Hierro y sangre - Peter H. Wilson - E-Book

Hierro y sangre E-Book

Peter H. Wilson

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Beschreibung

El celebrado historiador Peter Wilson, autor de los monumentales La Guerra de los Treinta Años. Una tragedia europea y El Sacro Imperio Romano Germánico, se embarca ahora en una obra no menos titánica, un relato sobre Alemania a través de cinco siglos de historia militar. Durante la mayor parte de su existencia, la Europa germanófona ha estado dividida en innumerables Estados, algunos muy relevantes, como Austria y Prusia, y otros formados por un puñado de valles alpinos. Su experiencia militar también ha sido extraordinariamente variada: a veces amenaza, a veces amenazada; en ocasiones una mera zona tampón, y en otras, un peligro global. Hierro y sangre es un libro asombrosamente ambicioso y absorbente que abarca cinco siglos de cambios políticos, militares, tecnológicos y económicos para narrar la historia de las tierras de habla alemana, desde el Rin hasta la frontera balcánica, desde Suiza hasta el mar Báltico. Una visión de conjunto en la que Wilson contempla múltiples aspectos y muy variadas dimensiones, desde el desarrollo de las armas hasta el reclutamiento, la estrategia en el campo de batalla o cuestiones ideológicas como el impacto de la Reforma protestante o el surgimiento del nacionalismo. Si hay una constante, esta ha sido la sensación de verse acosados por enemigos aparentemente más poderosos –Francia, Rusia o los otomanos– y la necesidad de asestar un golpe de gracia rápido para asegurarse un resultado favorable en una guerra. En cambio, y casi inevitablemente, esto ha significado en la práctica conflictos prolongados, implacables y a menudo imposibles de ganar y, en 1939-1945, una terrible catástrofe moral. El impacto militar de Alemania en el resto de Europa ha sido inmenso, y Hierro y sangre ilumina el pasado, y con ello el presente y el futuro, de una parte central en el devenir del viejo continente, y del mundo.

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Seitenzahl: 1993

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Hierro y sangre

Wilson, Peter H.

Hierro y sangre / Wilson, Peter H. [traducción de Javier Romero Muñoz].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2023. – 928 p., 16 p. de lám. il; p. ; 23,5 cm – (Otros títulos) – 1.ª ed.

D.L.: M-9550-2023

ISBN: 978-84-124985-3-0

94(430: 439.5)

355.48(4) “1500-2000”

HIERRO Y SANGRE

Una historia militar de Alemania desde 1500

Peter H. Wilson

Título original:

Iron And Blood

by Peter H. Wilson

© 2022, Peter H. Wilson

All rights reserved/Todos los derechos reservados

ISBN: 978-0-241-35556-5

© de esta edición:

Hierro y sangre

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12, 1.º dcha. - 28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-126588-3-5

D.L.: M-9550-2023

Traducción: Javier Romero Muñoz

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro y Jaume Ferrer Moltó

Cartografía: Desperta Ferro Ediciones

Primera edición: junio 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2023 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

Para Rosie

Índice

Agradecimientos

Nota acerca de los términos empleados

Mapas

Introducción

PARTE I. EQUILIBRAR GUERRA Y PAZ

Capítulo 1. Señores de la guerra

Capítulo 2. La formación de los ejércitos

Capítulo 3. Hacer de soldado

PARTE II. ACEPTAR LA GUERRA COMO PERMANENTE

Capítulo 4. Contener el monstruo de la guerra

Capítulo 5. Ejércitos permanentes

Capítulo 6. De carga extraordinaria a servicio ordinario

PARTE III. LA PROFESIONALIZACIÓN DE LA GUERRA

Capítulo 7. Habsburgos y Hohenzollern

Capítulo 8. La profesionalización de la guerra

Capítulo 9. La socialización de las fuerzas armadas

PARTE IV. LA NACIONALIZACIÓN DE LA GUERRA

Capítulo 10. La guerra y la construcción de naciones

Capítulo 11. Naciones en armas

Capítulo 12. Al servicio de la nación

PARTE V. LA DEMOCRATIZACIÓN DE LA GUERRA

Capítulo 13. Demagogos y demócratas

Capítulo 14. ¿De la guerra total al fin de la guerra?

Capítulo 15. Ciudadanos de uniforme

Abreviaturas utilizadas en este libro

Bibliografía

Imágenes

Agradecimientos

La presente obra supone la culminación de las reflexiones acerca de la historia militar germana de toda mi carrera. Es el libro que me hubiera gustado que existiera en mis inicios, hace más de treinta años. Desde la década de 1980, el campo ha experimentado una transformación gracias al pensamiento crítico en torno a la guerra, que sitúa el estudio del conflicto dentro de su contexto humano más general, así como por mediación de intentos más recientes de reconectar esa dimensión más amplia con el debate de cómo las fuerzas armadas se organizan y dirigen las contiendas. El presente volumen aspira a combinar ambos enfoques en un relato exhaustivo de los cinco siglos precedentes. Semejante empresa habría sido imposible sin los trabajos de generaciones de eruditos, de cuyos trabajos me he beneficiado. De forma más inmediata y personal, he tenido la gran suerte de recibir el consejo de muchos y generosos colegas. En particular quiero agradecer a Rick Schneid y Jack Gill por compartir sus investigaciones acerca de las cifras de efectivos germanos durante las Guerras Napoleónicas, así como a François Bugnion, Mary Sarotte y Adam Storring, quienes tuvieron la amabilidad de enviarme material de utilidad o encaminarme hacia obras que había pasado por alto. Jan Tattenberg leyó extensas secciones del borrador y me proporcionó valiosos comentarios y sugerencias. Klára Andresová Skoupá fue de gran ayuda con la literatura en lengua checa. Simon Winder, de Penguin, prestó un entusiasta apoyo al proyecto desde el principio y me proporcionó un sinnúmero de lúcidos comentarios y sugerencias con respecto al conjunto de la obra. También estoy agradecido a Kathleen McDermott y al personal de Harvard University Press por dar el libro a la imprenta en Estados Unidos y a James Pullen, de Wylie, por el apoyo prestado durante todo el proceso. Cecilia Mackay y Danielle Nihill convirtieron en realidad una lista de deseos de ilustraciones, las minuciosas revisiones de Richard Mason eliminaron numerosos errores e incongruencias e Ian Moores transformó mis indicaciones en bellos mapas de gran claridad. Estoy en deuda con Rosie por su amor, buen humor y apoyo, sin el cual dudo que hubiera podido terminarla.

Peter Wilson, febrero de 2022

Nota acerca de los términos empleados

Los términos «alemán», «Alemania» y «tierras alemanas» se usan en el presente libro por razones de conveniencia para delimitar espacios políticos y sus habitantes. No pretenden indicar que estos lugares y localidades fueran necesariamente germanoparlantes, ni que estos se identificaran como «alemanes». Los topónimos y los nombres de emperadores, reyes y otras figuras históricas conocidas aparecen en la forma más habitual empleada en los textos en español. Para las localizaciones centroeuropeas, utilizaré en general la versión germana, aunque en Occidente utilizaré la francófona (Estrasburgo, no Straßburg). Los nombres de la realeza se identifican por la forma en español. Por lo demás, se emplea la versión del alemán moderno. El término «imperio» se utiliza en toda la obra para el Sacro Imperio Romano Germánico para diferenciarlo de otros imperios, tales como el otomano o la Francia napoleónica. De igual modo, los «Estados» identifican grupos sociales corporativos como la nobleza y el clero y las asambleas de dichos grupos. Los términos extranjeros aparecen en cursiva y se explican la primera vez que se mencionan. También es posible consultar términos y sus definiciones por medio del índice.

