Hibernia - Adrian Goldsworthy - E-Book

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Adrian Goldsworthy

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Beschreibung

Año 100 d. C. Desde su base en Vindolanda, en la frontera norte de Britania, Flavio Ferox, centurión britano, presiente que el enemigo acecha por todos los frentes: caudillos ambiciosos que aguardan una oportunidad para labrar imperios propios; soldados que hablan, en susurros, de guerra y de la destrucción de Roma; nuevas amenazas sobre los hombres que vienen del mar, los hombres de la noche, hombres que odian la tierra y que solo desembarcan para devorar carne humana… Por ahora no son más que rumores. Pero Ferox sabe que los rumores nacen de las certezas. Y sabe que nadie en esta isla puede considerarse a salvo del inmenso mar exterior… "Un clásico instantáneo del género. Nadie novela sobre Roma como Adrian Goldsworthy."  Harry Sidebottom "Una auténtica experiencia lectora." The Times "Una impresionante historia del maestro del ensayo histórico y ahora novelista." Historical Novel Society

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Título original: The Encircling Sea

Primera edición: septiembre de 2019

Copyright © Adrian Goldsworthy, 2018

© de la traducción: Pedro Santamaría Fernández, 2019

© de esta edición: 2019, ediciones Pàmies, S. L.C/ Mesena, 1828033 [email protected]

ISBN: 978-84-17683-40-5BIC: FV

Ilustración y diseño de cubierta: CalderónSTUDIOFotografía: Angellodeco/Fotokvadrat/Shutterstock

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Prólogo

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

Epílogo

Nota histórica

Glosario

Biografía del autor

Ficha del libro

Otros títulos

Para Kevin, con todo mi agradecimiento.

Prólogo

La mujer había dado instrucciones precisas sobre su tumba. Los últimos días fueron de un dolor agónico, y las arrugas de su cara se acentuaron hasta el extremo de aparentar el doble de sus treinta y nueve años de edad. No obstante, en todo momento se mostró lúcida y precisa, y cuando llegó el final él había cumplido con lo que se le había encomendado, aunque no comprendiera por qué aquel árbol retorcido y ese promontorio eran tan importantes.

Había sido así en muchas ocasiones a lo largo de los años que pasaron juntos. Ella le decía lo que hacer y él obedecía, ya que su confianza era absoluta. Ella veía y sabía cosas que para otros mortales resultaban ajenas. Sencillamente, así eran las cosas, y eran su poder y su sabiduría lo que los había mantenido con vida y lo que les había permitido prosperar en un lugar tan alejado de casa. Los demás no habían escuchado, y o bien murieron o volvieron a convertirse en esclavos. Tan solo sus hombres habían sobrevivido y encontrado un lugar nuevo en el que vivir donde sus vecinos los temieran y les pagaran tributo. En más de diez años nadie se había atrevido a atacarlos, y eso se lo debían a ella, pues el rumor de sus poderes mágicos se había propagado y la gente la temía aún más de lo que pudieran temer la crueldad y el acero de sus guerreros.

Ahora la mujer parecía diminuta; era tal su poder que él, muchas veces, se había olvidado de que su cuerpo fuera tan pequeño. Cavaron la tumba en forma de cuadrado, de la longitud de una lanza en ambos lados y de esa misma profundidad. Fue difícil, ya que el suelo era pedregoso, y habían saltado chispas a medida que palas y zapapicos golpeaban las rocas. Él había dado comienzo a los trabajos, pero el resto de hermanos de esos primeros días, los hombres del juramento, se habían unido a él y, antes de que el sol naciera al día siguiente, todo estaba listo. Cargaron hasta allí con el cuerpo, envuelto en lino blanco bien prieto saqueado de un mercante. Su rostro estaba al descubierto y el cabello, recogido a ambos lados de su cabeza. Puede que fuera la luz pálida del nuevo amanecer, pero ya no veía los mechones grises. Volvía a parecer joven, y en paz; su piel blanca, suave como la de un niño. Todo había acabado: esa agonía, a medida que las entrañas se le pudrían, quedaba en el recuerdo. Había resistido durante meses a base de mera fuerza de voluntad y, aunque no confiara en ganar la batalla, sí esperaba una señal. Él jamás olvidaría la sonrisa que se apoderó de la cara de la mujer cuando les llegó la noticia. Ella le dijo lo que debía hacer, y entonces su espíritu la abandonó, para dejar tan solo la carcasa de su cuerpo.

La cubrieron con una manta antes de empezar a cubrir los restos de tierra. Él estaba de pie, con el escudo negro en una mano y una lanza en la otra. Cuando acabaron se quedó allí. Era difícil calcular el paso del tiempo, pero siempre que creía que había pasado una hora, daba siete vueltas alrededor del pequeño túmulo. De vez en cuando venían otros a compartir la vigilia, aunque no por mucho tiempo. Cuando el sol se puso estaba solo.

Al amanecer volvieron: tres guerreros con cota de malla con espadas al cinto. Traían consigo al capitán del mercante que habían capturado.

—¿Sabes por qué estás aquí?

El hombre asintió. Era un britano del lejano sur, uno que había adoptado las maneras de Roma y que se ganaba la vida de forma miserable transportando mercancías por la costa. Una tormenta le había alejado de su ruta y habían dado con él.

No fue casualidad. Había sido la primera vez que se hacían a la mar para probar la embarcación después de unas reparaciones que habían llevado años. Era difícil encontrar buena madera en aquel agreste entorno. Un año atrás, sus naves se habían hecho a la mar, a remo, para abordar un mercante que permanecía inmóvil por falta de viento y que resultó llevar un cargamento de madera de roble.

Desde ese momento todo fue encajando perfectamente, como si cada pieza fuera el trabajo de un consumado artesano.

—¿Sabe tu hijo lo que tiene que hacer?

El hijo del comerciante sería liberado, así como la pequeña embarcación y el resto de la tripulación, aunque solo una vez que hubiera jurado ayudarlos a organizar las cosas.

—Sí, señor.

—Arrodíllate.

El hombre obedeció. Su cabello era de color bermejo, escaso en torno a la coronilla. Uno de los guerreros le cogió la coleta que le colgaba sobre la nuca y se la apartó.

La espada siseó en el aire y la bien afilada hoja cortó carne, músculo y hueso. La cabeza cercenada cayó al suelo con un golpe seco. Un chorro de sangre se derramó sobre la tumba y fue absorbido por la tierra en un instante.

—¿Está todo listo?

—Sí —respondió el más alto de los guerreros, un hombre de larga melena rubia y espesas barbas.

—En ese caso, no perdamos ni un momento —dijo él.

Pudo sentir que el poder de la mujer lo envolvía. Su historia no acababa ahí. Una fuerza nueva le alcanzaría para guiarle en los años por venir. A pesar de penar por su pérdida, se sintió renacer, se sintió joven de nuevo. Disponía de guerreros, tenía una magnífica nave y pronto vería nuevos poderes en marcha que habrían de empujarlos a todos. Había llegado el momento de la sangre y de la venganza.

Los demás se fueron y él retomó su vigilia. Luego sonrió, porque sabía que su espíritu había venido a él. Parecía susurrarle al oído: «Ya no falta mucho».

