Héroe a su medida - Trish Wylie - E-Book
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Héroe a su medida E-Book

TRISH WYLIE

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Beschreibung

A ella ya no le interesaban los hombres... pero acabó viviendo al lado del hombre ideal A la escritora Tara Devlin le gustaban los hombres altos, morenos... y de ficción. El amor en la vida real era demasiado doloroso... así que a ella ya sólo le interesaba su guapísimo vecino porque quería basarse en él para el protagonista de su próximo libro. Pero Jack Lewis no tenía nada que ver con su héroe imaginario; era exasperante, desafiante y demasiado sexy... además, había decidido colarse en el protegido corazón de Tara.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Trish Wylie. Todos los derechos reservados.

HÉROE A SU MEDIDA, Nº 1938 - octubre 2012

Título original: Her Real-Life Hero

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1127-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Jack Lewis se estaba de pie ante la puerta, con la camisa mojada en las manos, mientras las gotas de agua se deslizaban sensualmente por su torso.

Catherine se quedó sin respiración. Aquella imponente figura llenaba por completo el reducido espacio del camarote del capitán. De pronto, se sintió vulnerable, pequeña.

–Me está mirando –dijo él.

Ella parpadeó y tragó saliva con dificultad.

–¿Yo?

Jack sonrió al observar cómo se ruborizaba.

–¿Le gusta lo que ve, Lady Catherine?

–Podría ser.

Ella misma se sorprendió de su respuesta. Era una dama y como tal había vivido y se había comportado siempre. ¿A qué se debía aquel repentino cambio? ¿Era el masculino cuerpo, seductor y pecaminoso, lo que la incitaba a perder la compostura? Aquel hombre era sencillamente hermoso.

Se aproximó lentamente a ella, claramente consciente de que no podía apartar los ojos de su torso fornido.

–¿Le gustaría ver más? –preguntó él, y ella suspiró atormentada–. Dígame qué quiere.

La lluvia golpeaba insistentemente el ojo de buey del camarote y el viento agitaba el barco con la misma el fuerza que el deseo removía las entrañas de Lady Catherine. Una noche, sólo quería una noche para poder vivir con toda intensidad, una noche para recordar el resto de sus días.

–¿Quiero que me bese? –se aventuró a decir.

Él sonrió de nuevo.

–¿Sólo eso?

Ella tomó de sus manos la camisa empapada y la lanzó a un lado, mientras miraba su torso fornido.

–¿Puedo elegir?

–Cuanto quiera, mi Lady. Aquí no hay etiquetas ni convenciones, puede hacer cuanto le plazca.

Ella eddwqpmfppppppppf .vvvves [[[[[[[[[[[[

–¡Maldita sea, Percival, vete de aquí!

El inmenso gato la miró molesto y Tara sabía por qué. Debían de ser las ocho, y Percival siempre cenaba a esa hora, sin importarle si su dueña estaba o no en mitad de un capítulo apasionante.

–Tantos años luchando para llegar a ser una escritora de éxito y aún es mi gato el que decide por mí –sonrió indulgentemente y acarició al felino.

Vio su propio reflejo en la ventana e hizo una mueca de resignación.

–Pues la única pasión que voy a experimentar esta noche es la que tú me dejes escribir –hizo una reverencia ante el cristal–. Señoras y señores, vestida con su albornoz de siempre, el pelo revuelto y la pálida tez cubierta con una mascarilla verde, Tara es la viva imagen del antiglamour. Soltera y sin compromiso, sus posibilidades de encontrar a un futuro marido son tan escasas como de que sea la primera mujer que vive en la luna. Se ruega envíen algún ejemplar macho para completar su desoladora vida. Gracias –volvió a hacer la reverencia.

De pronto, el timbre de la puerta sonó.

–¡Vaya! A lo mejor ha surtido efecto mi petición. ¿Será algún hombre adorable que viene a apaciguar mi soledad?