La moneda se presenta en su forma histórica. Para los tres primeros siglos tratados en la presente obra hay dos monedas principales: el tálero de plata, del sur de Alemania; y el florín de Austria, para el norte de Alemania. La tasa teórica de cambio era de 1,5 florines por tálero. La Alemania imperial adoptó el marco (M) a partir de 1871, que fue valorado (en 1873) en 3 táleros. Austria reformó su divisa en 1858; 100 nuevos florines equivalían a 105 antiguos florines. En 1892, sustituyó el florín por la Krone [corona], equivalente a 2 florines. La Primera Guerra Mundial desestabilizó el marco germano, que fue reemplazado por el Reichsmark (RM) en 1924, también introducido en Austria después de la anexión de 1938. La división de posguerra de Alemania condujo a la adopción del Deutsche Mark (DM) en Alemania Occidental y el Mark (M) en Alemania Oriental. El DM fue sustituido en 2002 por el euro (€). Suiza careció de una moneda estandarizada antes de la introducción del franco en 1798, aunque este no tuvo un valor uniforme en todos los cantones hasta 1850.

Mapas

Introducción

HIERRO Y SANGRE

«No es por medio de discursos y decisiones mayoritarias como se deciden las grandes cuestiones del presente –tal fue el gran error de 1848 y 1849–, sino por el hierro y la sangre [Eisen und Blut]».1 Estas palabras proceden del célebre discurso de Otto von Bismarck al comité presupuestario de la dieta prusiana del 30 de septiembre de 1862, con el que trató de convencer a los diputados para que incrementaran el gasto militar. La parte final se cambió de inmediato a «sangre y hierro», una cita errónea, que, repetida en la época y en etapas posteriores, se convirtió en sinónimo del militarismo germano, mientras que Bismarck pasó a conocerse como el canciller de hierro, quien sostenía que la guerra era el único modo de unificar Alemania. Un examen más detallado nos revela que esto es la caricatura de una historia mucho más compleja e interesante.

Bismarck había redactado su discurso con sumo cuidado para apelar a los diputados, en su mayoría liberales partidarios de transformar Alemania en un Estado nacional gobernado por una democracia parlamentaria. Buscaba recordar a sus señorías las realidades del poder; que la influencia de Prusia dependía del sostenimiento de su capacidad militar, no de proporcionar liderazgo ideológico. Bismarck se estaba refiriendo al poema «La cruz de hierro», de Max von Schenkendorf, voluntario de la guerra de liberación de 1813 contra la Francia napoleónica, que escribió: «Solo el hierro puede salvarnos, solo la sangre puede redimirnos de los pecados de las pesadas cadenas, del orgullo de los malhechores».2

Al igual que hicieron con otros poetas de esa era, los nazis se apropiaron de la obra de Schenkendorf para dotar de fundamentos culturales a su ideología. El título del poema se refería a la nueva medalla por servicios al Estado creada por el rey de Prusia, Federico Guillermo III, a quien sus oficiales liberales habían empujado a romper la alianza con Francia. Aunque Schenkendorf reconocía el liderazgo del monarca, sus versos hacían referencia a la herencia teutónica de Prusia, al cristianismo y al paisaje. Sus otras obras muestran el idealismo juvenil y romántico característico de su tiempo y son lo bastante ambiguas como para ser usadas por cristianos, socialdemócratas e incluso modernos anuncios de coches y ropa.

La carrera de Bismarck estaba en entredicho. Apenas llevaba una semana en el cargo cuando el rey de Prusia le requirió que rompiera el bloqueo del presupuesto militar. Su referencia a 1848-1849 es un ataque evidente a los liberales germanos que dominaban en el Parlamento nacional convocado en Fráncfort en esa época y que, a pesar de ello, no habían sido capaces de crear un Estado unificado. Sus palabras no ejercieron el efecto deseado. Los diputados rechazaron su llamamiento a incrementar el gasto militar y precipitó a Prusia a una crisis constitucional de la que solo pudo escapar tras librar dos contiendas victoriosas, en 1864 y 1866. Estos conflictos, considerados parte de las «Guerras de Unificación de Alemania», dividieron la Confederación Germánica mediante la expulsión violenta de Austria y dejaron un legado que perturbó Europa central durante el siglo siguiente. El discurso de Bismarck provocó la alarma de su señor político, el rey Guillermo I, pues temía que se propusiera resolver los problemas de Alemania por la fuerza. Aunque el monarca disfrutó de la condición de líder nominal de la victoria sobre Francia de 1870-1871, numerosos alemanes no sentían gran entusiasmo por ir a la guerra.3

Este discurso, y su recepción, ejemplifica el argumento central del presente libro: no cabe duda de que el militarismo ha sido un elemento integral del pasado germano y ha conformado el modo en que los alemanes han dirigido sus contiendas; sin embargo, esto no era ni un destino inevitable ni la única trayectoria posible. Las siguientes páginas tratan de ofrecer un relato accesible de la historia militar de la Europa de habla germana durante los cinco últimos siglos, enmarcado en la historia general de la evolución de la guerra, por tierra, mar y aire. Busca subrayar qué hizo diferente la experiencia bélica germana y qué tuvo en común con otros países de Europa y, cuando sea adecuado, con el resto del mundo. Todo el libro integra la historia militar dentro del desarrollo en general, ya sea político, social, económico y cultural, de lo que hoy es Alemania, Austria y Suiza.

¿UN MODO ÚNICO DE HACER LA GUERRA?

La historia militar alemana es inmensamente popular. No faltan libros acerca de las guerras, campañas, generales, armas y el militarismo germano. La mayor parte de estas obras solo trata el periodo 1914-1945, seguida, muy de lejos, por los cincuenta años precedentes, la época de la Alemania imperial. En conjunto, podría decirse que la etapa anterior a la década de 1860, si es que es llega a tratarse, se presenta como una mera introducción al «surgimiento de Prusia», no como parte integral de una historia mucho más extensa. Un gran número de libros son estudios especializados, a menudo muy técnicos, en particular los que tratan de armamento, uniformes y tácticas. La mayoría son soberbios en su campo concreto, si bien un número considerable de ellos recicla interpretaciones manidas y detalles factuales –a menudo– inexactos.

Esta obsesión por la era de las dos contiendas mundiales anquilosó el debate y congeló la historia militar germana en un marco anacrónico y teleológico, que, surgido a finales del siglo XIX cristalizó tras 1945. Este enfoque proyectó el mito de un modo «específicamente germano» de hacer la guerra, en teoría predeterminado por la situación geopolítica de Alemania en el corazón de Europa, donde se hallaba rodeada de vecinos hostiles. Existía la creencia generalizada de que los alemanes estaban, en cierto modo, predispuestos de manera natural a la guerra de agresión, porque temían ser cercados y aspiraban a expandir su «espacio vital». Esto, a su vez, promovía un modelo político de singular autoritarismo, pues solo un «Estado potencia» podía movilizar los recursos necesarios para desarrollar y sostener la necesaria capacidad de «golpear primero». En lo operacional, las contiendas germanas debían ser Blitzkrieg [guerra relámpago] para ganar victorias rápidas y decisivas antes de que sus enemigos pudieran concentrar su superior número contra ellos. Las fuerzas armadas alemanas buscaban la eficiencia técnica y la superioridad tecnológica para ganar una ventaja relativa sobre sus numerosos adversarios. Para tal fin se confiaron a profesionales que operaban fuera del control político, todo lo cual tuvo consecuencias fatales para la sociedad alemana y la paz del conjunto de Europa.4

Esta interpretación se convirtió en una ortodoxia casi inamovible, en particular debido a que las instituciones castrenses germanas, como el Estado Mayor General, fueron modelos muy imitados a partir de la década de 1870. Los avances alemanes eran varas de medir del rendimiento y la eficiencia de las fuerzas armadas de otros países. El ejemplo teutón ha ejercido una profunda influencia en los debates desde la década de 1970, acerca de si existe –o debería existir– un modo estadounidense de hacer la guerra. Deslumbrados por el espejismo de la Blitzkrieg, la Administración Bush de la década de 1990 fomentó un modelo de «guerra moderna» de alta tecnología y gran precisión científica, que buscaba establecer una ventaja permanente sobre los adversarios. Las fuerzas armadas chinas, por el contrario, han dejado a un lado su anterior admiración por los métodos germanos y ahora consideran que su fracaso de 1914 es una advertencia de que no se debe ir a la guerra con solo un gambito inicial y sin un plan estratégico.5