I

Flavio Ferox palmeó con cariño el cuello de Helada, le retiró las bridas y dejó que animal de pelaje gris paseara a su antojo. Nieve, otra yegua que se parecía tanto a la primera que bien podrían haber sido gemelas, ya estaba pastando. Sabía que los animales no irían muy lejos. Ninguna de las dos parecía cansada, aunque hubieran cabalgado sin descanso a lo largo de la noche, hacia las cumbres, donde los restos de nieve sucia se convertían en una extensión blanca e ininterrumpida. Durante parte del camino las había llevado de las riendas, recorriendo un sendero empinado y escabroso, para luego descender hasta ese valle, junto al oscuro lago. Sintió alivio al comprobar que seguía teniendo buena memoria. El riachuelo estaba donde recordaba; caía desde una pendiente, ruidoso y medrado merced al deshielo, con lo que solo había un lugar seguro por el que cruzar a este lado del lago. Solo había estado allí una vez, hacía unos cinco años, pero el aspecto melancólico del lago se le había incrustado en la mente como si hubiera sabido que volvería algún día.

Era su última oportunidad. Si no habían girado al norte tendrían que tomar esa ruta y daría con ellos allí; puede que muriera, puede que no. Si lograban despistarle, esa noche alcanzarían sus tierras y estarían a salvo entre sus hermanos. Ferox no conocía ni esas tierras ni a sus caudillos lo bastante bien como para creer que fueran a ayudarle, y, dado que el puesto fronterizo romano más cercano estaba a más de doscientas millas de distancia, era poco probable que temieran al Imperio. Por el momento, el poder del emperador y de Roma se reducía a un centurión. Ferox dudaba que ni el emperador ni Roma llegaran a saber jamás lo que iba a ocurrir allí, y tanto al uno como a la otra les traería sin cuidado si diera media vuelta y se alejara dejando escapar a los saqueadores. Nadie se lo echaría en cara, y tampoco le había dado su palabra a la mísera familia que subsistía a duras penas en la pequeña granja. Todo lo que hizo fue prometer que haría lo posible por encontrar a su pequeña y traerla a casa, lo que ya era suficiente como para haberse obligado a perseguir a los saqueadores durante diecisiete días hasta llegar a aquel lugar. También bastaba para que permaneciera allí. Cuando mediara el día, o poco después, sabría si estaba en lo cierto, si los saqueadores habían tomado esa ruta.

Ferox sacó algo de leña seca de un zurrón, recogió tantos palos como pudo encontrar y encendió una pequeña hoguera en la orilla, junto al vado. El arroyo le proporcionaría agua. Usó una piedra plana y el pomo de su pugio para machacar unas galletas del ejército, echó las migas en una cazuela de bronce antes de añadir unas rodajas de cebolla y los últimos trozos que le quedaban de panceta salada. Colocó la cazuela junto al fuego y decidió asearse y afeitarse antes de ponerse a cocinar.

La niebla se disipaba, consumida por el sol del amanecer, así que el pastor y su chico le vieron justo antes de toparse con él. Era un hombre grande, de cabello negro y rostro adusto, solo vestía pantalones y botas, tenía desnudo el ancho torso y estaba en cuclillas junto al arroyo raspándose la barbilla y el labio superior con una cuchilla.

El pastor era viejo; tenía la barba y el pelo crecidos, blancos y sucios, lo que indicaba que en su trayectoria vital ni las cuchillas ni el agua habían desempeñado papel alguno. Sin embargo, fue el tamaño del hombre solitario, las cicatrices de su pecho y la espada envainada que descansaba a su alcance lo que le hizo recelar. Aquello, sumado a los caballos y a la cota de malla tendida sobre un montón de zurrones, dejaba claro que el extraño era un guerrero.

Ferox saludó con la mano y volvió a centrarse en su tarea sin prestarles mayor atención. Pasado un rato, el pastor silbó y se aproximó acompañado en compañía de un perro lanudo mientras que el joven se encargaba de la media docena de ovejas que traían consigo. El guerrero se cortó y lanzó un juramento, lo que provocó que el perro gruñera y siguiera gruñendo incluso cuando el hombre se encogió de hombros y le frotó el morro con un trapo.

—Buenos días, padre —dijo el guerrero al tiempo que se llevaba una mano a la ceja. Tal era la costumbre en aquellos lares, aunque su acento resultaba extraño.

—¿Romano? —dijo el pastor un instante después.

Sabía poco acerca de la raza de hierro del sur, ya que jamás se habían adentrado en grandes números en los valles altos.

—Sí —dijo el guerrero. Se acaba de poner en pie, aunque no hizo amago de asir su espada—. Me llamo Ferox, no voy a hacerte daño. Tengo algo de comida a la lumbre, por si al muchacho y a ti os apetece acompañarme.

El viejo pareció dudar, al menos hasta donde podía deducirse tras la salvaje mata de pelo y suciedad. Saltaba a la vista que no quería ofenderle y que, al mismo tiempo, su intención era la de alejarse del guerrero tan rápido como le fuera posible. El perro volvió a gruñir y el pastor le golpeó con el pie para que callara.

—Gracias, señor, pero tenemos prisa. —Le observó un instante—. ¿Nos permitirías el paso? —preguntó con voz nerviosa.

Ferox hizo un gesto con la mano.

—Estas son vuestras tierras, padre, no las mías.

El guerrero dio un paso para alejarse de la espada y así demostrar que no pretendía hacerles ningún daño. Aun así, el hombre, inquieto, se apresuró a cruzar el vado mientras el perro ladraba azuzando a las ovejas para que cruzaran las aguas fluidas. Dos de ellas estaban preñadas, y había entre ellas un cordero de unas semanas. El chico parecía más intrigado que temeroso, y observó al extraño con los ojos abiertos al máximo. Solo recelaba de los caballos grises.

—Kelpies —dijo cuando una de las yeguas se le acercó al trote.

El pastor le dio un cachete al chico y le obligó a seguir adelante. Había más que temer de un extraño guerrero y un romano que de los espíritus de los lagos que adoptaban formas equinas.

Ferox sonrió. Desde que la nieve dejó de caer, eran pocos los que habían dejado sus huellas cerca del vado, y la mayoría eran pastores como aquellos. No había indicios de que hubieran pasado caballos por allí. Aquel era un país pobre. Nadie vivía a menos de diez millas de distancia, e incluso a partir de ahí tan solo había un puñado de chozas y granjas dispersas. La población era escasa hasta que se bajaba de las alturas y uno se dirigía a la costa.

Ferox se inclinó y se roció la cara con el agua gélida. Tenía una pequeña bolsa junto a la espada. La cogió y metió la mano dentro. Sacó un abrojo, cuatro puntas de hierro soldadas y dispuestas de modo que, cayese como cayese, uno de los pinchos, de dos pulgadas de largo, quedaría apuntando al cielo. Se adentró en el arroyo y dejó caer ese abrojo y una docena más en dos líneas paralelas a lo largo del vado. Desaparecieron engullidos por el agua saltarina, y tuvo que confiar en que cumplieran su cometido y en que se hundieran en el barro. Dejó caer el último y, una vez más, se agachó, cogió algo de agua con las manos y se la echó a la cara. Sintió el frescor, recogió su espada, volvió a la lumbre y se caló la túnica, la camisa acolchada y la cota de malla. Aún tardarían, al menos, un par de horas en llegar hasta allí, así que tomó asiento cruzado de piernas, junto a las llamas, y empezó a cocinar.

