platos frente a una pareja mayor que había estado en el hostal todo el fin de semana—. Aguacate a un lado y extra de beicon para el caballero. —Sonrió—. Déjenme rellenar sus tazas de café, luego volveré para asegurarme de que están disfrutando de su desayuno.

—Gracias, querida —dijo la mujer. Probablemente tenía alrededor de sesenta y cinco años, con un cabello gris de aspecto suave y ojos oscuros. Se parecía mucho a la abuela materna de Heather, pero sabía que era mejor no hacer ningún comentario sobre eso. A nadie le gustaba que le dijeran que se parecía a un abuelo.

Sonrió de nuevo antes de caminar de forma apresurada hacia la zona de café. Vio que la cafetera de descafeinado estaba casi vacía, así que puso en marcha la máquina antes de tomar una de las jarras de café normal y dirigirse otra vez hacia sus mesas. Llenó media docena de tazas antes de volver a la mesa de la pareja de mayores.

—Excelente, como siempre —anunció la mujer, echando un vistazo a su etiqueta con el nombre—. Heather, ¿verdad? ¿Eres de aquí?

—Nacida y criada.

—¿Vas a la universidad? —preguntó el marido de la mujer.

—Voy a la universidad pública. Hay una en el continente, no muy lejos de aquí.

—Es estupendo que haya un puente —habló la mujer—. No tienes que preocuparte por esperar un ferri.

—Es cierto. Los ferris no pueden viajar cuando el tiempo es malo, pero el puente siempre está abierto —dijo Heather.

—¿Alguna vez sueñas con escaparte a otro lugar? —preguntó el hombre, guiñándole un ojo y con tono de broma—. ¿A una gran ciudad?

«Casi todos los días», pensó Heather, pero no lo dijo en voz alta. A esas personas tan amables no les interesaba saber nada sobre sus problemas personales ni cuánto anhelaba estar en casi cualquier lugar menos en el que se encontraba.

—Blackberry Island es un lugar encantador —respondió Heather con una sonrisa forzada. Luego se excusó para atender a otros clientes.

Exactamente una hora y cuarenta y siete minutos después, el turno de Heather terminó. Cerró su caja, guardó sus propinas y recogió la comida para llevar que Helen, la cocinera del comedor, siempre le dejaba. Como le había pedido, Helen había garabateado Amber en la bolsa. Al principio, la cocinera había escrito el nombre de Heather, ya que era ella quien hacía y pagaba el pedido. Pero Amber se había quejado de eso.

—La comida es para mí. ¿Por qué está tu nombre en la bolsa? ¿No debería estar el mío?

Heather había querido decirle a su madre que realmente no importaba de quién fuera el nombre. El desayuno estaba siendo entregado, gratis y delicioso. ¿Era tan importante el nombre? Pero no era una pelea que valiera la pena tener.

Colocó la bolsa con la comida en la cesta delantera de su bicicleta y se puso el casco. Tenía un coche, pero para trayectos cortos era más rápido y económico usar la bicicleta, sin mencionar que era un buen ejercicio. Mientras pedaleaba hacia la casa donde había crecido, planeaba el resto de su día. Llegaría sobre las nueve y cuarto. Eso le daba casi dos horas para estudiar para los exámenes finales antes de llevar a su madre a comprarse un coche.

Amber había sido embestida por detrás hacía tres semanas en el único semáforo de la isla. Su coche había quedado destrozado y su madre había sufrido lesiones de tejidos blandos que la habían dejado con discapacidad. Heather se sentía mal por todo lo que estaba sufriendo y esperaba que se recuperara pronto, pero había una pequeña parte de ella —una parte mezquina, malintencionada y mala— que se preguntaba si Amber realmente había resultado tan lesionada. Porque estar con discapacidad era mucho más fácil que ir a trabajar…

Heather recorrió el último kilómetro hasta la casa diciéndose a sí misma que no debía juzgarla. Era la vida de su madre, no debería involucrarse. Solo que estar involucrada siempre había sido su trabajo y ahí radicaba el problema.

Llegó frente al viejo bungaló donde vivía. El jardín delantero era grande, con un bonito césped y amplios parterres. En ese momento todo parecía descuidado después del largo invierno, pero ya se veían los primeros brotes verdes de los bulbos de narcisos y tulipanes asomando de la tierra oscura. En una semana o algo así, las flores harían su primera aparición.

La casa en sí necesitaba una mano de pintura, aparte de una reforma completa de la cocina y los baños. Pero prácticamente todo funcionaba y eso era mucho más importante que la apariencia de las cosas.

Ella aseguró su bicicleta en el porche trasero y entró por la puerta de atrás.

—Soy yo —dijo al entrar.

—¿Heather? —La voz de su madre era débil—. ¿Eres tú?