Los historiadores de izquierdas, más escépticos, tampoco han hecho mucho por cuestionar esta interpretación, puesto que refuerza la interpretación popular de que la sociedad germana se militarizó y «feudalizó» durante el siglo XIX, lo cual preparó el terreno para la Primera Guerra Mundial y, en último término, para Hitler y el Holocausto. Con frecuencia, los autores adoptan una explicación cultural, que arraiga el militarismo germano en la «sangre y tierra» de Prusia, lo cual invierte los términos de la celebración de estas mismas características de los nacionalistas decimonónicos. En función de la perspectiva, los aristócratas prusianos son o serviles o independientes, pero siempre implacables, mientras que sus soldados son, por algún motivo desconocido, «guerreros naturales». Este controvertido enfoque ha vuelto a respaldarse en fechas recientes por la derecha política, como fuente de inspiración para las fuerzas armadas germanas de hoy.6 Se consideraba que el ejército era un «sistema cerrado» que permanecía aislado, aunque, al mismo tiempo, sus valores marciales permeaban al resto de la sociedad y conformaban sus valores.7

Ha llegado el momento de descongelar la historia militar alemana y ponerla a la altura de los estudios que se están haciendo del resto del pasado germano. Numerosas décadas de investigación han producido una visión mucho más matizada y sofisticada de la Europa de habla germana. Buena parte de estas obras ha abordado un enfoque comparativo, que cuestiona que la evolución de Alemania deba describirse como una senda especial (Sonderweg) de extraordinaria beligerancia y autoritarismo, que se desvía de la del resto de Europa.8 En todo caso, es «especial» por el hecho de que la evolución de Alemania se caracterizó por una descentralización político-militar mucho más prolongada que en la mayoría de países europeos. Los vínculos habituales entre estructuras políticas y organización militar se desmoronan cuando vemos que los países en general asociados a la democracia liberal, como Gran Bretaña y Francia, establecieron monopolios de violencia desde el primer momento, en tanto que en Alemania se caracterizaron, hasta entrada la década de 1870, por una política y una seguridad colectiva descentralizadas.

Por encima de todo, el interés reciente en la historia global y en la evolución trasnacional plantea validas cuestiones de si sigue siendo correcto escribir historia militar «nacional». Un asunto de particular importancia para el pasado germano, dados los orígenes de la Alemania moderna, muy recientes. No existe una razón que nos obligue a enmarcar la historia militar germana en la geografía política surgida a partir de 1866, como tampoco la existe para la historia social, económica, religiosa o cultural de Alemania. Para ello, el presente libro abarcará la historia militar de las regiones de Europa central que hayan estado bajo el predominio político germanoparlante durante todo, o parte, de este marco temporal, esto es, el área aproximada de las actuales Alemania, Austria y Suiza.

Este enfoque geográfico extenso corrige una gran deficiencia presente en las pocas historias militares generales de Alemania, todas las cuales siguen un enfoque teleológico, que presenta la historia alemana como el ascenso y la caída de Prusia.9 Algunas obras llegan incluso a trazar una continuidad desde Arminio, vencedor de las legiones de la Antigua Roma, hasta el mismo Hitler.10 La mayor parte, sin embargo, trunca la historia germana al hacerla comenzar en la década de 1640, que suele considerarse, de forma inexacta, la del «nacimiento» del ejército prusiano. Todo el pasado castrense germano se lee a través de la lente de la experiencia prusiana, de modo que buena parte de dicha experiencia está mal comprendida, al no enmarcarse dentro del contexto general, germano y europeo.

La evolución institucional se presenta como la historia de un ejército prusiano-germano unificado, si bien, con anterioridad a la violenta destrucción de la Confederación Germánica, Prusia solo había librado dos guerras –la «guerra de las vacas» de Düsseldorf de 1651 contra el Palatinado y la intervención en la revuelta patriota neerlandesa de 1787– sin la colaboración de, al menos, otro territorio germano; incluso en 1866 recibió la asistencia de seis pequeños principados. El poder militar, lejos de proyectarse por un Estado centralizado, siguió estando descentralizado la mayor parte de la historia germana. Hacer la guerra fue una actividad colectiva durante todo el Sacro Imperio y en el periodo de sus sustitutos federales, de 1806-1813 y 1815-1866. Incluso el Imperio alemán de 1871-1918 conservó un sistema de contingentes, con ejércitos independientes para Baviera, Wurtemberg y otros Estados.

Aún más importante: Prusia no fue la principal potencia militar «germana» hasta las postrimerías del siglo XIX. Hasta entonces, la monarquía habsburgo austriaca siempre tuvo un ejército más grande y se consideraba un modelo más deseable por muchos, tanto en el mundo político germanoparlante como en otros países de Europa. Pese a que sirvieron como soldados más suizos que prusianos en relación con el porcentaje de la población, la historia solo tiende a acordarse del «militarismo germano». Por el contrario, la dimensión marcial de la historia suiza, y, en particular, de la austriaca, ha sido indebidamente desatendida.11 Al liberar la historia militar de anacrónicos marcos nacionalistas, podemos explorar estas narrativas desde nuevas perspectivas. Este enfoque más general nos revelará cómo las ideas, prácticas, instituciones y la tecnología se transfirieron no solo por toda la Europa central de habla germana, sino también entre esta región y otros confines de Europa y del mundo. Solo entonces podremos determinar si existió un modo alemán de hacer la guerra y cuál puede ser su significado histórico general.

PLAN GENERAL

El libro combina cronología y temática. La primera es importante para trazar la evolución a largo plazo, mientras que la segunda permite explorar aspectos clave con mayor profundidad. La cronología busca deshacer de forma deliberada el relato estándar, que sigue el ascenso de Prusia y culmina en las dos conflagraciones mundiales. Estos conflictos son, sin duda, relevantes y tendrán una marcada presencia, aunque la visión de conjunto solo puede verse cuando el marco temporal abarca desde mucho antes de la década de 1640 y también más allá de 1945. La Alemania reunificada en la década de 1990 ha existido casi tres veces más tiempo que el Tercer Reich, mientras que la era de paz posterior a 1945 es más extensa que el periodo que va de 1871 a 1945. A pesar de ello, la historia militar de la República Federal de Occidente y su rival comunista oriental, entre 1949 y 1990, todavía no se ha integrado con la historia militar previa a la Segunda Guerra Mundial.

Una de las grandes ventajas de este enfoque más prolongado es que permite una evaluación más exhaustiva de los hechos que suelen considerarse «puntos de inflexión» de la historia germana, tales como la Paz de Westfalia de 1648, el ascenso al trono de Federico el Grande en 1740, la derrota de Prusia en Jena en 1806 y su victoria sobre Francia en Sedán en 1870, la derrota total de 1918 y la «hora cero» de 1945, todos los cuales se han designado mediante un estrecho enfoque en la alta política. Una de las tareas principales será evaluar hasta qué punto las victorias y las derrotas han «hecho» la historia germana y así situar a la guerra en el contexto general del pasado teutón.

Con demasiada frecuencia, los relatos existentes se concentran en los éxitos y tienden a resaltar la mayor agresividad o superior organización, real o supuesta, en particular del Estado Mayor General y sus métodos de mando y control, representantes de un supuesto «genio para la guerra» singular. A pesar de que este enfoque ha desaparecido de la mayoría de obras en lengua germánica, continúa estando muy arraigado en las anglófonas, muchas de las cuales celebran abiertamente los métodos prusiano-germánicos.12 Estas tienden a interrumpir el relato en el momento en que los éxitos del inicio dejan paso a costosas contiendas de desgaste que finalizan en tablas –por ejemplo, Prusia en la Guerra de los Siete Años– o en un desastre total –ambas contiendas mundiales–. Un examen más detallado de la derrota revela que lo que diferencia a los métodos prusiano-germánicos entre mediados del siglo XIX y mediados del XX era un foco obsesivo en cómo lograr una rápida victoria, no en qué hacer con dicho éxito, o qué hacer cuando no se lograba.13 Es más, este enfoque solía deberse a la preocupación de que el país no podía permitirse un conflicto prolongado, más que en la creencia en la validez del uso de la fuerza para lograr objetivos políticos. De hecho, de forma casi invariable, existía una desconexión fatal entre planes militares y una estrategia nacional general, lo cual llevaba a descuidar otras líneas de acción tal vez más fructíferas.