El sol ascendió y los últimos retales de niebla se disiparon. Un águila volaba en círculos en lo alto. Era una silueta diminuta, aunque Ferox sabía que se trataba de un pájaro grande en busca de corderos recién nacidos. Era una buena época para los depredadores, y confió en que la buena fortuna del ave cayera también sobre él. Se preguntó si el ave de rapiña, con sus mirada precisa, divisaba ya a la presa de Ferox, si ya estaban al llegar. Quizá estuviera equivocado, aunque lo dudaba. Solo había dos rutas que podían tomar, y esa era la más difícil, aunque se trataba de la más rápida hacia la tierra de los creones. Lo que no dudaba ya era que este último fuera su destino. Vindex no lo tenía tan claro, así que él y dos exploradores brigantes se habían dirigido al norte, confiando en capturar a los malhechores por la ruta más sencilla. Mientras tanto, Ferox había tomado los pasos altos para adelantarse a ellos por si decidían ir por el otro camino. Eran cinco o seis hombres, y las huellas que dejaba uno de los caballos eran extrañas, por lo que no estaba seguro de que el jinete fuera un guerrero o un cautivo; si tenía razón, las probabilidades de éxito no estaban de su lado.

—Llévate contigo a uno de los muchachos —había dicho Vindex—. Así tendrás más oportunidades si te topas con ellos.

—No.

A Ferox no le había hecho falta mirarlos para estar seguro de su negativa. Uno de los exploradores era demasiado joven, demasiado impredecible; el otro era de confianza, pero no tenía experiencia en el combate.

—Quédate con ellos. Si estoy equivocado, los necesitarás a ambos.

El brigante se lo quedó mirando un instante: las sombras del atardecer hicieron que su rostro afilado pareciera aún más cadavérico de lo que era habitual.

—Otra vez intentando hacerte el héroe —dijo al fin—. Siempre mueren al final de su historia.

—Como todos.

Vindex suspiró.

—Sí, así es. Aunque tampoco hay por qué darse prisa, y menos aún en tu caso.

El espigado brigante no dijo más, y se limitó a encogerse de hombros. Pasado un momento se aferró a uno de los cuernos de su silla de montar y subió al caballo de un salto.

—Si perdemos el rastro antes del amanecer, iremos en tu busca. Lo menos que puedo hacer por un amigo es quemar su cuerpo. Siempre y cuando pueda encontrar todas las extremidades.

—Mentiroso, lo que quieres es robarles lo que sea que lleven encima.

—Eso también. Bonitas botas.

Ferox sonrió.

—Esfúmate. Puede que tengas razón y que se dirijan al norte. Si es así, seré yo el que vaya a robarte las botas. —Le dio un golpe con la mano a su vaina, un gesto típico de las gentes de Vindex—. Que cabalgues con buena fortuna.

—Haremos lo que podamos.

Ferox escupió a la hierba.

—Bueno —dijo—, si ni siquiera lo vais a intentar.

Los brigantes se alejaron al trote.

—Suerte —dijo Vindex volviéndose antes de desaparecer tras la cima de la colina.

Eso había sido ayer, y ahora Ferox se preguntaba si los exploradores habían visto que el rastro de los fugitivos giraba y se dirigía al oeste, hacia la costa, tal y como él había predicho. Vindex y sus hombres deberían estar de camino, aunque se verían obligados a recorrer un buen trecho para alcanzar los pasos y luego bordear el lago hasta llegar allí. A no ser que a sus caballos les salieran alas de pronto, no llegarían a tiempo como para marcar la diferencia.

Ferox volvió a mirar hacia arriba. Parpadeó mientras seguía el vuelo del águila. El sol brillaba con intensidad y ya daba calor, anunciando la primavera. Percibió movimiento por el rabillo del ojo y vio a otro pájaro que se encontraba a cierta distancia. Solo después de inclinar un poco el ala ancha de su sombrero y de entrecerrar los ojos, vio que aquel era un cuervo. Eso significaba que estaba en lo cierto, ya que el pájaro de Morrigan nunca aparecía por casualidad. La diosa sabía que habría combate y que se derramaría mucha sangre de guerreros en ese lugar.

—Muy bien —dijo Ferox en alto y, en ese instante, sintió desprecio por sí mismo.

Cuando era niño le enseñaron el valor que reside en el silencio y en la calma. Los siluros eran el pueblo lobo, cazadores tanto de animales como de hombres, depredadores que sabían que el más mínimo movimiento o sonido podía echar a perder una emboscada, por lo que los niños eran educados en apreciar con deleite la quietud y a despreciar las palabras vanas como el mayor de los vicios. Ferox había pasado demasiados años entre romanos que no hacían más que hablar, chillar o reír a carcajadas: era como si necesitaran del ruido para convencerse de que seguían vivos. Sin embargo, había dejado a su pueblo mucho tiempo atrás en calidad de rehén cuando los caudillos de los siluros se rindieron al Imperio romano. En realidad llevaba siendo Tito Flavio Ferox, centurión vinculado mediante juramento a Roma y a su emperador, más tiempo de lo que había sido cualquier otra cosa, pero en su alma seguía siendo un siluro, nieto del Señor de las Colinas, el hombre que luchara contra Roma durante más tiempo y con más ahínco que cualquiera antes de que fuera sellada la paz.

El viento arreció y susurró sobre la hierba. Cuando era niño le habían contado que los vientos, a veces, llevaban las voces de aquellos que ya vagaban por el inframundo y que ahora caminaban en las sombras. Aguzó el oído y, por un instante, anheló oír hablar a su abuelo, pero si hubo palabras no pudo entenderlas, o puede que el mensaje fuera para otra persona. O quizá ya fuese demasiado romano como para comprender, ya que su pueblo también decía que el agua que corría también portaba el eco de la arcaica magia y las viejas lágrimas, de las palabras de los dioses y de los espíritus que se remontaban al principio de todas las cosas. Y, sin embargo, él solo podía oír el sordo rumor del arroyo. Estaba muy lejos de su tierra y, también, muy lejos del ejército. Ferox era centurión regionarius, el encargado de mantener la paz de Roma en la región cercana al fuerte de Vindolanda, aunque tanto él como los exploradores se habían alejado mucho de su territorio.

El águila cayó en picado, a toda velocidad, y Ferox la siguió con la mirada hasta que desapareció tras las colinas que se alzaban ante él. El cuervo seguía allí, describiendo perezosos círculos. Imaginó sus ojos fríos y negros observándole. El pájaro tendría que esperar, y él también, ya que no había nada más que pudiera hacer. Abrió el zurrón y comprobó la elasticidad de la correa de la honda; luego sopesó los dos glandes de plomo y se volvió a preguntar por qué se moldeaban con la forma de una bellota. Por un instante valoró la posibilidad de practicar con ella, pero solo tenía dos proyectiles, y no confiaba en que los guijarros pudieran volar tan certeros como aquellos, además de que no quería arriesgarse a perderlos. Intentó recordar la última vez que había utilizado una honda, y fue incapaz, lo que significaba que había sido hacía mucho tiempo. Se preguntó si habría perdido maña. Pensó en eso y en otras cosas que hubiera deseado hacer o no haber hecho. Por lo demás, se limitó a esperar y a procurar pensar lo menos posible.

Si Vindex estaba en lo cierto y lo que hacía era jugar a ser un héroe, esperar en el vado de un arroyo era muy apropiado; los héroes como el Perro siempre protegían vados contra ejércitos invasores, retando a cualquier guerrero a luchar en combate singular, matándolos y haciéndose con sus cabezas. Esos héroes a veces morían, y el lugar acababa por adoptar su nombre. Era difícil imaginar a alguien, en aquel rincón del mundo, preocupándose por él, menos aún recordando su nombre o lo que estaba a punto de ocurrir. Al pastor le traería sin cuidado; en cuanto al chico, era más probable que recordara a los fantasmagóricos caballos grises.