Dando saltitos al más ridículo estilo de un personaje de dibujos animados, llegó hasta la puerta, se estiró el albornoz, se colocó malamente el descolocado pelo y abrió.

Un hombre absolutamente empapado entró en el recibidor de inmediato. En cuanto se detuvo, la miró fijamente con unos primorosos y seductores ojos azules.

Tara parpadeó confusa.

–¿He venido en un mal momento?

Ella no podía apartar la mirada. Allí estaba, impresionante, maravilloso, irreal. Era él, exactamente él, el objeto de todas sus fantasías.

El desconocido agitó nervioso una mano ante el rostro de ella.

–¿Hola?

–Sí... bueno... hola. Estaba tratando de adivinar si llovía o había venido usted nadando hasta aquí –dijo nerviosa ella.

–Sin duda, es la primera opción. Hace un tiempo espantoso.

–No lo había notado, estaba... No importa –al sonreír, reparó en la mascarilla que le cubría la piel–. ¡Cielo santo! Debo tener un aspecto deleznable.

El hombre se rió con una carcajada profunda y masculina.

–Bueno, seguro que no esperaba una visita a estas horas.

Ella no pudo sino mirar de arriba abajo al individuo que se alzaba imponente en el recibidor de su casa. Era uno de esos tipos impresionantes, guapos y seductores. Consciente de que lo miraba con demasiado interés, Tara se ruborizó bajo la máscara verdusca.

–Asumo que se ha perdido –dijo ella.

Él volvió a sonreír.

–Supongo que ha deducido eso después del escrupuloso estudio al que me acaba de someter.

–No creo que se dedique a empaparse bajo la lluvia en las noches tenebrosas por gusto.

–No, pero no me he perdido.

–¿Insinúa que su lugar está exactamente aquí, en mi recibidor, goteando agua sobre mi suelo?

–No exactamente –tendió la mano–. Pero soy su vecino.

Ella parpadeó confusa.

–¿Ha comprado ese habitáculo decrépito de al lado? ¿Está loco?

–Algo así. Me fascina rehabilitar casas viejas.

Tara sonrió.

–Entonces ha acertado plenamente en su elección. Soy Tara Devlin y, normalmente, tengo un aspecto mucho menos lamentable –dijo mientras le estrechaba la mano.

–La verdad es que me intriga saber cuál es su verdadera imagen y, por algún motivo... –la miró de arriba abajo–. Sospecho que no me voy a sentir decepcionado.

Ella apartó rápidamente la mano y se apretó el cinturón del albornoz.

–No creo que pueda intuir nada debajo de esta espesa masa de tela.

–Tengo un instinto especial para esas cosas.

–Y bien, hay algún motivo especial para esta extraña visita o sólo ha venido a poner a prueba su instinto.

–Bueno, me gustaría poder decir que es una visita de cortesía, pero me temo que mis motivos son mucho más egoístas. Se me ha roto el Jeep y necesito llamar a un mecánico.

–¿No tiene teléfono?

–Aún no me han puesto la línea en casa, y el móvil no tiene cobertura. Así que, si no le importa, ¿podría llamar desde aquí?

Ella no era capaz de apartar los ojos de aquel hombre. Le resultaba realmente sexy... desde su punto de vista de escritora, claro estaba. Tenía una de esas bellezas masculinas que enturbian el sentido común y secan la boca...

–¿Tara?

El pulso se le aceleró al oír su nombre dicho con aquella voz sensual y profunda. Fijó la mirada en aquellos labios deliciosos que vocalizaban de un modo insinuante.

–El teléfono está allí –dijo ella finalmente.

Él siguió la dirección indicada hasta llegar a un teléfono con forma de «Piolín». Tomó el ridículo auricular y lo miró confuso unos segundos antes de volverse hacia ella.

–Gracias.

Tara no dejó de observarlo mientras marcaba el número. Era una escena perfecta para su novela.