Por esta razón, la cronología del libro está estructurada en cinco partes determinadas, en cierto modo, por las formas de organización y práctica militar que predominaba en cada siglo, así como su relación con las estructuras sociales, económicas y políticas. Comenzar por el siglo XVI nos permite seguir a Alemania, Austria y Suiza desde sus orígenes comunes en el Sacro Imperio Romano, en un momento en que la guerra en Europa experimentaba profundos cambios. Aunque la Europa medieval no carecía de conflictos, las contiendas solían ser intermitentes y localizadas. A finales del siglo XV surgieron mecanismos de movilización y empleo de recursos de una forma más sostenida y coordinada. Sin embargo, en Alemania esto no se logró por medio de la creación de un Estado nacional unificado, sino por medio de estructuras colectivas y multilaterales. La autonomía, no la centralización, siguió siendo la característica política primordial hasta el siglo XX y resurgió en forma modernizada tras las dos guerras mundiales, consagrada en el federalismo de las repúblicas alemana, austriaca y suiza.

La consolidación institucional del Imperio se aceleró entre 1480 y 1520 con la creación de nuevos mecanismos para reunir hombres y dinero para la guerra, así como para resolver disputas entre las múltiples autoridades políticas. Todas utilizaban una variante del sistema de movilización de tres escalones, formado por una leva selecta de hombres jóvenes apoyada por dos categorías de reservas. Aunque experimentó muchas modificaciones, este método siguió siendo la forma de reclutar soldados hasta entrado el siglo XX. Estas estructuras, y la cultura política que fomentaban, ejercieron una poderosa influencia sobre los hechos posteriores, en particular al sancionar la existencia de numerosos «señores de la guerra» (Kriegsherren) con posesión legítima de fuerza armada.

En el otro extremo del marco temporal del libro, adquiriremos nuevas perspectivas acerca de las dos contiendas mundiales si las vemos dentro del progreso general del siglo XX, en lugar de como resultados inevitables de los fallidos intentos de unificación bajo la Alemania imperial entre 1871 y 1914. Otra de las grandes ventajas de esta estructura es que abarca tanto la paz como la guerra. Hasta ahora, los debates en torno al «modo alemán de hacer la guerra» se han centrado en exclusiva en la forma en que se dirigen las contiendas una vez iniciadas las hostilidades y no en los periodos, a menudo extensos, de paz relativa, como los de 1553-1618, 1815-1848, 1871-1914 o de 1945 al presente. Los Estados germanos, Prusia incluida, no eran en absoluto los únicos que se preparaban para la guerra. Todos los países europeos hacían planes para futuros conflictos y es al contextualizar correctamente la experiencia germana cuando podemos ver que muchas de las afirmaciones que sostienen el carácter excepcionalmente militarista de su pasado son una exageración.

Estos argumentos suscitarán controversia, por lo que debo dejar claro desde el principio que la presente obra no busca blanquear la historia alemana o minusvalorar la destrucción provocada por los ejércitos germanos, en particular durante la Segunda Guerra Mundial. Como declaró el presidente federal Joachim Gauck el 26 de enero de 2015: «No existe la identidad alemana sin Auschwitz».14 El enfoque comparativo busca contextualizar la experiencia germana, no relativizarla mediante un burdo recuento de víctimas mortales, similar a la «disputa de historiadores» de la década de 1980, en la que se comparó a Hitler, Stalin y Pol Pot. Es más, el adjetivo «alemán» es una cómoda solución para abarcar las regiones de Europa situadas en Estados regidos por dirigentes de habla alemana. El presente libro rechaza de forma explícita que los alemanes posean unas «cualidades marciales» peculiares a causa de su relación con su «sangre y tierra». De hecho, no tiene sentido hablar de historia militar «alemana» sin incluir la experiencia de los millones de personas que hablaban otros idiomas. Esto no solo es válido para Suiza y para la monarquía habsburgo, sino también para Prusia, que siempre tuvo una numerosa población de habla polaca y lituana.

Cada una de las cinco partes cronológicas del libro está subdividida en tres capítulos que siguen temas clave a través del tiempo, a la vez que proporcionan un relato. El capítulo inicial de cada parte aborda de forma cronológica la relación entre guerra y política y se centra en por qué se libraron los conflictos y hasta qué punto la historia germana «se hizo sobre el campo de batalla». El capítulo central de cada parte examina la ejecución de mando, planes e inteligencia, así como la forma en que dichos contingentes se reclutaban, organizaban, equipaban y entrenaban. La sección final de estos capítulos abarca la guerra naval, con una sección adicional en el siglo XX –Capítulo 14– acerca del poder aéreo. El tercer capítulo de cada parte examina las actitudes hacia la guerra, la motivación y estatus legal de los soldados, su relación con la sociedad, así como el impacto demográfico y económico de la guerra.

NOTAS

1      Bismarck, O. von, 1924-1935, vol. X, 139-140.

2      «Denn nur Eisen kann uns retten, uns erlösen kann nur Blut von der Sünde schweren Ketten, von des Bösen Übermut». Vid., en general, Hagen, E.A., 1863.

3      Jähne, A., 2002, 76-82.

4      Wintjes, J., 2019, 100-120; Dupuy, T.N., 1984; Görlitz, W., 1953; Citino, R.M., 2005 y Citino, R.M., 1999.

5      Qiyu, X., 2017. El autor es oficial del Ejército Popular de Liberación de China.

6      Hull, I. V., 2004; Citino, R.M., 2017, esp. 307-311; Willems, E., 1986; Laffin, J., 2003, esp. 254-256. Esta vision positiva proviene de Neitzel, S., 2020.

7      Como argumenta, por ejemplo, Haldén, P., 2016, 163-182.

8      Las versiones clásicas de esta tesis incluyen las obras de Wehler, H. U., 2008 y Fischer, F., 1990. Para una revision reciente e influyente del Sonderweg, vid. Winkler, H.A., 2006-2007. Un examen esencial de este debate en Kocka, J., 2018, 137-142; Walser Smith, H., 2008, 225-240; Hagen, W.W., 1991, 24-50.

9      Kitchen, M., 1975; Citino, R.M., 2005, esp. xiii; Kolkey, J.M., 1995; White, J.R., 1996; Perrett, B., 2014; Simpson, K., 1985; Hermann, C.H., 1968.

10    Por ejemplo, Stone, D., 2006, 19.

11    Existen importantes proyectos de investigación que están corrigiendo esto para la historia suiza de inicios de la Era Moderna. Véase también Jaun, R., 2019, que cubre el pasado más reciente. Acerca del descuido premeditado de los historiadores austriacos del pasado marcial de su país, vid. Hochedlinger, M., 2001, 207-213. Aunque representa un intento de corregir esto, la obra de Bassett, R., 2015, es un relato convencional cargado de errores.

12    Este tema también se aborda en Astore, W.J., 2011, 5-30; Smelser, R. y Davies, E.J., 2008. Neitzel, S., op. cit., descontextualiza la Wehrmacht del Holocausto y deja espacio para admirar su eficiencia implacable.

13    El argumento de que la doctrina germana se concentra sobre todo en la táctica, no en la estrategia, ha sido defendido por otros, por ejemplo Macksey, K., 1996.

14    [https://www.bundespraesident.de/SharedDocs/Reden/DE/Joachim-Gauck/Reden/2015/01/150127-Bundestag-Gedenken.html].