—Sí, mamá. ¿Quién más iba a ser?

—Nunca se sabe. Alguien podría entrar a robar y cortarme el cuello. Ha pasado antes.

—No a ti —dijo Heather, optando por el tono alegre porque el sarcasmo nunca funcionaba y realmente necesitaba empezar a estudiar lo antes posible—. Creo que todos estamos bastante seguros en la isla.

—¿Me trajiste el desayuno? Me duele tanto… y no puedo tomar mi pastilla hasta que coma.

—Sí, aquí lo tengo.

Heather puso la frittata en un plato y luego la calentó en el microondas. Sirvió café antes de llevar todo al pequeño y desgastado salón donde su madre estaba tumbada en el sofá.

Amber hizo un débil intento de levantarse, luego cerró los ojos con fuerza y gimió. Su hija la ayudó a levantarse para poder poner almohadas detrás de su espalda. Una vez que Amber estuvo cómoda, Heather le pasó el plato y dejó el café al alcance de la mano.

—Necesito ir a estudiar, mamá. Tengo mi último examen final mañana.

—Pero luego iremos a mirar coches, ¿verdad?

—Sí, iremos.

Heather pensó en la conversación que había estado evitando y supo que se le había acabado el tiempo. A regañadientes, se sentó en el sillón frente al sofá.

—Mamá, el cheque del seguro fue de nueve mil dólares. Y tú pretendes comprar un todoterreno de modelo reciente. Todos los que me has mostrado cuestan al menos veinte mil, incluso los usados. ¿Vas a pedir un préstamo por el resto?

Su madre, una mujer corpulenta de cabello oscuro y ojos marrones, dejó el plato a un lado.

—¿Qué estás diciendo?

Amber tenía solo treinta y ocho años, pero parecía tener al menos cuarenta y cinco. Había sido guapa cuando era joven, pero el buen aspecto que hubiera tenido parecía haberse desvanecido, junto con cualquier ambición.

—Solo digo que además hay que pagar impuestos y la tarifa de la licencia, así que un coche de veinte mil dólares terminará costando unos veintitrés mil. Eso es un préstamo de, ¿qué, catorce mil? Quizás quieras utilizar algunos ahorros para reducir la cantidad del préstamo.

Los ojos de la madre se llenaron de lágrimas.

—¿Ahorros? No tengo ahorros. Apenas mil dólares. Trabajo en ese horrible empleo donde me pagan una miseria. Con todos los gastos que tenemos, no queda nada. —Las lágrimas se derramaron por sus mejillas—. No sé qué voy a hacer. No es justo. Ese hombre chocó contra mí y destrozó mi coche, pero él ha salido impune. Soy yo la que va a tener que pagar por su descuido. Ojalá lo hubieran metido en la cárcel. Se lo merece. La policía casi ni le pone una multa. Dudo que lo hubieran hecho si yo no hubiera insistido.

—Mamá… —dijo Heather con suavidad, ignorando el nudo en su estómago—. ¿Un coche?

El labio inferior de su madre tembló.

—Supongo que no habrá coche para mí. Tendré que tomar el autobús. Solo hay un kilómetro desde la parada hasta casa. En cuanto se me cure la espalda, supongo que no habrá problema.

—¿Realmente solo tienes mil dólares ahorrados?

—¿Crees que te mentiría sobre eso? —dijo su madre, mirándola fijamente.

Heather estaba bastante segura de que sí lo haría, pero no tenía manera de verificarlo porque todas sus cuentas eran online. En cuanto a poder afrontar un préstamo…

«No», se dijo a sí misma. «Ni se te ocurra».

—¿Tienes algo de dinero? —preguntó su madre con voz débil—. ¿Algo que puedas prestarme?

Y ahí estaba. Lo que Heather había estado evitando. La pregunta que sabía que vendría desde el segundo en que se enteró del accidente. Porque la responsabilidad financiera recaía sobre ella. Solo tenía veinte años, pero había estado manteniendo el hogar desde los dieciséis.

Pensó en cómo había ahorrado y economizado con la esperanza de, algún día, tener suficiente dinero para poder escapar. Quería apuntarse a más de dos clases cada trimestre en la universidad pública local, quería tener un buen trabajo, no tres o cuatro a tiempo parcial. Y, sobre todo —por favor, Dios—, deseaba no tener que ser responsable de su madre algún día.

—¿Un préstamo? —dijo, incapaz de ocultar la amargura en su tono.

Amber se sobresaltó como si hubiera recibido una bofetada.

—¿Por qué lo dices así? Soy tu madre. Te he cuidado toda tu vida. Si no me hubiera quedado embarazada, podría haber ido a la universidad y haber hecho algo de mí misma. Estoy aquí para ti todo el tiempo, Heather. Tienes suerte de tenerme.