El cuervo emitió su agudo chillido en el momento en que los jinetes hicieron su aparición emergiendo de una de las quebradas que daban al valle a una milla de distancia. Se acercaban a él sin pausa, y azuzaron a sus caballos al trote en cuanto el terreno se tornó más practicable. A Ferox no le hacía falta ponerse en pie para verlos, así que permaneció junto a la hoguera y, con una cuchara, cogió algo de caldo. Disfrutó del olor y sopló para enfriarlo.

Eran siete caballos, uno de ellos grande y de color castaño; el resto no eran más que ponis peludos y pequeños. Ahora estaban más cerca, se dirigían hacia él. Los hombres que montaban los ponis vestían capas con capucha, y cuatro de ellos portaban lanza. Había dos siluetas más pequeñas en el caballo grande. La de delante llevaba el pelo largo y se mecía sin concierto al antojo del viento. Aunque pareciera oscuro, Ferox sabía que el color se debía a la suciedad y a la humedad del viaje y que el color real del cabello era el rojo vivo de la familia de la joven.

Se detuvieron a media milla de distancia, y Ferox supuso que se habían percatado de su presencia. Un par de jinetes se acercaron para hablar entre sí. Ferox sorbió el caldo y arrugó el gesto al probarlo: el sabor no alcanzaba a lo que el olor prometía, aunque sabía que aquel era el menor de sus problemas. Les dejaría dudar, dejaría que perdieran el tiempo, y así Vindex podría acercarse y quizá llegara a tiempo para encontrar su cadáver aún caliente.

Volvieron a avanzar; dos hombres se separaron del grupo principal, por los flancos, para comprobar que estaba solo. Se retiraron las capuchas, y Ferox pudo ver que todos los guerreros tenían la coronilla afeitada y que llevaban coleta. Aquellos saqueadores eran norteños, hombres venidos de los confines de Britania, lo que significaba que las historias que le habían contado los aterrados granjeros eran ciertas. Las gentes del norte eran extrañas, y algunos decían que descendían de los antiguos, de aquellos que trabajaban el sílex y que habían levantado los grandes círculos de piedra. También se decía que veneraban a dioses crueles, olvidados desde hacía mucho tiempo en el resto de las tierras, pero aún poderosos en los límites del mundo merced a su magia negra.

Ahora estaban más cerca, a tiro de arco, aunque los arcos eran armas poco comunes en esas tierras, y Ferox se alegró al ver que ninguno de ellos llevaba uno. Pudo ver a un hombre que tenía las manos atadas por delante, al igual que las dos chicas del caballo castaño. No le reconoció, pero parecía bastante joven y llevaba el pelo corto al modo romano. Eso explicaba el extraño rastro que había seguido a lo largo de esas semanas, el de un caballo mal montado y que, en ocasiones, era guiado por otro. Se había preguntado si el jinete era un cautivo, pero las huellas profundas mostraban que el poni iba bien cargado. Además, los saqueadores rara vez hacían prisioneros a los hombres, ya que era necesario vigilarlos más de cerca y no se pagaba por ellos demasiado cuando se vendían como esclavos, así que había supuesto que el jinete sería uno de los integrantes de la partida, solo que herido.

La identidad del cautivo sería un misterio que solucionar después, si es que había un después, y, por el momento, significaba que se enfrentaba a cinco enemigos, no a seis. Casi pudo oír a Vindex haciendo algún grandilocuente comentario del tipo «Pues entonces es cosa fácil», y procuró no sonreír al pensarlo. Los guerreros que cabalgaban a cada flanco volvieron para unirse al resto, convencidos de que el hombre que estaba sentado ante la hoguera estaba solo, ya que no había lugar donde esconderse entre la hierba. Otro de ellos les dio una voz y cabalgaron hacia la orilla del arroyo.

Ferox se puso en pie. Tenía la honda bien apretada en el puño derecho y los dos proyectiles en la otra mano. No se apresuró; estiró la espalda como si estuviera entumecido antes de encaminarse al vado.

—¡¿Quién eres, extranjero?! —preguntó a gritos uno de los guerreros que estaban más cerca.

Al igual que el otro, llevaba una robusta lanza y un pequeño escudo cuadrado con los tablones sin pintar aunque moteado de tachuelas de hierro.

Ferox le ignoró. Alcanzó el lugar en la orilla que bajaba describiendo una ligera pendiente de un par de pies de altura y que daba al vado.

—¡Dinos tu nombre! —volvió a gritar el guerrero.

Ferox se detuvo. Su sombrero de ala ancha era del tipo que usaban los campesinos de las zonas mediterráneas, una prenda poco vista por esos lares. En su región todo el mundo reconocía el sombrero, aunque dudaba que aquellos hombres hubieran pasado allí el tiempo suficiente como para haber oído hablar de él. Ferox sonrió, pero no respondió.

—¡Mátale, no lo pienses! —le gritó a su compañero el segundo guerrero que se acercaba al arroyo al tiempo que alzaba su lanza, aunque sin hacer amago de arrojarla.

El otro guerrero desnudó los dientes y agitó el escudo y la lanza hacia el romano. Ambos rondaban la veintena, aunque Ferox no creía que aquella fuera su primera incursión de saqueo. Parecían bastante hábiles, aunque le recordaban a los dos exploradores de Vindex, peligrosos solo cuando tenían a quién seguir.

—Quiero parlamentar —dijo al fin al ver que ninguno de los dos cargaba contra él—. Pero no quiero hablar con niños.

El guerrero de la derecha agitó la lanza al oír el insulto. No la arrojó, pero, pasado un instante, escupió hacia el romano.

Ferox no dijo más. Otros dos jinetes se aproximaron y se colocaron entre los jóvenes. Esos eran los que importaban. Pudo ver una marca lívida que cubría la mejilla y la barbilla del hombre más bajo. Eso, junto con la cola de gato montés que le colgaba de la coleta, le identificaba como «el Gato Rojo», un ladrón de caballos y vacas cuya fama era notoria más allá de su propia gente del norte. Ferox jamás le había visto antes, aunque en una o dos ocasiones había dado con su rastro y con el de los animales que robaba. Decían que nadie, jamás, lograba capturar al Gato Rojo y que nadie conocía su verdadero nombre. Por tanto, el hombre más corpulento que estaba a su lado era su hermano mayor, Segovax. Sus ojos eran tan oscuros que Ferox no pudo evitar pensar en el cuervo de Morrigan, un rasgo muy apropiado para un hombre conocido por asesinar sin piedad a hombres, mujeres y niños.

El quinto guerrero era el más joven, y permaneció rezagado junto a los cautivos.

—Habla, romano. —Segovax tenía una voz áspera.

—¿Sabes quién soy? —dijo Ferox.

—¿Debería importarme?

—Soy Flavio Ferox, centurión regionarius, y he venido a comerciar contigo en nombre de nuestro gran señor y princeps Trajano, soberano del mundo.

Ferox se sorprendió a sí mismo invocando al emperador, pero decidió que no pasaba nada por hacerlo.

A Segovax no pareció impresionarle.

—Te lo preguntaré otra vez: ¿por qué deberíais importarme tú y tu apestado emperador? Aquí no manda él, y tú estás solo.

—Me gustaría hacer un intercambio por los cautivos.

Por el rabillo del ojo Ferox vio que el cuervo seguía describiendo círculos, aunque volaba mucho más bajo que antes.

—No queremos hacer un intercambio. Apártate, romano.

—¡Ayuda! —El grito provenía del joven cautivo, que espoleó a su caballo para que huyera del resto hacia el vado—. ¡Ayuda! ¡Soy romano, y exijo tu protección! —chilló.

El joven guerrero le siguió, giró el asta de su lanza y golpeó en la cabeza al prisionero, que cayó al suelo.