PARTE I

Equilibrar guerra y paz

CAPÍTULO 1

Señores de la guerra

PODER MILITAR Y AUTORIDAD POLÍTICA

El Sacro Imperio Romano Germánico

En la Europa de finales de la Edad Media, la potestad para el empleo de la fuerza estaba muy repartida. Para los autores decimonónicos, esta autoridad residía en una peligrosa combinación de barones ladrones y pequeños tiranos. El progreso vino con el surgimiento de monarcas poderosos que consolidaron Estados definidos por su «monopolio de la legítima violencia». Tales personajes incluían a Luis XI de Francia, Enrique VII de Inglaterra, Matías Corvino de Hungría y Fernando e Isabel de España, todos los cuales accedieron a sus tronos después de prolongadas contiendas civiles. A todos ellos se les asocia con la creación de poderosas «nuevas monarquías». La cartografía del siglo XIX remarcó este hecho y mostró estos países con bloques de sólidos colores, que contrastaban con el colorido mosaico del Sacro Imperio Romano Germánico, que abarcaba el corazón de Europa.

Aunque las diferencias no eran tan marcadas como sugieren los mapas o los relatos grandiosos, la visión al uso subraya la considerable dispersión del poder militar en las tierras germanas tardomedievales, donde existía una multitud de señores de la guerra, desde el emperador a los concejos municipales. En alemán, el término Kriegsherr define una autoridad política legítima dotada de poder militar. Carece del sentido peyorativo de su equivalente inglés, warlord, que implica el uso personal de poder militar para imponer y ejercer la autoridad política. La presencia de tantos señores de la guerra era una característica diferenciadora, aunque no necesariamente una debilidad. Por el contrario, representaba una forma diferente de hacer la guerra, que, a su vez, reflejaba las características del Imperio como entidad política en la que el poder estaba disperso y compartido, no monopolizado por el centro.

Todos los Estados europeos de finales de la Edad Media se encontraban con tres formas de violencia: los problemas de la imposición de la paz, proporcionar recursos para la defensa externa y regular las actividades marciales de sus súbditos más allá de sus fronteras.1 El peculiar carácter de las estructuras políticas alemanas y suizas hizo que estas cuestiones fueran tratadas de forma diferente a las monarquías de occidente. Francia, España y los Estados italianos constituían una excepción en la Europa de las postrimerías del siglo XV, pues contaban con ejércitos permanentes, mantenidos tanto en tiempos de guerra como de paz. La obtención de tales contingentes, junto con la construcción de las instituciones y de los sistemas tributarios necesarios para su sostenimiento, ha sido considerado un paso necesario hacia el Estado moderno.2

En realidad, existía una considerable hostilidad a que los gobernantes cristianos hicieran preparativos bélicos en tiempo de paz. La guerra, salvo cuando era contra otomanos e infieles, se consideraba un último recurso. Era aceptable que algunos habitantes tuvieran que entrenarse y poseer armas, pero se consideraba que mantener soldados profesionales debía ser un gasto excepcional. Cuando era necesario se podían reclutar contingentes, pero permanecer armado en tiempos de paz les parecía extravagante y una ofensa a Dios. La verdadera diferencia entre el Imperio, y también Suiza, y muchos otros Estados europeos no es que fracasaran en el intento de desarrollar fuerzas permanentes bajo control central, sino que lograron que la idea tardomedieval cubriera de forma aceptable sus necesidades.

El Imperio proporciona el marco político de la Europa central germánica en tres de los cinco siglos que abarca el presente libro. Los Estados posteriores de Austria, Suiza y Alemania surgieron de este. Era «sacro» gracias a sus orígenes como protector secular del Papado desde el año 800, así como por la presencia de los señores eclesiásticos católicos, que respondían al nombre colectivo de «Iglesia imperial» y que controlaban alrededor de la séptima parte de su territorio. Era «romano» porque reclamaba ser la continuación directa de la Antigua Roma imperial y porque heredó la pretensión de dicho imperio de establecer un orden paneuropeo.3

El Imperio, tras su importante expansión oriental en la Alta Edad Media, se contrajo algo al oeste y al sur a partir de 1250, con lo que asumió un carácter más inequívocamente «germano», si bien esto siempre se definió más desde un punto de vista político que lingüístico o cultural. Aunque a finales del siglo XV las palabras «de la nación germana» fueron añadidas al término Sacro Imperio Romano, esto nunca llegó a ser su título formal y siempre se aceptó que muchos de sus habitantes hablaban otras lenguas. Salvo algunos intelectuales, muy pocos consideraron que esto fuera un problema antes de la desaparición del Imperio, en 1806.

Nunca fue un reino centralizado. Por el contrario, el Imperio evolucionó a través de una serie de fases definidas por las diferentes relaciones entre su élite señorial. La distinción entre gobierno hereditario y electivo era borrosa en muchas monarquías, con lo que numerosos reinos europeos sufrieron la inestabilidad y cambios de dinastía correspondientes. El carácter electivo de la monarquía imperial, no obstante, se hizo aún más pronunciado. Después de 1356, la potestad quedó limitada a siete príncipes, que recibían el apropiado título de «electores», mientras que la cifra de candidatos potenciales se redujo aún más y la medida de elegir a un «rey de romanos» permitía al emperador vigente obtener el reconocimiento de su hijo como sucesor designado.

La política imperial siempre contuvo relaciones verticales, entre señor y vasallo, y elementos colectivos de asociación horizontal. Los dos elementos no eran necesariamente contradictorios, por lo que no debemos simplificar en exceso la cuestión reduciéndola a un dualismo entre emperador y príncipes. Ambos eran interdependientes. Los príncipes no buscaban reducir al emperador a una figura decorativa, ni escapar a la autoridad imperial. No solo era que sus territorios fueran, en general, demasiado pequeños para que fuera viable una existencia independiente, sino que su valía personal dependía de su estatus de príncipes imperiales, que les otorgaba derechos y privilegios en el seno del extenso Imperio. Podían llegar a violentos desacuerdos con el emperador o con sus vecinos, pero no cuestionaron la existencia del Imperio hasta poco antes de su fin. Es más, el legado imperial mantuvo su autoridad moral y legal mucho más allá de 1806, el año de su desaparición formal.

El poder del emperador dependía de las circunstancias y de lo bien que cada mandatario supiera gestionar los diversos retos. El siglo XV fue testigo de la consolidación de una jerarquía interna que se hizo más rígida una vez fue detallada por escrito en documentos constitucionales que demarcaban cuatro niveles de autoridad. El emperador era el señor supremo y el único monarca europeo con un título imperial. Compartía prerrogativas clave con los principales señores y ciudades, que se distinguían por su carácter «inmediato», esto es, no había un nivel intermedio de autoridad entre ellos y el emperador. Este colectivo constituía los «Estados imperiales» (Reichstände) con derecho a reunirse en el Reichstag (dieta imperial) cuando su señor los convocase. El emperador era a la vez monarca y un Estado imperial gracias a sus posesiones hereditarias. En 1500-1512 se creó un nuevo nivel intermedio, una vez que la mayoría de Estados imperiales fueron agrupados por regiones en diez Kreise (círculos imperiales) con lo que se estableció una arena adicional en la que debatir y coordinar políticas y reunir tropas y dinero para la acción común.4

El colectivo de los Estados imperiales, además de actuar en el nivel del Imperio y de Kreis, también constituía el tercer nivel «territorial», como gobernantes de sus feudos imperiales inmediatos. Si bien se les conocía como «los príncipes», se dividían en una jerarquía de tres grupos de estatus, formados por electores, príncipes –los cuales también incluían condes y algunos señores menores– y las ciudades gobernadas por magistrados elegidos por los burgueses con derecho a ello. La necesidad de reunir tropas y dinero para contener amenazas comunes como la insurgencia husita de Bohemia (1419-1434) obligó al Reichstag a reunirse con más regularidad en el transcurso del siglo XV.