Lo cual podía ser verdad o no, pero lo que sí era cierto es que su madre nunca le devolvía el dinero. No importaba cuántas veces se lo hubiera «prestado».

—¿Cuánto tienes? —quiso saber Amber.

Heather quería mentir. Quería inventarse un número menor para poder guardar algo para su futuro, pero no podía. No tenía el gen de la mentira. Lo había intentado, pero siempre sonaba rara e inmediatamente confesaba.

—Seis mil dólares.

Los ojos de Amber se iluminaron.

—¡Eso es perfecto! Solo tendré que pedir un préstamo de ocho mil. Es un pago de préstamo muy factible. —Hizo un gesto hacia las habitaciones—. Estudia un poco, luego iremos a comprarme un coche. ¡Estoy tan emocionada! Espero que todavía tengan el azul. Es tan bonito y tiene muy pocos kilómetros. —Se removió en su asiento como si de repente su dolor de espalda hubiera desaparecido.

Heather caminó hacia su habitación, tratando de no enfadarse por el hecho de que su madre iba a ventilarle todos los ahorros mientras dejaba los suyos intactos. Acababa de abrir su ordenador para revisar sus notas cuando sonó su teléfono. Miró la pantalla y luego sonrió.

—Hola, Sophie —dijo al descolgar—. ¿Cómo va todo?

—Genial. Estoy en mi nuevo almacén. No es perfecto, pero lo haré funcionar.

Sophie, Amber y Kristine eran primas que habían crecido juntas. Amber era unos años mayor. Heather recordaba a Sophie y a Kristine cuidándola cuando era pequeña.

—Todavía no puedo creer que hayas alquilado un almacén sin haberlo visto.

—Tenía que hacerlo mientras pudiera. La alternativa hubiera sido algo en el continente y no quería eso.

—¿Cuándo llegaste?

—El sábado por la noche.

—¿Y ya estás en el almacén?

—Primero los negocios. Industrias CK está a punto de reanudar sus operaciones. Primero el personal y el inventario, luego el mundo. Me voy a ver la casa que alquilé. Me mudo a finales de esta semana. De aquí a entonces, me quedaré en el hostal. ¿Cenas conmigo el miércoles? Se supone que habrá un menú especial.

—Claro. Ese día lo tengo libre. Y dudo que mamá tenga algo que hacer.

—Entonces, nos vemos en el hostal ese día a las seis y ya hablamos allí.

Se despidieron y cortaron la llamada.

Sophie estaba trasladando su exitoso negocio a la isla. Y dirigir una empresa significaba contratar a gente. Heather iba a preguntarle si podía darle trabajo enviando mercancía o algo por el estilo. Si se daba de baja del trimestre de primavera en la universidad pública, podría recuperar sus tasas. Con suerte, Sophie tendría algún trabajo a tiempo parcial para que Heather no tuviera que renunciar a su turno de desayuno en el comedor del hostal. Las propinas eran buenas y las necesitaría para ayudar a reponer su cuenta de ahorros. Además, pasar tiempo con Sophie siempre era divertido. Ella veía el mundo como un lugar acogedor lleno de oportunidades. Heather quería ser como ella algún día.

«Estudia», se dijo a sí misma, volviendo su atención al ordenador. Luego el coche, y después la cena con Sophie. Y si tenía cinco minutos libres en algún momento, iba a cerrar los ojos e imaginar cómo sería su vida si alguna vez se marchara.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Aunque el restaurante del Hostal Blackberry Island ofrecía desayunos y almuerzos, no servía cenas…, excepto los miércoles alternos, cuando se abrían las puertas para una tradicional cena de pollo frito. Sophie había sido informada por la amable señora de la recepción, y por dos mujeres que habían pasado a echar un vistazo al almacén, de que era un evento que no había que perderse.

Después de confirmar que Amber y Heather podían asistir, Sophie había reservado para tres. El restaurante no tenía licencia para vender bebidas alcohólicas, así que pasó por una de las tiendas locales para comprar una botella de chardonnay y regresó al hostal a tiempo para encontrarse con Heather y Amber en la recepción principal.

Sophie vio primero a Heather. La joven de veinte años mantenía la puerta principal abierta para su madre. Había oído hablar del accidente de coche de Amber, pero no se esperaba que usara un bastón y que caminara tan lento.

Aparte de eso, Amber lucía como siempre. Algo desaliñada y con cara de desaprobación. Su cabello era de un castaño medio, casi del mismo tono que el de Kristine, pero sin los bonitos reflejos. Heather era más alta que todas ellas, con ojos avellana, en lugar del marrón que compartían las primas. Sophie siempre había pensado que Heather había heredado el color de ojos de su padre, un vaquero de rodeo que, según Amber, la había seducido en un encuentro de una noche que la había dejado embarazada y con la vida arruinada.