El hombre se desplomó pesadamente, pero intentó ponerse en pie con las manos atadas. Otro impacto, esta vez con el extremo inferior de la lanza, le golpeó en la cabeza, y volvió a desplomarse.

Segovax ni siquiera se había vuelto, y ni él ni Ferox dieron muestras de haberse percatado del intento de fuga.

—Quiero a tus cautivos —dijo Ferox—. Ofrezco mucho a cambio.

Por primera vez habló el Gato Rojo:

—No tienes nada que queramos.

Era el único que no llevaba lanza, y Ferox vio el pomo de un cuchillo largo junto a su cadera derecha.

—Nada que no podamos coger si así lo deseamos —añadió su hermano.

—¿Qué hay de vuestras vidas?

Segovax escupió. Seguía sin impresionarle.

—Estás muy lejos de tu Roma. ¿Eres familiar de alguna de las chicas? Te cambiaremos a cualquiera de ellas por uno de tus caballos.

Su hermano le miró de reojo. El Gato Rojo no estaba acostumbrado a comprar animales.

—Los quiero a todos.

El Gato Rojo rio.

Ferox abrió el puño y dejó la honda colgando; luego colocó uno de los proyectiles con forma de bellota en el receptáculo de cuero, alzó el arma y empezó a girar.

—¡Cabrón! —gritó Segovax, y los cuatro jinetes espolearon a sus monturas.

Ferox soltó, apuntando a Segovax, pero a su caballo pareció asustarle el agua que corría por el cauce y levantó la cabeza, con lo que el pesado proyectil de plomo le golpeó en los dientes. El animal reculó, relinchó y resbaló en la pendiente embarrada. Segovax cayó hacia delante y gritó cuando el poni rodó sobre él. Crujieron los huesos.

Uno de los guerreros tiró de las riendas para apartarse del caído y del caballo, pero el otro y el Gato Rojo chapotearon al adentrarse en el vado. Ferox metió el segundo glande en la honda, la levantó, giró y soltó la bellota de plomo con tal fuerza que se hundió en la frente afeitada del hombre que acompañaba al famoso jefecillo. Su cabeza se inclinó hacia atrás y el hombre cayó al arroyo provocando un estallido de agua.

El Gato Rojo casi había alcanzado la otra orilla, pero entonces su caballo retrocedió con la pezuña ensangrentada por culpa de un abrojo. Ferox deseó haber recogido algún guijarro adecuado porque así habría logrado hacer, al menos, otro disparo. En su lugar dejó caer la honda y aferró la empuñadura de hueso de su espada. La larga hoja, pasada de moda y perfectamente equilibrada, salió suavemente de la vaina. Era todo un placer sentir la empuñadura en la mano. El Gato Rojo había caído derribado por su caballo, que coceaba presa del dolor. El hombre que tenía al lado estaba muerto, o quizá moribundo, mientras que el otro guerrero saltaba del caballo para cruzar el vado consciente de la existencia de algún peligro oculto. Ferox desenvainó el pugio con la izquierda y descendió por la ligera orilla hasta el borde del vado.

—¡Vamos, perros! —gritó.

El Gato Rojo se había incorporado; blandía un cuchillo largo en una mano. Se detuvo para enrollarse la capa en el brazo izquierdo, ya que acababa de perder su escudo. El otro guerrero se dirigió hacia la derecha, dispuesto a que el romano tuviera que luchar en dos flancos. Tenía la lanza levantada, pero Ferox confiaba en que no la arrojase, ya que solo llevaba un pequeño puñal al cinto y, como la mayoría de los guerreros del lejano norte, no poseía espada.

El Gato Rojo movió la capa haciendo una finta y luego atacó con el cuchillo justo cuando el otro hombre se abalanzaba sobre Ferox. El centurión resbaló sobre el barro, lanzó un tajo con el gladio y sintió que el metal mordía el brazo derecho del ladrón. Intentó apartar la estocada de la lanza con la mano izquierda, pero al tropezar no logró darle fuerza al giro y la punta le golpeó en un costado. Sintió un fuerte impacto, y supo que algunos de los aros de la cota de malla se habían roto y que la punta había penetrado a través de la camisa acolchada que llevaba debajo.

Ferox trastabilló de espaldas e intentó recuperar el equilibrio. Siseó a causa del dolor del costado. El Gato Rojo hizo girar su capa y se la arrojó al romano, pero la lana estaba húmeda y pesaba demasiado, así que no logró alcanzarlo. Cambió el cuchillo de mano y lo asió con la izquierda; sangraba por el brazo derecho. El guerrero siguió adelante, dio una zancada y volvió a atacar con la pesada lanza, y aulló. Había sangre fluyendo en el agua, junto a su pie, y Ferox supuso que acababa de pisar otro de los abrojos. El hombre miró hacia abajo, confundido y furioso, y levantó el pie: aún tenía la punta de hierro incrustada en la bota.

El guerrero bajó la guardia y Ferox se abalanzó sobre él con el gladio, superando con el acero la parte superior del pequeño escudo de su enemigo y hundiéndole la punta en el cuello. El Gato Rojo le atacó. Al tiempo que Ferox giraba la hoja para liberarla, golpeó a su víctima con el puño con el que aferraba la daga, y derribó al hombre moribundo para que cayera sobre el ladrón.

Vio a un jinete al otro lado del arroyo metiendo a su caballo en el agua, con la lanza en alto y emitiendo un estridente alarido. Era el joven que había permanecido con los cautivos. Solo vio a Segovax, bajo el caballo que aún se retorcía, en el último momento, pero logró azuzar a su montura para que saltara y superar así el obstáculo cayendo sobre el agua y salpicando en todas direcciones. El animal tropezó y el muchacho estuvo a punto de perder el equilibrio, pero se recuperó y siguió adelante.

—¡Corre! —le gritó el Gato Rojo al chico.

Ferox intentó adentrarse en el vado pedregoso arrastrando los pies para no pisar los abrojos y lanzó un tajo contra el ladrón obligándole a saltar hacia atrás.

—¡Corre, chico! —volvió a gritar el Gato Rojo, pero el muchacho le ignoró y cargó contra Ferox, que se hizo a un lado y atacó al caballo con una estocada de la daga dirigida a la cabeza.

El animal retrocedió y el joven guerrero cayó al lecho pedregoso; su lanza salió despedida de su mano. Sin embargo, el joven aún estaba dispuesto a luchar; se incorporó e intentó aferrarse a las piernas del romano.

El centurión se retiró, manteniendo el equilibrio, y se dispuso a hundirle la espada.

—¡No! —gritó el Gato Rojo, y dejó caer su cuchillo al agua—. Nos rendimos—. Se acercó a ellos mientras se cubría el brazo herido con la mano, y le propinó una patada al muchacho, que seguía pugnando por alcanzar al romano—. Se acabó, muchacho. —Alzó la cabeza para mirar a Ferox—. Nos rendimos, romano. Perdónale la vida.

Ferox asintió, y, en las alturas, el pájaro de Morrigan volvió a chillar.

Los dos guerreros estaban muertos, su sangre fluía con el agua hacia el lago. Segovax estaba inconsciente, con la pierna y el brazo derecho rotos y, probablemente, habiendo sufrido otras heridas. Ferox dejó que el joven ayudara al Gato Rojo a vendarse la herida, y ató los extremos de la venda a la altura de la muñeca con las cuerdas de los cautivos. El joven prisionero aún estaba inconsciente, pero las dos chiquillas estaban sentadas en silencio junto al fuego comiendo, hambrientas.