Las ciudades y vasallos inmediatos que aceptaron estas nuevas responsabilidades se aseguraron su estatus de Estados imperiales hacia 1521, mientras que las que no pudieron o rehusaron descendieron al cuarto estrato político, el de autoridades mediadas. Estas incluían más de 50 000 familias nobles, numerosas instituciones eclesiásticas y alrededor de 1500 localidades dentro de las jurisdicciones de los Estados imperiales. En un proceso similar al del nivel imperial, muchas de estas autoridades menores ganaron representación en los Estados territoriales o provinciales (Landstände), en los que se debatía cómo cumplir con las cargas comunes, entre ellas las crecientes demandas de tropas y tributos por parte del Imperio.

El desarrollo de la seguridad colectiva

La forma en que el Imperio distribuía estas responsabilidades fue un factor clave para preservar esta compleja estructura tardomedieval y evitar que se convirtiera en una monarquía centralizada. En una época en la que era difícil cuantificar la riqueza, parecía más conveniente asignar cupos fijos a cada Estado imperial y dejar en manos de estos hallar la forma de reunir la cantidad exigida. Las cuotas eran registradas en listados «matriculares». Los de 1521 constituyeron la base para todos los cálculos subsiguientes.5 Esto repartía 4000 jinetes y 20 000 infantes entre los Estados imperiales, que debían proporcionarlos en especie o en efectivo, definido como el equivalente a la paga de un mes para este contingente. Dada la misión original de esta fuerza de escoltar al emperador a Roma, la sede tradicional de las coronaciones imperiales, los impuestos reunidos mediante este sistema eran conocidos como «meses romanos». El principal inconveniente era que estos cupos solo eran una aproximación al potencial real de cada territorio, de modo que, una vez fijados, era muy difícil persuadir a nadie para que aceptase revisarlos… ¡salvo, claro está, para reducirlos! De todos modos, la cuota podía ser solicitada por fracciones o múltiplos según se necesitase, con lo que el sistema encajaba con la cultura política del Imperio y, además, funcionaba bastante bien.

La autoridad militar, por tanto, estaba fragmentada más que monopolizada. Tanto el emperador como los Estados imperiales eran señores de la guerra, si bien el Imperio y sus Kreise también podían actuar de forma colectiva en calidad de tales. A partir de 1519, el emperador estuvo obligado a consultar a los Estados imperiales antes de hacer la guerra en nombre del Imperio, aunque podía hacerla por cuenta propia con los recursos de sus tierras, muy extensas. Los Estados imperiales también podían reclutar y mantener tropas y la legislación adicional de 1555 empoderó a los Kreise para actuar por iniciativa propia en la coordinación de respuestas a amenazas inmediatas sin necesidad de obtener la autorización previa del emperador o del Reichstag.

Las alianzas ofrecían un vehículo adicional de cooperación militar y de seguridad. Los Estados imperiales podían unirse para fines comunes, aunque, al contrario que sus homólogos polacos o húngaros, los señores germanos carecían del derecho constitucional de resistencia, con lo que, para que fuera legal, todo acuerdo entre ellos debía ir encaminado al sostenimiento del Imperio. La más importante de estas alianzas fue la Liga de Suabia, fundada en 1488, que se convirtió en modelo de pactos posteriores. El emperador Federico III promovió esta Liga para contrarrestar el poder de la familia Wittelsbach en la Alemania meridional, si bien también sirvió su propósito oficial de sostener la paz pública. Su organización y prácticas hicieron una contribución significativa al desarrollo de la seguridad colectiva del Imperio.6 El Kreis también podía establecer alianzas, conocidas desde el siglo XVII como «asociaciones», que eran pactos formales de defensa. Las tierras habsburgo estaban segregadas en los Kreise de Austria y Borgoña. Ambos Kreise se componían, de forma casi exclusiva, de las posesiones de la familia sin casi ningún otro miembro, lo cual permitía a los Habsburgo utilizar esta estructura como les pareciera.

La paz pública perpetua acordada en 1495 en el Reichstag limitaba el uso interno de fuerza. La paz perpetua prohibía a los Estados imperiales utilizarla para resolver sus disputas. Aunque en el pasado se habían emitido legislaciones similares, esta vez fue mucho más efectiva debido al establecimiento de una corte suprema para arbitrar conflictos. Las nuevas estructuras judiciales e institucionales todavía no se habían establecido del todo cuando la Reforma, iniciada en 1517, consolidó un cisma permanente en la cristiandad occidental. Desde su célebre disputa con Lutero, en 1521, el emperador Carlos se rigió por la idea de que la misión imperial era salvaguardar el orden secular, por lo que dejó las cuestiones teológicas en manos del papa. Los luteranos fueron reprimidos, pero no por ser herejes, sino porque tomaban tierras y rentas de la Iglesia católica para financiar el establecimiento de sus propias estructuras eclesiásticas. Así pues, desde el comienzo, la pugna fue definida por la rivalidad entre los Estados imperiales por el acceso a los recursos de la Iglesia, que incluían las tierras, todavía sustanciales, de los príncipes eclesiásticos. Los príncipes y los magistrados urbanos que abrazaban la nueva fe se apresuraban a imponer su autoridad sobre quienes las seguían. Los movimientos más de base, como el de los anabaptistas, eran perseguidos de forma implacable. Esto hizo que los conflictos religiosos pasaran a los estratos políticos superiores del Imperio, donde la teología era menos importante que poder demostrar el derecho a ejercer jurisdicciones específicas.

La «ejecución» o imposición de sentencias de los tribunales se confiaba a comisionados nombrados por el emperador o por los Kreise. La sanción capital era la proscripción imperial, según la cual el emperador declaraba al malhechor un fuera de la ley desprovisto de la protección del Imperio. Los que aplicasen dichas sanciones recibían recompensa a expensas del culpable, lo cual daba peso real al procedimiento, si bien también añadía posibles complicaciones políticas a su uso. Como es comprensible, la proscripción se utilizaba en contadas ocasiones. La respuesta habitual a la violencia era escalonada, con advertencias formales, citaciones a los tribunales, veredictos y, por fin, encomendar a uno o más Estados imperiales la imposición de la paz pública. Negociar era una opción posible en todas las fases, lo cual refleja el deseo generalizado de paz y consenso que guiaba la cultura política imperial.

A pesar de estos mecanismos de tutela, el Imperio siempre sufrió un problema de parasitismo. Los Estados imperiales rehusaban asumir cargas comunes aduciendo, a veces con razón, que necesitaban sus contingentes para hacer frente a amenazas más inmediatas. Los Habsburgo alegaban con regularidad que sus fuerzas, con independencia de dónde estuvieran desplegadas, representaban los contingentes de los Kreise de Austria y Borgoña. Otros protestaban por tener que contribuir por encima de sus posibilidades, o recibían exenciones especiales, si bien eran pocos los que presentaban objeciones de base política y, en general, la contribución del conjunto resistía bien la comparación con el porcentaje de tributos recaudado en las monarquías más centralizadas.7

Dependía de los Estados imperiales decidir cómo reunir los hombres y el efectivo requeridos. Las autoridades del siglo XVI, en general, recurrían al vasallaje para reclutar caballería y pioneros no combatientes, mientras que la milicia de infantería era reclutada por medio de otras obligaciones feudales. Ambos métodos fueron cada vez más complementados por profesionales a sueldo, algunos de los cuales fijos, aunque la mayoría era reclutada por medio de contratistas cuando se les necesitaba. Este método tenía ventajas e inconvenientes, y no fue un mero proceso de sustitución de la leva feudal por los profesionales (vid. págs. 56-66).

Austria

Hacia mediados del siglo XV, cuando los Habsburgo reemplazaron a los Luxemburgo como dinastía principal, Austria ya era la potencia preeminente del Imperio. Originarios de Suiza, los Habsburgo regían Austria desde 1279. Hacia 1358, para elevarse sobre los otros príncipes, los Habsburgo inventaron la dignidad única y casi regia de «archiduques». Sus extensas posesiones eran lo bastante grandes para garantizar su continua reelección como emperadores, aunque no para sostener la gestión imperial sin la cooperación de los Estados. Este equilibrio experimentó un giro considerable entre 1516 y 1526, después de que la red de alianzas matrimoniales negociada por Maximiliano I diera sus frutos, con la obtención para los Habsburgo de España, Bohemia y una tercera parte de Hungría.8 Estas ganancias, sumadas a la adquisición de la mayor parte de Borgoña en 1493, dio a los Habsburgo posesión directa sobre más de un tercio del Imperio, así como muchas más tierras allende las fronteras imperiales. Esta expansión de recursos, no obstante, fue contrarrestada de sobra por la acumulación de nuevas amenazas, en particular la recuperación de Francia tras un largo periodo de guerras internas e internacionales y la reanudación de la expansión otomana por los Balcanes que provocó el colapso de Hungría.