–¿Es McIlvenna? Sí, el Jeep se me ha quedado parado en Coast Road y me preguntaba si podrían venir a recogerlo. ¿Dentro de media hora? Sí, estupendo. Allí estaré –se volvió a mirar a Tara con una gran sonrisa–. ¿Mi nombre? Sí, es Jack Lewis.

–¿Cómo? –interrumpió Tara, confusa–. ¿Cuál ha dicho que era su nombre?

–Bien. Nos vemos dentro de treinta minutos, estaré allí. Gracias –Jack colgó y se volvió de nuevo hacia su extraña anfitriona–. Perdone, no me había presentado. Me llamo Jack.

–¿Jack Lewis?

–Sí –sonrió él–. ¿No debería quitarse ese mejunje de la cara? Sé que mis hermanas siempre sufren una especie de sarpullido cuando se lo dejan demasiado tiempo.

Tara no podía apartar la vista de él.

–No, espere un momento. ¿Ha dicho que su nombre es Jack Lewis y que su Jeep se ha quedado atrapado en Coast Road?

Jack parpadeó confuso. Empezaba a pensar que aquella mujer no estaba en su sano juicio.

–La respuesta es sí a ambas cosas. ¿Tiene eso alguna importancia?

–Sí, claro que la tiene –se rió con cierta histeria–. Simplemente, no es posible.

–¿Cuál de las dos cosas?

–Ninguna de las dos. Usted no es más que un producto de mi imaginación, un personaje. No es posible que esté aquí y ahí...

Hizo un gesto para señalar al ordenador, pero Jack interpretó que se refería al felino acomodado sobre el teclado.

–Un gato precioso –dijo Jack, que odiaba a los gatos.

–Se trata de una broma, ¿verdad? Es eso, claro. ¿Quién lo ha mandado?

–No es ninguna broma, se lo aseguro –dijo él un tanto desesperado–. No tengo ni idea de a qué se refiere. Gracias por dejarme usar su teléfono.

Se encaminó a toda prisa hacia la puerta principal, pero la desquiciada mujer le interrumpió el paso. La lluvia caía con más fuerza en el exterior, acompañando en su demencia a la de la anfitriona.

–¿Cuántos años tiene?

–Treinta y uno

–Bien, ésa es la repuesta correcta –dijo ella, cruzándose de brazos en un gesto de seguridad–. ¿Cuántas hermanas tiene?

Jack levantó la ceja en un gesto interrogativo.

–¿Cuatro?

–¡No puede ser! ¿Cómo ha podido dar con ese dato?

Jack miró a la puerta, tratando de imaginar un efectivo plan de escape.

–¿Ha leído mi manuscrito? –continuó ella.

–¿Su qué?

–Mi manuscrito. ¿Acaso Leonor le dio una sinopsis?

–Mire, la única Leonor que conozco es mi tía abuela que vive en Galway y tiene ochenta y dos años, así que asumo que no se refiere a ella.

Él trató de avanzar, pero ella le interrumpió el paso de nuevo.

–Es eso, ¿verdad? Ha sido ella la que le ha pagado para «darle un poco de emoción a mi vida». No para de decir esa estupidez.

Él la miró atónito.

–¿Es usted un gigoló?

–¿Qué?

–Ya sabe un...

–¡Sé lo que es!

–Lo ha contratado para... –tragó saliva convulsivamente y notó que el corazón se le aceleraba–. Bueno... ya sabe...

Los ojos de él se fijaron en la vena que se había inflamado en el cuello de ella y que bombeaba sangre con fuerza. Reparó en que el escote dejaba intuir dos senos turgentes y seductores. Su cuerpo se tensó y su imaginación dedujo que bajo aquel ridículo albornoz debía de haber un cuerpo completamente desnudo.

Pensó que su hermana mayor tenía razón. Necesitaba salir con mujeres más a menudo pues empezaba a sufrir un claro síndrome de abstinencia.

Fijó los ojos en la mirada furiosa de ella.