—¿Os han hecho daño? —le preguntó a la pelirroja con toda la ternura del mundo.

La chica negó con la cabeza, así que cuando fue a ocuparse de Segovax hizo su labor con delicadeza y con toda la destreza de la que fue capaz. Arrastró al hombre hasta la orilla y partió una de las astas de lanza para entablillar al herido y se las ató con fuerza. El hombre estaba despierto, pero en silencio. Sus ojos fríos estaban cargados de odio.

El grito quebró la paz del pequeño valle asustando al cuervo que se había posado sobre uno de los cadáveres. Ferox alzó la mirada y vio que el joven prisionero, recién recuperado el conocimiento, había cogido una lanza, se había acercado al Gato Rojo y al chico y había hundido la punta del arma en la espalda del muchacho. Este cayó de bruces y el cautivo le ensartó la lanza una y otra vez mientras jadeaba por el esfuerzo.

Ferox corrió hacia él con la espada desenvainada. Esperaba ver unos ojos enloquecidos en el rostro del cautivo, pero solo había placer.

—¡Bastardo! —El Gato Rojo escupió la palabra y rodó para alejarse, ya que, ahora, la punta de la lanza se dirigía a él.

—¡Es mío! —gritó el joven en latín; su tono exigía obediencia.

Ferox giró la espada y le golpeó en la frente con el pomo abovedado. El cautivo se desplomó.

El Gato Rojo volvió a rodar y logró incorporarse sobre los codos. Luego se puso en pie.

—Habría sido mejor que me hubieras matado —dijo sin emoción alguna—. Porque si no lo haces tú, juro por el sol y por la luna que algún día seré yo quien te mate a ti.

Ferox se le quedó mirando, pero volvió a envainar la espada.

—Tendrás que ponerte a la cola para intentarlo.

Media hora después vio a una pareja de jinetes junto al lago. No los reconoció. Mantenían la distancia y observaban. Una hora después hicieron su aparición una docena, al otro extremo del valle, y la primera pareja se alejó al galope. El nuevo grupo se dirigió hacia él; uno de ellos se adelantó al trote.

—Me he encontrado con unos amigos —dijo Vindex señalando a los jinetes que se acercaban, todos fuertemente armados. El líder de todos ellos, un hombre barbudo, le saludó con una mano.

—No sabía que tuvieras ninguno.

—Veo que has estado ocupado —dijo el brigante después de mirar a su alrededor y ver los restos del combate.

—Sí.

Vindex observó el costado del centurión y vio el desgarro en su armadura. No había tenido tiempo de desabrocharse la cota de malla y vendar la herida.

—¿Es grave? —preguntó el explorador.

—No.

—Lástima —suspiró Vindex—. Me hacen falta un par de botas.

II

—¿Te acuerdas de él? —preguntó Vindex haciendo un gesto con la cabeza hacia lo alto de la torre.

Ferox miró hacia lo alto. Se acercaban a las puertas dobles de Vindolanda; el parapeto de madera se alzaba unos treinta pies. Una pareja de centinelas miraba hacia abajo. Eran bátavos, e iban ataviados con cotas de malla y pieles pegadas en la parte superior de sus cascos de bronce, aunque Ferox sabía que el explorador no se refería a ellos. Había tres estacas sobre el parapeto, aunque en ese momento solo una de ellas estaba «ocupada». La cabeza empalada en lo alto estaba negra, la carne había desaparecido hacía tiempo y la piel, encogida, estaba pegada al cráneo.

—Sí, lo recuerdo.

Ferox jamás llegó a saber el nombre del sujeto, pero sus seguidores le llamaban «el Caballo», y había asegurado ser un druida o un sacerdote y tener poderes mágicos conferidos por los dioses para liberar esas tierras de los romanos. Su mensaje estaba lleno de odio y sangre, y hacía un par de años había levantado un ejército para hacer que su visión se convirtiera en realidad. Ferox había advertido a sus superiores de la inminente tormenta, y fue ignorado hasta que esta se desató, después de lo cual ayudó de algún modo a aplastar a los fanáticos. Había muerto mucha gente, algunos de un modo horrible, antes de que se alzaran con la victoria, y seguía temblando cuando recordaba lo que había ocurrido y lo que podría haber ocurrido después. Ferox había herido al Caballo en la batalla, pero el sacerdote huyó, solo para ser sacrificado por sus propios aliados unos días después. Ferox y Vindex dieron con su cuerpo, colgado de un tejo, y trajeron su cabeza tal y como se les ordenó.

—Todavía no se sabe mucho de Acco —añadió Vindex cuando se percató de que su compañero no iba a decir más.

Acco era un druida de verdad, guardián de la antigua sabiduría, y había apoyado al Caballo. Luego le había infligido la triple muerte cuando el hombre cayó derrotado.

—Algún día sabremos algo.

A Ferox le preocupaba que Acco hubiera desaparecido, ya que temía lo que pudiera hacer. El Caballo había sido un perro rabioso, furioso hasta la inconsciencia, cuyas creencias no eran más que una mezcla de viejos ritos y rituales exóticos provenientes de la mitad de las religiones del Imperio. Acco era diferente: era uno de los últimos druidas de antaño, un hombre que había visto los bosques sagrados de Mona antes de que fueran devorados por las llamas, y su odio hacia Roma era igual de fuerte, solo que frío y calculador. Fue él quien sacrificó al Caballo, proporcionándole un veneno lento, cortándole la carne con un cuchillo de sílex al tiempo que una soga estrangulaba al sujeto lentamente. La muerte triple de un hechicero debía aplacar a los dioses por su fracaso, y dotaba a quien la practicaba de un inmenso poder.

—Puede que haya muerto —sugirió Vindex sin convicción—. Ya debe de estar muy cascado.

Ferox gruñó. Acco estaba ahí fuera, en algún lugar, esperando, maquinando, y ellos debían seguir buscando pistas sobre el hombre porque, de lo contrario, cuando apareciera sería demasiado tarde.

—Sí. —Vindex decidió que no le sacaría ni una palabra al centurión, así que volvió grupas para observar a sus cautivos. Señaló hacia las dos estacas de la torre que estaban libres—. ¡Mirad eso, muchachos, parece que sabían que veníais!

Segovax y el Gato Rojo le ignoraron, algo que no era nuevo. En las dos semanas y media que había durado el viaje de vuelta, los hermanos apenas habían dicho una palabra. Segovax hacía lo imposible por ocultar los dolores que sentía, y Ferox no pudo evitar admirar la fortaleza y la determinación del bandido. Vindex había tenido la intención de matarlos a ambos.

—Es lo mejor para él —sostenía—. El muy desgraciado irá dolorido todo el camino, y lo que le espera al final no es agradable. Y el otro no deja de jurar que te matará, a ti y a mí. ¿Por qué no darle el pase ahora? No quiero dormir con un ojo abierto hasta llegar a casa.

El Gato Rojo llevaba grilletes en las muñecas, y cada vez que desmontaba le ponían otros en las piernas. Vindex los había traído consigo.

—Por si acaso —había dicho, y quería hacer lo mismo con Segovax.

—Me temo que no va a poder hacer gran cosa con una pierna y un brazo rotos —insistió Ferox.

Vindex no estaba tan convencido.

—Si ese no tuviera ni piernas ni brazos aún haría lo imposible por morderte.

Acordaron entonces atar el brazo bueno del bandido a un árbol o un tronco siempre que se detenían a pasar la noche. Cada vez que lo hacían, Segovax no decía una palabra, tan solo se los quedaba mirando fijamente. La única vez que habló fue para decir que el chico al que había matado a lanzazos el cautivo romano era el hijo del Gato Rojo. Y, al igual que su hermano, juró matar a Ferox en cuanto se le presentase la ocasión.