Los Habsburgo, ávidos de un rol europeo más prominente, llegaron a un compromiso en el Imperio y aceptaron una mayor integración en las nuevas instituciones creadas desde la década de 1490 a cambio del reconocimiento de su estatus imperial y un modesto apoyo a sus actividades fuera del Imperio, en particular contra los otomanos. Este nuevo equilibrio fue formalizado por el acuerdo de 1519 entre Carlos V y los electores, que fue renovado, con modificaciones menores, en todas las elecciones imperiales subsiguientes. Las posesiones españolas de Carlos no fueron integradas en el Imperio –con la salvedad de las de Borgoña e Italia, que ya formaban parte–, lo cual le dejaba libertad para emplear sus recursos como le pareciera, si bien estaba obligado a consultar a los electores y al Reichstag si quería asistencia de los Estados imperiales.

Pronto fue evidente la dificultad de gestionar este vasto Imperio dinástico, en una época en la que el éxito político seguía dependiendo, en gran medida, de las relaciones personales entre el regente y las élites locales. Carlos reconoció que no podía estar en todas partes a la vez y delegó la dirección de sus dominios a sus familiares, que asumieron el título de virreyes. En 1521 entregó Austria a su hermano menor, el archiduque Fernando, que fue reemplazando a su hermano, a menudo ausente, en la dirección del Imperio.9

Alemania

Austria, Borgoña y Bohemia, a pesar de ser muy extensas y de estar subdivididas a su vez en provincias, constituían cada una un solo Estado imperial. El registro de 1521 enumera 402 Estados imperiales, con 7 electores, 83 principados, 226 condados, prioratos y otros señoríos y 86 ciudades. Además, había alrededor de 1500 feudos caballerescos con estatus de inmediatez imperial. Estas cifras se citan con frecuencia para ilustrar la imposible fragmentación del Imperio. Sin embargo, muchas de las entidades de menor tamaño ya habían desaparecido durante el siglo XVI, suprimidas por señores superiores que disputaban su derecho al autogobierno, o, en el caso de cerca de la mitad de los 136 Estados eclesiásticos, habían sido secularizados por sus vecinos, entre ellos algunas tierras católicas como Austria. La cifra total de unidades políticas era aún menor, pues una misma familia podía acumular y concentrar territorios.

Resulta, por tanto, mucho más útil pensar en clave de conglomerados familiares, muy pocos de los cuales tenían importancia fuera del ámbito local. Los más importantes, además de los Habsburgo, eran los Wittelsbach, señores del Palatinado, Baviera, Zweibrücken y varios territorios vinculados, si bien su escisión en ramas rivales minó su influencia. Este mismo problema afectó a los Wettin de Sajonia a partir de 1485, así como a los Hohenzollern de Brandeburgo, situados en un lejano cuarto puesto de la clasificación de poder a pesar de haber heredado, en 1618, Prusia Oriental, antiguo territorio de la Orden Teutónica que, en 1525, fue secularizado y convertido en un ducado separado del Imperio bajo tutela polaca. Las cuatro familias, incluidos los Habsburgo, tenía diversas ramas menores que servían de reserva dinástica, disponibles para heredar si la rama principal se extinguía, aunque también podían ser difíciles de manejar.

La familia de los Güelfos (Welf) de Alemania septentrional era aún más diversa, si bien la línea de Hannover ascendería a puestos destacados a finales del siglo XVII. Las familias que regían Hesse, Wurtemberg, Baden y Nassau ocupaban, en conjunto, el sexto puesto, desde el que fueron ascendiendo poco a poco en el marco de los cambios jerárquicos del siglo XVIII, durante los cuales Austria y Prusia asumieron la condición de grandes potencias, mientras que Baviera encabezó un grupo de principados medianos, por encima de un número aún mayor de condes y príncipes menores, como los de la familia Sayn-Wittgenstein de Renania, cuyas diversas ramas regían, al final del siglo XVIII, un total de 467 kilómetros cuadrados y apenas 16 000 súbditos.10 En conjunto, estos principados medianos y pequeños constituían, junto con Austria y Prusia, una Tercera Alemania. Es evidente que los principados que sobrevivieron a la desaparición del Imperio en 1806 y se convirtieron en Estados independientes ya eran actores políticos principales en las postrimerías de la Edad Media. Si bien las sutilezas de las cambiantes relaciones entre estas familias principescas aportan gran riqueza a este periodo de la historia germana, sus elementos generales de continuidad no dejan de ser llamativos.

Suiza

La formación gradual de Suiza demuestra el poder del elemento asociativo de la política imperial, que compensó la falta de orígenes comunes del país. La región francófona se originó en el antiguo reino carolingio de Borgoña, mientras que las zonas germánicas habían formado parte en el pasado del ducado de Suabia. El impacto de la geografía y el comercio complicaban aún más las divisiones lingüísticas y separaban a Suiza en sendos ejes, norte-sur y este-oeste. No obstante, había pocos señores, la mayor parte de los cuales residía en otros lugares, con lo que la administración local era delegada en los concejos de aldeas y ciudades. La necesidad de tareas comunitarias tales como el mantenimiento de caminos y pasos impulsó a las aldeas a formar asociaciones de valles en las regiones montañosas del oeste y del centro. Las otras áreas se organizaron conforme al patrón, más habitual a finales de la Edad Media, de señoríos rurales dependientes de nobles o de ciudades francas.

Los orígenes de Suiza suelen remontarse al famoso «juramento de camaradería» (Eidgenossenschaft) de 1291, entre los tres valles comunitarios de Uri, Schwyz y Unterwalden. Este se expandió y abarcó otras áreas que asumieron su nombre de forma colectiva, si bien los términos «confederación» y «cantón» no empezaron a utilizarse de forma oficial hasta después de 1803. Cada expansión fue determinada por circunstancias específicas. No existía un concepto definido de lo que era Suiza, o de a quién debería pertenecer. La denominada «guerra de liberación» contra los señores Habsburgo se inició, en realidad, en 1315 como una disputa local por la rica abadía de Einsiedeln. Los Habsburgo toman su nombre del castillo de Habichtsburg, en lo que hoy es Argovia, y eran los más poderosos de los diversos señores absentistas. Lucharon en defensa de lo que consideraban su legítima jurisdicción, si bien estaban entretenidos con asuntos en otras regiones. La sucesión de derrotas habsburgo en Morgarten (1315), Laupen (1339), Sempach (1386) y Näfels (1388) solo tuvieron una importancia regional y, al contrario de lo que sostiene el mito popular, no consolidaron en el extranjero la reputación castrense suiza.

La Confederación nunca fue democrática en el sentido moderno de la palabra. Por el contrario, se mantuvo fiel a sus orígenes tardomedievales, con una gobernanza comunal ejercida por concilios elegidos por propietarios empoderados, de una forma no muy diferente a la de numerosas aldeas y pueblos de Alemania. Mientras que los montañosos «cantones de los bosques» de la Suiza central eran más rurales e igualitarios, los otros eran dominados por su localidad principal, donde el gobierno se fue haciendo cada vez más patricio y oligárquico, a medida que los burgueses victoriosos se adueñaban de los poderes y prebendas de los nobles a los que derrotaban. La mayoría de cantones adquirió territorio adicional que conservó como tierras dependientes, a cuyos habitantes se les negaba igualdad de derechos. Muchos de estos territorios dependientes fueron tomados durante conflictos por las rutas de comercio a través de las montañas. Los suizos conquistaron Argovia y Turgovia a los Habsburgo y, a partir de 1403, lanzaron un decidido esfuerzo para arrebatar la fértil vertiente meridional de los Alpes al ducado de Milán. Las disputas jurisdiccionales en Argovia y Turgovia contribuyeron a provocar varias contiendas civiles en el seno de la Confederación y las dos dependencias no obtuvieron plena igualdad de derechos hasta 1798.