Pensándolo bien, tal vez debería haber invitado solo a Heather a cenar.

Ese pensamiento la hizo sonreír mientras se apresuraba a saludarlas.

—¡Has vuelto! —Heather la abrazó fuerte—. Estoy tan emocionada de verte y que me cuentes sobre tu negocio. No puedo esperar para ver el almacén que has alquilado. Es tan emocionante.

El abrazo de Amber fue menos entusiasta.

—No puedo creer lo lejos que está el estacionamiento de la puerta principal. Debería haberle pedido a mi médico que me diera una de esas señales de discapacitado para poder aparcar más cerca.

—Mamá, te dejé en la puerta principal y luego fui a aparcar.

—Donde tuve que quedarme sola, esperándote.

Amber puso los ojos en blanco.

—Bueno, pero ya estás aquí —dijo Sophie, tocando el brazo de Amber, sabiendo que la mejor manera de manejarla era cambiando de rumbo lo más rápido posible—. Gracias por acompañarme a cenar. ¿Vamos a tomar asiento?

Amber marcó un paso tan lento que Sophie se impacientó al instante. Se distrajo entrelazando su brazo con el de Heather.

—¿Qué tal las clases? ¿Sigues teniendo cuarenta y siete trabajos?

—Ayer hice mi último examen final. Las notas saldrán en cualquier momento. Y solo tengo tres trabajos.

—Eres muy trabajadora —dijo Sophie—. Has estado trabajando desde… ¿cuándo, los doce años? Debes de tener bastante dinero ahorrado. Bien por ti.

Heather miró a su madre y luego apartó la vista. Sophie notó un aumento instantáneo en la tensión entre madre e hija y se preguntó cómo había conseguido meter la pata durante los primeros tres minutos de la conversación.

—El almacén es enorme —dijo a continuación, esperando cambiar el tema a algo más neutral—. Casi el doble de metros cuadrados que lo que tenía antes. Hay menos espacio de oficinas, pero está bien. No necesito tantos empleados y, si fuera necesario, supongo que podríamos acondicionar fácilmente algunas oficinas. Tendré que verlo.

—¿Porque tienes demasiado éxito? —soltó Amber, con un tono más molesto que juguetón—. Pobre Sophie, abrumada por lo glorioso que es todo.

—¡Mamá! Tuvo que mudarse porque su negocio se incendió —intervino Heather—. Nos alegra que haya vuelto, pero no es como si se hubiera mudado por elección.

—Estoy bien —dijo Sophie con tono alegre—. O lo estaré. Es un poco difícil lidiar con todo. Tengo mucho trabajo.

Llegaron al restaurante y de inmediato las acomodaron en una mesa con vista al mar. Un velero aprovechaba el viento mientras se dirigía hacia el sol poniente en el horizonte. La anfitriona les entregó una delgada hoja de papel.

—El menú es bastante sencillo —dijo, saludando a Heather—. Pueden pedir dos, tres o cuatro piezas de pollo, junto con dos guarniciones. Hay una elección de tarta para el postre. Su camarero vendrá en breve para tomar su pedido y abrir el vino. Heather, ¿té helado para ti? —preguntó mirándola y sin dejar de sonreír.

—Solo agua, Molly. Gracias.

—¿Es una amiga tuya? —preguntó Sophie, pensando que parecían tener más o menos la misma edad.

—Soy camarera aquí por las mañanas. Siempre está lleno y las propinas son estupendas.

Sophie frunció el ceño.

—Lo siento. No sabía que trabajabas aquí. Podría haber elegido otro restaurante. Debes estar cansada de su comida.

—Yo sí lo estoy… —interrumpió Amber tras un suspiro—. Todas las mañanas tomo lo mismo para desayunar.

—No sabía que te sentías así, mamá. Siempre te pido el especial, sea lo que sea —dijo su hija, visiblemente tensa—. Dejaré de traerte el desayuno después de mi turno.

—No hay necesidad de hacer eso —contestó Amber—. Está bien.

La expresión de Heather era indescifrable. Entonces, se volvió hacia Sophie.

—Créeme, la cena de pollo es un verdadero placer. Solo la he probado una vez y estaba deliciosa.

—¿Cuándo cenaste aquí? —preguntó Amber con aspereza—. No sabía eso. Nunca tengo oportunidad de ir a ningún lado.

—Estás aquí ahora… —dijo Sophie mientras agitaba el menú—. Qué rico. Todos los acompañamientos parecen deliciosos.

—No puedo creer que solo tengan pastel de zarzamora de postre —volvió a refunfuñar Amber—. Yo quería tarta.