—Se te da bien hacer amigos, ¿eh? —dijo Vindex—. ¿Estás seguro de que no quieres que acabe con ellos?

Ferox no respondió.

Fue más fácil a lo largo de la primera semana, cuando los acompañaron los hombres del gran rey. Aquellos eran los amigos con quien Vindex se había topado, una docena de enormes guerreros liderados por el exiliado germano Ganasco. La primera vez que se habían encontrado, el poderoso guerrero estuvo a punto de matar a Ferox, pero desde entonces el respeto se fue convirtiendo en amistad, al menos hasta donde sus dispares lealtades lo permitían.

—Dámelos a mí —había dicho el gigantesco guerrero—. Los llevaré ante Tincommio. El gran rey lleva años esperando sus cabezas. Ese pequeño bellaco le ha robado muchos de sus mejores caballos.

—Son mis prisioneros, y me los voy a llevar de vuelta —insistió Ferox.

—Pues nosotros somos doce y vosotros cuatro. Y nuestras casas están más cerca. —Ganasco adoptó un gesto severo que le hizo parecer aún más corpulento—. Podríamos llevárnoslos si quisiéramos.

Le sostuvo la mirada a Ferox un instante y rio a carcajadas, algo que hacía muy a menudo. Le palmeó al romano en los hombros y rio aún más cuando Ferox afeó el gesto debido al dolor del costado.

Mientras cabalgaron junto a Ganasco y sus hombres, fueron un contingente demasiado imponente como para llamar la atención de cualquier eventual atacante. También resultó más fácil custodiar a los prisioneros. A Ferox, no obstante, le sorprendió encontrar al germano tan al oeste. La influencia de Tincommio se estaba extendiendo mucho más de lo que hubiera creído. El gran rey era amigo de los romanos, un aliado, al menos ahora que le resultaba conveniente, lo que simplemente significaba que trataba a los romanos como estos le trataban a él. Sin embargo, su poder seguía creciendo, y la guarnición de Britania era escasa; peor aún, lo más probable era que siguiera debilitándose más pronto que tarde. Ferox había oído rumores de que Trajano planeaba una gran campaña en el Danubio. En el mejor de los casos eso supondría una menor afluencia de reemplazos para mantener las unidades cercanas a su número nominal de efectivos y, en el peor, que se retiraran más tropas de Britania. Todas las tribus sabían que Roma era más débil que en los tiempos en que los romanos llegaron por primera vez al norte. Esa sensación de retirada fue lo que le sirvió al Caballo para inspirar a sus seguidores. Acco proclamaba lo mismo y seguía estando ahí fuera. En el pasado, el druida y el gran rey habían sido amigos, así que bien podrían volver a unir fuerzas. Sería una combinación peligrosa porque ambos eran tan inteligentes como despiadados. Ferox temía que un día tuviera que enfrentarse a Ganasco en batalla. Puede que aquel fuera el final de su historia.

Por el momento agradeció la compañía del guerrero, y lamentó que el germano y sus hombres se separaran de ellos para dirigirse al este. Eso supuso que solo fueran cuatro para compartir guardia. Ignoró la nueva sugerencia de Vindex de matar a los prisioneros.

—Al menos deja que le rebane el cuello al pequeño cabrón.

Se refería al joven romano que habían liberado del cautiverio. Decía llamarse Marco Claudio Genialis, y juraba ser el hijo de un hombre muy acaudalado y poderoso llamado Claudio Probo. Ferox no había oído hablar de ninguno de ellos, pero el joven, de dieciséis años, actuaba con la arrogancia de quien está acostumbrado a que se obedezcan todos sus caprichos.

—No parece muy agradecido por su liberación —comentó Vindex en el idioma de las tribus después de ver cómo el muchacho le gritaba a Ferox exigiendo que ejecutara a los dos hermanos.

El centurión se negó sin alzar la voz y, pasado un rato, dio media vuelta y se alejó de él. Entonces Genialis se dirigió a Ganasco y le prometió oro si acababa con ellos. El corpulento germano solo hablaba un poco de latín, pero pareció comprender. Sonrió, soltó sus estruendosas carcajadas y derribó al chico de un puñetazo.

Después de eso Genialis se mantuvo taciturno hasta que el germano y sus hombres se fueron; entonces intentó una vez más que el centurión le obedeciera. Cuando Ferox se negó, el joven le dijo que lo lamentaría, antes de irse, contrariado, a sentarse solo. De vez en cuando miraba con odio a los prisioneros, o a Ferox.

—¿Quién le iba a echar de menos? —preguntó Vindex—. Digámoslo así: ¿si fueras su padre le querrías de vuelta? Después de todo, nadie sabe que le hemos encontrado. Salvo Ganasco, y nadie se lo va a preguntar. Y a esas dos no les importa.

Brigita era la pelirroja de nariz chata; tenía trece años y era la que en realidad gestionaba la granja familiar asegurándose de que su padre enfermo y su madre sin sustancia no hicieran demasiadas tonterías. La otra chica tenía quince años, pero era menuda para su edad, una esclava de la casa de Aelio Broco, comandante del ala de caballería estacionada en Coria, al este, quien también era el propietario del gran caballo castaño.

Un par de días atrás Genialis le había convencido para abandonar el pequeño campamento y llevarla a unos arbustos. Ferox oyó los gritos de la esclava y, al llegar la encontró en el suelo con sus pobres ropas ya desgarradas. No tuvo miramientos con el joven. Genialis aún lucía un ojo cárdeno y algún que otro moratón. Ferox había tenido que hacer acopio de fuerza de voluntad para no matarlo allí mismo.

—Sería un placer —rogó Vindex—. ¿Quién se iba a enterar?

—Limítate a atarle y a que siga atado hasta que lo entreguemos. Nunca se sabe: podría ser un fugitivo que finge ser un hombre libre. Si es así, le azotarán o le matarán. O puede que ambas cosas.

—Esperemos que así sea —dijo el brigante, dubitativo.

Hubo más quejas, más promesas de venganza y de terribles castigos para todos, pero cuando el explorador alzó la mano, Genialis volvió a sumirse en un silencio que no quebró en el resto del viaje. Cabalgaba detrás de los dos cautivos con un brigante a su lado que vigilaba que nadie hiciera un movimiento en falso. Brigita y la esclava, Afrodita, en compañía del otro explorador, cerraban la marcha.

Cuando atravesaron el asentamiento civil —las canabae— que se extendía extramuros, Ferox sintió que la sombra del ejército se cernía sobre él una vez más. No habían tenido tiempo de pasar por su pequeño puesto avanzado, ya que quería acabar con aquello y verse libre de los cautivos cuanto antes. Sí valoró la posibilidad de devolver a Brigita a su familia, lo que hubiera supuesto un desvío de poco más de cinco millas, pero decidió no hacerlo. Hubiera sido demasiado cruel llevarla a casa con dos de sus captores aún a la zaga.

En su lugar, se apresuró por llegar a Vindolanda. Fue más difícil para Afrodita, sentada e incómoda sobre el caballo castaño y vestida con una túnica prestada, que era demasiado grande para ella, y con una capa sucia. Fue aún más duro para Segovax, aunque el hombre hacía gala de una voluntad de hierro y hacía lo posible por no mostrar su dolor. Los hombres mantenían el gesto impasible, al estilo de las tribus del norte, y de las gentes de Ferox. Sus ojos permanecían fríos y cargados de odio.