–No sé nada. Explíquemelo usted, Tara. Al parecer lo tiene todo muy claro. ¿Para qué me han contratado?

Tara se asustó.

–Debería marcharse –dijo.

Jack se aproximó peligrosamente a ella.

–¿Me han contratado para seducirla? ¿Es eso?

Ella retrocedió.

–Jack Lewis jamás me seduciría.

–¿Por qué? –la acorraló contra la pared.

–Porque no soy su tipo.

–¿Cuál es su tipo?

–Mujeres hermosa, frágiles, elegantes y sensuales.

Jack sonrió.

–¿Quién lo dice? Quizás a Jack Lewis le gusten las mujeres con inteligencia y un extraño sentido del humor.

–Usted no es Jack Lewis.

–Sí lo soy.

–No lo es.

Él suspiró y retrocedió ligeramente.

–Por favor, créame cuando le digo que nadie me ha enviado. Soy su vecino y no hay otra casa en un par de kilómetros a la redonda. No formo parte de ninguna conspiración para que acabe en la cama con un extraño.

–¿Perdón? –dijo Tara.

–De sus palabras se deduce que alguien cree que debería pasar una noche de sexo.

–¡Yo no necesito una noche de sexo!

–¿Seguro? –miró la solitaria habitación–. Vive sola con un gato en mitad de ninguna parte y está en casa un sábado por la tarde con la cara llena de barro verde y un albornoz viejo. No esperaba visita, eso seguro.

–¿Quién se cree que es para hablarme así?

Él se encogió de hombros.

–Da igual que le diga quién soy porque no me cree, así que no voy a intentarlo otra vez.

–Pues, ¿sabe lo que digo?

–Que tengo razón, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo hace que no pasa una noche con nadie?

Tara apretó el picaporte y abrió la puerta con intención de echarlo. Pero el empuje del viento la lanzó despedida hacia sus brazos. Él la sujetó como pudo.

–Tampoco hace falta que se lance sobre mí de ese modo.

Ella se apartó a toda prisa.

–¡Es usted un arrogante! ¡Fuera de mi casa!

La soltó y observó cómo se cerraba el escote de el albornoz con vehemencia.

Jack frunció el ceño, consciente de que se había excedido.

–Escuche, creo que esta discusión ha ido demasiado lejos. Somos vecinos, así que quizás deberíamos tratar de...

–¡Fuera!

Él alzó la manos en un gesto de derrota.

–De acuerdo, de acuerdo. Lo que usted quiera –salió y se detuvo en el peldaño de la entrada. Al volverse, recibió un portazo en la cara. Furioso, gritó–. ¡Está usted completamente loca!

Tara se negaba a permitir que la presencia de su nuevo vecino la alterara. Aquel hombre podía fingir ser un personaje de su novela si le venía en gana, ella tenía cosas mejores que hacer que prestarle atención. Que continuamente lo espiara desde la ventana no era más que un hecho circunstancial, motivado por las curiosas similitudes dadas entre su héroe y el arrogante individuo de la casa de al lado.

Al parecer, la llegada del desconocido no sólo la había revolucionado a ella, sino a toda la población femenina local. No había otro tema de conversación en la única tienda de aquella comunidad de veintidós habitantes.

Tara se quedó un largo rato buscando en los estantes su marca de sopa de lata favorita, lo que le dio ocasión a escuchar, sin intención de hacerlo, claro estaba, la conversación entre la señora Donnelly, la señora McHugh y Sheila Mitchell.

–He oído que no está casado –dijo la primera–. Es extraño que un hombre como él no tenga una mujer y varios hijos a su edad. ¿Será uno de esos «muchacho felices»?

Tara dedujo que quería decir «gay», sólo que con un eufemismo aún más rebuscado.

–Geraldin –dijo la segunda–. Siempre piensas eso de todos los hombres que no están casados a los treinta.