La violencia era endémica debido a la fricción constante entre los cantones y las numerosas desigualdades entre estos.11 En general esta se limitaba al robo de ganado y a incursiones menores, si bien de forma periódica estallaban conflictos más serios, en particular la Guerra del Viejo Zúrich (1436-1450) por la posesión del condado de Toggenburg, en el que se implicaron Francia y los Habsburgo. Fue en este momento cuando la eficacia castrense suiza empezó a llamar la atención general, en particular la batalla de St. Jakob an der Birs, el 26 de agosto de 1444, en la que un contingente bernés de 1500 efectivos combatió, supuestamente, hasta el último hombre. A pesar de esta derrota, la victoria final de Berna sobre Zúrich le llevó a convertirse en el cantón más grande e influyente.

Las interferencias externas animaron a los suizos a sumarse a los conflictos desencadenados por la expansión del ducado de Borgoña por el Alto Rin durante la década de 1460. Las inesperadas victorias suizas de Murten, Grandson y Nancy en 1476-1477, detuvieron la expansión borgoñona y consolidaron una sólida reputación de excelentes infantes. La disputa por el rico botín de Borgoña estuvo cerca de provocar una nueva guerra civil. En 1481 se logró un equilibrio precario, en el que los cantones rurales suspendieron su agitación entre los campesinos dependientes de sus vecinos urbanos a cambio de que estos últimos abandonasen sus planes de establecer una confederación más centralizada. Llegados a este punto, a los tres miembros originales de la Confederación del Juramento se sumaron Zug y Lucerna, los cuales, junto con Berna, Zúrich, Glaris, Soleura y Friburgo, formaban los cantones de los bosques. Cada cantón tenía dos votos en la dieta (Tagsatzung), la cual, creada después de 1420, empezó a reunirse con mayor regularidad a partir de 1471. Sin embargo, no había capital, gobierno central ni constitución escrita. Neuchâtel, Valais y San Galo se incorporaron como miembros asociados, aunque sin representación ni derechos equivalentes.

Todos los cantones se originaron como ciudades imperiales o bailíos, por lo que no era inevitable que chocasen con el Imperio. Sin embargo, la posibilidad de conflicto creció una vez que los Habsburgo se convirtieron en la dinastía imperial debido a que las disputas con estos implicaban una colisión inmediata con el conjunto imperial. La tensión aumentó con rapidez cuando los suizos trataron de evitar las responsabilidades comunes y se negaron a asistir al Reichstag o a pagar los tributos acordados en 1495. Dos años más tarde, se aliaron con Recia, una red de tres federaciones comunales, la más importante de las cuales eran los Grisones (Liga Gris), y avanzaron en dirección este, a lo largo de los Alpes, amenazando la rica provincia habsburgo del Tirol.

Vacas suizas y puercas suabas

Mientras tanto, el emperador Maximiliano se había impuesto a Francia en la Guerra de Sucesión borgoñona, provocada por la muerte en Nancy en 1477 de su último duque, y había tomado la mayor parte de sus tierras, incluido el Franco Condado, que flanqueaba Suiza por el noroeste. Como jefe de la Liga de Suabia, el emperador impuso el cumplimiento de la política imperial a las pequeñas localidades del sudoeste de Alemania, que los suizos consideraban aliadas potenciales. Debido al nuevo choque con Francia iniciado en Italia a partir de 1494, Maximiliano quería asegurar los pasos alpinos y esperaba que los suizos, a los que consideraba sus súbditos, le permitieran el tránsito.

En enero de 1499, Maximiliano atacó con el apoyo de la Liga de Suabia. Tres meses más tarde expandió el conflicto después de que los suizos firmaran una alianza con Francia, lo cual complicó la contienda italiana, en la que tanto él como el rey francés y los helvéticos ya estaban implicados como beligerantes. Los suizos se impusieron en una sucesión de pequeñas victorias, en particular Dornach, pero no pudieron franquear el Rin y adentrarse en Suabia. En septiembre se acordó la paz en Basilea. Los suizos obtuvieron la exención de las nuevas cargas comunes, si bien su relación general con el Imperio fue definida en términos deliberadamente vagos. Suiza no se convirtió en un Estado soberano.12 La breve contienda, en la que los protagonistas se llamaban entre sí «vacas suizas» y «puercas suabas», fue brutal. No se hicieron prisioneros. Los observadores externos remarcaban el odio mutuo que se profesaban y es indudable que, cuando se hallaban en terrenos enfrentados en los campos de batalla del siglo XVI, suizos y germanos demostraban una honda aversión mutua. Sin embargo, tampoco cabe exagerarlo. Comercio, cultura e ideas religiosas seguían fluyendo en ambas direcciones y era frecuente que hombres de ambos países sirvieran en las mismas unidades.

En 1501, la ciudad de Basilea se vio obligada a abandonar su neutralidad e incorporarse a la Confederación, al igual que Escafusa, lo cual les dio a los suizos una avanzada al norte del Rin. Appenzell, en la frontera tirolesa, se convirtió en 1513 en el decimotercer cantón. Sin embargo, la posibilidad de que otras ciudades meridionales de Alemania «se hicieran suizas» se esfumó a partir de la década de 1540, una vez que el Imperio se presentó como mejor garante de la autonomía de las ciudades que la inestable Confederación.13

LA PAZ PÚBLICA Y EL SERVICIO EXTRANJERO

La imposición de la paz pública

El crecimiento del poder habsburgo redujo en gran medida el riesgo de conflicto interno, dado que era evidente que ninguna otra dinastía principesca podría desafiar el liderazgo imperial de la familia. Su poder quedó demostrado de forma convincente en 1504-1505, cuando Maximiliano I intervino en apoyo de Baviera contra el Palatinado en la disputa de la sucesión de Landshut. El Palatinado fue derrotado y perdió su crédito sobre el sudoeste de Alemania, lo cual permitió a los Habsburgo mantener el equilibrio entre las ramas rivales de los Wittelsbach. La influencia habsburgo aumentó con la rápida acción de la Liga de Suabia contra el duque Ulrico de Wurtemberg, que aprovechó el breve interregno entre la muerte de Maximiliano I y la elección de Carlos V en 1519 para atacar la ciudad imperial de Reutlingen. Ulrico fue derrotado y enviado al exilio, lo cual probaba que los mecanismos imperiales de imposición de la paz podían operar con efectividad incluso en ausencia de un emperador.

Aunque en ambos conflictos participaron contingentes relativamente grandes, estos fueron breves y demostraban los peligros de desafiar a la autoridad imperial. Mientras tanto, los señores territoriales cooperaban cada vez más en el marco de la paz pública para combatir amenazas más locales. Muchos de estos problemas, causados por ellos mismos, culminaron en la Revuelta de los Caballeros (1522-1523) y en la Guerra de los Campesinos de Alemania (1524-1526). Los caballeros, aunque más tarde fueron calificados de «barones ladrones», ni eran reaccionarios medievales, ni siempre eran expoliadores. El problema derivaba de la complejidad de las relaciones feudales tardomedievales, que hicieron que muchos detentasen feudos de varios príncipes a la vez. Dado que a partir de 1495 se les prohibió emplear la fuerza directa, algunos príncipes emplearon a sus caballeros para librar guerras por delegación con sus vecinos por las numerosas disputas locales menores que atormentaban al Imperio. Estos conflictos solían invocar el derecho tradicional de litigar, en el que la parte más débil nombraba a un campeón que le defendiera. De igual modo, otros caballeros trataban de escapar a la jurisdicción principesca por medio de la obtención de inmediatez imperial.14