—¡Alto! —El centinela apostado en la entrada rugió la consigna reglamentaria.

—Flavio Ferox, centurión regionarius, con tres exploradores, dos prisioneros y otras tres personas, solicita acceso al fuerte.

—¡Señor! —El bátavo se cuadró, con la lanza recta apoyada contra el hombro y el escudo pegado al cuerpo.

A Ferox le sorprendió tal precisión, pero cuando atravesó las puertas vio dos filas de soldados en formación en el interior. Supuso que la recepción no era para él.

—Buenos días, señor. —Había un optio al mando del destacamento.

Ferox hizo memoria e intentó recordar el nombre del oficial, justo a tiempo.

—Buenos días, Arcutio. —Asintió—. ¿Esperas visita?

—Sí, señor. Pero llegan tarde.

Ferox sintió la tentación de preguntar, pero sabía que el optio era un hombre que seguía el reglamento al pie de la letra. Arcutio no era dado a mantener charlas banales, en particular cuando se dirigía a alguien que no formaba parte de la Cohors VIIII Batavorum. Habría tenido que ordenárselo si quería una respuesta, y no había razón para llegar tan lejos. Los bátavos eran hombres cerrados, y aunque hubiera luchado junto a ellos en no pocas ocasiones, no dejaba de ser un extraño.

—¿Está el comandante Cerialis en su residencia? —preguntó Ferox.

—Sí, señor.

Flavio Cerialis estaba al mando de los bátavos. Era joven, arrojado y ambicioso, y después de un año y medio en Britania empezaba a aclimatarse al lugar. Su esposa y él eran amigos cercanos de Aelio Broco y su mujer, lo que haría más fácil devolverles el caballo y a la esclava. Afrodita no había dicho mucho en el viaje a casa, solo confirmó que se había alejado del hogar y se había encontrado con el mozo de cuadra, también esclavo, que se ocupaba en ese momento de ejercitar al caballo castaño. Ferox supuso que no había ido a verle por casualidad y que las cosas se pusieron feas cuando aparecieron los norteños, mataron al mozo de cuadra y se la llevaron a ella y al animal. Los saqueadores se habían topado con Brigita el día anterior, mientras se dirigía a Coria a vender una cabra en el mercado y a comprar un hacha, si es que lograba encontrar una que estuviese bien de precio.

—Bien —dijo Ferox—. Será mejor que deje de perder el tiempo y que me presente en los principia.

Azuzó a Nieve para recorrer el camino principal del fuerte, la via praetoria, cuyo trazado corría recto hacia el otro sendero principal de la posición, detrás del cual se alzaban los grandes edificios de la base: los principia, donde se gestionaba la administración, y el pretorio, donde vivían Cerialis y su familia. Ambas eran grandes estructuras, con cuatro arcadas en torno a un patio central y con sus muros enlucidos y pintados de blanco de modo que, a esa distancia, parecían hechos de piedra y no de madera. Bien era cierto que, por tamaño, se antojaban pequeños al lado de los dos graneros que había junto a ellos y cuyos tejados superaban en altura a todos los del fuerte. Los barracones, a ambos lados del camino, también eran edificios bastante amplios.

—Es como un hormiguero. —El Gato Rojo rompió su silencio por primera vez en días. Miraba a un lado y a otro, a los edificios encalados con techumbres de teja y pizarra. Un grupo de soldados pasó junto a ellos, sin lanzas ni espadas, pero ataviados con cotas de malla y casco. Marchaban en formación al son de las órdenes bruscas del veterano al cargo. El ladrón se los quedó mirando. No comprendía lo que decía, pero el tono resultaba revelador.

—¿Cómo puede someterse un hombre a eso? —le preguntó, sorprendido, a su hermano—. ¿Cómo pueden vivir así?

Vindex resopló y soltó una carcajada. Ferox sabía que el explorador opinaba lo mismo. Vindolanda era un fuerte de cierta entidad, construido para acomodar a la nutrida cohorte bátava y a otros destacamentos así como a contingentes que estuvieran de paso. Debía de antojársele enorme a cualquier hombre acostumbrado a casas dispersas, granjas o aldeas de poco más de una docena de chozas. La base de una legión romana era unas diez veces mayor, mientras que las ciudades del Imperio, por no hablar de la propia Roma, hacían que cualquier puesto militar pareciera enano.

—¿Es esto Roma? —preguntó Segovax.

—No, hermano, dicen que Roma está a una semana de distancia, hacia el sur. Esto debe de ser el poblado de uno de sus grandes jefes.

—¿Y por qué vivir aquí, rodeados de gente? Es como un hormiguero.

El Gato Rojo asintió.

—Es gente extraña.

Vindex espoleó a su caballo para unirse a Ferox.

—Es mucho más de lo que han dicho en semanas.

—Sí. Puede que hablen algo más cuando sepan a lo que se enfrentan.

Ferox había esperado averiguar algo más en su trayecto de vuelta a casa, pero no logró llegar a nada con los dos hermanos. Tenía que haber una razón para que se hubiesen alejado tanto de sus tierras. El caballo era bueno, pero los creones, así como otras gentes del norte, solían preferir sus ponis. Eran más pequeños, pero más robustos, y estaban mucho más acostumbrados a los terrenos escabrosos. Era cierto que Brigita y Afrodita bien podían ser vendidas como esclavas, o podrían habérselas quedado para ellos, pero para secuestrar a un par de muchachas no tenían por qué ir tan al sur. Genialis parecía ser la clave del misterio, ya que, a decir de Ferox, el resto debían de ser capturas fortuitas. Los norteños habían ido a capturarle a él, o a alguien como él, pero Ferox no entendía lo que pretendían obtener. El enfurruñado joven tampoco era de gran ayuda. Puede que estuviera diciendo la verdad y que su padre fuera rico, con lo que pagaría rescate. Sin embargo, ¿qué iban a hacer los norteños con tal cantidad de monedas?

—Quizá cuando estén cara a cara ante la muerte hablen con un poco más de ganas —dijo Ferox sin convicción.

Vindex permaneció impasible.

—¿Y por qué iban a hacerlo?

—Hay varios modos de morir.

—¿De verdad crees que a ese le vas a meter el miedo en el cuerpo? —Vindex hizo un gesto con la cabeza hacia Segovax—. O a aquel. Creo que deberías haber dejado que los matara de forma rápida y limpia.

Ferox se preguntaba si tenía razón. Tenía que admitir, aunque a regañadientes, que sentía respeto por los hermanos, y no le atraía la idea de que acabaran crucificados o enfrentándose a las fieras en la arena.

—Ya es tarde para eso —dijo. Estaban en la intersección de los dos caminos—. Tú quédate aquí y vigílalos mientras yo entro a hacer los preparativos.

Desmontó de un salto y se dirigió a grandes zancadas al arco de entrada de los principia. El suelo era de tierra prensada, aunque esponjoso. En Vindolanda siempre todo parecía estar húmedo. Al entrar intentó deducir qué día era. Supuso que ya habían pasado los idus de abril. Mientras estuvo en los confines de Britania no había importado. Cuando se dirigieron al norte, Beltane había pasado hacía semanas, las nieves se estaban derritiendo, los corderos nacían, los días cada vez eran más largos y la primavera se aproximaba. Ahora que estaba de vuelta con el ejército, se adentraba en otro mundo, uno que lo confiaba todo a la escritura. Al menos sabía qué año era. Trajano era cónsul por tercera vez junto con Sexto Julio Frontino, que también ostentaba el cargo por tercera vez.

—Un cabrón duro. Y listo.