–Bueno, creo que es anormal que no tengan una mujer a su lado a esa edad. Después de todo, en nuestra comunidad todavía hay mujeres solteras. Ahí está Philomena, que vive a sólo veinte kilómetros.

Y que, según Tara recordaba, pesaba unos ciento cinco kilos.

–Quizás no haya encontrado la mujer adecuada para él –dijo la tercera.

Las dos primeras la miraron confusas.

–¿Cómo puede ser eso? –preguntó Edith McHugh–. Algo malo debe de tener ese hombre si su familia no ha podido encontrarle una buena esposa antes. Debéis saber que aceptó el número de teléfono de Fiona y que jamás la llamó. Una chica como ésa sería perfecta para él.

Sheila continuaba con una amplia y calmada sonrisa en los labios.

–La verdad es que no es fácil encontrar una buena chica hoy en día. Quizás si no la llamó fuera porque estaba ocupado.

–Hay una cosa que se llama «educación». Philomena lo invitó a cenar y ni siquiera se ha molestado en darle una respuesta. Según creo ha hablado con casi todas las chicas solteras de los alrededores, pero no ha salido con ninguna. Eso no es normal a su edad. Sheila, tú ya estabas casada a los veinticuatro años, y estabas ya al límite de convertirte en una solterona a la que nadie habría mirado.

Tres pares de ojos se fijaron repentinamente en el rostro de Tara, que aparecía medio escondido entre latas.

–Señoras, buenos días...

Edith suspiró.

–No pretendíamos molestarte, Tara –dijo la mujer.

Tara sonrió.

–Lo sé, lo sé –se inclinó a por una lata y farfulló entre dientes–. Vieja bruja.

Sheila se dirigió a ella.

–Nuestro nuevo vecino, ¿ya ha ido a visitarte?

Tara se levantó lentamente.

–¿A mí?

Sheila sonrió y las otras dos mujeres la miraron atentamente.

–Sí, a ti. Vives muy cerca de él. ¿Os conocéis?

Tara se ruborizó ligeramente.

–¿Seguro que su nombre es el que dice ser?

Geraldine Donnelly intervino.

–Sheila, tú debes saber eso. Al fin y al cabo, tiene que recoger la correspondencia aquí.

–Le pedí el carné la primera vez que vino a por cartas. Siempre lo hago por si acaso. Y sí, su nombre es Jack Lewis.

Tara frunció el ceño.

–Ya...

–Y bien, ¿os habéis presentado o no?

Tara asintió.

–Pasó por mi casa hace unos días. ¿Tienes sopa de tomate?

–Sí, en el segundo estante de la izquierda. ¿Cuándo «pasó por tu casa»? –insistió Sheila.

Tara se inclinó a por la lata de tomate.

–Se le estropeó el Jeep y vino a mi casa a llamar al taller de McIlvenna.

Tara fingió estudiar con extrema concentración la lata de sopa.

–¿Y bien? ¿Qué te pareció?

–No estuve con él tiempo suficiente para juzgarlo –pagó rápidamente lo que llevaba en la mano–. En cualquier caso, no creo que esté disponible para nadie. De otro modo no habría sido tan antipático con Fiona y con Philomena. Esa casa que ha comprado requiere mucho tiempo, dinero y trabajo para que se convierta en un lugar habitable. Debe de estar muy ocupado. Gracias por todo Sheila.

Dicho aquello salió de la tienda a toda prisa, sin esperar respuesta, y maldiciendo a las viejas cotillas que se congregaban allí.

Se apresuró a salir del pequeño pueblo y a dirigirse a su adorable y apartada casa. Se detuvo un instante a unos metros de aquel refugio celestial desde el que se divisaba toda la bahía.

El cielo azul y el sol apaciguaron su ánimo.

Antes de llegar a su hogar, Tara pasó por delante de la ruinosa vivienda que Jack Lewis había comprado. Seguramente habría sido una imponente mansión tiempo atrás, pero años de abandono habían convertido aquella construcción victoriana en una ruina.